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Ninguno de ustedes sabe quién es Salomé. Tampoco conocen a Igor, ni tan siquiera al que suscribe.

Quizás debiera haber empezado por donde los informes deben empezar: por el principio. Ese es el tipo de cosas de las que advertía hace un momento, que lo mío no son las palabras ni la narrativa.

A ver si soy capaz de subsanar este error.

Me llamo Efrén Porcina, abogado en ejercicio, con bufete propio en una capital de provincia cuyo nombre omito por motivos de seguridad. Teniendo en cuenta que mi peso ronda los ciento treinta y ocho kilos y que mi estatura no supera el metro ochenta, más que apellido lo mío parece una maldad del destino. Si le añadimos ese pedazo de nombre con el que mi madre pretendió honrar a su bisabuelo (el que emigró a Cuba y regresó más pobre que una rata, con los pies por delante) no es menester justificar que, a la hora de bautizar mi despacho, me haya permitido alguna licencia.

Romaní y asociados: así es como llamé a mi casa profesional y, desde ahora mismo, la de todos ustedes si requieren de los servicios de un letrado. Cierto es que, con relación laboral, asociados no tengo. A lo sumo, si es que fuera posible incluir a Salomé en esa categoría, debería hablar en singular. Pero lo de «asociados» es un apéndice necesario, yo diría que fundamental, en la tortuosa carrera de ser elegido por un desconocido que busque un abogado en las Páginas Amarillas. Esa admirable palabra de nueve letras es nuestra principal defensa contra las grandes firmas multinacionales, que entregan tarjetas con nombres en relieve y logos de diseño. Me refiero a esas que últimamente se expanden en España como hacen los gases, ocupando el espacio hasta no dejar ni un mísero hueco.

No me quejo, en absoluto. Si bien es cierto que no dispongo de asociados al uso, ni tampoco de eso que antaño llamábanse pasantes, becarios o cualquier otra variante del subgénero «en prácticas», poseo propiedades valiosas a las que aprecio como a los buenos amigos que nunca traicionan. Hablo de un precioso Mac de última generación, que jamás me ha levantado la voz; una impresora a color (un lujo, esto de ver tu logo teñido de magenta); un fax multifunción y una suscripción online a la actualidad jurídica de Thomson-Aranzadi. ¿Quién necesita más y mejores asociados?

Lo de «Romaní» se le ocurrió a Salomé la noche de mi despido.

«Suena culto, aristocrático y cuenta con la correcta dosis de altivez italiana», aseguró, con esa contundencia con la que ella suele decir las cosas. Yo, que a aquellas alturas de jornada había trasegado bastante alcohol y la veía borrosa, me abstuve de apuntar que a mí Romaní me sonaba a idioma gitano, y aseguré, mientras rebañaba el vaso, que me parecía una denominación cojonuda para un hipotético negocio.

Después, todo fue rodado.

Perdónenme ustedes el inciso, para no dar lugar a equívocos: yo, habitualmente, no bebo. Sé que esa afirmación es propia de un borracho redomado pero, en mi caso, es cierto: bebo poco y, amén de la cervecita, que es tan sana como el agua, lo hago muy de cuando en cuando y, por supuesto, no le doy al vodka, que fue lo que hice aquel aciago día.

En una ocasión, en un diario de tirada nacional, leí una entrevista a Stephen Vizinczey, el escritor húngaro. En ella, regalaba consejos a los escritores noveles. No eran el tipo de exhortaciones que suelen ofrecer las madres, el maestro de la escuela o ese pelmazo que hay en todas las familias y que nadie sabe de dónde ha salido. Eran recomendaciones experimentadas y peculiares. Entre ellas, la de no beber, no fumar y no drogarse, porque, reflexionaba el húngaro, «para ser escritor necesitas todo el cerebro que tienes». Pues bien, también para ejercer como abogado precisas de tu cerebro y el de los asociados que hayas podido reunir. Como yo solo cuento con Salomé, me veo obligado a mantener todas y cada una de mis neuronas en estado de revista, por eso no pruebo el alcohol, las drogas (lo del día de autos fue accidental y, como explicaré, lo hice porque concurría fuerza mayor y creyendo siempre que ingería viagra), el tabaco o la guindilla, que es veneno para mis hemorro…, bueno, esa es otra historia.

Pero hay días especiales en la vida. Me estoy refiriendo a esas jornadas en las que el destino, hábil avasallador, se te echa encima sin previo aviso. Para que se me entienda, es como si, al despertarte una mañana, te enteraras por la radio de que han adelantado un mes el plazo para la liquidación trimestral de IVA. En esos casos, llorar o beber.

El 18 de marzo escogí beber.

A la salud de mi padre.

El pobre murió como siempre, sin dar la lata, casi pidiendo disculpas por las molestias causadas. Había contratado un seguro completo de deceso, que llevaba décadas pagando. Como había que rellenar todas las cláusulas, él mismo había seleccionado el modelo de ataúd (tapa de cristal incluida), elegido la lápida de mármol y redactado la esquela del periódico. Todo preparado, a la espera de cincelar la fecha definitiva, que finalmente fue el dieciocho del tres, víspera de San José, de quien, por cierto, era muy devoto.

