Ann está de pie, completamente sola, en el vestíbulo de la sala de urgencias, con la cazadora de gabardina marrón abrochada, sin medias, y con calzado deportivo blanco. Parece que tiene la cabeza llena de preocupaciones, ninguna de las cuales podrá resolverse al verme.
—He estado aquí parada mirándote por las puertas mientras cruzabas la pradera, y hasta que no llegaste a la puerta, no me di cuenta de que eras tú —me sonríe con aire abatido, saca las manos de los bolsillos de la cazadora, me coge de la mano y me da un breve beso, que hace que me sienta un poquito mejor (aunque no bien). Ahora estamos más separados que nunca, por lo que un beso no importa—. Traje a Henry Burris conmigo. Por eso me he retrasado tanto —dice, inmediatamente ocupada de lo que importa—. Ya ha reconocido a Paul y examinado los resultados de los exámenes, y cree que deberíamos llevarle a Yale inmediatamente.
Me limito a mirarla desconcertado. De hecho me he perdido todo lo importante: su llegada, un nuevo reconocimiento, un diagnóstico matizado.
—¿Cómo? —digo yo, mirando desamparado las paredes verde manzana y salmón de la sala de espera, como si dijera: «¿Ves lo que te ofrezco? Oneonta. Puede que sea un nombre raro, puede que ni siquiera sea el sitio mejor, pero, Dios santo, es un hospital de fiar y ya estamos en él».
—Tenemos otro helicóptero camino de aquí para que le lleve. Tal vez ya haya llegado.
Me mira compasivamente.
Detrás del mostrador de recepción hay personal nuevo: dos menudas jóvenes coreanas muy pulcras con cofia de una escuela de enfermeras católica, inclinadas sobre sus fichas como contables, además de una joven rubia indiferente (de Oneonta) absorbida por la pantalla de su ordenador. Ninguna de ellas sabe lo que me pasa. Me daría ánimos ver que entraba Irv, ocupaba unos de los asientos del fondo y era aliado mío.
—¿Qué dice la doctora Tisaris? —Me pregunto dónde estará, me gustaría que tomara parte en esta conferencia. Aunque posiblemente Ann se haya librado de ella y del doctor Rotollo, sustituyéndolos por su propio equipo quirúrgico mientras yo estaba tomando el helado—. Debería excusarme por no confiar en ella.
—Está completamente de acuerdo en el traslado —dice Ann—, sobre todo a Yale. Tenemos que firmar un permiso. Yo ya he firmado uno. Es una buena profesional. Conoce a Henry de cuando era interna —Ann asiente con la cabeza. Sin embargo, de pronto me mira directamente a los ojos, con una súplica evidente en sus propios iris grises, moteados, que brillan perfectamente redondos y como dilatados. No lleva el anillo de casada (posiblemente para parecer perdida, con la sensibilidad al desnudo)—. Frank, me gustaría hacer eso, ¿estás de acuerdo? Pueden llevarlo a New Haven en un cuarto de hora. Allí todo está dispuesto. En una media hora le prepararán y la operación durará una hora o así. Henry la supervisará. Así tendremos el mayor número de posibilidades a nuestro favor —pestañea sin dejar de mirarme, y sin ganas de decir más, después de haber jugado en primer lugar la carta más alta, pero no se puede contener—. O si no que le operen en Oneonta, la doctora Tisaris o quien sea, puede que ella sea buena.
—Me hago cargo —digo—. ¿Hay algún riesgo en el traslado?
—Un riesgo menor, en opinión de Henry, que el riesgo de que le hagan aquí una operación de retina —sus rasgos se ablandan y destensan—. Henry las ha hecho a miles.
—Eso debería de ser suficiente —digo—. ¿Es compañero de clase de Charley?
