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Lo que hubiera querido explicar a mi socia, y no tuve ocasión, es mi propia visión de la profesión. Me parecía importante que comprendiera por qué no acepto determinados casos, sin dejar por ello de creer en la justicia.

Al menos eso me digo a mí mismo.

Durante mis dos años de pasante en el bufete de Fulano, estuve inscrito en el turno de oficio y en la asistencia al detenido. Puede parecer poco tiempo, pero les aseguro que fue suficiente. Hay gente que se acostumbra, yo acabé empachado de bilis. Aquellas actuaciones me daban mucho que pensar, y hasta me quitaban el sueño. Cuando estaba de guardia y me tocaba acudir a toda prisa al centro de detención (el plazo máximo es de ocho horas, contadas desde el momento de la comunicación al Colegio, pero yo iba de inmediato) o cuando me presentaba por la mañana a las nueve en el juzgado para negociar con el magistrado el orden de los detenidos de la parrilla y leía el listado (robo con violencia, agresión, quebrantamiento de condena, conducción sin carné, violación de la orden de alejamiento…) mis dudas existenciales me martilleaban el cerebro. Porque la probabilidad de que aquellos hombres (la mayoría eran hombres) fueran culpables resultaba altísima. Naturalmente, ellos no iban a confesármelo. Se excusarían, se justificarían, dirían que tal o cual tenía la culpa, pero yo sabría que mentían. Debía defenderlos porque así lo marca la ley, pero ¿cómo hacerlo sin dejar que mis reticencias y convicciones morales me influyeran?

Uno de mis colegas del turno solía decirme que a él le espantan los inocentes. Que si condenaran a uno de ellos por su culpa se abriría las venas. Por eso, aseguraba que cuanto más culpables resultaban mejor hacía su trabajo, y más tranquilo se quedaba. A mí me ocurría todo lo contrario.

Un ejemplo. El chico aquel violó a la niña. Lo admite (no podía ser de otra forma: le pillaron con el pito tieso y la niña debajo) pero jura y perjura que estaba colgado y que no se acuerda de nada. De lo que sí que se acuerda, y no deja de decírtelo, es de que es menor de edad. Le faltan seis meses para los dieciocho. El informe dice que vive malamente, entre pobreza y desestructuración. La niña tenía trece (tras aquello ya no sabe ni cuántos tiene, le ha arruinado la vida). Iba con el uniforme del colegio y una mochila llena de libros. El fiscal acepta un año y tú, que deberías estar contento por el triunfo, se lo comunicas cabizbajo. Ves cómo le brillan los ojos. «A ese precio, mañana reincido», parece decir. «Gracias, tío. Eres un hermano.» Y tú sudas, en vez de contestarle: «No, no soy tu hermano. Si fuera por mí, colgaría al fiscal por donde más le doliera. Porque lo mío es lograr una condena justa, y esta no lo es».

Perdón por el exabrupto. Lo que quería decir es que entiendo que el artículo 17.3 confiera rango constitucional al derecho de defensa. Es condición sine qua non para el proceso. Acepto que un juicio es más una puja aséptica entre pruebas que un debate sobre la culpabilidad o inculpabilidad previa del defendido. Pero mi estómago no es lo suficientemente fuerte. En la especial relación letrado-cliente no puedo representar cualquier papel, hay algunos que no haría bien.

Como bien decía Salomé, la señora loewe no tenía pinta de haber violado a nadie ni de haber sido violada. A lo que olía era a denunciante profesional. Y con ese ganado, mi estómago es también selectivo…

La voz de la mujer me rompió los pensamientos.

—Mañana no puedo venir, señorita. Diga al señor Porcina que a mí no me preocupa su aspecto. Es obvio que están ustedes pintando y no puedo esperar que luzca corbata y cuellos almidonados, pero me gustaría que supiera que le quedaría eternamente agradecida si me concediese unos minutos, aquí mismo.

Salomé regresó con una sonrisa de triunfo y yo decidí demostrarle que la razón estaba de mi parte. Me puse un chino y una camisa, y me senté al lado de la clienta en el cuarto de estar-sala de espera. Sabía que mi socia escuchaba detrás de la puerta.

La señora loewe olía bien. Algún perfume a base de cítricos. Calculé que andaría por los cincuenta si no los había pasado ya. No era guapa en modo alguno, pero estoy seguro de que veinte o treinta años atrás había sido bastante resultona. No obstante, en aquel momento, pese a los evidentes retoques, parecía lo que era: una mujer que envejecía sin reconocerlo. Llevaba una capa excesiva de maquillaje, pantalones blancos demasiado ajustados y una camisa exageradamente abierta. Parecía relajada, como si aquello formara parte de su rutina habitual. Un punto a mi favor. Aunque estén habituados al ambiente e incluso tengan un cierto conocimiento del mundo que pisan, estar ante un abogado, lo mismo que ante un médico, suele aturullar a los clientes, o, al menos, ponerles un poco nerviosos. Pero aquella señora dominaba por completo la escena.

—Señor Porcina, me llamo Elisabeth X. Gracias por recibirme sin previo aviso.

