Unas calles más allá, en el calor de las trémulas primeras horas de la mañana, se dispara la alarma de un coche, quebrando todos los silencios. ¡Buoo-bui! ¡Buoo-bui! ¡Buoo-bui! En los escalones delanteros de Clio Street número 46, alzo los ojos del periódico que leo y miro el cielo azul claro entre las ramas del sicomoro, respiro a fondo, parpadeo y espero la paz.
Estoy aquí desde antes de las nueve, nuevamente con mi cazadora de AGENTE INMOBILIARIO y mi propia camiseta The Rock, esperando a los Markham, que en este momento vienen desde New Brunswick. A diferencia de mis anteriores encuentros con ellos, esta vez la historia no va a ser larga. Posiblemente con un final feliz y todo.
Al término de los acontecimientos desconcertantes, por no decir desmoralizadores, de ayer, Irv tuvo la amabilidad de llevarme de vuelta a Cooperstown; un recorrido durante el que habló como un descosido y casi de modo desesperado de su necesidad de dejar los simuladores aéreos, sólo que, según su punto de vista actual, basado en cuidadosos análisis, los buenos tiempos de su industria habían terminado, por lo que parecía temerario favorecer una política en la que introdujera cambios en su carrera, mientras que consideraba más inteligente seguir en donde estaba. La continuidad —nueva metáfora dominante— era aplicable a todo y tomaba el relevo de la sincronicidad (que nunca le lleva a uno demasiado lejos).
Cuando llegamos en las horas en sombra y con rocío del crepúsculo, el aparcamiento del Derslayer estaba abarrotado de coches de turistas nuevos y la grúa se había llevado mi Ford, pues como ya no estaba alojado en el hotel, el número de mi matrícula no figuraba en sus registros. Irv, yo y la resucitada Erma, esperamos sentados en la oficina de la estación de servicio Mobil, detrás del Doubleday Field, hasta que el conductor de la grúa apareció con las llaves, y durante ese tiempo decidí hacer las llamadas necesarias, antes de pagar los sesenta dólares de multa y regresar a casa solo.
Mi segunda llamada, y con retraso inexcusable, fue al Rocky and Carlo’s, para dejarle un recado a Nick, el barman. Se lo debía transmitir a Sally en cuanto llegara de South Mantoloking, y, además de las numerosas excusas, había instrucciones para que fuera directamente al Hotel Algonquin (mi primera llamada), donde le había reservado una suite, y donde se debía alojar y pedir la cena. Más tarde, desde el pueblo de Long Eddy, estado de Nueva York, camino de Delaware, hablamos y le conté todos los sucesos lamentables del día y hablé de un extraño sentimiento de esperanza no fácilmente explicable que por entonces revivía en mí, después de lo cual nos impresionamos mutuamente con nuestra seriedad y las posibilidades de comprometernos de un modo que los dos admitíamos que era «peligroso» y «una fuente de angustia» y que nunca habíamos planteado durante los meses solitarios en que nos contentábamos simplemente con «salir». (¿Quién sabe por qué? A no ser que no haya nada como la tragedia, o por lo menos un accidente grave o una molestia importante, para superar los bloqueos y toda esa mierda y revelar lo mejor de uno.)
Joe y Phyllis Markham, cuando los localicé, se mostraron tan mansos como corderos al enterarse de que habían perdido la oportunidad para hacerse con la casa de Ted Houlihan, de que yo carecía de nuevas ideas y estaba lejos de casa, de que mi ya problemático hijo casi se había desnucado jugando al béisbol y en ese momento le operaban en Yale-New Haven, y probablemente se quedaría ciego. En mi voz, lo sé, había tonalidades sombrías y un ritmo lento entrecortado por la resignación, por no haber llegado hasta el final, no haber hecho intentos de todos los modos imaginables, aunque salía del cubo de basura sin rencor, por mucho que estaba dispuesto a decirle adiós a todo en aquel mismo momento. («La muerte», lo llamamos en el negocio inmobiliario.)
—Oye, Frank —dijo Joe, golpeando molestamente el auricular con un lápiz en su habitación doble de precio medio del Raritan Ramada, y aparentemente tan lúcido, sincero y dispuesto a admitir la realidad como un predicador luterano en el entierro de una tía suya pobre—. ¿Hay alguna oportunidad de que Phyl y yo podamos echarle un vistazo a esa casa de personas de color que mencionaste? Sé que no me porté demasiado bien el viernes cuando tuve aquel pronto. Y probablemente te deba una disculpa. —¿Por llamarme mamón, gilipollas y comemierda? ¿Por qué no?, pensé, pero fue lo más lejos que llegamos—. Hay una familia de color en Island Pond que está allí desde que se inventó el metro. Todos les tratan como a ciudadanos normales. Sonja va al colegio todos los días al lado de una de sus chicas.
—Dile que queremos verla mañana —oigo que dice Phyllis. Se han producido cambios, comprendí, la tempestad se adentra en el mar. En el negocio inmobiliario los cambios son buenos; el paso del ciento por ciento «a favor» al ciento cincuenta por ciento «en contra», o viceversa, son cosas habituales y señales de una prometedora inestabilidad. Mi trabajo es hacer que parezcan normales (y, si es posible, conseguir que el cambio de idea más idiota de un cliente parezca más inteligente que cualquiera de mis consejos).
—Joe, llegaré a casa esta noche a eso de las once, si Dios quiere —me apoyé cansinamente en la ventana de cristal de la estación de servicio Mobil, mientras el dan-ding, dan-dig, dan-ding de los surtidores sonaba sin cesar. (No tenía sentido que me pusiera a devanarme los sesos para tratar de explicarle a Joe que no era una «casa de personas de color» sino mi propia casa.)—. De modo que si no te llamo, nos veremos en el porche de Clio Street número cuarenta y seis mañana a las nueve en punto.
—Clio cuarenta y seis, entendido —dijo Joe, como un militar.
—¿Cuándo nos podríamos trasladar? —dijo Phyllis, al fondo.
—Mañana mismo por la mañana, si queréis. Está preparada. Sólo hay que ventilarla un poco.
—Está preparada —dijo Joe, bruscamente.
—¡Gracias a Dios! —oigo decir a Phyllis.
—Supongo que habrás oído eso —dijo Joe, desbordando alivio y una cobarde satisfacción.
—Nos veremos allí, Joe.
Y de este modo el trato quedó cerrado.
La alarma del coche queda en silencio repentinamente, y la tranquilidad de la mañana se inicia de nuevo. (Esos aparatos casi nunca anuncian un robo de verdad.) Calle abajo unos chicos se reúnen en torno a lo que parece un pequeño cilindro rojo situado en mitad de la calzada. Sin duda están llevando a cabo sus planes para provocar una detonación mañanera que avise al vecindario de que es día de fiesta. Los petardos, claro, están completamente prohibidos en Haddam, y una vez que se produzca la explosión, aparecerá automáticamente un coche patrulla y un policía preguntará si hemos oído o visto a alguien que hacía fuego o llevaba armas. Me he fijado dos veces en Myrlene Beavers, que está detrás de la puerta metálica de su casa, con su andador que brilla en la oscuridad. Hoy no parece fijarse en mí, pero concentra toda su atención en los chicos, uno de los cuales —con la pequeña cara de un negro brillante— lleva puesto un traje de tío Sam y sin duda participará en el desfile de después (suponiendo que no esté en la cárcel). Todavía no hay señales de los Markham, ni tampoco de los McLeod, con los cuales también tengo cosas que tratar.
Desde que llegué, a las ocho, he cortado el césped del pequeño jardín delantero con la segadora (prestada), he regado la hierba y los cerramientos metálicos con una manga que traje de casa. He cortado las ramas secas de las hortensias, las espirías y los rosales, llevado los desperdicios al callejón de atrás y abierto ventanas y puertas delanteras y traseras para que circulara el aire por la casa. He barrido el porche y el camino de entrada, abierto todos los grifos, tirado de la cisterna, utilizado mi escoba para quitar cualquier telaraña de las esquinas del techo, y terminé quitando el cartel de SE ALQUILA, que he guardado en el maletero del coche, sólo para que los sentimientos de extrañeza de los Markham se redujeran al mínimo.
Como siempre, he notado la sensación de timidez que me domina al enseñar una casa en alquiler que es mía (aunque lo he hecho varias veces desde que se fueron los Harris). En cierto modo, las habitaciones parecen demasiado grandes (o pequeñas), poco atractivas y nada acogedoras, ya demasiado usadas y casi inservibles, como si la única cosa que de verdad reviviría la casa fuera que me instalase yo en ella con mis posesiones y mi actitud positiva. Es posible, claro, que esta reacción sólo sea una defensa frente a la impresión equivocada que podría tener un inquilino potencial, pues mi sensación subyacente es de que me gusta la casa igual que me gustó el día que la compré hace casi dos años, y lo mismo la casa de los MacLeod. (Acabo de ver que se mueve una cortina en esa casa, pero detrás no aparece ninguna cara; la de alguien que me observa, la de alguien a quien no le gusta pagar el alquiler.) Admiro su limpieza funcional, su discreción, lo robusta que es, los conductos de ventilación que he añadido, la nueva barandilla de hierro forjado del porche, incluso los rebordes de aluminio para evitar que se acumule la nieve y se filtre el agua durante el deshielo de enero. Sería la casa de mis sueños si fuera yo el que la alquilase: compacta, cómoda, acogedora. Algo que no da problemas.
En el Times de Trenton encuentro noticias de los días de fiesta, la mayoría no demasiado buenas. Un hombre, en Providence, se había acercado a mirar un cañón de los que disparan salvas en el momento menos adecuado, y había perdido la vida. A dos personas de puntos distantes del país les alcanzaron flechas lanzadas por ballestas (las dos veces en fiestas campestres). Hay una «epidemia» de incendios intencionados, pero menos accidentes de barco de lo que se podría esperar. Incluso he encontrado un suelto sobre el asesinato del que casi fui testigo hace tres noches; los turistas eran, efectivamente, de Utah; al marido lo habían, efectivamente, apuñalado; los presuntos culpables tenían, efectivamente, quince años —la edad de mi hijo—, y eran de Bridgeport. No se daban nombres, de modo que todo parecía completamente ajeno a mí; sólo los parientes cargaban con la pena.
Desde un punto de vista más alegre, los Beach Boys tocaban en Bally un solo concierto, las ventas de mástiles para banderas se habían disparado una vez más, las carreras de carros celebraban su aniversario (el ciento cincuenta), y un grupo de personas con el riñón trasplantado (cinco hombres y un labrador negro) atravesaban en este momento el canal de la Mancha a nado; sus dificultades previsibles: las manchas de aceite, las medusas y los propios treinta y cuatro kilómetros (aunque no sus riñones).
Sin embargo, las noticias más interesantes son de dos tipos. Una se refiere a la manifestación de ayer delante del Salón de la Fama del Béisbol, la que nos apartó a Paul y a mí de nuestro programa y nos llevó a lo que nos tenía reservado el destino. Los manifestantes que bloquearon la entrada del Salón durante una hora de gran afluencia apoyaban a un jugador muy querido de los años cuarenta, que merecía (según ellos) un lugar, una placa y un busto dentro, pero que desde el punto de vista de los periodistas deportivos más prestigiosos nunca había sido lo bastante bueno y sinceramente no merecía que se le tuviera en cuenta. (Yo apoyo a los manifestantes basándome en el principio: ¿De todos modos, a quién le importa?).
Todavía tenía un interés más exótico la noticia, referida a Haddam, de que nuestros servicios viarios habían encontrado un esqueleto humano entero al que desenterraron, según dice el Times, el viernes por la mañana (en Cleveland Street, a la altura del número 100), cuando el que manejaba una pala mecánica excavaba una nueva zanja para el alcantarillado con objeto de proporcionarnos un mayor «bienestar». Los detalles son escasos porque el operario domina mal el inglés, pero un historiador de la ciudad especula sobre que los restos pudieran ser «muy antiguos, de hecho, con respecto a Haddam», aunque otro rumor dice que los huesos son de «una sirvienta negra» que desapareció hace cien años cuando las calles de los presidentes eran una granja lechera. Sin embargo, otra teoría es que se trata de un trabajador de la construcción italiano que fue «enterrado vivo» en los años veinte cuando se hicieron grandes reformas en la ciudad. Los residentes ya han denominado, medio en serio, a los huesos «Homo haddamus pithecarius», y un equipo de arqueólogos de Frairleigh Dickinson tiene planes de venir a echar una ojeada. Entre tanto, los restos están en el depósito de cadáveres. Continuará, pensamos y esperamos.
Cuando llegué ayer por la noche, a las once, después de cuatro horas de camino, había una especie de extraño día en plena noche de un añil luminiscente en las tranquilas calles de la ciudad (las luces de muchas casas estaban encendidas), y me esperaba un mensaje de Ann diciendo que Paul había salido de la operación «perfectamente», y que había motivos para tener esperanzas, aunque probablemente terminaría padeciendo un glaucoma hacia los cincuenta años y necesitaría gafas mucho antes. De momento, estaba «descansando tranquilamente» y la podía llamar a la hora que fuese a un número con el prefijo 203, el de un Scottish Inn, de Hamden (los sitios más próximos a New Haven ya estaban llenos de viajeros).
—Casi fue divertido —dijo Ann, soñolienta, supuse que desde la cama—. Cuando Paul se despertó de la anestesia no paraba de hablar y hablar del Salón de la Fama del baloncesto. De todo lo que había visto y de… estatuas, creo. ¿Hay eso? Pensaba que lo había pasado muy bien. Le pregunté si a ti también te había gustado, y dijo que no habías podido ir. Dijo que estabas citado con alguien. Conque… pasan cosas divertidas.
Una languidez en la voz de Ann me hizo pensar en el último año de nuestro matrimonio, ya hace casi ocho, cuando hacíamos el amor medio dormidos en plena noche (y sólo entonces), medio conscientes, medio creyendo que el otro podía ser alguien distinto, realizando el acto sexual de un modo medio ritual, medio a ciegas, puramente físico, que apenas duraba y carecía de pasión, tan vaga era la conciencia, tan lejos estaba de una auténtica intimidad, inhibidos como nos sentíamos los dos por la añoranza y el miedo. (Eso era no mucho después de la muerte de Ralph).
Pero ¿adónde había ido la pasión? Me lo preguntaba todo el tiempo. ¿Y por qué, cuando tanto la necesitábamos? Después de esos escarceos nocturnos, al despertar por la mañana, yo tenía la sensación de que había hecho un bien a la humanidad pero no demasiado a alguien a quien conocía. Ann se comportaba como si hubiera tenido un sueño del que sólo recordaba remotamente que era agradable. Después estaba sin ganas durante mucho tiempo, hasta que nuestras necesidades se manifestaban de nuevo (a veces semanas y semanas después) y, ayudados por el sueño, aplacábamos nuestros antiguos miedos y nos encontrábamos nuevamente. El deseo, convertido en hábito, permite que la gente se extravíe tristemente. (Ahora nos podría ir mejor, o eso decidí ayer por la noche, pues ya no nos entendemos uno al otro, no tenemos nada que ofrecer ni arrebatar y, en consecuencia, nada que merezca la pena conservar o proteger. Es una especie de progreso.)
—¿Ha ladrado? —pregunté.
—No —dijo Ann—, al menos yo no le he oído. A lo mejor dejó de hacerlo.
—¿Cómo está Clarissa?
Al vaciar los bolsillos, encontré el pequeño lazo rojo que se había quitado del pelo para regalármelo, compañero de uno que se había comido Paul. Es indudable, pensé, que será ella la que decida lo que pongan en mi lápida. Y se mostrará exigente.
