El Deerslayer es tan perfecto como yo esperaba: un amplio edificio construido sin plan definido, asimétrico, de estilo Victoriano, con mansardas festoneadas de amarillo, porches con barandillas de madera, escalones que rechinan y llevan a alargados corredores sombreados que huelen a desinfectante, pequeñas camas gemelas con cabecero metálico, ventilador de mesa y un baño al final del descansillo.
En el piso bajo hay un cuarto de estar grande y soñoliento con sofás con fundas que huelen a viejo, una antigua espineta con la pintura saltada, y una biblioteca de «préstamo». En el sombrío comedor se sirve la cena entre las 5.30 y las 7. («¡No se retrase, por favor!»). Sin embargo, y desgraciadamente, no hay bar, ni cócteles a los que invite la casa, ni canapés, ni tele. (Yo lo había embellecido un tanto, pero ¿quién podría reprochármelo?) Aun así, todavía me parece el sitio perfecto donde un hombre puede dormir con un chico quinceañero en la misma habitación sin despertar sospechas.
Sin la copa, pues, me tumbo en el colchón demasiado blando, mientras Paul va de «exploración». Relajo los maxilares, contorsiono un poco la espalda, muevo los dedos de los pies a la brisa del ventilador de mesa, y espero que el sueño me domine como a un bosquimano el crepúsculo. Con este fin intento una vez más relacionar nuevos elementos sin sentido que se infiltran en mi cerebro como anestesia. Es hora de desempolvar a nuestra Sally Caldwell… Lamento haber dirigido tu erección, carapijo… Tú serías un perfecto doctor Zhivago, tú, el desconocido de Susquehanna… Y me pierdo en un túnel a oscuras antes incluso de darle la bienvenida.
Y entonces, antes de lo que quería, emerjo con una sensación de suave vértigo en la noche, solo, sin mi hijo cerca.
Durante cierto tiempo me quedo tumbado, quieto, mientras una fresca brisa del lago circula entre las píceas y los olmos y penetra en la habitación mezclándose con el zumbido del ventilador. En algún punto cercano, un matamosquitos los tuesta a uno tras otro —son mosquitos grandes como reactores de los bosques del norte—, y encima de mí, en el techo, un detector de incendios emite su lucecita roja en la oscuridad.
De unos pisos más abajo llegan ruidos de tenedores y platos, de sillas que se arrastran por el suelo, de risas apagadas seguidas de pasos que suben la escalera y pasan por delante de mi puerta; el sonido de una puerta que se cierra y a continuación una cisterna que se descarga: el agua circula por la tubería y salpica en la taza. Luego la puerta se vuelve a abrir y nuevos pasos pesados se pierden en la noche.
A través de una pared, oigo que alguien hace un sonido semejante al que debo de estar haciendo yo: una respiración sonora, sostenida, intensa. Alguien toca «Inchworm» en la espineta. Oigo abrirse la puerta de un coche en el aparcamiento cubierto de grava que hay debajo de mi ventana —el amortiguado pi, pi, pi de la señal interior de «puerta abierta»—, luego a un hombre y una mujer que hablan en voz baja, afectuosamente.
—Este sitio es regalado, la verdad —dice el hombre en un susurro, como si no quisiera que se enterasen los demás.
—Desde luego. Bueno, ¿qué hacemos? —dice la mujer, y suelta una risita—. ¿Adónde podríamos ir?
—A cualquier parte —dice él—. De pesca, a jugar al golf, a cenar, a follar con tu propia mujer. Lo mismo que en casa.
—Elijo la opción número cuatro —dice ella—. En casa nunca tengo suficiente.
Vuelve a soltar otra risita. Luego ¡bang!, se cierra el maletero; ¡clic!, la alarma se activa; ¡tras, tras!, sus pasos en la grava camino del lago. Hablan de casas. Estoy seguro. Mañana echarán una ojeada a los anuncios, consultarán con un agente, estudiarán algunos registros de ofertas, verán una casa, puede que dos, para hacerse una idea, discutirán sobre una posible rebaja, luego andarán como en sueños por Main Street y no volverán a pensar en ello nunca más. No siempre es así. Hay quienes firman cheques de mucho dinero sobre la marcha, hacen que les manden los muebles, se construyen toda una nueva vida en quince días; y entonces lo piensan mejor, después de lo cual vuelven a poner la casa en venta con la misma agencia, y al final acaban perdiendo dinero, aunque de este modo, gracias al proceso de error y reajuste, la economía se mantiene a toda máquina. En este sentido, la agencia inmobiliaria no sirve para encontrar la casa de los sueños, sino para librarse de ella.
Pienso en Paul y me pregunto dónde podrá estar, de noche, en una ciudad desconocida pero libre de peligros. A lo mejor ha establecido unos lazos de por vida con la banda de chicos del cruce de Main con Chestnut, y se han ido todos juntos a cualquier local sórdido a cenar patatas fritas, gofres y hamburguesas a costa de él. A lo mejor, a fin de cuentas, es que le faltan amigos en Deep River, donde todo quisque tiene pinta de formar parte del mundo de los adultos. En Haddam las cosas irían mejor.
—¡Nada de eso! —oigo que dice la voz nasal de una mujer, que sube los rechinantes escalones del tercer piso—. Se lo dije a Mark —«Merk»—, que por qué no se trasladaba a la ciudad, donde podríamos cuidar de ella, y papá no tendría que conducir tanto para que le hicieran su diálisis. Sin ella, está completamente desvalido.
—¿Y qué contestó Mark a eso? —dice la voz igualmente nasal de otra mujer, sin auténtico interés; los pesados pasos se alejan de mi puerta hacia el fondo del pasillo.
—Bueno, ya conoces a Mark. Es un majadero —una llave en una cerradura, una puerta que se abre—. No dijo gran cosa. —¡Plaf!
Como he echado la siesta vestido (un lujo irresistible), sólo me cambio de camisa, me pongo los zapatos, estiro la columna vertebral adelante y atrás, me dirijo con paso poco firme al cuarto de baño común debido a una necesidad y para lavarme la cara, y luego bajo al piso de abajo para ver cómo están las cosas, localizar a Paul y buscar un sitio donde cenar; es demasiado tarde para hacerlo en el hotel: espaguetis, ensalada, pan de ajo, tapioca, todo cálidamente recomendado en la carta de menús de la semana que dejaron encima de la cómoda de mi habitación. («Ñam, ñam», es un comentario escrito a lápiz por un cliente anterior.)
En la larga sala de estar enmoquetada de marrón, todas las antiguas lámparas con pantalla de pergamino están alegremente encendidas y hay varios huéspedes enfrascados en partidas de juegos de sobremesa o resolviendo crucigramas, o leen el periódico o libros de la biblioteca, pero hablan poco. Una vela que huele demasiado a canela arde en una esquina, y sobre la fría chimenea cuelga un retrato oscuro de tamaño natural de un hombre completamente vestido de cuero con una expresión estúpida, de circunstancias, en su cara en forma de U. Se trata del mismísimo Deerslayer, el Terror de los Venados. Un tipo grandullón, de cierta edad, orejas alargadas, manos grandes y pinta de sueco, charla en tono confidencial con un japonés de la «cirugía traumática» y de hasta dónde estaría dispuesto a llegar para evitarla. Y al otro lado de la sala, una mujer caballuna, de edad madura, con acento sureño y que lleva puesto un vestido de lunares rojos, está sentada al piano, hablando en voz demasiado alta con otra mujer que lleva un collarín ortopédico. Los ojos de la mujer de lunares rojos barren la sala a todo lo largo con ganas de saber quién la podría estar escuchando y mostrarse tremendamente interesado por lo que habla, que es sobre si una se puede fiar de un hombre guapo que está casado con una mujer no demasiado guapa.
—Poner un candado enorme en mi vitrina de la porcelana, sería lo primero que haría yo —dice, en voz alta. Me observa mientras sigo en la entrada, contemplando muy contento la imagen de la vida tranquila del hotel (exactamente igual a como la imaginaría un posible comprador del establecimiento: todas las habitaciones ocupadas, todos los recibos de las tarjetas de crédito guardados en la caja fuerte, ninguna devolución, todo el mundo en la cama a las diez). Los ojos de la mujer me atraviesan. Me obsequia con una sonrisa espantosa, toda dientes, y saluda con la mano en mi dirección como si me conociera de Bogalusa o Minter City; a lo mejor sólo reconoce a otro sureño (porque llevamos los hombros caídos con aire de sumisión)—. ¡Oiga! ¡A usted le digo! ¡Venga aquí, que le he visto! —grita hacia la entrada; los anillos le brillan, le tintinean las pulseras. Devuelvo el saludo con la mano todo amabilidad, pero, por temor a terminar junto al piano con los sesos hechos papilla, hago mutis discretamente y luego bajo la escalera del vestíbulo para hacer unas llamadas.
Me gustaría llamar a Sally y debería oír mi contestador. A lo mejor los Markham han vuelto de su escapada, y Karl podría haberme llamado para decir que todo iba bien. Estos asuntos, por suerte, se me han ido de la cabeza desde hace horas, pero no he notado mucho alivio.
Alguien (sin duda la pesada sureña) ha empezado a tocar «Lullaby of Birland», a un ritmo lento y lúgubre, de modo que la atmósfera de la planta uno, de pronto parece perfectamente calculada para conseguir que todo el mundo se vaya a la cama.
Espero los mensajes, mirando un diagrama que ilustra los cinco pasos que salvarán a cualquiera que se haya atragantado, y toqueteando un montoncito de entradas color rosa para un restaurante con espectáculo de Susquehanna, Pennsylvania. Esta noche representan Annie, coge tu fusil, y los programas de encima de la mesa del teléfono están llenos de elogios de la crítica: «Todos los actores son de primera categoría» —Press &; Sun Bulletin, de Binnghampton—; «Supera a Cats» —el Times, de Scranton—; «Esa chica sabe qué hacer con las piernas» —Republican, de Cooperstown. No puedo evitar imaginarme la reseña de Sally: «Mi grupo de moribundos adictos a los estrenos pedía más. Nos reímos, lloramos, estuvimos a punto de palmarla» —Boletín de Apoteosis Final.
Biiip.
