Debo decir que mi despacho quedó precioso, soberbio, casi señorial. Tanto nos gustó el color que aprovechamos para pintar el resto del piso, a excepción de la cocina, que está azulejada. Y, de paso, logré que Salomé cediera en algunos detalles más: por ejemplo, retiramos la lámpara de araña y colocamos un plafón de oficina.
Sin embargo, del proceso surgió un desagradable daño colateral: el olor. Resultaba tan insoportable que me vi obligado a dormir con la ventana abierta y a esperar cuatro largos días para empezar a recibir formalmente a los nuevos clientes. Mientras el tufo aminoraba, me sentaba en el patio, en las sillas con funda de rayas, a la sombra de la palmera, con el fresquito provocado por la fuente y las plantas recién regadas. El patio, blanco para que ilumine el espacio, no es muy grande. Como está lleno de macetas, la impresión óptica es aún más reducida. Pero verse rodeado del colorido de los geranios, rosales y petunias, y del potente olor de los pendientes de la reina, lo compensa. Ninguno de los días estuve solo. La señora Emilia aparecía invariablemente a las once, con su costura, el abanico en la mano y el moño alto en la cabeza. Ella cuenta con su propia silla de espadaña, colocada junto a la buganvilla. Me daba los buenos días y se ponía a bordar hasta la una, momento en el cual recogía sus bártulos y se despedía con una sonrisa lateral hasta la sesión de la tarde, sin haber pronunciado ni una sola palabra ociosa.
Recibí allí a dos clientes que necesitaban consultas urgentes, pero menores: un requerimiento de Hacienda por unos alquileres no incluidos en la declaración de la renta y un problema con una póliza de seguros. A ninguno de ellos le preocupó la presencia de doña Emilia. Quiero decir que, aunque le hubiéramos hecho firmar una cláusula de confidencialidad, hubiera sido lo mismo.
Me encanta este patio. El lugar es tan agradable que, de haber podido, habría puesto allí mi despacho. En las casas modernas, al cruzar el zaguán te topas con un ascensor de puertas metálicas. Aquí te espera la paz del tiempo muerto, del arte, del amor, hasta el aroma de lo sagrado. Pensé mucho en ello mientras estuve allí. Sobre todo porque echaba de menos a Salomé.
Le había dado cuatro larguísimos días de vacaciones. Y un fin de semana. Y empezaba a sentirme solo, de modo que, aquel lunes, me levanté más animado de lo normal. Cuando Salomé entró por la puerta de la despampanante sede de Romaní y asociados, el olor a pintura se había desvanecido casi por completo. Volvía con una sonrisa de oreja a oreja. Reconozco que tardé en darme cuenta del cambio. Estaba redactando un protocolo para unos clientes, empresarios de segunda generación, propietarios de una compañía familiar, que me habían llamado a primera hora de la mañana. Su hermana, la única mujer en la descendencia, poseedora de un buen porcentaje de acciones, se había casado con un indeseable y había forzado su entrada en la empresa como director de ventas. Vender no vendía nada, pero se estaba fundiendo el patrimonio sin ningún miramiento y a marchas forzadas.
Empezó a tamborilear los dedos sobre mi mesa, casi al lado de mis notas.
—Efrén, quiero hablar contigo un momento.
—¿No puedes esperar un poco, mujer? Debo acabar este documento. —Le expliqué el caso en cuestión. Salomé conocía a los clientes, eran del barrio. Luego, añadí—: Esta noche tienen el consejo de administración. Vienen todos los primos. Es un buen momento para que lo discutan.
Se desabrochó el botón de la americana, se cruzó de brazos y replicó con un desagradable tono lleno de ironía:
—¿Consejo de administración? ¡Por favor, esa gente se reúne en la cocina!
Me molestó su juicio gratuito y respondí con bastante rudeza:
—¿Y eso qué tiene que ver? ¿Acaso estar rodeados de pucheros, en vez de muebles caros, hace menos importante la reunión? Ahora eres tú la que te dejas llevar por las apariencias. Esa gente, como tú la llamas, es de pueblo, cierto. No visten Loewe. Son agricultores, no criminólogos, pero facturan treinta millones de euros al año y dan empleo a un montón de familias. ¿Es lo suficientemente importante para ti?
