Clarissa Bascombe ha deslizado algo minúsculo y secreto en la mano de Paul cuando nos íbamos. Y durante nuestro camino hacia Hartford, durante nuestro camino hacia Springfield, durante nuestro camino hacia el Salón de la Fama del baloncesto, él lo ha mantenido agarrado sin mirarlo mientras yo no dejaba de charlar animadamente de lo que consideraba que podría romper el hielo entre nosotros, establecer contacto, avivar las brasas; en fin, iniciar con buen pie lo que ahora considero el último y más importante viaje juntos como padre e hijo (aunque probablemente no lo sea).
Una vez que dejamos la transitada CT 9 para tomar la todavía más transitada y atestada de coches 1-91, y pasamos junto a la mugrienta cancha de pelota vasca y un casino nuevo dirigido por indios, saco a relucir mi primer «tema interesante»: lo difícil que es, justamente aquí, a quince kilómetros al sur de Hartford, este 2 de julio de 1988, cuando todo parece una unidad, imaginar que el 2 de julio de 1776 todas las colonias de la costa anduvieran a la greña unas con otras, se comportaran como naciones separadas y ferozmente guerreras muertas de miedo por la pérdida de valor de la propiedad y por la religión que practicaban sus vecinos (como ahora), y, sin embargo, supieran que necesitaban ser más felices y seguras e hicieran todo lo posible por conseguirlo. (Si esto parece una completa chifladura, no lo es, desde el punto de vista del programa de «Reconciliación de pasado y presente: De la fragmentación a la unidad e independencia». Es una cuestión que resulta relevante —en mi opinión— con respecto a la dificultad de Paul para integrar su despedazado pasado con su ajetreado presente de modo que los dos se relacionen de un modo lógico y le hagan libre e independiente en lugar de mantenerse desconectados y en oposición, y haciendo que esté espantosamente loco. Las lecciones de la historia son lecciones delicadas que nos invitan a recordar y olvidar de modo selectivo, y por tanto son mucho mejores que las de la psiquiatría, donde a uno le obligan a que lo recuerde todo.)
—John Adams —digo— dijo que conseguir que todas las colonias estuvieran de acuerdo en ser independientes era como intentar que trece relojes dieran la hora en el mismo segundo.
—¿Quién es John Adams? —dice Paul, aburrido. Sus pálidas piernas desnudas, en las que empiezan a asomar pelos, están cruzadas de un modo voluntariamente afectado, con una Reebock de cordones de un amarillo fluorescente peligrosamente levantada por encima de la palanca del cambio.
—John Adams fue el primer vicepresidente —digo—. Fue la primera persona en decir que era una ocupación estúpida. Al menos en público. Fue en 1797. ¿Has traído tu ejemplar de La Declaración de Independencia?
—Bah.
Eso puede significar tanto que sí como que no.
Está mirando el Connecticut, que vuelve a estar a la vista y donde un brillante fueraborda arrastra a una minúscula esquiadora acuática, haciendo ondular la brillante superficie del río. Con un chaleco salvavidas amarillo brillante, la chica evita la estela de la lancha sujeta al agarre y levanta una espuma translúcida.
—¿Por qué conduces tan jodidamente despacio? —dice Paul, para animar la cosa. Luego, con una burlona voz de abuelita, añade—: Todo el mundo me adelanta, pero yo llegaré al mismo tiempo que ellos.
Yo, claro, tengo la intención de conducir a la velocidad que quiero, no más deprisa, pero lanzo una mirada de estimación a Paul, la primera desde que dejamos Deep River. La oreja que no se ha herido con el volante del Mercedes tiene una mugre grisácea. Tampoco huele demasiado bien; de hecho, huele como si no se hubiera lavado después de haber dormido con la ropa puesta. También parece que lleva un tiempo sin lavarse los dientes. Posiblemente esté regresando a la naturaleza.
—Los colonos originales —digo, animadamente, pero al instante confundo los autores de la Constitución con los que firmaron la Declaración (un error que cometo insistentemente, aunque Paul no se daría cuenta)— querían ser libres para cometer nuevos errores, no limitarse a seguir repitiendo los antiguos una y otra vez en tanto que colonias separadas, lo que les impedía el progreso. Por eso decidieron asociarse y ser independientes, y se mostraron dispuestos a sacrificar parte de la autonomía que siempre habían tenido con la esperanza de obtener algo mejor; en su caso, mejor comercio con el mundo exterior.
Paul me mira despectivamente, como si yo fuera una vieja radio que sintoniza una emisora que se oye tan mal que casi resulta divertida.
—¿Colonos? ¿Te refieres a campesinos?
—Algunos eran campesinos —digo. Es inútil retomar el asunto. Todavía no mejoro el contacto—. Pero los que no renunciaron a seguir cometiendo los mismos errores una y otra vez son los que ahora llamamos conservadores. Y los conservadores estaban en contra de la independencia, incluido el hijo de Benjamin Franklin, al que terminaron por deportar a Connecticut, lo mismo que a ti.
—¿Entonces los campesinos son conservadores? —dice, simulando asombro pero burlándose de mí.
—Muchos de ellos lo son —digo—, aunque no les conviene. ¿Qué te dio tu hermana?
Le miro el puño izquierdo cerrado. Nos introducimos rápidamente en el cuello de botella del tráfico de Hartford. A la derecha hay unas complicadas obras entre la interestatal y el río; hacen un enlace en cuesta, un carril paralelo nuevo. Hay flechas que parpadean, enormes camiones amarillos llenos de tierra de Connecticut que pasan rugiendo junto a nosotros, tipos blancos con cascos de plástico y camisas blancas que examinan gruesos rollos de planos en la ardiente brisa.
Paul se mira el puño como si no tuviera idea de lo que contiene, luego lo abre poco a poco, dejando a la vista un pequeño lazo amarillo, el gemelo del rojo que me dio Clarissa.
—Te dio otro a ti —murmura—. Uno rojo. Ella dijo que tú dijiste que querías ser su caballero, pero que te contestó que te faltaba el caballo —quedo muy sorprendido al darme cuenta de lo trapacera que es mi hija. Paul agarra los dos extremos de su lazo y tira de ellos con fuerza hasta reducirlo a un nudo. Luego se lo mete en la boca y lo traga—. Ñam, ñam —dice, y me sonríe malévolamente—. Una cinta muy rica.
Ha urdido todo esto, incluido el cambio en la historia de su hermana, sólo como una gracia.
—Yo prefiero guardar el mío para más adelante.
—A mí me dio otro para después.
Me lanza una mirada de reojo. Va muy por delante de mí, me doy cuenta, y habrá lucha.
—Muy bien, oye, ¿cuál es el problema entre tú y Charley? —Estoy procurando evitar el centro de Hartford, la pequeña capital, en la que la cúpula dorada del Capitolio del estado se pierde entre los elevados edificios de las grandes compañías de seguros—. ¿No podríais ser más civilizados los dos?
—Yo sí. Él es un gilipollas.
Paul está observando por su lado a un grupo de shriners sobre Harleys que se pone a nuestro lado. Los shriners son enormes, gordos, unos tipos vestidos con disfraces de seda dorados y verdes de guardianes de harén, gafas, guantes y botas de motorista. Sobre sus gigantescas Electra Glide, son tan imponentes como auténticos guardianes de un harén, y ruedan, claro está, en formación escalonada de seguridad; el ruido de sus motores, a pesar de las ventanillas cerradas, es ensordecedor y opresivo.
—¿Pegarle con un tolete te parece una buena solución para su gilipollez?
Ésta será mi única concesión a regañadientes en favor de Charley.
El shriner que va en cabeza ha reparado en Paul y le dirige una sonrisa, alzando un pulgar enguantado. Él y su grupo son todos enormes y sin duda se dirigen muy contentos a dibujar ochos y círculos dentro de círculos en la calzada de los aparcamientos de los centros comerciales ante las miradas alegres y agradecidas de las multitudes. Luego se largarán a toda prisa a desfilar por la calle principal de alguna ciudad.
—Es una de las soluciones —dice Paul, alzando el pulgar para devolverle el saludo al jefe de los guardianes de harén, con la frente pegada al cristal y sonriendo sarcásticamente a su vez—. Me gustan esos tipos. Charley debería ser como ellos. ¿Cómo los llaman?
—Shriners —digo yo, devolviendo un saludo con el pulgar alzado por mi lado.
—¿A qué se dedican?
—No es fácil de explicar —digo, sin cambiar de carril.
—Me gusta cómo van vestidos.
Suelta un ladrido ahogado e imprevisto, un ladrido de foxterrier. No parece que quiera que lo oiga yo, pero no puede resistirse a soltarlo otra vez. Uno de los shriners parece haberlo cogido y hace por su parte un gesto como de ladrido, luego vuelve a levantar el pulgar.
—¿Vuelves a ladrar, hijo?
Le lanzo una mirada furtiva y doy un leve viraje hacia la derecha. Un accidente aquí significaría una derrota completa.
—Eso parece.
—¿Y por qué? ¿Crees que ladras por Mister Toby o algo así?
—Necesito hacerlo —me ha explicado varias veces que en su opinión ahora la gente dice «necesito» cuando quiere decir «quiero», lo que a él le parece divertido. Los shriners pasan al carril lento, probablemente nerviosos después de mi viraje—. Hace que me sienta mejor. No estoy obligado a hacerlo.
Y, francamente, no considero que haya nada que pueda decir en contra de que alguien alegre el mundo con un ocasional ladrido en lugar del habitual «¿Cómo va todo?», o con un saludo alzando el pulgar. ¿De qué preocuparse? Podría resultar un obstáculo durante el examen de ingreso a una universidad, o ser un problema si sólo ladrase y no hablase durante el resto de su vida. Pero no encuentro que sea nada serio. Sin duda, como todo lo demás, pasará. También yo podría hacer la prueba. A lo mejor hacía que me sintiera mejor.
—Entonces, vamos al Salón de la Fama del baloncesto, ¿o no? —dice Paul, aunque ya lo hemos estado discutiendo. A saber dónde tiene la cabeza en este instante. Probablemente pensando en Mister Toby, y pensando que le gustaría no pensar en eso.
—Vamos a ir, sin duda —digo yo—. Llegaremos pronto. ¿Estás impaciente por llegar?
—Sí —dice él—, porque tengo que echar una meada en cuanto lleguemos.
Y no vuelve a abrir la boca durante kilómetros.
En apenas media hora salimos de la 91 en Springfield y recorremos la vieja ciudad de las fábricas, siguiendo los espaciados carteles marrones y blancos de SALÓN DE LA FAMA DEL BALONCESTO hasta que nos encontramos lejos del centro, al norte, y nos vemos detenidos por una densa ciudad dormitorio de ladrillo en un ancho bulevar sembrado de basura junto a la rampa de acceso a la interestatal que habíamos dejado hace poco. Extraviados.
Hay un Burger King abandonado por cuyo exterior pululan muchos jóvenes negros, y junto a él, pasado el aparcamiento, un cartel enorme con el gobernador Dukakis que sonríe con su insincera sonrisa rodeado de niños eufóricos, bien alimentados, de aspecto sano, aunque sean pobres de todas las razas y todos los credos y colores. Hace varios días que no han recogido la basura, y un número llamativo de vehículos abandonados o saqueados invade los laterales de la calle. Un Salón de la Fama, cualquier Salón de la Fama a menos de treinta kilómetros a la redonda, no parece que merezca el riesgo de que le disparen a uno. De hecho, siento tentaciones de olvidar todo el asunto y dirigirme a la autopista de Massachusetts, girar hacia el oeste y atajar hacia Cooperstown (doscientos setenta y cinco kilómetros), lo que nos llevaría al Deerslayer Inn, donde he reservado una habitación doble, justo para la hora del aperitivo.
Y, sin embargo, aceptar eso sería transformar una simple confusión de camino en una derrota (un mal ejemplo para un viaje que se pretende educativo). Además, no ir, ahora que hemos llegado adonde hemos llegado, sería equivalente a un capricho; y a pesar de las peores evaluaciones de mi carácter y modo de ser que pueda hacer a las tres de la madrugada, caprichoso no es precisamente lo que soy, ni siquiera un mal padre tiene derecho a ser caprichoso.
Paul, que aunque desconfía de mi decisión, no ha dicho nada, se limitó a mirar al gobernador Dukakis por el parabrisas, como si éste fuera la cosa más normal del mundo.
En consecuencia, hago un rápido giro en redondo y vuelvo hacia la ciudad, me detengo delante de un supermercado y pregunto la dirección por la ventanilla a un cliente negro que sale, el cual nos aconseja amablemente que retomemos la interestatal hacia el sur. Y en cinco minutos estamos otra vez en la carretera y luego la dejamos, pero esta vez por una salida perfectamente señalizada, al final de la cual pasamos por debajo de la autopista y nos damos de narices con el aparcamiento del Salón de la Fama, donde hay aparcados muchos coches y donde una pequeña extensión de césped con bancos de madera y arbolitos para los excursionistas y los entusiastas del baloncesto bordea el Connecticut, que se desliza, brillando, justo un poco más allá.
Cuando apago el motor, Paul y yo nos quedamos sentados y miramos por entre los arbolillos las antiguas estructuras de las fábricas del otro lado del río, como si esperáramos que de repente se encendiera un gran rótulo que nos gritara: «¡No! ¡Aquí! ¡Ahora es aquí! ¡Estáis en el sitio equivocado! ¡Os habéis perdido! ¡Os habéis equivocado de nuevo!»