—Oiga, señor Bascombe, soy Fred Koeppel y le vuelvo a llamar desde Griggstown. Ya sé que es fiesta, pero me gustaría que hiciera algo con mi casa lo más pronto posible. A lo mejor la enseño el lunes si conseguimos ponernos de acuerdo en lo de la comisión…
Clic. Me remito a lo dicho anteriormente.
Biiip.
—Oye, Frank, soy Phyllis —una pausa mientras se aclara la garganta, como si hubiera estado dormida—. East Brunswick fue una auténtica pesadilla. Una pesadilla. ¿Por qué no nos lo dijiste? A Joe le cogió la depre después de la primera casa. Creo que puede venirse abajo del todo. De modo que hemos reconsiderado lo de la casa de Hanrahan, y estoy dispuesta a cambiar de idea sobre ella, me parece. Nada dura siempre. Si no nos gusta, la podemos vender. De todos modos, a Joe le gustó. Dejaré de preocuparme por la cárcel. Llamo desde una cabina —un profundo cambio se produce en su voz (¿qué significa?)—. Joe está dormido. En este momento estoy tomando una copa en el bar del Raritan Ramada. ¡Vaya día! —Joder, vaya día! —Otra breve pausa que posiblemente representa un balance de la economía de los Markham—. Me gustaría poder hablar contigo. Pero… Espero que oigas este mensaje esta noche y nos llames por la mañana para que podamos hacer nuestra oferta al viejo Hanrahan. Siento que Joe sea así. No es fácil de tratar, me hago cargo —una tercera pausa durante la que le oigo decir a alguien—: Sí, claro —luego—: Llámanos al Ramada. 201-452-6022. Probablemente dormiré hasta muy tarde. No podríamos soportar esa otra ciudad. Espero que tú y tu hijo lo paséis muy bien juntos.
Clic.
Aparte de la nostalgia producto del alcohol (que paso por alto), nada sorprendente. East Brunswick es bien conocido por su espantosa uniformidad y decadencia. No es una alternativa viable a Penns Neck, aunque me sorprende que los Markham hayan dado su brazo a torcer tan pronto. Es una pena que no puedan haber dado un salto hasta Susquehanna para disfrutar de Annie y pollo piccante. Hubieran reído, hubieran llorado, y Phyllis hubiera encontrado un modo de empezar a dejar de preocuparse por la cárcel del fondo de su jardín. Claro que no me sorprendería que la casa «del viejo Hanrahan» fuera ya historia en cuestiones inmobiliarias. Las buenas ocasiones no esperan a que a los indecisos deshojen la margarita, ni siquiera tal como está la economía.
Hago inmediatamente una llamada a Penns Neck para alertar a Ted de una oferta a primera hora de la mañana. (Encargaré a Julie Loukinen que se ocupe.) Pero el teléfono hace ring y ring y ring y ring. Vuelvo a marcar, teniendo cuidado en representarme mentalmente todos los números, dejo que el aparato haga ring lo menos treinta veces mientras miro el reloj de caja y el retrato del general Doubleday del otro lado del vestíbulo, la puerta abierta que da a la noche, y más allá, a través de los árboles, las luces que brillan de otro hotel más lujoso en la orilla opuesta del lago, un sitio que no vi esta tarde. Todas las hileras de ventanas están cálidamente encendidas, faros de coches van y vienen como en un ostentoso casino a orillas del mar de un lejano país. En el porche del Deerslayer se balancean los altos respaldos de las enormes mecedoras donde mis compañeros de alojamiento digieren los espaguetis de la cena, murmuran y chismorrean a propósito de los acontecimientos de la jornada: algo tremendamente divertido que soltó el hijo de uno delante del busto de Heinie Manusch, algo más sobre los pros y los contras de montar una copistería en una ciudad como ésta, algo más sobre el gobernador, al que uno, probablemente también demócrata, se refiere muriéndose de risa como «el más tonto de Boston».
Pero no contesta nadie en Penns Neck. Ted debe de haber ido a una fiesta en casa de algún vecino con motivo del Día de la Independencia.
Marco el número de Sally, porque me dijo que la llamase y porque tengo la intención de reanudar nuestras relaciones amorosas en el mismo instante en que deje a Paul en Nueva York, un momento que ahora parece a años luz de distancia, pero que no lo está. (Con los niños todo pasa en un plisplás; el ahora no existe, sólo un después, a partir del cual uno queda preguntándose qué pasó y tratando de imaginarse si es posible que vuelva a pasar para estar atento entonces.)
—Diga-a —dice Sally, con una voz alegre, alada, como si justamente estuviera en el jardín, tendiendo la ropa un día soleado.
—Hola —digo, aliviado y contento de que alguien responda—. Soy yo, otra vez.
—¿Eres yo otra vez? Bueno. ¿Cómo estás, yo? ¿Todavía un poco disperso? En la playa hace una noche maravillosa. Me gustaría que pudieras acercarte por aquí. Estoy en el porche, oyendo música, he tomado radicchio y setas esta noche, y he bebido un poco de un agradable Duck’s Wing fumé blanco. Espero que os lo paséis igual de bien en donde estéis. ¿Dónde estáis?
—En Cooperstown. Y las cosas van bien. Estupendamente. Deberías estar aquí —imagino una pierna larga y brillante, un zapato (dorado, decido) colgando por encima de la barandilla del porche, en la oscuridad, un gran vaso brillante en su mano perezosa (una noche ideal para los que les gusta beber)—. ¿Tienes compañía?
La aprensión me refrena la voz; yo mismo la oigo.
—Nada de eso. Nadie. Esta noche no ha escalado los muros ningún pretendiente.
—Mucho mejor.
—Eso parece —dice Sally, aclarándose la voz exactamente igual que hizo Phyllis—. Eres muy amable al llamarme. Siento haberte hecho preguntas sobre tu antigua mujer. Fue indiscreto y poco sensible por mi parte. No lo volveré a hacer.
—Sigo queriendo que vengas aquí.
Esto no es literalmente cierto, aunque no está lejos de ser verdad. (Estoy seguro de que, de todos modos, no vendrá.)
—Bueno —dice Sally, como si estuviera sonriendo a oscuras, con la voz haciéndosele más débil, luego recuperando la energía—. Estoy pensando en ti seriamente, Frank. Aunque hayas sido grosero, o al menos estuvieras raro, hoy por teléfono. A lo mejor no lo podías evitar.
—Es posible que no —digo—. Pero es algo estupendo. También yo he estado pensando seriamente en ti.
—¿De verdad?
—No sabes cuánto. He pensado que ayer por la noche tú y yo llegamos a una encrucijada y tomamos la dirección equivocada —algo al fondo de South Mantoloking me lleva a pensar que oigo romper las olas en la playa, un sonido delicioso que me falta aquí, en el húmedo vestíbulo del Deerslayer; aunque probablemente se trate de que las pilas del teléfono inalámbrico de Sally están bajas—. Pienso que debemos hacer algunas cosas de modo muy diferente —digo.
Sally toma un sorbo del fumé blanco justo pegada al auricular.
—He pensando en lo que dijiste sobre el querer a alguien. Y creo que fuiste muy sincero. Pero también me pareció muy frío. No creerás que eres un hombre frío, ¿verdad?
—Nadie me ha dicho nunca que lo fuera. Me han achacado otros muchos defectos.
Algunos muy recientemente. Quien estaba tocando «Lullaby of Birdland» en el cuarto de estar se interrumpe y cambia bruscamente a «The Happy Wanderer» interpretado como un allegretto, con notas graves desafinadas y metálicas. Alguien acompaña dos acordes con las palmas, luego lo deja. Un hombre del porche se ríe y dice:
—Yo creo que ese vagabundo feliz de la canción soy yo.
—De modo que he tenido una extraña sensación toda la tarde —dice Sally— sobre lo que dijiste y lo que te dije yo, acerca de que no te comprometías y eras resbaladizo. Que es como eres. Pero luego tuve unos intensos sentimientos hacia ti, ¿debería abandonarme a ellos? ¿Si tengo la oportunidad? Creo que veía las cosas mejor cuando era más joven. Siempre pensé que podría alterar el curso de las cosas si quería. ¿No hablaste de una marea o algo que te traía hacia mí? Había mareas en lo que dijiste.
—Dije que me atraías como una marea. Y me atraes.
Llegados a este punto, posiblemente debiéramos comprometernos más y ser menos resbaladizos. Alguien (una mujer) se pone a cantar muy alto «Tarai tarará» con una voz trémula, luego suelta una carcajada. Posiblemente sea la gritona de los lunares que me lanzó aquella mirada tremenda.
—¿Qué significa que te atraigo como la marea? —dice Sally.
—Resulta difícil de explicar. Es algo fuerte y persistente, en todo caso. Estoy seguro de ello. Creo que es más difícil explicar lo que te gusta que lo que no.
—Bien —dice Sally, casi con tristeza—. Ayer por la noche yo pensé que una marea me llevaba hacia ti. Sólo que no pasó eso. Conque no estoy muy segura. Es en lo que he estado pensando.
—No es malo que te lleve hacia mí, ¿no?
—Creo que no. Pero me pone nerviosa, y no estoy acostumbrada a estar nerviosa. No es propio de mí. Me monté en el coche y conduje hasta Lakewood y vi Los muertos. Luego tomé mi radicchio y setas en Johnny Matassa’s, donde tú y yo nos vimos por primera vez.
—¿Te sientes mejor? —digo yo, toqueteando dos entradas para Annie, preguntándome si algún personaje de Los muertos la habrá hecho pensar en mí.
—No del todo. No, todavía no consigo entender si la trayectoria inalterable va hacia ti o se aleja de ti. Es un dilema.
—Te quiero —digo, y me quedo completamente sorprendido. Una marea de otra naturaleza me acaba de arrastrar a aguas muy profundas, posiblemente oscuras. Esas palabras no son falsas, o no las considero falsas, pero no era necesario que las dijera en este mismo momento (aunque sólo un gilipollas se retractaría de ellas).
—Perdona —dice Sally, bastante razonablemente—. ¿Cómo? ¿Qué?
—Me has oído.
Ahora el o la pianista del cuarto de estar está tocando «The Happy Wanderer» mucho más alto; aporrea las teclas. El japonés que había estado oyendo todo aquello sobre la cirugía traumática sale sonriendo del cuarto de estar, pero deja de sonreír en cuanto llega al vestíbulo. Me ve y mueve la cabeza como si fuera responsable de la música y no la pudiera interrumpir. Se dirige a la escalera. Paul y yo estaremos bien en el tercer piso.
