1

Salvo porque las estrellas estaban demasiado cerca esa semana, lo que tengo por un mal presagio, lo primero que hay que decir es que su muerte no era previsible.

La carretera, aunque comarcal, cortaba limpiamente los extensos campos de olivos. Había amanecido claro y, a aquellas tempranas horas, las tierras resecas estaban vacías. Ni coches ni braceros; por no haber, ni viento había. No se durmió al volante. Ningún animal se cruzó en su camino. No obstante, a ciento setenta y dos kilómetros por hora (esa es la cifra que figura en el informe del atestado, al que logré echar un vistazo), ni un coche de lujo y gran cilindrada es capaz de evitar las secuelas de un pinchazo inopinado. El vehículo derrapó y fue a estrellarse contra un bruñido espécimen centenario. El árbol permaneció erguido. El conductor murió en el acto; un airbag blanco, último modelo, hizo las veces de sudario.

Luego, el polvo y el silencio retornaron.

Un tiempo más tarde, a eso de las siete, cuando todavía el motor del coche accidentado humeaba, otro automóvil, un Seat Toledo tuneado hasta la náusea, se detuvo en las proximidades. Tras unos instantes vomitando música gótica, unas botas camperas, con punteras de aluminio, embutidas en unos vaqueros ajustados y sucios, salieron del interior y se acercaron con recelo al vehículo siniestrado. Había sido una mala noche. Estaba pelado y no había podido pillar nada bueno, ni siquiera a la zángana de la Pepi, que, pese a ser barata, cobra por adelantado. Quizás aquel fuera su golpe de suerte. Avanzó. Después de comprobar que el ocupante había pasado a mejor vida, las ágiles manos tatuadas aprovecharon la favorable coyuntura.

La cosecha parecía de año de prodigios: amén de móvil, ordenador, pequeña maleta y cartera con quinientos euros en metálico, se hizo con cuatro bafles, una pareja de subwoofers Pioneer TS y un retrovisor guapísimo. Me confesó después que estuvo a punto de cerrarle los ojos, pero que se lo pensó mejor porque la pasma maneja aparatos capaces de pescar huellas en las superficies más insospechadas.

Miró en la guantera. Revisó los distintos habitáculos repartidos por el vehículo, pero no encontró nada de música. Ni un mísero CD con sonido ambiental. Subrayó ese detalle cuando hablé con él. Me resultó curioso que no se hiciera eco de la cara desfigurada o de la abundancia de sangre (el pobre Igor había repartido sus sesos por el techo, el salpicadero y la tapicería). Pero cada uno piensa como vive y este solo se preguntaba cómo alguien que posee un equipo de tamaña calidad no lleva ni un puñetero disco. Gracias a la diosa fortuna, él tenía miles. Arrancó, subió el volumen y, escuchando Here Waits Thy Doom, continuó el viaje. Unos kilómetros después, suficientemente lejos del lugar de los hechos, abandonó la carretera y se adentró en un camino lateral, sin asfaltar, donde se detuvo. Mientras el polvo levantado se asentaba, valoró la recaudación. El móvil carecía de clave. «¡Gracias, tronco, un detalle, ya que tú no vas a usarlo!» Con el ordenador no hubo tanta suerte; lo dejó a un lado. Lo vendería. Volcó el contenido de la cartera en el asiento del copiloto y echó un vistazo. Amén del dinero, cuatro billetes verdes y cinco azules, no encontró tarjetas de crédito. Pensó en lo extraño del caso. La gente que conduce bugas como el que acababa de limpiar lleva sobre todo plástico, dorado y en abundancia. Siguió con el examen. Había dos documentos de identidad españoles. Los carnés compartían fotografía pero disentían en todo lo demás: distinto nombre, direcciones diferentes, diversas fechas de nacimiento y lugares de expedición. Eran de primera calidad. Aunque le chocó, el detalle le hizo gracia. Pero, cuando se paró a pensar, la sorpresa se transformó en pánico. Le invadió una desagradable sensación de peligro y notó que la camisa no le llegaba al cuerpo.

