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Romaní y asociados, al que concebimos con tan poca previsión, podía haber salido rana, lagarto o, incluso, cangrejo, pero mira por dónde nació andando y con dientes.

Todo el mérito lo tuvo, sin duda, Salomé.

Después de firmar nuestro acuerdo verbal, mi socia acudió al bufete de Fulano con ánimo de presentar su renuncia y retirar sus efectos personales. Y hete aquí que, en los escasos minutos que duró la operación recogida, y como por arte de magia, una lista con las direcciones de los clientes del bufete con los que yo había tratado personalmente se coló en su bolso.

—¡Ah, no, eso sí que no! Digas lo que digas no se les puede enviar una carta. No es ético ni legal. No puede ser —exclamé al día siguiente, cuando se presentó en el domicilio de mi padre con la información distraída. Llevaba en la mano tarjetas de visita del despacho que había mandado imprimir y que incluían dirección, nombre y teléfono (el de mi casa).

Yo todavía sufría los efectos del trasiego del vodka (de las peores resacas que recuerdo, la verdad) y solo de escucharme a mí mismo ya me retumbaba la cabeza. Aun así, mi negativa fue firme. Con cara de boba, me soltó la respuesta que traía, seguro, preparada.

—Pero ¿qué dices, Efrén? ¿Estás loco? ¡Por quién me has tomado! Me estás malinterpretando. Enviar una carta a tus antiguos clientes ofreciendo tus servicios sería lo menos inmoral, pero invitarles a un funeral por el alma de tu padre es un acto de caridad cristiana, de humildad y de un montón de cosas buenas que en este momento no se me ocurren. Debes saber que ya he hablado con el cura: será el viernes, en vuestra parroquia. Irá quien quiera, y quien no quiera no irá. La libertad siempre en primera fila. Y hablando del funeral, no quiero que te precipites al juzgarme pero has de saber que yo no asistiré. Me quedaré en la puerta, con las tarjetas: ya te he dicho que no soy partidaria de la muerte ni de los muertos.

Por más que protesté, y expuse con toda suerte de argumentos la inconveniencia de meter a mi santo padre en esto, no se dejó amedrentar.

—¡Válgame Dios, Efrén! ¿Acaso sospechas que no tengo corazón? No vamos a utilizar el nombre de tu difunto padre, que en paz descanse, para hacer negocio sino para invitarles a rezar por su reposo eterno. En suma, que vamos a llorar juntos, ya sabes: solidaridad, afecto, esas cosas… Si introduzco tu tarjeta en el mismo sobre es por si da la casualidad de que alguno no puede asistir y quiere acercarse a darte personalmente el pésame.

Seguí renegando unos minutos. Como si oyera llover. Naturalmente, se salió con la suya. ¿Cómo argumentar con quien se dice «contraria a la muerte y los muertos»?

La primavera ya había tomado la plaza. Y aquel luctuoso viernes lució un sol radiante. No hubo lluvia que desanimara ni viento que distrajera. No había partido de la Champions League ni del equipo local, que ya miraba el descenso. Era un día perfecto, tanto que acudieron todos y cada uno de los que habíamos invitado, para horror de mi antiguo jefe. Atraído por los rumores de mi contraataque, también él se personó en la iglesia parroquial, con la nueva y rutilante asociada a su derecha vestida con un minúsculo vestido negro (dudas despejadas).

Cuando Fulano se acercó a mí, supuse que sus bonitas palabras borrarían de un plumazo sus previas indelicadezas e incluso el dolor de mi despido. Pero no mostró ni la humanidad de darme su pésame, aunque con un par de frases rutinarias hubiera bastado. En vez de eso, aseguró con cara de bulldog que el funeral tenía motivos «oscuros» y me advirtió con la severidad de un juez del Supremo que no obrara «a la ligera» porque «me vigilaba estrechamente». Se me revolvieron las entrañas. De haber sido brujo, habría hecho caer fuego del cielo para que lo achicharrara, junto a su corbata roja de doscientos euros, allí mismo. Pero hice algo muchísimo más siniestro, algo de lo que siempre tendré que arrepentirme. Con voz sosegada y modales palaciegos, le agradecí que hubiera aparcado por un ratito sus múltiples ocupaciones para venir a despedirse de mi adorado y estimado padre. Inmediatamente después de la pátina, le mostré el brillo de mi cuchillo: aseveré que también mi progenitor le apreciaba mucho. Tanto que se había acordado de él antes de morir, dejando una carta manuscrita a su nombre. Yo debía entregársela, después de leerla, por si ocurría algo especial.

A mis palabras siguió un largo silencio, en el que se puso lívido. Desvió enseguida la mirada, pero logré captar lo que me pareció un destello de pánico. Eso fue lo que confirmó mi primigenia sospecha de que un asunto turbio y serio, que involucraba conjuntamente a Fulano y a mi padre, permanecía latente, y me dije que movería Roma con Santiago hasta averiguarlo.

—¿Has traído esa carta, Efrén? —inquirió. Tras el lance, trató de aparentar serenidad, pero lo suyo no es el teatro.

—No, Fulano. No es el momento. De hecho, creo que retendré la misiva un tiempo. Al menos, hasta ver cómo van las cosas. No puedo prometer nada.

En ese instante, llegó Salomé y la conversación cesó.

Ahora, al echar la vista atrás, me doy cuenta de que buscarse enemigos innecesariamente es un error que, más tarde o más temprano, se paga. Y caro. Aunque de eso hablaré después. Es mejor que no me precipite.

Anécdotas aparte, muchos de los que recibieron la carta de Salomé y asistieron al funeral (una homilía muy bonita, por cierto) poco a poco fueron abandonando a Fulano y viniéndose conmigo. No ocurrió inmediatamente. Fue más bien una fuga controlada; un goteo constante, aunque lento. Empezando por los más pequeños y siguiendo por los medianos y los grandes.

Alguno de ustedes puede preguntarse, y con razón, por qué, en un mercado sobresaturado de oferta, alguien desprecia los servicios de un reputado bufete de renombre con sede en la avenida principal y opta por anidar en otro del tamaño de un dedal pequeño, con un neófito como yo y una secretaria como Salomé a la cabeza. A mí me parece obvio. Para empezar, yo cobro menos. A veces, ni siquiera cobro. Si el cliente anda pillado, espero pacientemente a que se recupere. O reduzco mis honorarios hasta donde él o ella alcanzan, sin mediar ningún tipo de humillación (algo que, se lo aseguro, es todo un arte). A veces, cobro en especie. Sin ir más lejos, hace tiempo que dispongo de un suministro estable de huevos de corral: llega una docena los sábados por la mañana, acompañados de una enorme sonrisa.

Pero hay una razón de más peso que el dinero: yo presto atención a mis clientes. Toda mi atención. No me guardo nada. Puede que no lleve trajes de mil euros, pero el de doscientos es enteramente suyo. Y cuando entra algún asunto sobre un tema que desconozco, lo estudio hasta sus últimas consecuencias y entonces pasa a formar parte de la esfera de mis dominios.

Eso es, me parece, caer de pie.