Debería, claro está, aprovechar este instante sin vida de la llegada para incorporar al viejo Emerson, el fatalista optimista, al plan del viaje, agarrar su «Confianza en sí mismo» del asiento trasero, donde lo ha dejado Phyllis. En concreto, podría citar el astuto: «La insatisfacción es una falta de confianza en sí mismo; es una debilidad de la voluntad». O algo sobre la aceptación del puesto que te ha concedido la providencia, la sociedad de tus contemporáneos, el encadenamiento de las circunstancias. Todas estas cosas me parecen extremadamente útiles, siempre que no sean contradictorias entre sí.
Paul se da la vuelta y frunce el ceño hacia el edificio de metal y cristal del Salón de la Fama que tenemos atrás, que parece menos un venerable santuario de leyenda que una clínica mental de alta tecnología, con su fachada de losas falsas de cemento color mora que parece prevista para tranquilizar a los pacientes cuando llegan por primera vez para una limpieza y profilaxis: «Aquí nadie le hará daño, le cobrará caro o le dará malas noticias». Encima de las puertas, sin embargo, hay banderas de tela de varios colores muy vivos que dicen: BALONCESTO: EL DEPORTE NORTEAMERICANO.
Mientras miro hacia atrás, me fijo que Paul tiene una gran verruga con una fea inflamación en un lado de la mano derecha, debajo del meñique. También me fijo, para mi desgracia, en lo que puede ser un tatuaje azul en la parte interior de su muñeca derecha, algo que parece lo que se podría hacer un preso y que Paul quizá se ha hecho él mismo. Es una palabra que no consigo descifrar, aunque no me gusta y decido de inmediato que si su madre no puede velar por él, lo haré yo.
—¿Qué hay ahí dentro? —dice.
—Todo tipo de cosas divertidas —digo, posponiendo a Emerson y tratando de ignorar el tatuaje mientras se impone cierto entusiasmo por el baloncesto, pues quiero apearme del coche, puede que comprar sandwich y hacer un último intento telefónico llamando a South Mantoloking—. Tienen películas y colecciones de camisetas y fotografías, y la posibilidad de encestar un poco. Te mandé unos folletos.
No consigo que suene a demasiado espectacular. Todavía sería más fácil largarse.
Paul me lanza una mirada con aire de suficiencia, como si imaginarme haciendo un lanzamiento a cesta fuera una fuente de diversión. Por medio dólar le daría un sopapo en plena boca, debido al maldito tatuaje. Aunque eso iría en contra, y más llevando apenas una hora juntos, de mi compromiso de establecer una buena relación entre nosotros.
—Puedes ponerte junto a una enorme silueta del Hombre de loa Zancos y comparar tu estatura con la suya —digo. Con la parada nuestro aire acondicionado empieza a disiparse.
—¿Quién es el Hombre de los Zancos?
Sé que lo sabe. Era hincha de los Sixers en la época en que se fue. Íbamos a los partidos. Vio fotos. De hecho, una cesta está colgada en este mismo momento en mi garaje de Cleveland Street. Pero ahora se dedica a juegos más complejos.
—Es un famoso proctólogo —digo—. Bueno, vamos por una hamburguesa. Le dije a tu madre que te invitaría a un buen almuerzo. Me apetecería un bocadillo gigante de panceta.
Sus ojos se estrechan al otro extremo del asiento. Mueve nerviosamente la lengua en la comisura de la boca. Le gusta hacerlo. Por primera vez me fijo en que sus pestañas (en esto también se parece a su madre) se han vuelto ridículamente largas. No alcanzo a seguir su evolución.
—¿Qué dices, que tienes tanta hambre que te comerías el culo de una mofeta? —dice, y me guiña el ojo con descaro.
—Sí, estoy hambriento de verdad.
Abro la puerta del coche y dejo que penetre una bocanada caliente y tóxica, compuesta de vapores de diesel, aire de la autopista y el olor ponzoñoso del río. Además, ya estoy cansado de él.
—Bien, entonces estás hambriento de verdad —dice. No sabe qué decir después, y todo lo que se le ocurre añadir es—: ¿Crees que tengo síntomas que necesitan tratamiento?
—No, no creo que tengas síntomas, hijo —digo, inclinándome hacia el interior del coche—. Creo que tienes personalidad, lo que pudiera ser peor, en tu caso.
Debería preguntarle por el pájaro muerto, pero no me decido a hacerlo.
—Vaya cosa —dice Paul. Me estiro y miro por encima del ardiente techo de mi coche, más allá del Connecticut, más allá del verdor del oeste de Massachusetts, hacia la dirección que pronto seguiremos. Por algún motivo me siento tan solo como un náufrago—. ¿Cómo se dice «tengo hambre» en italiano? —pregunta.
—Ciao —digo yo. Es nuestro modo más antiguo, y más seguro, de hacer bromas para establecer una buena relación padre-hijo. Sólo que hoy, debido a dificultades técnicas que superan todo control, no parece que funcione muy bien. Y la brisa se lleva nuestras palabras, sin que a nadie le preocupe si hablamos el complicado lenguaje del cariño o no. Ser padre puede resultar una terrible frustración.
—Ciao —dice Paul. No me ha oído—. Ciao. Qué pronto lo olvidan.
Se apea del coche, preparado para nuestra visita.
Una vez dentro, Paul y yo empezamos a vagar como almas en pena que han pagado cinco pavos para entrar en el purgatorio. (Por fin he dejado de cojear.)
Estratégicamente situadas, unas modernas y amplias escaleras con cordones de terciopelo carmesí nos conducen junto a los demás, como a un rebaño, hasta el nivel 3, donde el tema es la historia resumida del baloncesto. El aire, aquí, está hiperpurificado y resulta glacial (para desanimar a los que pretendan detenerse), todo el mundo susurra como en el salón de un tanatorio, y las luces son bajas para destacar diversos pasillos bastante largos de objetos metidos en sarcófagos como de momias, iluminados por focos y protegidos por cristales que sólo podría atravesar un misil de varias cabezas nucleares. Al lado de una biografía tamaño uña del pulgar de Naismith, el inventor (¡que resulta que era canadiense!), hay una copia del propósito original del baloncesto garabateada en un sobre por el viejo doctor: «Inventar un deporte que se pueda jugar en un gimnasio». (No se puede negar su éxito.) Más allá, hay una foto en blanco y negro que muestra a Forrest «Phogg» Allen, el querido y viejo estratega de los Jayhawks de los años veinte, y, junto a ella, una copia del cesto de melocotones que fue la primera «cesta», junto a recuerdos del YMCA por todas partes. En las paredes, hay preciadas fotos de grano grueso de la época del deporte cuando lo jugaban chicos blancos esqueléticos y nada atléticos en gimnasios oscuros con las ventanas enrejadas, además de dos centenares de camisetas antiguas colgadas de vigas oscuras, igual que espectros en una casa encantada.
Unas cuantas familias indiferentes entran en la oscuridad de un pequeño teatro animado, que Paul evita para meterse en los servicios, aunque yo miro desde la puerta, con el estómago vacío, cómo evoluciona el deporte ante nuestros ojos, mientras se escucha la banda sonora de un partido en acción.
En ocho minutos descendemos al nivel 2, donde hay más de lo mismo, aunque más actual y reconocible, al menos para mí. Paul demuestra un interés pasajero por la bota del 52 de Bob Lanier, la maqueta en plástico rojo y amarillo de una rodilla humana todavía sin destrozar, en corte trasversal, y una película proyectada en otra sala parecida a un planetario, que dramatiza la estatura fabulosa de los jugadores de baloncesto y «todo lo que son capaces de hacer con el balón», en contraste con el tamaño minúsculo y la falta de talento que el resto de nosotros se ve obligado a padecer durante toda su vida. En este sentido se trata de un auténtico santuario, dedicado a hacer que las personas normales se sientan unos miserables insignificantes, lo que a Paul no le parece importar. (De hecho, la Vince era más acogedora.)
—Jugábamos en el campamento —dice, categóricamente, cuando nos detenemos a la puerta del anfiteatro, mientras los dos miramos cómo unos negros inmensos, musculosos, con uniforme de baloncesto, introducen un balón tras otro en sucesivos mates sobre una hipnotizante pantalla cuádruple, ante el asombro y los aplausos dispersos de la multitud.
—¿Y eras uno de los elementos buenos? —pregunto—. ¿Un buen marcador, o un jugador de choque o de los que daban buenas asistencias?
Me alegran estos intercambios insulsos sobre cualquier asunto, aunque al mirarle los pantalones cortos, la camiseta y el corte de pelo, no me gusta nada de lo que veo. Me da la impresión de que va disfrazado.
—En realidad, no —dice, con absoluta franqueza—. No puedo saltar. Ni correr. Ni tirar. Y soy zurdo. Y me importa un pijo. Conque no estoy hecho para eso.
—Lanier era zurdo —digo—. Y también Russell.
Puede que Paul no sepa quiénes son, aunque haya visto sus botas. El público del anfiteatro lanza un apagado «¡Oooooh!» de profunda reverencia. Otros hombres con sus hijos se mantienen junto a nosotros, mirando hacia dentro, sin ganas de sentarse.
—De todos modos, no jugábamos para ganar —dice Paul.
—Entonces ¿para qué jugabais? ¿Para divertiros?
—Cuestión de te-ra-pia —dice, en tono de broma, aunque sin ironía aparente—. Algunos de los chicos ni siquiera recordaban en qué mes estábamos, y otros hablaban demasiado alto o tenían ataques, lo que resultaba muy desagradable. Y si jugábamos al baloncesto, incluso a un baloncesto idiota, todos se ponían mejor durante un rato. Teníamos que «compartir los pensamientos» después de cada partido, y todos tenían unos pensamientos mucho mejores. Durante cierto tiempo, al menos. Yo no. Charley jugaba al baloncesto en Yale.
Paul tiene las manos metidas en los bolsillos de los pantalones mientras mira el techo, que es de estilo moderno industrial y está en sombra entre vigas metálicas, modillones, cañerías del sistema contra incendios, todo pintado de negro. El baloncesto, se me ocurre, es el pasatiempo nacional de la Norteamérica postindustrial.
—¿Era bueno?
Tal vez lo debo preguntar.
—No lo sé —dice, hundiendo un dedo en su oreja mugrienta y plegando la comisura de la boca como un tonto de pueblo. Un segundo «¡Ooooh!», más fuerte, llega desde dentro. Alguien, una mujer, grita:
—¡Sí! ¡Lo juro por Dios! ¡Fíjate en eso!
No sé lo que ha visto.
—¿Sabes cuál es la única cosa que puedes hacer que te pertenece sólo a ti y en la que la sociedad no puede intervenir? —dice—. Lo aprendí en el campamento.
—Me parece que no.
Los que estaban con nosotros comienzan a dispersarse.
—Estornudar. Si estornudas como un estúpido, o muy fuerte, como en el cine cuando molesta tanto a los demás, tienen que aguantarlo. Nadie puede decir: «¡Estornuda de otro modo, gilipollas!»
—¿Quién te contó eso?
—No me acuerdo.
—¿Y te parece algo anormal?
—Sí.
Baja gradualmente la vista desde al techo pero no me mira. Su dedo deja de escarbarse la oreja. Ahora está incómodo por no ser irónico y resultar infantil.
—¿No sabes que las cosas son así siempre cuando uno se hace viejo? Todos te dejan hacer lo que quieras. Si no les gusta, no lo demuestran.
—Parece estupendo —dice Paul, e incluso sonríe, como si un mundo en donde dejaran a la gente en paz fuera algo que mereciera la pena ver.
—Tal vez sí —digo—. Y tal vez no.
—¿Cuál es el accesorio de automóvil más incomprendido?
Está dispuesto a eludir cualquier conversación seria, consciente de los peligros de la sinceridad de mi voz.
—No lo sé. El filtro del aire —digo, cuando en el auditorio se termina la película de los encestes. No he visto la silueta tamaño natural del Hombre de los Zancos, como prometía la propaganda.
—Has estado muy cerca —Paul asiente con la cabeza con mucha seriedad—. Los neumáticos para nieve. No se valoran hasta que se necesitan, pero entonces suele ser demasiado tarde.
—¿Por qué son incomprendidos? ¿No son más bien infravalorados?
—Es lo mismo —dice, y empieza a alejarse.
—Entiendo. Puede que tengas razón.
Y los dos nos dirigimos hacia la escalera.
En el nivel 1 hay una tienda de regalos muy solicitada, una pequeña sala dedicada a los medios de comunicación deportivos (interés cero en lo que se refiere a mí), una reconstrucción de un vestuario auténtico, unas cuantas máquinas que venden recuerdos, aparte de diversos aparatos que se pueden manejar y ante los que Paul muestra cierto interés. Decido hacer la llamada a Sally antes de volver a la carretera. Como todavía no hemos visto una cafetería de verdad, Paul se dirige a las máquinas que venden alimentos con sus nuevos andares pesados, los pies hacia dentro y los brazos balanceándose de un modo que aborrezco, provisto del dinero que le he proporcionado yo (pues el suyo es evidente que se destina a otros usos; rescate en caso de secuestro, quizá), después de que le dijera que me trajese «algo bueno».
La zona de teléfonos es un pequeño hueco agradable tenuemente iluminado al lado de los servicios, con un grueso aislamiento contra ruidos de pared a pared, y lo último en cuestión de tecnología telefónica: pago con tarjeta de crédito, hay pantallas verdes de ordenador y mandos para amplificar el sonido por si acaso no crees lo que estás oyendo. Un sitio ideal para una llamada excéntrica o al azar.