—¿Qué significa eso, Frank?
—Comprendí que necesitaba decírtelo. Por eso lo hice. No sé todo lo que significa —y no exagero—, pero sé que eso no importa.
—Pero ¿no me dijiste que tenías que fabricar a una persona para poder quererla? ¿Y no me dijiste que ésta era una fase de tu vida que probablemente nunca recordarías después?
—Puede que esa fase haya terminado, o esté cambiando —me siento muy nervioso y remilgado por decir eso—. Pero en cualquier caso nunca te podría fabricar. Ni siquiera sería posible. Te lo dije esta tarde.
Me pregunto, sin embargo, qué habría ocurrido si hubiera empezado aquella frase con una negación. Entonces, ¿qué? ¿Es posible que sea ése el modo en que evoluciona la vida a mi edad? ¿Que un simple tropezón te haga abandonar la luz para hundirte en las tinieblas? ¿Uno se da cuenta de que quiere a alguien al tratar de conjugar el verbo en la forma positiva? ¿Sin que intervenga el yo o la razón? Si es así, no me parece que valga gran cosa.
Hay una pausa en la línea, durante la que Sally está, comprensiblemente, pensando. Tengo muchísimas ganas de preguntarle si me podría querer, puesto que daría a ese término un sentido diferente del mío, lo que estaría bien. Podríamos aclarar las diferencias. Pero no pregunto nada.
«The Happy Wanderer» termina con gran estrépito y sigue un silencio absoluto y liberador en el cuarto de estar. Oigo los pies del japonés en el crujiente suelo del descansillo, encima de mí, luego una puerta que se cierra. Oigo que recogen cacharros en la cocina, al otro lado de la pared. En el porche a oscuras las grandes mecedoras todavía se balancean, con sus ocupantes mirando con aire de circunstancias el hotel más agradable de enfrente, que es demasiado caro para ellos y probablemente no valga lo que cuesta.
—Es muy raro —dice Sally, volviendo a aclararse la voz como si fuera a dejar el tema del amor, lo que me parece muy bien—. Después de hablar hoy contigo, desde donde estuvieras, y antes de ir a ver Los muertos, di un paseo por la playa… Me preguntaste por los gemelos de Wally, y la idea no se me iba de la cabeza. Y cuando volví a casa llamé a su madre, a Lake Forest, y le pregunté dónde estaba Wally. Se me ocurrió que, por lo que fuera, ella siempre lo había sabido y no me lo quería decir. Ése era el gran secreto, a pesar de todo. Y yo nunca he sido una persona que creyera que había un gran secreto.
Lo contrario, digamos, que Ann.
—¿Y qué te dijo ella?
Sería una nueva vuelta de tuerca. Wally II.
—No sabía dónde estaba. De hecho, se me echó a llorar por teléfono, la pobre vieja. Fue terrible. Me sentí muy mal. Dije que lo lamentaba, pero estoy segura que no me perdona. Yo no me perdonaría, sin duda. Ya te dije que a veces puedo ser cruel.
—¿Hizo que te sintieras mejor?
—No. Lo tengo que olvidar, eso es todo. Tú todavía puedes ver a tu ex mujer, aunque no tengas ganas. No sé lo que es mejor.
—Por eso la gente graba corazones en los árboles, supongo —digo, y me siento idiota por decirlo, pero durante un momento también desolado, como si hubiera perdido la oportunidad una vez más. Ann parece más irreal y lejana porque es real y no está muy lejos.
—Me encuentro muy torpe —dice Sally, ignorando mi observación sobre los árboles. Toma un trago de vino y golpea el aparato con el borde del vaso—. Puede que esté padeciendo los primeros síntomas de algo. Siento lástima de mí misma ante mi fracaso para contribuir de modo significativo al bienestar del mundo.
—Eso es completamente falso —digo—. Ayudas a los moribundos y les haces más felices. Contribuyes, y mucho. Bastante más que yo.
—Normalmente las mujeres no pasan por la crisis de la edad madura, ¿o sí? —dice Sally—. Aunque a lo mejor las mujeres que están solas sí pasan.
—¿Me quieres? —digo yo, sin pensarlo.
—¿Te gustaría?
—Claro que sí. Creo que sería estupendo.
—¿No me encuentras demasiado tonta? Creo que soy muy tonta.
—¡No! No creo que seas tonta. Creo que eres maravillosa.
Tengo el auricular, a fuerza de apretar, casi clavado en la oreja.
—Yo creo que soy tonta.
—A lo mejor por eso no me quieres.
Espero que no, y mis ojos caen sobre el montoncito de entradas color rosa para el restaurante con espectáculo. Son, veo, para el 2 de julio de 1987; hace exactamente un año. «Si es gratis, ¿qué valor puede tener?» (F. Bascombe).
—Quisiera saber una cosa.
Sally podría, muy razonablemente, querer saber muchas.
—Te diré lo que quieras. Sin callarme nada. Toda la verdad.
—Dime por qué te atraen las mujeres de tu misma edad.
Esto remite a una conversación que tuvimos durante nuestra excursión fracasada a Vermont, en otoño, para entrever las hojas de los árboles, tomar carne asada demasiado hecha y esperar entre hileras de autobuses atascados por el tráfico, para finalmente volver a casa en un desconcertante silencio cobarde. En el camino de ida, todavía animado, le conté, porque sí y sin que nadie me lo pidiera, que las mujeres más jóvenes (a quién tenía en mente no lo puedo recordar, pero a alguien de unos veinticinco años y no muy lista) siempre querían animarme y ser simpáticas conmigo, pero que eso acaba por aburrirme, pues yo no quería que fueran simpáticas conmigo y me animaba por mi cuenta. Nos dirigíamos Laconic arriba, y yo seguía hablando de lo que parecía una definición de libro de texto, o sea que la edad adulta era cuando uno renunciaba a tratar de cambiar a la persona que se quería y se limitaba a aceptarla tal y como era; admitiendo que te gustara. Sally no contestó en aquel momento, como si pensara que yo sólo estaba haciéndole un favor que a ella no le interesaba. (De hecho, puede que yo ya estuviera entrenándome para evitar fabricar a las personas con objeto de quererlas.)
—Mira —digo, consciente de que podría echarlo todo a perder con una fórmula poco afortunada—, las mujeres más jóvenes siempre quieren que todo salga bien y hacen que el amor dependa de eso. Pero hay cosas que no pueden salir bien y de todos modos se sigue queriendo a alguien.
Vuelve a imponerse el silencio. Otra vez creo que oigo las olas que rompen suavemente contra los guijarros de la playa.
Sally dice:
—No me parece que eso sea exactamente lo que dijiste el otoño pasado.
—Pero es bastante parecido —digo—, y es lo que pensaba y lo que pienso ahora. ¿Y qué importancia tiene? Tienes mi edad, o casi. Y yo no quiero a nadie más.
A no ser a mi ex mujer, lo que no cuenta.
—Creo que me preocupa que me conviertas en una persona distinta de la que soy. A lo mejor piensas que sólo hay una persona en el mundo para cada uno, y por eso insistes en eso. No es que me importe mejorar, pero tienes que atenerte a mis características concretas.
—Tengo que olvidar lo de convertir a las personas en otras —digo, sintiéndome culpable, lamentando haber expresado alguna vez esa idea—. Y no creo que sólo haya una persona para cada uno. Por lo menos espero que no, pues todavía no me han salido las cosas bien.
—Tenemos otra vez fuegos artificiales acuáticos aquí —dice Sally, soñadoramente—. Son muy bonitos. A lo mejor esta noche me afectan especialmente las cosas. Me sentí bien cuando llamaste.
—Yo todavía me siento bien —digo, y de pronto la huesuda mujer de cara caballuna que había estado aporreando el piano, aparece en el vestíbulo y clava los ojos en mí, que estoy al fondo, apoyado en la pared junto a la mesa del teléfono. Camina al lado de la mujer gruesa del collarín ortopédico, a la que sin duda ha hecho cantar «tararí tarará». Me lanza otra mirada tremenda con las cejas alzadas, como si fuera un hombre al que conocía y que sorprendía con los pantalones bajados traicionando a una esposa angélica e ingenua—. Verás. Estoy en un teléfono público. Pero me siento mucho mejor. Sólo quería verte mañana, ya que no puedo verte dentro de diez minutos.
—¿Dónde? —dice Sally, rápidamente, todavía susceptible.
—En donde sea. Dilo tú. Llegaré volando en una Cessna.
Las dos mujeres se han detenido en el iluminado vestíbulo, y me observan y escuchan sin el menor disimulo.
—¿Sigues pensando en llevar a Paul en tren a Nueva York?
—Hacia las seis —digo, preguntándome dónde podrá estar Paul en este mismo momento.
—Bien, entonces tomaré un tren para reunirme contigo. Me apetece mucho. Quiero pasar el 4 de Julio contigo.
—Es mi fiesta cívica favorita, ¿sabes? —Me entusiasma oír que acepta contenta, aunque puede parecer más contenta de lo que está. (Tengo que hacer una lista de todas las declaraciones y retractaciones que he hecho en los últimos diez minutos)—. Sin embargo, no contestaste a mi pregunta.
—Bueno —Sally respira a fondo—. La verdad es que no resulta nada fácil estar segura contigo. Y no creo que, a largo plazo, yo sea una buena amante ni una esposa adecuada para alguien así. Tuve un marido del que era difícil estar segura.
—No es demasiado grave —digo. Aunque probablemente yo no sea tan escurridizo como Wally. ¡Wally lleva casi veinte años desaparecido!
—¿No es grave, dices? ¿Que yo no sea una amante o una esposa muy buena? —Se toma tiempo para pensar en esta nueva idea—. ¿No te importa, o es que sólo evitas empujarme a hacer algo?
—Me importa —digo—. Pero ahora me contentaría con oír algo agradable.
—No todo consiste en el tono en el que se dicen las cosas —lo dice ceremoniosamente—. Y, en cualquier caso, no sabría qué decir. No creo que queramos decir las mismas cosas cuando decimos lo mismo.
Estaba previsto.
—Tampoco es grave. Mientras no estés segura de que no me quieres. Leí un poema en algún sitio que decía que el amor perfecto era ignorar que se estaba enamorado. Puede que se trate de eso.