—No. Es mayor —dice, secamente, y luego se calla. Posiblemente Henry sea nuestro señor misterioso; siempre adoptan papeles inocentes como cobertura. De mayor, en este caso; con experiencia en el tratamiento de las desgraciadas víctimas del sufrimiento humano (como Ann); curiosamente se llama igual que el padre de Ann, un aspecto kármico favorable. Además, una vez que salve la visión de Paul (días de inquietud a la espera de que le quiten el vendaje y se manifieste el milagro), será fácil dejar a un lado a Charley, que ingeniosamente, puede que incluso con cierta gratitud, se mantendrá aparte, maniobrando hacia la boya siguiente. Charley juega limpio, por lo menos. Yo ni siquiera eso.
—¿No quieres saber lo que pasó? —digo.
—Dijiste que se dio un golpe en una jaula de batear.
Ann saca un sobre grande del bolsillo de su cazadora y se dirige hacia el mostrador de recepción, indicándome que debería acompañarla. Es otro formulario de traslado. Estoy trasladando a mi hijo al mundo. Demasiado pronto.
—Le golpeó una pelota, dentro de una jaula de batear —digo.
Ann no dice nada, se limita a mirarme como si yo estuviera siendo molestamente puntilloso cuando se trata de unos sucesos tan graves.
—¿No tenía puesto un casco? —dice, mientras avanza poco a poco, llevándome con ella.
—No. Se enfadó conmigo y corrió al interior de la jaula, y se quedó allí quieto durante un par de lanzamientos, luego dejó que uno le alcanzara la cara. El responsable soy yo.
Noto que los ojos, por tercera vez en menos de veinticuatro horas, se me llenan de lágrimas ardientes, por mucho que no quiera que pase eso.
—¡Ah! —dice Ann, con el sobre en la mano. Una de las microenfermeras orientales levanta la vista hacia mí, alzando la nariz como si fuera miope, luego vuelve a sus fichas. Las lágrimas no significan nada en una sala de urgencias.
—No creo que quisiera perder el ojo —digo, con los ojos llorosos—. Pero tal vez quería recibir un golpe, Ver lo que se sentía. ¿Nunca te ha pasado eso?
—No —dice Ann, y niega con la cabeza, mirándome fijamente.
—Bueno, pues a mí sí, y no estoy loco —digo esto en voz demasiado alta—. Cuando murió Ralph. Y después de que tú y yo nos divorciáramos. Me habría gustado recibir un fuerte golpe en el ojo. Hubiera sido más soportable que lo que me pasaba. No quiero que pienses que está chiflado. No lo está.
—Probablemente sólo se trató de un accidente —dice ella, implorante—. No es culpa tuya.
A pesar de todos sus esfuerzos y su carácter, los ojos se le llenan de lágrimas. No debería verla llorar, recuérdese. Es contrario a los principios del divorcio.
—Es culpa mía. Claro que lo es —digo, de mala manera—. Incluso tú lo habías soñado. Debería de haber llevado protecciones en los ojos, y peto y casco. Tú no estabas allí.
—No pienses esas cosas —dice Ann, y sonríe, esbozando, de hecho, una pálida sonrisa. Yo muevo la cabeza y me seco el ojo izquierdo, en el que parece haber demasiadas lágrimas. El que ella me vea llorar es algo impropio de mis propias reglas de conducta. Entre nosotros no hay ese tipo de cosas. Éste es el problema.
Ann respira profundamente, luego niega con la cabeza como indicando que ahora no debo hacer eso, esto es, empeorar las cosas. Su mano izquierda, sin anillo, se levanta como por sí sola y deposita el sobre encima del plástico verde del mostrador de admisiones.
—Yo no creo que esté loco —dice—. Puede que sólo necesite algo de ayuda en este preciso momento. Probablemente trataba de atraer tu atención.
—Todos necesitamos ayuda. Yo sólo trataba de que hiciera algo —de pronto estoy muy enfadado con ella por saber, aunque erróneamente, lo que todo el mundo debe hacer, cómo, cuándo y por qué—. Y seguiré pensando así. Cuando atropellan a tu perro, es culpa tuya. Cuando tu hijo recibe un golpe en el ojo, es culpa tuya. Era mi responsabilidad ayudarle a evitar los riesgos.