Sally, cuando marco su número, descuelga al primer ring; ¡qué emocionante!
—¿Dónde demonios estás? —dice, con un tono vivo y contento pero que también exige ser descifrado—. Te dejé un largo e intenso mensaje ayer por la noche. Puede que estuviera un poco borracha.
—Y yo he tratado de llamarte toda esta mañana para ver si venías aquí volando en una Cessna privada, para ir a Cooperstown con nosotros. Paul considera que sería estupendo. Lo pasaremos bien.
—Bueno. ¡Dios Santo! No lo sé —dice Sally, fingiendo una divertida confusión—. ¿Dónde estáis ahora?
—Ahora estamos justamente en el Salón de la Fama del baloncesto. Lo estamos visitando, quiero decir que no estamos expuestos en una vitrina. Todavía no.
Noto que un impulso optimista me ensancha el pecho. No está todo echado a perder.
—¿Pero eso no está en Ohio?
—No, está en Springfield, Massachusetts, donde clavaron la primera cesta para melocotones en la puerta del primer granero que encontraron y así empezó la historia. En Ohio está el del fútbol americano. No tenemos tiempo para ir hasta allí.
—Repíteme adónde iréis después.
Se está divirtiendo con todo esto, posiblemente contenta de hacerse de rogar, casi sin aliento. Los planes todavía pueden adquirir vida.
—A Cooperstown, Nueva York. A doscientos setenta y cinco kilómetros de aquí —digo, entusiasmado. Una mujer que está hablando por uno de los teléfonos de más allá se echa hacia atrás y me lanza una mirada furiosa como si yo estuviera haciendo una llamada que amplificara mi voz en su auricular. Posiblemente se sienta en peligro al estar cerca de una persona que está legítimamente de buen humor—. Bueno, ¿qué me dices? —pregunto—. Coge un avión para Albany ahora mismo, y nos reuniremos allí —estoy hablando demasiado alto y necesito poner una sordina antes de que acuda un grupo de los GEO del Salón de la Fama—. Hablo en serio —digo, en un tono más modulado, pero también más formal.
—Bueno, eres muy amable al proponerlo.
—Sí, soy muy amable. Es cierto. Pero no voy a dejarte escapar —vuelvo a decir esto demasiado alto—. En cuanto desperté esta mañana, me di cuenta de que ayer por la noche estaba completamente loco y que estoy loco por ti. Y no quiero esperar hasta el lunes o hasta cuando demonios sea —no haría falta mucho para que me volviera a meter en el coche con Paul y me dirigiera directamente a South Mantoloking junto a todos los demás patanes locos por la playa. Aunque no estaría bien que hiciera eso. Estar dispuesto a invitar a Sally a que participe de nuestra expedición sagrada hombre-a-hombre[6] ya está bastante mal; aunque, como todo el mundo, Paul se divertiría más haciendo algo técnicamente ilícito. El mundo, como le he dicho, te deja hacer lo que quieras si eres capaz de cargar con las consecuencias. Todos somos libres de elegir.
—¿Puedo preguntarte algo? —dice Sally, un poco demasiado seria.
—No lo sé —digo yo—. Puede que sea demasiado serio. Y puede ser un pretexto para que no vengas aquí.
—¿Querrías decirme qué es lo que encuentras tan irresistible ahora que no habías notado ayer por la noche?
Sally dice esto como burlándose de sí misma, de buen humor. Pero la respuesta le importa. ¿Quién se lo podría reprochar?
—Bueno —digo yo, con la mente zumbándome de repente. Un hombre sale del servicio, de modo que me llega un olor a meados y jabón—. Eres adulta, y eres exactamente como pareces, al menos eso creo. No todo el mundo es así —incluido yo—. Y eres leal y hablas de modo franco e imparcial —esto no suena bien—, lo que no es incompatible con la pasión, y eso me gusta de verdad. Supongo que tengo la sensación de que hay algunas cosas que tenemos que examinar detenidamente más adelante entre tú y yo, o los dos lo lamentaremos. O, en todo caso, yo lo lamentaré. Además, seguramente eres la mujer más guapa que conozco.
—Yo seguramente no soy la mujer más guapa que conoces —dice Sally—. Soy guapa, sin más. Y tengo cuarenta y dos años. Y soy demasiado alta.
Suspira como si el ser alta la cansara.
—Mira, súbete a un avión y ven aquí, y hablaremos de lo guapa que eres o no eres, mientras la luna sale románticamente por encima del lago Ostego y tomamos unos cócteles obsequio de la casa —mientras Paul se larga a donde sea—. Me atraes como la marea, y todos los barcos se levantan cuando sube la marea.
—Tu barco parece que se levanta más cuando yo no ando por ahí —dice Sally, en un tono que revela que ya no está de tan buen humor —es posible que de nuevo no esté dándole las respuestas adecuadas. La mujer que hablaba por el otro teléfono cierra un inmenso bolso de cuero negro y se aleja con paso rápido—. ¿Te acuerdas de cuando, ayer por la noche, dijiste que querías ser el «decano» de los agentes inmobiliarios de New Jersey? ¿Te acuerdas al menos de eso? Hablamos de la soja y de la sequía y de los centros comerciales. Bebimos mucho. Pero tú estabas algo raro. También dijiste que estabas lejos del alcance del afecto. A lo mejor todavía estás raro —probablemente debería soltarle un par de ladridos para demostrar que estoy chiflado—. ¿Has visto a tu mujer?
No se trata del paso más inteligente que podría dar Sally, y debería de ponerla en guardia. Pero me limito a mirar la pequeña pantalla de mi teléfono, donde aparece escrito en frías letras verdes: «¿Quiere hacer otra llamada?»
—Sí. La vi.
—¿Y cómo fue la cosa? ¿Fue bien?
—No especialmente.
—¿Crees que te gusta más cuando no la tienes cerca?
—A ella no la tengo cerca nunca —digo—. Estamos divorciados. Se ha vuelto a casar con un lobo de mar. Es como Wally. Está muerta oficialmente, sólo que todavía hablamos —de repente estoy tan deprimido al pensar en Ann como me sentía feliz al pensar en Sally, y lo que siento tentaciones de decir es: «Pero la auténtica sorpresa es que deja al viejo capitán Charley y nos vamos a volver a casar. Luego nos trasladaremos a Nuevo México para crear una emisora de FM para ciegos. Ése es el auténtico motivo por el que te llamo; no para invitarte a que vengas, sólo para darte esa noticia. ¿No te alegras por mí?» Hay un incómodo silencio en la línea, después del cual digo de verdad—: En realidad sólo llamaba para decirte que ayer por la noche lo pasé muy bien.
—Me gustaría que te hubieras quedado. Es lo que decía mi mensaje, si todavía no lo has oído.
La que se calla ahora es ella. Nuestro pequeño contratiempo y mi marea que sube se combinan para hacer que sople una poderosa brisa gélida. El ánimo es notoriamente más frágil que el desánimo.
Un hombre alto de pecho poderoso, que lleva puesto un mono azul claro, entra en la zona de los teléfonos con una niña de la mano. Se detiene en el aparato de al lado, donde el hombre se pone a hacer una llamada a un número que lleva apuntado en un trozo de papel, mientras la niña, que lleva una falda rosa con volantes y una camisa blanca vaquera, le mira. Luego me mira a mí a través de la penumbra; una mirada, como la mía, necesitada de sueño.
—¿Todavía sigues ahí? —dice Sally, posiblemente disculpándose.
—Miraba a un tipo que llamaba por teléfono. Supongo que me recuerda a Wally, aunque eso es imposible porque creo que yo nunca he visto a Wally.
Otro silencio.
—La verdad es que eres muy escurridizo, ¿sabes, Frank? Pasas con demasiada facilidad de una cosa a otra. No te puedo seguir demasiado bien.
—Eso es lo mismo que piensa mi mujer. Puede que lo debáis de discutir las dos. Yo me encuentro mejor en mitad de la corriente. Es mi versión de lo sublime.
—Y también eres muy cauteloso, ¿sabes? —dice Sally—. Y no te comprometes a nada. Lo sabías, ¿verdad? Estoy segura que es a lo que te referías ayer por la noche con lo de que estabas más allá del afecto. Pasas de una cosa a otra, eres cauteloso y parece que no te comprometes a nada. Para mí eso no es una combinación nada fácil.
Ni buena, estoy seguro.
—Mis opiniones no son muy acertadas —digo—, de modo que sólo trato de no causar demasiados problemas —Joe Markham dijo algo como esto ayer. A lo mejor me estoy convirtiendo en Joe—. Pero cuando siento una cosa de verdad, creo que me lanzo a fondo. Que es lo que pasa en este justo momento.
O pasaba.
—Al menos es lo que parece —dice Sally—. ¿Os estáis divirtiendo mucho Paul y tú?
Un cambio para recuperar la buena disposición, hablando de pasar de una cosa a otra.
—Sí. Muchísimo. Y tú también, si estuvieras.
Todavía me llega un débil pero claro olor a podrido del mirlo muerto desde la mano que sujeta el auricular. Parece que se me va a quedar en la piel por los siglos de los siglos. Intento olvidar esta última observación sobre que parece que no me comprometo a nada.
—Lamento que pienses que tus opiniones no son muy acertadas —dice Sally, falsamente desenvuelta—. Eso no presagia nada bueno de lo que dices que sientes por mí, ¿no te parece?
—¿De quién eran aquellos gemelos de encima de la mesa roja?
Esto, naturalmente, es una pregunta irreflexiva y en contra de cualquier juicio u opinión adecuada. Pero estoy indignado, por mucho que no tenga derecho a estarlo.
—Eran de Wally —dice Sally, desenvuelta pero sin falsedad—. ¿Creíste que eran de otra persona? Acababa de sacarlos para mandárselos a su madre.
—Pero Wally estaba en la marina, creo. Casi se deja la piel durante la explosión de su barco. ¿No es así?
—Cierto. Pero estaba con los marines. En cualquier caso no importa. Tú imaginaste lo de la marina. Da igual.
—Oiga, les llamo por esa casa que tienen para alquilar en Friar Tuck Drive —oigo que dice el hombre enorme del teléfono de al lado. La niña mira fijamente a su padre/tío/secuestrador como si éste le hubiera dicho que necesitaba apoyo moral y ella concentrara todos sus pensamientos en ese sentido—. ¿Cuánto es el alquiler? —dice el hombre. Tiene un acento del sudoeste, posiblemente tejano. Y eso que no lleva un par de polvorientas botas de montar, sino unas Ked blancas sin cordones del tipo que llevaría un enfermero o un detenido en un centro de mínima seguridad. Hay tejanos sin rancho. Supongo que lo habrán echado de los campos petrolíferos, y, cual un nuevo Joad, el de Las uvas de la ira, lleva a su preciosa familia al norte industrial para iniciar una nueva vida. Se me ocurre que a lo mejor los McLeod también andan apurados de dinero y necesitan un respiro pero son demasiado testarudos para decirlo. Eso cambiaría mi actitud con respecto al alquiler, aunque no del todo.
—¿Frank, oíste lo que dije o es que te has perdido en el espacio?
—Observaba a un tipo que trata de alquilar una casa. Me gustaría tener alguna que enseñarle aquí, en Springfield. Aunque, claro, yo no vivo aquí.
—Vale, vale —dice Sally, dispuesta a que nuestra conversación también se pierda flotando. He comprobado a quién pertenecían aquellos gemelos, aunque no fuera asunto mío. Lo de la confusión marina-marines no lo puedo explicar—. ¿Es bonito eso? —pregunta ella, alegremente.
—Sí, es hermoso. Pero de verdad —digo, imaginando de repente la cara de Sally, una cara muy atractiva que merece que se la quiera besar—. ¿No quieres venir? Todo corre de mi cuenta. Tu dinero ya no tiene validez. Carta blanca.
—¿Por qué no me llamas en otro momento? Esta noche estaré en casa. Estás muy disperso. Probablemente estés cansado.
—¿Estás segura? De verdad que me gustaría verte.
Debería mencionar que no estoy más allá del afecto, porque no lo estoy.
—Estoy segura —dice ella—. Y ahora te voy a decir hasta luego.
—Vale —digo—. Vale.
—Hasta luego —dice Sally, y colgamos.
La niña vaquera del otro teléfono me lanza una mirada preocupada. Posiblemente haya estado hablando demasiado alto otra vez. Su enorme padre tejano se vuelve a medias para mirarme. Tiene una cara grande de mandíbula poderosa, un pelo oscuro despeinado y enormes manos de ajustador de canalizaciones.
—No —dice, decidido, por teléfono—. No, eso no me conviene, no es lo que ando buscando. Dejémoslo.
Cuelga y arruga el trozo de papel, que deja caer en la moqueta.
Del bolsillo superior de la camisa saca un paquete de Kool, agarra uno con la boca sin soltar de la mano a la pequeña Suzie, y lo enciende hábilmente con un Zippo de aspecto amenazador. Suelta una gran bocanada de frustración directamente sobre el rótulo internacional de NO SMOKING sujeto al techo enmoquetado, e inmediatamente espero verme bañado por productos químicos, oír que se disparan alarmas, distinguir a los de seguridad doblando la esquina a paso de carga. Pero no pasa nada. Lanza una mirada hostil hacia donde me encuentro perdido, delante de la pantalla de mi teléfono.
—¿Tiene algún problema? —dice, buscando de nuevo en el bolsillo de los pitillos algo que no encuentra.
—No —digo yo, sonriendo—. Sólo que tengo una hija de la edad de la suya —un invento total, seguido por otro—: Y acaba de recordármela.
