10

—¿Sabes, Jerry? La verdad es que empiezo a darme cuenta de que no me importa nada lo que me pasó, ¿sabes? Preocuparse y preocuparse por conseguir que la vida te vaya bien, ¿sabes? Lamentar todo lo que dices o haces, todo parece entorpecerte las cosas, luego tratas de dejar de entorpecerte a ti mismo. Pero ahí está el error. Al final tienes que aceptar que hay muchas cosas que se te escapan, ¿no?

—Justo! ¡Gracias! ¡Aquí Bob desde Sarnia! La siguiente llamada. Escuchan Conversaciones a ritmo de blues. ¡Estamos en directo, Oshawa!

—Hola, Jerry, soy Stan…

Bajo mi ventana un hombre[9] alto, rubio, de piel bronceada, sin camisa y musculoso, de más o menos mi edad, pasa una gran gamuza para el polvo por un Mustang rojo antiguo con la que parece una matrícula roja y blanca de Winsconsin. Por lo que sea, lleva unos pantalones tiroleses verdes, y su radio a todo volumen me ha sacado del sueño. La luz de la mañana y la sombra de la fronda se extienden por la grava y el césped de las casas cercanas al Deerslayer. Es domingo. El tipo de los pantalones tiroleses ha venido para el «Desfile de los coches de época», que se celebra mañana, y no quiere que le puedan el polvo y la suciedad. Su bonita esposa, bastante gorda, está subida al guardabarros de mi coche, ofreciendo sus cortas piernas morenas al sol y sonriendo. Han colgado las alfombrillas rojas de mi parachoques para que se sequen.

Otro norteamericano —Joe Markham, por ejemplo— les habría soltado: «Fuera esas jodidas alfombrillas de mi coche, mamones». Pero eso echaría a perder la mañana, despertaría a la gente demasiado pronto (incluido mi hijo). Bob desde Sarnia ya se ha ocupado bastante bien de eso.

Hacia las ocho, ya me he afeitado y duchado, utilizando el cubículo pringoso de aglomerado con una ventana minúscula que dejó caliente y apestoso alguien que lo usó antes (he visto salir a la mujer del collarín ortopédico).

Paul está enrollado en las sábanas cuando le despierto con nuestra antigua cantinela:

—No hay tiempo que perder… nos quedan muchos kilómetros… tengo más hambre que un lobo… date una ducha.

Ya pagué la cuenta cuando nos registramos, y ahora sólo nos queda desayunar y largarnos.

Luego bajo la escalera, oyendo ya las campanas de la iglesia, y también los ruidos apagados del sólido desayuno que toman en el comedor un grupo de perfectos desconocidos que sólo tienen en común el Salón de la Fama del béisbol.

Estoy impaciente por llamar a Ted Houlihan (olvidé volver a intentarlo ayer por la noche) y prepararle para el milagro: los Markham se han venido abajo; mi estrategia ha dado fruto; él ya puede decir adiós a sus pelotas. Sin embargo, el gráfico con el hombre que se atraganta, aquí de nuevo encima del teléfono mientras oigo ring tras ring, me recuerda irremediablemente cuál es la realidad de los negocios inmobiliarios: todos —los Markham, los puñeteros de Buy and Large, Ted, yo, el banco, los inspectores de la vivienda— tratamos de agarrar con las manos el cuello del otro y estrangularle sólo por un trozo incomible y a medio masticar de cartílago que identificamos con nuestra «tajada», el quid de la cuestión, la zanahoria que hace andar al burro. Sería mejor, claro, emprender un camino más noble, funcionar según los principios del servicio a los demás y ver si las cosas nos iban mejor…

—¿Diga?

—Oye, buenas noticias, Ted —grito al auricular. Los que desayunan en la habitación de al lado callan al oír mi voz, como si me hubiera puesto histérico.

—Yo también tengo buenas noticias —dice Ted.

—Vamos a oír primero las tuyas.

Me pongo inmediatamente en guardia.

—Vendí la casa —dice Ted—. A una empresa nueva de New Egypt. Agencia inmobiliaria Bohemia, o algo así. Me localizaron por los anuncios del boletín de compra-venta de casas. La mujer trajo a una familia de coreanos ayer por la tarde, hacia las ocho. Y ya me habían hecho una oferta en firme hacia las diez —cuando yo charlaba con Paul de si puede albergar esperanzas o no—. Te llamé hacia las nueve y dejé un mensaje. Pero la verdad es que no podía decir que no. Metieron el dinero en la cuenta por el depósito nocturno.

—¿Cuánto fue? —digo, torvamente. Tengo un pequeño escalofrío y se me hace un nudo en el estómago.

—¿Cómo?

—Que cuánto te pagaron los coreanos.

—¡Todo! —dice Ted, exuberante—. Claro que sí. Ciento cincuenta y cinco mil. Y le desconté un punto del porcentaje a la chica de la agencia. No había hecho nada para ganarse la comisión. Tú has hecho mucho más. Tu agencia recupera la mitad, claro.

—Y ahora mis clientes no tienen ningún sitio donde alojarse, Ted —la voz se me ha reducido a un murmullo. Me encantaría estrangular a Ted con mis propias manos—. Teníamos la garantía de la exclusividad, hablamos de ello ayer, y quedamos en que te pondrías en contacto conmigo para que pudiera hacer una contraoferta, para la que tengo luz verde —o casi—. Ciento cincuenta y cinco mil. El total, dijiste.

—Bueno —Ted hace una pausa asustado—. Supongo que si quieres llegar a ciento sesenta, les podría decir a los coreanos que lo dejábamos. Tu agencia tendría que entendérselas con Bohemia. La chica se llama Evelyn no sé qué. Es un poco liante.

—Lo que yo creo, Ted, es que probablemente te demandemos por ruptura del contrato —digo esto con tranquilidad, pero no estoy tranquilo—. Tendrás la casa congelada durante un par de años mientras el mercado baja, y podrás pasar la convalecencia allí.

Todo un camelo, por supuesto. Nunca demandamos al cliente. Sería suicida. En vez de eso, te llevas el 3 por ciento, del cual yo me quedo con la mitad, exactamente 2325 dólares, y puede que se presente una queja a la cámara de la propiedad del estado, y se pasa a otra cosa.

—Bueno, tú tienes que hacer lo que tienes que hacer, supongo —dice Ted, estoy seguro, nuevamente de pie junto al gran ventanal con un jersey sin mangas y pantalones de gabardina, contemplando su pérgola, sus antorchas de exterior y la cortina de bambú en la que ha hecho un gran roto. Me pregunto si los coreanos se habrán molestado en recorrer el jardín ayer por la noche. Aunque una cárcel bien iluminada puede que les haya hecho sentirse más seguros. No son tontos.

—Ted, no sé qué decir.

Los que desayunan en la habitación de al lado han vuelto a hacer ruido con los cubiertos y los platos; tienen la boca llena de tortitas con jarabe de arce, y charlan de que las mejoras en la carretera entre aquí y Rochester tendrán «impacto» en el tiempo que se tarda en llegar en coche hasta las Cataratas. De pronto ya no siento escalofríos y estoy tan caliente como en una sauna.

—Deberías sentirte contento por mí, Frank, en vez de demandarme. Probablemente habré muerto antes de un año. De modo que es bueno que haya vendido la casa. Ahora puedo ir a vivir con mi hijo.

—La verdad es que yo sólo quería venderla por ti, Ted —noto un mareo ante la inesperada mención de la muerte—. De hecho, ya la tenía vendida —digo, sin energía.

—Les encontrarás otra casa, Frank. No creo que les gustara mucho ésta.

Aprieto fuertemente con los dedos el taco de entradas para Annie, coge tu fusil del año pasado. Alguien, veo, ha dejado el ejemplar de Sexualidad conyugal perfecta debajo del taco, con la sonrisa de Míster Placer mirando hacia arriba.

—Les gustaba mucho —digo, pensando en Betty Hutton con sombrero vaquero—. Se tomaban la cosa con cuidado, pero ahora estaban decididos. Espero que tus coreanos sean de fiar.

—Veinte mil del ala. Sin gastos —dice Ted—. Y saben que hay otros interesados, conque seguirán adelante. Esta gente no tira el dinero, Frank. Se dedican a los tepes de césped por la parte de Fort Dix, y quieren progresar en la vida.

Le gustaría extenderse sobre su buena suerte ahora que se ha lanzado, pero no lo hace por deferencia hacia mí.

—Estoy decepcionado de verdad, Ted. Es lo único que puedo decir.

Mientras, me estrujo las meninges para encontrar una retirada honorable, y el sudor empieza a perlarme la frente. Tengo la culpa de esto por haberme desviado de las prácticas habituales (aunque no creo que yo siga ninguna práctica que se pudiera considerar habitual).

—¿Por quién vas a votar este otoño? —dice Ted—. A todos os impulsan las cuestiones de negocios, supongo, ¿no? —Me estoy preguntando si algún pirata informático de la agencia Bohemia se habrá infiltrado en los circuitos de nuestra agencia. O puede que se trate de Julie Loukinen, que es nueva, y está jugando al agente doble con nuestras listas de eventuales clientes. Intento recordar si la he visto alguna vez con su desaliñado novio con pinta del Este de Europa. Aunque es más probable que Ted simplemente haya firmado en «exclusiva» su casa con todo el que llamó a su puerta. (¿Y a quién le sorprendería en un país libre? Es el laissez-faire: sírveles a tus vecinos a tu abuela para desayunar.)—. Ya sabes que ni Dukakis ni Bush quieren promulgar una ley de recortes presupuestarios. No quieren dar malas noticias que pudieran molestar a nadie. Yo preferiría que me dijeran que me van a dar por el culo para así no estar tan nervioso —un curioso lenguaje, impropio de Ted: el del éxito en la venta de su casa—. A propósito, ¿te parece bien que quite ese cartel?

—Mandaremos a alguien —digo yo, secamente.

Entonces, de repente las líneas con Penns Neck se llenan de una terrible estática de modo que apenas oigo el parloteo de Ted, medio asfixiado, acerca de los problemas del fin de siècle o de lo que sea, no sé qué.

—No consigo oírte, Ted —digo al apestoso auricular, mientras miro fijamente el dibujo del hombre que me indica que se está asfixiando, con las manos en la garganta y una expresión de espanto en su cara de luna. Entonces la estática desaparece y oigo a Ted que sigue con Bush y Dukakis, que no son capaces de contar bien un chiste aunque les fuera la vida en ello. Oigo que se ríe ante la idea—. Hasta la vista, Ted —digo, seguro de que no me oye.

—He leído en qué iglesia recibió la confirmación Bush. Hay un chiste sobre eso que… —Ted habla altísimo.

Cuelgo cuidadosamente el auricular, comprendiendo que este fragmento de la vida —la suya y la mía— acaba de terminar. Casi siento gratitud.

Mi deber primordial es, claro, llamar a los Markham sin tardanza y darles la noticia, lo que trato de hacer, pero no están en su habitación del Raritan Ramada. (Seguro que han ido al buffet para desayunar por segunda vez, muy contentos por haber tomado la decisión acertada… demasiado tarde.) No contesta nadie después de veinticinco ring. Vuelvo a llamar para dejar un mensaje, pero una grabación me dice que espere, y luego me abandona en un siniestro purgatorio donde una emisora de FM emite «Jungle Flute». Cuento hasta sesenta, las manos se me ponen pegajosas, luego decido volver a llamar más tarde puesto que ya no hay nada en juego.

Debería hacer unas llamadas más. Una intimidante llamada de «negocios» a los McLeod con alusiones no especificadas a acciones posibles referentes a cuestiones de arrendamiento, sin tener en cuenta ni la hora ni la situación financiera del deudor; una llamada a Julie Loukinen sólo para que se entere de que «alguien» ha dejado que Ted se escape entre las mallas de la red. Una llamada a Sally para reafirmar mis sentimientos y decirle lo que se me pase por la cabeza, sin importar lo desconcertante que sea. Con todo, no me siento preparado para hacer ninguna de ellas. Todas me parecen demasiado complicadas para una mañana cálida, y probablemente ninguna me proporcionará la menor satisfacción.

