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Cerca de las doce, habíamos concluido la fastidiosa tarea de tapar con cinta el rodapié y los marcos de puertas y ventanas. Con la ayuda de una espátula, cubrimos con pasta blanca arañazos y grietas, y alisamos con lija fina el resultado. Mientras Salomé preparaba la pintura y los rodillos, la parte divertida del proceso, yo terminaba de embalar el crucifijo que presidía la habitación de mi padre y que acababa de descolgar. No me hubiera importado dejarlo, pero era muy oscuro, tétrico, y a mí me pasa un poco como a Machado, que ese tipo de talla me quita la paz. La idea, además, era llenar esa pared con los diplomas acumulados. Como no eran muchos (para ser preciso, eran poquísimos) había decidido añadir la orla de mi promoción y los títulos obtenidos en el colegio (esos eran bastantes: los jesuitas daban tres por año y yo me llevaba al menos un par).

En estas, sonó el timbre. Salomé, con sus vaqueros cortos y su camiseta de tirantes blanco desvaído, salió a abrir. Y yo corrí a ocultarme tras la puerta entreabierta de mi despacho. Presentaba un aspecto innoble: vestía el chándal viejo del Barça, el que me pongo cuando veo los partidos en casa, y una camiseta raída.

Cuando la puerta se abrió, nuestros ojos se toparon con una señora rubia, alta y peripuesta, con ademanes de barrio rico, que llevaba una enorme cartera en la mano. Mi secretaria iba a decirle que se había equivocado de domicilio, cuando escuchamos de una voz aguardentosa la siguiente frase:

—¿Es esta la sede de Romaní y asociados, señorita?

A decir verdad, pronunciado, el nombre de nuestro bufete suena como la lluvia en Sevilla. Salomé dio un brinco, se limpió las manos en el trapo deshilachado, manchado de pasta tapagrietas, y se hizo a un lado. Sin saber qué decir, asintió, sentó a la señora en el sofá de rayas y vino corriendo a buscarme. Estaba nerviosa como un flan.

—Una clienta, Efrén. ¡Nuestra primera clienta!

—Eso está muy bien. Esperemos que no sea la última. Pero no es un buen momento: es obvio que no la podemos atender. Y, a lo mejor, tampoco queremos. Hemos de ser selectivos —mascullé.

—¿Qué significa eso de ser selectivo? ¡Tenemos que comer, Efrén, y esta tía es una loewe! ¿Te has fijado en la cartera? ¡Es de Louis Vuitton: podemos cobrarle una pasta! —Se detuvo un instante, y añadió—: ¿Es porque piensas que se trata de un divorcio? Porque, a lo mejor, te equivocas. Seguro que es algo sencillito, algo financiero, de Hacienda o algo así, que nos soluciona el mes. Será mejor que la escuchemos antes de decidir, ¿no crees?

Le sonreí con cariño y repliqué, reconozco que con acritud:

—Yo diría que su cartera es cuanto menos del mercadillo del polígono: imitación de las más baratas. En todo caso, parece muy pesada y está llena. Eso me da mala espina: no me gustan las de su calaña.

—¡Qué manías tienes: divorcios, penal, ahora las loewes! ¿De qué vamos a comer? Yo, al menos, tengo que trabajar si no quiero que el casero me ponga de patitas en la calle.

En eso tenía razón. Había calculado que, si administraba bien mis ahorros y la herencia de mi padre, podía sobrevivir un periodo cercano a los dos años. Ella, por lo visto, no tenía la misma suerte. Imagino que empezaba a arrepentirse de no recibir mensualmente una nómina, mísera pero estable.

—Siéntate un segundo, y deja que te lo explique, Salomé.

—Ahora, no. La señora está esperando —me reprochó.

—Pero es que estás equivocada. Verás, no siempre los empresarios o el Estado son los malos de la película. Hay clientes listillos, mentirosos patológicos, aprovechados y morosos, y los hay capaces de matar a su madre para cobrar de la compañía de seguros. Debemos instaurar el derecho de admisión desde el primer momento…

—Pero esta es una señora…

—No confundas la velocidad con el tocino, Salomé. Hay asesinos bien trajeados y con título universitario…

Me interrumpió.

—Creo que te equivocas. Y te repito que yo tengo que comer.

—Como quieras. Lo pensaré para la próxima vez. Pero, mírame, es obvio que este no es buen momento.

—Podrías ir a tu cuarto y cambiarte. Tardas un minuto. Al fin y al cabo, estas cosas no se pueden planificar…

Suspiré.

—De acuerdo, hagamos una cosa: pídele que regrese mañana. Verás como no vuelves a verle el pelo.

A regañadientes, salió y me dejó con el rodillo, la pintura y la palabra en la boca.