—Un placer. Usted dirá…

De su enorme cartera de imitación extrajo una carpeta abultada. Quitó las gomas y dejó a la vista una docena de carpetillas de colores, algunas más gruesas, otras más ligeras. Se lo pensó unos instantes y finalmente se decidió por la amarilla. Me la tendió mientras me explicaba:

—Quisiera poner una demanda contra mi peluquera. Se equivocó con el tinte. Este que usted ve es mucho más claro que el tono que suelo llevar. La imagen es para mí indispensable, me gano la vida con ella, y el desaguisado me perjudica, de modo que quiero ser compensada por el error cometido.

No salía de mi asombro.

—Dígame una cosa, señora X, ¿ha hablado ya con su peluquera, le ha contado lo ocurrido?

—Por supuesto, fui al establecimiento y protesté. Naturalmente, lo de la demanda no se lo he comunicado.

—No entiendo mucho de estas cosas, pero supongo que será posible volver a teñirle el pelo, arreglarlo de la manera en que estas cosas se hagan, sin que tenga que haber una intervención judicial. Una demanda es un paso muy serio del que no siempre se saca algo en claro. Estos detalles son difíciles de fundamentar y probar y, además, las peluqueras no suelen ser millonarias. Si lo que busca es una indemnización…

Me interrumpió.

—Esta sí lo es, abogado: sé de buena tinta que le han tocado seiscientos mil euros en la lotería. Es el momento idóneo para demandarla. Quiero cien mil.

Sonreí. Veía por dónde iba.

—Bueno, señora X, esos seiscientos mil euros tienen otra lectura posible: con ellos, su peluquera puede permitirse contratar a un buen abogado y a un estupendo perito que logren convertir nuestros argumentos en papel mojado. Mi consejo es que hable con ella, que negocie y lo solucione por la vía ordinaria. Creo que las palabras clave son esas: hablar y negociar.

Le devolví la carpeta amarilla. Como respuesta, recibí otra, esta vez azul.

—Mi dentista. Tuve que hacerme varias extracciones. Todo se desarrolló como estaba previsto, pero el doctor me aseguró que sangraría solo durante un par de días. Sin embargo, mis encías gotearon más de cuatro. Le aseguro que en ellos estuve verdaderamente desazonada y no pude trabajar. Quisiera demandarle porque su actitud perjudicó mi actividad.

No había duda: aquella mujer era una profesional que rozaba lo patológico. Había conocido una persona de ese gremio, también una mujer, en el despacho de Fulano. Allí le atendían dos de cada tres casos, pero yo no soy así. Esos asuntos no me gustan. Procedí con cautela, más pensando en Salomé que en la señora X.

—Confírmeme una cosa: esas otras carpetas de colores ¿contienen casos similares?

Asintió satisfecha. Había acertado en el juicio. Este tipo de clientes van buscando siempre un novato al que exprimir.

—Salomé, ¿puedes venir un momento, por favor? Trae tu cuaderno. Vamos a dar de alta a esta nueva clienta. —Mi secretaria, que, como dije, estaba escuchando oculta tras la puerta de mi dormitorio, acudió con la rapidez de una bala—. Señora X, ¿es tan amable de proporcionarnos sus datos básicos? Necesitaremos nombre completo, dirección fiscal con código postal, teléfono, NIF… Por cierto, ¿a qué actividad se dedica concretamente? Ese dato es importante para calcular las indemnizaciones pertinentes.

—Soy acompañante.

Se estiró al decirlo, como si esperara que yo pusiera alguna pega. Naturalmente, no lo hice. A mí me importaba un bledo a quién acompañaba y en qué consistía su acompañamiento.

—Acompañante, entendido. Y dígame, ¿entrega usted facturas a sus clientes?

Se removió en el asiento algo incómoda.

—No. Habitualmente, cobro en efectivo. No acepto tarjetas. En mi negocio, la gente prefiere la confidencialidad.

—Es cierto, la gente es muy discreta, pero supongo que declarará usted sus rentas, y el IVA…

—En realidad, soy viuda y cobro una pensión muy pequeña, por la que no debo…

—Comprendo. Muy bien. Dígame, ¿cuánto cobra por sus acompañamientos?

Se echó el flequillo hacia atrás y se recolocó la camisa.

—Eso depende. Digamos que entre cien y quinientos euros la hora. Por adelantado.

Esa era precisamente la palabra que esperaba.

—Muy bien. Nosotros también necesitaremos un adelanto. Doscientos euros.

Se quedó cortada.

—Yo pensaba que ustedes trabajarían a comisión, como los demás…, como otros despachos, quiero decir. Un porcentaje de lo que sacáramos, vamos. Y debe saber que en casa tengo más carpetas como estas, muchas más.

—Eso vendrá luego, ahora necesito doscientos euros en efectivo para abrirle una ficha. Salomé le dará un recibo: nosotros sí que los emitimos.

Se levantó de un salto.

—Se me ha hecho tarde, señor Porcina, tengo que marcharme —dijo.

—Enviaremos la minuta de esta consulta a su domicilio, señora X.

Ella estaba ya con la mano en el pomo de la puerta.

—¿Minuta? ¡No ha hecho usted nada aún!

—Naturalmente que sí: le he ofrecido mi consejo profesional. La he acompañado en su problema con su peluquera. En mi mundo, ese acompañamiento se paga con doscientos euros la hora o fracción, sea cual sea la cantidad de ropa que vistamos.

Obviamente, no conseguimos cobrar. La dirección que había susurrado era tan falsa como su inventora.

—Derecho de admisión, Salomé. ¿Me comprendes? Y ahora vete a Zara a comprarte esos trajes. Yo sigo con la pintura.