No pareció convencerle mi planteamiento, pero aguardó hasta que concluí la redacción del protocolo en el que, a propósito, me demoré algo más de lo habitual, para contarme por qué una chispa de júbilo llenaba su mirada.
—Efrén, quiero que sepas que el día que acabamos de pintar el piso me fui de copas con unas amigas. Y en el pub conocí a un tipo estupendo, un hombre.
Tragué saliva. Saqué el pañuelo y me sequé las pequeñas gotas de sudor que de pronto habían inundado mi frente. Había un punto amargo en mi voz que no pude disimular cuando respondí:
—¡Ah, me alegro por ti! ¿Es médico?
No sé por qué dije aquello. Supongo que pensé que, con su afán por la criminalística, acabaría casándose con alguien que vistiera ropa de quirófano. Negó insistentemente con la cabeza.
—No, es comercial. Se dedica a la aeronáutica. Ya sabes: piezas para molinos de viento y aviones. Cosas muy técnicas que tú no comprenderías. Bueno, ni yo tampoco.
—¡Vaya, aeronáutica! Eso está muy bien. Cuéntame algo sobre él.
—De momento, no tengo muchos datos. Sé que no es español porque se le nota en el acento, pero no me he atrevido a preguntarle por su procedencia no fuera a ser que se tomara a mal mi indiscreción. De apostar, diría que es sueco, holandés o algo así. Y guapo. ¡Ah, si pudieras verlo, guapo a rabiar! Rubio, alto, cachas, con unos ojos verdes que quitan el hipo —añadió, provocándome una segunda punzada de envidia.
—De acuerdo, el tío tiene un físico, pero eso no es suficiente: necesitas saber cosas, muchas más cosas sobre él. Cómo piensa, si es de fiar, si tiene antecedentes. Si es afable, bueno, bebedor, discreto o ladrón…
Se encogió de hombros, con despreocupación.
—Ya iré averiguando esas cosas poco a poco. Hay tiempo de sobra. Se traslada esta noche a mi casa.
Me quedé atónito. Volví a secarme la frente, mientras mentalmente trataba de procesar aquella locura.
—¿Que se traslada? ¡Pero si no sabes siquiera dónde ha nacido!
—¿Y qué importancia tiene eso? Lo sustancial es que es bueno y muy cariñoso.
—Deberías reflexionar un poco más antes de hacerlo, porque ¿cómo puedes saber que es bueno y cariñoso si lo acabas de conocer?
—¡Intuición, jefe, intuición! Estas cosas son así, por eso lo llaman flechazo. Verás, cuando fui con mis amigas el otro día al pub, había muy pocas personas, casi todas mujeres. La música era un asco y hacía calor. Pensé que sería uno de esos días aciagos que prefieres borrar de tu memoria. Pero, entonces, entró él. Fue directo a la barra. Pidió un cubata; se giró, apoyó los codos en el mostrador y se quedó mirando hacia la pista de baile, con cierta chulería. Había chicas muy guapas meneándose en la pista, pero solo se fijó en mí. Hubo algo en su mirada que me dejó temblando. Cuando se acercó y se puso a bailar a mi lado, creí morir. Luego, me invitó a una copa y se interesó por mi vida: cómo me llamaba, si vivía sola, dónde trabajaba. Fue muy amable, ¡y tiene un cuerpo!
La interrumpí. En otro caso, terminaría contándome los detalles de su vello púbico.
—¿Me estás diciendo que le conociste hace tres o cuatro días y que hoy se traslada a tu casa?
—Bueno, anteayer quedamos para comer y ayer para cenar. Es una ricura. ¡Y qué ojos! El pobre acaba de mudarse a la ciudad y, como aún no ha encontrado piso, vive en un hotel, y todas las comidas le sientan fatal al estómago. Me da mucho coraje…
—¿Y porque tenga malas digestiones te lo vas a llevar a casa? ¡Por todos los santos, Salomé, no es un gato desvalido! Puede ser un asesino en serie, un atracador, un tipo que se ha fugado de la cárcel y necesite un sitio donde esconderse. ¿No se te ha ocurrido que puede haberte escogido porque vives sola?