—Muy bien —baja la cabeza, luego se acerca a mí y me vuelve a agarrar por la manga como hizo cuando me dio aquel breve beso y habló de que debía estar de acuerdo en que llevasen a mi hijo a Yale en helicóptero. Apoya la cara en mi pecho, con el cuerpo sin tensión, como un modo de hacerme saber que intenta remontar el tiempo, superar los muros de palabras y acontecimientos, y escuchar los latidos de mi corazón que le confirmen que ahora los dos estamos vivos, aunque sólo sea eso, juntos—. No te enfades —dice, en un susurro—. No te enfades conmigo.
—No estoy enfadado contigo —yo también susurro, entre su pelo moreno—. Es otra cosa. No creo que encuentre la palabra. Puede que no haya una palabra para ello.
—Eso es lo que te gusta, ¿no?
Ahora me agarra la mano, aunque sin demasiada fuerza, mientras las enfermeras vuelven educadamente la cara.
—A veces —digo yo—. A veces me gusta. Pero no ahora. Ahora me gustaría encontrar la palabra. Debo de estar entre dos palabras.
—Eso está bien —noto que el cuerpo se le tensa y empieza a apartarse. Ella encontrará la palabra. Es su sentido preciso de la verdad—. Firma este papel, ¿quieres? Así las cosas seguirán su curso. Tenemos que hacer por él todo lo posible.
—Claro —digo—. Será un alivio.
Y, claro, finalmente estoy aliviado.
Henry Burris es un médico[11] atildado, de pelo blanco, manos pequeñas, mejillas rojas, bajo, con pantalón blanco, unos zapatos náuticos más caros que los míos y un polo rosa liso —con toda probabilidad— de Thomas Pink. Tienes unos sesenta años y pico, los ojos de un azul claro y limpio, y cuando habla lo hace arrastrando las palabras con un acento de Carolina del Sur, mientras me mantiene levemente agarrado de la muñeca y me dice que todo irá bien con mi hijo. (Ni la menor posibilidad, creo ahora, de que él y Ann se dediquen a jueguecitos sexuales, principalmente debido a la estatura de él, aunque también porque Henry está unido, como es sobradamente conocido, a una mujer muy apreciada, de piernas larguísimas y también rica, que se llama Jonee Lee Burris, heredera de una fortuna conseguida gracias al yeso.) Ann, de hecho, me ha contado, mientras esperábamos juntos igual que viejos amigos en un aeropuerto, que los Burris representan el súmmum de las aspiraciones maritales del, por otra parte tan abundante en divorcios, Deep River; y también de todo New Haven, donde Henry dirige la Clínica Oftalmológica de Yale y ha renunciado a sus investigaciones merecedoras del Premio Nobel en favor de tareas humanitarias y familiares; no parece, pues, un candidato para darse un revolcón en el heno, aunque ¿quién no puede ser candidato alguna vez?
—Verás, Frank, déjame que te diga que una vez, cuando estaba en Duke, hace doce años, hice una intervención exactamente igual a la que le voy a hacer al joven Paul. Era profesor asociado de oftalmología —Henry ya me ha hecho un dibujo a mano alzada del ojo de Paul, pero ahora está haciendo garabatos en él, como si fuera un impreso que anuncia una tienda de comestibles que no sirve para nada, mientras me habla (no sin una secreta condescendencia, claro, pues yo no soy más que un pelagatos sin contactos con Yale)—. Era una gruesa dama de raza negra a la que habían pegado en el ojo con una manzana unos puñeteros niños que la tiraron precisamente a su jardín. También eran unos niños negros, no era una cuestión racista.
Estamos en el césped, detrás del hospital, al lado del cuadrado azul y blanco del helipuerto, donde un gran Sikorsky rojo con el rótulo Connecticut Air Ambulance descansa sobre sus patines, con el rotor girando pausadamente. Desde aquí, la cima poco elevada de una colina y un lugar perfecto para una merienda campestre, distingo las laderas en sombra de los Catskill, con sus arroyos brumosos corriendo hacia el sur bajo un cielo azul, y, en el espacio intermedio, más abajo, un rectángulo vallado de pistas de tenis públicas, todas ocupadas, más allá de las cuales la 1-88 se dirige a Binghampton y sube hacia Albany. No oigo el ruido del tráfico, de modo que me produce un efecto agradable.