Dejó los papeles del citado seguro en su mesilla de roble, pero no dentro de uno de los cajoncitos, sino a la vista, junto a la lámpara, como si presintiera que la muerte venía a buscarle y que su torpe hijo, es decir, yo, no los encontraría. La verdad es que fue dinero bien empleado. El servicio resultó impecable. Lo primero que decían aquellos papeles era que existía un teléfono de «Asistencia 24h», algo que, teniendo en cuenta el producto, suena a tomadura de pelo. Sin embargo, llamé. Lo hice porque, amén de llorar y avisar al doctor Gervasio, el amable vecino del número seis, no sabía qué debía hacer. Los de la compañía se personaron en casa, con caja, sudario, papeles, coche fúnebre y corona de flores, y lo organizaron todo, con correcta (que no sincera) delicadeza.

Me pareció que ese tipo de noticias era preferible comunicarlas en persona y, dejando a mi padre y a su caja moldurada en el tanatorio, me dirigí al bufete donde trabajaba desde hacía dos largos años, a razón de diez horas al día, seis días por semana, sin ver un solo duro ni más luz que la del flexo que yo mismo me llevé de casa.

Era martes.

Cuando atravesé el vestíbulo, el reloj de la sala de juntas marcaba las nueve y cuarto. Me dirigí al despacho que me habían asignado: una angosta y claustrofóbica habitación interior, sin ventanas. Dejé la americana colgada en la percha y, sin más preámbulos, acudí al enorme y bien aventado despacho del socio director: dos balcones volcados a la avenida principal, paredes vestidas de madera oscura, un exquisito icono antiguo y un cuadro tan moderno que parecía de consulta de psiquiatra (me hago una idea del precio). Pensaba informarle de la hora y lugar del funeral por el alma de mi padre, por si él o alguna otra persona del bufete querían o podían sumarse a los actos del sepelio.

Su secretaria, que me dio el pésame en su nombre (uno tan light como la Coca-Cola zero), me informó de que su jefe aún no había llegado.

Dirigí entonces mis pasos al departamento de Recursos Humanos (los llaman así). Tenía la intención de solicitar unos días de permiso, con el fin de arreglar los pocos asuntos que mi padre había dejado pendientes y estar libre para atender a sus amistades, recoger sus objetos personales y cerrar su cuenta en la Caja de Ahorros y la farmacia. Recuerdo que, con los nervios y el dolor, me había cortado al afeitarme. Dos veces, para ser exactos. La incisión de la mejilla era liviana, apenas un rasguño, pero la del mentón, más aparatosa, me obligó a utilizar una tirita. Todo el mundo reparó en ella, todos hicieron algún comentario al respecto, pero nadie se preocupó por mi dolor: ese es el tipo de cosas que ocurren en los despachos con asociados de verdad. Ellos tenían aquella mañana otros temas más atrayentes de los que hablar. Curiosamente, me involucraban a mí, pero no a mi difunto padre.

Resumo los hechos para no agotar su paciencia: la señora de Recursos Humanos (pelo cardado, uñas largas y alma tan inmortal como inexistente) me aseguró que, en efecto, el Estatuto de los Trabajadores contemplaba dos días reglamentarios de permiso retribuido, pero que yo no podía solicitarlos porque no era más que un asociado-pasante-sin sueldo y a los asociados-pasantes-sin sueldo no les afecta la biblia del trabajador. Además, añadió con tono tan neutro que me pareció socarrón, esa misma mañana, a primera hora, el socio más veterano del bufete había ordenado que se me informara puntualmente de que nuestra relación laboral (también lo llaman así) quedaba rescindida. Por ello, me agradecerían que, ya que estaba allí, aprovechara para recoger mis bártulos y dejar el despacho limpio. La razón que adujeron es que andaban muy justos de espacio y el nuevo fichaje —una chica lista y mona como la que más, con calificaciones inmejorables (creo que se refería al expediente académico)— era mejor candidata que yo a ocupar ese despacho. La susodicha, por cierto, y en este momento me estoy refiriendo a la plaza, se transformó en remunerada el mismo día en que mi gordo culo cedió el puesto a su homólogo respingón, un prodigio de la madre naturaleza (ahora me refiero a la chica, claro).

Sin mentar palabra, pero con los ojos húmedos por la decepción, recogí los códigos; el marco barato con la fotografía de mi graduación, en la que sonreía del brazo de mi progenitor; el pisapapeles con forma de caballo y los muchos libros que, sobre contratos mercantiles y protocolos familiares, había comprado en aquellos veinticinco meses, y regresé a casa. No hubo cena de despedida ni cartera de documentos fabricada en polipiel (un habitual regalo en estos casos). De hecho, ni siquiera me dieron las gracias por los servicios prestados. Yo estaba ya amortizado y ellos seguían vivos, de modo que se dedicaban a hablar del culo de la nueva asociada mientras internamente especulaban sobre si estaba liada con el socio director o con alguno de sus hijos.

Con la caja conteniendo mis pertenencias en brazos, desanduve el camino a casa y, cuando me topé con un negocio de ultramarinos, entré. Estaba regentado por un chino, de cara ancha y aplastada y evidente mal genio, que hablaba pasablemente español. Le pedí alguna bebida fuerte. El tipo me vendió dos botellas de vodka. «Tles-con-tleinta», dijo. Y yo le entendí perfectamente.

Puse las botellas en la caja, junto a los códigos, y regresé a casa, donde, mezclado con Coca-Cola y delante de una fotografía de mi padre (una que le sacaron en la última excursión organizada por la parroquia, y donde se apreciaba con claridad su deterioro físico), me tragué íntegro su contenido. Después, acudí al tanatorio. Pasadas unas horas, me entró el sueño y regresé a casa. Pero, antes, me detuve en el mismo establecimiento de ultramarinos.

Cuando, por fin, llegó el momento del funeral, no me encontraba en buena forma.