—Está bien. Se quedó para ver Cats y los fuegos artificiales italianos del río. Está dispuesta a cuidar a su hermano, aparte de estar algo contenta de que haya pasado lo que pasó.
—Es un punto de vista un tanto triste —(pero probablemente certero).
—Me siento un poco triste —suspiró, y yo hubiera podido decir, como otras veces, que no tenía ninguna prisa por colgar, que podría estar hablando horas conmigo, preguntar y responder a muchas preguntas (por ejemplo, por qué nunca escribí nada sobre ella), reír, enfadarse, recuperarse del enfado, suspirar, no llegar a nada, dormirse junto al aparato conmigo al otro lado, y de ese modo conseguir que el acontecimiento perdiera importancia. Hubiera sido una ocasión perfecta para preguntarle por qué no había llevado puesto el anillo de boda a Oneonta, si tenía un amante, si ella y Charley tenían fricciones. Aparte de hacerle otras preguntas: ¿Creía sinceramente que yo nunca decía la verdad y que eran mejores las verdades insulsas de Charley? ¿Pensaba ella que yo era un cobarde? ¿No sabía por qué nunca había escrito sobre ella? Y muchas más. Sólo que entonces encontraba que esas preguntas carecían de peso, y que, por un acto mágico tenebroso y definitivo, ya no teníamos nada en común. Lo que era raro—. ¿Conseguiste algo interesante en esos dos días? Espero que sí.
—No nos ocupamos de cuestiones de actualidad —dije, para divertirla—. Me puso al día de la mayoría de sus opiniones. Hablamos de algunas cosas importantes. Podría haber sido mejor. No lo sé. Su accidente hizo que supiera a poco.
Me toqué con la lengua la llaga del interior de la boca. No tenía intención de hablar de cosas concretas con ella.
—Los dos sois muy parecidos, y eso me entristece —dijo, tristemente—. Lo veo en sus ojos, y eso que son como los míos. Creo que os entendéis demasiado bien los dos —inhaló, expulsó el aire—. ¿Qué vas a hacer este día de fiesta?
—Tengo una cita.
Lo dije forzado.
—Una cita. Es una buena idea —hizo una pausa—. Me he vuelto muy impersonal. Lo noté cuando te vi esta tarde. Tú parecías muy personal, incluso cuando no te reconocí. De hecho te envidié. Una parte de mí se interesa por las cosas, pero a otra parte no parece que le importen.
—Sólo es una fase —dije—. Es solamente hoy.
—¿De verdad crees que soy una persona que confía poco en los demás? Me acusaste de eso cuando te enfadaste conmigo. Quería que supieras que me preocupa.
—No —dije—. No lo eres. Sólo era que estaba decepcionado conmigo mismo. No lo creo, no.
Aunque es posible que no la tenga.
—No me gustaría —dijo Ann, con una voz afligida—. De verdad que no me gustaría que la vida sólo estuviera hecha de agravios concretos ante los que podemos reaccionar, y que eso fuera todo. He decidido lo que te quería decir: que yo sólo pensaba en resolver problemas. Que sólo me gustaban las respuestas concretas a las preguntas concretas.
—¿Te gustaba eso en lugar de qué? —dije. Aunque supuse que lo sabía.
—Oh, no lo sé, Frank. ¿En lugar de que me interesen cosas importantes que son difíciles de percibir? Como cuando éramos niños. La vida, simplemente. Me cansan mucho ciertos problemas.
—Está en la naturaleza humana el no ir hasta el fondo de las cosas.
—Y que a ti no te dejen de interesar, ¿verdad?
Pensé que podría estar sonriendo, pero no necesariamente de felicidad.
—A veces —dije—. Sobre todo recientemente.
—Un gran bosque con todos los árboles talados —dijo, soñadoramente—. Hoy eso no parece tan malo.
—¿Crees que podría traerlo aquí en septiembre?
Sabía que no era el mejor momento para hacer esa pregunta. Ya la había hecho siete horas antes. Pero ¿cuándo era el mejor momento? No quería esperar.
—Bueno —dijo ella, mientras miraba, estaba seguro entonces, a través de la ventana escarchada por el aire acondicionado las lucecitas de Hamden y el Wilbur Cross con un torrente de coches camino de destinos menos lejanos y arriesgados, con las vacaciones casi terminadas incluso antes del gran día. Echaría de menos a mi hijo—. Tendremos que hablar de él. Hablaré con Charley. Veremos lo que dice el ombudsman. En principio podría estar bien. ¿No es bastante que te diga esto ahora?
—En principio me sirve. Sólo pensaba que podría serle de ayuda ahora, ¿sabes? Más que su ombudsman.
—Mmmmm —dijo ella. Y no se me ocurrió nada más que decir, mientras miraba el follaje de la morera de más allá del cristal que devolvía mi reflejo: un hombre solo en una mesa junto a un teléfono, una lámpara de pie, el resto a oscuras. En los jardines los olores mezclados de las comidas de horas antes todavía flotaban en la tarde—. Quiere saber cuándo irás a verle.
Dijo esto con un tono neutro.
—Iré el viernes. Dile que le iré a ver adonde pase la custodia.
Después casi dije: «He comprado unos regalos para Clarissa y para ti». Pero, fiel a mi palabra, me contuve.
Y entonces Ann quedó en silencio, tomándose tiempo para pensar.
—Hacer algo de todo corazón es poco corriente. Probablemente es lo que tratabas de decir. La otra noche estuve odiosa, lo siento.
—No pasa nada —dije, con prontitud—. Es más difícil, dalo por seguro.
—¿Sabes? Cuando hoy te vi sentí cosas muy agradables hacia ti. Era la primera vez en mucho tiempo. Me pareció muy raro. ¿Lo notaste?
No podía contestar a eso, conque sólo dije:
—Eso no es malo, ¿verdad? —todavía con voz animada—. Supone un progreso.
—Siempre parece que esperas algo de mí —dijo—. Pero creo que a lo mejor lo único que quieres es que me sienta mejor cuando estás cerca. ¿Me equivoco?
—Lo que yo quiero es que te sientas mejor —dije—. Es eso.
Forma parte del Periodo de Existencia, y ahora creo que no es una parte buena el parecer que se quiere algo, pero luego negarlo.
Ann hizo una nueva pausa.
—¿Recuerdas que dije que no es fácil ser una ex esposa?
—Sí —dije yo.
—Bien, pues tampoco es más fácil no serlo.
—No —dije—, no lo es —y luego no dije nada más.
—Bien. Llama mañana —dijo alegremente, y decepcionada, me di cuenta, porque yo no hubiera reaccionado a la verdad complicada, posiblemente triste, interesante incluso, que se había oído decir y que le sorprendió—. Llama al hospital. Tendrá ganas de hablar con su padre. A lo mejor te cuenta su visita al Salón de la Fama.
—Muy bien —dije, suavemente.
—Adiós.
—Adiós —dije yo, y colgamos.
¡Bang!
Miro el cilindro rojo que da vueltas más arriba de los tejados, se convierte en una pequeña sombra que gira en el cielo, y luego vuelve a caer perezosamente hacia el asfalto caliente.
Todos los niños se alejan corriendo calle abajo, haciendo ruido con los pies, incluido el tío Sam, que se agarra la coronilla aunque no lleva la chistera.
—¡Acabaréis por sacaros un ojo! —grita alguien.
—¡Uuu, uuu, uuu, a tomar por el saco! —es lo que dicen los niños como respuesta. Al otro lado de Clio Street, una joven negra con unos pantalones amarillos asombrosamente cortos y un top amarillo con la espalda al aire, se apoya en la barandilla de su porche, contemplando cómo se dispersan los niños. El cilindro del petardo cae al suelo delante de su casa, retorcido y desgarrado, rebota y se queda quieto.
—¡Os voy a calentar el culo! —grita la chica cuando el tío Sam dobla la esquina con Erato a toda velocidad, sin dejar de agarrarse la cabeza, y luego desaparece—. ¡Voy a llamar a la policía y ellos también os calentarán el culo! —dice ella. Los chicos se ríen a lo lejos. Hay un cartel, lo veo, de SE VENDE delante de la casa de la negra, muy llamativo en el pequeño jardín bordeado por una cerca de ligustre. Es reciente, y no nuestro.
Con las manos en la barandilla, la mujer vuelve la vista hacia mí, que estoy sentado en los escalones del porche con el periódico, y le devuelvo una mirada amistosa. Está descalza y sin duda acaba de despertar.
—Lo contenta que estaría si pudiera largarme de este sitio, ¿entiende? —dice a la calle, me dice a mí, dice a todo el que tenga la puerta abierta y esté escuchando—. Porque éste es un sitio ruidoso. Lo puedo asegurar. ¡Todos hacen ruido!
Le sonrío. Me mira —llevo la cazadora roja puesta—, luego echa la cabeza hacia atrás y se ríe igual que si yo fuera la persona más cómica que hubiera visto jamás. Alza las manos como en un trance religioso, inclina la cabeza y luego vuelve adentro.
Unos cuervos pasan rodando por arriba —dos, seis, doce— en hileras irregulares y graznan como si dijeran: «Hoy no es fiesta para los cuervos. Los cuervos trabajan». Oigo a la banda universitaria de Haddam, como hice el viernes por la mañana, ensayando temprano otra vez; llegan unos potentes crescendos de todo el metal a unas calles de distancia, en una afinación final antes del desfile. «Ven a mi casa, a mi casa ven», parece que es a lo que suenan. Los cuervos graznan, luego vuelan enloquecidamente en el caliente aire de la mañana. El vecindario parece habitado, tranquilo, sereno.
Y entonces veo que el deteriorado Nova de los Markham aparece en lo alto de la calle, con media hora de retraso. Disminuye la velocidad como si sus ocupantes estuvieran consultando un plano, luego reemprende la marcha, dando tumbos en mi dirección, se acerca a la casa delante de la que está aparcado mi coche, frena, alguien me saluda con la mano desde el interior, y luego, por fin, llegan.
—No sabes los problemas que hemos tenido, Frank —dice Phyllis, incapaz de describirme por lo que ella y Joe acaban de pasar. Sus ojos azules parecen más azules que nunca, como si se hubiera puesto unas lentillas de un color más intenso—. Era como si nos arrastrara un caballo desbocado. Esa mujer no quería dejar de enseñarnos casas.
Esa mujer, claro, hace referencia a la agente inmobiliaria tan horrible de East Brunswick. Phyllis me mira con desaliento, asombrada por el modo en que pueden comportarse algunas personas.
Estamos en el porche de Clio número 46, haciendo una pausa como para vencer una resistencia final antes de iniciar nuestro recorrido ritual. Ya he mencionado ciertas mejoras —la ventilación del subsuelo, nuevos remates en el techo—, advertido de lo cerca que están las tiendas, el hospital, el tren y los colegios. (Por su parte, ellos no han hecho referencia a las otras razas del vecindario.)
—Creo que esa mujer iba a vendernos una casa aunque muriera en el intento —dice Phyllis, para terminar con la historia de la otra agente—. A Joe, de hecho, le entraron ganas de matarla. Yo sólo quería llamarte.
Se admite de antemano, claro, que alquilarán la casa y se trasladarán a ella dentro de una hora. Aunque yo hago como si todavía no estuviera todo arreglado. Otro agente inmobiliario adoptaría una actitud arrogante hacia los Markham por ser unos burros sin remedio que no saben reconocer un buen negocio aunque se lo pasen por delante las narices. Pero para mí es una causa noble ayudar a los demás cuando se encuentran ante una elección difícil, guiarles hacia una reconciliación con la vida. En este caso, les ayudo a creer que lo que deberían hacer es alquilar (que es inteligente y prudente), alimentando la fantasía de que cada uno obra en su propio interés al intentar que el otro sea feliz.
—Bien, puedo asegurar que esta zona es perfectamente estable —dice Joe, ahora con un estilo más de militar fuera de servicio. (Se refiere, sin embargo, a que no hay negros a la vista, lo que considera una bendición.) No se ha movido del escalón de abajo, con sus pequeñas manos en los bolsillos. Vestido enteramente con prendas caqui de Sears, parece el encargado de un depósito de madera, pues han desaparecido su perilla ridícula, sus jodidos pantalones cortos, chancletas y mal humor habitual, todo desaparecido, y su cara de mejillas pequeñas resulta pacífica y muestra unos ojos tan abiertos como la de un niño pequeño, y sus labios tienen la palidez normal de cuando se está sometido a tratamiento médico. (El «hundimiento» se ha evitado, aparentemente.) Está mirando, estoy seguro, el parachoques delantero de mi Crown Vic, donde en algún momento de los últimos tres días Paul —o alguien como Paul— ha puesto una pegatina de ABAJO BUSH, que yo dejo allí.
Joe, mientras su mirada recorre el jardín delantero recién segado y baja por Clio Street, considera, estoy seguro, que esta zona es una réplica bastante exacta, a escala menor, de las zonas más elegantes de Haddam, que no le han ofrecido y que no podría pagar. Pero ahora parece contento, que es todo lo que yo deseo: con esta casa, va a poner fin a la molesta temporada de desplazamientos que ha pasado, va a dejar a un lado sus ideas de una economía de doble fondo, o de si alguna vez se había producido un acontecimiento importante en esta casa, va a hacer una elección en lugar de jugar al mendigo de mal carácter, va a enfocar la vida a ras del suelo (como puede que esté haciendo) y abandonar temporalmente la aventura inmobiliaria.
Aunque, más concretamente, deseo que los Markham se trasladen a Clio número 46 como una medida de defensa, pero que poco a poco conozcan a sus vecinos, hablen de jardín a jardín, hagan amigos, consideren inteligente solicitar que se les rebaje el alquiler a cambio de trabajos poco importantes de mantenimiento de los que se ocuparían ellos mismos, formen parte de la APA, hagan demostraciones de alfarería y fabricación del papel en las reuniones organizadas por los de la asociación de vecinos, militen en la unión norteamericana de los derechos civiles, empiecen a calcular que su poder adquisitivo se incrementa sin las cargas de los gastos financieros que supone la propiedad, haciendo que mejore su calidad de vida, y finalmente se queden diez años, después de los cuales pueden trasladarse a Siesta Kay y comprar un apartamento (si los apartamentos existen todavía en 1998), utilizando el dinero que han ahorrado gracias al alquiler. En otras palabras, hagan en New Jersey exactamente lo mismo que hacían en Vermont —llegar y marcharse—, sólo que con mejores resultados. (Los inquilinos a largo plazo son, claro está, el sueño de cualquier propietario de una casa.)
—Creo que hemos tenido mucha suerte por no habernos dejado convencer, comprando la casa de ese señor Hanrahan.
Joe me mira con suficiencia, como si esto se le hubiera ocurrido al mirar la calle; aunque, claro, está buscando mi aprobación (que yo le proporciono encantado).
—No creo que hubieras llegado a encontrarte cómodo en esa casa, Joe. No creo que te gustase de verdad.
Él todavía mira afuera desde el escalón de abajo, a la espera, supongo, de nada.
—No me gustaba que hubiera una cárcel al fondo de mi jardín —dice Phyllis, toqueteando el timbre de la entrada, que suena en dos tonos, lejano y solitario, en las habitaciones vacías. Va vestida de acuerdo con su gusto por las prendas amplias, con las caderas disimuladas por las pinzas de unos pantalones de gabardina y una blusa blanca sin mangas con una chorrerra delante, que hace que parezca hinchada. A pesar de que intenta parecer atractiva, tiene las mejillas hundidas y apagadas, la cara demasiado roja, las uñas mordidas, los ojos húmedos como si por algún motivo se fuera a echar a llorar, por mucho que el corte en forma de seta de sus cabellos pelirrojos parezca limpio y perfectamente peinado como siempre. (Posiblemente tenga problemas de salud recurrentes, aunque es más probable que sus últimos días en la tierra simplemente hayan sido tan duros como los míos.)