Pero justo cuando me doy la vuelta para ir a sacar a Paul nuevamente de sus sueños, noto una súbita necesidad, tan violenta que casi me deja sin respiración, de llamar a Cathy a Nueva York. Muchas veces he considerado el placer que sentiría al verla aparecer en el umbral de mi puerta con una botella de Dom Pérignon. Exigiría una lectura de mi boletín barométrico, me tomaría la temperatura, recibiría un informe de cómo he andado de verdad desde la última vez que hablamos, pues ella ha pensado mucho en mí, no menos de un millón de veces, con innumerables «y si…» complicándolo todo, antes de decidir finalmente localizarme vía la Asociación de Antiguos Alumnos de Michigan, y presentarse sin anunciar, aunque esperaba que no sería mal recibida. (En el primer esbozo del guión, sólo hablamos.)

Igual que pensaba en mi habitación de la casa de Sally hace un par de días, pocas cosas son tan agradables como que te pidan que básicamente no hagas nada más que dejar que todas las cosas buenas te sucedan como por pleno derecho. Es exactamente lo que el pobre Joe Markham esperaba que le pasase con su «amiguita» de Boise, pero ella era demasiado lista para él.

Casualmente, todavía recuerdo de memoria el número de Cathy desde la última vez que oí su voz, después de que Ann anunciara, hace cuatro años ya, que ella y Charley estrecharían lazos y se llevarían a los niños, y yo atravesé varias turbulencias antes de aterrizar en el negocio inmobiliario. (Aquella vez sólo oí la voz grabada de Cathy y no se me ocurrió dejar otro mensaje por mi parte que no fuera gritar: «¡Auxilio, auxilio, auxilio, auxilio!», y colgar, pero decidí no hacerlo.)

Pero casi sin darme cuenta, he marcado el antiguo número con el prefijo 212; el de un sitio que una vez fue garantía de una dosis doble de un extraño autodesprecio y miedo cuando trabajaba de periodista deportivo y la vida empezaba a desarticularse por primera vez. (Ahora no me parece menos extraño que Cleveland; tales son los beneficios secundarios, liberadores y desmitificadores de vender propiedades inmobiliarias.)

Más ruidos de ávido consumo del desayuno, mezclados con risas sin alegría, suben y bajan en la habitación de al lado. Espero a que los circuitos del 212 me conecten con un ring y se produzca la respuesta de alguien; deseo que sea de Cathy, la mujer de los cabellos de miel, de la piel de miel, ahora una médico debidamente diplomada que estudia una especialidad altamente competitiva, la que sea, en Einstein o Cornell, y que concebiblemente aceptará (también deseo esto) dedicarme unos cuantos minutos de «tratamiento» telefónico fuera de contexto ad hominem y pro bono. (De hecho estoy contando con un efecto de giro al revés, por medio del cual el sonido de la voz de Cathy hará que me sienta bien —como puede pasar—, pero también sienta que haría mejor en contenerme so pena de que me lamine la generación que viene pegando y que tiene agua helada en las venas.)

Ring-ring-ring. Ring-ring-ring. Luego un clic. Luego un brusco zumbido mecánico, luego otro clic. Nada prometedora la cosa. Luego, por fin, una voz, de hombre, joven y pagado de sí mismo, todavía sin desbravar; un insufrible listillo para quien el mensaje de salida no es más que una oportunidad para divertirse, mientras demuestra lo gilipollas que es a quienes llamamos sin tener la culpa de nada.

—Éste es el contestador de Cathy y Steve. Ahora no estamos en casa. De verdad. Lo prometo. No estamos tumbados en la cama poniendo caritas y riéndonos. Cathy probablemente esté en el hospital, salvando vidas o algo así. Yo probablemente en Burnham y Culhane, ocupado en llevarme la mayor tajada del pastel. De modo que ten paciencia y déjanos un mensaje y, cuando el tiempo lo permita, te devolveremos la llamada. Probablemente lo haga Cathy, pues los contestadores la verdad es que a mí me fastidian. Nos vemos. Adiós. Espera la señal, claro.

Biiiiiiiiiiiiiip, clic, luego la oportunidad paralizante de dejar el mensaje más adecuado.

—Hola, Cathy —digo, con voz alegre—. Soy Frank —menos alegre—. Bueno. Bascombe. No quería nada especial, la verdad. Estoy… vaya… es el 4 de Julio, más o menos. Estoy aquí, en Cooperstown, y de repente me acordé de ti —a las ocho de la mañana—. Me alegra saber que trabajas en un hospital. Es buena señal. Yo estoy perfectamente. Aquí con mi hijo Paul, al que no conoces —una larga pausa mientras la cinta sigue en marcha—. Bien, eso es todo. A propósito, puedes decirle a Steve de mi parte que es un mamón y que me gustaría partirle la cara cualquier día de éstos en que tenga un momento libre. Adiós.

Clic. Me quedo un momento con el auricular en mi sudorosa mano, considerando lo que acabo de hacer en términos de cómo me siento una vez hecho, y también en términos de las características de un acto sin importancia pero irreflexivo, y posiblemente estúpido y sin sentido. Y la respuesta es: mejor. Mucho mejor. Inexplicablemente. Hay cosas idiotas que merece la pena hacer.

Subo al piso de arriba para hacer las maletas, arrancar a Paul de la cama e iniciar la jornada, pues al menos mi objetivo principal (aparte de los Markham) todavía ofrece unas ciertas perspectivas basadas en el tortuoso acercamiento de ayer por la noche y, en cualquier caso, terminará pronto bastante lejos de aquí, con Sally en Rocky and Carlo’s.

Paul se reúne conmigo en lo alto de la escalera, cargado con su bolsa de la Paramount y con los auriculares del walkman alrededor del cuello. Está adormilado y tiene el pelo mojado, pero se ha puesto unos pantalones cortos muy anchos color granate, limpios, unos calcetines de un naranja fosforescente, limpios, y una camiseta negra muy grande, limpia, que por motivos que se me escapan lleva Clero en blanco escrito en la pechera (posiblemente un grupo de rock). Cuando ve que subo, me recibe con su expresión impasible, como si saber que existo fuera una cosa, pero verme otra completamente distinta.

—Me sorprende ver a un comemierda como tú por aquí —dice, luego emite un mugido gutural y baja la escalera.

A los cinco minutos, sin embargo, después de examinar las sábanas de Paul en busca de alguna humedad reveladora (nada), estoy en el piso bajo con mi bolsa de viaje y mi Olympus, listo para desayunar, pero el enorme comedor todavía está abarrotado de gente que desayuna muy despacio y Paul está parado a la puerta, mirando con un desdén divertido. Charlene, con una camiseta ajustada y los mismos vaqueros descoloridos de la noche anterior, sirve más platos de tortitas con jarabe de arce, y beicon, y huevos escalfados que humean. Me mira pero no parece que me reconozca. De modo que decido de inmediato que no tiene sentido esperar (y ser servido agresivamente por Charlene) cuando podemos largarnos en el coche, dirigirnos a Main Street y procurarnos un desayuno por nuestra cuenta antes de que el Salón de la Fama abra a las nueve. En otras palabras, dejar que la historia se trague al Deerslayer.

Con todo, no ha sido un sitio tan malo, aparte de la falta de bar. Entre sus paredes, puede que haya puesto fin a lo que era aparentemente interminable con Ann, esquivé un absurdo ligue con Charlene y, probablemente, he encarrilado las cosas con Sally Caldwell. Además, Paul y yo hemos ganado algo en cuestión de confianza mutua, y al menos he sido capaz de pronunciar unas cuantas palabras de las que tenía preparadas con ese objetivo. Todo logros notables. Con sólo un poco más de buena suerte, el Deerslayer podría haberse convertido en un lugar venerado e incluso sagrado, al que, digamos, a comienzos del siglo que viene, Paul vendrá solo, o con una mujer o una novia o sus propios hijos con problemas, y les dirá que era un sitio al que «solía venir con mi padre que en paz descanse», un sitio donde le transmitió la sabiduría que le cambió la vida y que tanto supuso para su existencia posterior; aunque no pudiera decir con absoluta seguridad de qué sabiduría se trataba.

Varios de los que desayunan (no reconozco a ninguno) han levantado sus gélidos ojos de los platos hacia donde Paul y yo nos encontramos, a la entrada del comedor, brevemente hipnotizados por los efluvios del buen café, las salchichas ahumadas, los bollos puntiagudos, el jarabe de las tortitas y los huevos revueltos. Sus desconfiadas miradas dicen: «Mira, no tenemos prisa». «Esto lo hemos pagado». «Tenemos derecho a ir a nuestro aire». «Estamos de vacaciones». «Espera a que te toque». «¿No es aquel individuo que estaba gritando por teléfono?» «¿Qué es eso de Clero de la camiseta?» «Parecen algo raros».

Paul, sin embargo, con la bolsa de la Paramount colgada de su rechoncho hombro, de repente apoya las palmas de las manos en un muro invisible que tiene delante y empieza a deslizarías de un sitio a otro, de acá para allá, arriba, abajo, de lado a lado, con una expresión de terror en la boca que deforma su agradable cara de muchacho, y susurra:

—¡Socorro, socorro! ¡No quiero morir!

—Bueno, me parece que en el hotel no hay sitio para nosotros, hijo —digo.

—Por favor, no dejes que muera —continúa Paul en voz baja, de modo que sólo lo puedo oír yo—. No eches la cápsula en la copa. Por favor, guardia.

Es un chico agradable, astuto y, según mi corazón, un aliado que tengo cuando más lo necesito, o casi.

Vuelve su rostro de agonizante dominado por el terror hacia mí, ahora con las manos delante de la cara en un gesto de silencioso asombro. Ninguno de los del comedor tiene ganas de mirarle y hunden la nariz en su pitanza. Paul suelta dos relinchos audibles que parecen proceder del fondo de un pozo.

—Alias Sibelius —dice.

—¿Qué significa eso?

Agarro mi bolsa, listo para emprender el vuelo.

—Es de un chiste muy bueno. No me acuerdo de él. Mamá me echa arsénico en la comida desde que tiene novio. De modo que mi coeficiente de inteligencia disminuye.

—Intentaré hablar con ella —digo, y luego nos marchamos, sin que nadie se fije en nosotros cuando salimos juntos al ardiente sol de la mañana, camino del Salón de la Fama.

Las campanas de las iglesias ahora se oyen sonar por todas partes de la ciudad, convocando a los fieles para los cultos de la mañana. Grupos familiares de tres, cuatro e incluso seis personas, bien vestidas y de cara pálida, avanzan por todas las aceras; por este lado hacia la iglesia metodista reformada, por aquél van los congregacionistas, enfrente está la iglesia de los episcopalianos y la de los presbiterianos auténticos. Otros, no tan bien vestidos —hombres con pantalones de trabajo limpios pero sin planchar y polos, las mujeres con chales rojos, sin medias y pañuelo en la cabeza—, salen disparados de los coches hacia Nuestra Señora del Lago para recibir una breve bocanada de gracia antes de dirigirse a sus trabajos de camareras, su partida de golf o su tarea donde sea.

Paul y yo, por otra parte, nos adaptamos bien al sentimiento de peregrinaje de las cosas temporales extraño a las devociones, mientras padres e hijos, padres e hijas, con ropa de verano y cámaras de fotos, se unen a nuestro seguro pero vagamente avergonzado paso camino del Salón de la Fama (como si hubiera algo vergonzoso en ir a un sitio así). Pasan coches junto a nosotros, tranvías de la belle époque que transportan «grupos senior» a las demás atracciones de la ciudad: la casa de Fenimore y el Museo del Campo, donde exponen cosas que los campesinos usaban cuando el mundo era mejor. Además, todas las tiendas están abiertas, venden helados, hay música en el aire, el lago está lleno de agua, ningún turista dejaría de encontrar algo que le satisficiera, aunque sólo fuese parcialmente.

Hemos dejado aparcado detrás del hotel el coche con el equipaje y, guiados por el olfato, nos dirigimos al puerto deportivo y encontramos un pequeño restaurante de fachada azul con ventanas enormes que se llama La Orilla, construido encima del agua igual que el estudio de Charley, sólo que sobre pilotes con creosota. Una vez dentro, sin embargo, hace tanto frío que los olores de las patatas fritas y la tortilla parecen tan húmedos como si salieran del interior de un antiguo refrigerador, haciendo que considere, a pesar de las vistas sobre el lago, que hubiera sido más inteligente esperar sitio donde ya habíamos pagado.