—¡Vaya por Dios! —dice ella con voz triste—. Eso es demasiado complicado, Frank, y no es muy diferente a como era ayer por la noche. No me resulta muy alentador.
—Es diferente porque mañana te veré. Nos veremos a las siete en Rocky and Carlo’s, en la esquina de la Treinta y tres con la Séptima. Empezaremos de nuevo.
—Bien —dice ella—. ¿Vamos a convertir en un asunto comercial el estar enamorados? ¿Es eso lo que pasa?
—No, no es eso. Pero es un buen negocio, en cualquier caso. Es un buen momento para cambiar de orientación comercial.
Sally se ríe. Y luego yo intento reír pero no puedo y tengo que fingir que lo hago.
—Vale, vale —dice, con una voz no demasiado animada—. Nos veremos mañana.
—Cuenta con ello —digo con más convicción. Y colgamos. Aunque en el instante en que ella deja de estar escuchando, suelto el freno y grito por el auricular:
—Entonces no eres más que una jodida gilipollas, ¿vale? Te habré liquidado antes de otoño, lo juro por Dios —lanzo una mirada amenazadora a las dos mujeres, enmarcadas en la puerta, que siguen con los ojos clavados en mí—. Nos veremos en el infierno —digo al teléfono sin vida, y cuelgo con fuerza mientras las mujeres se vuelven y se dirigen a toda prisa al piso de arriba camino de su cama.
Echo una ojeada rápida al porche para ver si está Paul. No está; sólo queda uno de los que jugaban, dormido pero de todos modos arreglándoselas para balancear su mecedora. Hago una expedición de reconocimiento hasta el apestoso comedor, donde está encendida la luz y la gran mesa giratoria propia de una pensión familiar está vacía y brilla apagadamente debido al trapo grasiento con el que la limpiaron. Por la doble puerta batiente de la cocina, que mantienen abierta, veo a la joven que tocaba la campana anunciando la cena con un gorro de cocinero puesto, y que saludó con la mano cuando Paul y yo llegamos. Está sentada en una mesa metálica alargada a la lúgubre luz, fuma un pitillo y hojea una revista, con una cerveza Genny en la mano y el gorro de cocinero delante. Es evidente que está entregada a su bien ganado momento de descanso. Pero nada me haría más feliz que un plato de los espaguetis recalentados de la cena con un par de rebanadas, por muy frías que estén, de pan de ajo, y puede que una cerveza.
Lo tomaría aquí mismo, de pie, o llevaría el plato a la habitación para que los otros residentes no se enteraran («Y después todo el mundo querrá comer a cualquier hora, y estaremos sirviendo la cena hasta navidades. Es difícil trazar la línea en estas cosas». Lo que es cierto.)
—Hola —digo, por la puerta de la cocina, de una habitación a la otra, con una voz más humilde de lo que quería.
La joven —que todavía lleva la chaquetilla blanca de cocinero, el pantalón largo y ancho reglamentario y un pañuelo rojo al cuello— se vuelve y me lanza una mirada escéptica y poco acogedora. Sobre la mesa, delante de ella, hay un cenicero metálico redondo al lado de un paquete de Winston. Aparta la vista y golpea con el pitillo en el borde del cenicero.
—¿Qué puedo hacer por usted? —dice, sin mirarme. Doy un par de minúsculos pasos, acercándome a la puerta. De hecho, me molesta ser uno que solicita que le traten de un modo especial, el que quiere cenar a deshora, que le entreguen la ropa en la lavandería sin el recibo, el que no consigue encontrar el talón para retirar las fotos, exige que le cambien los neumáticos esta misma tarde porque tiene que ir a Buffalo por la mañana y el delantero de la izquierda parece un poco desequilibrado. Prefiero hacer cola. Pero esta noche, pasadas las diez, agotado y desequilibrado después de un largo y complicado día con mi hijo, tengo tantas ganas de saltarme las reglas como cualquier otro.
—Pensaba que a lo mejor me podría indicar algún sitio para cenar —digo, con una mirada de «ya sabe a qué me estoy refiriendo». Mis ojos cansados recorren lo que puedo ver de la cocina: una nevera gigantesca, un fogón de gas con ocho fuegos, un lavaplatos tremendo, con la puerta abierta, cuatro grandes fregaderos, secos como el desierto, todos los cacharros —cacerolas, sartenes, cazos, batidores, espátulas— colgando de la pared cercana como las armas en un armero. No veo por ninguna parte una olla con espaguetis todavía calientes de donde asome el mango de una cuchara de servir. No hay comida de ninguna clase.
—Creo que en el Tunnicliff cierran la cocina a las nueve —la chef consulta su reloj de pulsera y niega con la cabeza sin levantar la vista—. De eso ya hace una hora. Lo siento por usted.
La chica es más dura de lo que yo suponía. Pelo rubio rizado, una piel pálida, con manchas rojas que no puedo ver, muñecas y cuello corto y grueso, y unos pechos que se mueven mal sujetos por su chaquetilla de chef. Tiene veintinueve años, sin duda, con un hijo en casa al que hoy se retrasa en ir a ver, y probablemente viene al trabajo en una enorme Harley. (Casi seguro que es la amante del dueño.) Aunque, sean los que sean sus arreglos, no le dejan saltarse las normas.
—¿Se le ocurre algo?
Mi estómago hace un ruido audible y muy oportuno.
Da una calada a su Winston, vuelve ligeramente la cabeza a un lado y suelta el humo en la otra dirección. Veo que la revista que está leyendo es Sexualidad conyugal perfecta (algo que se consigue por correo). También puedo ver que no lleva anillo de casada, aunque eso no sea asunto mío.
—Si quiere, puede ir en coche hasta Oneonta, donde hay un chino abierto hasta las doce de la noche. Tiene algunas cosas que casi resultan comestibles.
Bosteza y se contiene a medias.
—Parece bastante apetecible —digo, sonriendo estúpidamente. Percibo un olor de cocina de gas mezclado con el de comida pasada, lo que me recuerda la casa de Ted Houlihan. Por supuesto, no me gusta la comida china mala, de hecho, no conozco a nadie que le guste, y mantengo el tipo.
—Un salto de cuarenta kilómetros.
Pasa las páginas de la revista hasta una que tiene fotos que no estoy bastante cerca para ver.
—Entonces, ¿no hay nada más abierto en la ciudad?
Resulto poco convincente, lo puedo asegurar.
—Bares. Hay una pequeña hamburguesería. Pretende ser distinta. Pero no hay nada nuevo.
Pasa a otra página con indiferencia, luego se echa hacia adelante para ver algo; posiblemente una «estrategia de excitación» más efectiva, o una nueva técnica de penetración más imaginativa, un «aparato» sueco muy útil para manipular zonas y puntos previamente ignorados, procedimientos ingenuos para hacer que la vida resulte mejor que nunca. (Mis propias partes, me doy vagamente cuenta, no han sido manipuladas nunca de un modo tan moderno, sólo a la manera tradicional; me pregunto, preocupado, si Paul no estará en alguna parte de la inofensiva Cooperstown haciendo que le manipulen ardientemente las partes mientras yo estoy aquí mendigando algo de cenar.)
—Oiga —digo—, ¿cree que no hay ninguna oportunidad de que tome unos pocos espaguetis de los que sobraron? Tengo un hambre de lobo, y hasta los tomaría fríos. O cualquier otra cosa que haya a mano. Tapioca, o un sandwich.
Franqueo la puerta para que mi presencia se integre más en la cocina.
La mujer niega con su rizada cabeza y deja la cerveza en la mesa, sin olvidarse de su revista sobre sexualidad.
—Jeremy cierra la nevera con un candado enorme para que nadie baje a ponerse morado, lo que solía pasar, en especial con los japoneses. Al parecer, siempre están muertos de hambre. Pero yo no sé la combinación del candado, porque si la supiera le dejaría a usted que hiciera lo que quisiese.
Miro la brillante nevera Traulsen y, en efecto, hay una barra cerrada con un candado impresionante, algo muy difícil de forzar.
Estoy lo bastante cerca, sin embargo, para ver las ilustraciones que han despertado la atención especial de la chef: una página entera, dividida en cuatro, con dibujos que muestran a un hombre y una mujer, los dos desnudos, discretamente coloreadas de púdicos tonos pálidos, delante de un fondo verde sin ningún contenido sexual que sugiere vagamente un dormitorio (emblema del matrimonio). El tema es follar al estilo perro. En el dibujo número 1 están los dos de rodillas; en el 2 «él» está de pie y «ella» está medio acostada en el borde de la cama en actitud de «ofrecimiento» total; en el 3 los dos están de pie; y no puedo ver el 4, aunque me gustaría.
—¿Encuentra variaciones nuevas ahí? —digo, mirando de reojo hacia abajo.
Ella vuelve la cabeza y la levanta, y me lanza una mirada descarada, haciendo una mueca que dice: «Métase en sus asuntos o haré que se entere». Lo que hace que me guste de inmediato, aunque no pueda abrir la nevera para prepararme algo. Esto, creo, es el fin de la posible cena, aunque apuesto lo que sea a que se sabe la combinación de memoria.
—Yo creía que lo que quería usted era un sandwich —dice, bajando la mirada, divertida con las posturas perrunas de los dos dibujos idealizados de un matrimonio que se nos parece—. ¿Qué cree que está diciendo ella? —Señala con su corto dedo, que tiene algo de harina seca en una uña, el dibujo número 1, en el que la mujer vuelve la vista hacia el hombre ya acoplado, como si acabara de tener una idea mejor—. «Toe, toe, ¿quién anda ahí?» —dice la chef—. «¿Oíste la puerta del garaje?» o «¿Te importaría que compruebe el estado de cuentas del banco?».
Se pasa la lengua por el interior de la mejilla con aire malicioso y hace una mueca de desagrado fingido, como si todo aquello fuera muy atrevido.
—A lo mejor están hablando de un sandwich —digo, notando que mi accesorio, algo olvidado, busca hacerse un sitio debajo de la cintura.
—Pudiera ser —dice, echándose hacia atrás mientras fuma—. A lo mejor ella está diciendo: «¿Te acordaste de comprar lechuga, o te has vuelto a olvidar?»
—¿Cómo se llama? —digo. (Mi conversación con Sally ha sido más seria y tranquilizadora que divertida.)