El hombre baja la vista hacia la niña, que debe de tener ocho años y alza la vista sonriendo hacia él, contenta de que se le preste atención, pero insegura de lo que debe hacer.
—¿Quiere que le venda ésta? —dice el hombre, y en ese momento la niña echa la cabeza hacia atrás y se deja ir por completo de modo que queda colgada de la enorme manaza del tipo, sonriendo y negando con su preciosa cabeza.
—¡No, no, no, no, no, no! —dice.
—Es demasiado cara para mí —dice con su acento tejano. Levanta del suelo a la niña, inerte, y le da un pequeño meneo.
—No me puedes vender —dice ella con acento gutural e imperioso—. No estoy en venta.
—Claro que estás en venta, ¿qué es lo que creías? —dice el hombre. Sonrío ante su broma; el modo en que un padre desamparado expresa su cariño ante un desconocido en momentos difíciles. Debería apreciarlo.
—No tendrá una casa para alquilar, ¿verdad?
—Lo siento —digo—. No soy de Springfield. Sólo estoy de paso. Mi hijo anda por ahí.
—¿Sabe lo que se tarda en venir aquí desde Oklahoma? —dice el hombre, con el pitillo en uno de los lados de su enorme boca.
—Supongo que bastante.
—Dos días y dos noches. Y llevamos tres malditos días en el camping. Tengo trabajo en la construcción de la carretera dentro de una semana, y no consigo encontrar nada. Voy a tener que mandar de vuelta a esta huérfana.
—A mí no —dice la niña, con su voz imperiosa, y dobla las rodillas, siempre colgando de la mano—. No soy huérfana.
—¡Tú! —le dice el tipo a su hija y frunce el ceño, aunque sin enfado—. Tú eres mi maldito problema. Si no te tuviera conmigo, seguro que ya habría encontrado a alguien que se ocupara de mí —suelta una risotada en mi dirección y pone los ojos en blanco—. Ponte de pie, Kristy.
—Eres un cateto —dice su hija, y se ríe.
—Pudiera ser, y podría ser algo peor —dice él, con mayor seriedad—. ¿Cree de verdad que su hija se parece a este demonio?
Ya ha empezado a alejarse, agarrando la menuda mano de su hija con la suya tan enorme.
—Las dos son bastante encantadoras cuando quieren, apuesto lo que sea —digo, fijándome en los pasitos de su hija y pensando en Clarissa haciéndonos un corte de mangas a Ann y a mí; o a lo mejor sólo a mí—. La fiesta probablemente lo cambie todo —aunque no sé cómo—. Seguro que encontrará un sitio donde quedarse hoy.
—Si no, habrá que tomar medidas drásticas —dice él, dirigiéndose hacia el vestíbulo.
—¿Qué significa eso? —dice su hija, colgada de la mano—. ¿Qué son medidas drásticas?
—Ser tu padre, para empezar —dice el hombre, cuando se pierden de vista. Luego añade—: Pero también podría significar un montón de cosas más.
Paul, cuando me dirijo en su búsqueda, no está esperando con un cargamento de provisiones de las máquinas expendedoras, sino que ha ocupado un puesto de observación junto a una instalación llamada «The Shoot Out», que domina una pared entera del nivel 1, y donde muchos visitantes se han convertido en ruidosos participantes.
«The Shoot Out» no es más que una gran cinta transportadora de personas, igual que las de los aeropuertos, pero instalada a lo largo y al mismo nivel que una zona iluminada llena de tableros de baloncesto, con sus correspondientes cestas, a diversas alturas y distancia de la cinta: tres metros, cinco metros, sesenta centímetros, diez metros. Al lado de la cinta transportadora y entre la zona de tableros y donde se mueve la gente, unos balones salen continuamente por un tubo de aspiración de debajo del suelo, exactamente igual que en una bolera. Un ser humano subido a la cinta transportadora (en la que hay muchos) y desplazándose aproximadamente a unos ochocientos metros a la hora, sólo tiene que coger un balón tras otro y lanzar a una canasta tras otra —tiro en suspensión, gancho, tiro libre, de espaldas, todo el repertorio—, hasta que llega al otro extremo, donde se baja. (Un aparato tan absurdo, pero ingenioso, lo ha inventado sin duda un diplomado de la Universidad del Sur de California, especializado tanto en Control de Multitudes como en Gestión de Terrenos de Juegos Automatizados, y cualquiera con dos dedos de frente habría invertido en algo así. De hecho, si los encargados del Salón de la Fama no insistieran tanto en que uno debía pasar por delante de las viejas fotos de Phogg Allen y las botas de Bob Lanier, todo el mundo se pasaría la visita entera aquí, que es donde está la verdadera acción, y el resto del edificio podría volver a utilizarse como clínica dental.)
Han instalado una gradería tamaño bolsillo justo al otro lado de la cinta transportadora, donde están instalados numerosos espectadores, aplaudiendo y abucheando a sus hijos, hermanos, sobrinos, hijastros, que corren por ella mientras tratan de marcar tantos en todas las canastas.
Paul, que está cerca de la puerta de entrada, donde hay una cola de chicos que quieren participar, parece alerta, como si estuviera a cargo de todo el artilugio. Sin embargo, observa a un chico blanco de gruesos muslos con el uniforme de los New York Knicks, que se pasea entre los tableros, da patadas a los balones para que se dirijan hacia el tragadero de los tubos de succión, suelta los que han quedado sujetos en las redes, hace pases muy difíciles a los chicos de la cinta transportadora y, de vez en cuando, lanza un gancho sin la menor gracia, que siempre entra, sin importar a qué canasta dispare. Sin duda, el hijo del encargado.
—¿Todavía no has practicado tu famoso tiro libre? —digo, acercándome a Paul por detrás e imponiéndome al ruido. Nada más ponerle la mano en el hombro, me llega el olor de su sudor revenido. También hay, lo veo, un corte con una gruesa costra en su cuero cabelludo, donde el que le hizo aquel espantoso corte de pelo cometió un error. (¿Dónde se hacen estas cosas?)
—Te gustaría, ¿verdad? —dice, fríamente, sin apartar la vista del chico blanco—. Ese carapijo cree que como trabaja aquí va a mejorar su juego. Pero el suelo está inclinado y las canastas no son reglamentarias. Anda bien jodido, el mamón.
Esto parece satisfacerle. Que yo vea, no ha comprado nada de comer.
—Deberías probar —digo por encima del estrépito del juego y el gruñido de la gigantesca maquinaria. Me siento como un padre de verdad en medio de otros padres, animando a mi hijo a hacer lo que no quiere hacer porque tiene miedo de cagarla.
—¿Siempre driblas antes de tirar? —grita uno de los de las gradas hacia la cinta transportadora. Un tipo bajo y calvo que se dispone a realizar un inseguro gancho le responde gritando sin siquiera mirar:
—¿Por qué no me dejas en paz? —y luego lanza un tiro que falla por completo y hace que todos los demás que ocupan las gradas se echen a reír.
—Tira tú —Paul suelta un resoplido desdeñoso—. He visto a algunos de los que andan buscando jugadores para los Nets entre el público.
Los Nets es el equipo que más le gusta despreciar, porque no es bueno y es de New Jersey.
—Vale, pero luego tienes que tirar tú.
Le doy un golpe en el hombro con un gesto de camaradería poco natural, y tengo la poco agradable visión de su oreja herida.
—Yo no tengo que tirar ni que hacer nada —dice, sin mirarme, con la vista perdida en el aire atestado de balones naranja.
—Vale, entonces fíjate en mí —digo, sin convicción.
Le rodeo, hago cola y rápidamente llego a la puertecilla detrás de un niño negro bajito. Me vuelvo para echar una mirada a Paul, que me está observando, con el codo apoyado en la barandilla de contrachapado que separa la zona de los tableros de la cola de los que esperan; tiene una expresión irónica, como si estuviera a la espera de verme hacer algo tan estúpido que superará todos los intentos precedentes.
—Espera a ver el efecto que le doy a la pelota —le grito, esperando avergonzarle, pero no parece que me oiga.
Y, de pronto, estoy en la cinta transportadora, que se mueve de izquierda a derecha mientras el surco lleno de pelotas y el bosquecillo de canastas iluminadas, de tableros y de postes se pone a pasar rápidamente en la dirección opuesta. Enseguida me siento nervioso por temor a caer, y no hago el más mínimo movimiento en dirección a ninguno de los balones. El niño negro que tengo delante lleva puesta una enorme chaqueta de chándal carmesí y dorada que dice Mister Baloncesto de New Hampshire al dorso en brillantes letras doradas, y parece capaz de manejar al menos tres pelotas a la vez, y hace prácticamente cesta cada vez que lanza, a cualquier altura, desde cualquier distancia, y cada vez que tira suelta un breve y velado «Ufff», como un boxeador que soltara un puñetazo.
Yo agarro mi primer balón a medio camino del recorrido, todavía sin estar seguro de mi equilibrio, y el corazón empieza a latirme deprisa debido a los otros tiradores que me siguen. Observo con el ceño fruncido la maraña de soportes metálicos rojos y de canastas naranjas, fijo los pies lo mejor que puedo, alzo el balón hasta detrás de la oreja y realizo un lanzamiento que no alcanza la canasta a la que apuntaba, rebota en otra más baja, salta fuera y casi entra en otra todavía más baja que de hecho ni siquiera había visto.
Agarro rápidamente otro balón mientras Mister Baloncesto de New Hampshire realiza lanzamiento tras lanzamiento, haciendo el teatral sonido de «Ufff», y marca sin tocar más que la red. Yo apunto de modo parecido a una canasta de altura media a media distancia, tiro con una sola mano, aunque realizando una buena rotación que he aprendido viendo la tele, y estoy bastante cerca de marcar, aunque uno de los lanzamientos de Mister Baloncesto adelanta al mío zumbado y manda la pelota al surco. (También pierdo el equilibrio y tengo que agarrarme a la barandilla de plástico de la cinta para no caerme de culo y provocar una caída en masa.) Mr. B. me lanza una mirada desconfiada por encima del gigantesco cuello con vuelta carmesí, como si hubiera querido alcanzarle en la cabeza. Le sonrío y murmuro:
—Vaya potra.
—¡Es preciso driblar antes de tirar, idiota! —vuelve a gritar el mismo majadero, entre otros muchos gritos y sonidos metálicos y olor a maquinaria. Me vuelvo y miro con disimulo a la multitud, que resulta casi invisible debido a las brillantes luces de las canastas. De hecho, me importa un pijo saber quién me ha gritado, aunque estoy seguro de que no es alguien cuyo hijo esté entre el público, burlándose.
Realizo un apresurado lanzamiento más antes de llegar al final, con una mano, desequilibrado, un fallo garrafal y la pelota cae detrás de las canastas y la barrera de madera, donde no está previsto que lleguen los balones.
—Joder, qué puntería! —comenta la pequeña rata de gimnasio de los muslos gruesos cuando trepa para recuperar mi balón—. ¿Echamos un partido apostando un millón de dólares?
—Entonces a lo mejor lo intento de verdad —digo, con el corazón latiéndome con fuerza, cuando dejo la cinta y llego a tierra firme, desvanecida ya toda mi excitación ante la nueva experiencia.
Mister Baloncesto de New Hampshire ya se aleja hacia la sala de los medios de comunicación deportivos en compañía de su padre, un negro alto con una chaqueta de chándal de seda verde de los Celtics y unos pantalones de entrenamiento verdes a juego, con su largo brazo por encima de los flacos hombros del chico, que sin duda va imaginando una superestrategia para dar vueltas a la pelota, hacer un regate y recuperar un rebote; para mí, antiguo periodista deportivo, sólo son palabras sin aplicación práctica.
Paul me contempla al otro lado de la cinta transportadora. Es posible que haya estado ladrando para animarme mientras yo lanzaba, pero ahora no quiere que se sepa. De hecho, he disfrutado con todo aquello.
—¡Mejóralo! —le grito, entre la ruidosa multitud. El chico que se encarga de las pelotas, ahora a un lado, charla con su fornida novia, una rubia con cola de caballo, descansando sus dos carnosas manos en los firmes hombros de la chica al tiempo que la mira a los ojos como si fuera Clark Gable. Por algún motivo, que estoy seguro debe guardar relación con la teoría estadística de las colas de espera, en este momento no hay nadie en la cinta transportadora—. ¡Venga! —le grito a Paul, con falso rencor—. ¡No lo puedes hacer peor que yo! —Sólo unos pocos espectadores permanecen en la sombra de las gradas. Los demás se dirigen a ver otra cosa. Es el momento perfecto para que pruebe Paul—. ¡Adelante, campeón! —digo, recordando una película de deportes.
Paul mueve los labios; dice unas palabras que prefiero no oír. Un gracioso: «Que te den por el culo», o un ingenioso: «¿Por qué no te vas a la mierda?», sus insultos favoritos, que no son de cosecha propia, sino tomados de este su seguro servidor. Mira a su espalda, donde la sala ahora está casi vacía, luego avanza despacio hasta la entrada con sus andares desmañados, se detiene para volver a mirar hacia mí con lo que parece ser una expresión de desagrado, contempla durante un momento los tableros iluminados y luego, sencillamente, da el paso decisivo, completamente solo.