—Y esa dama de raza negra me dijo, justo cuando la íbamos a inyectar un anestésico: «Doctor Burris, si yo fuera un pez, seguro que lo tiraría al cubo de basura». Y sonrió encantada con su boca sin dientes y se durmió.
Henry abre mucho los ojos y trata de contener una carcajada tremenda con una ridícula boca cerrada; su número habitual para los pacientes.
—¿Y qué fue de ella?
Suelto con cuidado mi muñeca y la dejo colgar, con los ojos irresistiblemente atraídos por el helicóptero, a unos treinta metros de nosotros, donde ahora dos camilleros cargan a Paul Bascombe con una eficacia de lo más profesional, esperando para despedirme agitando la mano.
—Ah, verás, te lo voy a contar —dice Henry Burris, susurrando y levantando la voz al mismo tiempo—. Le reparamos el ojo igual que vamos a hacer hoy con Paul. Ve tan bien como tú, o al menos entonces veía. Estoy seguro de que ya ha muerto. Tenía ochenta y un años.
Tengo una confianza total en Henry Burris, debido a nuestra conversación. De hecho, me recuerda a un Ted Houlihan más joven y vigoroso, más inteligente y sin duda menos escurridizo. No tengo ningún miedo de dejarle que le zurza la retina a mi hijo, ninguna sensación de estar cometiendo una tremenda metedura de pata o que el arrepentimiento suba como metal fundido por mi interior y se endurezca para siempre. Es la decisión correcta desde todos los puntos de vista, y, por ese motivo, excepcional.
—La prudencia —me ha dicho Henry Burris— se impone, pues de lo que nos debemos preocupar en estos casos es de los problemas que no podemos prever —muy parecido a la compra de una casa—. En Yale tenemos médicos que ya han visto de todo.
Apostaría lo que fuera a que es cierto; posiblemente debiera preguntarles por el motivo de mis estremecimientos.
Mi único problema con respecto a Henry es que no sé dónde fijar la mirada, no le «siento», y ni siquiera podría decir lo que le inquieta. Pero los ojos le inquietan: cómo miras, qué les pasa, cómo ven y a veces dejan de hacerlo (a la manera de la distinción del doctor Stopler entre psiquismo y cerebro). Pero lo que no puedo decir, y que de hecho no importa excepto para mi tranquilidad, es cuál es y dónde reside su misterio, la parte que se averiguaría al cabo de años de conocerle, si se le llegaría a respetar profesionalmente, si se querría saber algo más y así decidir tomarse unas vacaciones con él en el rancho de un amigo junto a los Wind Rivers o emprender una expedición en canoa en busca de las fuentes inexploradas del Watanuki. ¿Cuáles son sus dudas, qué acuerdos de paz ha establecido con la contingencia, qué preocupaciones le inspira el encuentro inevitable con la dicha o la tragedia en los procelosos mares desconocidos donde todos navegamos, por qué ese deseo de invocar la prudencia, basada en la experiencia? Con respecto a Irv, esas cosas las sé, ¡Dios santo!, y se podrían saber las mías en ocho segundos dos décimas. Pero en Henry, donde un indicio perceptible diría muchas cosas y proporcionaría gran satisfacción, no se percibe ningún indicio.
Es posible, claro, que carezca de una motivación específica; que para él sólo haya ojos, ojos y más ojos, y secundariamente una esposa imponente con una cuenta bancaria colosal, todo coronado por su jodidamente positiva actitud. La prudencia, en otras palabras, es un rasgo establecido, no optativo. Emana de él la misma frialdad atenta y semiafable que noto en la doctora Tisaris, aunque en ella había aquella bocanada de algo más bajo la bata de médico. Con todo (y ahora ya estoy dejando de pensar en ello), es indudablemente lo que uno desea que emane de alguien de su profesión, especialmente si es su hijo el que necesita una intervención importante y está seguro de que nunca volverá a ver a ese sujeto.
