A Irv, el solícito, le preocupa cómo mantener mi cabeza apartada del problema y conduce por la Route 28 tan despacio como un cortejo fúnebre, confiando en el cambio automático de su Seville azul de alquiler, y hablando de lo que se le ocurre y pueda llevar la conversación hacia asuntos menos sombríos. Tiene puestas unas grandes sandalias trenzadas que, junto a su calva morena y el jersey de cuello redondo encima del pecho peludo, le hacen parecer un capo de la mafia dando un paseo. Aunque la verdad es que su trabajo consiste en fabricar simuladores de vuelo en Valley of the Sun, gracias a los cuales los pilotos de todas las grandes compañías aéreas aprenden a volar, una técnica para la que le prepararon sus estudios de ingeniería aeronáutica en el California Institute of Technology (aunque estoy seguro de que le recuerdo trabajando en la industria metalúrgica.)
A Irv, sin embargo, no le apetece profundizar demasiado en los «seis grados de libertad, ni en nada de eso», que, según me dice, son los principios en los que se basan los simuladores de vuelo (cabeceo, balanceo, bandazo, ascenso, deslizamiento lateral y hacia atrás).
—Se relaciona con lo que te dice el oído medio, y es pura rutina —en vez de eso, le interesa que él y yo «reanudemos las relaciones después de todos estos golpes», lo que implica que me hable inesperadamente de lo maravillosa que fue mi madre y «qué personaje» era su padre, también, de la suerte que tuvieron de encontrarse el uno al otro en sus años de decadencia, y de que su padre le había confiado que mi madre siempre deseó estar más cerca de mí después de que se volviera a casar, pero Irv imaginaba que mi madre comprendió que yo quisiera arreglármelas por mí mismo y que estuviera en Ann Arbor preparándome para una bonita carrera en la rama que había elegido (hoy se sorprendería), y de cómo él intentó en varias ocasiones, durante estos años, ponerse en contacto conmigo, pero nunca lo había conseguido.
Se me ocurre, mientras circulamos sin pausa entre los almacenes de las fábricas de jerséis y los talleres de carrocerías de la Route 28, y posteriormente entre las casitas de muñecas, los cuadrados plantados de maíz y las laderas con árboles centenarios que recordaba del viaje en la otra dirección de ayer, que Erma, la guapa amiga de Irv, en cierto modo había desaparecido y ni siquiera se la mencionaba. Y de hecho es una pérdida palpable, pues estoy seguro de que Irv conduciría más deprisa si ella estuviera en el asiento de atrás, y hablaran entre ellos, compartiendo mis penas en silencio.
Irv se pone a hablar de Chicago, que él pronuncia «Cheucaugou», diciéndome que está pensando en trasladarse allí, posiblemente a Lake Forest (cerca de los padres de Wally Caldwell), pues cree que la industria aeronáutica no va a tardar en considerarlo el centro principal. Él, junto con todos los demás ingenieros del mundo que todavía alientan, es un reaganiano convencido, y ahora se prepara para «apoyar» a Bush, aunque considera que a los norteamericanos no les gustan los indecisos, y Bush no brilla precisamente en ese aspecto, por mucho que él lo prefiera a cualquiera de esos «enanos mentales» que va a presentar mi partido. Con todo, no descarta del todo el voto de protesta o a un candidato independiente, pues los republicanos han traicionado a la clase media del mismo modo que los nazis traicionaron a «sus amigos los checos». (No le veo como un probable votante de Jackson.)
Yo casi no abro la boca y pienso tristemente en mi hijo y en este día, pues los dos me parecen amargamente perdidos y sin ninguna posibilidad de recuperarlos. Ahora esto parece innegable. Es todo lo que hay. En un mundo mejor, Paul habría atrapado sin guante una pelota rápida que hubiera bateado uno de los falsos A, se habría dirigido al Salón de la Fama orgulloso de la hinchazón de la palma de su mano, se habría interesado sin demostrarlo demasiado por el armario de Babe Ruth, parado «un segundo» ante el vídeo de Johnny Bench y escuchado los registros sonoros del público de los años treinta. Después habríamos paseado bajo el brillante sol del domingo, con la pelota atrapada en la mano, tomado un malta belle époque, conseguido una aspirina, y luego hubiéramos ido a que dibujaran nuestras caricaturas vestidos de jugadores de béisbol de tiempos pasados, soltado unas bien ganadas carcajadas, jugado al Frisbee, lanzado mis cohetes en una ensenada desierta del lago, y terminado el día temprano, tumbados en la hierba debajo de un olmo de los que sobreviven, donde le explicaría el gran valor que tienen las buenas maneras, y que una confianza razonable en el progreso (aunque sea una ficción cristiana) puede ayudar de modo pragmático a afrontar una vida sin duda incierta y larga. Posteriormente, camino del sur, me habría metido por una carretera secundaria y le habría dejado conducir, tras lo cual hubiéramos urdido un plan para que, después de resolver sus problemas legales, viniera a Haddam para ir al instituto, a principios de otoño. Un día, en otras palabras, que hubiera servido para apartar y neutralizar los fantasmas del pasado, establecer un programa para el futuro basado en que independencia y aislamiento no son lo mismo, y todos los anillos concéntricos encajarían, y una auténtica sincronización juvenil (sin ladridos ni relinchos) habría florecido como sólo puede hacerlo en la juventud.
Pero en vez de eso: Remordimiento. Dolor. Reproches. Ceguera (o, al menos, lentillas correctoras). Pesimismo. Tedio (que incluye prolongados y solitarios viajes en coche a New Haven, y el sentimiento final de que el progreso no es más que frustración); nada que no hubiéramos tenido si nos hubiéramos quedado en casa o hubiéramos ido a ver la subida del salmón. (Ahora nunca vendrá a vivir conmigo, estoy seguro de ello.)
Irv, que se queda mudo por respeto o aburrimiento, corona la última cuesta de la 1-88, y por el parabrisas ahumado distingo un campo de maíz sinuoso como un río que se abre en el estrecho valle del Susquehanna, justo donde se cruzan las dos carreteras. Allí, un faisán sale disparado de entre los altos tallos verdes, brilla justo a ras del suelo, prepara las alas subido a una cerca, luego atraviesa los cuatro carriles de la carretera y se instala en la tira de hierba central.
¿Quién o qué le ha asustado?, me pregunto. ¿Está a salvo allí, en medio de la carretera? ¿Cómo va a poder sobrevivir?
—¿Sabes, Frank? En mi trabajo hay una metáfora sobre que uno no puede estar agarrado demasiado a los mandos —dice finalmente Irv, cansado de estar en silencio y expresando lo que parece estar pensando, mientras doblamos al oeste hacia la vieja ciudad de ladrillo de Oneonta. Es un reflejo propio de un hombre que está solo mucho tiempo. Conozco los síntomas—. No hay nada que parezca tan interesante como la simulación, cuando te dedicas a ella. Parece que se puede simular todo. Sólo que —añade, y me mira para subrayar la seriedad de lo que cuenta— las personas que mejor lo hacen son las que se dejan el trabajo en la oficina. A lo mejor no son siempre unos genios, pero consideran que la simulación es una cosa y la vida otra. Sólo un instrumento, de hecho —Irv da golpecitos con dos dedos a su propio instrumento para ponerlo en su sitio del interior de los pantalones de chándal—. Uno tiene problemas cuando confunde las dos cosas.
—Te entiendo, Irv —digo. Irv, que ha ido a Cooperstown para uno de los partidos de la O’Malley Fantasy de mañana (con los White Sox, de Chicago, del año 59) es, de hecho, un hombre agradable y bueno. Me gustaría conocerle mejor.
—¿Estás casado, Fran?
—No en la actualidad —digo, notando las articulaciones de brazos y hombros rígidas y doloridas, como si hubiera tenido un accidente o envejecido veinte años en una hora. También me rechinan los dientes y voy a perder, estoy seguro, unos preciosos angstrom de esmalte dental de aquí a mañana. Le señalo a Irv la importante señal azul con una «H» blanca, y seguimos esa dirección al adentrarnos en la ciudad, donde todo el mundo está en la iglesia y se ven pocos coches circulando.