A pesar de todo esto, noto que una aceptación casi serena de su suerte se impone sobre los Markham: unos fuegos se han apagado; otros, menos intensos, se han encendido. De modo que es concebible que estén en el umbral de una dicha inesperada, que la perciban sin claridad como un buen augurio aunque sin poseerla del todo, debido a los muchos malos ratos que han tenido que pasar.
—Mi idea es sencilla —dice Joe, a propósito del fracaso de la compra de la casa de Hanharan—. Si alguien adquiere una casa que crees que necesitas antes de que tú la puedas adquirir, es que la necesita más que tú. No es una tragedia.
Mueve la cabeza, maravillado por la sabiduría de lo que acaba de decir, aunque nuevamente está citando textualmente una máxima del negocio inmobiliario que le había contado yo hace muchos meses pero que ahora no me importa oír.
—Has dado en el clavo con eso, Joe —digo—. Has dado en el clavo, de verdad. Vamos a echar una ojeada dentro, ¿de acuerdo?
Un recorrido por una casa vacía que se quiere alquilar (y no comprar y vivir en ella hasta que se palme), no es tanto una inspección minuciosa como un examen por encima en el que se espera encontrar el mínimo de cosas que desagraden.
La casa de los Harris, a pesar de las puertas y las ventanas abiertas, y del agua que hice correr por los grifos en el último momento, conserva el olor poco acogedor a viejo, algo así como un olor a desagües atascados y trampas para ratones, y reina un frío húmedo por todas partes. En consecuencia, Phyllis se demora como quien no quiere la cosa cerca de las ventanas, mientras Joe se dirige directamente al cuarto de baño y hace un rápido recuento. Ella toca el enlucido desigual de las paredes y mira por entre las persianas azules, primero a la cercana casa de los McLeod, luego al estrecho jardincillo lateral, luego al de atrás, donde el garaje cerrado se alza a la luz matinal rodeado por un arriate de lirios que florecieron hace semanas. (He dejado la segadora apoyada a la pared del garaje donde la puedan ver.) Luego Phyllis prueba el grifo del fregadero, abre un armario y la nevera (que se me ha olvidado examinar aunque, para mi alivio, encuentro que no apesta), después se dirige a la puerta de atrás, se inclina para mirar fuera como si esperara encontrarse con la cima muy verde de una montaña por la que podría ir a dar un paseo hoy mismo y tomar un trago de un manantial frío, luego tumbarse boca arriba entre las gencianas y las ancolias viendo pasar nubes ligeras empujadas por el viento sin que se disparen las alarmas de los coches. Quería venir aquí, y ahora está aquí, aunque ello exija un momento de esfuerzo para imponerse a la nostalgia, durante el cual puede volver a echar una mirada retrospectiva hacia hoy desde un incierto futuro, un tiempo en el que Joe se haya «ido», los niños mayores estarán todavía más dispersos y alejados, Sonja estará con su segundo marido y sus hijos en Tucumcari, y lo único que Phyllis podrá hacer es preguntarse por qué las cosas siguieron el camino concreto que siguieron. Semejante visión haría que cualquiera, a no ser un sabio taoísta, se abstrajera un tanto.
Se vuelve hacia mí y sonríe realmente melancólica. Yo estoy en la puerta en forma de arco que une el pequeño comedor con la pequeña y pulcra cocina, con las manos metidas en los bolsillos de mi cazadora roja. La miro compasivamente mientras manoseo las llaves de la casa. Me encuentro donde estaría un ser querido que espera en navidades bajo un ramo de muérdago, aunque mi fantasía de una Phyllis física se ha convertido en otra estadística del fin de semana.
—Llegamos a pensar en quedarnos para siempre en un motel —dice ella, casi como una advertencia—. Joe llegó a pensar en hacerse editor independiente de libros asociado con el distribuidor. Se gana mucho más dinero así, pero hay que empezar invirtiendo, lo que ahora me parece imposible. Conocimos allí a otra pareja bastante joven que lo estaba haciendo, pero no tienen hijos, y es difícil ir al colegio desde un Ramada. Las sábanas limpias y la televisión por cable atraían a Joe. Incluso llamó a un número 900 a las dos de la mañana de hoy mismo con la idea de ir a Florida. Habíamos perdido toda sensatez.
Joe está en el cuarto de baño, examinando cuidadosamente el lavabo y los dos grifos, inspeccionando el armarito de las medicinas. No sabe cómo se alquila una casa y sólo puede pensar en términos de permanencia.
—Espero que seguiréis buscando —le digo a Phyllis—. Espero venderos una casa.
Le sonrío, lo mismo que he hecho en otras casas, en situaciones más difíciles que ésta, que de hecho no es tan difícil a 575 dólares.
—Creo que habíamos prendido fuego a la vela por los dos extremos —dice ella, parada en mitad de la vacía cocina de azulejos rojos. No es la metáfora más adecuada, pero me hago cargo—. Necesitamos prenderla por un solo extremo, durante un tiempo.
—Así la vela durará más —digo, estúpidamente. La verdad es que en cualquier caso no es necesario decir mucho más. La alquilan, no la compran, y ella tampoco está acostumbrada. Todo va bien.
—Bip, bip, bip, bip, bip, bip —puede oírse a Joe en el dormitorio, aprovechando la oportunidad para comprobar los filtros del aparato de aire acondicionado de la ventana.
—¿Cómo está tu hijo? —Phyllis me lanza una mirada rara, como si en este mismo momento se le hubiera ocurrido que, en lugar de estar al lado de la cama de Paul, estoy aquí mostrándoles una casa para alquilar, y un 4 de Julio, día de la fiesta nacional, con mi hijo en la unidad de cuidados intensivos. Una solidaridad paterna mezclada con una acusación personal le nubla los ojos.
—La operación ha salido bien, gracias —manoseo las llaves dentro del bolsillo para hacer un sonido de distracción—. Tendrá que llevar gafas. Pero se traslada aquí conmigo en septiembre.
Puede que dentro de un año, y como un adolescente en el que se puede confiar, incluso salga con Sonja y la lleve a un centro comercial.
—Bueno, ha tenido suerte —dice Phyllis, balanceándose un poco, con las manos juiciosamente hundidas en sus generosos bolsillos—. Los fuegos artificiales son peligrosos. No importa quién los maneje. En Vermont están prohibidos.
Ahora quiere que me vaya de su casa. En sesenta segundos ha asumido la responsabilidad de las cosas que hay en ella.
—Estoy seguro de que ha aprendido la lección —digo, y luego quedamos callados, escuchando los pasos de Joe en las demás habitaciones, el sonido de las puertas de los armarios que se abren y se cierran para comprobar que ajustan, de los interruptores de la luz, de los golpes que da a las paredes, todas estas actividades acompañadas de ocasionales: «Bip, bip, bip», o de un: «Vale, sí, visto»; de vez en cuando de un: «¡Ah, ah!», aunque más a menudo de: «Mmmm, mmmm».
Todo, naturalmente, está en perfecto estado de funcionamiento; la casa ha sido revisada por Everick y Wardell después de que se fueran los Harris, y yo mismo me he asegurado de ello (aunque no últimamente).
—No hay sótano, ¿eh? —dice Joe, apareciendo de pronto en el vestíbulo de la entrada, desde donde echa una rápida ojeada al techo y sale por la puerta principal. Ahora hace calor en la casa, el suelo brilla con la luz del exterior, su olor a humedad se ha disipado—. Creo que tendré que instalar el horno en otro sitio.
Ninguna mención de las necesidades de Phyllis para fabricar papel.
—En esta zona nunca los hay.
Asiento con la cabeza, me toco la mejilla mordida con la punta de la lengua, siento alivio de que Joe no se proponga cocer sus cacharros aquí mismo.
—Apuesto lo que sea que por culpa de las aguas subterráneas —dice Joe, con una voz de falso ingeniero, yendo a la ventana y mirando, como hizo Phyllis, directamente al costado de la casa de los McLeod, donde espero que no cruce la mirada con un Larry McLeod sin camisa apuntándole con su 9 milímetros desde el jardín—. ¿Ha pasado algo malo de verdad en esta casa, Frank?
Se rasca la erizada nuca y baja la vista hacia algo del exterior que ha atraído su mirada; posiblemente un gato.
—Nada que yo sepa. Supongo que todas las casas tienen un pasado. En las que he vivido yo, seguro que lo tenían. Puede que haya muerto alguien en alguna de estas habitaciones. No sé quién.
Digo esto para fastidiarle, sabiendo que no tiene elección, y porque sé que su pregunta es un subterfugio para que salga a relucir la cuestión racial. No quiere ser él mismo quien rompa el fuego, pero le encantaría que lo hiciera yo.
—Sólo era una pregunta —dice Joe—. Nosotros mismos hicimos que nos construyeran la casa de Vermont, eso es todo. Allí nunca pasó nada malo —sigue mirando hacia la calle, en busca de otros inconvenientes—. Supongo que ésta es una zona sin problemas de drogas.
Phyllis le mira como si acabara de darse cuenta de que le odia.
—No los hay, que yo sepa —digo—. Pero el universo es cambiante, claro.
—Claro. No hay problema.
Joe niega con la cabeza a luz de la ventana.
—Frank no es responsable de lo que hagan sus vecinos —dice Phyllis, hoscamente (aunque no sea completamente verdad). Ha estado conmigo debajo del arco de la puerta, mirando las paredes y los suelos vacíos, puede que añorando su infancia perdida. Pero ha tomado una decisión.
—¿Quién vive en la casa de al lado? —dice Joe.
—Al otro lado, una pareja de cierta edad que se apellida Broadnax. Rufus fue maletero en el New York Central. No los veréis mucho, pero estoy seguro de que os gustarán. En ese lado una pareja más joven —(de bellacos.)—. Ella es de Minnesota. Él es veterano de Vietnam. Son gente interesante. Esa casa también es mía.
—¿Eres dueño de las dos?
Joe se da la vuelta y me lanza una mirada astuta, como si hubiera aumentado mucho su valoración de mí, aunque siguiera siendo un timador.
—Sólo de estas dos —digo.
—Y las conservas hasta que valgan una fortuna, ¿verdad?
Sonríe con afectación. De pronto ha empezado a hablar con acento tejano.
—Ya valen una fortuna. Sólo espero hasta que valgan dos fortunas.
Joe adopta una expresión todavía más ridícula de suficiencia. Siempre me ha tenido calado, pero ahora comprueba que somos mucho más parecidos y más agudos de lo que había pensado (aunque seamos unos timadores), pues ahorrar para el futuro es exactamente lo que él cree que está haciendo; y podría haber hecho antes si no hubieran pasado dos décadas de Wanderjahr en el país de la estación de los lodos, de la escarcha, con pequeñas ganancias decepcionantes y reventas rebajadas, para al final regresar al mundo real con sólo un recuerdo vago de lo que vale la moneda de curso legal.
—Todo sigue siendo una cuestión de percepción, ¿no? —dice Joe, enigmático.
—Eso parece, en estos tiempos —digo, pensando que quizá se refiera al negocio inmobiliario. Hago sonar más fuerte las llaves para indicar que estoy dispuesto a marcharme, aunque tengo poco que hacer hasta mediodía.
—Vale, bien, este sitio no me parece nada mal —dice Joe, con decisión, desaparecido el acento de Tejas, asintiendo enérgicamente con la cabeza. Por la ventana por donde ha estado mirando él, y al otro lado del jardín lateral, veo la soñolienta cara de la pequeña Winnie McLeod detrás de la delgada cortina, mirándonos con el ceño fruncido—. ¿Qué opinas, muñeca?
—Podré hacer que resulte agradable —dice Phyllis, y su voz se desplaza por la vacía habitación como un alma en pena. (Nunca he pensado en Phyllis en esos términos, pero no me importa hacerlo.)
—A lo mejor Frank nos la vende cuando heredemos.
Joe me guiña el ojo de modo cómplice, sacando un poco la lengua.
—Cuando heredéis dos veces —digo, y devuelvo el guiño—. Esta casa es cara.
—Sí, de acuerdo. Entonces cuando heredemos los dos —dice Joe—. En cuanto ganemos un par de fortunas podremos ser dueños de una casa de cinco habitaciones y media en el barrio de los negros de Haddam, New Jersey. Ése es el trato, ¿verdad? La historia de un éxito del que podremos presumir ante nuestros nietos —Joe pone los ojos en blanco y los dirige cómicamente al techo, y se da un golpecito en la brillante frente con el dedo corazón—. ¿Por qué las elegiste?
—Fue una cuestión de ingresos e impuestos, supongo.
Joe no se pregunta si en este mismo momento no estará renunciando a esos principios de liberalismo cultural a los que lleva aferrado desde hace tanto en favor de algo más mezquino, adaptado a su nueva situación. También espera que yo lo apruebe.
—Una cuestión de invertir bien, querrás decir —suelta Joe, estúpidamente—. Demonios, eso es. Yo también lo haré —esto ante mi absoluta sorpresa—. No me lo preguntes. A mi padre —el rey del barrio chino de Aliquippa— le tiraban las cuestiones sociales. Era socialista. Pero ¡qué coño! Puede que a fuerza de vivir aquí me vuelva sensato. Ahora es Phyllis la que conduce el elefante republicano.
Phyllis se dirige hacia la puerta, aburrida y cansada de la política. Joe me dirige una sonrisa de infantil camaradería filosófica. Estas cosas, claro, nunca son como se espera. Cada vez que uno tiene razón, debería estar equivocado.
Es agradable estar en la caliente acera con ellos dos bajo las ramas del sicomoro, y estimulante ver lo rápida y ordenadamente que reafirma su ilusión la permanencia y comienza a dar fruto.
En un cuarto de hora los Markham se han convertido en ocupantes instalados sólidamente, y yo en un invitado molesto que tarda en marcharse. Una invitación a que vuelva a tomar una limonada y a sentarme un rato en las tumbonas de plástico del jardín, está evidentemente descartada. Sus miradas van y vienen del suelo al sol suspendido en el cielo sereno, como si consideraran que una buena lluvia —y no mi insignificante riego, que no se nota— es la única cosa que haría algún bien a su jardín.
Nos hemos puesto de acuerdo, y sin el menor esfuerzo, sobre un alquiler mensual con tres mensualidades de fianza; aunque he accedido a descontarles un mes si encuentran una casa que merezca la pena comprar en los próximos treinta días (no va a pasar). Les he dado el folleto de nuestra agencia, «¿Cuál es la diferencia?», que explica en términos sencillos los pros y los contras del alquiler frente a la compra: «Su casa no le debe costar más del 20 por ciento de sus ingresos», aunque: «Siempre se duerme mejor en una casa propia» (discutible). No hay, sin embargo, referencia a la necesidad de «verse» a uno mismo en ella, ni a que deba asegurarse la aprobación de una tercera persona, ni a la probabilidad de que se hayan producido unos acontecimientos importantes en la residencia elegida. Para esos problemas es mejor un psiquiatra que un agente inmobiliario. Finalmente, quedamos de acuerdo en firmar los papeles mañana en mi despacho, y les digo que no duden en traer sus sacos de dormir y acampar esta misma noche en «su casa». ¿Quién se lo podría impedir?
—A Sonja se le van a abrir los ojos de verdad aquí —dice Phyllis, la republicana, con confianza—. Para eso hemos venido aquí, aunque a lo mejor no nos habíamos dado cuenta.