La cinta transportadora parece moverse mucho más despacio de lo que se movía conmigo, y sin duda, lo suficientemente lenta para que pueda hacer seis o siete buenos lanzamientos e incluso driblar antes de hacerlos. El chico encargado de los balones, que tiene los brazos en jarras, lanza una ocasional mirada de desprecio hacia donde Paul se mueve con sus playeras que parecen sacadas de un cubo de basura y su siniestro corte de pelo. Sonríe desganadamente, dice algo a su novia y ésta mira, aunque de un modo más amable, más indulgente, de chica mayor, al soseras que no puede dejar de ser un soseras pero tiene un gran corazón y saca notas muy altas en matemáticas (lo que no es el caso).
Cuando Paul llega al final —habiendo mirado a los tableros durante todo el recorrido, sin volverse a mirarme ni una sola vez, con los ojos clavados en las canastas como un hipnotizador, sin haber realizado ni un lanzamiento, ni siquiera haber tocado un balón, dejándose llevar—, se limita a saltar de la cinta, se me acerca y se queda plantado junto a mí en el sitio desde donde le he estado contemplando como cualquier otro padre.
—¡Ni un fallo! —grita desde las gradas en tono de chanza alguien que debe ser un poco lento de reflejos.
—La próxima vez piensa en hacer un lanzamiento —digo yo, ignorando el grito, pues estoy satisfecho de su esfuerzo.
—¿Es que vamos a volver pronto?
Paul me mira, y sus pequeños ojos grises expresan preocupación.
—No —digo—. Podrás volver con tu propio hijo.
Otra hornada de adultos invade las gradas, con más hijos e hijas, además de unos cuantos padres, que empiezan a hacer cola a la entrada, estudiando cómo funciona aquel chisme, calculando la diversión que les puede proporcionar.
—Me gustó eso —dice Paul, mirando los tableros iluminados por focos. Sorprendido, oigo la voz del chico que era antes (tan sólo un mes atrás, aunque ahora parecía haber desaparecido)—. Todo el tiempo pienso que estoy pensando, ¿sabes? Pero cuando estaba haciendo eso, dejé de pensar. Fue agradable.
—A lo mejor deberías repetir —digo—, antes de que esté atestado.
Desgraciadamente, no hay modo de que permanezca en la cinta transportadora de «The Shoot Out» por el resto de sus días.
—No, ya tengo bastante —contempla a los chicos que se suben a la cinta, los balones que vuelan a la intensa luz, los primeros fallos inevitables—. Normalmente, no me gustan ese tipo de cosas. Ésta fue una excepción. Normalmente, no me gustan las cosas que se supone que me van a gustar.
Mira a los otros chicos con aparente afecto. No puede ser fácil admitir ante tu padre algo así: que no te gustan las cosas que se supone que te van a gustar. Es una reflexión de adulto, aunque la mayoría de los hombres hechos y derechos serían incapaces de hacerla.
—A tu viejo tampoco. Por si te sirve de consuelo. Y eso que quisiera que le gustaran. A lo mejor me puedes explicar qué fue lo que te gustó de ese aparato que hizo que dejaras de pensar que estabas pensando.
—No eres viejo.
Paul me mira malhumorado.
—Ya tengo cuarenta y cuatro años.
—Vaya, vaya —dice; un pensamiento posiblemente demasiado incómodo de expresar—. Todavía puedes mejorar.
—No lo sé —digo—. Tu madre no lo cree así.
Eso no forma parte de las cuestiones de actualidad.
—¿Sabes cuál es la mejor compañía aérea?
—No, te escucho.
—Northwest —dice Paul, con toda seriedad—. Porque vuela a las ciudades gemelas de Minneapolis y Saint Paul.
Y, de repente, trata de contener una gran carcajada. Por lo que sea, esto le parece muy divertido.
—A lo mejor cualquier día de éstos te llevó hasta allí.
Me fijo en los balones que invaden el aire como burbujas.
—¿Hay algún Salón de la Fama en Minnesota?
—Probablemente no.
—Vale, mucho mejor —dice—. Entonces podemos ir cuando quieras.
Camino de la salida hacemos una rápida incursión en la tienda de regalos. Paul, siguiendo mi consejo, elige unos pendientes, que son unos pequeños balones dorados, para su hermana, y un balón de plástico, que es un pisapapeles, para su madre; unos regalos que él no está seguro de que les gusten, aunque yo le digo que sí. Discutimos sobre una pata de conejo que agarra un balón como gesto de paz hacia Charley, pero Paul se muestra reacio después de mirarlo fijamente un momento.
—Tiene todo lo que quiere —dice, a regañadientes, sin añadir: «Incluidos a tu mujer y tus hijos». Conque después de comprar un par de camisetas para nosotros, seguimos hasta el aparcamiento sin el regalo de Charley, lo que nos parece perfecto a los dos.
En el asfalto es pleno mediodía achicharrante de Massachusetts. Circulan nuevos coches. El río huele mal y tiene bruma. Hemos pasado tres cuartos de hora en el Salón de la Fama, lo que me encanta, pues le hemos sacado partido a nuestro dinero, ya que hemos intercambiado palabras de esperanza y hemos encontrado asuntos específicos de interés e inquietud inmediatos (que Paul piensa que piensa) y, al parecer, estamos más unidos. Un comienzo mejor del que esperaba.
El tipo enorme de Oklahoma que lleva puesto el mono de mecánico está despatarrado con su hijita bajo uno de los tilos recién plantados junto a uno de los muros que encauzan el río. Están dando cuenta de su almuerzo, que cogen de recipientes de papel de plata dispersos por el suelo, y beben en vasos de plástico refrescos que sacaron de una nevera portátil. Él se ha quitado los Ked y los calcetines y se ha enrollado el pantalón como un campesino. La pequeña Kristy, fresca como una lechuga, le habla de un modo confidencial, animado, retorciendo uno de los dedos del pie de su padre con las dos manos, mientras éste mira el cielo. Estoy tentado de acercarme y decirle unas palabras de despedida, hablar con ellos otra vez dado que ya lo he hecho antes, hacer de comité de recepción al Corredor del Noreste, inventar alguna cosa como «se me acaba de ocurrir algo» y me alegro mucho de que todavía anden por aquí; algo referido al negocio inmobiliario. Como siempre, me conmueven los infortunios de los demás norteamericanos.
Lo que pasa es que yo no sé nada que ya no sepa él (así es la naturaleza de las cuestiones inmobiliarias), y decido no hacer nada, y me limito a quedarme junto a la puerta de mi coche y observarles con respeto; están de espaldas, con su modesto almuerzo ante este extenso paisaje fluvial aparentemente extraño que les sirve de consuelo y compañía, con todas sus esperanzas centradas en un nuevo alojamiento. Algunas personas se desenvuelven perfectamente ellas solas y por pura casualidad se instalan donde serán más felices.
—¿Te interesa saber el hambre que tengo? —dice Paul por encima del ardiente techo del coche, esperando que le abra su puerta. Frunce los ojos ante el sol, con el sospechoso aspecto de un delincuente de poca monta.
—Vamos a ver —digo yo—. En principio eras tú el que debía conseguir algo de comer de los jodidos aparatos expendedores.
Digo «jodidos» sólo para hacerle gracia. La autopista resuena detrás de nosotros: coches, furgonetas, camiones, autobuses. Norteamérica en acción un sábado por la tarde.
—Me pareció que estaban jodidos —dice, para desafiarme—. Pero podríamos tomar un Whopper de mierda.
Una grosera burla que añade un toque aún más desagradable a sus rasgos de niño mofletudo.
—A un descerebrado le sentará mejor una sopa —digo, y abro la cerradura de su puerta.
—¡Vale, dok-tor! Dok-tor, dok-tor, dok-tor —dice, abriendo su puerta y metiéndose dentro. Le oigo ladrar en el interior del coche—. ¡Guau, guau, guau, guau!
No sé lo que significa algo así: ¿Que está contento (como si fuera un perro de verdad)? ¿Que el contento ha sido vencido por la inseguridad? Miedo y esperanza, me parece recordar que he leído en alguna parte, en el fondo se parecen.
Desde la sombra del tilo, Kristy oye algo en la brisa de la tarde: un perro que ladra en algún sitio, esto es, a mi hijo dentro del coche. Se da la vuelta y me mira, confundida. La saludo con la mano, un saludo fugitivo que el paleto de su padre no ve. Luego bajo la cabeza y me siento dentro del coche caliente como un horno en compañía de mi hijo y partimos en dirección a Cooperstown.
A la una en punto nos detenemos a comer algo y mando a Paul en busca de unas hamburguesas y Pepsi Light, mientras yo me lavo las manos en los servicios para quitarme el olor a mirlo muerto. Y luego seguimos por la autopista de peaje, dejamos atrás el Appalachian Trail y atravesamos las bajas colinas de los Berkshires, donde no hace mucho Paul estuvo en el Campamento Desgracia, aunque ahora no lo menciona, pues anda muy fastidiado debido a sus confusas preocupaciones: que piensa en que piensa, que ladra en silencio, que posiblemente le escueza el pene.
Después de media hora de respirar el olor a sudor revenido de Paul, le hago la sugerencia de que se quite la camiseta de La felicidad es estar soltero y se ponga la nueva para cambiar de decorado y como ropa emblemática para el viaje. Y ante mi sorpresa se muestra de acuerdo, se quita la apestosa que lleva puesta allí mismo, en el asiento, mostrando sin falsa vergüenza su torso pálido, sin pelo y sorprendentemente tembloroso. (Posiblemente será gordo, a diferencia de Ann y yo; aunque poco importa si logra vivir más de quince años.)
La camiseta nueva es talla grande, larga y blanca, con sólo un enorme balón naranja en la pechera y la inscripción The Rock debajo en letras rojas mayúsculas. Huele a nuevo y a químicamente limpio y, espero, disimulará los efluvios de suciedad hasta que lleguemos al Deerslayer Inn, donde le obligaré a bañarse y puede que me deshaga disimuladamente de su camiseta anterior.
Durante cierto tiempo, después de tomar las hamburguesas, Paul vuelve a sumirse en un silencio malhumorado, luego le pesan los párpados y se adormece mientras los verdes campos de Massachusetts se despliegan a ambos lados. Enciendo la radio para enterarme del tiempo que hará y cómo va la circulación y probablemente para saber algo más del asesinato de ayer por la noche que, a pesar del tiempo transcurrido y los kilómetros que he hecho, ocurrió a sólo ciento treinta kilómetros al sur, en la zona central de Nueva Inglaterra, al alcance del pequeño radar del dolor, la pérdida y la atrocidad. Pero no dicen nada ni en FM ni en AM, sólo las noticias habituales de los accidentes mortales de las vacaciones: seis en Connecticut, seis en Massachusetts, dos en Vermont, diez en Nueva York; más seis que se han ahogado, tres perecidos en naufragios, dos caídas desde sitios altos, uno asfixiado, otro «muerto debido a fuegos artificiales». Ningún apuñalamiento. Es evidente que el asesinato de ayer por la noche no se incluye entre las muertes durante la fiesta.
Busco otras emisoras, contento de tener a Paul fuera de combate y por darle un descanso a mi mente; un teléfono de asistencia médica de Pittsfield ofrece «ayuda indolora a la erección»; un predicador radiofónico de Schaghticoke interpreta las visiones del Creador sobre las suspensiones de pagos (Dios piensa que algunas están bien). En otra emisora hablan con los condenados a cadena perpetua de Attica que venden «a los internos de la cárcel» galletitas de las Girl Scout.
—Se piensa que estamos completamente incapacitados para hacer algo bueno por los demás —risas de los demás internos—, pero no llamamos a la puerta de las celdas de los demás vestidos de verde.
—En cualquier caso, no esta tarde —añade una voz de falsete.
La apago cuando entramos en la zona de ondas electrostáticas, en la frontera con el estado de Nueva York. Y con mi hijo al lado, que tiene la cabeza con el pelo cortado con tijera y escoplo apoyada en el frío cristal, la mente sumida en tinieblas en ebullición e infestadas de recuerdos que hacen que se le muevan los dedos y la mejilla se le contraiga nerviosamente como un cachorro de perro soñando con escaparse, mi propia mente se concentra con una admiración inesperada en la gran casa azul sobre la loma de O’Dell, el meisterconstructor; y en lo enorme y acogedora, aunque impersonal, que es. Un sitio que cualquier familia moderna, de cualquier configuración o complicación conyugal, consideraría la casa de sus sueños donde iba a llevar una vida razonablemente buena. Un tipo de «funcionamiento» al que yo jamás le he cogido el tranquillo, ni siquiera en los días más felices, cuando todos formábamos una familia unida en nuestra propia y sólida casa de Haddam. En cierto modo, yo nunca he podido crear un tejido lo bastante tupido, nunca he fabricado las suficientes responsabilidades domésticas que todos hubiéramos podido aceptar. Siempre he estado excesivamente fuera debido a mi trabajo de periodista deportivo; nunca consideré que la propiedad era bastante distinta del alquiler (excepto que no te podías marchar). Mis ideas siempre estaban subrayadas por una sensación de contingencia y por la posibilidad de un cambio inminente, por mucho que nos hubiéramos quedado durante más de una década, y yo todavía más. Siempre me pareció suficiente saber que alguien te quería y te seguiría queriendo siempre (de lo que hoy he intentado convencer una vez más a Ann, y una vez más en vano), y que la mise-en-scène del amor sólo era eso y no un personaje de la propia obra.