Ann espera unos metros más allá debajo de la manga roja para el aire del helipuerto, hablando atentamente con Irv, que sigue con sus sandalias y su jersey amarillo de mafioso, y que se mantiene todo encogido con los brazos cruzados, las rodillas hacia atrás, en una postura un poco femenina, como si necesitara protección frente a las que son como Ann. Han encontrado amigos comunes de cuando iban al mismo campamento de vacaciones del norte de Michigan en los años cincuenta, y que daban saltos como monos en las dunas antes de que las excavadoras las convirtieran en parque, y así sucesivamente. Para Irv, hoy es el gran día de la continuidad, y parece tan absorto como un especialista en el Nuevo Testamento, aunque consciente de que la continuidad de Ann y mía está kaput y, en consecuencia, debería retener algo sus efusiones (como sacar la foto, por ejemplo).
Ann ha continuado mirándome con el rabillo del ojo mientras yo hablaba con Henry, dirigiéndome de vez en cuando una vaga sonrisa de perplejidad, una vez incluso me hizo una señal con el dedo, como si sospechara que en el último segundo me iba a lanzar contra el helicóptero para atascarle las aspas y evitar que a mi hijo le salven ella y los demás, y esperara que un parpadeo suyo bastaría para disuadirme. Lo que pasa es que yo no soy tan obstinado, y soy un hombre de palabra, si se me permite serlo. Puede que sólo espere un pequeño gesto de confianza. Pero noto que se está operando un cambio en mí, un modo tardío de encarar los hechos, y que mi buena actitud hacia ella se limitará a una tolerancia leal.
He tenido la oportunidad, claro, de entrar por segunda y última vez en la habitación de hospital donde estaba Paul para despedirme de él. Seguía tumbado, como antes, aparentemente sin dolor y en la mejor disposición, con los ojos vendados y los pies sobresaliendo por los barrotes de la cama; había crecido demasiado para aquellos muebles.
—A lo mejor cuando salga del hospital, y si no estoy en libertad vigilada, iré a pasar una temporada contigo —dijo, a ciegas bajo la luz y como si se tratara de un asunto nuevo que se le había ocurrido durante su adormecimiento producto de los sedantes; pero mientras lo escuchaba me mareé un poco, noté un hormigueo en los brazos, dado que las oportunidades parecían escasas.
—Estoy deseando que tu madre crea que es una buena idea —dije yo—. Lo único que siento es que hoy no los hayamos pasado bien. No llegamos a visitar el Salón de la Fama, como tú habías dicho.
—No estoy hecho para los Salones de la Fama. Es la historia de mi vida —sonríe torcidamente como alguien de cuarenta años—. ¿Existe el Salón de la Fama del negocio inmobiliario?
—Probablemente —dije, con las manos en los barrotes de su cama.
—¿Dónde estaría? ¿En Villaculo, New Jersey?
—Puede que en Siniestrolandia. O en el Cabo de los Pelotas, antes de Cristo. Puede que en Fuente Hundida, Pennsylvania. En uno de esos sitios.
—¿Crees que me querrán en un colegio de Haddam con el ojo tapado como un pirata?
—Si te dejan entrar con lo que te has puesto hoy, supongo que sí.
—¿Crees que se acordarán de mí?
Soltó un suspiro bajo el molesto vendaje, con la mente llena de vivas imágenes de la vuelta a clase en una nueva/antigua ciudad.
—Creo que dejaste una huella profunda, si recuerdo bien.
Le examiné atentamente la nariz, arrugada por el vendaje, como si él se diera cuenta de que concentraba allí mi atención.
—Allí nunca me quisieron mucho —y luego dijo—: ¿Sabías que las mujeres se intentan suicidar más que los hombres, pero que los hombres lo consiguen con mayor frecuencia?