—C-h-a-r, Char —dice ella. Da un trago a su cerveza y lo traga—. Que es el diminutivo de Charlane, no de Charlotte ni tampoco de Charmayne. Que es como se llaman mis hermanas mayores.
—Su padre debe de llamarse Charles.
—¿Le conoce? —dice—. ¿Un tipo enorme y pesado, con un cerebro de pájaro?
—Creo que no.
Espero a que pase a otra página, interesado por lo que nos puedan ofrecer los dibujos.
—Curioso —dice, poniéndose el Winston entre los dientes de modo que el humo la hace entrecerrar los ojos, y se sube las mangas de la chaquetilla por encima de sus frágiles codos. Es más delicada en un segundo examen. La ropa es lo que la hace parecer gruesa y fuerte. El estilo chef no le sienta bien.
—¿Cómo llegó a trabajar en esto? —digo, más contento, aunque sólo sea durante un momento, por estar en la cocina con una mujer en lugar de devorando una hamburguesa o esforzándome por encontrar a mi hijo.
—Bueno, primero fui a Harvard, y obtuve el doctorado en… veamos, sí, apertura de latas de conservas. Luego hice mis estudios de postgrado sobre huevos y rebanadas con mantequilla. En el Instituto de Tecnología de Massachusetts.
—Apuesto lo que sea a que es más difícil que la literatura inglesa.
—No sabe cuánto —deja la página abierta y se ven otros dibujos, esta vez de una felación iluminada por un foco, con algunos primeros planos realistas, pero de mejor gusto, que muestran todo lo que uno siempre quiso ver en un dibujo. Las mujeres del dibujo, me fijo en ello, ahora tienen el pelo sujeto en una cómoda cola de caballo—. Vaya, vaya, vaya —dice Char.
—¿Está suscrita? —digo yo, maliciosamente. El estómago me hace otro sonido orgánico.
—Me limito a leer lo que dejan los huéspedes después de cenar. Eso es todo —Char hace una pausa mayor ante los dibujos de la felación—. Esta revista la dejaron debajo de una de las sillas. Será interesante ver quién pregunta mañana por ella. Me parece que nadie.
Imagino a la vieja caballuna que baja al comedor después de que apaguen las luces a buscarla.
—Oye —digo, tuteándola, con la repentina intuición (otra vez) de que puedo hacer todo lo que quiera (excepto conseguir un plato de espaguetis)—. ¿Te apetecería que fuéramos a uno de esos bares para que te invite a otra cerveza mientras yo tomo una ginebra y puede que un sandwich? Me llamo Frank Bascombe, a propósito.
Le dirijo una sonrisa, preguntándome si convendría que nos estrecháramos la mano.
—¿A propósito? —dice Char, imitándome. Cierra la revista de atrás hacia adelante, y en la contraportada hay un anuncio a toda página de un grueso consolador, rosado y anatómicamente audaz, pero fotografiado más bien de modo borroso, que algún lector anterior ha adornado con el dibujo de una cara sonriente roja en su extremo—. ¡Hola, hombre! —dice Char, mirando la sonrisa del aparato color rosa de encima de la mesa—. Estamos contentos, ¿eh?
Al consolador en el anuncio lo llaman «Míster Placer Habitual», aunque tengo mis dudas sobre lo que tiene que ver con las realidades maritales habituales. En circunstancias habituales, Míster Placer sería difícil de utilizar. De hecho, no tiene un efecto particularmente bueno sobre mi entusiasmo y me deja extrañamente triste.
—Podría dejar que me acompañaras al Tunnicliff —dice Char, que aleja la revista por encima de la mesa, rechazando a Míster Placer como algo inservible. Se echa hacia atrás con su silla metálica, y por fin vuelve su atención hacia mí—. Queda a medio camino de mi casa. Y nos diremos adiós en ese punto.
—Estupendo. Eso es estupendo —digo—. Me parece un excelente final de noche.
Ella sigue sentada, sin embargo, cierra los ojos y se los frota, luego los abre como si hubiera salido de un trance, después mueve la cabeza a uno y otro lado para relajarse de las tensiones de un largo día de trabajo.
—¿Cómo te ganas la vida, Frank?
Todavía no está completamente lista para levantarse, posiblemente porque ha decidido que necesita algo más de información sobre mí.
—Trabajo en una agencia inmobiliaria.
—¿En dónde?
Toca su paquete de Winston como si estuviera pensando en otra cosa.
—En Haddam, New Jersey. A unas cuatro horas de aquí.
—Nunca oí ese nombre —dice ella.
—Es un secreto bastante bien guardado.
—¿Perteneces al Millionth Dollar Club? Me impresionaría que pertenecieras.
Enarca las cejas.
—A mí también —digo. (En Haddam, claro, hay que formar parte del Millionth Dollar Club a los quince días de llegar, o adiós negocios.)
—Yo prefiero los alquileres —dice Char, mirando distraídamente Sexualidad conyugal perfecta allí donde lo ha mandado, con la cara encantada de Míster Placer Habitual boca arriba—. De hecho, quisiera comprarme un piso, pero un coche cuesta lo que no hace tanto costaba una casa. Y todavía estoy pagando el coche.
Así que no tiene una Harley.
—Uno puede alquilar una casa en estos tiempos —digo, animadamente—, por más o menos la mitad del coste de compra y ahorrar algo de dinero.
No tiene sentido decirle eso a su edad —de veintiocho a treinta y tres años—¿-pues la vida que la espera no cambiará como no robe un banco o se case con un banquero.
—Bueno —dice Char, impulsada de repente por algo; una idea, un recuerdo, una decisión a no quejarse delante de desconocidos—. Supongo que lo único que necesito es encontrar un marido rico —golpea con los nudillos en la mesa, agarra su paquete de pitillos y se levanta (no es muy alta)—. Deja que me libre de mi ropa de trabajo —se dirige lentamente hacia una puertecita del fondo de la cocina, que cuando la abre y enciende la luz, se revela como un cuarto de baño mínimo con luz fluorescente—. Me reuniré contigo en el aparcamiento —dice.
—Allí estaré —digo, mientras la puerta se cierra y Char echa el pestillo.
Vuelvo al vestíbulo para esperar gozando de la fresca brisa que entra por la puerta de tela metálica. El sueco viejo de las orejas enormes ahora está encorvado sobre el pequeño teléfono donde estaba yo, con un dedo enorme metido en la otra oreja para oír mejor.
—No, ¿qué te hace tomarte por un santo, jodido hijo de puta de mierda? —le oigo decir—. Para empezar, explícame eso. Me gustaría entenderlo bien esta misma noche.
Miro por la puerta de tela metálica, y todas las mecedoras del porche están vacías; todos a salvo en la cama, planeando el asalto general del domingo por la mañana al Salón de la Fama.
Desde la oscuridad de la hierba recién segada oigo unas lejanas y a la vez próximas armonías de un cuarteto de aficionados que toca algo como: «Michelle, ma belle, sont des mots qui vont très bien ensemble, très bien ensemble.» Y entre los troncos de las píceas y los olmos veo materializarse una pareja con ropa de verano de tonos claros, que marcha al mismo paso, enlazada, volviendo (estoy seguro) de una maravillosa cena de muchos platos en algún auberge, junto al lago con paredes de madera de roble, ahora cerrado a cal y canto. Se ríen, lo que hace que me dé cuenta de que es un buen momento de la noche para sentirse bien en el sitio hacia el que me he pasado el día de camino, unas horas dichosas con una aún mejor aquí esperando, medio sorprendido de que el día haya transcurrido tan bien, si se tiene en cuenta que el 4 de Julio es el día fundamental del verano, cuando los pensamientos se vuelven fácilmente hacia el otoño y los cambios rápidos y los días más cortos y las aprensiones que no desaparecen hasta la primavera.
La pareja se distingue ahora, iluminada por la luz reflejada por las ventanas del Deerslayer: el hombre lleva zapatos blancos, pantalones con pinzas, una chaqueta amarilla echada sobre los hombros al estilo de un corresponsal en el extranjero; la mujer lleva una ligera falda verde pálido y una blusa rosa de cuello redondo. Por su acento de Ohio los reconozco como los que hablaban antes en el aparcamiento, cuando yo dormitaba, de sus intereses en el negocio inmobiliario. Ahora tienen otros intereses de los que ocuparse en los pisos de arriba.
—He comido demasiado —dice él—. No debí pedir aquellos patés estilo cajoun. No voy a poder dormir.
—No busques excusas —dice ella—. Ya dormirás cuando vuelvas a casa. Tengo otros planes para ti.
—Tú eres la especialista —dice el hombre, no lo bastante animado, me parece.
—No sabes cuánta razón tienes —dice la mujer, y luego se ríe—: Ja, ja, ja!
Quiero quitarme de su camino cuando entren —las radiaciones sexuales, de repente, me resultan demasiado intensas en el aire de la noche—, no quiero estar esperando detrás de la puerta de tela metálica con una sonrisa de: «Que durmáis muy bien». De modo que, cuando oigo sus pasos en los escalones, me eclipso en la sala de estar a la espera de mi «ligue».
Quedan dos lámparas con pantalla roja encendidas en la sala de estar alargada, caliente, con demasiados muebles y olor a canela. Los de Ohio pasan sin verme, y sus voces van apagándose, haciéndose más íntimas cuando llegan al primer descansillo y luego al vestíbulo de arriba. Se han callado del todo cuando su llave entra en la cerradura.
Recorro la sala de estar revestida de madera con librerías de roble, y complementada con mesas bajas, sofás con funda, blandos cojines, lámparas de latón de estilo náutico; todo conseguido en las ferias de antigüedades y los rastros del triángulo Cortland-Binghampton-Oneonta. Han apagado la segunda vela perfumada, y las sombras envuelven las obras de arte de las paredes, que incluyen, aparte de un Natty Bumpoo, una litografía enmarcada, amarillenta, de los años veinte, que muestra el «Lago Otsego y alrededores», varios retratos de «fundadores» de la ciudad, con grandes patillas —sin duda tenderos todos, que se vistieron para parecer candidatos a la presidencia—, y un bordado colgado sobre la entrada principal, con un buen consejo para el vagabundo espiritual: «Las confidencias son fáciles de hacer pero difíciles de borrar.»