—Erma intenta convertirse en mi tercera esposa —dice Irv, seriamente, con aspecto de reflexionar concienzudamente sobre el concepto de esposa (aunque no sobre el paradero de Erma)—. Cuando se ve a un tiarrón feo como yo, Frank, con una chica preciosa como Erma, uno se da cuenta de que todo es cuestión de suerte. Totalmente de suerte. De eso y de saber escuchar —hace con los labios un gesto como hacia fuera, a la manera de Mussolini, dando la impresión de que se dispone a escuchar cualquier cosa que merezca la pena—. ¿Tuvisteis ocasión de entrar en el Salón de la Fama?
—Estuvimos a punto, Irv.
Busco con la mirada otra señal con la «H», pero no veo ninguna, y me pone nervioso el que nos la hayamos pasado y terminemos en el otro extremo de la ciudad y volvamos por la interestatal en dirección equivocada, lo mismo que en Springfield. Un tiempo precioso perdido.
—Deberías ir cuando haya terminado todo esto. Merece la pena. Muy educativo, de verdad, no basta un solo día. Esos tipos, los de los primeros tiempos, jugaban porque les gustaba. Porque eran capaces de hacerlo. Para ellos jugar no era una profesión. Era simplemente un juego. Ahora —Irv parece desaprobarlo— es un negocio —su voz se desvanece. Noto que se ha oído esforzándose por animar a su medio hermano, perdido desde hace tanto, al que ahora recuerda con más detalle y del que empieza a pensar que nunca le gustaba demasiado y que le alegraría no volverlo a ver, aunque pueda simular cordialidad y serle de ayuda, al igual que haría con un autoestopista inválido en una tormenta de nieve, por mucho que el autoestopista inválido fuera un delincuente convicto y confeso—. Los incidentes que no podemos controlar hacen que seamos como somos, ¿verdad, Frank? —dice Irv, cambiando de tema cuando vira súbitamente a la izquierda por un camino que lleva al edificio de un hospital completamente nuevo, de tres pisos de ladrillo y cristal, con antenas y parabólicas en el techo. El hospital A. O. Fox. Irv iba prestando mucha atención; el perdido era yo.
—Exacto, Irv —digo, sin cogerlo del todo—. Al menos se pueden ver las cosas así.
—Seguro que Jack está bien —dice Irv, mientras conduce con una mano por un camino circular bordeado de arbustos que sigue las señales y las flechas rojas de URGENCIAS. La ambulancia amarilla de Cooperstown Life Line regresa en ese momento hacia el camino de salida, con las luces azules apagadas, después de descargar, como si hubiera pasado algo fatal. La señora Oustalette va al volante y habla animada, mientras fuma un pitillo, con su compañero masculino anónimo apenas visible en la sombra del asiento del acompañante.
—Un hospital formidable —dice Irv, mientras se detiene ante una serie de puertas correderas de cristal con la única inscripción de «Urgencias»—. Corre adentro, Frank —dice, y sonríe cuando me estoy apeando—. Aparcaré este animal y me reuniré contigo dentro.
—Muy bien —Irv irradia ilimitada comprensión, lo que no tiene nada que ver con que yo le guste—. Gracias, Irv —digo, volviéndome para inclinarme un momento hacia la puerta, donde la fresca temperatura contrasta con el calor abrasador del sol de fuera.
—Simula tranquilidad —dice Irv, subiendo una enorme rodilla donde se impone el azul al asiento de cuero. Una especie de campanilla se pone a sonar dentro.
—Probablemente tendrá que llevar gafas, eso es todo —digo. Niego con la cabeza ante estas esperanzadas palabras.
—Espera a ver. A lo mejor ya está muerto de risa.
—Me gustaría —digo, pensando en lo agradable que sería, y en que sería la primera vez en mucho tiempo.
Pero no es ése el caso, ni mucho menos.
Una vez en el interior, ante el alargado mostrador verde manzana de la recepción, la recepcionista me dice que a Paul «se lo han llevado dentro» —lo que significa que está fuera de mi alcance en algún punto, tras unas gruesas y brillantes puertas metálicas—, y que «han llamado especialmente» a un oftalmólogo para que le vea. Si quiero esperar sentado «allí», el doctor saldrá pronto a hablar conmigo.
El corazón me late otra vez con fuerza ante los colores antisépticos del hospital, las frías superficies y el aspecto severo, inodoro, equilibradamente yin-yang, de todo lo que tengo a la vista y oigo. (Aquí todo es nuevo, con aspecto de ser de cromo o plástico y, estoy seguro, debe su existencia a una gran emisión de acciones.) Y todo es lúgubre, desesperantemente funcional; aquí no hay nada porque sí o, mejor aún, para nada. Unos geranios rojos estarían prohibidos, un ejemplar de Aves norteamericanas de jaula tirado como el corazón de una manzana comida. Una guía inmobiliaria, un taco de entradas para Annie, coge tu fusil, no durarían más de cinco minutos antes de que alguien los tirara a la basura. Las personas que llegan aquí, dicen estas paredes, no aprecian los detalles agradables.
Me siento nervioso en el centro de una hilera de llamativos asientos de plástico rojo cereza conectados unos a otros y miro la tele, colgada alta y fuera del alcance, donde el reverendo Jackson, con una camisa de cazador marrón de cuello abierto, responde a un grupo de blancos vestidos de hombres de negocios, que están enviándole rayos de autoconfianza disimulada, como si le encontraran divertido; aunque el reverendo hace gala de su propio sentimiento de superioridad y satisfacción personal, desdeñosa marca de la casa, todo parcialmente perceptible porque han quitado el sonido. (Durante parte de este invierno le consideré «mi candidato», aunque finalmente decidí que no podía ganar y que arruinaría al país si ganaba, y en uno u otro caso terminaría diciéndome que todo lo malo era culpa mía.) Ya no tiene nada que hacer, en cualquier caso, y hoy sólo aparece en la tele para divertir a la gente.
Las puertas de cristal de la entrada se abren con un suspiro, e Irv aparece con aire informal vestido con sus pantalones de chándal azules, las sandalias y el jersey amarillo. Pasea la vista a su alrededor sin verme, luego se da la vuelta y vuelve a la ardiente acera, mientras las puertas se cierran, como si hubiera entrado en el hospital equivocado. Un rótulo que pasa bajo la parda cara brillante del reverendo Jackson anuncia que los Met ganaron en Houston, Graf ganó a Navratilova, Becker ganó a Lendl pero pierde con Edberg, y que, mientras estamos aquí, Irak ha envenenado con gas a cientos de iraníes.
De pronto, las dos puertas metálicas del servicio de urgencias se abren hacia dentro, y una joven rubia y menuda, con un rostro escandinavo, que lleva bata de médico, se acerca con una tablilla sujetapapeles. Sus ojos caen directamente sobre mi atribulada cara, la única en la sala de espera roja de los parientes. Se dirige al mostrador de recepción, donde una enfermera me señala, y cuando me levanto ya sonriente y muy agradecido, se me acerca con una expresión —tengo que confesar— que no es una expresión de felicidad. No me gustaría que esa expresión se refiriera a algo relacionado conmigo, aunque claro que se refiere.
—¿Es usted el padre de Paul? —empieza, antes de llegar junto a mí, manoseando las páginas de su tablilla sujetapapeles. Lleva unas playeras color rosa que hacen ñig-ñig-ñig en las baldosas nuevas, y bajo su bata abierta se distingue un flamante vestido para jugar al tenis y unas piernas cortas tan morenas y musculosas como las de un atleta. No lleva ningún maquillaje ni perfume, y sus dientes tienen la blancura de lo nuevo.
—Bascombe —digo yo, tontamente, todavía lleno de agradecimiento—. Frank Bascombe. Mi hijo es Paul Bascombe.
Un buen estado de ánimo, creen los gitanos, aleja las malas noticias.
—Soy la doctora Tisaris —vuelve a consultar sus notas, luego me mira con unos ojos azules totalmente inexpresivos—. Me temo que el ojo de Paul ha recibido un golpe muy, pero que muy malo, señor Bascombe. Padece lo que nosotros llamamos desprendimiento del arco superior izquierdo de la retina. Lo que significa… —pestañea—. ¿Le golpeó una pelota de béisbol?
Es evidente que no se lo puede creer: sin gafas de protección, sin casco, sin nada.
—Una pelota de béisbol, sí, —digo, posiblemente de modo inaudible. Mi buen estado de ánimo y la esperanza gitana han desaparecido, desaparecido del todo—. En el Doubleday Field.
—Bien —dice ella—, lo que significa que la pelota le ha golpeado ligeramente a la izquierda del centro. Es lo que nosotros llamamos una herida en la mancha amarilla, lo que significa que la parte anterior izquierda del ojo se ha hundido por la retina y se la ha aplastado. Fue un golpe fuerte, muy fuerte.