Paul, en nuestro camino por las cortas callejas de los alrededores del lago, bordeadas de acogedoras casas de trabajadores manuales, ha manifestado el mejor humor de todo el viaje, y una vez que nos sentamos en la mesa roja, ha iniciado una extensa disertación sobre cuánto le gustaría vivir en Cooperstown.

Mientras la emprende con su gofre tamaño gigante, cubierto de crema batida de lata y fresas congeladas, declara que si nos trasladáramos aquí montaría sin la menor duda una «gran empresa de reparto de periódicos» (en Deep River dice que es un asunto del que se ocupan los «grasientos italianos», que les parten la cara a los hijos de los blancos de toda la vida que tratan de entrometerse). Dice asimismo, desaparecido todo sarcasmo, con los ojos grises brillándole mientras come, que se sentiría obligado a visitar el Salón de la Fama una vez por semana hasta que se lo supiera de memoria —¿para qué vivir aquí, si no?—, y que desayunaría aquí, en La Orilla, «religiosamente todos los domingos», lo mismo que ahora, y lo terminaría sabiendo todo sobre el Cardiff Giant (otra atracción local) y sobre el Museo del Campo, y posiblemente hasta trabajaría allí de guía, y probablemente jugaría al béisbol y el fútbol americano. También me informa sorprendentemente, mientras lucho a brazo partido con mi «plato de la casa», que se congela a toda velocidad, y ocasionalmente miro hacia la bandada de patos que les birlan las palomitas a los turistas del muelle, que ha decidido leerse a Emerson entero en cuanto llegue a casa, pues probablemente le pongan en libertad vigilada y tendrá más tiempo para leer. Esparce la crema batida que se deshace por encima de su gofre, metiéndola concienzudamente en todos los agujeros, mientras me explica, con la cabeza baja y el walkman todavía al cuello, que, como está «en la frontera con la dislexia» (esto es una novedad para mí), se fija más en las cosas que la mayoría de los de su edad, pues no «procesa» las cosas tan deprisa y termina contando con más oportunidades para considerar (o descarrilarse por completo) «ciertos asuntos», y por eso lee intensivamente el New Yorker —«recogido de la basura que tira Charley»—, y por eso cree que debo dejar el negocio inmobiliario —«no es suficientemente interesante»— y marcharme de New Jersey, posiblemente a un «sitio más o menos como éste», y puede que dedicarme a decapar muebles o a trabajar de barman, algo que se haga con las manos y sea poco estresante, y «a lo mejor volver a escribir relatos». (Siempre ha respetado el hecho de que yo haya sido escritor y conserva un ejemplar dedicado de Melancólico otoño en su habitación.)

Mi corazón, es innecesario decirlo, se lanza hacia él. Bajo la turbulenta superficie trata de decir que sólo quiere lo mejor para todos los demás, de cualquier parte, incluidos los guardias de seguridad. Cooperstown, incluso antes de que cruce las puertas de su mágico Salón de 4a Fama, ha conseguido una victoria mágica sobre él al sugerirle una imagen idílica, libre de cualquier estrés, de una cotidianidad con un pequeño estanque y grandes peces que quisiera encarecidamente que fuera suya. (En apariencia, todos sus anillos que encajaban mal han terminado por encontrar una feliz congruencia.) Aunque no puedo evitar preguntarme si esta breve exposición de proyectos constructivos no es el momento más feliz de su vida, y si en un abrir y cerrar de ojos puede volver a pensar sin ninguna claridad, sin captar los detalles. A lo mejor resulta que eso le produce todavía más ansiedad y aumenta su desajuste, pues nunca podrá evocar nuevamente tal imagen idílica del mismo modo y, sin embargo, nunca llegará a olvidarla del todo o a dejar de preguntarse adónde ha ido. Es una actitud precavida que adopté cuando él era pequeño y hablaba con personas inexistentes, una actitud que creía que le protegería. Debería haberme dado cuenta, sin embargo, como me doy cuenta ahora, y como pasa siempre con los niños e incluso con personas mucho mayores, que nada se mantiene mucho tiempo como estaba y, una vez más, que no existe una sensación de bienestar que sea falsa.

Debería recurrir a mi Olympus ahora mismo y sacarle una foto en este momento oficialmente feliz. Sólo que me da miedo estropear el encanto, pues Paul no tardará mucho en volver a mirar la vida y concluir, como todos los demás, que había sido más feliz pero no conseguía recordar exactamente cómo.

—Oye —digo, manteniéndome con él en el momento encantado, con las manos frías, la vista clavada en la coronilla de su cabeza que tiene el pelo cortado con escoplo, mientras examina atentamente su gofre, con la mente dándole bandazos, los músculos de las mandíbulas buscando con dedicación el alineamiento mejor para sus molares. (Adoro su cráneo pálido y delicado.)—. Me gusta mucho trabajar en una inmobiliaria. Es algo dirigido hacia el futuro y a la vez es conservador. Uno de mis ideales siempre ha sido combinar esas dos cosas.

No levanta la vista. El viejo cocinero de brazos muy delgados, que lleva una camiseta llena de manchas y una grasienta gorra de marino, nos mira sonriente desde detrás de la hilera de taburetes vacíos de la barra y los saleros y pimenteros de encima. Nota que estamos enfrentados; por cuestión de un divorcio, un cambio de colegio, unas malas notas, una detención por drogas, cualquier cosa sobre la que los padres y los hijos que frecuentan su local discuten dentro del alcance de su oído (normalmente no sobre lo que debería hacer un padre de edad madura). Le lanzo una mirada amenazante que hace que niegue con la cabeza y se meta en la boca un pitillo húmedo y vuelva a dedicarse a su parrilla.

Aparte de nosotros, sólo hay otros tres clientes: un hombre y una mujer que no hablan, que se limitan a estar sentados junto a la ventana mirando el lago mientras toman café, y un hombre mayor y calvo con pantalones verdes y una camisa verde de nailon que juega en la oscuridad del rincón más alejado con la máquina tragaperras, que de vez en cuando hace ruidos de que gana.

—¿Sabes? La historia del funámbulo. La de que el número mejor sería dejarse caer —Paul ignora lo que he declarado sobre el delicado equilibrio entre progresismo y conservadurismo, cuyo punto de apoyo es el negocio inmobiliario—. Sólo era una broma.

Me mira, entrecierra los ojos, apartándolos de lo que queda de gofre, y parpadea con sus largas pestañas. Es un chico más listo que ninguno.

—Supongo que ya lo sabía —miento, al tiempo que lo miro de hito en hito—. Pero, sin embargo, te tomé en serio. Estaba bastante seguro de que te dabas cuenta de que hacer cambios violentos no tiene mucho que ver con la auténtica decisión, que es lo que quiero que tengas tú, y que es de verdad una cosa muy natural. No es nada complicada.

Le sonrío como un cretino.

—He decidido a qué universidad quiero ir.

Hunde el dedo en un pringoso resto de jarabe de arce, con el que hace un círculo en torno al gofre, y luego se lo chupa con un sonido como de taponazo.

—Soy todo sonido —digo, lo que motiva que me lance una mirada maliciosa; una más de nuestras bromas sacada directamente del baúl de la perdida infancia: «Dalo por hacha». «Mientras hay vida hay contradanza». «Coge el dinero y come». Como a mí, a Paul le atraen las fisuras entre lo real y lo imaginario.

—Es un sitio de California, ¿vale? Estudias y al tiempo trabajas en un rancho, marcas el ganado y aprendes a echar el lazo a los caballos.

—Suena bien —digo, asintiendo con la cabeza, decidido a mantener altos nuestros espíritus.

—Sí, eso es —dice, como Gary Cooper cuando era joven.

—¿Crees que se puede estudiar astrofísica montado en un cayuse?

—¿Qué es un cayuse? —Ha olvidado que quería dedicarse a los dibujos animados, y también olvida que quiere saber lo que es ese caballo pequeño que los indios llamaban cayuse, porque pregunta—: ¿Vamos de pesca?

Dirige la mirada hacia donde el gran lago se extiende desde las rampas para los barcos hasta los lejanos e indistintos cabos montañosos. En el borde del muelle, está sentada una chica que lleva un traje de baño negro y un chaleco salvavidas naranja, con un par de cortos esquís acuáticos sujetos a los pies. Un impecable fueraborda, con sus amigos a bordo, dos chicos y una chica, se balancea a unos quince metros con el motor al ralentí. Todos los de la canoa miran a la chica. De pronto la chica alza el brazo y agita la mano. Un chico se da la vuelta y hace rugir el motor, que incluso a través del cristal de nuestra ventana resuena con fuerza, luego lanza un rugido más potente, y durante un instante parece dudar antes de lanzarse casi como un animal, con la nariz levantada, los cuartos traseros hundidos entre espuma; la gruesa cuerda se tensa y arranca del muelle a la chica, que, subida a los esquíes, se aleja de nosotros por el espejo de la superficie del agua, hasta que se convierte —más rápido de lo que parecería posible— en un punto incoloro sobre el fondo verde de las colinas.

—Eso no está nada mal, carcamal —dice Paul, mirando con intensidad. Ha visto lo mismo, casi exactamente, ayer en Connecticut, pero no da señales de recordarlo.

—Me parece que no vamos a ir de pesca —admito, de mala gana—. No creo que tengamos tiempo. Imaginé demasiadas cosas. Pensé que la cosa duraría siempre. Puede que también tengamos que renunciar a Canton, Ohio, y Beaton, Texas.

No le importa, creo, aunque me pregunto melancólicamente si algún día se ocupará de mí y lo hará mejor. También me pregunto, igual de melancólicamente, si Ann tendrá de verdad un amante, y si lo tiene dónde se verá con él, y qué ropa se pone para eso y si le miente a Charley, siempre tan sincero, como yo le mentía a ella (me parece que lo tiene).

—¿Cuántas veces te piensas casar? —dice Paul, todavía mirando a la lejana esquiadora, sin querer cruzar la mirada conmigo al referirse a este asunto; uno que le importa. Pasea la vista rápidamente alrededor, clavándola en la foto en colores, que ocupa la pared de detrás de la parrilla, de una hamburguesa en un plato blanco, con un cuenco con una sopa extrañamente roja y un vaso de Coca-Cola, todo recubierto de una capa de grasa capaz de mantener atrapada a una mosca hasta el día del Juicio Final. Me ha hecho la misma pregunta no hace más de dos días, creo.

—No lo sé —digo—. Ocho, nueve veces, antes de aprender, supongo —cierro los ojos, luego los abro despacio de modo que Paul ocupa mi centro de visión—. ¿Y qué demonios te importa? ¿Le has echado el ojo a alguna tipa que se dedica al strip-tease que quieres presentarme en Oneonta?

Él, claro, conoce a Sally de nuestras visitas a la costa, pero se ha mantenido en silencio con respecto a ella, como debe ser.

—No me importa —dice, casi inaudiblemente. Mi miedo (el miedo paternal, banal y persistente, de que no viva su propia infancia) es claramente infundado, dada la expresión de su cara. Aunque el miedo de Ann a que le pase algo, teniendo en cuenta su fragilidad, se me pasa por la cabeza como una advertencia; un accidente de barco, un choque en un cruce peligroso, el puñetazo de otro chico que mandaría su tierna frente a estrellarse contra el bordillo de la acera. Dejarle que ayer se largara en plena noche seguramente haría que los especialistas fruncieran el ceño, incluso podría ser considerado malos tratos.

Está levantando con la uña la cinta adhesiva que tapa un roto del borde de plástico de la mesa tan vieja de La Orilla.

—Ya me gustaría poder quedarme aquí otro día más —dice.

—Bien, entonces tendremos que volver —echo mano rápidamente de mi cámara de fotos—. Déjame que te saque una foto para demostrar que estuviste aquí de verdad.

Paul mira instantáneamente a sus espaldas como si le importara quién iba a salir también en la foto. Los que tomaban café se han marchado, alejándose por el muelle. El de la tragaperras está encorvado sobre la máquina. El cocinero está ocupado preparándose su desayuno. Paul me vuelve a mirar desde el otro lado de la mesa, y sus ojos expresan inquietud porque desea que salga alguien más en la foto; posiblemente yo. Pero no es posible. Sólo está él.

