Empezar un negocio, sea el que sea y con el objeto que sea, conlleva siempre algunos desajustes: problemas inesperados, muchos, materiales; otros, personales. La luz no funciona, el contrato del agua está a nombre de un tipo que se fue a no se sabe dónde y nadie lo encuentra, las puertas no cierran, el radiador pierde, nadie se ocupa de cambiar el rollo de papel del baño, el fax no envía faxes…
Romaní y asociados no tuvo ninguno de los problemas citados: yo vivía allí. Pero sí padeció otros, y de lo más variopintos. El primero: el ajo. En nuestro acuerdo verbal, yo me comprometía a pagar los alimentos que consumíamos y Salomé a cocinarlos. Fue algo imprudente por mi parte, ya que, a excepción de aquellas pechugas empanadas que probé el día del funeral de mi padre, no contaba con evidencias sobre las dotes culinarias de mi socia. Ahora que dispongo de esos datos, no diría que es un dechado de virtudes, pero tampoco que cocina mal. El problema es su costumbre de añadir ajo a todos los guisos, especialmente al salmorejo, plato que me gusta a rabiar y que tomamos bastante a menudo para combatir el calor. Le pedí que no lo hiciera porque luego me olía el aliento durante horas y no podía hablar con nadie sin ponerme la mano delante de la boca. Su respuesta fue, cómo decirlo, muy Salomé.
—Mira, Efrén, un salmorejo es un salmorejo, y lleva ajo: no hay más que añadir.
Como se mantuvo en sus trece, me vi obligado a suprimir el plato de mi dieta.
Nuestro segundo problema fue el entorno. El Ayuntamiento abrió una zanja en la entrada de mi calle que obligaba a las visitas a dar un largo rodeo. Nada pudimos hacer. Malgastamos saliva, tiempo y dinero en vano, porque tratar con la Administración es como ser un disidente que intenta cruzar el muro de Berlín el día en que Leonid Brézhnev acude de visita.
Con los que tuvimos algo más de éxito fue con los vecinos. Unilateralmente, decidieron subirme los gastos de comunidad, alegando que muchos de mis clientes tomaban el patio como sala de espera. Les dije que me parecía justo, siempre y cuando me permitieran poner allí unas sillitas decentes (las que había eran de plástico, viejas y bastante feas), pero ellos, bravíos como miuras, se ofendieron como si la mía fuera una proposición cuanto menos blasfema.
—En esta silla se sentó García Baena, el poeta, y nadie la va a cambiar por otra, aunque sea de teca —sentenció el presidente de la comunidad.
Salomé logró arreglarlo con su sonrisa femenina (cuando quiere, es dulce como la miel) y un bizcocho con nueces, con el que sobornó al goloso jerifalte. Confeccionó unas fundas de rayas azul marino y blancas, y las colocó sobre las sillas de plástico, atadas con grandes lazadas. Quedaban la mar de monas junto a los azulejos de colores con formas geométricas. Luego, pidió a doña Emilia, la anciana del primero, que cosiera a punto de cruz un paño que rezara: «Aquí dejó Pablo García Baena, el poeta, su sonrisa apagada y el jardín en la sombra», que después colgó en la pared, junto a los pendientes de la reina, para mayor gloria del poeta y de la hacendosa costurera.
Todo esto es de administración ordinaria. Problemas pesados, pero más o menos ajenos. Lo más desagradable ocurrió cuando mi socia potenció su look y ella y yo nos las tuvimos que ver.
Intentar entender a las mujeres es como tratar de acabar con las hormigas de un bosque. Pero hay bosques y bosques, y hormigas y hormigas. Y luego está Salome…
Creo que debo dedicar algunas palabras a mi socia. No me apetece, la verdad, pero se me antoja necesario. Intentaré ser objetivo.
Fea, lo que se dice fea, no es. Pero, objetivamente, Salomé tampoco es guapa. No la estoy comparando con esas mujeres que lucen las portadas de las revistas o los anuncios de perfumes. De ellas está a años luz o, siendo compasivos, a bastante distancia. Me refiero a esas chicas a las que miras a la cara y dices «Vaya, pues no está mal» o «Tiene unos ojos preciosos» o «Unos labios que apetece comérselos». No. Cuando miras a Salomé a la cara lo que ves es una nariz aguileña de buen tamaño; unos ojos marrones demasiado separados y unos labios en tono rosa pálido, tan finos y rectos que parecen una carretera en el desierto.
Ella, que se da cuenta de esos detalles, toma sus medidas. Por ejemplo, suele cubrirse los ojos con grandes gafas de pasta. Tiene varios pares, la mayoría procedentes de los regalos de los números de verano de las revistas femeninas. Respecto a los labios, cada pocos minutos los tiñe de rojo pasión con un pintalabios que debe llevar encolado a la mano. Y se tiñe de rubio, a lo Marilyn Monroe. Pero eso es peccata minuta respecto a su verdadera estrategia: evitar que los hombres dirijan la vista a su cara. Y para eso, ¿qué mejor que las curvas?