Fisgo entre las diversas mesas, hojeando el material de lectura: pilas de folletos de agencias inmobiliarias para los huéspedes cuya idea de las vacaciones sea pensar en echar raíces en un sitio desconocido (los de Ohio, por ejemplo). El precio de la agradable casa de estilo federalista delante de la que pasamos Paul y yo esta tarde es increíblemente bajo con relación a Haddam, quinientos treinta mil (debe de necesitar un buen arreglo). Muchos números atrasados de People, American Heritage y National Geographic están apilados en la larga mesa de biblioteca de la ventana del fondo. Echo un vistazo a la estantería provista de ediciones encuadernadas de New York History, el Times de Otsego, una enciclopedia del coleccionismo, la revista de aves de jaula norteamericanas, Mechanix Illustrated, Hiroshima, de Hersey, en tres ediciones distintas, dos metros lineales de distintas obras de Fenimore Cooper, una antología de citas poéticas, dos volúmenes de Trenes del mundo, sorprendentemente otro de Campos de golf clásicos y una pila de números recientes del Courant, de Hartford, como si alguien de Hartford se hubiera trasladado aquí y quisiera mantenerse al tanto. Y, para mi asombro, entre tanto eclecticismo, hay un ejemplar de mi propio libro de relatos, ahora antiguo, Melancólico otoño, con su sobrecubierta original, que en la portada presenta el retrato descolorido de la versión de un joven sensible de 1968, con el pelo al cepillo, una camisa blanca con el cuello abierto, vaqueros, y una insegura media sonrisa, plantado emblemáticamente solo en el aparcamiento de tierra de una estación de servicio del campo con una camioneta anónima (posiblemente suya) visible por encima de su hombro. Todo un programa.
Acuso el golpe, como siempre que lo veo, pues el portadista eligió dibujar mi cara en la portada del libro a partir de la foto del autor de la contraportada, de modo que ahora me veo joven, con una mirada de perplejidad, solo para siempre delante de mi primer (y único) intento literario.
Y, sin embargo, llevo el libro hasta una de las lámparas con pantalla roja, lleno de una emoción inesperada. La caja llena de ejemplares que tengo, enviada a Haddam cuando saldaron el libro, quedó en el desván de Hoving Road, sin tocar desde su llegada y sin más interés para mí que una caja con ropa que ya no me gusta.
Pero este libro, este ejemplar, suscita mi interés, pues al fin y al cabo todavía está «allí», en circulación, todavía tangible, hacia y contra todo, todavía al servicio de objetivos que yo me propuse: hacer incursiones en lo inexpresado, ser un hacha para el helado mar de nuestro interior, proporcionar la satisfacción de creer en algo en medio de una masa de imprecisiones. (No hay nada malo en las intenciones de altos vuelos, ni entonces ni ahora.)
Una fina capa de polvo doméstico cubre la parte de arriba, de modo que está claro que ninguno de los huéspedes de esta noche lo ha sacado de la estantería para hacerse una idea de él antes de acostarse. La antigua encuadernación hace un ruido de hojas secas cuando lo abro. Las primeras páginas, veo, están amarillas y con manchas de agua, mientras que las del centro están inmaculadas, sin tocar. Echo una ojeada a la ya mencionada foto del autor, una en blanco y negro que sacó mi novia de entonces, Dale Mclver: de nuevo un joven, aunque esta vez con una boca fina que expresa una confianza completamente infundada, agarrando absurdamente una cerveza y fumando un pitillo (!), sobre el fondo de las mesas de un bar desierto iluminado por el sol (posiblemente mejicano), que mira fijamente a la cámara como si tratara de decir: «Sí, uno sólo tiene que vivir en estos márgenes peligrosos para hacer su tarea tal y como la ha concebido Dios. Y probablemente tú no seas capaz de ello, si quieres saber la verdad». En cuanto a mí, claro, tampoco he sido capaz; de hecho, elegí una tarea mucho más fácil, con mucho menor margen de peligro.
Aunque no me desagrada la visión de mí mismo así; en la popa y en la proa, por decirlo así, de mi propio libro, en los dos extremos del ejemplar; sin náuseas en el estómago vacío donde la mayor parte de «la Vida que podría haber sido» encuentra finalmente reposo. Arrastré conmigo el papel de lija de ese remordimiento hasta 1970, luego, sencillamente, me lo quité de delante del mismo modo que quiero que Paul se quite de delante las pesadillas y los miedos de su vida infantil que le arrebataron la mala suerte y unos adultos inconscientes. Olvidar, olvidar, olvidar.
No es ésta la primera vez que me encuentro con mi libro por sorpresa: en ventas parroquiales de libros, puestos callejeros de Nueva York, saldos en improbables ciudades del Medio Oeste, una noche que diluviaba, en la parte de arriba de un cubo de basura de detrás de la biblioteca pública de Haddam, por donde yo andaba rondando en busca de un bar que todavía no hubiera cerrado. Y una vez, para mi consternación, en casa de un amigo inmediatamente después de que se hubiera saltado la tapa de los sesos, aunque nunca pensé que el libro desempeñara ningún papel en ello. Una vez publicado, un libro no se aleja tanto de su autor.
Pero, sin pensar en absoluto acerca de su valor, pretendo poner mi libro en manos de Char en el mismo momento en que aparezca, y decirle las palabras que ahora no puedo esperar para decirlas: «¿Quién crees que escribió esto que encontré en la estantería debajo del retrato de Natty Bumppo y cerca de los Fenimore Cooper?» (Las dos imágenes, que se me parecen, servirán de prueba.) Y no es que vaya a ejercer un efecto favorable sobre ella. Pero para mí, encontrarlo todavía «en uso», se inscribe en los placeres que tanto desea un autor; junto a ver cómo alguien que no conoces devora tu libro en un autobús que atraviesa Turquía; o encontrar tu libro en el expositor donde está Meet the Press, al lado de La riqueza de las naciones y Los gigantes de la tierra; o ver tu libro en una lista de obras maestras desconocidas realizada por antiguas eminencias de la administración Kennedy. (Todavía no he tenido ninguno de esos golpes de suerte.)
Soplo el polvo y paso el dedo por el extremo de la página para que recupere su rojo original, luego abro donde está el índice, que leo —doce pequeños títulos, cada uno tan serio como una oración fúnebre: «Palabras por las que morir», «El morro del camello», «Epitafio», «El ala de la noche», «A la espera», junto al relato que dio título al libro, considerado mi «oportunidad» para que se convirtiera en novela, y de allí a la gloria.
No parece, de hecho, que hayan abierto nunca el libro (sólo fue expuesto a la lluvia). Paso a la página de la dedicatoria: «A mis padres» (¿a quién si no?), a la del título, dispuesto a disfrutar de las líneas «Frank Bascombe», «Melancólico otoño» y «1969», compuestas en vigorosos caracteres Ehrhardt, tan atractivos, y notar la vieja sincronía extenderse hasta aquí y ahora. Lo que pasa es que lo que mi ojo encuentra, escrito en azul sobre la página del título, con una letra que no conozco, es: «Para Esther, en recuerdo de aquel otoño realmente maravilloso contigo. Te quiere, Dwayne. Primavera de 1970», todo ello tachado con un pringoso lápiz de labios y debajo escrito: «Dwayne. Recuerdos de dolor. Recuerdos de follar. Recuerdos del más grande error de mi vida. Con mi desprecio hacia ti y tus marranadas. Esther. Invierno de 1972». Hay una gran huella de unos labios rojos debajo de la firma de Esther, unida con una flecha a las palabras «Que te den por el culo», también con lápiz de labios. Es muy distinto de lo que esperaba.
Pero lo que siento, vagamente, no es un irónico y agridulce «así es la vida» ante el naufragio de los amores de Esther y Dwayne, sino un vacío totalmente inesperado que se me abre en pleno estómago; justo donde hace un par de minutos dije que no se produciría.
Ann, y el final de Ann y yo y todo lo relacionado con nosotros, me llega repentinamente a la nariz como los vapores de un potente veneno y de un modo más intenso que en ninguno de mis momentos más desesperados de mis siete años tan negros, o en las terribles secuelas de mis periódicos instantes de optimismo recuperado. Y en lugar de bramar como un cíclope ensangrentado, lo que hago instintivamente es cerrar el libro y lanzarlo con el brazo al otro lado de la sala, donde se estrella contra la pared marrón, arranca un trozo del enlucido, dejando un manchón blanco que recuerda la forma del mapa de Florida, y cae al suelo entre una nube de yeso y polvo. (Un libro puede conocer suertes muy distintas a que lo lean y lo conserven como un tesoro.)
El abismo (¿y qué otra cosa si no?) entre nuestra vida de hace tiempo y este preciso momento, de pronto deja perfectamente en claro que ahora todo está acabado y bien acabado; como si ella nunca hubiera sida esa ella, yo nunca ese yo, como si los dos nunca nos hubiéramos embarcado en una vida que iba a llevar a este extraño momento bibliotecario (aunque nos embarcamos). Y en lugar de resultar inverosímil, se corresponde perfectamente con lo verosímil: que la vida que nos trajo aquí o a otro sitio igual de solitario e indeciso, no es menos semejante a la de Dwayne y la apasionada Esther, con el corazón roto, nuestros dobles en el amor. Volatilizados en un siseo. (Aunque si no fuera por las lágrimas que me acuden a los ojos, aceptaría la pérdida con dignidad. Pues, después de todo, soy un hombre que aconseja el abandono de esas cosas preciosas que se recuerdan, pero que ya no se pueden usar de modo alentador.)
Me paso la muñeca por las mejillas y me doy unos toques en los ojos con la pechera de la camisa. Alguien, lo noto, llega desde el interior de la casa y me apresuro a recoger el libro, remeto su contracubierta, aliso las páginas que había arrugado y lo llevo al ataúd del sitio que ocupaba, donde puede dormir durante veinte años más, en el mismo instante en que Char aparece en la puerta principal, mira afuera, me ve plantado aquí como un emigrante lloroso y se acerca oliendo a tabaco y agua de colonia de manzana que se ha echado por si acaso yo pudiera ser el tipo que le pague el piso de marras.