—Era en la jaula Express —digo, mirando de reojo a la doctora Tisaris. Es guapa, esbelta (si bien baja) pero vigorosa, una pequeña atleta griega, aunque lleva anillo de casada, de modo que es imaginable que su marido, el gastroenterólogo, sea el griego, y ella sea sueca u holandesa, como parece. En todo caso, cualquiera, excepto un idiota, confiaría plenamente en ella, incluso con ropa de jugar al tenis.
—Por el momento —dice—, ve perfectamente con el ojo, pero tiene unos destellos muy brillantes, que son típicos de una dilatación importante. Probablemente debería hacer usted que le viera otro médico, pero mi opinión es que se opere lo más pronto posible. Hoy mismo, preferiblemente.
—¿Dilatación? ¿Qué es eso de dilatación?
Quedo inmediatamente frío como un pez. Las tres enfermeras de recepción me están mirando, con extrañeza, y sé que acabo de desmayarme o me voy a desmayar o me he desmayado hace diez minutos y me estoy recuperando. La doctora Tisaris, sin embargo, modelo de un riguroso decoro antidesmayos, no parece notarlo. Conque en lugar de desmayarme, encojo los diez dedos dentro de los zapatos y me agarro con fuerza al suelo que vacila, como respuesta a unas palabras. Oigo que la doctora Tisaris dice «objetividad», y estoy seguro de que expone su punto de vista ético-médico con respecto a una herida importante y aconseja que me comporte de la misma manera. Lo que oigo que digo es:
—Entiendo —luego me muerdo el interior de la mejilla hasta que noto el sabor insulso, caliente, de mi sangre, después me oigo decir—: Tengo que consultar con su madre antes.
—¿Está aquí?
La doctora Tisaris baja la tablilla sujetapapeles, con una mirada de incredulidad, como si no hubiera una madre.
—Está en el Yale Club.
La doctora Tisaris pestañea. No hay Yale Club en Oneonta, creo.
—¿Puede ponerse en contacto con ella?
—Sí, eso creo —digo, todavía vacilante.
—No hay tiempo que perder.
Su sonrisa es efectivamente de objetividad, sobria, profesional, y contiene todo tipo de consideraciones, ninguna referida concretamente a mí. Le digo que le agradecería que me dejase ver a mi hijo. Pero lo que ella dice es:
—¿Por qué no llama ya, mientras le ponemos un vendaje en el ojo para que usted no se lleve un susto de muerte?
Bajo la vista, sin saber por qué, hacia sus muslos vigorosos bajo la bata y no digo nada, limitándome a seguir agarrado al suelo, saborear mi sangre, pensar asombrado en que mi hijo podría darme un susto de muerte. Ella se mira las piernas, alza la vista hacia mi cara sin curiosidad, y luego se limita a darse la vuelta y alejarse hacia el mostrador de recepción, dejándome que busque un teléfono yo solo.
En el Yale Club de la Vanderbilt Avenue, no están ni el señor ni la señora O’Dell. Es el mediodía de un resplandeciente domingo víspera del 4 de Julio y es natural que no haya nadie. Todo el mundo debe de estar dando un paseo por delante de la Marble Collegiate, que suelta rayos desde las alturas, o haciendo cola para entrar en el Metropolitan o el Modern Museum, o «saliendo disparado hacia el Carlyle» para tomar el almuerzo mientras se escucha a Mozart, o en el dúplex de un amigo privilegiado «de la torre», donde hay una terraza con ficus, azaleas e hibiscus, y una vista mágica sobre el río.
Una verificación suplementaria, sin embargo, revela que la señora O’Dell ha dejado un número «por si acaso», que marco dentro de la inmaculada cabina telefónica verde y salmón del hospital; justo entonces vuelve a entrar Irv, examina la zona, me ve saludándole con la mano, levanta el pulgar, luego se da la vuelta, con las manos en los bolsillos del pantalón de chándal azul, y contempla el vasto mundo del que acaba de llegar por las puertas de cristal. Es un hombre indispensable. Es una pena que no esté casado.
—Residencia de los Windbilger —dice la voz musical de un niño. Oigo a mi propia hija, que se ríe, al fondo.
—Oye —digo, con tono calmado—. ¿Está la señora O’Dell ahí?
—Sí. Está —una pausa. Susurros—. ¿Quién la llama, por favor?
—Dile que soy Frank Bascombe.
Me siento humillado por el sonido tan inconsistente de mi propio nombre. Más susurros, luego un estallido de risas, después del cual Clarissa se pone al teléfono.
—¿Diga? —dice, en su versión de la voz más grave de su madre—. Al habla la señora Dykstra. ¿Puedo servirle para algo, señor?
Quiere decir, claro, si me puede ser en útil en algo.
—Sí —digo yo, y se me entreabre el corazón para recibir un rayo de luz—. Me gustaría que me trajeran una de sus niñas de doce años y tal vez una pizza.
—¿De qué color la prefiere? —dice Clarissa muy seria, aunque ya la estoy aburriendo.
—Blanca con la parte de arriba amarilla. No demasiado grande.
—Bien, sólo nos queda una. Y tiene tendencia a crecer, de modo que apresúrese a hacer el encargo. ¿Qué tipo de pizza prefiere?
—Pásame a tu madre. ¿De acuerdo, cariño? Es bastante importante.
—Paul ha vuelto a ladrar, apuesto lo que sea.
Clarissa suelta un agudo ladrido de schnauzer, que hace que su amiga se ría. (Se encuentran, estoy seguro, en un maravilloso reino para los niños, insonorizado, con todo tipo de aparatos recreativos, educativos, ordenadores y todo de lo que dispone la humanidad para garantizar la tranquilidad de los adultos durante años.) Su amiga suelta también un par de ladridos, sólo para ver qué efecto tienen. Probablemente yo debería probar. Me sentiría mejor.
—La cosa no es demasiado divertida —digo—. Pásame a tu madre, ¿vale? Necesito hablar con ella.
El auricular hace crac contra una superficie dura.
—Es lo que hace Paul —dice Clarissa, muy poco amable, de su hermano herido. Ladra dos veces más, luego se abre una puerta y se alejan unos pasos. Al otro lado de la sala de espera, la doctora Tisaris vuelve a salir por la puerta de la sala de urgencia. Ahora tiene abrochada la bata y lleva unos pantalones verdes de uniforme quirúrgico hasta los pies, en los que se ha puesto unos zuecos también verdes. Está preparada para operar. Aunque se dirige al mostrador de recepción para decirles algo a las enfermeras que les hace partirse de risa igual que mi hija y su amiga. Una enfermera negra entona:
—Chica, te voy a decir una cosa, te voy a decir una cosa —y entonces se sorprende haciendo ruido, me ve y se tapa la boca, volviéndose hacia el otro lado para disimular más risas.
—¿Diga? —dice Ann, animada. No tiene idea de quién la llama. Clarissa le ha reservado una sorpresa.
—Hola. Soy yo.
—¿Habéis llegado ya?
Su voz me dice que se alegra de que sea yo, ha dejado una mesa llena de las personas más interesantes del mundo, para encontrar aquí algo todavía mejor. Podría saltar a un taxi y unirme a la fiesta. (Un cambio del estado del mar espectacular con respecto al de ayer, basado casi seguramente en su alivio al descubrir que entre nosotros por fin ha terminado algo.)
—Estoy en Oneonta —digo, bruscamente.
—¿Qué pasa? —dice Ann, como si Oneonta fuera una ciudad muy conocida por los problemas que origina.
—Paul ha tenido un accidente —digo lo más rápido que puedo, como para completar la información de inmediato—. Su vida no está en peligro —pausa—, pero tenemos que tomar una decisión ahora mismo.
—¿Qué le ha pasado?
La voz se le llena de alarma.
—Se dio un golpe en un ojo. Con una pelota de béisbol. En una jaula de bateo.
—¿Está ciego?
Más alarma, mezclada con un comprensible horror.
—No, no está ciego. Pero es bastante grave. Los médicos dicen que consideran que deberían operarle enseguida.
Añado el plural por mi cuenta.
—¿Operarle? ¿Dónde?
—Aquí, en Oneonta.
—¿Dónde está eso? Yo creía que estabais en Cooperstown.
Esto, sabe Dios por qué, puesto que yo no, me pone furioso.