—Comprobará cómo es la realidad —dice Joe, glacial. Los dos se refieren a la cuestión racial, aunque indirectamente, mientras se cogen de la mano.
Estamos junto a mi coche, que despide destellos azules bajo el sol de las diez de la mañana. Tengo bajo el brazo el correo basura y los Times de Trenton que se acumularon en el buzón de los Harris, y les he dado las llaves.
Sé que los Markham huelen a algo como un raro y suntuoso incienso ante la perspectiva, amenazada hasta hoy, de una feliz continuidad de la vida: una idea completamente distinta a la indecisa, y vagamente religioso-ético-histórica, de Irv Ornstein, aunque éste proclamaría que se trataba de la misma. Con todo, la sensación de los Markham está menos matizada, y es equivalente a una condena de cárcel impuesta por delitos que fueron incapaces de evitar: los errores y omisiones habituales de la vida, de los que todos somos inocentes y culpables. Viva, pero inadvertida aún en sus cabezas, que sienten alivio mezclado con vértigo, está ya la posibilidad de llamar a la puerta de Myrlene Beavers con una tarta de arándanos recién hecha o un «cacharro», defectuoso, del nuevo horno de Joe; o encontrar un terreno común referente a los problemas con los suegros con los vecinos negros de su edad; o que niños negros se queden de noche en su casa; o cultivar lo que siempre supieron que estaba en el fondo de su corazón pero nunca encontraron la ocasión exacta de ponerlo en práctica en la verde monocromía de Vermont: ese sexto sentido mágico para entender a las otras razas que siempre hizo que los Markham se consideraran unos blancos fuera de lo común.
Un coche patrulla de la policía, con nuestro único agente negro al volante, pasa despacio en busca de los terroristas de Clio Street. Saluda maquinalmente con la mano y sigue. Ahora es vecino nuestro, piensan seguramente los Markham.
—Oye, en cuanto hagamos el traslado de todas nuestras porquerías, te invitaremos a comer —dice Joe, soltando la mano de Phyllis para pasarle su corto brazo por los redondos hombros y acercársela en un gesto posesivo. Es evidente que ella ya le ha informado de sus más recientes problemas de salud, que a lo mejor son los que le decidieron a alquilar la casa, y por eso Phyllis le informó de ellos. Otro contacto directo con la realidad.
—Será una comida que esperaré con placer —digo, secándome un hilillo de sudor del cuello, y notando el punto donde me golpeó la pelota de béisbol en una lejana ciudad. Esperaba que Joe mencionara la idea de un alquiler con derecho a compra al menos en una ocasión, pero no lo hace. Posiblemente todavía abriga la sospecha inconsciente de que soy homosexual, lo que le hace mantener las distancias.
Echo una ojeada discreta a la vieja fachada de ladrillo y madera del número 44, y a las cortinas donde no hay movimiento aunque sé que nos vigilan, y tengo la sensación, breve e inquietante, de que los McLeod mantienen mis 450 dólares como rehenes para reivindicar su derecho a que se les deje tranquilos, sin que la cosa tenga nada que ver con problemas financieros, pérdida del empleo u otras dificultades (cosas frente a los que no sabría cómo comportarme). De hecho, estoy menos preocupado por el dinero que por la perspectiva de la continuidad feliz de mi propia vida si ese problema no se resuelve. Y, sin embargo, soy capaz de sacar un partido inesperado a cualquier cosa, y podría adoptar una actitud más compleja con respecto a lo desconocido; como no pedirles nunca más ni un maldito céntimo y ver el efecto que eso tiene con el tiempo. Hoy, después de todo, no sólo es el 4 de julio, es el 4 de Julio, con mayúscula, el Día de la Independencia, la fiesta nacional. Y como les ha ocurrido a los imperturbables, ingratos, desagradables Markham, a veces la auténtica hay que tragársela.
En una calle que no vemos, la alarma de un coche (probablemente la misma que antes) se dispara ruidosamente y a febriles intervalos, Buoo-bui, buoo-bui, justo cuando las campanas de St Leo empiezan a dar las diez. Esto origina una cacofonía: tres relojes sonando en el mismo segundo. Joe y Phyllis sonríen y mueven la cabeza, miran hacia el cielo como si ésta fuera la única señal que oirían si se les cayera encima. Porque han decidido intentar ser felices, y en este momento tienen una actitud claramente conciliadora y estarían dispuestos a que les gustase todo. Debo admitir, por lo menos, que les admiro.
Antes de irme, echo una mirada a la casa de Myrlene Beavers, donde son visibles las barras de su aparato para andar detrás de la puerta de tela metálica. También ella vigila, con el teléfono en su mano temblorosa, alerta a un nuevo delito.
—¿Quiénes son ésos? ¿Qué andan buscando? Si al menos Tom estuviera vivo, se ocuparía de ellos.
Estrecho la mano de Joe Markham casi sin darme cuenta. Estoy contento de irme ahora, cuando he hecho lo mejor por todo el mundo. ¿Qué mejor se puede hacer por unas personas perdidas que proporcionarles techo?
Estoy dando un paseo mañanero en coche por la ciudad, sin ningún objetivo especial; paso por mi puesto de perritos calientes del parque, donde se celebra el desfile, para olfatear la fiesta, recorro mi propia calle (como un turista) para inspeccionar el lugar del hallazgo del Homo haddamus pithecarius, por cuya aparición, aunque no se sepa su identidad —hombre o mujer, ser humano o mono, libre o esclavo—, tengo un interés natural. Después de todo, ¿quién de nosotros querría que lo enterraran sin la esperanza de que algún día pudiera regresar al aire y la luz, a la mirada curiosa e incluso afectuosa de sus congéneres? A nadie, lo garantizo, nos importaría una segunda valoración, con la ventaja adicional de que habría pasado el tiempo.
De hecho, disfruto con este paseo anual por la ciudad, de extremo a extremo, sin el aguijoneo de mis tareas cotidianas (verificación de un catastro, inspección de un techo y unos cimientos, una visita de última hora antes del cierre de una venta), sólo un paseo para echar una ojeada pero no para tocar nada, ni juzgarlo, ni siquiera interesarme por ello. Es otra forma de participación tranquila, pues existe el derecho cívico soberano de ser un espectador, uno que mira, uno de esos a quienes se supone que sirven los ayuntamientos: el pueblo.
En Seminary Street hay un poco de gente a la espera del desfile. Los nuevos adornos de la ciudad cuelgan de nuestros tres semáforos, y las banderas de la acera no ondean, caen lacias. Los ciudadanos de las aceras parecen no saber qué hacer, con la cara inexpresiva cuando se detienen a ver a los que preparan el desfile poner unas vallas provisionales para que entre ellas pasen las bandas y las carrozas que las seguirán, como si (parecen decir) éste debiera ser un lunes normal y corriente, y tuvieran cosas más serias que hacer. Niños delgados de la zona, que no reconozco, hacen slalom con sus monopatines sobre las calientes líneas de la calzada, con los brazos extendidos para equilibrarse, mientras en Virtual Profusion y los antiguos Benetton y Laura Ashley (ahora convertidos en Foot Locker y The Gap) los vendedores meten los caballetes exteriores dentro de la tienda, preparándose en el frío interior para las multitudes que finalmente acudirán.
Es una fiesta extraña, sin duda; un hombre o una mujer podrían fácilmente quedar perplejos, pues su importancia práctica en la tarea de contener el desorden y la violencia nunca aparece de manera clara o demostrable; como si la independencia sólo fuera algo privado y demasiado importante para celebrarlo con los demás; como si debiéramos seguir siendo independientes, dado que, después de todo, es lo normal y sensato de la condición humana, y se da por supuesto a no ser que se niegue o atrofie, en cuyo caso habría que tomar medidas extremas, aunque fueran absurdas, para restaurarla o reimaginarla (como yo intenté hacer con mi hijo, aunque él haya cambiado solo). Quizá sea mejor limitarse a pasar el día como lo pasaron los que firmaron originalmente la Declaración y como yo prefiero hacerlo: en un ambiente campestre, cerca de casa, a solas con los propios pensamientos, miedos, esperanzas, «momentos de razón», cara a un mundo desconocido e inquietante que está a la espera.
Ahora me dirijo hacia el gran hipermercado inacabado del extremo este de la ciudad, allí donde empiezan las zonas más frondosas de Haddam, y paso por delante de la sinagoga, del concesionario, ya cerrado, de coches japoneses, y del Magyar Bank, para tomar la vieja Route 27 en dirección a New Brunswick. Estaba previsto que el hipermercado estuviera terminado e inaugurado para el Año Nuevo, pero las empresas promotoras (un despacho de yogures, un almacén de baldosas y una tienda de animales domésticos) empezaron a perder interés a partir del hundimiento del mercado y del «enfriamiento» resultante del ambiente local, de modo que en la actualidad todos los trabajos están parados. De hecho, no me sentiría triste ni me consideraría un traidor a los principios del desarrollo si viera que todo el asunto se iba al garete y dejara el negocio en manos de los comerciantes de la ciudad; que convirtieran el terreno en un parque o una huerta abierta al público; un nuevo modo de hacer amigos. (Esas cosas, claro, nunca pasan.)
En el enorme aparcamiento, que se cuece bajo el sol, espera la mayor parte de nuestro desfile, con los participantes moviéndose por allí en un desorden poco marcial: una banda de pífanos y tambores coloniales de la De Tocqueville Academy; un regimiento uniformado y con gorros de piel de mapache, acompañado de varios hombres fornidos con ropa de campesinos y botas militares (para demostrar que la independencia se puede conseguir a costa de parecer ridículo). Hay un grupo de veteranos en sillas de ruedas, con camisas hechas con la bandera norteamericana, que zigzaguean pasándose un balón (otros se limitan a estar sentados fumando y a tomar el sol). Esperando también, hay otro Mustang descapotable, un grupo de mujeres vestidas de payaso, varios vendedores de coches con sombreros de vaquero, preparados para servir de chóferes a nuestras autoridades elegidas (todavía no han llegado), que irán en los asientos traseros de descapotables nuevos, mientras una caterva de bromistas que quieren burlarse de los políticos irá inmediatamente detrás, en un camión, llevando enormes pañales y uniformes de preso. Un vistoso autobús plateado, aparcado bajo el cartel que no da sombra del hipermercado, ha traído a la Fruehlingheisen Banjo and Saxophone Band, de Dover, Delaware, la mayor parte de cuyos miembros aún no han decidido mostrarse en público. Y finalmente, en orden que no en importancia, dos Chevrolet, uno rojo, el otro azul, con ruedas enormes que los reducen a una especie de tazas de té, esperan para cerrar la marcha. (Está previsto que más tarde aplasten unos cuantos coches japoneses en el Revolutionary War Battlefield.) Los únicos que faltan, en mi opinión, son los guardianes del harén, que le encantarían a Paul Bascombe.
Desde donde me he parado para mirar, todavía no distingo ninguna señal del motivo de inspiración o de exaltación del desfile. Varias carrozas adornadas con papel de seda todavía no están ocupadas. La gran fanfarria de Haddam no ha hecho su aparición. Y los agentes del servicio de orden, con casacas con faldones y tricornios, van y vienen con walkie-talkies y tablillas sujetapapeles, hablan con los organizadores y miran constantemente su reloj. De hecho, todo parece intemporal y sin orden ni concierto, y la mayoría de los participantes se mantienen solos al sol con sus trajes, con aspecto parecido a los jugadores de béisbol de Cooperstown de ayer, y por las mismas razones: están aburridos, o, si no, están llenos de una añoranza de algo que no pueden precisar.
Decido dar un rápido viraje en la entrada del aparcamiento, evitar los preparativos del desfile y volver a la ciudad por la 27, satisfecho de haber visto los bastidores del desfile y no haber quedado decepcionado. La más modesta de las celebraciones públicas es una patada en el culo, y su auténtica importancia no se mide por el efecto final sino por la voluntad que ponemos en olvidar nuestras identidades y por la masa colosal de mierda y anarquía que estamos dispuestos a invertir en una causa que merece la pena. Siempre he preferido que parezca que los payasos se esfuerzan por estar contentos.
Inesperadamente, sin embargo, justo cuando hago el giro a la entrada del aparcamiento del hipermercado, dispuesto a huir, un hombre —uno de los agentes del orden con faldones, tricornio, banda roja y botines abotonados, que ha estado consultando una tablilla sujetapapeles mientras hablaba con uno de los jóvenes que llevan pañales— se dirige a toda prisa hacia mi coche. Agita la tablilla sujetapapeles como si me conociera y tuviera algo concreto que hacer, como trasmitirme unos saludos o un mensaje de independencia, puede que incluso tratar de que ocupe el puesto de alguien que no aparece. (A lo mejor se ha fijado en mi pegatina de ABAJO BUSH y cree que estoy de humor para el jolgorio.) Pero estoy de otro humor, no malo, desde luego, pero que me apetece guardármelo para mí, y continúo mi maniobra sin ocuparme de él, para seguir por la 27. Nunca se puede decir, a fin de cuentas, quién puede ser: un cliente que tiene importantes quejas en cuestiones inmobiliarias, o posiblemente el señor Koeppel, de Griggstown, que «necesita» discutir una rebaja sobre la comisión de su casa, que vendió él mismo (mejor para él). O posiblemente (y esto sucede con demasiada frecuencia) es un conocido de mi época de casado que, justo ayer por la mañana, estaba en el Yale Club y vio a Ann y me quiere informar de que tenía un aspecto «estupendo», «superior», que era «pura dinamita», algo así. Pero no me interesa. El Día de la Independencia, al menos durante las horas de luz, nos proporciona la oportunidad de comportarnos del modo más independiente que sepamos. Y mi decisión, para este día, es mantenerme apartado de saludos sospechosos.
Recorro en sentido inverso la soleada y cada vez más vacía Seminary Street, donde de hecho todavía falta una buena hora para el espectáculo patriótico; paso delante de la estafeta de correos, cerrada, el Frenchy’s Gulf, cerrado, el August Inn, casi vacío, el Coffee Spot, rodeo la plaza, paso delante del Press Box Bar, las oficinas de la agencia Lauren-Schwindell, cerradas, la oficina de turismo de New Jersey, el soñoliento Instituto de Teología y la iglesia de los primeros presbiterianos auténticos, siempre abierta oficialmente pero de hecho herméticamente cerrada, donde debajo del cartel de BIENVENIDOS dice: ¡Feliz cumpleaños, Norteamérica! Carrera de cinco kilómetros. ¡ÉL te puede ayudar en la línea de llegada!
Sin embargo, algo más allá, y pasado el Ayuntamiento, junto al parque de Haddam, hay actividad, con numerosos ciudadanos que ya han acudido muy animados. En medio del césped han instalado una carpa de rayas rojas y blancas, y nuestro recién reformado quiosco de música Victoriano brilla blanco entre los olmos y hayas, invadido de niños. Muchos habitantes de Haddam andan por allí sencillamente paseando como si recorrieran un sendero del condado irlandés de Antrim, aunque llevan trajes de volantes de tonos claros, trajes de algodón, zapatos blancos, sombreros de paja y sombrillas color rosa, y parecen —muchos de ellos— extras de una película de los años cincuenta que se desarrollara en el Sur. Por el altavoz de un remolque con los laterales de cristal de la emisora donde yo grabé El doctor Zhivago para los ciegos, atruena una música vaquera fuera de lugar, y la policía y los bomberos exponen sus trajes ignífugos, escudos protectores para desactivar bombas y varias armas, unos al lado de otros bajo la enorme carpa. Los de las juventudes cristianas acaban de empezar su constante partido de voleibol, el hospital sus tomas de la tensión gratuitas, el Club de los Leones y los Alcohólicos Anónimos su distribución gratuita de café, mientras los jóvenes demócratas y los jóvenes republicanos preparan el hoyo de barro para su anual confrontación de tirar de la cuerda. Por otra parte, varias empresas de la ciudad, con sus empleados vestidos con mandiles blancos y pajaritas rojas, han juntado fuerzas detrás de parrillas para preparar hamburguesas vegetarianas. Mientras, las bailarinas holandesas de Pennsylvania, en traje tradicional, interpretan danzas folklóricas en un escenario portátil al son de una música que oyen ellas solas. Está prevista una exposición canina para después.