—Cuéntame otro buen chiste —digo, detrás de la Olympus, en la que su cara casi femenina de chico aparece muy pequeña pero entera.

—¿Sale la hamburguesa en la foto? —dice, y mira seriamente.

—Sí —digo—, sale la hamburguesa.

Y sale.

—Eso es lo que me preocupaba —dice él, luego me dirige una sonrisa maravillosa.

Y es la foto de él que guardaré para siempre.

Subimos la pequeña cuesta, uno al lado del otro, bañados por una acogedora y cálida luz matinal, que nos lleva por fin al Salón de la Fama. Son las nueve y media, el tiempo pasa. Pero cuando doblamos la esquina hacia la soleada Main Street, a media manzana de casas del Salón —de ladrillo rojo, con frontones griegos y trifolios de lo más dudoso; una mezcolanza arquitectónica que parece el edificio soñado por unos fieles excesivamente celosos—, de nuevo hay algo inoportuno. Delante, por la acera, otro o posiblemente el mismo grupo de hombres y mujeres, chicos y chicas, marcha haciendo círculos, con pancartas y entonando lo que desde aquí —la esquina con banderas blancas, rojas y azules de la panadería alemana Schneider— vuelve a sonar como «lanzador, lanzador, lanzador». Aunque parece que ahora hay más manifestantes y los rodea un grupo de espectadores —padres e hijos, familias numerosas, viejos variados, junto a los feligreses habituales que acaban de salir de Nuestra Señora, donde ha oficiado el padre Damián—, que se detienen para ver a los manifestantes y desbordan las aceras, dificultando el tráfico y obstruyendo la entrada al edificio, hacia cuyas coordenadas exactas van los vectores míos y de Paul.

—¿Qué es esta mierda, otra vez? —dice él, mirando ceñudo a la multitud reunida en torno a los ruidosos protestones, que de pronto forman dos círculos que giran en direcciones opuestas, de modo que la entrada al Salón es prácticamente imposible.

—Supongo que hay algo por lo que protestar en el Salón de la Fama —digo, admirando a los manifestantes, que levantan más alto sus pancartas ilegibles (desde aquí), mientras sus protestas se hacen más intensas. A mí esto me trae agradables recuerdos de mi época universitaria en Ann Arbor (aunque entonces nunca participé en cosas así porque tenía miedo de perder la beca de la que disfrutaba, y me limitaba a pertenecer a una asociación de estudiantes). Hoy, sin embargo, encuentro loable que un espíritu de protesta organizada todavía esté vivo en la opulenta llanura, aunque no se refiera a nada importante.

Paul, por su parte, no sabe qué decir ante la oposición a algo de otras personas, acostumbrado sólo a la suya.

—Bien, vale, ¿y ahora qué tenemos que hacer… esperar? —dice, y cruza los brazos como un viejo gruñón. Los potenciales visitantes nuevos del Salón nos adelantan, pero también se detienen a contemplar el espectáculo. Unos cuantos agentes de la policía de Cooperstown están parados al otro lado de Main Street, dos hombres corpulentos y dos mujeres bajas con camisa azul, los dedos metidos en el cinturón, divertidos por todo lo que pasa y señalando de vez en cuando hacia algo o alguien que consideran que es especialmente cómico.

—Las manifestaciones nunca duran mucho, según mi experiencia —digo.

Paul no dice nada, se limita a fruncir el ceño y a llevarse la mano a la boca, dando un mordisco delicado, pero incisivo, a su verruga. Todo esto le inquieta; su buen humor de buen chico se ha evaporado con el rocío.

—¿No podríamos dar un rodeo? —dice, saboreando su propia sangre y su propia carne.

Nadie, me fijo, consigue pasar ni lo intenta. La mayoría de los espectadores, de hecho, están mirando entretenidos y hablan con los manifestantes, o les sacan fotos. No es nada excesivamente serio.

—La idea que tienen es incomodarnos un poco, luego dejarnos entrar. Quieren que nos enteremos de algo.

—Creo que los policías les deberían detener —dice Paul. Suelta un enfático relincho acompañado de una mueca. (Está claro que ha pasado más tiempo con Charley del que sería sano, pues su actitud con respecto a los derechos humanos se inclina por la fuerza bruta: enfrentado a un mendigo ciego que sufre un ataque epiléptico en la puerta giratoria del University Club, Charley siempre encontraría el modo de abrirse paso hasta las canchas de tenis para el torneo de consolación de dobles de más de sesenta años.) Podría fácilmente establecer una astuta analogía con los primeros tiempos de nuestra nación, cuando se ignoraban las quejas legítimas y luego surgía una crisis, pero mi discurso caería en oídos sordos. Sin embargo, suelo respetar a los manifestantes aunque no sepa por qué protestan. Tenemos tiempo de sobra para lo poco que esperamos hacer.

—Vamos a dar un paseo —digo, y pongo la mano en el hombro de mi hijo como un padre de lo más normal, y le guío por la concurrida Main Street hacia la estación de bomberos y salvamento de Cooperstown, donde unos brillantes vehículos amarillos están aparcados en el camino de entrada; bomberos de uniforme y socorristas holgazanean en las enormes puertas viendo Breakfast at Wimbledon. Más automóviles de feligreses y varios tranvías de la belle époque abarrotados se amontonan haciendo ruido; unos cuantos conductores aprietan sus cláxones y asoman unas cabezas enfadadas por las ventanillas para enterarse de lo que pasa. Paul, lo puedo ver, está claramente inquieto por este retraso y confusión, y me gustaría que nos alejásemos de allí para evitar un nuevo conflicto entre nosotros. Conque avanzamos por la acera en dirección contraria a la circulación de los peatones, pasamos delante de tiendas de artículos deportivos, dos bares que abrieron temprano y ofrecen constantemente partidos de los campeonatos de béisbol de los años cuarenta, un cine y la agencia inmobiliaria tan elegante que vi ayer desde el coche, con fotos en color pegadas a los cristales. No sé adónde nos dirigimos. Pero inesperadamente, cuando cruzamos una callejuela que se abre a un espacio soleado, encuentro, allá abajo, a la izquierda, el Doubleday Field, de un verde intenso y de un tamaño decididamente reducido a la luz de media mañana; el sitio perfecto para ver o jugar un partido (y distraer a un hijo de su malhumor). Desde un punto cercano y justo en el momento preciso, un órgano se pone a tocar «Take Me Out to the Ball Game», como si alguien estuviera observando nuestras actividades sin rumbo y nos dijera lo que debíamos hacer: ir a un partido, claro.

—¿Para qué es este campo, para los juveniles? —dice Paul, todavía molesto e inalcanzable, derrotado por su sencillo fracaso de no poder entrar en el Salón de la Fama al primer intento, aunque dentro de muy poco estaremos dentro, empapándonos de sus maravillas, recorriendo lo que exponen sus pabellones, mirando ávidamente la matrícula especial de Lou Gehrig, el mismísimo guante de Say-Hey Kid, la zona de bateo de Ted William y los sellos dedicados al béisbol por los emiratos árabes, mientras nos reímos ante las bromas de Bud y Lou; justo como en Springfield, sólo que mejor, mucho mejor.

—Es el Doubleday Field —digo, admirándolo calurosamente—. Los folletos que te mandé lo explicaban todo. Es donde se celebra el partido del Salón de la Fama, en agosto, cuando se consagra a los que se van incluir ese año —trato de recordar a quién consagrarán el mes que viene, pero no se me ocurre otro nombre de jugador de béisbol que el de Babe Ruth—. Tiene un aforo de diez mil personas, fue construido en 1939 por la Work Progress Administration, cuando el país estaba de rodillas y el gobierno contribuía a proporcionar trabajo, lo que no estaría mal que hiciera también ahora.

Paul, sin embargo, está mirando tres jaulas de bateo públicas que están justo en el exterior del muro de la gran tribuna, y desde donde nos llega el ruido, que suena al de la apertura de una botella de Coca-Cola, de las pelotas golpeadas con un bate. Un niño negro bajo, que imita la posición del codo de Joe Morgan a la espera del lanzamiento, está en la base y batea de modo fulminante y repetido en lo que probablemente sea la jaula «rápida». Se me ocurre, como estoy seguro de que le pasa a Paul, que de nuevo se trata de Míster Baloncesto de New Hampshire, que supera a todo el mundo, pero en otro deporte, en otra ciudad, y que él y su padre están haciendo el mismo circuito padre-hijo lleno de buenas intenciones que nosotros dos, y se divierten mucho más. Aquí, sin embargo, es Míster Béisbol de New Hampshire.

Aunque, claro, no lo es. Este niño tiene amigos, blancos y negros, agarrados por fuera a las mallas de la jaula, que le lanzan pullas e insultos amistosos, animándole a que falle para poder entrar ellos y demostrar lo buenos que son. Uno es uno de los golfos de la esquina de ayer, con los que imaginé que Paul se había enrollado y compartido patatas fritas y hamburguesas. Ahora me parecen mucho mayores que Paul, y estoy seguro que éste no sabría cómo establecer contacto con ellos (a no ser por medio de ladridos).

Caminamos un poco por la calle hasta detrás de los viejos edificios de ladrillo de Main Street donde está el aparcamiento del Doubleday Field, y donde varios hombres —hombres de mi edad— vestidos como jugadores profesionales se apean de coches con sus guantes y bates, apresurándose, mientras hacen sonar los clavos de sus zapatos, hacia el túnel de acceso al terreno de juego, por debajo de las gradas, como si llegaran con retraso a un partido por parejas. Los uniformes de los dos equipos son evidentes: el amarillo chillón y el verde insípido de los Oakland A, y el rojo, blanco y azul más conservador de los Braves de Atlanta. Busco un número o un rostro familiar de mi época de periodista —alguien que se sentiría halagado de que le recordaran—, pero no reconozco a ninguno.

De hecho, dos «A» que pasan cerca de nosotros —R. Begtzos y J. Bergman, se lee en sus espaldas— tienen tripa de bebedores de cerveza y unos culos que podrían reventar las costuras, lo que parece indicar que no han jugado mucho recientemente.

—Esto me deja de piedra —dice Paul, cuya vestimenta no es más agradable que la de Bergman o Begtzos.

—Una parte importante de la visita a Cooperstown es echar una ojeada ahí dentro —le llevo hacia el túnel, detrás de los «jugadores»—. Dicen que da buena suerte.

Esto me lo he inventado sobre la marcha. Pero su euforia se ha evaporado como el éter, y vuelvo a utilizar técnicas que aplaquen los conflictos y nos permitan pasar las últimas horas juntos como enemigos amigables.

—Tengo que coger un tren —dice Paul, siguiéndome.

—Lo cogerás —digo, sintiéndome menos amistoso—. Tengo mis propios planes.

Cuando llegamos al final del túnel, podemos continuar todo derecho hasta el campo donde están los jugadores, o hacer un giro y subir las gradas de cemento de la tribuna. Paul evita el campo, como si desconfiara de él, y sube por las gradas. Pero yo no me aguanto las ganas de adentrarme unos cuantos metros a cielo abierto, atravieso la pista de grava y me detengo en la hierba, donde dos equipos, unos falsos Braves de Atlanta y unos falsos A de Oakland, están haciendo unos ejercicios para desentumecer sus rígidas y doloridas articulaciones. Pronto suenan los bates, recogen pelotas con los guantes, unas voces resuenan en el aire luminoso, gritando: «La atraparía si la viera». O: «La pierna ya no se me quiere doblar en esa dirección». O: «Fíjate, fíjate, fíjate».

Sin ropa para practicar el deporte, me aventuro lo bastante lejos para que, al mirar hacia arriba, distinga el azul del cielo y luego, enfrente, la valla que cierra el campo, a la altura del número 312, detrás de la cual están los asientos por encima de los que asoman las copas de los árboles y los tejados de la zona, más arriba todavía de los cuales un rótulo luminoso de MOBIL gira como un radar. Hombres corpulentos y sin gorra, con ropa para jugar, están sentados en la hierba junto a las estacas de la valla, o tumbados mirando hacia el cielo, disfrutando de unos momentos de libertad, anónimos y despreocupados de todo. No tengo ni idea de lo que pasa aquí, sólo que me gustaría unirme a ellos durante un momento, con la ropa que llevo puesta y sin hijo.