Me montó un numerito que prefiero no recordar. Le quedó abofetearme.
Meter en razón a una mula, satisfecha de su condición, es misión imposible. Aun así, lo intenté. No dejé nada en el tintero: argumentos sentimentales; de prudencia; fiscales incluso. Le hablé de mujeres como ella que aparecían con el gaznate seccionado, que eran desvalijadas en cuerpo y alma, que resultaban maltratadas. Nada.
—¡Pareces un predicador encelado con el fin del mundo, ni que te hubiera anunciado que Igor es el anticristo! —me replicó y siguió en sus trece.
—¿Y además se llama Igor? ¿No se apellidará Petrov o Ivanov o algo por el estilo?
—No digas tonterías.
Perdí la paciencia y, sin quererlo, levanté la voz. Palabras calientes en tono inadecuado y con aire de sentencia firme. Se enfadó. Mucho. Me dijo, estas fueron sus palabras exactas: «Puedes obligarme a llevar faldas y escotes de monja, pero no tienes autoridad para meterte en mi vida privada. Además, no sabes una palabra del amor, de modo que chitón». En ambas cosas tenía razón. Y todo terminó ahí. No pude hacer otra cosa que verla marchar, canturreando, y quedarme lleno de preocupación y tristeza, porque metiendo en tu cama a un desconocido puedes estar cabalgando hacia el infierno sin saberlo.
Con el tiempo, me contó que el tal Igor (no Ígor) decía haber nacido en Austria, aunque sus padres eran españoles. Había estudiado Empresariales y era comercial en una empresa que fabricaba complicados instrumentos de precisión. Viajaba constantemente.
Lo de ser hijo de emigrantes aminoró mi disgusto. Al fin y al cabo, eran compatriotas y estaban acostumbrados al trabajo duro. Además, a Salomé se la veía feliz. Bueno, tanto como feliz no. Contenta, a lo sumo. La chispa que adornaba su mirada duró apenas una semana y enseguida se desvaneció. Pero el tiempo pasaba y el tal Igor no daba los problemas que yo esperaba, algo que, aunque me sentara mal, me tranquilizaba. Y llegué a borrarlo de mi lista de preocupaciones.
La vida discurría como siempre. Hasta el día que Salomé me llamó anunciándome la muerte de su novio.
Recuerdo que nos hallábamos al comienzo de un largo puente. La operación salida ocupaba la cabecera de todos los noticieros, y también la agenda de la policía de carreteras, que no daba abasto con tantos desplazamientos en tan poco tiempo. El teléfono sonó muy temprano. Contesté desganado.
—Un hombre muy extraño acaba de decirme por teléfono que mi novio, Igor, ha tenido un accidente de tráfico. Al parecer, ha muerto. Todavía no he avisado a la policía. ¿Puedes acompañarme?…
Discúlpenme. Reincido en el error que cometí al principio de este relato: he vuelto a anticiparme. Esto de extraer en orden temporal las cosas que tengo en la cabeza me está resultando complicado. Para mí, todo está mezclado. Como en una coctelera, ¿me comprenden? Por supuesto que tuvimos casos interesantes antes de que Igor se muriera: el de Trini y el capullo de su jefe; el del pobre accidentado profesional, que demandaba por enésima vez a una compañía de seguros; el lío de Rosa y su despido disciplinario…
Lo que quiero decir es que sería más correcto respetar el orden de los acontecimientos. Así ustedes se harían cargo de cómo Romaní y asociados fue creciendo y madurando, a la par que lo hacíamos Salomé y yo. La normalidad, las dulces rutinas y los claroscuros diarios extendieron su manto sobre nuestra firma comercial como la nieve cubre en invierno los picos de las montañas. Los árboles se llenaron de brotes; los pájaros criaron; el tiempo se hundió de golpe en el calor de la estación y el negocio arrancó sin pedir permiso. Todo discurrió como estaba previsto, como siempre.
Sin embargo, cuando tengo algo entre ceja y ceja, soy incapaz de razonar como debiera. Así pues, si a ustedes no les molesta, les voy a contar lo que ocurrió el día de autos, y luego vuelvo a la historia de mi bufete.
Prometo que lo narraré con pelos y señales.