A la izquierda, al otro lado del césped del Ayuntamiento, donde hace siete años conseguí la independencia indeseada y profunda del divorcio, mi remolque plateado de los perritos calientes, instalado a la sombra caliente de un bosquecillo de avellanos, atrae a un interesado grupo de chicos, que incluye al tío Sam y a los otros dos terroristas de Clio Street, y a unos cuantos vecinos míos, aparte de a Ed McSweeny, con un terno muy formal y una cartera en la mano, y a Shax Murphy, que lleva puestos unos pantalones rosa descojonantes, una chaqueta cruzada de un verde intenso y calzado deportivo, y parece, a pesar de que ha estudiado en Harvard, nada más y nada menos que un agente inmobiliario. En el interior del remolque, bajo el toldo, se distinguen las caras de ónice brillante de Wardell y Everick. Vestidos con chaquetillas de camarero y gorros de papel, despachan perritos calientes y vasos de plástico de cerveza de raíces gratis, y ocasionalmente hacen sonar el bote de «Aportaciones para Clair Devane», que Vonda ha preparado en la oficina. Ya he intentado hablarles en tres ocasiones de Clair, a la que adoraban y trataban como a una especie de sobrina, pero las tres veces me han esquivado. Y, en consecuencia, me he dado cuenta de que lo que yo quería no era que me hablaran de Clair, sino que probablemente quería oír algo reconfortante y halagador sobre mí mismo, y ellos fueron más listos que yo y no me dieron ocasión. (Aunque también es posible que se callen debido a los dos días que los tuvo detenidos la policía, que los trató con dureza y luego los soltó sin disculparse, después de lo cual su inocencia quedó reconocida.)
Y, sin embargo, todo es como yo esperaba y modestamente organicé: nada de grandes conmociones, pero tampoco de inactividad; un éxito en absoluto desdeñable en un día como éste, a continuación de un día como el de ayer.
Parado discretamente en el bordillo del extremo este del parque, en la esquina con Cromwell Lane, bajo el cristal de la ventanilla para que entre la música, los murmullos de la gente y el calor, y me limito a estar sentado y mirar: paseantes y mirones, viejos y novios, individuos solos y familias con niños, todo el mundo ha salido para disfrutar del espectáculo mañanero y luego ir a ver el desfile a Seminary Street, antes de prestar atención a lo que les ofrezca lo que queda de día. Hay una tranquila sensación de que el 4 de Julio es un día en el que uno se puede abandonar; aunque según vaya cayendo la noche será preferible encontrarse en casa. Posiblemente el 4 esté demasiado cerca del Día de la Bandera, el 14 de julio, que a su vez está demasiado cerca del Día de los Caídos, el 30 de mayo, que ya está demasiado cerca del Día del Padre, el tercer domingo de junio. Demasiadas fiestas, por justificadas que estén, pueden plantear problemas.
Naturalmente, pienso en Paul, envuelto en gasas y vendas en el no tan lejano Connecticut, que encontraría algo divertido que decir con respecto a este acontecimiento: Se sabe que uno es norteamericano cuando uno… se da un golpe en el ojo. En Norteamérica se ríen de uno cuando… ladra como un podenco. Los norteamericanos nunca, o casi nunca…, ven a su padre todos los días.
Sorprendentemente, no he pensado en él desde el momento del amanecer en que me desperté, a una luz grisácea y fría, de un sueño en el que, en un jardín como el del Deerslayer, un perro que se parecía al viejo Keester se le echaba encima y le despedazaba, mientras yo permanecía en el porche charlando con una mujer indeterminada que llevaba puesto un bikini y un gorro de cocinero, y de la que no me podía separar para ir en ayuda de Paul. Es un sueño sin ningún misterio —como la mayoría de los sueños—, y simplemente subraya nuestros inútiles esfuerzos por conseguir dominar nuestras naturalezas cobardes en nombre de lo que sería lo adecuado. (El complejo dilema de la independencia no es una cuestión tan sencilla, y por eso nos esforzamos para que se nos juzgue a partir de nuestros esfuerzos, en lugar de por nuestros logros.)
Aunque en lo que se refiere a Paul, mis esfuerzos acaban de empezar. Y por mucho que no suscriba la teoría brutal según la cual, para mejorar, es preciso meterse en la cabeza el sentido común y sacar de ella las insensateces, el incidente de ayer puede que haya limpiado el aire y abierto, al mismo tiempo que las heridas, una inesperada ventana a la esperanza de cierta libertad. Puede que en cierto sentido la última, pero en otro la primera.
«El alma se hace», según dijo el gran hombre, lo que significa, creo, que el proceso es lento.
Ayer noche, cuando me detuve en el pueblo de Long Eddy, estado de Nueva York, que estaba bañado por la luna, un cartel de ESTA NOCHE MITIN estaba situado en ambas direcciones. «Un ministro del gabinete de Reagan dará explicaciones y responderá a preguntas», era el importante programa, allí, a orillas del Delaware, donde justo debajo del pueblo las siluetas fantasmales de unos pescadores se mantenían junto a la corriente que rielaba, con sus cañas y líneas ondeando entre nubes de insectos.
Desde la cabina telefónica de una estación de servicio cerrada, hice una llamada a Karl Bemish, para saber si los amenazadores «mejicanos» habían tenido un destino fatal gracias a la «barredera de callejones» de Karl. (Rogué que no.)
—Oh, mira, Franky, no. A esos chicos —dijo alegremente Karl detrás de la ventanilla de despacho del puesto. Eran las nueve— la policía les ha echado el guante. Iban a desvalijar una tienda de New Hope. Pero el dueño era policía. Y apareció con su AK-47. Les destrozó los cristales, todos los neumáticos, agujereó el motor, rompió el chasis, y alcanzó a los tres. No murió ninguno, sin embargo, lo que es una auténtica pena. Todo lo hizo sin bajarse de la acera. Supongo que hoy en día hay que ser policía para conservar una tienda pequeña.
—Vaya, vaya, vaya —dije yo. Al otro lado de la silenciosa y desierta 97, todas las ventanas del Ayuntamiento estaban encendidas y había muchos coches y camionetas aparcadas delante. Me pregunté quién podría ser «el ministro de Reagan»; probablemente alguien que iba camino de la cárcel o de convertirse al cristianismo.
—Apuesto lo que sea a que lo estás pasando de maravilla con tu hijo, ¿verdad?
Al fondo se oía ruido de vasos. También el murmullo apagado de voces satisfechas de unos clientes tardíos cuando Karl abría y cerraba la ventanilla y hacía sonar la caja registradora. Buenas emanaciones todas.
—Tuvimos algunos problemas —dije, sintiéndome como entumecido por el menú de acontecimientos tristes del día, aparte de que la cabeza y todos los huesos me empezaban a doler, y todavía me quedaba bastante camino por delante.
—Habías puesto demasiado alto el listón de las expectativas —dijo Karl, preocupado, aunque molesto—. Es como un ejército que repta sobre el vientre. El avance es lento.
—No había pensado en eso —dije, mientras las buenas emanaciones se desvanecían en la oscuridad llena de mosquitos.
—¿Crees que confía en ti? —Clink, clink, clink—. Gracias, muchacho.
—Sí. Creo que sí.
—Bueno, pero uno nunca lo puede asegurar cuando se va a algún sitio con chicos. Lo único que se puede esperar es que cuando crezcan no sean como esos delincuentes mexicanos que roban a mano armada y a los que disparan. Yo salgo a cenar y tomo unas copas todos los terceros domingos de junio, el Día del Padre.
—¿Por qué no has tenido hijos, Karl?
Un tipo bajo de Long Eddy, con camisa clara, salió por la puerta principal y se detuvo en lo alto de los escalones del Ayuntamiento, encendió un pitillo y se quedó disfrutando del humo y de la tranquilidad de la noche. Supongo que estaba descontento con las explicaciones del ministro del gabinete —posiblemente fuera un moderado—, y me entraron ganas de saber lo que se le pasaba por la cabeza en aquel momento, por insignificante que fuera: la satisfacción de un compromiso libre con los intereses de la comunidad, un punto de vista de sincero desacuerdo con un importante funcionario público, la perspectiva de una cerveza con los amigos a la salida, un trayecto corto en coche hasta casa, acostarse tranquilamente en la propia cama, seguido por un lento deslizarse en el sueño acariciado por su compañera. ¿Se daría cuenta, me pregunté, de la suerte que tenía? Probablemente sí.
—Bueno, Millie y yo lo intentamos, y cómo —dijo Karl, divertido—. En fin, eso creo. A lo mejor no lo hacíamos bien. Vamos a ver, primero la metes dentro, luego…
Era evidente que Karl estaba de buen humor y celebraba que no le hubieran robado y asesinado. Aparté el auricular para no oír sus bastas explicaciones, y en ese mismo instante eché de menos New Jersey y mi vida allí, con la oprimente intensidad de un exiliado.
—Me alegra que por ahí vaya todo bien, Karl —le interrumpí, sin haberle escuchado.
—Aquí no damos abasto —presumió—. Hubo cincuenta clientes desde las once de la mañana.
—Y ningún robo.
—¿Cómo?
—Que ningún robo.
—No. Justo. En realidad somos unos genios, Frank. Genios a pequeña escala. Sabemos cómo anda este país. —Clinc, clinc, clinc de vasos que chocaban unos con otros—. Gracias, amigo.
—Podría ser —dije, mirando al tipo de la camisa clara que tiró la colilla, escupió en los escalones del porche, se pasó las dos manos por el pelo y volvió a entrar por la gran puerta, lo que permitió distinguir una brillante luz amarilla en el interior.
—No puedes decir que el viejo tío Bonzo sea una mierda —dijo Karl, con vehemencia, refiriéndose al presidente actual, cuyo ministro sólo estaba a unos metros de mí—. Pero si él es una mierda, yo también soy una mierda. Y yo no soy una mierda. Eso lo sé. No soy una mierda. Y no todo el mundo lo puede decir.
Me pregunté qué pensarían nuestros clientes al oír a Karl vociferar detrás de su ventanilla que no era una mierda.
—A mí no me gusta —dije, aunque encontré poco enérgicas mis palabras.
—Sí, sí, sí. Tú crees que Dios habita en todos nosotros, crees en la nobleza del hombre, en que hay que ayudar a los pobres, en que se debe dar todo lo que se tiene. Bla, bla, bla. Yo creo que Dios está en el cielo, y que yo estoy aquí abajo vendiendo cerveza de raíces solo.
—Yo no creo en Dios, Karl. Creo en la diversidad.
—No puedes no creer —dijo él. Karl debía de estar borracho o tenía otro pequeño ataque—. Lo que yo creo, Frank, es que pareces de una manera y eres de otra, palabra del Evangelio, al hablar de Dios. Eres un conservador disfrazado de liberal.
—Yo soy un liberal disfrazado de liberal —dije. O a lo mejor, pensé, y no se lo dije a Karl, un liberal disfrazado de conservador. En sólo tres días me habían llamado ladrón, cura, homosexual, nenaza nerviosa y ahora conservador, nada de lo cual es cierto. (No era un fin de semana normal.)—. Me gusta ayudar a los pobres y los marginados, Karl. No olvides que te saqué a la superficie cuando estabas hundido sin remedio.
—Sólo fue una cuestión deportiva —dijo—. Y por eso tienes tantos problemas con tu hijo. Tus mensajes están embrollados. Tienes suerte de que él no te mande a paseo.
—¡Vete a la mierda! —grité, allí en la oscuridad, preguntándome si no habría un sencillo procedimiento legal para poner a Karl de patitas en la calle, donde tuviera más tiempo para practicar la psicología. (Los conservadores no monopolizan las ideas siniestras.)
—Ahora estoy demasiado ocupado para discutir contigo —dijo Karl. Volví a oír el sonido de la caja registradora—. Un millón de gracias. Oigan señoras, perdonen, querrán el cambio, ¿verdad? Dos centavos son dos centavos. El siguiente. Vamos, guapa, no seas tímida.
Esperé a que Karl soltara alguna cosa más, algo sobre que mis mensajes eran embrollados. Pero se limitó a dejar el teléfono sin colgar, como para indicar que iba a volver, de modo que durante unos momentos le oí ocupándose de sus asuntos, atendiendo a los clientes. Pero al cabo de un rato colgué mi auricular y me quedé contemplando el río que brillaba a la luz de la luna, y dejando que mi respiración recuperara el ritmo normal.
Mi llamada al Algonquin y a Sally tuvieron un resultado tan completamente distinto, inesperado y totalmente positivo, que, cuando volví a casa y me enteré de que Paul había salido de la operación lo mejor que se podía esperar, me permitió meterme en la cama con todas las ventanas abiertas y el ventilador encendido (sin ningunas ganas de leer a Carl Becker o deslizarme poco a poco en el sueño), y sumirme en una profunda inconsciencia mientras las cigarras cantaban en los silenciosos árboles.
Sally, ante mi sorpresa, se había mostrado tan comprensiva como un pariente cercano al escucharme contar la historia del accidente de Paul, que nunca llegamos a ir al Salón de la Fama, cómo me vi obligado a quedarme en Oneonta, luego a volver a casa en lugar de encaminarme a Nueva York para pasar la noche con ella, y como compensación buscarle el lugar más agradable que se me ocurrió (aunque tuviera que pasar otra noche sola). Sally dijo que le parecía percibir algo nuevo en mi voz, y por primera vez: algo «más humano» e incluso «intenso» y «firme», mientras que antes de este fin de semana, me recordaba, le había parecido «completamente cerrado y aislado», «como un cura» (otra vez), a veces incluso «terco e intolerante», aunque «en el fondo» ella siempre había pensado que yo era un buen tipo y, de hecho, no una persona fría sino bastante simpática. (He pensado la mayoría de esas cosas sobre mí mismo durante años.) Esta vez, sin embargo, dijo Sally, pensaba que oía en mi voz preocupación y cierto miedo (unas tonalidades que, sin duda, le resultaban familiares debido a los comentarios de sus clientes moribundos sobre Les Misérables o Madame Butterfly durante el viaje de vuelta de Nueva York, pero en apariencia no incompatibles con lo «intenso» y «firme»). Podría asegurar que yo estaba «vitalmente afectado» por algo «profundo y complicado», de lo que el accidente de mi hijo quizá sólo hubiera sido «la punta de iceberg». Algo que, tal vez, dijo, estaba relacionado con mi gradual abandono del Periodo de Existencia, que, de hecho, dijo que era un «modo simulado de vivir tu vida», una especie de «aislamiento mecánico que no podía durar siempre»; y ya estaba probablemente a punto de iniciar «otra época», tal vez un «periodo más permanente», lo que le alegraba porque presagiaba algo bueno para mí, aunque eso no nos llevara a que viviéramos juntos los dos (un riesgo verosímil, pues ella, en realidad, no sabía lo que significaba para mí el amor ni si podía confiar en él).