Charley, naturalmente, es partidario decidido de la opinión opuesta, la de que una buena estructura implica una buena estructura (por lo que es tan hábil con la verdad: tiene mentalidad de auténtico republicano). Encontraba normal, como llegué a enterarme por medio de discretas preguntas, que su padre poseyera muchas acciones de la Bolsa, mantuviera un discreto pied-à-terre en Park Avenue, contara con una segunda familia corsa en Forest Hills, fuera casi una eminencia gris a la que el joven Charles casi nunca veía y llamaba «padre» cuando casualmente le veía (nunca papá, ni Herb, Walt o Phil). Todo iba estupendamente mientras la venerable «residencia» georgiana de piedra tallada, tejado de pizarra, múltiples chimeneas, gruesos pilares, ventanas con cristales emplomados, altas cercas, siguiera sólidamente instalada en Old Greenwich, apestando a bruma y alheña y barniz de barco, líquido para limpiar metales, calzado de tenis húmedo y trajes de baño que se pudieran tomar de prestado en el vestuario de la piscina. Esto, en opinión de Charley, constituye la vida y, sin duda, la verdad: un estricto anclaje físico. Un techo sobre la cabeza para demostrar que tienes cabeza. Si no, ¿por qué ser arquitecto?
Y ahora, sin que sepa el motivo, al dirigirme en coche hacia el oeste con mi hijo al lado —y no porque a ninguno de los dos el béisbol nos chifle, sino porque, sencillamente, no tenemos un sitio más adecuado al que ir para nuestras intenciones semisagradas—, considero que Charley podría no estar equivocado en su señorial visión del mundo de niño rico. Tal vez todo iría mejor si las cosas estuvieran más sólidamente ancladas. (El vicepresidente Bush, el tejano de Connecticut, sin duda estaría de acuerdo.)
Aunque hay algo en mí que posiblemente esté un poco suelto y que, estoy seguro, convertiría en un problema el encontrar un anclaje firme. No soy, por ejemplo, tan optimista como se debería ser (la relación con Sally Caldwell constituye un buen ejemplo); o puede que sea demasiado optimista (Sally otra vez). No me recupero de las cosas malas tan deprisa como se debiera (o como solía hacer); o lo contrario: tiendo demasiado a olvidar y a no recordar lo suficiente lo que se supone que persigo (para esto sirven los Markham). Y a pesar de todas mis insistentes charlas sobre que ellos —los Markham— deberían adquirir una visión más clara de las cosas, nunca me he visto a mí mismo con demasiada claridad, ni comparto la perspectiva con quienes la debería compartir, haciendo que a menudo sea demasiado tolerante con los que no lo merecen; o, en las cuestiones que se refieren concretamente a mí, soy poco simpático cuando debería serlo más. Estas inseguridades contribuyen, estoy seguro, a que sea un liberal clásico (y posiblemente un latoso), y puedo, incluso, llegar a volver loco a mi hijo superviviente y hacer que ladre y aúlle a la luna.
Aunque en lo que se refiere específicamente a él, deseo de todo corazón poder hablarle desde un «lugar» más establecido —del modo en que le hablaría Charley si fuera su padre de verdad—, en lugar de hacerlo desde esta constelación de estrellas entre las que orbito y me deslizo con suavidad. De hecho, si pudiera verme ocupar un punto fijo en lugar de estar en un proceso (la esencia del Periodo de Existencia), las cosas podrían ir mejor para nosotros dos; yo y mi hijo el ladrador. Y en esto Ann puede que tenga razón cuando dice que los hijos son una forma de descubrimiento de uno mismo, y que lo que va mal en Paul no es otra cosa que lo que va mal en nosotros. Pero ¿cómo cambiar las cosas?
Tras atravesar el Hudson sin desfallecer y pasar ante Albany —la «Región de la Capital»—, ahora contemplo la 1-88, y las azules Catskills surgen bruscamente a la vista al sur, brumosas y suavemente sólidas, con cirros que se estiran a lo largo de sus crestas. Después de su siesta, Paul ha buscado dentro de su bolsa de la Paramount y ha sacado un walkman y un ejemplar de The New Yorker. Pregunta, siempre de mal humor, por las cintas disponibles, y le ofrezco mi «colección» de la guantera: Crosby, Stills y Nash de 1970, que está rota; Laurence Olivier leyendo a Rilke, también rota; los clásicos de Sinatra, Parte I y Parte II, que compré una noche solitaria en un bar de carretera de Montana; dos conferencias para motivar a todos los agentes que me dieron en marzo y que todavía no he oído; además de una cinta en la que leo El doctor Zhivago (a los ciegos), que me regaló el director de la emisora porque consideró que había hecho un buen trabajo y debería obtener algún placer de mis esfuerzos. Tampoco la he puesto nunca, pues no me gustan demasiado las casetes. Todavía prefiero los libros.
Paul prueba con El doctor Zhivago, lo escucha en su walkman durante aproximadamente un par de minutos, luego empieza a mirarme con los ojos muy abiertos y expresión de asombro, y finalmente dice, con los auriculares todavía puestos:
—Esto es auténticamente revelador: «Ruffina Onissimovna era una mujer de ideas avanzadas, enemiga de los prejuicios y bien dispuesta hacia todo lo que, según ella, era positivo y vital».
Sonríe despectivamente, pero yo no digo nada, pues, no sé por qué, aquello me desconcierta. Luego pone a Sinatra, y distingo la voz de abeja de Frank que zumba en el fondo de sus auriculares. Paul agarra su New Yorker y se pone a leer callado como una piedra.
Pero casi en el instante mismo en que llegamos al sur de Albany y perdemos de vista los desagradables rascacielos de la administración del estado, el paisaje resulta maravilloso por todas partes, espectacular, y tan literario e impregnado de historia como cualquier paisaje de Inglaterra o Francia. Un cartel junto a un desvío anuncia que entramos en la ZONA DONDE SE DESARROLLAN «THE LEATHESTOCHING TALES»[7], y justo después, como un eco, el gran canal glacial se abre durante kilómetros hacia el sudoeste, mientras la carretera sube y los contrafuertes de las Catskills lanzan sus sombras de la tarde sobre las colinas más bajas punteadas de minúsculas canteras, pequeñas aldeas y granjas primitivas con molinos que giran movidos por vientos que no se aprecian. Delante de nosotros, todo dice de pronto: «Por esta parte hay todo un continente, amigo, conque será mejor que te andes con cuidado». (Es el paisaje perfecto para una novela no demasiado buena, y lamento no haber traído mi grueso Fenimore Cooper para leerlo en voz alta después de cenar y una vez que nos hayamos instalado en el porche. Sería mucho mejor que El doctor Zhivago.)
Según mi visión oficial, uno no debería perderse ni un ápice de este paisaje, pues la geografía corrobora de modo natural la opinión de Emerson de que el poder reside, en momentos de transición, en «franquear el abismo, lanzarse hacia el objetivo». A Paul le sentaría muy bien dejar a un lado su New Yorker y tratar de contemplar su situación en estos términos tan útiles: transición, deshacerse del pasado. «Cuenta la vida, no el haber vivido». Debería comprarlo en casete, no en libro.
Pero está encerrado en el capullo que forman la versión susurrada de «Dos enamorados a la brisa del verano» y la lectura de los chismes de la ciudad, que lee moviendo los labios, y le importa un comino la película tan interesante que proyectan al otro lado de la ventanilla. Viajar es, a fin de cuentas, el paraíso de los tontos.
Hago una breve parada turística debajo de Cobleskill para estirar las vértebras (me ha empezado a doler la rabadilla). Dejando a Paul en el asiento, me apeo en la zona de descanso batida por el viento y me acerco al parapeto de piedra arenisca, más allá del cual se despliega el valle del pleistoceno, luminoso, vasto y verde, coronado de pardo, con la grandeza animal de un imperio interior ante el que cualquier pionero, por muy valiente que fuera, temblaría antes de aventurarse a conquistarlo. De hecho, me subo al murete y respiro a fondo el aire puro varias veces, doy algunos saltos y hago flexiones, me toco los dedos de los pies, hago restallar los dedos, girar el cuello mientras los suaves aromas flotan en el aire húmedo. Delante de mí vuelan halcones, los vencejos bajan en picado, un diminuto avión zumba, un lejano planeador parecido a una libélula oscila y se balancea con las moléculas ascendentes. Oigo a lo lejos cerrarse violentamente la puerta de una casa invisible, suena el claxon de un coche, ladra un perro. Y visible en la ladera opuesta, donde el sol ilumina un cuadrado amarillo en la pendiente oeste, un tractor, diminuto pero del que se distingue el color rojo, interrumpe su marcha en un campo esmeralda; una figura diminuta, con sombrero, se baja, se detiene, y luego inicia el ascenso de la pendiente por la que ha descendido con el tractor. Se mueve durante un largo trecho, se vuelve y se detiene un momento en la cresta. Después, decididamente, sin dramatismo, desaparece al mismo paso hacia el mundo que existe detrás. Es un momento muy hermoso para saborearlo, incluso solo, aunque me gustaría que mi hijo pudiera liberarse y compartirlo conmigo. Se puede llevar a un caballo a que abreve, pero no se puede conseguir que cante ópera.
Sigo parado y miro un rato a nada en concreto, terminados mis ejercicios, relajada la espalda, con mi hijo sepultado en el coche leyendo una revista. El cuadrado amarillo empieza a desvanecerse poco a poco en la ladera opuesta, luego se desplaza misteriosamente a la izquierda, oscurece la pradera verde en lugar de aclararla, y yo decido —satisfecho y palpablemente animado— largarme.
Alguien ha dejado una bolsa de plástico de «palomitas» de espuma de poliestireno medio fuera del cubo de basura; esas bolitas verde claro que llenan las cajas de los regalos de Navidad o el carrete de la caña de pescar que te mandan reparado. Una nueva brisa cálida dispersa las ligeras bolitas por el aparcamiento. Me detengo antes de subir al coche para meter la bolsa del todo y recoger las bolitas que puedo con las dos manos.
Paul alza la vista del New Yorker y mira cómo limpio el asfalto alrededor del coche. Me limito a devolverle la mirada por la ventanilla, con las manos llenas de la resbaladiza sustancia. Se toca la oreja herida por debajo del walkman, parpadea, luego pone los dedos en forma de pistola, se apunta a la sien, hace un silencioso «pum» con los labios, echa la cabeza hacia atrás en una espantosa imitación de la muerte, y luego vuelve a leer. Da miedo. Cualquiera lo pensaría. En especial un padre. Pero también resulta tremendamente divertido. No es un chico tan triste.
Los destinos a corto plazo son con mucho los mejores.
Paul y yo llegamos a las afueras de Oneonta un poco después de las cinco de la tarde, nos desviamos hacia el norte por la Route 28 a lo largo del Susquehanna, que ha adquirido un reciente color rosa, y la verdad es que casi hemos llegado. (La geografía, además de instructiva, también es el mejor argumento de venta del Nordeste, y el secreto mejor guardado, pues en tres horas puedes estar en las orillas de Long Island, mirando igual que Jay Gatsby la luz de una baliza que te atrae hacia tu destino o te aleja de él; pero en tres horas, también, puedes estar tomando una copa cerca de donde el viejo Deerslayer[8] recibió su primera herida. Dos lugares tan distintos como Seattle y Waco.)
La Route 28 sigue el curso del río bajo la hermosa sombra de nogales y arces, a través de pueblecitos de tarjeta postal, bosques, cercas, casas con distintos niveles y ranchos. Hay un claro donde uno viene a cortar su propio árbol de Navidad, unas plantas de frambuesa y una pomarada; un centro para entrenar a los perros para el ataque, una fea superficie talada a la que bordea un prado con vacas Guernsey paciendo al borde de un depósito de grava.
Aquí no se puede esperar que haya comisiones de urbanismo, normas para la construcción, fosas sépticas reglamentarias, ordenanzas sobre las aceras o leyes de ocupación de las crestas; sólo un lugar todavía no echado a perder del todo para instalar tu bungalow de verano o tu caravana donde y exactamente como quieras, justo al lado de un buen restaurante italiano, con marinara de la casa y cerveza Genesee de barril, y donde a las diez y media de la noche los domingos todavía se celebra una misa para los noctámbulos en la iglesia de St John, en Milford. Es, en otras palabras, la perfecta combinación del ambiente de Vermont, a pequeña escala, con la falta de pretensiones de la parte alta del estado de Nueva York, y sólo a medio día del puente George Washington. (De vez en cuando corren siniestros rumores de que también es un lugar de retiro de los gángsters de Nueva York cuando necesitan pasar una temporada fuera de circulación, pero no hay ningún sitio sin algo malo.)
Entre tanto, mi ánimo ha mejorado mucho y ahora me gustaría tratar de preparar a Paul para mi planeado toma y daca informal sobre el significado del propio Día de la Independencia, y para señalarle que una fiesta no sólo es una vieja farsa apolillada con hombres disfrazados de tío Sam y guardianes de harén sobre Harley Davidson que hacen círculos y más círculos en los aparcamientos de los centros comerciales, sino que de hecho es una celebración de las potencialidades humanas, que debe incitarnos a cada uno a pensar sobre las cosas de que dependemos (ladrar en honor de basset hound muertos, pensar que se piensa, escozor en el pene, etcétera), y después de eso considerar de qué modo dependemos de ellas o podríamos depender; y, finalmente, cómo podremos decidir —para el interés general— no preocuparnos de ellas en absoluto.