Y Char ya no es la Char de hace diez minutos. Ahora lleva puestos unos vaqueros ajustados, botas de vaquero rojas, un cinturón con tachonado de conchas, y un bustier negro que deja a la vista unos hombros fuertes, redondos, atléticos, y hace destacar los pechos de los que ya me había hecho una idea (ahora mucho más claramente visibles). Se ha hecho «algo» en los ojos, y también en el pelo, que está más rizado. Tiene un tono rojo en las mejillas y lo que parece un aceite brillante en los labios, de modo que resulta difícil reconocerla como la chef que era hace un rato, aunque a mí no me resulta tan atractiva como con la ropa de trabajo, cuando quedaban menos cosas a la vista.
Pero ni yo estoy en el mismo estado emocional que hace diez minutos, ni estoy exactamente acostumbrado a mujeres con las tetas tan deportivamente presentadas. Y ya no me entusiasma la idea de cruzar tras ella la puerta del Tunnicliff —un sitio que me puedo imaginar perfectamente— y, nada más entrar, desempeñar el papel de uno de «esos tipos que Char conoce en el hotel», mientras los de la vecindad toman su dosis cotidiana en compañía de sus colegas, y me consideran un primo, que es lo que soy, de hecho.
—Muy bien, Míster Placer Habitual, ¿estás listo para que nos pongamos en marcha? ¿O todavía estás leyendo las instrucciones? —Las nuevas pestañas de Char suben y bajan por sus ojitos de avellana, que se clavan traviesos en mí—. ¿Qué les ha pasado a tus ojos? ¿Has estado llorando? ¿Es lo que he interrumpido?
—He abierto un libro y me entró polvo en los ojos —digo, grotescamente.
—No creía que nadie leyera esos libros. Pensaba que estaban aquí para que la sala resultara acogedora —examina la estantería sin interés—. Jeremy los compra al peso a uno que los recicla en Albany —olfatea, al notar algo de la fragancia de la canela—. ¡Uf! ¡Puafl —dice—. Huele como la residencia para ancianos. Necesito urgentemente un Black Velvet.
Me lanza una sonrisa de desafío. Una sonrisa con futuro.
—¡Estupendo! —digo, pensando que preferiría ir a dar un paseo solo por la húmeda orilla del lago y oír los apagados sonidos de otras personas sin rostro, sin nombre, que se lo pasan bien en alegres salas de paredes rojas iluminadas por candelabros de cristal. No es pedir demasiado.
Pero ya no puedo echarme atrás de algo tan sencillo como dar un paseo y tomar una copa, especialmente porque la proposición la hice yo. Retirarla me convertiría en un acojonado llorón que no puede dar un paso hacia adelante sin dar tres hacia atrás, por miedo y por vergüenza.
—A lo mejor tengo que terminar preparándote unos huevos al plato, ya que tienes tanta hambre.
Se dirige hacia la puerta de tela metálica, con su duro culo embutido en el azul de los pantalones como un vaquero de rodeo; tiene los muslos fornidos y tensos.
—Debería buscar a mi hijo, me parece —murmuro con voz inaudible, siguiéndola al porche, donde las distantes luces de la ciudad parpadean entre los árboles.
—¿Qué has dicho?
Char me mira por encima del hombro. Ya estamos en la sólida oscuridad del porche.
—Mi hijo Paul está aquí conmigo —digo—. Vamos a ir al Salón de la Fama por la mañana.
—¿Habéis dejado a mamá en casa esta vez?
Se vuelve a pasar la lengua por el interior de la mejilla. Ha oído una señal de alarma.
—En cierto sentido, sí. Pero ya no estoy casado con ella.
—¿Entonces con quién estás casado?
—Con nadie.
—¿Y adónde ha ido tu hijo?
Pasea la vista por el césped a oscuras, como si Paul estuviera allí. Se pasa un dedo por el tirante del bustier, tratando de parecer desinteresada. Vuelvo a oler el perfume de manzana. Debería desaparecer.
—No sé dónde está —digo, intentando resultar a la vez tranquilo y preocupado—. Debió de irse en cuanto llegamos. Yo echaba una siestecita.
—¿Cuándo fue eso?
—Me parece que a las cinco y media o seis menos cuarto. Estoy seguro de que volverá enseguida —ya no tengo ganas de nada: ni de un paseo, ni del Tunnicliff, ni de una copa, ni de huevos al plato. Aunque mi falta de ganas forma parte de un misterio humano que comprendo, por el que incluso siento simpatía—. Puede que sea mejor que me quede por aquí. Así él podrá dar conmigo.
Le sonrío tímidamente en la oscuridad.
Por la autopista pasa un coche oscuro con las ventanillas y la capota bajadas, y una potente música de rock resuena entre el silencio de los árboles. Sólo puedo distinguir una frase atrevida: «Ponte a tope, no te cortes, llega hasta el final». Paul podría ir en ese coche, camino de su desaparición definitiva, y ya sólo le vería en las fotos pegadas a los paquetes de leche o en los tablones de anuncios de las tiendas: «Paul Bascombe, 8/2/73, visto por última vez en el Salón de la Fama del béisbol, el 2/7/88». No es un pensamiento tranquilizador.
—Bien, haz lo que más te apetezca —dice Charlane, pensando ya en otra cosa, espero—. Yo tengo que irme.
Se pone a bajar los escalones, tras haber llegado a la conclusión de que no merezco tanta complicación, aunque puede que también molesta por mí.
—¿Tienes hijos? —pregunto, por decir algo.
—Claro —dice ella, y se vuelve a medias.
—¿Y dónde está ahora? —digo—. ¿Es un niño o una niña? ¿O tienes varios?
—Es un niño y practica la supervivencia en plena naturaleza.
Oigo un débil grito, es la voz aguda de una mujer, breve y ululante, que llega de arriba. Char levanta la vista y luego mira alrededor, mientras a los labios le asoma una sonrisa.
—Alguien disfruta de los fuegos artificiales por adelantado.
—¿A qué aprende a sobrevivir tu hijo? —digo, tratando de no pensar en los de Ohio que están justo encima de nosotros. Char y yo estamos disminuyendo en lo que se refiere a grados de familiaridad y, en un momento, otra vez seremos desconocidos el uno para el otro.
Suspira.
—Está con su padre, que vive en Montana, en una tienda de campaña o en una cueva o algo así. No lo sé. Supongo que se sobreviven el uno al otro.
—Estoy seguro de que eres una madre estupenda —digo, sin venir a cuento.
—La maternidad —dice ella, con voz sarcástica— es lo más parecido a una misteriosa religión oriental —alza su naricilla hacia el cálido aire que huele a píceas, y olfatea—. Acabo de oler a lilas, pero ya ha pasado la época de las lilas. Debe de ser el perfume de alguien —me mira intensamente, como si de pronto me alejara cada vez más y más (que es lo que pasa). Es una mirada amistosa, llena de simpatía, y hace que me apetezca bajar del porche y darle un fuerte abrazo, pero eso sólo confundiría más las cosas—. Supongo que encontrarás a tu hijo —dice—. O te encontrará él a ti. Como sea.
—Seguro —digo, sin moverme—. Gracias.
—Bien —dice Char, y luego, como si la molestara algo, añade—: Normalmente no están lejos mucho tiempo. No lo suficiente, en realidad.
Luego se aleja entre los árboles, sola, y se pierde de vista antes de que yo consiga decir un «hasta la vista» audible.
—Très amusant —me dice una voz familiar desde el fondo de la vibrante noche de verano—. Très, très amusant. Tienes el órgano sexual más importante entre las orejas. Úsalo —y suelta un par de relinchos.
Al fondo del porche, en la última mecedora de la hilera, está hundido Paul, que apenas resulta visible detrás de sus recogidas rodillas; su camiseta del Salón de la Fama del baloncesto proporciona la única luz al entorno. Ha oído mi laboriosa despedida, sin duda preguntándose si yo terminaría yendo por algo de comer. Hace saltar una pelota en la mano.
—¿Qué tal tu salud? —digo, avanzo por la hilera de mecedoras y poso la palma de la mano en el dorso húmedo de la suya, que aprieto paternalmente.
—Bien, ¿y la tuya?
—¿Es ése el diagnóstico del doctor Matt A. Sanos?
Estoy, bien lo sabe Dios, muy aliviado de que no se haya largado a Chicago o San Francisco en el coche de la música tan alta, o de que no le estén zurrando la badana o, peor aún, tumbado en la sala de urgencias de un hospital de Cooperstown con una herida que gotea al suelo, a la espera de que a un viejo matasanos, que estaba bebiendo en el Tunnicliff, se le aclare la cabeza. Si pretendo llevármelo a casa de vuelta, tendré que andar con más cuidado.
—¿Era mi nueva madre?
—Casi. ¿Cenaste algo?
—Tomé un cóctel de mierda, una sopa de tortuga de mierda y un trozo de tarta de manzana de mierda. No me enmierdes más, por favor.
Todo restos de la infancia. Si pudiera verle la cara, seguro que expresaría una secreta satisfacción. Parece, sin embargo, completamente tranquilo. Puede que esté haciendo progresos con él sin darme cuenta (la más profunda esperanza de todo padre).
—¿Quieres llamar a tu madre y decirle que has llegado aquí sano y salvo?
—No.
Hace saltar la pelota arriba y abajo en la oscuridad, sin apenas moverse, pero sugiriendo que está menos tranquilo de lo que parece. Tengo aversión a esas pelotas. En mi opinión son un juguete adaptado exclusivamente a las habilidades de los delincuentes descerebrados que me golpearon en la cabeza cuando esta primavera volvía a casa del trabajo y me dejaron patas arriba. Pero eso me daba a entender que Paul había establecido contacto con los chicos de la esquina.
—¿De dónde sacaste eso?
—La compré —todavía no ha vuelto la cabeza—. En el supermercado de la esquina —todavía me apetece preguntarle si fue él el que mató al desvalido mirlo del camino de entrada, pero ahora el asunto me parece demasiado delicado. También parece absurdo considerarle culpable—. Tengo algo nuevo que preguntarte —lo dice con su voz más seria. A lo mejor ha pasado las últimas cuatro horas en un restaurante mal iluminado estudiando a Emerson, jugueteando con la pelota y pensando en cuestiones como si la naturaleza no soporta que permanezca nada en su reino que no pueda valerse por sí mismo; o si todo hombre auténtico es una causa, un país y una época. Buenos temas de reflexión para cualquiera.
—Muy bien —digo con la misma seriedad, sin querer parecer tan entusiasmado y animado como estoy. Desde más allá de la pradera, un intenso olor, pero no de lilas, sino del escape de un coche, me llega a la nariz. Oigo una lechuza, invisible en la rama de una pícea cercana. U-u, u-u, u-u.