Yo, naturalmente, me sentía aliviado, así de sencillo, de que no estuviera sentada en una butaca con sus largas piernas apoyadas en un taburete tapizado de seda, pidiendo latas de caviar Beluga y champán de mil dólares la botella, y llamando a todas las personas que conocía desde Beardsville a Phnom Penkh para contarles lo torpe que era yo —de hecho, patético, cuando se profundizaba—, y hasta cómico (algo que yo ya había admitido), dados mis intentos estúpidos e infantiles de hacer el bien. A veces pasa que las citas fallidas como aquélla pueden ser fatales, sin importar de quién sea la culpa, y con frecuencia llevan a una caída libre irreversible y a la conclusión demasiado rápida de que «toda esta maldita historia no merece la pena porque es demasiado complicada todo el tiempo», después de lo cual una de las partes (o las dos) se larga y jamás piensa en volver la cabeza hacia el otro. Así son las contingencias de un idilio.
Sally, sin embargo, parecía dispuesta a mirar con más atención, a respirar a fondo, cerrar los ojos con fuerza y seguir sus instintos íntimos con respecto a mí, lo que significaba ver las cosas buenas (construirme a partir de facetas agradables). Todo lo cual, para mí, representaba una gran suerte porque, mientras estaba allí, junto a la estación de servicio cerrada de Long Eddy, podía notar, como un débil y agradable perfume en la noche, la posibilidad de que lo mejor estuviera por llegar, aunque carecía de puntos que me guiaran y no había mucha luz en mi horizonte, a no ser la esperanza de intentar que fuera más luminoso.
Y de hecho, antes de que finalmente volviera a subirme al coche y tomara, en la exuberante noche, la dirección de New Jersey, Sally empezó a expresar en voz alta si le sería posible volver a casarse o no después de todos estos años, y luego si se trataba de una época permanente la que parecía que empezaba a alzarse en su vida. (Esos pensamientos son aparentemente contagiosos.) Siguió contándome —en un tono mucho más drástico del que utilizó Joe Markham el viernes por la mañana— que tenía oscuros momentos de duda con respecto a sus opiniones sobre muchas cosas, y que le preocupaba no conocer la diferencia entre arriesgarse a algo (que ella consideraba moralmente necesario) y librarse de las precauciones (que consideraba estúpidas y, supuse, tenían que ver conmigo). A saltos, y estableciendo unas relaciones que para ella parecían tener sentido, dijo que no era una mujer que considerara que los demás seres adultos tuvieran necesidad de una madre, y que si lo que yo necesitaba era eso, haría mejor en ir a buscarlo a otra parte; dijo que la idea de ser objeto de una fabricación (a la que entonces denominó «reajuste») sólo para hacer atractivo el amor, de hecho le era intolerable, sin que importara lo que había dicho ayer, y que yo no podía seguir jugando indefinidamente con las palabras según me convenía, sino que era necesario que aceptara que los demás escapaban a mi control; y finalmente, que si bien podía comprenderme bastante bien y que incluso podía gustarle mucho, no había motivo para pensar que eso significara nada con relación al auténtico afecto, del que, me volvía a recordar, yo había dicho que estaba más allá. (Todo esto expresaba, estoy seguro, ese sentimiento de congestión que experimentó el jueves por la noche y que la empujó a llamarme mientras yo estaba en la cama meditando delante de mi Becker sobre la diferencia entre hacer la historia o escribirla.)
Yo le dije, maravillado por el espectáculo de los últimos pescadores con caña que atravesaban la cada vez más oscura pero aún brillante superficie del Delaware, que no tenía el menor deseo de reajustarla, ni tampoco de que fuera mi madre, aunque de vez en cuando necesitara una persona que me facilitara las cosas (no me parecía necesario ceder en todo), y que en estos últimos días había pensado en ciertos aspectos de una relación duradera con ella, que no consideraba que fuera un asunto comercial, y que me gustaba mucho la idea y, de hecho, sentía una especie de exaltación ante ella, lo que era cierto. Además, tenía muchas ganas de hacerla feliz, lo que no tenía nada de resbaladizo (ni cobarde, como había dicho Ann), y de hecho quería que tomara el tren de Haddam al día siguiente, para que cuando los Markham y el desfile pertenecieran al pasado, pudiéramos retomar nuestras reflexiones hasta que cayera la tarde, tumbados en el césped del gran jardín del Instituto (donde yo tenía ciertos privilegios en cuanto consejero temporal sin cartera), y ver los fuegos artificiales, después de lo cual podríamos producir algunas chispas por nuestra propia cuenta (una imagen prestada, pero que seguía siendo buena).
—Todo eso suena agradable —dijo Sally desde su suite del Algonquin, en la calle Cuarenta y cuatro, Oeste—. Pero me parece imprudente. ¿A ti no? Después de la otra noche, cuando todo parecía haber terminado.
De pronto su voz sonaba melancólica y escéptica a la vez; no exactamente el tono que yo esperaba.
—A mí no —dije, en la oscuridad—. A mí me parece estupendo. Aunque sea imprudente me parece estupendo.
Supuestamente, era yo el más marcado por la «precaución».
—Es la idea de todo lo que te he contado sobre mí y sobre ti, y después de eso tomar un tren y tumbarme en el césped para ver unos fuegos artificiales. De repente hizo que sintiera como si no supiese dónde me estoy metiendo, como si estuviera fuera de lugar.
—Mira —dije yo—, si apareciese Wally, haría lo que hay que hacer, en el supuesto que sepa lo que es.
—Bien, eso es lo adecuado —dijo—. Eres muy bueno. Sé que harías eso. Pero no voy a volver a pensar en que Wally puede aparecer.
—Buena idea —dije—. Eso es lo que también voy a hacer yo. De modo que no te preocupes por encontrarte fuera de lugar. Para eso estoy yo aquí.
Y de ese modo, ayer por la noche todo empezó a parecerme prometedor y factible, a falta de un programa preciso a largo plazo. Terminé nuestra conversación diciéndole, no que la quería, sino que yo no estaba más allá del afecto, lo que ella dijo que le encantaba oír. Luego retomé la carretera camino de Haddam lo más rápido que pude.
En el centro sin sombra del parque de Haddam, me fijo en que todos los ciudadanos empiezan a mirar hacia arriba. Madres jóvenes con cochecitos, parejas de corredores con ajustados pantalones de licra, grupos de chicos con el pelo largo y monopatines al hombro, hombres con tirantes llamativos que se secan el sudor de la frente, todos miran la bóveda celeste por encima de las ramas de los tilos, avellanos y hayas. Las bailarinas holandesas interrumpen su agitación y saltan al suelo, tratando de ver. Everick y Wardell, el tío Sam y yo (conciudadano solitario en mi coche descapotado), todos alzamos los ojos al firmamento, mientras la música vaquera calla, igual que si hubiera llegado un momento especial del día, confiado a los cuidados de un gran jefe infalible en cuestión de coincidencias y sorpresas. No muy lejos, en el terreno donde ensaya, oigo que la banda de Haddam corona sus esfuerzos con una nota sostenida mayor perfectamente afinada. Luego la gente —personas reunidas al azar— lanza un «¡Oooh!» apagado, como si recibieran un mensaje telepático. Y de pronto del cielo bajan cuatro hombres ¡en paracaídas! con unos botes de humo sujetos a los pies; uno rojo, otro blanco, otro azul y otro (extrañamente) amarillo, como una advertencia para los otros tres. Durante un momento me producen vértigo.
Los paracaidistas, que llevan casco, monos de salto con las barras y las estrellas, y pesadas mochilas sujetas a la espalda y los lados, toman tierra graciosamente en cinco segundos, con un pequeño rebote, cerca del escenario de las bailarinas holandesas. Cada hombre —y supongo que son hombres, aunque existen motivos para pensar que no son sólo hombres; probablemente sean también supervivientes de un trasplante de riñón, enfermos de sida, madres solteras, jugadores ludópatas, o los hijos de cualquiera de esas personas—, cada hombre aparente hace enseguida un gesto desenvuelto con la mano como un acróbata circense, se vuelve hacia la gente con un gesto de estrella algo velado por el humo, pero no sin estilo, y, después de recibir algunos aplausos dispersos de los que sólo diría que son sinceros y de alivio, se ponen a recoger laboriosamente su seda y cuerdas, antes de ponerse en marcha en dirección al siguiente salto, en Wickatunk; y todo ello antes de que mi momentáneo vértigo haya empezado a desaparecer. (Posiblemente esté más cansado de lo que creía.)
Aunque es algo maravilloso: un espectáculo brillante y arriesgado de corta duración que se añade a las modestas diversiones que se tenían reservadas para este día. Más de lo mismo sería bien recibido, incluso aunque se corriera el riesgo de que no se abriera algún paracaídas.
La gente vuelve a dispersarse, convirtiéndose en una masa de paseantes aislados. Las bailarinas —con las faldas sujetas por delante como las mujeres de la frontera— vuelven a su pista de baile, y se reinicia la música vaquera, con un violín y una guitarra metálica que introducen la voz gutural de una mujer que canta: «Si me quisieras la mitad de lo que te quiero yo…»
Me apeo de un salto para avanzar por el césped y mirar el cielo y buscar con la mirada el avión del que han saltado los paracaidistas, una mancha minúscula en el infinito. Como siempre, es lo que me interesa: el salto, claro, pero todavía más el punto de partida arriesgado desde donde se hizo; la antigua seguridad, ordinaria y previsible, que hace que un salto del ángel en el aire invisible y transparente parezca perfecto, encantador, lo que hay que hacer.
Es innecesario decir que yo jamás pensaría en hacer algo así, ni siquiera si pudiese plegar mi propio paracaídas con precisión militar, hacer amigos con los que podría morir, revisar el motor del avión y ponerle mis propios lubricantes, pilotarlo hasta el punto de lanzamiento previsto, e incluso pronunciar las palabras que deben articular todos, aunque sea en silencio, en el momento de saltar: La vida es demasiado corta (o larga). No tengo nada que perder excepto el miedo (falso). ¿Cuál es el valor de algo si no te arriesgas a perderlo? (en definitiva, estoy seguro que es lo que significa «Gerónimo», el grito que lanzan los paracaidistas al tirarse, en apache). Con todo, siempre encontraría motivo para no correr el riesgo; pues para mí, la cuerda floja, el avión, la plataforma, el puente, el caballete, el alféizar de la ventana, son cosas todas que me preocupan, desafían mi valor hacia sus peligros prosaicos, mayores incluso que el riesgo de desafiar brillantemente la muerte. No soy un héroe, como mi esposa sugirió hace años.
En cualquier caso, arriba no hay nada que ver, ni la menor Cessna o Beech Bonanza que den vueltas por el lugar del lanzamiento. Sólo, a kilómetros y kilómetros de altitud, el punto plateado de un gran Boeing o Lockheed que avanza hacia el océano y, más allá, una visión que la mayoría de los días me hace desear estar en cualquier otra parte que no sea donde estoy, pero que en este día, después de haberme rondado el desastre tan cerca, me hace estar contento de encontrarme aquí. En Haddam.
Y reanudo mi recorrido por la ciudad como un observador cuyo objetivo es la mejora de mi propio civismo.
Un rodeo para atravesar los jardines góticos, bordeados de hayas, del Instituto, salir por las «dependencias» y llegar a las calles de los presidentes: Coolidge Street bajo la sombra de los robles, donde me golpearon en la cabeza, la más ancha y menos aristocrática Jefferson, y Cleveland, donde se prosigue la búsqueda de signos de la historia y la continuidad en la tierra de delante de mi casa y de la de los Zumbro. Aunque esta mañana no hay nadie excavando. Han extendido una cinta de plástico amarilla del tipo de «la escena del crimen» entre dos moreras y la excavadora, y sirve para delimitar el agujero de arcilla naranja donde se han encontrado los restos. Me asomo por la ventanilla del coche para echar una ojeada, pero por algún motivo no quiero apearme, aunque me apetezca ver algo, lo que sea, concluyente, pues mi propio domicilio está justo a estribor. Pero sólo hay un gato ocupando la zanja, el negro de los McPherson, Gordy, que trata de resolver sus asuntos privados con paciencia. El tiempo, pasado o por venir, de repente parece carecer de cualquier entidad en mi calle, y me alejo sin haber distinguido nada, pero no insatisfecho del todo.
Sigo una trayectoria sinuosa por Taft Lane y atravieso los jardines del Choir College, donde todo está tranquilo y desierto, con los planos edificios de ladrillo cerrados herméticamente y sumidos en el silencio durante el verano; sólo usan las pistas de tenis unos ciudadanos que no tienen humor para desfiles.
Tomo una curva y paso delante del Instituto, donde los sesenta miembros de la Hornet Band se marchan del terreno donde ensayan, con sus asfixiantes casacas rojas sobre los hombros empapados de sudor, los trombones y trompetas en la mano; los instrumentos más voluminosos —bombos, tubas, platillos, un gong chino en un soporte y un piano portátil— ya están sujetos al techo del autobús escolar, preparados para el corto viaje hasta el aparcamiento del hipermercado.
Bajo por Pleasant Valley Road, a lo largo de la cerca oeste del cementerio, donde han plantado pequeñas banderas norteamericanas en muchas tumbas y donde mi hijo, Ralph Bascombe, reposa cerca de tres de los «firmantes originales», pero donde no descansaré yo, pues esta misma mañana a primera hora, en un estado de ánimo de transición y progreso, y para ocuparme de las cuestiones últimas, decidí (en la cama, con el atlas) elegir un lugar de exhumación lo más lejos posible de aquí sin ser ridículo del todo. Cut Ogg, en Louisiana, fue mi primera opción; Esperance, Nueva York, estaba bastante cerca. Un lugar, en cualquier caso, donde hubiera una vista apacible, poco ruido de tráfico, ciertos rastros de la historia humana, y donde cualquiera que vaya a visitar mi tumba lo haga porque quiere (y no de paso para Six Flags o Glacier) y, una vez allí, considere que yo tenía la cabeza bien firme sobre los hombros para elegir aquel emplazamiento. Por contra, la idea de ser enterrado «en casa», detrás de mi antigua casa y cerca de mi hijo, por siempre joven, perdido para siempre, me paralizaría por completo y me impediría quizá sacar el mejor partido a los años que me quedan. La idea me perseguiría mientras hacía mis visitas cotidianas de casas en venta: «Algún día, algún día, algún día estaré ahí mismo…» Sería peor que estar titulado por Princeton.
El sentimiento más intenso que tengo ahora, cuando paso por estas calles, paseos, caminos privados y residencias, por los motivos habituales —para sacar una foto de una casa en venta, establecer una comparación para un análisis de mercado, acompañar a un experto—, es que atenerse a la vida que nos propusimos en los años sesenta se está volviendo muy difícil. Queremos sentir que nuestra comunidad es una entidad fija y continua, como decía también Irv, anclada a la roca de la permanencia; pero sabemos que no lo es, que de hecho, bajo la superficie (o bien evidente por toda la superficie), es todo lo contrario. Nosotros y ella sólo estamos anclados en la contingencia como una botella entre las olas, que busca un remanso tranquilo. El simple esfuerzo de mantenerse puede hundirte.
Desde un ángulo más alegre, en el sentido en que las buenas noticias pueden considerarse malas, ser un agente inmobiliario, aunque es posible que termine convirtiéndote en un optimista inveterado, también lleva a enfrentarse con la contingencia e incluso a considerarla como una fuente de energía y de auténtica autosuficiencia, al insistir en que nunca renunciarás a la creencia de que las personas necesitan alojamiento y lo tendrán. En este sentido, la de agente inmobiliario es «la profesión auténticamente norteamericana que se ocupa directamente de la experiencia espacial básica de la vida: a más habitantes, menos espacio, menos posibilidades de elección». (Esto, claro, estaba en un libro que leí.)