—Está cerca —digo—. Oneonta es la ciudad de al lado.
—¿Qué decisión debemos tomar?
Un pánico frío, paralizante, le invade ahora; y no con respecto a algo que escapa a su control (el inexplicable accidente del hijo que le queda), sino con respecto a algo, se da cuenta en este instante, que es responsabilidad suya y sobre lo que debe tomar una decisión y tomarla sin equivocarse, puesto que yo soy un irresponsable.
—¿Qué le pasa?
Oigo intervenir a Clarissa, como si ella fuera también responsable de algo.
—¿Se ha quemado un ojo con los fuegos artificiales? —dice.
—Chist —dice su madre—. No, no se lo quemó.
—Tenemos que decidir si queremos que le operen aquí —digo, de mala gana—. Consideran que cuanto antes sea, mejor.
—¿Es el ojo? —Dice esto como si empezara a entenderlo—. ¿Y quieren operarle ahí?
Sé lo que está haciendo: frunce sus espesas cejas y se tira del pelo de la nuca, mecha a mecha, tira y tira y tira de él hasta que nota dolor. Sólo ha hecho eso en años recientes. Nunca cuando vivía conmigo.
—Voy a consultar con otro especialista —digo. Aunque todavía no lo he decidido. Pero lo haré. Echo una ojeada a la televisión situada por encima de los asientos de la sala de espera. El reverendo Jackson ha desaparecido. En la pantalla aparecen las palabras «¿Crédito rehusado?» sobre un fondo de un intenso azul. Irv, cuando paseo la vista, todavía está en la parte interior de las puertas correderas, y la doctora Tisaris se ha marchado del mostrador de recepción. Tendré que buscarla pronto[10].
—¿No pueden esperar un par de horas? —dice Ann.
—Dicen que tiene que ser hoy. No lo sé.
Mi enfado ha desaparecido igual de rápidamente.
—Iré ahí —dice ella.
—Se tardan cuatro horas —tres, de hecho—. No servirá de nada.
Me pongo a imaginar las carreteras abarrotadas de domingueros. Importantes retenciones en Triborough. Una circulación de pesadilla. Todas las cosas en las que yo pensaba el viernes, aunque ahora es domingo.
—Puedo tomar un helicóptero en la terminal de East River. Charley lo hace sin parar. Tengo que ir hasta ahí. Dime dónde está.
—En Oneonta —digo, sintiendo un extraño vacío ante la perspectiva de que venga Ann.
—Voy a llamar por teléfono a Henry Burris ahora mismo, antes de salir. Ejerce en Yale-New Haven. Están en el campo este fin de semana. Me explicará todas las posibilidades, dime qué le pasa exactamente.
—Desprendimiento —digo—. Dicen que tiene la retina dilatada. No es necesario que vengas ahora mismo.
—¿Está internado ahí? —Tengo la sensación de que Ann lo está escribiendo todo: Henry Burris. Oneonta. Desprendimiento, retina, ¿jaula de bateo? Paul, Frank.
—Claro que está internado aquí —digo—. ¿Dónde quieres que esté?
—¿Cómo se llama exactamente el hospital, Frank?
Tiene la decisión de un enfermera llena de celo, y yo sólo soy un pariente lejano.
—Hospital A. O. Fox. Probablemente sea el único hospital de la ciudad.
—¿Hay aeropuerto ahí? —evidentemente, ha escrito aeropuerto.
—No lo sé. Debería haber uno, en cualquier caso.
Luego sigue un silencio, durante el cual Ann debe de haber dejado de escribir.
—Frank, ¿y tú, estás bien? Por tu voz, no parece que estés muy bien.
—No me encuentro muy bien. Pero no tengo nada en el ojo.
—No ha perdido el ojo, ¿verdad?
Ann dice esto con la voz de súplica de una madre que espera una respuesta negativa.
Desde la puerta, Irv me mira con expresión preocupada, como si hubiera oído algo duro o preocupante. La enfermera negra de recepción también me mira, por encima de su terminal de ordenador.
—No —digo yo—, no lo ha perdido. Pero no está bien.
—No dejes que le hagan nada. Por favor. Hasta que llegue yo. ¿Podrás? —Dice esto en un tono que está acorde con el desamparo que compartimos y que podría mejorar si yo pudiera, pero no puedo—. Prométemelo.
Todavía no ha mencionado su sueño del accidente. Ha tenido esa amabilidad conmigo.
—Prometido. Se lo diré inmediatamente a los médicos.
—Muchas gracias —dice Ann—. Estaré ahí en un par de horas, o puede que menos. Aguanta.
—Lo haré. Aquí estaré. Y también Paul, claro.
—No será mucho tiempo —dice Ann, casi animada—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Muy bien, entonces.
Y eso es todo.
Durante dos horas que se convierten en tres que se convierten en cuatro, recorro en uno y otro sentido la pequeña sala de colores armonizados, mientras todo está en suspenso. (En circunstancias normales serían unos momentos perfectos para hacer llamadas a mis clientes y pensar en otra cosa, pero ahora no puedo.) Irv, que ha decidido renunciar a «las copas» de la tarde con los White Sox del 59 para hacerme compañía, a las dos horas decide ir por unas hamburguesas, que comemos mecánicamente en los asientos de plástico, mientras por encima de nosotros, en la tele, los Mets se enfrentan a los Astros en un partido sin tiempo y sin sonido. Ahora no hay mucha actividad en urgencias. Más tarde, cuando se ponga el sol y se haya bebido demasiada cerveza a orillas del lago, se haya intentado alcanzar una base más con el resultado de una fractura de hueso, o cuando alguien que lo sabe todo sobre cohetes no sabe lo suficiente, los recursos de este servicio serán puestos a prueba. Mientras tanto, un corte poco importante que se puede haber hecho la propia víctima, una mujer muy gorda con inexplicables dolores en el pecho, un tipo sin camisa que sufrió un trompo en el coche; pero no todos a la vez, y sin armar lío (al último lo han traído unos de Cooperstown, que fruncen el ceño en mi dirección cuando van camino de la salida). Cada uno de ellos es dado de alta y sale andando por su propio pie, aunque con un rostro que expresa lo triste que le ha resultado el día. Las enfermeras tras el mostrador de admisiones, sin embargo, mantienen el buen humor.
—Espera hasta mañana a esta misma hora —dice una, con expresión de asombro—. Este sitio estará más abarrotado que la Grand Central Station a las horas punta. El 4 de Julio es un gran día para los accidentes.
Hacia las tres horas, pasa un cura joven y gordo con el pelo al cepillo, se detiene y se dirige hacia donde Irv y yo estamos viendo la televisión sin voz, pregunta con un murmullo de confesionario si va todo bien, y si no, si puede hacer algo por nosotros (no; pero no puede hacer nada), y se aleja sonriente hacia el ala de oncología.
La doctora Tisaris aparece una o dos veces, aparentemente sin demasiado que hacer. Una vez se detiene para decirme que un gran especialista en la retina de Binghampton ha reconocido a Paul (no le vi llegar) y ha confirmado la lesión ocular, y que «si usted está de acuerdo, le prepararemos para intervenirle cuando llegue su esposa. El cirujano será el doctor Rotollo» —el pistolero contratado en Binghampton.
Pregunto una vez más si puedo ver a Paul (no le he visto desde que la ambulancia dejó Cooperstown), y la doctora Tisaris parece contrariada pero dice que sí, aunque insiste en que debe seguir inmóvil para «minimalizar» la hemorragia, y lo mejor sería que me limitara a mirarle, pues le han administrado un sedante.
Dejo a Irv para seguir su clic-cli-clic, clic-clic-clic, y cruzar la puerta de dos hojas hasta una sala brillantemente iluminada de color menta que huele a alcohol para friegas, donde hay unas ventanillas equipadas con cortinas verdes para mirar en cada una de las cuatro paredes. Dos salas concretas llevan un cartel de «Cirugía» y tienen pesadas puertas con manillas curvas, y Paul está en una de ellas. Cuando la doctora Tisaris empuja con cuidado la puerta silenciosa, veo a mi hijo, tumbado boca arriba en una cama con ruedecitas equipada con barras metálicas a los lados. Tiene aspecto de momia con los ojos vendados, pero todavía lleva puesta su camiseta negra con Clero, los pantalones cortos granate y los calcetines naranja, aunque le han quitado las playeras, que están una al lado de la otra pegadas a la pared. Con los brazos cruzados sobre el pecho, parece impaciente y sensato, y tiene las piernas estiradas y tiesas. Un haz de intensa luz incide sobre su cara vendada, y lleva puestos los auriculares, que están conectados a un walkman amarillo que yo no había visto antes, y que descansa sobre su pecho. No me parece que tenga dolores y, dejando aparte el vendaje, todo parece indicar que se mantiene ajeno al mundo (a no ser que esté muerto, pues no noto que el pecho le suba y le baje, ni que le tiemblen los dedos, ni mueva el dedo gordo del pie al ritmo de lo que esté sonando). Su oreja, me fijo, tiene un vendaje nuevo.