Puede que éste sea el único modo en que un padre interino puede, de buena fe, establecer contactos con los problemas vitales de su hijo; esto es, dicho en plan sideral, desplegar por encima de él un dosel de postulados útiles semejantes a estrellas y esperar que los relacione con sus propias observaciones e ideas, como hace un astrónomo. Cualquier cosa más estrictamente paternal —emprenderla con los hechos y realizar un examen a fondo del robo de condones, choque de coches, patadas al personal de seguridad, ataque al padrastro (que incluso podría merecerlo), torturas a aves inocentes, finalmente sacar a relucir que tiene que presentarse ante el juez y cómo eso podría tener consecuencias desagradables en lo de venir a vivir conmigo a Haddam y después en lo de ser admitido en Williams con beca—, sencillamente no funcionaría. Durante el tiempo vertiginosamente breve que nos queda para pasar juntos, Paul se limitaría a retirarse detrás de ladridos roncos, sonrisas furtivas y silencios todavía más hoscos, lo que terminaría por enfurecerme y, muy probablemente, volvería de inmediato a Deep River, con un sentimiento por mi parte de que era (y es cierto) un fracaso total. Después de todo no sé lo que le pasa, ni siquiera si le pasa algo, o si el que le pase algo sólo es una metáfora de otra cosa, que podría ser otra metáfora. Aunque es probable que lo que va mal, si es que algo va mal, no sea muy diferente a lo que va mal en cada uno de los demás en uno u otro momento; no somos felices, no sabemos por qué, y enloquecemos tratando de que nos vaya mejor.
Paul ha guardado su walkman en la bolsa y dejado el New Yorker en el salpicadero, donde se refleja de modo molesto en el parabrisas, pero también ha cogido el delgado libro de Emerson con las tapas verdes del asiento de atrás, donde estaba encima de mi chubasquero rojo de agente inmobiliario, y se pone a echarle una ojeada. Esto es mejor de todo lo que yo había planeado, aunque resulta claro que no ha abierto el ejemplar que le mandé por correo.
—¿Crees que preferirías tener un hijo con el síndrome de Down o un hijo con una enfermedad mental más corriente? —dice, hojeando «Confianza en sí mismo» como quien no quiere la cosa, de atrás hacia adelante, como si fuera el Time.
—Estoy bastante contento contigo y con Clarissa tal y como sois. Así que supongo que no tengo necesidad de elegir.
El recuerdo del pequeño y fiero mongólico que vi en el Friendly’s hace sólo unas horas me abre los ojos sobre el hecho de que Paul quizá tema que está loco o que le espera la locura.
—Elije —dice Paul, todavía hojeando el libro—. Luego me explicas los motivos.
A la derecha, en las afueras de la pequeña ciudad federalista de Milford, pasamos junto al Salón de la Fama de los Corvette, un santuario que, si lo viera, Paul insistiría enérgicamente en visitar, pues, debido a los gustos propios de Old Greenwich de Charley, asegura que el Corvette es su coche favorito. (Le gustan, dice, por su ductilidad.) Pero no lo ve porque ¡sigue hojeando a Emerson! (Aparte de que yo me dirijo hacia el abrevadero y un vaso largo de algo fuerte y un atardecer en una mecedora de mimbre hecha por artesanos locales que trabajan con materiales naturales.)
—Entonces una enfermedad mental corriente —digo—. A veces se las puede curar. El síndrome de Down resulta casi irremediable.
Los ojos de Paul, gris pizarra como los de su madre, me miran con astucia, indicando que han acusado recibo de algo; no estoy seguro de qué.
—A veces —dice, con tono sombrío.
—¿Todavía quieres ser mimo?
Nuevamente circulamos a lo largo del Susquehanna: más maizales de tarjeta postal, silos azules y blancos, más talleres de reparaciones de motonieves.
—Yo nunca quise ser mimo. Era una broma del campamento. Quiero dedicarme a los dibujos animados. Sólo que no sé dibujar —se rasca la cabeza con la parte de la mano donde tiene la verruga y sorbe por la nariz, luego emite un ruidito aparentemente involuntario con la garganta que recuerda un relincho, hace una mueca, a continuación coloca las dos manos adelante de la cara, con las palmas hacia fuera, imitando al hombre de la jaula de cristal y, me mira, todavía haciendo la mueca, y con la boca, en silencio, dice: «Ayúdame, ayúdame». Luego deja todo eso e inmediatamente empieza a pasar de atrás hacia adelante las páginas de Emerson—. ¿De qué trata esto? —Mira la página que ha abierto casualmente—. ¿Es una novela?
—Es un libro estupendo —digo, inseguro de cómo promocionarlo—. Trata de…
—Has subrayado muchas cosas —dice Paul—. Seguro que cuando estabas en la universidad.
Una rara referencia a que he tenido una vida anterior a la suya. La historia de mi familia o de la de la de su madre, por ejemplo, carece de novedad. Y no le culpo del todo.
—Te gustaría leerlo.
—Te gustaría, te gustaría —dice, imitándome—. ¿Y dónde estamos, Frank? —dice, volviendo a hablar con voz de Cronkite, mirando «Confianza en sí mismo», que tiene en el regazo, como si le interesara.
Entonces, casi por sorpresa, estamos en los alrededores del sur de Cooperstown y pasamos delante de un solar vallado abarrotado de fuerabordas de ocasión, de otro solar con camiones enormes, una cuidada iglesia metodista blanca con un cartel que reza ESCUELA BÍBLICA DE VACACIONES, en la misma hilera de una serie de moteles pulcros y caros de carácter familiar y estilo años cuarenta, con sus aparcamientos ya llenos de berlinas y furgonetas atiborradas de equipaje. Junto al cartel que anuncia el comienzo oficial de la ciudad, una enorme pancarta pide al que pasa: «¡Vota Sí!» Sin embargo, no veo ninguna indicación del Deerslayer ni del Salón de la Fama, lo que para mí sólo significa que Cooperstown no confía en la fama o el encanto, sino que prefiere atenerse a sus actividades cívicas.
—«El hombre grande —lee Paul con un tono pseudorreverente a lo Charlton Heston— es el que, en medio de la multitud, mantiene con perfecta amabilidad la independencia de la soledad». ¡Bla, bla, bla, bla, bla, bla, bla! ¡Glub, glub, glub! «El inconveniente de adaptarse a usos que han muerto para uno es que dispersa las fuerzas. Hace perder el tiempo y difumina los rasgos del carácter». ¡Cua, cua, cua, cua! Yo soy el hombre grande, el pomelo, yo soy la croqueta…
—Ser grande habitualmente es ser incomprendido —digo yo, atento a la circulación y buscando indicaciones con la vista—. Es una buena cita que deberías recordar. Hay otras igual de buenas.
—Ya tengo suficientes cosas que recordar —dice—. Me ahogo. ¡Glub, glub, glub!
Levanta las manos y hace gestos de nadar, luego lanza un rápido relincho, que recuerda el chirrido de una vieja puerta que necesitase aceite, después vuelve a gesticular.
—Basta con que lo leas. No te van a examinar acerca de él.
—¡Examinar! Los exámenes me cabrean mucho —dice Paul, y de pronto, con los dedos sucios, arranca la página que acaba de leer.
—¡No hagas eso! —Agarro el volumen, doblando la cubierta verde de modo que queda una arruga en su brillante papel—. ¡Hay que ser un completo gilipollas para hacer algo así!
Me meto el libro entre las piernas, aunque Paul todavía tiene la página arrancada, que pliega cuidadosamente en cuatro. Eso significa enfrentamiento.
—La guardaré en lugar de recordarla —mantiene la calma, mientras que yo he perdido la mía. Guarda la página plegada en el bolsillo de sus pantalones cortos y mira afuera por la ventanilla de su lado. Yo le fulmino con la mirada—. Sólo me quedé con una página de tu libro —lo dice con su voz de Charlton Heston—. A propósito, ¿consideras que tu vida es un fracaso total?
—¿En qué? —digo, amargamente—. Y quita ese jodido New Yorker del salpicadero —lo agarro y lo tiro atrás. Ahora estamos encontrando un tráfico rodado creciente, al cruzar las estrechas calles sombreadas. Dos chicos repartidores de periódicos, sentados uno junto al otro en la esquina de una calle, pliegan los montones de la edición de la tarde. Fuera el aire, que, naturalmente, no puedo notar, parece frío y húmedo y tentador, aunque estoy seguro de que es caliente.
—En lo que sea.
Vuelve a relinchar desde el fondo de la garganta, como si yo no lo pudiera oír.
Un sentimiento de ultraje y pesar me vacía el pecho (¿por la página de un libro?), pero contesto porque me ha preguntado.
—Mi matrimonio con tu madre y tu educación no han sido precisamente los mayores éxitos en mi situación actual. Todo lo demás va perfectamente bien.
Me agobia la sensación de lo poco que deseo estar en el coche solo con mi hijo, y eso que acabamos de llegar a las calles de nuestro destino. Tengo la mandíbula tensa, me vuelve a doler la espalda y noto una gran asfixia, como si me hubieran gaseado con un miedo terrible. Me gustaría que un Dios solitario, lejano y distraído hiciera que Sally estuviera aquí en este coche con nosotros; o mejor todavía, que Sally estuviera aquí y Paul de vuelta a Deep River, torturando aves, hiriendo y difundiendo el miedo entre la población. (El Periodo de Existencia es una garantía para defenderse de tales sentimientos desagradables. Pero no funciona.)
—¿Recuerdas la edad que tendría Mister Toby si no le hubieran atropellado?
Estoy a punto de preguntarle si ha matado mirlos para divertirse.
—Trece años, ¿por qué?
Sigo buscando con la vista un cartel de DERSLAYER INN.
—Es algo en lo que no puedo dejar de pensar —dice él, posiblemente por trigésima vez, cuando llegamos al cruce del centro de la ciudad, donde algunos chicos vestidos exactamente igual que Paul holgazanean en el borde de la acera, jugando como idiotas con una pelota en medio de los transeúntes. La ciudad parece construida de ladrillos y persianas blancas, bajo la sombra de grandes robles escarlata y nogales, todo tan encantador y cuidado como un cementerio.
—¿Por qué piensas que piensas? —digo, irritado.
—No lo sé. Parece que he echado a perder todo lo que antes estaba bien.
—No. No había nada que estuviera bien. ¿Por qué no tratas de escribir todo eso?
De repente, de un modo que me resulta incomprensible, me siento descorazonado por la historia de mi madre, de la monja de Horn Island y el deseo (¡a santo de qué, Dios mío!) de tener más hijos.
—¿Escribir algo así como un diario?
Me mira dubitativo.
—Exacto. Algo así.
—Eso lo hacíamos en el campamento. Luego usábamos nuestros diarios para limpiarnos el culo y tirarlos a las hogueras. Era lo mejor que podíamos hacer con ellos.
Al doblar la calle, en una transversal veo inesperadamente el Salón de la Fama del béisbol, un edificio de ladrillo claro, de estilo neogriego, con aspecto de oficina de correos, y doblo peligrosamente hacia la derecha, dejando Chesnut Road, para tomar la calle principal, Main Street, posponiendo mi copa para después de echar una mirada desde más cerca.
Llena de visitantes aficionados al béisbol, Main Street tiene el aire despersonalizado, amigable y activo de una pequeña ciudad universitaria con un nivel de vida superior a la media la semana en que los chicos vuelven a clase en otoño. Tiendas, en las dos aceras, llenas de escaparates que venden todo tipo de cosas referidas al béisbol: uniformes, postales, carteles, pegatinas, sin duda tapacubos y condones; y comparten la calle con los comercios habituales de una ciudad pequeña: un drugstore, una tienda de ropa, dos floristerías, un bar, una panadería alemana y varias agencias inmobiliarias, cuyos escaparates están llenos de fotos de casas y «terrenos con vistas» al lago tal o cual.
A diferencia de la imperturbable Deep River y de la estirada Ridgefield, Cooperstown ofrece un muestrario muy amplio de adornos con motivo del 4 de Julio colgados de las farolas y los cables, semáforos y parquímetros, como para proclamar que hay un modo de hacer las cosas bien, y es éste. Carteles en todas las esquinas anuncian «Un gran desfile de famosos» para el lunes con «estrellas de la música country», y todos los visitantes que recorren las aceras parecen contentos de estar aquí. De hecho, a primera vista, parece el sitio ideal para vivir, cumplir con las devociones, prosperar, formar una familia, hacerse viejo, ponerse enfermo y morir. Y, sin embargo, acecha la sospecha —en la propia aglomeración de gente, en las macetas demasiado frecuentes en las esquinas de las calles con geranios excesivamente rojos, en las papeleras de estilo francés demasiado visibles, en los autobuses rojos de dos pisos estilo «City of Westminster», y en la ausencia de cualquier indicación del Salón de la Fama—, de que la ciudad sólo es una réplica (de un lugar auténtico), un decorado para el Salón de la Fama o para algo incluso menos concreto, sin que pase nada que sea auténtico de verdad (delitos, desesperación, basura, éxtasis), aparte de la ilusión cívica que defienden los padres de la ciudad. (En este sentido, claro, no es menos de lo que imaginaba yo, y sigue conservando el carácter de perfecto ambiente potencial para tratar de arrancarle sus problemas a mi hijo y darle buenos consejos; esto es, si el hijo no fuera un carapijo.)
Pasamos despacio por la entrada poco impresionante con un arco de ladrillo del Salón de la Fama, con su aspecto todavía más acusado de oficina de correos, su bandera de barras y estrellas en un mástil y un arce aislado delante. Varios ruidosos ciudadanos se mueven en un pequeño círculo por la acera, haciendo todo lo que pueden, o eso parece, por estorbar el paso de los turistas con dinero que han venido andando desde los cercanos hoteles y residencias, o de los campings, y quieren hacer una rápida visita. Los que dan vueltas llevan todos pancartas y carteles y, cuando bajo el cristal de la ventanilla de Paul hasta la altura del oído, entonan algo que suena a «lanzador, lanzador, lanzador». (Es difícil saber lo que podría justificar un piquete en un sitio como éste.)