Dos, he dicho dos, enormes camiones de mudanzas están aparcados llamativamente delante de dos casas, una al lado de otra, de Loud Road, esta mañana de fiesta que está a punto de terminar, justo en la esquina de la que una vez fue mi casa de hombre felizmente casado en Hoving Road. Uno, un Berkins enorme verde y blanco, está abierto por todas partes; el otro, un Atlas azul y blanco menos macizo, descarga por detrás. (Lamentablemente, ninguno de ellos es un Mayflower verde y amarillo.) Los carteles de SE VENDE que hay delante de cada casa tienen pegatinas por encima de ¡SE LA HA PERDIDO! Ninguna de las dos la hemos vendido nosotros, aunque tampoco Bohemia, ni Buy and Large, o uno de esos recientes agentes de New Egypt, sino la acreditada agencia local Century 21.
Es, sin duda, un buen día para empezar de nuevo, para ir y venir. Mis nuevos inquilinos deben de notar ese espíritu en el aire. Todos los céspedes de la zona están segados, los rebordes cuidados, muchas fachadas recién pintadas y reparadas desde la primavera, los cimientos reforzados, los árboles y las plantas verdes y frondosos. Los precios han bajado un poco. De hecho, si la sola vista de los Markham no me pusiera enfermo y no me importara arriesgarme a encontrarme cara a cara con los McLeod, recorrería Clio Street, vería cómo han ido las cosas desde las diez, y les desearía que todo les fuera bien.
En lugar de eso, reanudo mi paseo por la fragante y cuidada Hoving Road, un camino que en estos tiempos prácticamente no hago nunca, aunque debería, pues conservo buenos recuerdos, o al menos soportables e instructivos, y no tengo nada que temer. Su aspecto se ha mantenido casi igual durante esta década, pues esencialmente es una calle espléndida, bordeada de hayas y grandes extensiones de césped sombreado que tienen detrás pérgolas, piscinas al abrigo de las miradas, tejados de pizarra, galerías de azulejos, jardines que siempre están en flor; casas de campo, en realidad, reducidas a las dimensiones urbanas, pero que conservan el espíritu de la abundancia. Más allá, en el número 4, el presidente del Tribunal Supremo de New Jersey ha muerto, aunque su viuda sigue activa. Los Deffrey, nuestros ancianos vecinos desde el primer día, habían dejado escrito que mezclaran sus cenizas (y lo hicieron, pero en la orilla de un país extranjero). La hija de un famoso poeta soviético disidente, que llegó antes de que me fuera yo, en busca de un ambiente discreto, agradable y acogedor, en vez de eso sólo encontró desconfianza, condescendencia y frialdad, y ahora ha vuelto a su país, donde se rumorea que está internada. Lo mismo pasó con una estrella de rock que compró la número 2, estuvo en ella una vez, y no fue bien recibida, por lo ni siquiera pasó la noche; luego se instaló de modo permanente en Los Ángeles. Las dos ventas las hicimos nosotros.
El Instituto ha hecho todo lo posible por conservar habitable y acogedora mi antigua casa, ahora oficialmente Centro Ecuménico Chaim Yankowicz, que se alza entre mis viejas y queridas hayas, robles, arces japoneses y bojes. Sin embargo, cuando me detengo al otro lado de la calle para un reconocimiento más atento, no puedo evitar el percibir sus vibraciones más funcionariales; los armazones originales han sido remplazados y pintados de un caoba más brillante, hay ventanas de seguridad, y luces bajas en el césped más cuidado, mejor mantenido; han aplanado y asfaltado el camino de entrada, que ahora describe un semicírculo; hay una escalera de incendios en la fachada este, donde estaba el garaje, que ha desaparecido. He oído decir a gente de mi agencia que también habían «simplificado» la disposición interior e instalado un sistema informatizado contra incendios, y que todas las puertas que dan al exterior tienen encima unas letras rojas luminosas que dicen SALIDA; todo ello para asegurar la comodidad y la seguridad de los dignatarios religiosos que vienen del extranjero, estoy seguro, con unas ideas en mente que incluyen un poco de tranquilidad en las afueras, algunas charlas confidenciales, y la oportunidad de ver la televisión por cable.
Durante un tiempo, después de que hubiera vendido la casa, un grupo de mis anteriores vecinos asedió la oficina de urbanismo con quejas y peticiones con respecto al incremento de la circulación rodada; también querían comprobar la calificación de la zona, y protestaban por «la presencia de extranjeros» y por una posible pérdida de valor si los del Instituto ponían en práctica sus proyectos. Consiguieron incluso un breve aplazamiento, y dos «viejas familias», que llevaban viviendo allí cuarenta años, se trasladaron (a Palm Beach en ambos casos, después de haberles vendido sus casas al Instituto a unos precios de escándalo). Finalmente el enfado prendió fuego a las brasas. El Instituto se mostró de acuerdo en quitar su cartel, apenas visible, del camino de entrada y en instalar un «paisaje» muy caro (trajeron en camión dos ginkos chinos adultos que se añadieron a los árboles que limitaban el terreno; sacrificaron mis antiguos tulipanes). Como acuerdo final, el consejo de administración compró la casa del abogado que había solicitado el aplazamiento. Después de eso, todos estuvieron contentos, a excepción de unos pocos integristas que me echan la culpa a mí y cuentan en los cócteles de la ciudad que sabían que yo no contaba con los medios suficientes para vivir aquí, y que lo sabían desde los años setenta, y que hacía bien regresando al sitio que me correspondía; aunque no estaban seguros de cuál era.
Y, sin embargo, ¿no siento melancolía mientras estoy aquí sentado? Noto el mismo aroma de pérdida que olfateé hace tres noches en casa de Sally, y que casi me hizo derramar una lágrima, porque una vez, en un época anterior de mi vida, había estado cerca de allí y volvía a estar en la zona, sin que aquel lugar pareciera conservar ningún recuerdo de mí. ¿Cómo no iba a sentirlo más aquí, donde mi estancia fue más larga, donde estuve enamorado, enterré a un hijo cerca, perdí una vida de agradable permanencia y viví solo hasta que no lo pude soportar ni un minuto más, cuando me encuentro que ahora se ha convertido en el Centro Chaim Yankowicz, que me resulta completamente indiferente? De hecho, merece la pena volverlo a preguntar: ¿hay motivos para pensar que un sitio, cualquiera, alberga entre sus muros y vigas, sus árboles y plantas, en su pura esencia, un espíritu fantasmal nuestro como prueba de su significación y la nuestra?
¡No! ¡En absoluto! Eso sólo pasa entre los seres humanos, y sólo en determinadas circunstancias, una lección del Periodo de Existencia que merece que se retenga. Hemos de ser lo bastante listos para dejar de pedirles a los lugares lo que no nos pueden proporcionar, y empezar a inventar otras opciones —tal y como ha hecho Joe Markham, al menos temporalmente, y como mi hijo, Paul, tal vez esté haciendo ahora— como manifestaciones de nuestra independencia, exigida, pero no garantizada, por Dios.
La verdad es —y tal vez sea mi confianza en el progreso la que habla— que mi antigua casa de Hoving Road ahora parece más una funeraria que mi propia residencia o una casa que fue testigo de una parte de mi pasado. Y la extraña sensación que tengo es la de haber admitido que los fantasmas atribuidos a los sitios donde se estuvo alguna vez sólo confunden las cosas con su capacidad para borrar las pistas, ya que nada en ellos corrobora la propia presencia. Francamente, creo que si me quedara cinco minutos más sentado aquí, dentro del coche, mirando mi antigua casa como un peregrino que consultara a un oráculo, me daría cuenta de que lo que consideré melancolía sólo era un preludio a una carcajada, y que iba a congelar inútilmente un trozo pequeño de mi corazón que haría mejor en mantener caliente.
—Y ahora atiende, ¿le comprarías una casa a este hombre? —oigo decir a una tímida voz, me sobresalto y, al volverme, veo la cara plana y de luna sonriente de Carter Knott que asoma por la ventanilla. Carter tiene la cabeza doblada a un lado, los pies separados, los brazos cruzados como un viejo magistrado. Lleva unos mojados pantalones de baño violeta, sandalias mojadas y una camisola corta de felpa también violeta que permite ver su vientre ligeramente redondo, todo lo cual indica que ha salido de su piscina del número 22 y venido hasta aquí sólo para darme un susto.
De hecho, me habría sentido terriblemente avergonzado si fuera otro el que me hubiera cogido rondando por aquí como un chiflado. Pero Carter es, sin duda, mi mejor amigo de la ciudad, lo que significa que él y yo nos conocemos desde hace mucho (desde mi ingreso, en el solitario y sombrío año 1983, en el Club de los Divorciados), y también que nos encontramos regularmente en el vestíbulo de United Jersey y discutimos de negocios, y que estamos dispuestos, haga el tiempo que haga, o casi, a quedarnos delante del Cox’s News, con los periódicos bajo el brazo, discutiendo ardientemente sobre las posibilidades de los Giants o los Eagles, los Mets o los Phils, lo que nos puede llevar unos noventa segundos, después de lo cual podemos no vernos durante seis meses, de modo que la temporada y las posibilidades de los equipos ya no serán las mismas. Carter, lo podría asegurar, no podría decir dónde nací, o cuándo, o a qué se dedicaba mi padre, o en qué universidad estudié (probablemente supondría que en Auburn, Alabama), aunque yo sé que él estudió en la Universidad de Pennsylvania y, quién lo creería, clásicas. Conoció a Ann cuando ella todavía vivía en Haddam, pero puede que no sepa que tuvimos un hijo que murió, o por qué me mudé de mi antigua casa del otro lado de la calle, o qué hago en mi tiempo libre. Por un acuerdo tácito, nunca nos invitamos a cenar o nos vemos para tomar unas copas o almorzar, pues ninguno de los dos tiene interés en lo que hace el otro, y nos aburriríamos y deprimiríamos, echando a perder nuestra relación. Y, sin embargo, según las costumbres de los que viven en las urbanizaciones residenciales, es mi compañero[12].
Después de la desbandada del Club de los Divorciados (yo me fui a Francia, otro miembro se suicidó, otros se limitaron a dejarlo), Carter organizó perfectamente su vida posterior al divorcio y disfrutó de su libertad de soltero en una casa enorme que se había hecho construir con techos abovedados, chimeneas de piedra, vitrales en las ventanas y bidés, en una zona próspera de más allá de Pennington. Hacia 1985, cuando la Garden State Saving (de la que él era presidente) decidió lanzarse a un mercado más dinámico que el del ahorro, Carter no consiguió ver la sabiduría de esta decisión. De modo que los otros accionistas le compraron su parte a cambio de una buena cantidad, después de lo cual se instaló encantado en Pennington, donde comenzó a darle vueltas a la idea de una adaptación de la tecnología de las barreras invisibles para animales de compañía a la seguridad de las casas. Y, sin darse cuenta, dirigía otra empresa, tenía quince empleados y cuatro millones de dólares más. Llevaba funcionando dos años y medio y una empresa holandesa, que sólo estaba interesada en la adaptación de un pequeñísimo microchip que Carter había tenido la astucia de patentar, se lo compró todo. Después de vender, Carter contó con ocho millones más y compró una auténtica pesadilla en el número 22, esto es, una casa neogótica toda blanca y ultramoderna, se casó con la mujer anterior de uno de los agresivos ejecutivos de la Garden State Savings and Loan y se retiró prácticamente de los negocios, contentándose con comprobar las oscilaciones de la bolsa. (Es innecesario decir que la suya no es la única historia de Haddam con este argumento.)
—Imaginé que te atraparía aquí parado con una camisa roja y mirando lloroso a tu antigua casa —dice Carter, sacando el labio inferior para parecer escandalizado. Es bajo y delgado, y está moreno, y lleva un pelo corto que le sale a los lados de una ancha y recta raya. Es el prototipo de lo que se llamaba el Boston look, aunque Carter de hecho es originario de un pueblecito que se llama Gouldtown, en la zona que se conoce como el granero de New Jersey, y, aunque no lo parezca, es tan honrado y sin pretensiones como el tendero de la esquina.
—Sólo estaba haciendo un pequeño análisis de mercado, Carter —miento—, mientras hago tiempo para ir al desfile, de modo que me alegro de que hayas venido a darme un susto —es evidente que no tengo ningún documento de ese tipo en el asiento, sólo el correo basura de los Harris y algunos restos de mi viaje con Paul, la mayoría de ellos atrás: el pisapapeles en forma de balón y los pendientes, el ejemplar abarquillado de «Conocimiento de sí mismo», su walkman, mi Olympus, su ejemplar de The New Yorker, su apestosa camiseta con la leyenda La felicidad es estar soltero y su bolsa de viaje de la Paramount, que contiene un ejemplar de Declaración de Independencia, y algunos folletos del Salón de la Fama del béisbol. (Carter, sin embargo, no está lo bastante cerca para verlo y, en cualquier caso, le trae sin cuidado.)
—Frank, apuesto lo que sea a que no sabías que John Adams y Thomas Jefferson murieron el mismo día.
Carter esboza su habitual sonrisa con la boca cerrada, y separa todavía más sus morenas piernas, como si fuera a soltar un chiste muy divertido.
—No, no lo sabía —digo, aunque naturalmente lo sé, pues formaba parte de las lecturas previas a mi ya terminado viaje, y ahora me parece ridículo. Estoy pensando que Carter también tiene un aspecto ridículo con su conjunto violeta, en mitad de Hoving Road, mientras me hace preguntas sobre cuestiones históricas—. Pero espera a ver si lo adivino… Creo que fue el 4 de julio de 1826, cincuenta años justos después de la firma de la Declaración, y no fueron las últimas palabras de Jefferson: «¿Es hoy cuatro?»
—Vale, vale. No recordaba que fuiste profesor de historia. Y Adams dijo: «Jefferson todavía está vivo» —Carter sonríe burlándose de sí mismo. Le encantan este tipo de conversaciones y nos levantaba con ellas la moral en el Club de los Divorciados—. Me lo han enseñado mis chicos —sonríe enseñando su perfecta dentadura, lo que me recuerda lo mucho que le aprecio y las noches que pasamos en compañía de nuestros colegas en el abandono, encorvados en torno a las mesas del August Inn o el Press Box Bar, o pescando en pleno océano pasada la medianoche, cuando la vida estaba completamente jodida y, en tanto que tal, era mucho más sencilla que ahora, mientras aprendíamos en grupo a que nos gustase.
—A mí también —miento (otra vez).
—¿Están bien tus mocosos en New London o donde sea?
—Deep River.
Carter sabe más de lo que había supuesto, aunque detallarle los sucesos de ayer nublaría este día soleado. (Me pregunto, con todo, cómo lo sabe.)
Vuelvo la vista cuando aparece un gran Mercedes negro que toma el camino de entrada circular a mi antigua casa y se detiene impresionantemente en la puerta principal, donde yo he estado cien mil veces contemplando la luna y las nubes en un cielo invernal y dejando que mi espíritu se elevara (unas veces con dificultad, otras no) a las alturas. Me siento recorrido por una emoción súbita ante esta imagen mental, y de pronto tengo miedo a ceder a lo que dije que no cedería sólo por un simple domicilio: la tristeza, el sentimiento de exilio, la falta de aprobación. (Aunque gracias a la presencia de Carter consigo dominarme.)
—Frank, ¿te has tropezado alguna vez con Ann? —dice Carter sobriamente, hundiendo las dos manos en las mangas de su camisola de playa y rascándose con fuerza los antebrazos. No tiene ni un pelo en las piernas, y encima de la rodilla izquierda hay una profunda cicatriz color rosa, que, por supuesto, ya he visto antes, en donde le arrancaron violentamente un buen trozo de músculo y de piel. Carter, a pesar de su aspecto de banquero de Boston y la ropa absurda que lleva puesta, fue soldado en Vietnam, y de hecho es un valeroso héroe de guerra, y su modestia al respecto hace que me resulte más admirable.