Quisiera, por supuesto, y de todo corazón, correr hacia él para besarle. O si eso no pudiera ser, por lo menos quedarme esperando aquí, inadvertido entre las bandejas con instrumental, tubos de oxígeno, desfibriladores, agujas hipodérmicas y aparatos que proporcionan guantes de goma: montar guardia sentado en un taburete, ser una presencia «útil» para mi hijo, al menos potencialmente, pues mi contribución real ahora parece haber terminado, dado que un accidente grave puede desviar el curso de la vida y mandarla en una dirección completamente nueva, dejando al antiguo ser indemne y sus buenas intenciones muy al fondo de la carretera.
Pero no se me permite nada de esto, y paso el tiempo mientras estoy allí parado con la doctora Tisaris limitándome a contemplar a Paul. Un minuto. Tres. Por fin veo un signo esperanzador de respiración debajo de su camiseta y, de repente, los oídos se me llenan de silbidos tan fuertes que, si me hablara alguien, volvieran a decir «Frank» en voz alta desde atrás, no podría oírlo, sólo oiría los silbidos, como de un escape de aire o de nieve deslizándose por un tejado o de viento agitando la rama de un pino; unos silbidos de aceptación.
Entonces Paul, sin motivo aparente, vuelve la cabeza hacia nosotros, como si hubiera oído algo (¿mis silbidos?) y supiera que le está mirando alguien, y pudiera imaginarme a mí o a otra persona a través del telón rojo oscuro de las tinieblas. Con su voz de muchacho, dice:
—Bueno, ¿quién anda ahí?
Quita a tientas el volumen de su walkman. A lo mejor dijo esto mismo muchas veces cuando no había nadie delante.
—Soy la doctora Tisaris, Paul —dice ella, completamente tranquila—. No te asustes.
Los silbidos se interrumpen por completo.
—¿Quién está asustado? —dice, sin ver nada debido al vendaje.
—¿Todavía tienes relámpagos de luz o ves colores intensos?
—Sí —dice él—. Unos pocos. ¿Dónde está mi padre?
—Te está esperando —la doctora pone un dedo frío en mi muñeca. No puedo hablar. Soy el virus que ya ha causado demasiados problemas—. Está esperando a que llegue tu madre, para que podamos curarte el ojo.
Su almidonada bata roza el marco de la puerta. Noto por primera vez un perfume exótico debajo de los pliegues.
—Dile a mi padre que trata de controlar las cosas demasiado. Además se preocupa demasiado —dice Paul. Su mano, la del tatuaje y la verruga, busca sus partes genitales y se las rasca con un gesto parecido al de Irv, como si estuvieran apagadas todas las luces y no le pudiera ver nadie. Luego suelta un suspiro: una gran sabiduría que origina una gran paciencia.
—Haré que reciba ese mensaje —dice la doctora Tisaris, con una voz neutra y profesional.
Y es esta voz la que hace que me estremezca, un estremecimiento profundo que parte de las rodillas y me crispa la boca, y con la fuerza suficiente para que tenga que aclararme la voz, volver la cabeza y tragar. Es una voz de ultratumba que se impone: «Haré que reciba ese mensaje; lo siento, ya encontramos a alguien para ese empleo; me gustaría hacerle unas cuantas preguntas; lo siento, ahora no puedo hablar con usted». Y así sucesivamente hasta: «Lamento decirle que su padre, su madre, su hermana, su hijo, su mujer, su perro, todo lo que haya en la vida que quiere y desea que sobreviva, se ha ido, ha desaparecido, lo han llevado a otra parte, herido, mutilado, acaba de expirar». Mientras que la mía —la silenciosa voz de la preocupación, el cariño, la paciencia, la impaciencia, la camaradería, la comprensión y el consentimiento— es la débil voz de la vida pasada que pierde pie. El Salón de la Fama —impersonal pero compartible— iba a ser el terreno donde empezaría una nueva vida más segura (y casi, casi empezó), pero en vez de eso lo que hay es un hospital poco importante lleno de pronósticos, voces neutras, afable desinterés, hechos duros y fríos imposibles de ablandar. (¿Por qué nunca estamos preparados, como no lo estoy yo ahora, para que nuestros planes salgan mal?)
—¿Tienes hijos? —pregunta Paul a la bronceada doctora, con una voz tan neutra como la de ella.
—No —dice la doctora Tisaris, sonriendo con aire desenvuelto—. Todavía no.
Ahora debería quedarme, escuchar las opiniones de mi hijo sobre la educación de los hijos, un asunto del que posee una experiencia única. Pero mis propios pies no lo quieren escuchar y retroceden, centímetro a centímetro, alejándose, y me llevan por la sala verde menta muy deprisa, camino de la puerta, lo mismo que pasaba hace años cuando le oía hablar con sus «amigos» inventados en casa y tampoco lo podía soportar, pues el corazón me resultaba demasiado débil ante su inspirada y casi perfecta suficiencia.
—Si tiene alguno alguna vez —le oigo decir—, nunca…
Eso es todo, he cruzado las puertas metálicas a toda velocidad y ha regresado a la fresca sala de espera para parientes, amigos y conocidos, donde está mi sitio.
A las cuatro, Ann sigue sin llegar, y Irv y yo decidimos ir a dar un paseo por los alrededores del hospital, atravesar la pradera y, esta tarde de verano, llegar a las calles de Oneonta, una ciudad que jamás imaginé que pudiera visitar; donde jamás me hubiera imaginado como un padre muy preocupado condenado a la espera, lo que ha sido mi modus operandi luna tras luna.
Irv parece más animado, algo normal cuando se asiste a hechos dolorosos que, de hecho, no afectan directamente, unos hechos que lamentaría que terminaran mal pero que no le dejarían destrozado. (De modo muy parecido al segundo marido de tía Beulah, Bernie, que era de Bismarck, que se dedicó a contar chistes en el entierro del abuelo, y así consiguió que todos se sintieran mejor.)
Recorremos decididamente el césped segado y llegamos a la acera recalentada por la que va descendiendo lentamente Main Street hacia el centro de la ciudad, mucho más frecuentada ahora que las iglesias han soltado a sus fieles. Grandes nogales de corteza como borra y castaños de Indias, descendientes de nuestros bosques primigenios, han abultado el cemento con las raíces y hacen difícil la marcha. A los lados de la calle que desciende, hay antiguas casas de madera construidas sobre muros de contención que se han vuelto grises y miserables debido al paso del tiempo y que pronto (si no se hacen reparaciones y enseguida) carecerán de valor. Algunas están descuidadas, hay otras con banderas norteamericanas, un par exhiben las conocidas cintas amarillas, mientras que otras tienen carteles que dicen: SE ALQUILA. SE VENDE. SE LA PUEDE LLEVAR GRATIS. En el negocio inmobiliario estas últimas se llaman «casas especiales para carpinteros», «primeras residencias para recién casados», «casas que no son para todo el mundo», «casas para aficionados a los fantasmas», «casas de precio a discutir»; unas expresiones que indican pérdida de valor.
Irv, como es Irv, intenta abordar un tema, y en este caso el tema es la «continuidad», que es lo que le parece de lo que «trata» su vida en estos tiempos; aunque reconoce que, sin la menor duda, su preocupación podría estar «ligada» a que es judío y a la necesidad de competir, a la presión de la historia, y a cierta parte importante de su vida que pasó en un kibbutz después del naufragio de su primer matrimonio, un terrible golpe para la continuidad, donde trabajó la seca e ingrata tierra bíblica, leyó la Torah, estuvo alistado seis meses a prueba de nervios en el ejército israelí, y al final se casó con otra del kibbutz (originaria de Shaker Heighs), un matrimonio que tampoco duró y terminó en un divorcio doloroso, lleno de insultos y religiosamente nada ortodoxo.