La misma sonrisa torcida le dilató las mejillas bajo el vendaje.
—Hay cosas que es mejor hacerlas peor, supongo. No intentaste matarte, ¿verdad, hijo?
Le miré con mayor intensidad, notando que las rodillas se me doblaban debido al peso de una terrible aprensión.
—No creía que fuera tan alto como para que la pelota me alcanzase. La jodí. He crecido.
—Eres demasiado alto para tu edad —dije, esperando que Paul no mintiera; al menos, a mí—. Siento haberte obligado a entrar. Fue un grave error. Preferiría que me hubiese golpeado a mí.
—No me obligaste —hizo una mueca a la luz que no podía ver pero sí notar. Se tocó el vendaje con el dedo de la verruga—. ¡Ay! —dijo.
Le puse la mano en el hombro y volví a apretar, como hice en la jaula de bateo. En los dedos todavía tenía un poco de la sangre que había hecho brotar de su oreja.
—Sólo es mi mano —dije.
—¿Qué habría dicho John Adams si le hubieran golpeado a él con una pelota?
—¿Quién es John Adams? —dije. Paul sonrió agradablemente, muy satisfecho de sí mismo, sin motivo—. No sé quién es, hijo. Cuenta.
—Trataba de inventar una buena. Creí que el no ver ayudaría.
—¿Ahora estás pensando en que piensas?
—No, sólo estoy pensando.
—A lo mejor dijo…
—A lo mejor dijo… —me interrumpió Paul, totalmente entregado—: «Uno puede llevar a un caballo al agua, pero no puede hacer que…», ¿qué? John Adams diría eso.
—¿Qué? —dije, con ganas de divertirle—. ¿Nade? ¿Haga esquí acuático? ¿Windsurf? ¿Cante a Sibelius?
—Baile —dijo Paul, terminante—. Los caballos no saben bailar. Cuando a John Adams le golpeó la pelota dijo: «Uno puede llevar a un caballo al agua, pero no puede hacer que baile». Sólo bailará si le apetece.
Yo esperaba un relincho o un ladrido. Algo. Pero no hubo nada.
—Te quiero, hijo, ¿sabes? —dije, con unas repentinas ganas de largarme, y a toda prisa. Ya era suficiente.
—Sí, yo también —dijo.
—No te preocupes, nos veremos pronto.
—Ciao.
Y tuve la sensación que entonces estaba muy por delante de mí y en muchas cosas. Todos los momentos que se pasan con un hijo, en parte son unos momentos jodidamente tristes, con la tristeza de una vida que está en marcha, brillante, que salta a la vista, y cada momento por última vez. Una pérdida. Un atisbo de lo que podría haber sido. Eso puede ser devastador.
Me incliné y le besé el hombro a través de la camiseta. Y, por suerte, fue entonces cuando entraron las enfermeras para prepararle para el vuelo a un sitio lejano, muy lejano.
Ahora las aspas giran y giran, giran ahora en la tarde cálida. Caras desconocidas aparecen por la puerta abierta del helicóptero. Henry Burris me estrecha la mano con la suya, tan competente, se agacha y avanza por el cemento azul para subir a bordo. Chop-chop, chop-chop, chop-chop. Pienso en dónde estará ahora la doctora Tisaris; posiblemente jugando un doble mixto en una de las pistas del rectángulo de allá abajo. Bien ajena a esto.
Ann, sin medias bajo la cazadora abrochada, estrecha la mano de Irv como un hombre. Veo que los labios de él se mueven y parecen murmurar la misma palabra: «¡Ánimo, ánimo, ánimo, ánimo, ánimo!» Entonces ella se vuelve y se dirige directamente, cruzando el césped, hasta donde estoy parado yo, ligeramente encorvado, pensando en las manos de Henry Burris, lo bastante pequeñas para meterse en el interior de un cráneo y arreglarlo todo. Tiene cabeza para los ojos, y las manos a juego.