—¿Quiénes son esos subnormales? —dice Paul, y lanza un rápido relincho, seguido de una mirada de desaliento.
—Llegué aquí al mismo tiempo que tú —digo.
—Lanzador, lanzador, lanzador —dice él, con una ronca voz de gigante—. Lampador, lampador, lampador.
—Eso de ahí es el Salón de la Fama del béisbol, en cualquier caso —estoy decepcionado, para ser sincero, pero sin derecho a estarlo—. Ahora que lo has visto, podemos volver a casa, si quieres.
—Receptor, receptor, receptor —dice Paul, y vuelve a relinchar.
—¿Quieres que lo dejemos ya? Te llevaré a Nueva York esta misma noche. Puedes quedarte en el Yale Club.
—Preferiría quedarme aquí más tiempo —dice Paul, todavía mirando por su ventanilla.
—Vale —digo yo, decidiendo que su respuesta significa que no quiere ir a Nueva York. Pero entonces desaparece el enfado que me dominaba, y veo una vez más que mi oficio de padre es permanente y de por vida.
—¿Qué demonios es lo que hay ahí dentro? Se me olvidó.
Lo dice pensativamente, mientras contempla la agitación de la acera.
—Se supone que el béisbol lo inventó aquí, en 1839, Abner Doubleday, aunque nadie se lo cree —toda la información cortesía de los folletos—. Sólo se trata de un mito que permite a los aficionados centrar su interés y apreciar mejor el deporte. Es igual que lo de que la Declaración de Independencia se firmó el 4 de julio, cuando de hecho se firmó en otro momento —esto, naturalmente, procede directamente del viejo Becker, el historiador, y probablemente suponga una pérdida de tiempo. Aunque me propongo insistir—. Es una especie de esquema para evitar que te armes un lío con detalles sin importancia y te pierdas alguna cuestión más profunda. Con todo, no recuerdo qué es lo profundo del béisbol.
Una segunda oleada de intensa fatiga me invade. Siento tentaciones de dejarlo y dormirme en el asiento y ver quién está aquí cuando despierte.
—¿Así que todo son mentiras? —dice Paul, mirando hacia fuera.
—No exactamente. Muchas cosas que creemos que son ciertas, no lo son, del mismo modo que muchas cosas que son ciertas nos las traen floja.
—Muy bien, muchas gracias, entonces. Gracias, gracias, gracias, gracias.
Me mira divertido, pero está lleno de desprecio. Me podría desmayar con toda facilidad.
Aunque todavía no voy a dejar que me venza, seguiré con el programa de separar el trigo de la cizaña, o posiblemente sea no dejar que los árboles me impidan ver el bosque.
—Uno debería evitar verse atrapado en situaciones que no le hacen feliz —digo—. Yo casi nunca lo consigo. La jodo con frecuencia. Pero lo intento.
—También lo intento yo —dice él, ante mi tremenda sorpresa, afectado por algo. Un tópico. La fuerza de un tópico. ¿Qué otra cosa puedo ofrecerle?—. En realidad, no sé lo que se espera que haga.
—Mira, intentarlo es lo único que puedes hacer.
—Y si no sale bien, a joderse —dice, y suelta un relincho.
—Eso, a joderse —digo, y arranco.
Más allá de Main Street llegamos a una zona con mucho arbolado de caras residencias de estilo federalista y neoclásico —todas en perfecto estado y a la sombra de hayas y robles bicentenarios—, que en Haddam costarían un millón ochocientos y nunca se pondrían en venta (los amigos se las venden a otros amigos para evitar a las agencias inmobiliarias). Con todo, aquí un par de ellas tienen carteles plantados en el césped, uno con una pegatina añadida de PRECIO REBAJADO. Hay otro repartidor de periódicos que hace su ruta, balanceando su saca llena de diarios de la tarde. Un hombre mayor, con pantalones de un rojo vivo y camisa amarilla, está parado en un jardín detrás de una cerca de madera, con un vaso de algo frío en la mano, y saluda con la mano libre al chico que le lanza el periódico, que el hombre agarra al vuelo. El chico se vuelve hacia nosotros, que pasamos muy despacio, esboza un gesto furtivo para saludar a Paul, confundiéndole seguramente con algún conocido suyo, luego se interrumpe y aparta la vista. Sin embargo, Paul ¡le devuelve el saludo! Como si creyera, lo mismo que alguien fantasioso, que si todavía viviéramos en Haddam y la vida volviera a ser como era, este chico podría ser él.
—¿Te gusta como voy vestido? —dice, cerrando su ventanilla con el botón.
—No mucho —digo, tomando una curva hacia otra calle con árboles, donde hay un cartel azul de HOSPITAL, y una mujer vestida de enfermera y unos hombres con bata de médico y estetoscopios colgando del cuello caminan por la acera, camino de casa—. ¿Te gusta cómo voy vestido yo?
Paul me mira muy serio: pantalones con pinzas, mocasines, calcetines amarillos, camisa a cuadros de confecciones Mountain Eyrie, de Leech Lake, Minnesota; una ropa que llevo puesta desde que me conoce, la misma que llevaba el día de 1963 en que me apeé en la estación Central de Nueva York y con la que todavía me siento cómodo. La que llevo siempre.
—No —dice Paul.
—Mira —digo yo, con el arrugado ejemplar de «Conocimiento de sí mismo» todavía debajo del muslo—, para el trabajo que hago es interesante vestirse de un modo que haga que los clientes me tengan pena, o, mejor aún, que se sientan superiores a mí. Creo que lo consigo.
Paul me vuelve a mirar, con una expresión de desagrado en los ojos que fácilmente podría convertirse en sarcasmo, sólo que no sabe si me estoy burlando de él. No dice nada. Aunque lo que le acabo de contar, claro, es la pura verdad.
Atravesamos otra zona agradable, pero menos, de casas con persianas rojas y verdes y calles más estrechas, confiando en que por este camino llegaremos a la 28 y encontraremos el Deerslayer. Aquí hay muchas casas en venta. Cooperstown, al parecer, está en liquidación.
—¿Qué dice en ese tatuaje nuevo? —Paul estira la muñeca derecha para que lo vea, y lo que distingo, al revés, es la palabra «insecto», escrita aparentemente por un bolígrafo Bic en su tierna carne—. ¿Se te ocurrió a ti solo o te ayudó alguien? —digo.
Paul resopla.
—En el siglo que viene todos seremos esclavizados por los insectos que sobrevivan a los pesticidas de este siglo. Con esto reconozco que formo parte de una panda de criaturas inadaptadas cuyo final se acerca. Espero que los nuevos dirigentes me traten como a un amigo.
Vuelve a resoplar, luego se tapa la nariz con sus dedos sucios.
—¿Es la letra de una canción?
Me estoy metiendo entre numerosos coches que circulan hacia el centro de la ciudad. Hemos girado en redondo.
—Lo sabe todo el mundo —dice Paul, frotándose la rodilla con la verruga.
Casi en el mismo momento, veo un cartel que se me había pasado por alto cuando Paul y yo discutíamos: un pionero muy delgado y alto, de perfil, con un fusil de chispa en la mano, al lado de un lago con pinos triangulares al fondo. DEERSLAYER INN. SIGA DERECHO. ¡Gracias, Dios mío!
—¿No tienes mejor opinión del progreso humano que ésa?
Me abro paso por Main Street entre la circulación de última hora del sábado y los tranvías que llevan turistas de acá para allá. El lago Otsego surge inesperadamente delante de nosotros: exuberante, con aspecto noruego, extendiéndose muchos kilómetros hasta la orilla opuesta, hundiéndose al norte en los brumosos Adirondacks.
—Todo el tiempo hay demasiadas cosas que me molestan. Debe de ser que me hago viejo.
—¿Sabes? —digo yo, ignorando sus palabras—. Los tipos que fundaron todo esto pensaban que si no se quitaban de encima las viejas dependencias serían vulnerables al salvajismo innato del mundo.
—¿Cuando hablas de todo esto te refieres a Cooperstown?
—No. No me refiero a eso. Me refiero a otra cosa.
—¿Y de dónde viene el nombre de Cooperstown? —dice él, contemplando el resplandeciente lago como si fuera un espacio por el que considerara alejarse volando.
—De James Fenimore Cooper —digo—. Fue un famoso novelista norteamericano que escribió libros sobre indios que jugaban al béisbol —Paul me lanza una mirada que es a medias agradable y a medias insegura. Se da cuenta de que estoy cansado de él y de que a lo mejor me estoy burlando. Aunque también puedo ver sus rasgos (como los he visto otras veces, y mientras las manchas de luz se deslizan sobre ellos), el rostro que probablemente terminará teniendo cuando sea adulto: grande, serio, irónico, posiblemente crédulo, posiblemente agradable, pero probablemente nada feliz. No la mía, sino la cara que hubiera tenido yo con menos capacidad para encajar los golpes—. ¿Te consideras un fracasado? —digo, disminuyendo la velocidad al acercarnos al Deerslayer, preparado para tomar el camino de entrada que corre entre dos hileras de altas píceas, más allá de las cuales aparece el anhelado hotel, con sus porches Victorianos sumidos en la sombra de la caída de la tarde y sus soñados sillones ocupados por unos cuantos viajeros satisfechos, pero con sitio para más.
—¿En qué? —dice Paul—. Todavía no he tenido tiempo para fracasar. Todavía estoy aprendiendo a hacerlo.
Espero a que se despeje el tráfico. Ahora el lago Otsego queda a nuestras espaldas, liso y sin brisa entre la bruma de la tarde.
—Me refiero a tu edad. A ser un niño. Bueno, un adolescente gilipollas. Lo que pienses que eres.
Mi intermitente parpadea, mis palmas de la mano agarran el volante.
—Por supuesto, Frank —dice Paul, con arrogancia, posiblemente sin saber con respecto a qué se muestra de acuerdo.
—Bien, pues no has fracasado —digo—. De modo que vas a tener que imaginarte otra cosa que pensar sobre ti, porque no has fracasado. Te quiero. ¡Y no me llames Frank, maldita sea! No quiero que mi hijo me llame Frank. Hace que me sienta como un jodido padrastro. ¿Por qué no me cuentas un chiste? Vendría bien. Sueles ser bueno contándolos.
Y entonces una súbita quietud estelar se instala sobre nosotros, que esperamos para girar, como si hubiéramos llegado a una pesada barrera, hubiéramos tratado de saltarla, fracasando, y entonces la barrera hubiera quedado atrás antes de darnos cuenta de cómo. Y, sin saber por qué, noto que Paul podría llorar, o al menos casi llorar; algo que no he visto desde hace mucho tiempo y a lo que oficialmente ha renunciado, aunque podría probar de nuevo en esta ocasión en honor de los viejos tiempos.
Pero de hecho son mis propios ojos los que me arden y se empañan, aunque no podría decir por qué (aparte de por mi edad).
—¿Puedes aguantar la respiración cincuenta y cinco segundos seguidos? —dice Paul, cuando atravieso la carretera.
—No lo sé. Puede que sí.
—Hazlo —dice Paul, mirándome directamente, inexpresivo—. Para el coche.
Resulta intrigante y quizá oculte algo divertido. Así que en mitad del camino de entrada al Deerslayer, bajo la sombra de los árboles, me detengo. Piso el freno.
—Muy bien. Ya la estoy aguantando —digo—. Será mejor que sea divertido. Me muero por una copa.
Aprieta los labios y cierra los ojos, y yo cierro los míos, y esperamos juntos en el aire acondicionado, con el murmullo del motor y el clic del termostato, mientras cuento: mil uno, mil dos, mil tres…
Cuando cerré los ojos el reloj digital del salpicadero indicaba las 5.14; cuando los abro, indica las 5.15. Paul tiene los ojos abiertos, pero parece contar en silencio como un fanático que dirige alguna súplica privada a Dios.
—Muy bien. Cincuenta y cinco. ¿Dónde está la gracia? Tengo prisa —levanto el pie del pedal del freno—. «No sabía que un carapijo pudiera aguantar la respiración tanto tiempo». ¿Es ésa la gracia?
—Cincuenta y cinco segundos es lo que dura la primera descarga en la silla eléctrica. Lo leí en una revista. ¿Te pareció mucho tiempo o poco?
Me mira, parpadeando con curiosidad.
—A mí me pareció mucho —digo, tristemente—. Y la cosa no fue nada divertida.
—A mí también —dice él, toqueteándose el borde herido de la oreja y examinando el dedo para ver si hay sangre—. Al parecer, te deja frito, sin embargo.
—Eso está mucho mejor —digo. Los padres, claro, piensan en la muerte día y noche; en especial cuando sólo ven a sus hijos un fin de semana al mes. No resulta sorprendente que sus hijos hagan lo mismo.
—Uno lo pierde todo cuando pierde su sentido del humor —dice Paul, con una voz falsamente sentenciosa.
Y acelero, los neumáticos derrapan sobre las agujas de pino y subo hacia las frescas (espero) y deseadas instalaciones del Deerslayer. Se oye una campana. Veo un viejo campanario en el jardín que hace sonar una joven sonriente con una chaquetilla blanca y gorro de cocinero, saludando nuestra llegada, igual que en cualquier folleto de propaganda de los felices días de verano en Cooperstown. Siento como si llegara tarde y todos estuvieran inquietos por nuestro retraso, pero ahora ya estamos allí y puede empezar la fiesta.