—Aprendí mucho en el kibbutz, Frank —dice Irv, haciendo resonar sus sandalias trenzadas en el cuarteado pavimento, mientras bajamos por Main Street a buen paso. Parece que, sin motivo alguno, nos dirigimos al rótulo rojo de un Dairy Queen de más allá de la zona comercial de Oneonta, un barrio donde deja de haber casas y posiblemente no sea seguro para los que están de paso (un barrio en transformación).
—Todos los que conozco que han estado en uno dicen que fue muy interesante, aunque no les gustara demasiado —digo yo. De hecho, no conozco a nadie, aparte de Irv, que haya admitido nunca que vivió en un kibbutz, y todo lo que sé lo he leído en el Times de Trenton. Irv, sin embargo, no es una mala publicidad para ese modo de vida, pues es correcto, serio y no molesta nada. (Ahora he recordado cómo era Irv en su adolescencia: un chico «grande», exuberante, conciliador, crédulo pero complicado, que tenía que afeitarse desde que era bastante pequeño.)
—¿Sabes, Frank? El judaísmo no sólo se puede practicar en la sinagoga —dice Irv, solemnemente—. Cuando era niño, en Skokie, no siempre tenía esa impresión. Ni que mi familia fuera practicante.
Slap-slap, slip-slap, slip-slop. Los tipos duros de la ciudad, con sus novias sujetas bajo sus poderosos bíceps, circulan por la parte este de Main Street dentro de sus llamativos Trans Am y de sus S-10 de bajísima suspensión. (No de Monza.) Irv y yo estamos aquí como dos campesinos letones en traje regional, lo que no resulta tan incómodo porque estamos en nuestro propio país. (Un idioma común nos debería asegurar un primer grado de aceptación en cualquier punto dentro de un radio de tres mil kilómetros alrededor de Kansas City, aunque forzar la suerte puede significar problemas, lo mismo que en un kibbutz, y ése es nuestro caso y las miradas lo dicen.)
—¿Tienes hijos, Irv? —digo, incómodo con la conversación sobre asuntos religiosos (al menos hoy), y con ganas de cambiar de tema.
—No, no los tengo —dice Irv—. No quería hijos, que es lo que terminó con mi segundo matrimonio. Mi mujer se volvió a casar inmediatamente y tiene toda una tropa. No mantengo ningún contacto con ella, lo que no está nada bien. Me rehúye. Uno nunca cree que pueda pasar algo así.
Irv parece asombrado, pero se resigna a aceptar los misterios de la vida.
—El pensamiento autónomo siempre es escaso en ese tipo de sitios, supongo. Igual que con las baptistas y los presbiterianos.
—Creo que Sartre dijo que la libertad no vale nada a no ser que se haga uso de ella.
—Suena a Sartre —digo, volviendo a pensar en lo que siempre he pensado sobre las comunas hippies, las granjas colectivas, los kibbutz, las empresas utópicas de todo tipo: deja que surja un auténtico independiente, y todo el mundo se convertirá en Hitler.
Y si un buen tipo como Irv no consigue hacer que funcione, el resto de nosotros haríamos bien en quedarnos donde estamos. No sé si esto tiene que ver con la continuidad, aunque seguramente debería.
Pasamos delante de un viejo edificio con un escaparate que deja ver un interior que parece un basurero lleno de cazos eléctricos abollados, perchas de madera de hoteles, aparatos para hacer gofres, trozos de arneses, neumáticos para el hielo, marcos para fotos vacíos, libros, pantallas para lámparas, además de montones de otros desechos que se amontonan en el suelo de cemento en sombra del fondo. En el cristal, sin embargo, inesperada y felizmente me veo a mí mismo, en colores más vivos que los trastos expuestos, aunque también sin el menor brillo, y, ante mi sorpresa, media cabeza menos alto que Irv y andando en una actitud semiencorvada, como si algo que me anuda las tripas y los músculos me obligara a ir encogido, con los hombros hundidos de un modo que jamás había imaginado y que ahora, al verlo, me sorprende mucho. Irv, claro, es ajeno a este reflejo. Pero echo los hombros hacia atrás y me pongo tieso como un maniquí de una tienda de ropa, respiro profundamente, me estiro hacia arriba y hago girar la cabeza como un faro (algo no muy distinto a lo que hice ayer cuando me subí al parapeto que daba a Central Leatherstocking Region, pero ahora con más motivo). Entre tanto Irv vuelve a desarrollar sus preocupaciones sobre la continuidad mientras alcanzamos la parte más baja de la cuesta, y pasamos ante una modesta agencia inmobiliaria, la agencia City Hall, en cuyo nombre no había reparado cuando me fijé en los carteles de más arriba.
—Da igual —dice Irv, sin fijarse en mis furiosos estiramientos—. ¿Tienes muchos amigos?
—No demasiados —digo, echando el cuello hacia atrás, cuadrando los hombros.
—Tampoco yo. Los que trabajamos en la simulación nos vemos entre nosotros, pero yo prefiero dar un largo paseo solo por el desierto, o si no ir de acampada.
—Yo me he hecho aficionado a la pesca de la trucha.
Ahora camino un poco más deprisa. Al mover los hombros y el cuello he notado cierto dolor donde me golpeó la pelota de béisbol.
—¿Sí? ¿Eres aficionado a la pesca? —No estoy seguro de lo que quiere decir con eso—. ¿Y una novia? ¿Estás con alguien?
—Bien… —digo, y me siento avergonzado por pensar por primera vez en Sally después de tanto tiempo. Debería telefonear imprescindiblemente a South Mantoloking antes de que coja el tren. Revisar nuestros planes, retrasarlos para mañana—. Sí, yo creo que es algo bastante sólido, Irv.
—¿Tienes planes de matrimonio?
Sonrío a Irv, un hombre con dos esposas a pique y una en cubierta, un hombre al que no he visto en veinticinco años y, sin embargo, intenta consolarme identificando candorosamente mis deseos con su propia simplicidad. Se tiende a subestimar la bondad humana, créanme.
—Por el momento, estoy soltero, Irv.
Irv asiente con la cabeza, satisfecho de que los dos estemos en el mismo barco, más o menos a salvo de los embates del mar.
—En realidad no te he explicado lo que entiendo por continuidad —dice—. Es lo que tengo de judío. Para las demás personas probablemente sea distinto.
—Es probable.
Estoy pensando en las diez cifras del número de Sally, y en el número de ring, y en su agradable voz por teléfono.
—Creo que en el negocio de las inmobiliarias debes de tener muchas ocasiones de comprobar que la gente desea eso. Me refiero a la sensación de continuidad.
—¿De qué hablas exactamente?
—De la continuidad, eso es todo —dice Irv, sonriendo, y advirtiendo cierta resistencia, por lo que tal vez considere que debe cambiar de tema (algo que yo haría). Ahora estamos enfrente del Dairy Queen, conducidos allí por un entendimiento mutuo que no necesitamos formular.
—Yo no creo que en realidad las comunidades sean continuas, Irv —digo—. Pienso que son, y tengo sobradas pruebas de ello, grupos aislados, contingentes, que intentan progresar en una ilusión de permanencia, que aceptan plenamente como ilusión. Si es que esto tiene algún sentido. El poder de compra está en la base del proceso. Pero la continuidad, si es que la comprendo, en realidad no tiene mucho que ver con eso. A lo mejor el negocio inmobiliario no es una buena metáfora.
—Creo que tiene sentido —dice Irv, que sin duda no está en absoluto de acuerdo, aunque debería estar satisfecho, pues mi definición de la continuidad se adapta perfectamente a la idea general de la simulación, además de a su mala experiencia personal en el kibbutz. («Comunidad», de hecho, es una de esas palabras que aborrezco, pues me parece de sospechosas implicaciones autoritarias.)
Ahora adopto una postura claramente mejor, voy casi tan estirado y soy casi tan alto como Irv, aunque él sea más corpulento debido a todos esos meses con un fusil sujeto a la espalda, mientras trabajaba el seco suelo con una azada y mantenía el ojo atento frente a los árabes asesinos y enemigos de la comunidad.
—Con todo, Frank, ¿consideras suficiente eso? ¿La ilusión de la permanencia?
Irv dice esto en un tono arrebatado. Es un asunto que, sin duda, debate con todo el mundo y que, tal vez, constituya su auténtico interés, uno que convierte su vida feliz en una especie de investigación de un fundamento sólido situado más allá de los límites de la simulación; mientras que la mía, es un viaje hacia algún sitio todavía por determinar pero con respecto al que mantengo las esperanzas.