Documentación falsa, nada de dinero de plástico… Aquel tío debía de ser un gánster.

«No. Un gánster no», concluyó con resolución. No lo había cacheado a fondo, porque el cuerpo estaba asqueroso, con fluidos por todas partes, pero estaba casi seguro de que en el coche no había ningún arma. Y los gánsteres van armados hasta los dientes.

«De la mafia», afinó. Solo de pensarlo, le entró tal tembleque que sacó la cabeza por la ventana y excretó hasta el último gramo de alcohol de garrafa que había ingerido.

No temía a la pasma. Lo más que podían lograr era envolverle en papel de rejas o, lo que era peor, requisarle las papelinas. Pero la mafia es otra cosa. Ellos no entienden de derechos, reinserción o beneficios penitenciarios. Ellos no solicitan partes de lesiones. Bajó del vehículo y se fumó convulsivamente un porro. Tenía que tranquilizarse y pensar qué hacer. Podía regresar, dejar las cosas exactamente donde las había encontrado y salir por piernas. Pero ¿y si al llegar estaban allí? Los de la mafia no preguntan. Si le veían asomar la nariz, primero le chamuscarían los cojones; luego, se los comerían y, solo después del café, le preguntarían quién era y qué hacía por las inmediaciones.

Encendió un segundo canuto. La droga le supo a poco pero le ayudó a aclarar las ideas. Que lo mejor era destruir las pruebas y desaparecer una temporada lo tenía claro. Pero ¿y si daba la casualidad de que había alguna cámara oculta en algún puto escondrijo y se enteraban de que no había prestado atención a su compañero? Quizás hasta pensaran que lo había matado él. Eso le puso muy nervioso. Esa gente, que te arranca el alma sin siquiera pestañear, apoya a los suyos como si fueran hermanos de sangre. Él tenía un hermano pequeño al que adoraba. Hacía un año que no lo veía (a diferencia de él, había tomado el camino recto), pero si alguien osaba ponerle la mano encima iría a buscarlo al mismísimo infierno, aunque tuviera que pasar media vida en la cárcel.

En ese instante, con todas aquellas ideas rebullendo en su cabeza, el móvil del fiambre sonó. En un impulso, introdujo la cabeza por la ventanilla abierta del Seat y lo cogió. Miró la pantalla. La persona que llamaba estaba fichada con el nombre de «Salomé».

«La parienta», se dijo. Eran las siete y veinte de la mañana. Apretó la clavija verde.

—¡Cariño, qué alegría que contestes al teléfono! Siento haberme enfadado, ha sido todo culpa mía. No debería haberme metido en tus cosas. Dime, ¿dónde estás? ¿Vas a volver?

Se quedó cortado. No sabía qué decir.

—Cariño, ¿me oyes?

Por fin, se decidió. Lo soltó todo de un tirón.

—Tía, si tu chico es el dueño de este móvil, tienes que saber que la ha palmado. Se comió un árbol. Yo solo pasaba por aquí. Te juro por mis muertos que no he tenido nada que ver.

Sin más explicaciones, le facilitó la dirección aproximada del sitio donde había tenido lugar el accidente y colgó. Regresó a la carretera, dio la vuelta y se dirigió a un vertedero ilegal de desechos de construcción que conocía. Estaba apenas a diez kilómetros. Se detuvo en él y provocó un pequeño incendio con el que destruyó las evidencias. No obstante, le pudo la codicia: se guardó los quinientos euros y retuvo el móvil. Por este último lo localicé.

Salomé, atónita, descompuesta y bañada en lágrimas, no sabiendo qué hacer, telefoneó a su jefe, es decir, a mí.

—Un hombre muy extraño acaba de decirme por teléfono que mi novio, Igor, ha tenido un accidente de tráfico. Al parecer, ha muerto. Todavía no he avisado a la policía. ¿Puedes acompañarme?

Naturalmente, fui.

El chorizo había dicho la verdad.

Igor no lo había hecho nunca.