—No muchas, Carter —respondo a la pregunta sobre Ann y le lanzo una mirada poco amable. Tiene el sol justo detrás de la cabeza.
—¿Sabes? Creo que la vi en el partido Yale-Pennsylvania del otoño pasado. Estaba con un grupo de gente. ¿Cuánto hace que os habéis separado?
—Casi siete años.
—Bien, pues has cumplido el plazo establecido por la Biblia.
Carter asiente con la cabeza, sin dejar de rascarse el brazo como un chimpancé.
—¿Has pescado algo últimamente, Carter? —digo. Carter fue quien me apadrinó en el Red Man Club, pero ahora él nunca va, pues sus hijos viven en California con su madre y tiende a reunirse con ellos en Big Sky o París. Que yo sepa, soy el único miembro que surca regularmente las aguas del Red Man, y espero que pronto lo haré con mi hijo, si tengo suerte.
Carter niega con la cabeza.
—Frank, nunca voy a pescar —dice, lamentándolo—. Es un escándalo. Tiene que cambiar.
—A ver si me llamas.
Estoy listo para irme, sin dejar de pensar desde hace rato en Sally, que llega a las seis. Carter y mi minuto y medio con él han terminado.
Cuando el Mercedes aparca delante de la puerta principal de mi antigua casa, se apea de un salto un chófer bajo con librea y gorra negra, y comienza a descargar unas enormes maletas del maletero. Luego, del asiento de atrás, emerge un negro africano alto y delgado que lleva una especie de túnica suelta de un brillante verde jungla y un gorro a juego. Tiene la cabeza también alargada, y el esplendor de un príncipe, un Hombre de los Zancos virtual cuando alcanza toda su elevación. Pasea la vista por la zona tranquila y bordeada de hayas, nos ve a Carter y a mí que le miramos, y saluda con una mano enorme, con la palma rosa, que mueve lentamente, en dirección a nosotros, con un balanceo lateral que tiene el aspecto de una bendición. Carter y yo alzamos rápidamente las nuestras —yo dentro del coche, él fuera—, y devolvemos el saludo y sonreímos y asentimos con la cabeza como si lamentáramos no hablar su lengua para que pudiera saber las cosas tan buenas que pensamos de él, y que infortunadamente no podemos expresar, mientras el chófer le hace entrar en la casa.
Carter no dice nada, da un paso atrás y mira en las dos direcciones de la calle en curva. No formó parte del grupo que se opuso, aunque estaba de acuerdo con ellos, pero ahora piensa, estoy seguro, que los del Centro Ecuménico son unos buenos vecinos, que es lo que yo siempre consideré que serían. No es cierto que uno termine acostumbrándose a todo, pero uno se puede acostumbrar a muchas más cosas de las que cree, e incluso aprender a que le gusten.
Carter, supongo, ahora pasa revista a sus pensamientos, chistes, titulares y resultados deportivos del día, tratando de decidir si puede decir algo que me interese, no exija más de treinta segundos extra, y que sin embargo le proporcione la posibilidad de despedirse para volver a su piscina. Yo, naturalmente, hago lo mismo. Salvo en caso de tragedia, hay poco que realmente se pueda decir a la mayoría de las personas que se conoce.
—¿Hay algo nuevo sobre el asesinato de tu colega? —dice Carter, con una voz indiferente, después de elegir una auténtica tragedia, con las sandalias cada vez más separadas una de otra en el liso pavimento, y adoptando una expresión de partidario de la ley y el orden, intolerante con respecto a cualquier intento de disminuir las libertades del ciudadano.
—Hemos ofrecido una recompensa, pero no ha servido de nada —digo, endureciendo la expresión también, y pensando nuevamente en la cara brillante de Clair y en la dulzura de sus ojos vivos llenos de confianza en sí misma, que no me perdonaban nada pero me llevaban al éxtasis, aunque fuese brevemente—. Es como si te hubiera alcanzado un rayo —digo, y me doy cuenta de que estoy describiendo su desaparición de mi vida, no la desaparición de ella de este mundo.
Carter mueve la cabeza y llena los labios de un aire que le deforma la cara antes de volver a dejarlo salir con un piffff.
—Ya es hora de que atrapen a esos tipos y les cuelguen por los huevos.
—Estoy de acuerdo —digo. Y lo estoy.
Como no hay más que decir al respecto, Carter tal vez me pregunte sobre mi opinión con respecto a las elecciones y su influencia en el negocio de los bienes raíces y, dando ese rodeo, aborde la política. Se considera un «republicano estilo Goldwater, partidario de una defensa fuerte», y le gusta adoptar conmigo a propósito de eso un tono de ironía condescendiente. (Es su rasgo más desagradable, y uno que es bastante típico de los que se hacen ricos de pronto. En la universidad, naturalmente, era demócrata.) Pero la política no es un tema adecuado para el Día de la Independencia.
—Te oí leyendo Caravanas por la radio la semana pasada —dice Carter, asintiendo con la cabeza—. La verdad es que me gustó mucho. Quería que lo supieras —aunque esta idea queda sustituida de inmediato por una nueva—. Oye, mira —dice, con los ojos mirando atentamente—. Tú eres el de las palabras, Frank. Se me ocurre que muchas de las cosas que pasan últimamente a lo mejor hacen que te apetezca volver a escribir.
Dicho esto, baja la vista, se ajusta el cinturón violeta en el vientre y se contempla los pies como si hubiera cambiado algo en ellos.
—¿Por qué piensas eso, Carter? ¿Te parece que ahora se viven unos tiempos dramáticos? Yo estoy bastante contento con ellos, pero no ellos conmigo. Encontraría estimulante que pensaras eso.
El Mercedes ahora está girando para irse, y sus grandes neumáticos murmuran en la superficie del camino. Estoy sinceramente halagado de que Carter sepa algo de mi pasado de escritor.
Mis dedos, al meterse semiconscientemente entre mi asiento y el del acompañante, sacan el pequeño lazo rojo que me dio Clarissa. Junto con la referencia de Carter a mi lejana y momentánea vida como escritor, encontrarlo hace que me sienta notablemente mejor, pues mi ánimo había decaído al pensar en Clair.
—Lo que me parece es que en estos tiempos hay muchas cosas que necesitan explicación, Frank —Carter todavía sigue mirándose los dedos de los pies—. Cuando tú y yo íbamos a la universidad, las ideas dominaban el mundo, aunque la mayoría de ellas fueran estúpidas. Ahora no consigo encontrar ni una sola idea nueva que merezca la pena, ¿y tú?
Levanta la vista, luego mira el lazo de Clarissa, que tengo en la palma de la mano, y frunce la nariz como si le planteara una adivinanza. Carter, lo noto, ha pasado demasiado tiempo sentado en una mesa contando el dinero, de modo que el mundo le parece a la vez sencillo y completamente liado. Tal vez, me temo, esté a punto de soltarme alguna mierdosa opinión de extrema derecha sobre la libertad, la supresión de los impuestos y la intervención del gobierno en una economía de libre mercado; «ideas» para alimentar su deseo de seguridad y convicciones entre este momento y el del cóctel de la tarde. A él no le interesa, claro, mi pasada carrera de escritor.
Pero si Carter me preguntara —como hizo mi vecino de asiento de un avión que volvía de Dallas cuando yo era periodista deportivo— lo que pienso que debería hacer con su vida ahora que tiene una fortuna en el banco, le diría lo que le dije a aquel hombre: dedica tu vida al servicio de los demás; haz una expedición con alguna organización humanitaria gubernamental o la Cruz Roja, distribuye ayudas urgentes a los enfermos y ancianos del oeste de Virginia o Detroit (al hombre del avión no le interesó este consejo y dijo que, en lugar de eso, pensaba dedicarse a «viajar»). A Carter, de hecho, le gustaría conocer a Irv Ornstein, una vez que éste haya renunciado a su carrera como jugador de béisbol imaginario. Irv, que se muere de ganas por abandonar su carrera en el negocio de los simuladores de vuelo, podría seducir a Carter con la nueva e importante metáfora de la continuidad, y los dos podrían ponerse a inventar algún sistema de autoayuda que anunciarían en la televisión y les permitiría ganar otra fortuna.
O podría sugerirle que hiciera lo que hice yo y tuviera una entrevista con los directivos de la agencia inmobiliaria, pues todavía no hemos reemplazado a Clair, aunque tendremos que hacerlo pronto. Si ocupara su puesto, Carter podría calmar sus necesidades insatisfechas de promover la idea de hacer algo por los demás. Está por lo menos tan cualificado como estaba yo, y más o menos en la misma situación, salvo que él está casado.
O posiblemente Carter debería coger una pluma y escribir algunos relatos con los que llenar el vacío. Pero en cuanto a mí, en lo que se refiere a ese terreno, ya he desempeñado mi papel. Al aire le falta oxígeno. Gracias pero no, gracias.
Contemplo los pequeños y delicados rasgos de Carter, que parecen trazados en un mapa sin relieve. Me esfuerzo por que parezca que no se me ocurre ni una sola idea, buena o mala, pero sí supiera que hay muchas flotando por ahí sueltas. (Mi idea más incontestable sería malinterpretada, objeto de un debate que no quiero tener, lo que nos llevaría a una discusión sin salida sobre cuestiones políticas.)
—Las ideas más importantes probablemente todavía empiecen con actos físicos, Carter —digo (soy su amigo)—. Eres un antiguo conocedor del mundo clásico. Puede que lo que necesites sea mover el culo y quitarte un poco el polvo.
Carter me mira fijamente durante bastante tiempo sin decir nada, pero es evidente que piensa. Por fin dice:
—¿Sabes? Todavía estoy en la reserva militar activa. Si Bush nos metiera en algún conflicto cuando ocupe su puesto, todavía me movilizarían para que fuera a batirme el cobre en la edad madura.
—Bueno, es una idea, supongo —me he puesto en el meñique el lazo rojo de mi hija como para recordar algo, y lo que recuerdo es mi pegatina de ABAJO BUSH, que espero que Carter no haya visto. Pero ya es suficiente y giro la llave de contacto. Los intermitentes traseros del Mercedes se encienden a la altura de Venetian Way, y el coche gira a la derecha y se pierde de vista—. De ese modo podrías conseguir que te mataran.
—«En plena gloria», como se decía en mi pelotón —Carter hace una mueca y pone los ojos en blanco. No es idiota. Sus días de soldado han terminado, y estoy seguro de que se alegra de ello—. ¿Estás relativamente contento de cómo te va la vida en la actualidad, Frank? ¿Todavía piensas seguir en la ciudad?
Me lanza una sonrisa de una sinceridad enraizada en lo vivido, que pone fin a la conversación.
—Sí —digo, con una buena voluntad igual a la suya en todos los sentidos—. Ya sabes que yo creo que el hogar de uno está donde paga la hipoteca, Carter.
—Yo hubiera creído que el negocio inmobiliario podría resultar un poco aburrido. Y tan absurdo como la mayoría de los trabajos.
—Hasta ahora, no. Hasta ahora me va bien. Deberías intentarlo, ya que te has retirado de los negocios.
—No me he retirado.
Me guiña un ojo por motivos que no están claros.
—Bueno, voy a ver el desfile, viejo cabezón. Que pases un buen Día de la Independencia.
Carter hace un saludo militar absolutamente incongruente a causa de su bañador violeta.
—Mensaje recibido. Adelante y que tenga suerte, capitán Bascombe. Vuelva con la gloria y la victoria, o al menos con relatos de gloria y victoria. Jefferson todavía está vivo.
—Haré lo que pueda —digo, levemente avergonzado—. Haré lo que pueda.
Y arranco en dirección a lo que me queda de día, sonriendo.
Y eso es todo. El paseo ha terminado, y ahora viene un breve trayecto en coche hasta un desfile.
Hay, naturalmente, mucho que queda sin respuesta, mucho que queda para más adelante, mucho que es mejor olvidar. Paul Bascombe, estoy seguro, vendrá a vivir conmigo para pasar una parte de sus años cruciales. A lo mejor no es dentro de un mes, ni de seis. Podría tardar todo un año, y tendré tiempo suficiente para participar en su nuevo descubrimiento de sí mismo.
También es posible que me case pronto, después de años de creer que nunca podría volver a hacerlo, y de ese modo ya no me veré como un soltero sospechoso, como admito que a veces todavía me pasa. Eso sería el Periodo de Permanencia, esa época prolongada, que se extiende hasta lo lejos, en la que mis sueños serán tan misteriosos como los de cualquier persona normal; en la que lo que haga y diga, con quién me case, lo que sea de mis hijos, se convertirá en lo que el mundo —si se fija— sabrá de mí, verá de mí, comprenderá de mí, incluso creerá que es lo que pienso yo de mí, antes de que se alce lo irremediable y me lleve tristemente al olvido.
Subiendo por Constitution Street veo, desde el asiento de mi coche, a los que desfilan más allá de las cabezas de los espectadores, oigo resonar los bombos, los platillos, veo a las chicas con falditas rojas y blancas que levantan las rodillas, hacen girar los bastones, con una bandera roja alzada delante de las brillantes trompetas que brillan al sol. No es un mal día para estar en la tierra.
Aparco detrás de la agencia y junto el Press Box Bar, cierro el coche e inicio mi marcha a paso vivo hacia la multitud en el calor del mediodía, bajo un cielo blanquecino.
«¡Ba-bum, ba-bum, ba-bum, ba-bum! Vivan los valientes vencedores, vivan los héroes conquistadores…»
Es un canto de lucha que nos resulta familiar, y delante de mí aplauden todos.
Ayer por la noche, cuando dormía profundamente y los peores acontecimientos del día se habían calmado después de una larga prueba de errores y aciertos, seguida por el resurgimiento de cierta pequeña esperanza (lo que, sencillamente, es humano), sonó el teléfono. Y cuando contesté «Diga» en la oscuridad, hubo un momento que tomé por un silencio mortal en la línea, luego oí una respiración, luego el sonido de un auricular que rozaba lo que debía de ser una cara. Hubo un suspiro, y el sonido de alguien que decía:
—Ssss, tsss. Mmm, mmm —seguido de un—: Mmm —más grave y menos seguro.
Y de repente dije, porque tuve la sensación de que era alguien a quien conocía:
—Me alegra que hayas llamado —apreté el auricular contra la oreja y abrí los ojos en la oscuridad—. Acabo de llegar —dije—. Ahora la cosa no va mal. Se trata de un trabajo que exigirá todo mi tiempo. Dime lo que piensas. Trataré de completar el rompecabezas. Puede que sea más fácil de lo que crees.
Quien estuviera al otro lado de la línea —y, claro, yo no sabía quién era de verdad—, volvió a respirar un par de veces, tres. Luego la respiración se hizo más tenue y breve. Oí otro:
—Mmmmm.
Luego la comunicación se cortó, y antes incluso de colgar el teléfono ya me había vuelto a sumir en el sueño más profundo imaginable.
Y ahora estoy entre la multitud cuando pasan los tambores —siempre los últimos— haciendo bum-bum-bum en mis oídos y a todo mi alrededor. Veo el sol encima de la calle, respiro el olor generoso y cálido del día. Alguien grita:
—¡Dejen paso, hagan sitio, hagan sitio, por favor!
Las trompetas suenan de nuevo. Los latidos del corazón se me aceleran. Noto los empujones, los tirones, los movimientos de los demás.