—¿Suficiente para qué?
Hemos cruzado hacia el Dairy Queen que, al igual que esta vieja ciudad, es una «antigualla», destinada a la desaparición, dado que Oneonta todavía no se ha convertido en un destino turístico importante. Es mucho menos acogedor que Franks, aunque hay las suficientes similitudes para hacer que me sienta en casa en cuanto entro.
—Todavía me armo bastante lío con la idea de continuidad —dice Irv, con los brazos cruzados, leyendo el cartel donde está escrita a mano la lista de helados desde el lugar en que nos encontramos detenidos, que es al final de una corta cola de nativos de Oneonta. Yo busco uno de tutti frutti, mi favorito de siempre, y durante ese instante fugaz siento una felicidad inadecuada—. Me estaba acordando, mientras te esperaba en el hospital —Irv deja que una expresión de perplejidad bien intencionada pase por su gran boca oriental—, que tú y yo una vez estuvimos juntos cerca de casa de Jake mientras se casaban nuestros padres. Yo estaba presente cuando murió tu madre. Nos conocíamos uno al otro bastante bien. Y ahora, después de veinticinco años de separación, nos encontramos aquí en mitad de los bosques del norte. Y me di cuenta, me di cuenta cuando andaba dando vueltas por allí preocupado por el ojo de Jack, que tú eres la única relación que tengo con esa época. No voy a montar un número con respecto a eso, pero eres lo más cerca que me queda de lo que era mi familia. Y ni siquiera nos conocemos —Irv, mientras elije el helado que quiere, y sin mirarme de hecho, deja su enorme mano, carnosa, peluda, con el anillo en el meñique, encima de mi hombro y mueve la cabeza con asombro—. No lo sé, Frank —me mira furtivamente, luego clava los ojos en la carta—. La vida es una jodienda.
—Lo es, Irv —digo—. Una auténtica jodienda.
Pongo mi mano mucho más pequeña en el hombro de Irv. Y aunque casi no se note, al final de la cola del Dairy Queen, intercambiamos unas cuantas palmadas reservadas pero expresivas y nos miramos pudorosos a la cara de un modo que cualquier otro día que no fuera este, tan raro, me haría poner los pies en polvorosa.
—Probablemente tengamos muchas cosas de qué hablar —dice Irv, proféticamente, sin quitar su pesada mano de donde la tiene, de modo que me veo obligado a mantener la mía donde está, en una especie de involuntario abrazo a distancia. Varios de los de Oneonta que nos preceden en la cola ya nos han lanzado miradas amenazadoras de «nosotros no tenemos nada que ver con eso», como si nuestras efusiones, peligrosamente incontroladas, fueran a salpicarles a todos como el ácido de una batería, con violencia. Pero es lo más lejos que iremos; se lo puedo garantizar.
—Podría ser, Irv —digo, sin saber lo que podrán ser esas cosas.
En el interior del Dairy Queen, una sombra abre una taquilla en la que no despachaban y da la vuelta al cartel donde pone CERRADO y dice:
—¿En qué puedo ayudarles, amigos?
Los de Oneonta nos lanzan una mirada de duda, como si Irv y yo fuéramos a salir corriendo hacia la otra taquilla, aunque no lo hacemos. Miran la primera taquilla con aire escéptico, luego se dirigen en grupo a la número dos, y nos dejan a Irv y a mí los primeros.
En el camino de vuelta, cuesta arriba, andamos uno al lado del otro, tan solemnes como misioneros, yo con mi tutti frutti que se deshace rápidamente, Irv con uno gigante de fresa que se ajusta perfectamente a la palma de una de sus enormes manos. Parece exaltado pero controla sus sentimientos de transcendencia para respetar el protocolo impuesto por la herida de Paul (Jack, para él).
Me explica, sin embargo, que últimamente ha pasado por un «extraño periodo» de su vida, uno que asocia al hecho de que va a cumplir cuarenta y cinco años (en lugar de porque es judío). Se lamenta por sentirse distanciado de su propia historia personal, que finalmente ha originado un miedo (que mantiene dentro de ciertos límites debido a lo exigente que es su trabajo en los simuladores aéreos) a que se esté degradando; si no en sentido físico, decididamente en el espiritual.
—Es difícil de explicar con palabras y hacer que parezca realmente serio y claro —me asegura.
Miro hacia arriba cuando dice esto, con la pegajosa servilleta formando una apretada bola en la palma de la mano, y la mandíbula otra vez contraída después de nuestro respiro. Arriba hay gaviotas que planean haciendo vertiginosos círculos en las ondas aéreas de la tarde, enmarcadas por el verdor de los viejos bosques de la colina, y lo bastante altas para no hacer ningún sonido. ¿Por qué hay gaviotas tan lejos del mar?, me pregunto.
El miedo a la degradación, claro, es un concepto del que sé mucho bajo la apelación de «miedo a la desaparición», y preferiría no saber mucho más. Aunque en el caso de Irv lo ha provocado lo que él llama la «garra del miedo», una sensación de culpabilidad, desesperanza, incluso de muerte, que experimenta justo en el momento en que cualquier otra persona sensata esperaría sentir júbilo: al ver gaviotas haciendo círculos vertiginosos sobre un cielo azul; o al encontrarse de improviso (como yo ayer) con el valle de un río bañado por el sol, que desemboca en un lago glaciar resplandeciente de una belleza primordial; o al ver un amor sin reservas en los ojos de tu novia y saber que sólo quiere dedicar su vida a tu felicidad y que se lo deberías permitir; o simplemente al oler un intenso perfume en la acera de una ciudad gastada por el tiempo cuando doblas una esquina y casi tropiezas con un macizo de salicarias y crisantemos en plena floración en un parque público que no esperabas encontrarte allí.
—Son cosas pequeñas, y tan importantes… —dice Irv, refiriéndose a lo que le hizo sentir primero maravilla, luego espanto, luego carencia, luego un anonadamiento potencial—. Es una locura, pero noto como si un mal presentimiento me estuviera acechando.
Hunde la cucharilla de plástico en el fondo de su cucurucho y frunce sus espesas cejas.
Para decir la verdad, estoy sorprendido ante este tipo de palabras por parte de Irv. Suponía que el ser judío, junto a su optimismo nato, le protegerían; aunque, claro, estoy equivocado. El optimismo nato es lo que está más expuesto a los ataques furtivos. Sobre lo de ser judío, no sé nada.
—Mi opinión sobre el matrimonio —Irv ha admitido antes una extraña reticencia a atarse y convertir a la guapa y pequeña Erma en la señora Ornstein número 3— es que todavía estoy dispuesto a lanzarme a fondo y perderme en él, pero la verdad es que desde aproximadamente el 86 o así tengo esa sensación, y junto a ella el miedo a la degradación, y en el caso de Erma tal vez a entregarme a la persona equivocada y lamentarlo eternamente —Irv me mira para ver, supongo, si he cambiado de aspecto, ahora que he oído sus amargas confesiones—. Y, al tiempo, la quiero —añade como conclusión.
Ya estamos cerca del césped del hospital. Las viejas casas junto a la acera, entre los venerables nogales y robles, parecen menos decrépitas ahora al verlas por segunda vez y con un estado de ánimo y a una luz diferentes. (Un principio fundamental para una venta difícil de cerrar: haz que vean la casa dos veces. Las cosas pueden parecer mejores.) Me vuelvo y miro la ciudad, bajo la colina. Oneonta parece un sitio agradable y acogedor; aunque no un sitio donde quisiera vender propiedades inmobiliarias, pero un lugar, con todo, en el que apetece vivir una vez que te ha dejado tu familia y sólo cuentas contigo para combatir la soledad. Las gaviotas que había visto, ahora se han desvanecido súbitamente, y el aire de la tarde lo recorren, por encima de las copas de los árboles, los vencejos que atrapan insectos y llenan el cielo con sus manchas. (Debería llamar a los Markham, y también a Sally, pero esos imperativos desaparecen en cuanto surgen.)
—¿Te interesa algo de eso? —dice Irv, ingenuamente, dándose cuenta de que se ha dejado ir como en el diván de un analista y yo no he dicho ni mu; aunque esto es perdonable entre hermanos.
—Todo, Irv.
