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La casa que heredé de mi difunto padre, hoy sede de Romaní y asociados, está situada en el número cuatro, duplicado, de una calle empedrada, tan estrecha que carece de aceras. Que mi domicilio se halla en territorio nacional no puede ponerse en duda, teniendo en cuenta que, dos pasos a la derecha, se alza la hospedería Carmen y, dos a la izquierda, el restaurante Lola. Por no hablar de la plaza anexa, que recuerda a un torero con una planta aromática por apellido.

No es gran cosa: un bajo de poco más de setenta metros en un edificio de dos alturas. Además, la serpenteante rúa, con nombre de filósofo árabe escrito en azulejos blancos (uno por letra, como debe ser), está en pleno casco histórico, en zona peatonal. Mirar este dato con lentes de la capital hace pensar que los coches no pueden ni asomar el guardabarros. Para un provinciano, indica que queda a un tiro de piedra de cualquier sitio. Además, tiene su encanto, el propio de la tierra.

He decidido no mencionar el nombre de la localidad. Pero no por eso puedo dejar de cantar sus loas. Aquí, ustedes no encontrarán arrogantes construcciones de cristal, vestíbulos que crean sensación de dominio o ascensores que cortan la respiración. Aquí vivimos en calles retorcidas y casas aplastadas por el puño del sol; esquinas blancas de oscuros techos, donde remojar el gaznate con aguardiente es más fácil que regarlo con agua. Aquí hace mucho tiempo que nos comimos a los moros, y aún no hemos podido hacer la digestión. Ya no hay graneros, ni espadas, ni feriantes, pero aún la ciudad es nuestra, de los pequeños hombres como yo, y sigue tan emperejilada y arrogante como cuando todos los califas del mundo querían seducirla. Mi casa, sin ir más lejos, posee rejas de hierro fundido y contras de madera en las ventanas. Sus puertas rebosan tachuelas, y en el azulejado patio central del edificio, lleno de macetas diversas, curiosamente huele a jazmín.

Cocina pequeña y estrecha; aseo con media bañera, dos dormitorios y salón. Eso había cuando comenzaron a llegar los clientes. A toda prisa nos pusimos con las reformas. En el dormitorio de mi padre, el mayor de la casa, dispusimos mi despacho: compré un cubilete de piel para los lápices y una escribanía a juego, y me sentí más abogado que nunca; en el salón, dispusimos la sala de espera y la mesa de Salomé. En mi cuarto, todo lo que no cabía, de modo que casi el que no cabe soy yo.

—¡Qué acogedora ha quedado esta sala! ¿Verdad? —exclamó Salomé cuando terminamos.

No repliqué. Para qué. Aunque no me gustara, y ese era precisamente el caso, no iba a poder hacer nada. Y no es que hubiera quedado mal, no. Es que no era eso lo que yo había pensado.

A ver si me explico.

En el despacho de Fulano, el único que conozco, las paredes de la sala de espera están teñidas de verde manzana, color que contrasta a la perfección con los muebles de madera oscura, el jarrón de flores frescas (se cambian dos veces por semana) y la estatua de bronce (mujer con sombrilla) situada en la mesa baja de cristal, junto a una nutrida colección de revistas jurídicas. Esa era la imagen que yo tenía en mente cuando decidimos transformar mi casa en nuestro domicilio social. Hechos los cambios que comentaba anteriormente, debo admitir que la sala quedó acogedora. Pero también que, aun reconvertida, mi sala de estar seguía pareciendo una sala de estar. Habíamos retirado la televisión y el DVD, las fotografías y la colección de películas y música. Pero seguíamos teniendo el tresillo de rayas, la lámpara de araña y la mesa de comedor. Y, para colmo, Salomé se empeñaba en comprar cada semana un ejemplar de ¡Hola! y otro de Semana y ponerlos sobre las revistas jurídicas que yo recibo.

Soy, por lo general, conformista, pero me vi obligado a protestar.

—Esto no es una peluquería, Salomé. Esas revistas sobran. ¡Llévatelas!

Puso los brazos en jarras antes de negarse en rotundo. Cuando se pone así, es como para echarse a temblar. Sin embargo, era una cuestión de principios, y no estaba dispuesto a cejar.

—¡Pues naturalmente que las vas a quitar!

Viéndome tan decidido, cambió de actitud.

—Lo que dices es cierto, jefe, aquí no hay laca y este es un despacho serio. Sin embargo, debes tener en cuenta que la mitad de nuestros clientes serán mujeres que no entienden de leyes y en algo tendrán que entretenerse mientras esperan. Si lo prefieres, dejo de comprar Semana y lo cambio por una revista de coches. Creo que hay una que cuesta un euro, no me acuerdo cómo se llama.

Decidí entrar en la negociación.

—De acuerdo, compra las revistas si crees que es necesario. Pero, al menos, pintemos la sala de otro color: el rosa pálido no es adecuado —supliqué.

—¡Pero qué dices! Es un color muy cálido: incita a la confianza y a la confidencia, no como el verde con que el hortera de Fulano ha pintado su bufete: ¡parece el gabinete de un dentista!

Naturalmente, no dije nada más. En temas de colores, por decirlo de alguna manera, las mujeres nos superan. Además, traté de ser práctico: lo importante era empezar a funcionar, no el tono que lucieran los muros.

Aunque maldita la gracia que me hizo.