Paul está sentado solo en la antigua grada, simulando un aburrimiento inmemorial, con los auriculares del walkman colgados del cuello y la barbilla apoyada en una barra metálica. Aquí pasan pocas cosas, el sitio está casi vacío. Unos cuantos chicos de su edad están subidos a las gradas del fondo, y se ríen y bromean. Varias mujeres dispersas charlan más abajo en los asientos reservados; mujeres con trajes-pantalón y vestidos para tomar el sol, sentadas en grupos de dos o tres, que miran el campo y a los jugadores, riéndose ocasionalmente, celebrando un buen bateo o simplemente ocupándose de asuntos con los que se sienten cómodas. Están contentas, contentas como pájaros en un viento cálido y agradable, sin nada mejor que hacer que gorjear.

—¿Qué le dijo el camarero a la mula que le pidió una cerveza? —digo, avanzando entre la hilera de asientos. Considero que debo volver a establecer contacto.

Paul vuelve unos ojos desdeñosos hacia mí sin levantar la barbilla de la barra de apoyo. La cosa no va a ser divertida, lo indica su mirada. Su «insecto» tatuado es visible. Como un insulto.

—Esto me deja de piedra —vuelve a decir, para ser desagradable.

—«Lo siento, señor, ¿hay algo que le moleste?»

Me siento a su lado, le apetezca o no, y contemplo en silencio la primera base. Un viejo menudo con camisa, zapatos y pantalones de un blanco deslumbrante, está retocando la línea con una carretilla con pintura. Se detiene a medio camino y mira hacia atrás para calcular la precisión del trazo de cal, luego continúa hasta la segunda base. Levanto la cámara y le saco una foto, luego saco otra al campo y a los jugadores, que parecen preparados para empezar el partido, y finalmente al cielo con la bandera inmóvil encima del 390 de las gradas del fondo.

—¿Para qué hemos venido a este sitio tan bonito? —dice Paul, pensativamente, que sigue con la barbilla apoyada en la barra metálica verde, y tiene las gruesas piernas cubiertas de vello muy estiradas, de modo que dejan que se vea una cicatriz en una de sus rodillas, una cosa alargada y rosa y todavía con costra, de origen desconocido.

—La idea básica, supongo, es que uno lo recordará más adelante y se sentirá más contento.

Podría añadir: «De modo que si tienes recuerdos inútiles y desagradables, éste es un buen sitio para librarse de ellos». Pero se sobreentiende.

Paul me lanza su conocida mirada impávida y mueve sus Reeboks. Los jugadores con la cabeza descubierta que habían estado esprintando y haciendo ejercicios de estiramiento en el campo de calentamiento, ahora se preparan para volver a entrar, unos con la visera de la gorra hacia atrás, otros con las manos encima de los hombros de un compañero, un par de ellos de hecho andan hacia atrás y hacen el payaso.

—¡Ánimo, Joe Louis! —grita una de las mujeres, confundiéndose de deporte y de héroe. Todas las demás mujeres se ríen.

—No le grites eso a Fred —dice otra—, le darías un susto de muerte.

—Estoy cansado de que no me gusten las cosas —dice Paul, con tono indiferente—. Quisiera que cambiara todo.

Una noticia que no me desagrada, pues un traslado a Haddam podría estar en su horizonte.

—Sólo estás empezando —digo—. Encontrarás muchas cosas que te gusten.

—Eso no es lo que dice el doctor Stopler.

Contempla el estadio, vacío en su mayor parte.

—Bien, pues que le den por el culo al doctor Stopler. Es un gilipollas.

—Ni siquiera le conoces.

Considero fugazmente la posibilidad de decirle a Paul que me traslado a Nuevo México para montar una emisora de FM para ciegos. O que me voy a casar. O que tengo cáncer.

—Le conozco lo suficiente —digo—. Los psiquiatras son todos iguales.

Luego quedo en silencio, molesto porque el doctor Stopler sea una autoridad en todas las cuestiones de la vida; incluida la mía.

—¿Qué es lo que tengo que hacer si no debo ser crítico con mi época?

Ha estado dándole vueltas a esta cuestión desde ayer por la noche. La idea de abordar la vida de un modo completamente nuevo podría, de hecho, haberle inspirado su breve euforia.

—Bien —digo, viendo a los jugadores agruparse en dos «equipos» rivales pero de amigos, mientras un hombre tremendamente grueso y con una pierna rígida, cargado con un trípode y una cámara de fotos, sale lentamente del subterráneo. Observa la posición del sol y luego comienza a instalarse de acuerdo con ella—. Me gustaría que vinieras a vivir conmigo una temporada, que a lo mejor aprendieras a tocar la trompeta, y luego fueses a Bowdoin a estudiar biología marina; y que no fueras tan introvertido y sigiloso cuando estuvieras allí. Me gustaría que conservaras un poco de ingenuidad y no te preocuparas demasiado por los tests habituales. Finalmente, me gustaría que te casaras y fueras lo más monógamo posible. A lo mejor comprabas una casa cerca de la costa, en el estado de Washington, y así te podría ir a visitar. Seré más concreto cuando tenga tiempo para dirigir todos tus pasos.

—¿Qué es eso de monógamo?

—Algo así como las antiguas matemáticas. Es una teoría molesta que ya no practica nadie pero que todavía funciona.

—¿Crees que me han maltratado alguna vez?

—Yo no, en todo caso. A lo mejor recuerdas algunas crueldades sin importancia. Tienes bastante buena memoria —le miro, sin ganas de que me divierta su pregunta, pues su madre y yo le queremos más de lo que él se dará cuenta jamás—. ¿Quieres presentar una queja? A lo mejor podemos hablar con tu ombudsman el martes.

—No, supongo que no.

—¿Sabes, Paul? No deberías pensar que no estás hecho para ser feliz. ¿Entiendes? No deberías acostumbrarte a no ser feliz sólo porque no puedes conseguir que todo ajuste a la perfección. No todo ajusta a la perfección. Tienes que dejar que algunas cosas sigan por su cuenta, en definitiva.

Ahora sería el momento de sacar a relucir a aquel viejo pájaro tan peculiar que fue Jefferson (el gramático idealista con sentido práctico), el cual consagró toda su vida a elaborar dispositivos para salir del statu quo oscurantista y encontrar un punto de apoyo más firme en el futuro. O posiblemente podría tomar de prestado una metáfora del béisbol que tiene que ver con algunas cosas que pasan dentro de las líneas blancas y lo que pasa fuera.

Pero algo me interrumpe en seco. No es lo que yo me esperaba.

Los A y los Braves han formado dos equipos para las fotos de grupo en la línea de la tercera base, los hombres más altos detrás, los más bajos arrodillados (Begtzos y Bergman son de los más bajos). Los que están arrodillados tienen sus guantes y un abanico de bates dispuestos cuidadosamente en primer plano. Han colocado una pancarta móvil delante de ellos. Dice en letras rojas mayúsculas: O’MALLEY’S FANTASY BASEBALL CAMP, y debajo, en caracteres más pequeños: «Braves contra Red Sox de 1967 — 3 de julio de 1988». La pancarta hace reír a los Braves. Ningún jugador de los Red Sox parece estar presente.

Sacan rápidamente las fotos. El hombre que ha retocado con cal las líneas de la base supervisa el cambio de la pancarta delante de los A de camiseta amarillo canario, en la que sustituye las letras para que digan: «O’MALLEY’S FANTASY BASEBALL CAMP. Athletics contra Red Sox de 1967 — 3 de julio de 1988».

Todos aplauden cuando terminan de hacer las fotos, y los jugadores se dispersan hacia el banquillo, las bases, o se limitan a pasear por el campo con sus uniformes demasiado estrechos, con aspecto de que acabara de pasar algo memorable que se han perdido o que resultó insuficiente; incluso que el «gran partido» contra los Red Box, el partido de la jornada, no se ha celebrado.

—Tienes una pinta estupenda, Nigel —grita la voz grave de una mujer desde las gradas, con acento australiano. Nigel, uno de los Braves, grande, de brazos largos, con barba, tripa, y los dedos de los pies hacia dentro que le hacen parecer tímido, se detiene en los escalones del banquillo y levanta su gorra azul de Atlanta como el viejo Hank en sus días de gloria—. Tienes un aspecto extraordinario de verdad —vuelve a gritar la mujer. Nigel sonríe con aire reservado, niega con la cabeza, y luego se hunde en la sombra del asiento con sus compañeros. Debería de haberle sacado una foto.

¿Qué otro modo de captar semejante instante? ¿El secreto de gritar al aire vacío las palabras justas y en el momento adecuado? ¿Un momento que dure para siempre?

Ahora parece que estos dos días juntos nos han llevado a un punto muerto; ni siquiera al interior del Salón de la Fama, sino ante un episodio nada espectacular sobre un terreno de juego casi ficticio, donde dos «clubes» espiritualmente patizambos se preparan para jugar con un equipo auténtico cuya gloria pertenece al pasado, y donde, por un sistema interno de pesas y medidas, acabo de quedarme sin las palabras cruciales; y antes de haber dicho lo suficiente, antes de conseguir el efecto deseado, antes del momento de un acto físico compartido —recorrer el santuario, contemplar los guantes, las zonas de lanzamiento— que pudiera llevarnos a un final feliz. Antes de que haya conseguido que este día se convierta en un recuerdo que merezca la pena de preservar.

Hubiera hecho mejor esperando con la multitud hasta que se despejaran las puertas, en lugar de buscar otra oportunidad de que se produjera el momento privilegiado y terminar exponiéndonos a esta sensación de inutilidad, mientras nuestro último punto importante de acuerdo sea que probablemente no he maltratado a mi hijo. (Siempre he confiado en que las palabras pueden mejorar la mayoría de las cosas y que no hay nada que no se pueda mejorar. Pero se necesitan las palabras.)

—Los de mi edad tienen ciclos de seis meses —dice Paul, con un tono reflexivo de adulto. Los A y los Braves pisotean las líneas que limitan el terreno de juego, a la espera de que pase algo, algo por lo que han pagado un buen dinero. Todavía me apetece reunirme con ellos—. En navidades probablemente no me sentiré igual que ahora. Los adultos no tienen ese problema.

—Tenemos otros problemas —digo.

—¿Cuáles?

Mira hacia mí.

—Que nuestros ciclos duran mucho más.

—Muy bien —dice él—. Y entonces la palmáis.

Casi digo: «O algo peor». Lo que llevaría a que Paul pasase revista mental a Míster Toby, su hermano muerto, la silla eléctrica, el envenenamiento con arsénico, la cámara de gas; a la búsqueda de algo nuevo y terrible con lo que obsesionarse, y luego hacer bromas al respecto. Por lo tanto no digo nada. Mi cara, sospecho, contiene algo que sugiere una ingeniosidad sobre la muerte, que no tendría la menor gracia. Pero como dije, he dicho todo lo que sé.

Oigo que el órgano a vapor empieza a interpretar «Way down upon Swanee River». Nuestro pequeño estadio está bañado de un aire de fiesta melancólico y perezoso. Paul me lanza una mirada astuta cuando no respondo como él esperaba, con las comisuras de la boca estremeciéndose como si supiera un secreto, aunque no lo sabe.

—¿Por qué no volvemos ahora? —digo, sin desafiar a la muerte.

—¿Qué hacen esos tipos ahí? —dice, lanzando una rápida mirada al terreno de juego, como si acabara de verlo.

—Pasarlo bien —digo yo—. ¿No parece que se divierten?

—Parece que no hacen nada.

—Así es como se divierten los adultos. De hecho están pasando el mejor momento de su vida. Es todo tan tranquilo que no necesitan más.

Y luego nos vamos. Paul primero, recorriendo las gradas por entre las mujeres, luego bajando los cortos escalones hacia la salida; y yo le sigo, tras echar una última mirada de cariño al pacífico campo, a los hombres que no hacen nada, aunque todavía sean dos equipos a la espera del comienzo del partido.