Dispone de algunas poderosas (naturales, además de las artificiales, ya citadas) que potencia envolviéndolas en faldas ceñidas, camisetas de la talla treinta y cuatro, escotes astronómicos, cinturones de avispa y tacones de vértigo. Y con esos apaños, la verdad, consigue dar el pego, y hasta tener un no sé qué que le hace resultar atractiva y que los hombres se den la vuelta al pasar a su lado.
Ya en el despacho de Fulano me había fijado en ella. Ciertamente, fueron sus conjuntos llamativos, su plástico y sus inmensos tacones los que llamaron mi atención pero, una vez captada, me fui fijando más y más en ella. Siendo la última eventual, se hubiera esperado de Salomé una cierta moderación en la ropa y en el carácter, pero, al parecer, nadie se lo dijo. Se comportaba como si todas las mujeres de la zona (abogadas incluso) envidiaran sus huesos y todos los hombres de la oficina la miraran con deseo. No obstante, yo que soy curioso y la observé con detenimiento, llegué a la conclusión de que lo suyo era una huida hacia delante, que era su propia indecisión la que le hacía ser tan decidida y estar permanentemente en actitud de retar al mundo.
Tardé en darme cuenta porque durante un tiempo esa mujer me sorbió el seso. Debo reconocer que por unos meses pensé que estaba enamorado de ella. Solía llevar a mi garita las gruesas carpetas que contenían la documentación de los asuntos que debía estudiar y me transmitía las órdenes del socio para el que trabajaba (uno de los hijos de Fulano), tarea que aquel no se dignaba hacer en persona. Eso nos produjo algún quebradero de cabeza porque Salomé confundía los términos con facilidad: demanda, denuncia, querella, procedimiento, para ella eran más o menos lo mismo: papeles. Pero nos daba pie para charlar. Siempre me sonreía, me dirigía algunas frases amables y encontraba un tema de conversación, algo pequeño en lo que ocupar no más de cinco minutos. Curiosamente, jamás hablaba del tiempo, tema socorrido donde los haya. En resumen: que se abría paso hasta ti por entre tus rutinas poniendo un punto de alegría a tu alrededor.
Poco después, me di cuenta de que yo no tenía la exclusiva. Es así con todo el mundo: no deja a nadie sin su cuota de palabras. De hecho, con el transcurso de los meses en Romaní y asociados, he descubierto que la gran pasión de Salomé, además de buscar a su príncipe azul, es hablar. Reconozco que me cautiva ser testigo de ese arte suyo de convertir cada historia, incluso la más minúscula, en el argumento de una novela o en el guion de una película. Les aseguro que lo domina. Continúa hablando, incluso cuando no tiene de qué, sin aburrirte nunca. Opina de política, de economía, de sociedad, de fútbol… y de derecho sin pudor alguno.
Y a su manera. A ver si con algún ejemplo logro explicarme.
Hemos visto juntos varios partidos de la Eurocopa. Yo soy de los que se encienden con «la Roja». Sufro los pases fallidos, como si me golpearan en los riñones; aúllo las paradas de Casillas y disfruto de las jugadas ensayadas y, sobre todo, de los goles. Ella los celebra conmigo pero, inmediatamente, comienza con su extraño análisis:
—¿Has oído el nombre de Piqué, a que no? No ha aparecido y llevamos ya quince minutos de partido.
Era cierto, pero, con aquellas dos torres que le marcaban sin piedad, el pobre no tenía muchas posibilidades. Ella tenía otra visión.
—Es por esa chica, Efrén, te lo digo yo. Desde que está con ella, no da una. No le conviene lo más mínimo. Le distrae, le descentra… Lo tiene apalominao y, ¿sabes lo peor?, que no les doy más de un año… ¿Y Xavi, has visto a Xavi?
—Por supuesto, ha estado soberbio.
—Sí, claro. Pero yo me refiero a esa cara de tristeza que se le pone…
—Vamos, que tampoco te gusta su novia.
—¡Ah, sí!, le va mucho. Lo que creo es que tiene hemorroides o algo de estómago. A los que padecen del aparato digestivo se les pone esa cara… ¿No tendrá un cáncer de próstata, verdad? Espero que no, porque es muy joven. E indispensable para el equipo. Como Casillas. ¡Ay, si hubiera nacido antes! Porque Casillas es, sin duda, el mejor. Aunque su chica se pinta demasiado los ojos. Se los estropea poniéndose tanto negro. He leído en una revista que las mujeres que hacen eso desconocen qué les hace felices.
—Y a ti, ¿qué te hace feliz? —le pregunté para cambiar de tema. Acababa de perderme un espectacular paradón del Santo.
—¿A mí? Pues no sé: vivir, disfrutar, conocer gente. Me gustaría vivir en Vietnam. Creo que allí encajaría bien.