—Vale, ¿te acuerdas de cuando yo era muy pequeño —dice Paul con toda seriedad— y me inventaba amigos? Hablaba con ellos, y ellos me decían cosas, y yo estaba muy interesado.
Mira acalorado hacia adelante.
—Me acuerdo. ¿Todavía haces lo mismo?
No se trata de Emerson.
Vuelve la cabeza hacia mí como si quisiera verme la cara.
—No. Pero ¿no te parecía raro que hiciera eso? ¿No te ponía a parir ni te daba ganas de vomitar?
—No creo. ¿Por qué?
Consigo distinguirle los ojos. Estoy seguro que cree que estoy mintiendo.
—Estás mintiendo, pero da igual.
—Me parecía raro —digo—, pero no pasaba ninguna de las cosas que has dicho.
No tengo ganas de que me llamen mentiroso, y la verdad no es una defensa.
—¿Por qué te parecía raro?
No parece enfadado.
—No lo sé. Nunca pensé en ello.
—Entonces piensa. Lo tengo que saber. Es como uno de mis anillos.
Se echa hacia el otro lado y fija la mirada en las ventanas del hotel más elegante del otro lado de la carretera, donde ahora hay encendidas menos luces. Quiere percibir perfectamente mi voz. La luna, que va desapareciendo, ha tendido un sendero sedoso y brillante en la superficie del lago y, por encima de su resplandor, se despliega un festival de estrellas veraniegas. Paul emite, y yo lo oigo vagamente, otro débil relincho, un sonido para darse confianza, un relincho para animarse.
—Hacía que me sintiera un poco raro —digo, incómodo—. Pensaba que estabas obsesionado por algo que podría hacerte daño a largo plazo —la inocencia, ¿qué, si no? Aunque esa palabra no me parece la más exacta—. No quería que me dieras problemas. Supongo que a lo mejor no era muy generoso por mi parte. Lo siento. A lo mejor también estoy equivocado. Puede que haya tenido celos. Lo siento.
Le oigo respirar, y cómo el aire toca sus rodillas sujetas debajo de la barbilla. Noto un ligero alivio, mezclado, claro, con vergüenza por haber podido darle la impresión de que sus preocupaciones me importaban menos que las mías. ¿Quién habría pensado que hablaríamos de esto?
—Da igual —dice él, como si me conociera bien, pero que muy bien.
—¿Por qué se te ocurrió preguntarme eso? —digo, con la mano caliente todavía sobre su mecedora, en la que sigue sin volverse hacia mí.
—Simplemente, me acordé. Me gustaba hacerlo y creía que tú pensabas que estaba mal. ¿De verdad que no crees que me pase nada malo? —dice, y, sin darse cuenta, ahora tiene pleno dominio sobre sí mismo, es un adulto por un instante.
—No. No especialmente.
—¿Y en una escala de uno a cinco, siendo el cinco lo peor?
—Bueno —digo—. Uno, probablemente. O uno y medio. Estás mejor que yo. No tan bien como tu hermana.
—¿Crees que soy superficial?
—¿Qué haces que sea superficial?
Me pregunto dónde habrá estado para volver con estas preguntas.
—Hacer ruidos a veces. Y otras cosas.
—No son muy importantes.
—¿Recuerdas la edad que tendría ahora Míster Toby? Siento tener que preguntártelo.
—Trece años —digo—. Ya me lo preguntaste hoy.
—Por tanto, podría estar vivo todavía —se balancea hacia adelante, luego hacia atrás, luego hacia adelante. A lo mejor la vida le parece mejor cuando la de Míster Toby llegue al fin de la potencialmente prevista para un perro de su raza. Sujeto la mecedora—. Vuelvo a pensar que pienso —dice, como para sí mismo—. Las cosas no encajan juntas demasiado tiempo.
—¿Estás preocupado porque te tienes que presentar en el juzgado?
Sujeto con fuerza la mecedora y consigo inmovilizarla casi del todo.
—No especialmente —dice, imitándome—. ¿Es que vas a darme algunos buenos consejos sobre eso?
—Lo único que intentaba es que no fueras crítico con tu época, eso es todo. No te pases de listo. Deja que tus mejores cualidades salgan a relucir de modo natural. Te sentará bien.
Toco el algodón limpio de su hombro, sintiéndome avergonzado otra vez, en esta ocasión por esperar hasta ahora para tocarle con cariño.
—¿Vas a ir conmigo?
—No. Va a ir tu madre.
—Creo que mamá tiene un amante.
—Es algo que no me interesa.
—Bien, pues debería.
Dice esto con un tono neutro.
—Tú no sabes nada. ¿Por qué crees tú que te acuerdas de todo y piensas que piensas?
—No lo sé —contempla los faros que pasan por la carretera delante de nuestro hotel—. Son cosas que me pasan continuamente.
—¿Te parecen cosas importantes?
—¿Más importantes que cuáles?
—La verdad es que no lo sé. Más importantes que otras cosas que podrías hacer.
El club de debates, conseguir el diploma de socorrista junior, cualquier cosa en el aquí y ahora.
—No quiero que me pase eso para siempre. Sería algo jodido de verdad —entrechoca los dientes y los hace rechinar con fuerza—. Por ejemplo, hoy, mientras estaba en el aparato aquel del baloncesto, se me pasó durante un rato. Luego volvió.
Volvemos a quedar en silencio. La primera conversación adulta que un hombre puede tener con su hijo es una en la que reconoce que no sabe lo que es bueno para su propio hijo y sólo tiene una idea anticuada de lo que es malo. No sé qué decir.
Entre los árboles ahora aparece un perro de tamaño medio, castaño y blanco, un podenco, que trota hacia nosotros con un Frisbee amarillo en la boca; se oye el tintineo de su collar y sus jadeos exagerados y audibles. En algún punto tras él, la voz alegre de un hombre, alguien que ha salido a dar un paseo en el frescor de la noche.
—¡Keester! ¡Ven aquí, Keester! —dice la voz—. ¡Ven aquí ahora mismo, Keester! ¡Trae eso! Keester, ven aquí, Keester.
Keester, dedicado a sus cosas, se detiene y nos mira, nos olfatea, con el Frisbee agarrado con fuerza, mientras su amo sigue llamándole al tiempo que avanza.
—Venga, Keester —dice Paul, y lanza un par de relinchos.
—Es Keester, el perro prodigio —digo yo. Keester parece contento al oírlo.
—Quedé asombrado al ver que me convertía en un perro…
—Que se llama Keester —digo. Keester ahora nos mira fijamente, sin entender por qué saben su nombre unos desconocidos—. Supongo que lo que pienso es que haces demasiados esfuerzos para controlarlo todo, hijo, y eso te dificulta las cosas. Puede que intentes mantenerte en contacto con algo que te gustaba, pero tienes que seguir adelante. Aunque te dé miedo y estés atornillado.
—Mmm… —echa la cabeza atrás y mira hacia arriba—. ¿Cómo no voy a ser crítico con mi época? ¿Es que te parece estupenda?
—No tiene que ser estupenda —digo—. Pero, por ejemplo, si entras en un restaurante y el suelo es de mármol y las paredes de roble, no te preguntas si todo eso es falso. Te sientas y pides un filete y te lo pasas bien. Y si no te gusta, o piensas que te has equivocado al ir a comer allí, no vuelves, y ya está. ¿Tiene sentido eso?
—No —niega con la cabeza, con convencimiento—. Probablemente no me pararía a pensar en ello. A veces no está tan mal pensar en esas cosas. Keester —le dice, con voz autoritaria, al pobre y desconcertado viejo perro—. ¡Piensa! ¡Piensa, muchacho! Acuérdate de cómo te llamas.
—Encontrarás que tienen sentido —digo—. No tienes necesidad de luchar para que todo esté bien, eso es todo. A veces puedes descansar —me fijo en que dos cuadrados amarillos más de las ventanas del gran hotel al otro lado de la carretera se apagan.
U-u, hace la lechuza. U-u. U-u. Ha sentido la presencia de Keester, estúpidamente parado con su Frisbee amarillo, a la espera de que se lo quitemos de la boca para tirarlo a fin de que vaya a buscarlo, es lo que hace todo el mundo.
—¿Si fueras funámbulo en un circo, cuál sería tu mejor número?
Paul me mira, sonriendo cruelmente.
—No lo sé. Andar por la cuerda con los ojos vendados. O desnudo.
—Caerte —dice Paul, autoritariamente.
—Eso no es un número —digo—. Es un fallo.
—Sí, pero el tipo no puede seguir soportando ni un minuto más el ir en línea recta, porque es muy aburrido. Y nadie sabrá nunca si cayó o se tiró. Es estupendo.
—¿Quién te contó eso?
Keester, finalmente decepcionado con nosotros, da la vuelta y se aleja al trote entre los árboles, convirtiéndose en una mancha cada vez más pálida en la oscuridad, y luego desaparece.
—Clarissa. Es peor que yo. Lo que pasa es que no lo demuestra. Nunca demuestra nada, porque es una taimada.
—¿Quién dice eso?
Estoy absolutamente seguro de que no es verdad, seguro de que es lo que parece, una chica que les hace un corte de mangas a sus padres cuando cree que no la ven como cualquier otra chica normal.
—El doctor K. Chondo lo dice —contesta Paul, y de pronto se levanta de un salto y yo me quedo sujetando el respaldo de su mecedora—. Mi sesión ha terminado por esta noche, doktor.
Se dirige hacia la puerta de tela metálica y sus pies hacen crujir las tablas del porche. Otra vez deja un olor ácido. Posiblemente es el olor de los problemas relacionados con el estrés.
—Necesitamos unos fuegos artificiales —dice.
—Tengo unos cohetes y bengalas en el coche. Y esto no fue una sesión. Nosotros no celebramos sesiones. Fue una conversación en serio entre tú y tu padre.
—La gente siempre se sorprende conmigo cuando digo… —la puerta de tela metálica se abre y Paul desaparece dentro—… ciao.
—Te quiero —le digo a mi hijo, que se ha esfumado, pero que debería volver a oír esas palabras aunque sólo sea para poder recordar mucho más adelante: «A veces me decía eso, y desde entonces siempre me ha parecido que las cosas hubieran podido ir peor».