Sonrío, con las manos hundidas en los bolsillos, dejando que la cálida brisa me lave antes de volver al hospital. Claro que he sentido lo que siente Irv más de mil veces, y que no tengo ninguna solución que proponer, sólo los remedios de tipo general como la perseverancia, el librarse de cargas, el sentido común, la resistencia, el buen humor —todos ellos principios del Periodo de Existencia—, dejando aparte el aislamiento físico y el distanciamiento afectivo, que originan problemas iguales o mayores que los problemas que aparentemente resuelven.
Alguien de una camioneta que pasa, un chico blanco con camiseta y una boca roja y mezquina, acompañado por una chiquita regordeta que lleva las manos cruzadas detrás de la cabeza, grita algo por la ventanilla que suena a honni soit qui mal y pense, pero que no lo es, y luego pisa a fondo, riendo. Le saludo bondadosamente con la mano, aunque Irv sigue abstraído en sus problemas.
—En realidad estoy algo sorprendido al oírte decir todo eso, Irv —continúo, intentando serle de ayuda—. Pero creo que un pequeño acto heroico podría ser seguir adelante y tratar de decirle que sí a Erma. Aunque te estrelles. Te recuperarías, como te has recuperado de lo del kibbutz —hablo mucho cuando es otra persona la que se estrella—. A propósito, ¿cuánto hace que estuviste allí?
—Hace quince años. Me ha marcado mucho. Pero es interesante para el futuro —dice Irv, asintiendo con la cabeza, y tratando de volver a sugerir que la cosa no es interesante en absoluto sino la mayor locura que haya oído nunca, aunque haga como que no lo es porque siente compasión por mí. (Yo había creído que su experiencia en el kibbutz había sido en septiembre pasado, ¡no en 1973!) Irv olfatea el aire, como si buscara una fragancia que reconoce—. Puede que éste no sea buen momento para correr ese tipo de riesgos, Frank. Pienso en la continuidad con la que te estuve aburriendo, en distinguir con más claridad de dónde vengo antes de intentar descubrir adónde voy. Simplemente quitar tensión a lo inmediato, si entiendes lo que quiero decir —me mira, asintiendo juiciosamente con la cabeza.
—¿Y cómo lo piensas hacer? ¿Vas a realizar investigaciones para trazar un cuadro genealógico?
—Bueno, por ejemplo, hoy, esta tarde, tiene un significado a ese respecto.
—Para mí también.
Aunque nuevamente no estoy seguro de cuál. Posiblemente sea algo del tipo de lo que dijo Sally sobre que nunca vería a Wally y se había acostumbrado a ello, sólo que al revés: yo voy a ver a Irv, y eso me gusta, pero sin que tenga un efecto profundo sobre mí.
—Pero es una buena señal, ¿no? En alguna parte de la Torah se dice algo sobre que uno empieza a entender mucho antes de que se dé cuenta de que entiende.
—Yo creo que eso es de Milagro en la calle 34 —digo yo, y vuelvo a sonreír a Irv, que es amable pero un poco idiota por culpa de tanta simulación y continuidad—. Estoy casi seguro de que también se dice en El profeta.
—No lo he leído —dice, con seriedad—. Pero déjame que te enseñe algo, Frank. Te sorprenderá —Irv echa la mano al bolsillo trasero de los pantalones del chándal y saca una carterita que probablemente le costó quinientos dólares. Con la cabeza baja, busca entre sus tarjetas de crédito y documentación, luego saca algo que parece reblandecido por el tiempo—. Échale una ojeada a esto —dice, tendiéndomelo—. Hace años que lo llevo encima. Cinco años. A saber por qué.
Le doy vuelta a la tarjeta de modo que la ilumine la luz del sol que tengo a la espalda. (Irv se ha tomado la molestia de plastificarla para subrayar su importancia.) Y no es una tarjeta sino una fotografía, en blanco y negro, a la que capas y capas de plástico han vuelto borrosa y vaga como los recuerdos. Se ve a cuatro personas que posan para una foto de familia, un padre y una madre, dos chicos adolescentes, parados delante de los escalones del porche, sonriendo aprensivamente hacia la cámara y con un rayo de luz de hace mucho tiempo iluminándoles la cara. ¿Quiénes son? ¿Dónde están? ¿Cuándo? Sin embargo, al cabo de un momento veo que es la familia de Irv en los días felices de Skokie, cuando las cosas eran fáciles y nada parecía simulado.
—Es estupenda, Irv.
Le miro, luego contemplo admirado la foto otra vez por cuestiones de educación y se la devuelvo, listo para retomar mis obligaciones paternas, a entregarme a la tensión del momento.
No lejos oigo un chop-chop-chop y me doy cuenta de que el hospital tiene un helipuerto para emergencias como la de Paul, y que la que llega debe de ser Ann.
—Somos nosotros, Frank —dice Irv, y me mira con asombro—. Se trata de ti y Jake, y tu madre y yo, en Skokie, en 1963. Se puede ver lo guapa que era tu madre, aunque ya parece delgada. Estamos en el porche. ¿No te acuerdas?
Me mira fijamente, con los labios húmedos, muy contento detrás de sus gafas, tendiéndome el precioso artefacto para que lo vuelva a ver.
—Me parece que no.
Vuelvo a mirar de mala gana este minúsculo tragaluz abierto a mi pasado tan lejano, mientras el corazón se me encoge dolorosamente (no es algo excepcional, no es como la garra del miedo de Irv), y lo conservo en la mano. Soy un hombre que no reconocería ni a su propia madre. Posiblemente debería dedicarme a la política.
—Yo, la verdad, es que tampoco.
Irv vuelve a contemplarse por millonésima vez, tratando de descubrir algún rastro de sincronicidad en la foto, luego niega con la cabeza y vuelve a guardarla entre sus demás reliquias de la cartera, que mete nuevamente en el bolsillo, donde está su sitio.
Vuelvo a alzar los ojos al cielo en busca del helicóptero, pero no veo nada, ni siquiera a los vencejos.
—No es tan importante, claro.
Irv adecúa sus expectativas a mi respuesta más bien insuficiente.
—Irv, ahora será mejor que entre. Estoy casi seguro de que oí llegar el helicóptero de mi mujer.
¿Es una frase que se dice habitualmente? ¿O soy yo que ando como ando? ¿O es el día?
—Oye, no pierdas la calma —la pesada mano de Irv me cae nuevamente sobre el hombro como una plancha. (De hecho, el corazón se me ha acelerado.)—. Sólo quería mostrarte lo que entiendo por continuidad. No es nada peligroso. No tenemos que hacernos un corte en el brazo y mezclar nuestra sangre ni nada parecido.
—Probablemente no esté de acuerdo contigo en todo, Irv, pero yo… —y durante un momento me quedo sin respiración y casi me ahogo, lo que hace que sienta terror a asfixiarme y necesite de inmediato los auxilios necesarios (espero que Irv sepa lo que hay que hacer). He cometido una equivocación al dar este paseo hasta el Dairy Queen y dejarme engañar, igual que Irv, por la ilusión de intimidad de esta pequeña ciudad, y creer que podría volver a volar en contra de todas las pruebas de la auténtica gravedad—. Pero quiero que sepas —digo, después de un segundo espasmo en la garganta menos aterrador que el primero— que respeto tu visión del mundo, y creo que eres un buen tipo.
Cuando se duda, siempre queda la posibilidad de recurrir a la vieja fórmula de la fraternity de estudiantes: Ornstein = Un gran tipo. Fiémonos de él aunque sea judío.
—No creo haberme equivocado con respecto a ti, Frank —dice. Ahora es el responsable del laboratorio de simulación: el que siempre mantiene el control aunque los demás lo perdamos. Si yo fuera él (y más de una vez), no me habría recuperado. Irv entra en su Periodo de Existencia, con los aspectos buenos y no tan buenos, justo cuando parece que yo estoy desembocando en el dolor. Hemos salido a la luz del día el uno para el otro; por un sistema de interfaz, nos hemos proporcionado el uno al otro una retroalimentación buena y sincera. Pero nuestra vida no va a seguir el mismo camino, aunque me gustaría.
Entonces me dirijo a las puertas del hospital, con el corazón latiéndome con fuerza, la mandíbula tan rígida como un tornillo, separándome de Irv con mis mejores palabras para nuestro porvenir como amigos:
—A ver si vamos a pescar juntos alguna vez.
Me vuelvo para proporcionarles más énfasis. Él está parado, con un pie grande dentro de una sandalia al borde del césped, el otro fuera, y el jersey recibiendo la luz del sol. Está, lo sé, deseándonos silenciosamente a los dos una buena navegación hacia el próximo horizonte.