Recorremos la penumbra del túnel y salimos al soleado aparcamiento, donde la música del órgano parece más lejana. Allá en Main Street los coches se están moviendo. Estoy seguro de que el Salón de la Fama está abierto, una vez resuelta su crisis de la mañana.

Los chicos que bateaban en la jaula se han largado, y los bates metálicos están apoyados en la valla, con las tres jaulas vacías y tentadoras.

—Creo que podríamos hacer un poco de ejercicio, ¿no te parece? —le digo a Paul. No estoy en plena forma pero, de pronto, me encuentro decidido a hacer algo.

Paul examina las jaulas desde lejos, ahora con sus torpes pies vueltos hacia fuera, menos atlético que cualquier otro chico; pesado e indiferente.

—Vamos —digo—, tú puedes hacer de entrenador.

Posiblemente suelta un débil relincho doble o ladra brevemente; no estoy seguro. Sin embargo, viene conmigo.

Como el monitor de un campamento, le llevo directamente hacia las jaulas de tela metálica, que están provistas de ranuras para que se echen cincuenta centavos, y por dentro están tapizadas de tela metálica verde para impedir que las pelotas que se lancen puedan hacer daño a la gente y estropear los aparatos que las lanzan, que son grandes artefactos verde oscuro, de aspecto industrial, que funcionan tragando las pelotas que llegan por una especie de tolva de plástico a la que alimenta un circuito de engranajes que termina en dos neumáticos de coche que giran de modo tangencial a gran velocidad y por los que se lanzan las pelotas. Carteles pegados a todas partes recuerdan que te pongas el casco, gafas protectoras y el guante, que dejes la puerta cerrada y que se mantengan alejados los niños pequeños, los animales de compañía, las botellas y cualquier cosa que se pueda romper, incluidos los ocupantes de sillas de ruedas. Y si ninguna de estas advertencias te convence de los riesgos, serás responsable en caso de accidente (como si alguien pensara que no iba a ser así).

Los tres bates metálicos apoyados en la valla son demasiado cortos, demasiado ligeros; tienen cinta adhesiva en el mango y resultan demasiado delgados. Le digo a Paul que se aparte mientras «pruebo» uno de ellos, manteniéndolo agarrado delante de mí como un caballero su espada, mientras echo una ojeada al aluminio azul (como hacía mucho tiempo atrás, cuando jugaba en la escuela militar), y lo agito, sin saber muy bien por qué. Me vuelvo de lado hacia Paul —con la cámara de fotos todavía colgada del hombro—, alzo el bate hasta detrás de la oreja, con las rodillas en posición, tratando de imitar a Stan Musial, y le miro directamente como si él fuera Jim Lonborg, el viejo diestro de los Red Sox, listo para lanzar.

—Así es como Stan the Man solía esperar el lanzamiento —digo, por encima del hombro izquierdo, con los ojos entrecerrados. Realizo un rápido swing, que noto torpe y ridículo. Ahora echo en falta una especie de resorte imprescindible que equilibra las muñecas y los hombros, de modo que el swing probablemente sólo entraría en contacto con la pelota con un golpe muy flojo que no aplastaría una mosca de la cabina telefónica, sino que me haría parecer una chica.

—¿Era así como bateaba Stan the Man? —dice Paul.

—Sí, y lanzaba la jodida pelota a un par de kilómetros —digo. Oigo gritos, un coro de: «¡Le he dado, le he dado!», que llega desde el Doubleday Field. Me vuelvo para mirar a lo alto de la tribuna donde estábamos hace cinco minutos; unas pelotas blancas describen su trayectoria en el aire, dos y tres a la vez, antes de que las recojan guantes que desde aquí nos resultan invisibles.

A cada jaula le han dado un nombre que expresa la velocidad de las pelotas: «Dyno-Express» (ciento veinte kilómetros por hora). «The Minors» (ciento cinco kilómetros por hora). «Hot Stove League» (noventa kilómetros por hora). No tengo reservas con respecto a poner a prueba mis habilidades en la «Dyno-Express», conque le doy mi cámara de fotos a Paul y dos monedas de veinticinco centavos, dejando los cascos de bateador colgados de los ganchos de la valla. Entro decidido, cierro la puerta, me dirijo al puesto del bateador y miro hacia el maligno aparato verde mientras busco una buena estabilidad a la distancia de la longitud de un bate de la esquina exterior del lugar de bateo reglamentario, que está plantado entre dos esterillas de hierba artificial para dar impresión de autenticidad. Vuelvo a adoptar mi postura Musial, barro lentamente la supuesta zona de bateo con la parte cilíndrica del bate, aprieto el mango con los nudillos, y alineo mis zapatos náuticos con la bandera del centro del campo (aunque, claro, no hay bandera), aspiro y expulso el aire una vez, y vuelvo a extender el bate sobre el lugar de lanzamiento, y luego lo recojo lentamente.

—¿Qué hora es? —dice Paul.

—Las diez. En el béisbol no cuenta el tiempo.

Le lanzo una mirada por encima del hombro a través de la tela metálica. Él observa el cielo y luego la entrada a la grada, por donde unos cuantos jugadores imaginarios y sus esposas de aspecto más joven que ellos salen despreocupadamente, con las manos enguantadas por encima de los blandos hombros, las gorras con la visera a un lado, todos dispuestos a tomarse una cerveza y una salchicha, y echar unas parrafadas antes del gran partido con los Red Sox.

—¿No vamos a hacer nada más? —dice, y me mira—. ¿Qué pasa con el Salón de la Fama?

—Iremos —digo—. Confía en mí.

Vuelvo a ponerme en posición y aseguro nuevamente los pies, equilibrándome. Una vez que estoy preparado, le grito muy alto a Paul:

—¡Mete las monedas en la ranura! —Y las mete, después de lo cual y durante un largo momento todo está en calma mientras el aparato irradia una especie de paciencia inmanente, aunque la rompe al cabo de varios segundos un profundo zumbido mecánico; una bombilla roja en la que no había reparado hasta entonces, se enciende en la parte de arriba, después de lo cual la tolva de plástico llena de pelotas empieza a vibrar. El aparato no da ninguna otra señal de sus intenciones, pero mantengo los ojos clavados en la negra confluencia de los neumáticos, que no se han movido.

—Esos golfos que jugaban antes lo han jodido —dice Paul, detrás de mí—. Has malgastado tu dinero.

—No lo creo —digo, manteniendo el equilibrio y la posición, sin perder la calma; los ojos clavados en el aparato. Las palmas y los dedos aprietan la cinta adhesiva del bate, tengo rígidos los hombros, aunque noto que las muñecas empiezan a doblárseme hacia atrás de un modo que deploraría Stan, pero que parece necesario para que el bate descienda con suficiente rapidez hasta el plano de la pelota y evitar que mi swing se convierta en un golpe de chica.

—Mira a ese gilipollas —oigo gritar a alguien, y no puedo resistir lanzar una rápida mirada para ver de quién se trata, pero no distingo a nadie, por lo que vuelvo rápidamente la vista hacia el aparato y los dos neumáticos, donde todavía nada indica que se vaya a producir un lanzamiento. Relajo un poco los hombros para evitar un calambre, y entonces el aparato hace un ruido metálico más potente. Los neumáticos negros se ponen a girar a toda velocidad. Una pelota oscila en un surco metálico en el que no había reparado, luego va «abajo» por una pequeña abertura, después de lo cual la pelota, u otra parecida, sale disparada por los neumáticos con muy mala intención y cruza el punto de lanzamiento a tal velocidad y a una distancia tan fuera de mi alcance que ni siquiera me muevo, limitándome a dejar que la pelota golpee en la tela metálica de atrás y me rebote entre las piernas y llegue a una protección de cemento delante de mí en la que no me había fijado y cuya función consiste en dirigir las pelotas hacia la tolva. (La versión baloncesto era mucho más agradable.)

Paul está callado. Ni siquiera me vuelvo en su dirección, y mantengo clavados los ojos, como un francotirador, en lo que es mi adversario, la abertura entre los neumáticos que giran. Vuelve a hacerse audible otro zumbido interior. Veo deslizarse otra pelota por el raíl metálico, desaparece y luego sale disparada, silba en dirección al lugar de bateo, y me pasa directamente por debajo de los puños, golpeando nuevamente contra la tela metálica que tengo detrás, sin darme tiempo ni a intentar tocarla.

Paul tampoco dice nada. Ni «Y van dos» ni «Parecía alta» ni «Vamos, intenta golpearla, papá». Ni una risa, ni un abucheo, ni un pedo. Ni siquiera un ladrido de ánimo. Sólo silencio, eso es todo.

—¿Cuántas me quedan? —digo, sencillamente para oír una voz.

—Yo acabo de llegar —dice él.

Y mientras imagino que cinco es el número más probable, otra pelota naranja atraviesa como un cohete la zona de bateo y golpea contra la tela metálica, sugiriendo que el aparato me ha cogido por sorpresa.

Ahora el sudor me perla la raíz del cabello. Para la pelota número cuatro, adelanto la parte cilíndrica del bate justo delante de la zona de bateo y lo mantengo quieto hasta que el aparato hace otro lanzamiento, que alcanza el bate, rebota en un punto metálico haciendo boing, y choca contra uno de los carteles de advertencia, para por fin rebotar atrás y golpearme en el talón.

—Golpe flojo —dice Paul.

—¡Que te den por el culo, nada de golpe flojo! Ya verás cuando te toque a ti.

No le miro.

—Deberías ponerte el chubasquero —dice—. Levantas viento.

Frunzo el ceño cara a la ahora siniestra abertura, cierro los nudillos en torno a la cinta adhesiva, coloco las muñecas en una postura más parecida a la de Stan, me equilibro sobre el pie derecho, y preparo el lado derecho para golpear la pelota. El aparato vibra y emite un zumbido, la bombilla roja se enciende, la pelota se desliza torpemente por la ranura metálica, desaparece, luego surge claramente entre los neumáticos y, en ese instante, me lanzo a fondo, con el bate azul bajando por el espacio preciso. Oigo que me crujen las muñecas, y de hecho veo que se me extienden los brazos, con los codos casi juntos, y noto que se me desplaza el peso y que me sale la respiración con fuerza; todo en el mismo momento en que cierro los ojos. Sólo esta vez, la pelota (invisible, claro) suena en el bate antes de alcanzar la tela metálica, rebotar en dos sujeciones de la valla, caer al asfalto delante de mí y deslizarse hacia la pared de cemento. Me quedo con una sensación de frustración que no estoy dispuesto a reconocer.

—Y cinco, entrarás en la historia —dice Paul, y le miro cuando me saca una foto con mi cámara, con los gruesos labios fruncidos en una mueca de desdén. (No puedo evitar ver cómo saldré: el bate caído a un lado, las mejillas llenas de sudor, el pelo en desorden, la cara con una expresión de fracaso; el sufridor frente a una causa idiota.)

—El rey de los cero bateos —dice Paul, sacando otra foto.

—Vale.

Paul niega con la cabeza como si yo hubiera dicho algo absurdo. Estamos completamente solos, aunque más jugadores de pega y sus esposas e hijos auténticos siguen moviéndose contentos y despreocupados por el aparcamiento, mientras sus voces expresan ánimo y buenas intenciones. Las pelotas todavía surcan el aire dentro del Doubleday Field. Se trata de la musiquilla tranquilizadora del béisbol. Que un hombre convenza a su hijo para que haga unos cuantos swing no puede ser malos tratos.

—¿Qué es lo que pasa? —digo, saliendo de la jaula—. Si uno falla siempre puede decir que lo hizo queriendo. ¿No dijiste que era el número mejor? —(ya lo ha negado, por supuesto, pero lo ignoro no sé por qué.)—. ¿No almuerzas estrés?

Paul mantiene mi cámara a la altura de la tripa, debajo de Clero, y saca otra foto, con una sonrisa malvada.

—Eres el funámbulo intrépido, ¿verdad? —digo, dejando el bate apoyado en la valla, con el enorme aparato verde ahora silencioso a mis espaldas. Una brisa cálida levanta unos granos de arena del aparcamiento, que alcanzan mis brazos sudorosos—. Creo que estás siguiendo una línea demasiado estrecha, necesitas encontrar un nuevo número. Para golpear hay que intentarlo.

Me seco el sudor de los antebrazos.