—¿Pero no decías que vivirías en Nueva York?
—Eso después. Primero Vietnam.
—¿Y por qué Vietnam?
—No lo sé. Vi una fotografía. Las playas tenían una arena blanca como nunca había visto antes y la gente parecía muy amable. ¿En qué idioma hablarán?
—Pues en castellano no, seguro.
—No importa, aprenderé. Como hice con el inglés.
Definitivamente, en ese concreto aspecto, las habilidades y las ambiciones de Salomé no coinciden. Su inglés, pronunciado con la boca abierta y con acento sevillano, suena cuanto menos a vietnamita. Amén de que, cuando no encuentra en su cabeza la expresión que busca, la dice en castellano y santas pascuas.
—Oye, Salomé —le pregunté en aquella ocasión—, ¿por qué te asociaste conmigo? Dejaste un trabajo más o menos estable con el hijo de Fulano para venirte aquí sin casi conocerme.
—En la vida hay que arriesgar, Efrén. Coger el pájaro según pasa. Me pareciste buena gente y lo que te hicieron fue una putada. Y tú, ¿por qué me aceptaste?
No supe qué responder. Quizás eso me dejó en evidencia. Pero, fuera por lo que fuera, una buena casa necesitaba unos buenos cimientos. Y poner a Salomé en su sitio era completamente indispensable. Eso fue lo que pensé al ver cómo se había vestido el cuarto día de trabajo…
Hasta ese momento, había ido vestida de Salomé, es decir, tan exagerada como la secretaria del jefe en Mortadelo y Filemón. Pero aquel día… En fin, voy a decirlo como es: aquel día parecía una prostituta de las de saldo.
—Mira, Salomé, si queremos tener un despacho serio, debemos vestir seriamente. Sin ir más lejos, yo uso corbata todos los días, aunque la temperatura pase de los cuarenta grados.
Una voz fría y seca me respondió:
—Eso es una tontería, Efrén. Hasta Torquemada sabía que el hábito no hace al monje.
Compararme con el famoso inquisidor me supo a cuerno quemado, pero no me ablandó.
—No pretendo que lo comprendas, pero así lo quiero. Fuera del despacho, ponte lo que te venga en gana, pero aquí debes comportarte. Me pones nerviosos a los clientes, a los vecinos y también a mí.
—Tus clientes y tus vecinos son unos salidos; tú, también…
—Cualquiera lo sería si les enseñas la tripa, las piernas, los… ¡Mírate, llevas un short vaquero deshilachado, y una camiseta de tirantes que tapa mucho menos de lo que enseña!
Me cortó en seco. Continuaba parada delante de mí, con los brazos caídos y las manos metidas en los bolsillos del minúsculo pantalón.
—A ver, Efrén, ¿tú crees que me he operado los pechos porque me sobraban dos mil euros y una semana de vacaciones? Pues no. Me he gastado una fortuna para poder exhibir estas dos maravillas. Son como las flores: deben colocarse en el ojal, para que luzcan.
Imperturbable, repliqué:
—Las flores de tu ojal me importan un pito. Esto no es negociable. Si vas a venir así vestida, será mejor que recojas tus cosas y busques un empleador más solícito y más complaciente.
—¿Hablas en serio? ¿Prescindirías de mí por unos centímetros de tela?
Elevó los ojos para mirarme fijamente. No desvié la vista.
—¿Unos centímetros? Ya lo has oído. Prueba y verás.
Levantó los brazos en señal de rendición.
—Vale, jefe, como quieras. A ver, dime cómo puedo venir.
—Decente. Discreta. Digna. Eso significa nada de escotes, minifaldas exageradas o camisetas ajustadas de tirantes. Tampoco quiero ver el pirsin de tu ombligo, ni, por supuesto, las… domingas, ¿de acuerdo? Mira, hagamos una cosa: te voy a dar dinero. Vas a Zara, te compras un par de trajes de chaqueta de ejecutiva y unas camisas que combinen, y así no tienes que pensar por las mañanas qué ponerte.
A regañadientes, accedió. Y yo, feliz por el inesperado triunfo, aproveché la sensación de autoridad, que estaba seguro que no iba a durar mucho, para añadir:
—Y quiero pintar la casa, al menos mi despacho: el color rosa pastel puede resultar acogedor, como tú dices, pero no es serio.
Sonrió con picardía.
—Como quieras. ¡Será divertido, y voy vestida para la ocasión! Vete cambiando de ropa. Yo iré a comprar lo necesario.
—No hace falta: ya lo he hecho yo. Está todo en el dormitorio. Tú vete colocando la cinta que yo me pongo ropa vieja.
Mientras, como unas castañuelas, me quitaba el traje, no podía adivinar que nuestro primer cliente estaba a punto de llegar y que suscitaría la primera discusión seria con mi socia.
El motivo: el derecho de admisión.