—¿Todo bien? —dice Ann, animada, indestructible. Ya no temo ni pienso que podría morir antes de que muera yo. No soy indestructible; ni siquiera quiero serlo—. ¿Dónde vas a estar esta noche para que te pueda llamar? —dice imponiéndose al chop-chop-chop.
—En coche camino de casa.
Sonrío. De su antigua casa.
—Dejaré un número en tu contestador. ¿A qué hora llegarás?
—Sólo está a tres horas de aquí. Paul y yo hablamos de que viniera a vivir conmigo este otoño. Él quiere.
—Bien —dice Ann, en voz menos alta. Se le tensan los labios.
—Me ocupo estupendamente de él casi todo el tiempo —digo en el alborotado aire caliente—. Es un buen porcentaje para un padre.
—Lo que nos interesa es que él se ocupe bien de sí mismo —dice ella, luego parece lamentarlo. Aunque yo quedo reducido al silencio y quizá estoy a punto de tener un pequeño ataque de terror, miedo nuevamente a desaparecer, una imagen mental de mi hijo conmigo en la pequeña pradera de mi casa, sin hacer nada, sólo estar allí, que se desvanece.
—Las cosas irán bien —digo, queriendo decir: espero que las cosas vayan bien. El ojo derecho me palpita debido al cansancio y sabe Dios a qué más.
—¿Quieres de verdad que vaya? —Los ojos de Ann se entrecierran debido al viento del rotor, como si yo le estuviera diciendo la mayor de todas las mentiras—. ¿No crees que eso hará cambiar tu estilo de vida?
—En realidad no tengo ningún estilo de vida —digo—. Puedo adaptarme al suyo. Le llevaré en coche a New Haven todas las semanas y le pondré una camisa de fuerza, si es eso lo que quieres. Será divertido. Sé que en este momento necesita ayuda.
Estas palabras no están planeadas, puede que resulten histéricas, nada convincentes. Probablemente debería mencionar la confianza de los Markham en los colegios de Haddam.
—¿Has sentido afecto por él alguna vez?
Ann parece escéptica, con el pelo aplastado por los remolinos del aire.
—Creo que sí —digo—. Es mi hijo. Me he quedado casi sin todo lo demás.
—Bien —dice ella y cierra los ojos, luego los abre, sin dejar de mirarme—. Veremos cuando haya terminado todo esto. A propósito, tu hija cree que eres estupendo. No te has quedado sin nada.
—Es agradable oírlo —vuelvo a sonreír—. ¿Sabes si es disléxico?
—No —mira el enorme helicóptero, cuyo viento nos alcanza. Quiere estar allí, no aquí—. No creo que lo sea. ¿Por qué? ¿Quién dijo que lo era?
—Nadie, sólo lo preguntaba. Debes irte.
—De acuerdo.
Me agarra rápidamente por la nuca, con los dedos en donde me golpeé ayer y acercando mi cara a su boca, me da un beso bastante fuerte en la mejilla, un beso como el de Sally de hace dos noches, pero en esta ocasión un beso para sellar el silencio.
Después se dirige hacia la ambulancia aérea. Henry Burris espera para hacer que suba a bordo. Yo, claro, no puedo ver a Paul sujeto con unas correas a su camilla, y él no me puede ver a mí. Me despido con la mano cuando se cierran las puertas y las aspas giran más rápido. Un piloto con casco mira hacia atrás para ver quién está dentro y quién no. Mi despedida con la mano no se dirige a nadie. Las luces rojas de alrededor del cuadrado de cemento se encienden de repente. Un torbellino y después una borrasca de aire caliente. Las briznas de césped segado me golpean en las piernas y la cara y el pelo. Arena fina gira a mi alrededor. La manga para el aire ondea. Y entonces el aparato despega, levanta la cola, describe una órbita milagrosa, el motor reúne fuerzas y, como una nave espacial, se eleva y empieza a hacerse más pequeño, luego más aún, y todavía más y más, hasta que el horizonte azul y las montañas del sur lo absorben en una luz mate e irreprochable. Y todo, todas las cosas que he hecho hoy, terminan.