—Lo que tú dijiste.

Su sonrisa se convierte en una mueca de desagrado. Sigue apuntándome con la cámara y sacando una foto tras otra, siempre la misma.

—¿Qué dije? No me acuerdo.

—Que te den por el culo.

—Ah. Que me den por el culo. Lo siento, lo había olvidado.

Me dirijo rápidamente hacia él, empujado por la piedad, las ganas de matar y el cariño, todo a la vez. No es raro en un padre. Los hijos, que a veces pueden ser ángeles para el conocimiento de uno mismo, otras veces son las peores personas del mundo.

Cuando lo tengo a mi alcance, no sé por qué pero le agarro por detrás de la cabeza, con unos dedos doloridos de apretar el bate y los hombros sin peso como si los brazos no pesasen.

—Sólo pensaba —digo, apretándolo contra mí— que tú y yo podríamos experimentar una humillación común e ir del brazo a tomarnos una cerveza. Nos uniría.

—¡Que te den por el culo! No puedo tomar alcohol. Sólo tengo quince años —dice Paul, violento, pegado a mi pecho, contra el que todavía le mantengo.

—Ah, claro, también se me olvidó. Probablemente sería infringirte malos tratos —le aprieto con más fuerza aún, encontrando bajo los dedos su cuero cabelludo afeitado, los auriculares del walkman y los tendones de su cuello, mientras empujo su nariz contra la pechera de mi camisa de modo que se me hunde en el esternón, y sus dedos, su verruga e incluso la cámara de fotos me presionan las costillas en su esfuerzo por apartarse. No me doy perfecta cuenta de lo que estoy haciendo, o de lo que quiero que haga él: cambiar, prometer, conceder, garantizarme que mejorará o evolucionará de modo importante; todo expresado en un lenguaje para el que no hay palabras—. ¿Por qué eres tan puñetero? —digo, con dificultad. Puedo estar haciéndole daño, pero un padre tiene derecho a que no se metan con él, de modo que le aprieto con más fuerza, tratando de no soltarle hasta que expulse el demonio, renuncie a todo, suelte unas lágrimas que sólo yo podría enjuagar. Un padre. El suyo.

Pero eso no pasa. Los dos nos ponemos a pelear tímidamente en la zona cercana a las jaulas de bateo, y casi de inmediato, me doy cuenta, atraemos el interés de los turistas y de los feligreses que dan su paseo de los domingos, aparte del de los aficionados al béisbol en su camino hacia el famoso santuario, como deberíamos hacer nosotros, si no estuviéramos peleando. Casi les oigo murmurar: «Vamos a ver, ¿qué es esto? No puede ser nada bueno. Deberíamos llamar a alguien. Anda, vete a llamar. A la policía. Al 091. ¿Adónde va a llegar este condenado país?» Pero, claro, no dicen nada. Sólo se detienen y miran. Los malos tratos pueden resultar hipnotizantes.

Suelto la presa que hacía en el cuello de mi hijo y le dejo separarse, con su mofletuda cara grisácea de odio, desagrado y vergüenza. Mi presa ha afectado a su oreja izquierda, que vuelve a sangrar, con el pequeño vendaje arrancado. Cuando veo esto, me miro la mano y hay una sangre roja en el dedo medio y en la palma de la mano.

Paul me mira atónito, con la mano izquierda —la otra todavía agarra mi cámara de fotos, con la que me ha apretado las costillas— hundida ferozmente en el bolsillo de sus anchos pantalones cortos granate, como si tratara de que su furia pareciera casual. Tiene los ojos entrecerrados y brillantes, aunque con las pupilas dilatadas, al clavarse en mí.

—Todo fue una broma. Nada importante —digo. Le dirijo una sonrisa poco convincente, desesperanzada—. Vengan esos cinco.

Alzo la mano para entrechocarla con la suya, mientras la otra, manchada de sangre, se hunde en mi propio bolsillo. Los turistas con gafas de sol del aparcamiento nos continúan mirando a unos cuarenta metros de distancia.

—Dame ese jodido bate —suelta Paul, bufando, e ignora mi mano, avanza a trompicones, agarra el bate azul apoyado en la valla, abre la puerta de una patada y entra en la jaula como un hombre dispuesto a realizar una tarea que ha ido aplazando durante toda la vida. (Todavía lleva los auriculares del walkman al cuello y ha guardado mi cámara de fotos en el bolsillo de sus pantalones cortos.)

Dentro de la jaula «Dyno Express» se sitúa en la zona de bateo, con el bate apoyado en el hombro, y mira hacia abajo como si hubiera un charco de agua. De pronto se vuelve hacia mí con una cara crispada por el odio, luego vuelve a mirarse los pies como si los alineara con respecto a algo, siempre con el bate al hombro a pesar del esfuerzo para levantarlo—. Mete ese jodido dinero, Frank —grita.

—Pon el bate al otro lado, hijo —digo—. Eres zurdo, ¿lo recuerdas? Y échate un poco hacia atrás para poder hacer el swing.

Paul me lanza una segunda mirada, esta vez con expresión de absoluta traición, casi sonriendo.

—Limítate a meter el dinero —dice. Y lo meto. Introduzco las dos monedas de veinticinco centavos por la ranura.

Esta vez el aparato verde adquiere vida mucho más deprisa, como si antes yo lo hubiera despertado, con la bombilla roja luciendo mortecinamente al sol. Empieza el zumbido y toda la maquinaria vuelve a temblar, la tolva de plástico vibra y los neumáticos se ponen a girar a gran velocidad. La primera pelota blanca sale del recipiente y se desliza por el raíl metálico, desaparece y reaparece al mismo tiempo, atraviesa la zona de bateo y golpea contra la tela metálica precisamente donde estoy yo, de modo que me alejo un poco, pensando en mis dedos, aunque tengo las manos metidas en los bolsillos.

Paul, por supuesto, no intenta golpear. Se limita a quedarse mirando fijamente el aparato, de espaldas a mí, con el bate siempre detrás de la cabeza, pesado como un azadón. Lo tiene a la derecha.

—Échate un poco hacia atrás, hijo —vuelvo a decir, mientras el aparato se agita, zumba y se estremece, y lanza otro dardo que pasa junto a la tripa de Paul y se aplasta contra la tela metálica de la que ahora me mantengo apartado. (En esta ocasión Paul estaba, creo, un poco adelantado.)—. Coloca el bate en posición de golpear —digo. Hemos practicado este ritual desde que él tenía cinco años, en terrenos de juego, en el campo de batalla de la Guerra de la Independencia, en parques en Cleveland Street (aunque no recientemente).

—¿A qué velocidad llega?

No me lo dice a mí sino al aparato, puede que al destino que podría venir en su ayuda.

—A ciento veinte kilómetros por hora —digo—. Ryne Duren la lanzaba a ciento sesenta. Spahn a ciento cuarenta. La puedes golpear. No cierres los ojos. —(como hice yo). Oigo sonar el órgano: «Es inútil quedarse sentado solo en una esquina, la vida es una fiesta».

El aparato vuelve a ponerse en movimiento. Esta vez Paul se echa hacia adelante, con el bate todavía al hombro, observando, supongo, la abertura por donde va a surgir la pelota. Aunque cuando ésta lo hace, se echa un paso atrás y deja que el trueno pase y se estrelle nuevamente contra la tela metálica.

—Estabas demasiado cerca, Paul —digo—. Demasiado cerca, hijo. Te va a llevar la cabeza por delante.

—No iba tan deprisa —dice, y emite un breve relincho y hace una mueca. El aparato inicia su penúltimo lanzamiento. Paul, con el bate al hombro, mira un momento y luego, ante mi sorpresa, da un breve paso hacia adelante y vuelve la cara hacia el aparato que, como no tiene cerebro, ni corazón, ni paciencia o miedo, ni experiencia —sólo es capaz de lanzar—, despide otra pelota por su agujero negro que atraviesa el aire y alcanza a mi hijo en plena cara y le derriba patas arriba con un terrible y sonoro ¡plaf! Después de eso, cambia todo.

En un tiempo que no parece tiempo sino un ruido sólido de motor en el oído, atravieso la puerta de metal para llegar a la hierba que hay a su lado; es como si me hubiera empezado a mover antes de que le golpeara la pelota. Me pongo de rodillas, le agarro por los hombros, que están muy tensos, con los codos a los lados. Tiene las dos manos en la cara —tapando los ojos, la nariz, las mejillas, la mandíbula, la barbilla—, y debajo de ellas hay un sonido prolongado, casi continuo, de «¡Aaay!», un sonido que hace él, acurrucado en la zona de lanzamiento, con las rodillas encogidas, un bulto duro y dolorido centrado en un intenso dolor que no puedo distinguir, aunque quiero, mientras tiendo unas manos impotentes y el corazón me resuena en los oídos como un cañón; la piel erizada, húmeda.

—Vamos a verlo, Paul —digo yo, un octavo más alto, tratando de hablar tranquilamente—. ¿Te encuentras bien?

La quinta pelota me golpea en la nuca, rebotando secamente en la tela metálica.

—¡Aaay, aaay, aaay!

—Vamos a verlo, Paul —digo, con el aire entre él y yo extrañamente cargado—. ¿Te encuentras bien? Vamos a verlo, Paul, ¿te encuentras bien?

—¡Aaay, aaay, aaay!

La gente. Oigo sus pasos en el cemento.

—Que alguien llame inmediatamente a una ambulancia —dice alguien—. El golpe ha resonado hasta en Albany.

—¡Dios santo! ¡Dios santo!

Suena la puerta. Zapatos. Respiraciones. Vueltas de pantalones. Unas manos. Olor a guante de béisbol. Chanel número 5.

—¡Ooooh! —dice Paul con una profunda exhalación que indica dolor, y se vuelve de lado, con la cara tapada todavía con las manos, la oreja sangrándole todavía desde que le agarré con demasiada fuerza.

—Paul —digo, con todo el aire todavía rojizo—, déjame que vea, hijo.

La voz me desfallece un poco, y le tamborileo el hombro con los dedos, como si le pudiera despertar y conseguir que pasara algo distinto, algo no tan malo.

—Frank, ya viene una ambulancia —dice alguien entre las piernas, las manos, las respiraciones que me rodean; alguien (aparte de mi hijo) que sabe que me llamo Frank. Un hombre. Oigo más pasos y levanto la vista asustado. Braves y A en el exterior de la tela metálica, con sus mujeres al lado, la cara con expresión preocupada.

—¿No llevaba puesto el casco? —oigo que pregunta alguien.

—No, no lo llevaba —digo yo en voz alta a quien sea—. No llevaba nada puesto en la cabeza.

—¡Aaay, aaay! —vuelve a gritar Paul, con la cara tapada con las manos, su pelo castaño apoyado en el sucio punto de bateo blanco. Son gritos que desconozco, gritos que nunca han sonado junto a mi oído.

—Paul —digo—. Paul, no te muevas, hijo mío.

Noto como si no hubiera nada que le fuera a proporcionar ayuda. Aunque no muy lejos oigo sonar una sirena, después el ruido de un motor, luego otra vez la sirena.

—Muy bien, estupendo —dice alguien. Soy consciente de más pisadas. Agarro con fuerza el hombro de Paul; está de espaldas a mí, notando lo duro que se le ha puesto el cuerpo, cómo se concentra exclusivamente en la herida.

—Frank, deja que estas personas traten de ayudarte —dice alguien—. Le van a atender. Déjales que le atiendan.

Es lo peor. Lo peor que podía pasar.

Me levanto dándome vueltas la cabeza, y doy unos pasos hacia atrás entre los demás. Alguien me agarra el antebrazo con una mano muy grande, ayudándome amablemente a retirarme, mientras una blanca rechoncha con camisa blanca, unos pantalones cortos azules ajustados, un culo enorme, y luego un hombre más delgado vestido igual pero con un estetoscopio colgado del cuello, se abren paso, se ponen a cuatro patas encima del césped artificial y empiezan a someter a mi hijo a un reconocimiento que no veo, pero que hace que Paul grite:

—¡Noooo! —Y luego—: ¡Aaay! —de nuevo. Me echo hacia adelante y me encuentro diciéndoles a las personas que ahora me rodean por completo:

—Déjenme que hable con él, déjenme que hable con él. Todo irá bien —como si se pudiera convencer a Paul de que no está herido.

Pero el que está aquí y me conoce —un hombre corpulento—, dice:

—Espera aquí un momento, Frank, estate quieto. Le atenderán. Será mejor que te mantengas aparte y les dejes a ellos.

Y eso es lo que hago. Me quedo entre los presentes mientras reaniman y atienden a mi hijo, con el corazón saliéndoseme del pecho, justo encima de la tripa, y los dedos fríos y sudorosos. El hombre que me ha llamado Frank sigue sujetándome el brazo, sin decir nada, aunque de pronto me vuelvo hacia él y miro su alargada cara judía, sus grandes ojos negros detrás de las gafas, y un cráneo calvo bronceado, y digo, como si tuviera derecho a saberlo:

—¿Quién es usted?

Sin embargo, las palabras resultan inaudibles.

—Soy Irv, Frank. Irv Ornstein. El hijo de Jake.

Sonríe disculpándose y me aprieta el brazo con más fuerza.

Por lo que sea, el aire ahora deja de estar rojo. Un nombre —Irv— y una cara (cambiada) del lejano pasado. Skokie, 1964. Irv —el bondadoso hijo del bondadoso marido número dos de mi madre, mi hermanastro—, que se fue con su padre a Phoenix después de la muerte de mi madre.

No sé qué decirle a Irv, y me limito a mirarle como si fuera un fantasma.

—No es el mejor momento para volver a vernos, lo sé —dice Irv a mi cara sin voz—. Te vimos en la calle esta mañana, junto al cuartel de bomberos, y le dije a Erma: «Yo conozco a ese tipo». El herido debe de ser tu hijo.

De hecho Irv está susurrando y lanza una mirada temerosa a los socorristas arrodillados junto a Paul, que vuelve a gritar:

—¡Nooooo!

—Es mi hijo —digo, e inicio un movimiento hacia él, pero Irv me retiene una vez más.

—Dales un par de minutos más, Frank. Saben lo que están haciendo.

Miro hacia el otro lado, y hay una mujer atractiva, menuda, de pelo como el trigo, de unos treinta años y pico, que lleva una especie de traje de una sola pieza, amarillo y color albaricoque, con aspecto de ser de plástico y que parece el traje de un astronauta. Me agarra el otro brazo como si me conociera tan bien como Irv y los dos se hubieran puesto de acuerdo para protegerme. Podría hacer pesas o ser monitora de aerobic.

—Soy Erma —dice, y parpadea como una chica del guardarropas—. Soy la novia de Irv. Estoy segura de que no será nada grave. Sólo está asustado, pobrecillo.

Baja la vista hacia los dos socorristas agachados junto a mi hijo, y la cara expresa duda, y el labio inferior simpatía. Es suyo el Chanel número 5 que olí.

—Es el ojo izquierdo —oigo que dice uno de los socorristas.

Luego Paul dice:

—¡Oooh!

Luego, detrás mí, alguien dice:

—Vaya.

Algunos de los Braves y los A ya empiezan a dispersarse.

—Dicen que es el ojo —explica otra mujer.

—Probablemente no llevaba casco protector —dice otra persona. Luego otra dice:

—Ahí pone Clero. A lo mejor es un pastor.

—¿Dónde vives ahora, Frank? —dice Irv, susurrando todavía confidencialmente. Su mano parece rodearme el antebrazo. Es un tipo corpulento, bronceado, peludo, con aire de ingeniero, que lleva unos pantalones de chándal azules de diseño con ribete rojo y un jersey de cuello redondo amarillo sin nada debajo. Es mucho más grande de lo que recordaba cuando íbamos a la universidad; yo a Michigan, él a Purdue.

—¿Qué? —Oigo que la voz me suena más tranquila de lo que me encuentro—. En New Jersey. En Haddam, New Jersey.

—¿Y a qué te dedicas? —susurra Irv.

—A los bienes raíces —digo, luego le vuelvo a mirar de repente, y me fijo en su despejada frente, en sus labios finos pero de expresión simpática. Le recuerdo perfectamente y, al mismo tiempo, no tengo idea de quién demonios es. Miro la mano de dedos peludos que me sujeta el brazo, y veo que tiene un anillo con un diamante el meñique.

—Precisamente estábamos hablando de ti cuando se golpeó tu chico —dice Irv, haciendo un gesto hacia Erma.

—Eso está bien —digo, mirando la espalda, donde se marca un sostén enorme, de la socorrista, como si esa parte suya fuera la que primero me indicaría algo significativo. Se estira en este instante y se vuelve hacia nosotros y las otras dos o tres personas que todavía hay alrededor.

—¿Hay alguien responsable de este chico? —dice, con un acento duro del sur de Boston, y saca un gran walkie-talkie que lleva sujeto a un cinturón.

—Soy su padre —digo yo, sin aliento, y aparto a Irv. Me apunta con el walkie-talkie, con el dedo encima del botón de hablar, como si esperase que yo quisiera hablar.

—Bueno, verá —dice con su voz grave. Es una mujer de unos cuarenta años, puede que más joven. En el cinturón lleva todo un instrumental médico—. Bien, así está la cosa —dice, con tono de eficacia—. Es preciso llevarle a Oneonta lo más pronto posible.

—¿Qué le pasa? —digo, en voz demasiado alta, aterrorizado de que diga que le ha quedado inservible el cerebro.

—Bien, ¿le ha golpeado una pelota de béisbol?

Aprieta el botón del walkie-talkie, haciendo que produzca un chirrido como de estática.

—Sí —digo yo—. Olvidó ponerse el casco.

—Bien, le ha golpeado en el ojo. ¿De acuerdo? Y la verdad es que no puedo decirle si ve mucho con él, porque está hinchado y lleno de sangre, y no lo quiere abrir. Pero es necesario que lo vea alguien de inmediato. A los que tienen lesiones de ojo los llevamos a Oneonta. Son especialistas.

—Le llevaré yo en coche.

El corazón me late con fuerza. Cooperstown ni siquiera es una ciudad de verdad para lesiones de verdad.

—Tendrá que firmarnos un permiso si se lo lleva usted ahora —dice—. Nosotros le llevaríamos en veinte minutos, y usted tardará más, y además mantendremos sus constantes controladas.

Veo su nombre en una placa plateada: Oustalette (necesitaré recordarlo).

—De acuerdo, muy bien. Entonces yo iré con ustedes.

Me agacho para ver a Paul, pero sólo distingo sus piernas al aire y sus Reebok con el relámpago, y los calcetines naranja y el bordillo de sus pantalones cortos granates detrás del otro socorrista, que todavía está arrodillado a su lado.

—Nuestro seguro no autoriza eso —dice ella, en tono neutro—. Tendrá que ir en otro vehículo.

Vuelve a apretar el botón rojo. Tiene prisa por irse.

—Muy bien. Les seguiré en mi coche —sonrío tímidamente.

—Frank, déjame que te lleve yo —dice Irv Ornstein a mi lado y con gran autoridad, volviendo a agarrarme el brazo como si me fuera a escapar.

—Muy bien —dice la señora Oustalette, y se pone a hablar por su gran Motorola sin siquiera darse la vuelta—. ¿Cooperstown dieciséis? Llevamos a un joven de raza blanca, sexo masculino, a urgencias de A. O. Fox Oftalmología.

Hay un momento en el que oigo el motor en punto muerto de su ambulancia, y dos bateos en rápida sucesión al otro lado de la valla del estadio. Luego pasan cinco reactores inmensos atronando por encima de nosotros; vuelan bajo y absurdamente juntos, con las alas como hojas de cuchillo, mientras un trueno les sigue como un latido del corazón. Todos los presentes miramos hacia arriba, sobresaltados. Todos los aviones son azul oscuro y se destacan sobre el cielo azul de la mañana. (¿Quién creería que todavía es por la mañana?) La señora Oustalette ni siquiera levanta la vista mientras espera la confirmación.

—Los Ángeles Azules —dice Irv a mi oído ensordecido—. Demasiado bajos. Hacen una demostración aquí mañana.

Me aparto de él, con los oídos sordos, y me dirijo hacia Paul. El otro socorrista se ha apartado y Paul está tumbado de espaldas, solo, pálido como la cera, tapándose los ojos con las manos, el estómago blando debajo de su camiseta de Clero, que sube y baja al ritmo de su respiración. Emite un gruñido sordo de dolor.

—¿Paul? —digo, mientras los Ángeles Azules rugen a lo lejos por encima del lago.

—¡Ay! —es todo lo que dice.

—Sólo eran los Ángeles Azules que pasaron volando por encima. Te vas a poner bien.

—¡Ay! —vuelve a decir, sin mover las manos, con los labios entreabiertos y secos; la oreja ahora no le sangra, y su tatuaje del «insecto» es lo que mejor veo; su concesión a los misterios del siglo que viene. Paul huele a sudor, y suda intensamente y está frío, lo mismo que yo.

—Soy papá —digo.

—Vale, ¡ay!

Busco en el bolsillo de sus pantalones cortos y saco cuidadosamente mi cámara de fotos. Pienso en quitarle los auriculares de su walkman, pero no lo hago. No se mueve, aunque las playeras se agitan a un lado y a otro sobre el césped falso. Pongo los dedos en la línea blanca donde termina el moreno de sus muslos.

—No tengas miedo de nada —digo.

—Ahora estoy bien —dice Paul, en sordina, bajo las manos con que se tapa, pero claramente—. Estoy bien de verdad —respira a fondo por la nariz y mantiene el aire durante un largo y doloroso momento, luego lo deja salir lentamente. No veo su ojo dañado y tampoco quiero, aunque lo miraría si él me lo pidiera. Dice, como en sueños—: No les des esos regalos a mamá y Clary, ¿de acuerdo? Son una mierda.

Está demasiado tranquilo.

—De acuerdo —digo—. Mira, vamos a ir al hospital de Oneonta. Iré contigo. En otro coche.

Nadie, supongo, le ha dicho que va a ir a Oneonta.

—Bueno —dice él. Se quita una mano de un ojo gris, el que no está herido, y me mira, con el otro ojo protegido de la luz y de mi vista—. ¿Tendrás que contarle esto a mamá?

Me guiña su único ojo.

—No te preocupes —digo, con la sensación de despegar de la tierra—. Haré que parezca una broma.

—Vale —cierra el ojo—. Ahora ya no iremos al Salón de la Fama —dice, casi inaudiblemente.

—Nunca se puede asegurar —digo—. La vida es larga.

—Claro.

Oigo el sonido de una camilla y la voz de experto de Irv que dice:

—Abran paso. Apártate, Frank. Déjales que hagan su trabajo.

—Nos veremos allí —digo. Pero Paul no contesta nada.

Me pongo de pie y me echo atrás, con mi Olympus en la mano. Paul vuelve a perderse de vista, mientras la señora Oustalette empieza a deslizar la camilla debajo de él. Oigo que dice:

—¿Todo bien?

Irv continúa manteniéndome aparte.

—Paul Bascombe —oigo que responde Paul a la pregunta de alguien, y luego—: No —con respecto a si tiene alergias, si se medica o padece otras enfermedades. Luego le suben a la camilla plegable, mientras Irv sigue manteniéndome aparte dentro de la jaula de bateo, donde todavía estamos. Ahora quedan pocas personas. Un Brave y su mujer me miran cautelosamente desde fuera. No les culpo.

Alguien dice:

—¿Preparados? Pues adelante.

Y Paul se aleja, bajo una manta, tapándose todavía con una mano el ojo como un herido de guerra. Le sacan por la puerta de la jaula y atraviesan el asfalto en dirección a la ambulancia amarilla; una furgoneta Dodge Ram con antenas, proyectores, luces girando arriba.

Miro, junto a Irv, cómo cargan la camilla y cierran las puertas. Los dos socorristas rodean el vehículo y se suben sin precipitarse demasiado. La sirena vuelve a sonar con fuerza, pero brevemente, para despejar el camino, luego el motor, con un sonido profundo y reverberante, se pone en marcha, se encienden más luces y el enorme vehículo avanza lentamente, se detiene, hace un giro, luego vuelve a ponerse en marcha, y rápidamente ha desaparecido en dirección a Main Street sin utilizar la sirena.