Ocho de la mañana. Las cosas se aceleran.
Al salir del Sea Breeze se me ocurre cruzar la carretera y subir por el verde costado derecho del Peterbilt del señor Tanks y meterle una tarjeta de visita debajo de su limpiaparabrisas tamaño gigante, con una nota a mano en el dorso que dice: «Sr. T. Encantado de haberle conocido. Llámeme cuando quiera. F. B.». Incluyo mi número de teléfono particular. (El arte de vender primero requiere imaginar la venta.) Por raro que parezca, cuando echo una rápida mirada curiosa dentro de la cabina del conductor, en el asiento del acompañante veo una pila de ejemplares del Reader’s Digest y, encima de ella, un enorme gato rubio que lleva un collar dorado y me mira fijamente como si yo fuera una aparición. (No admiten animales en el Sea Breeze y el señor Tanks, evidentemente, se atiene a las reglas.) También me fijo, cuando me bajo al estribo, que en la puerta hay un nombre pintado en rojo con unas letras muy historiadas y entre comillas: «Cyril». El señor Tanks es un hombre digno de estudio.
Vuelvo al aparcamiento para ir a dejar la llave (renunciando al depósito), y veo que el Chevrolet con la canoa en el remolque ha desaparecido, y una cinta amarilla de plástico está extendida delante de la puerta cerrada, la número 15, escenario del crimen.
Y me doy cuenta de que he soñado con todo esto: la puerta precintada, un coche del que tiran en la oscuridad unos hombrecillos blancos, musculosos y sudorosos, con camisa de manga corta, que gritan: «Atrás, atrás», a lo que sigue el ruido aterrador de cadenas y manivelas y grandes motores que se embalan, luego alguien que grita: «Vale, vale, vale».
A las nueve menos cuarto me detengo con los ojos borrosos a tomar café en el Friendly’s, de Hawleyville. Tras consultar el mapa, decido seguir la Yankee Expressway hasta Warterbury y después hasta Meriden, atravesar Middletown —donde Charley «enseña» a sus alumnos de la Wesleyan University a distinguir una columna jónica de una dórica—, y luego tomar la CT 9, directamente hasta Deep River, en vez de bajar hasta Norwalk y tomar la 95, como pensé hacer ayer por la noche, y conducir hacia el este a lo largo del Sound en compañía, estoy seguro, de tropecientos mil norteamericanos más que se mueren de ganas de pasar unas vacaciones seguras y sanas, aunque hacen todo lo posible para evitar que las pase yo.
En el Friendly’s hojeo el Norwalk Hour buscando alguna mención de la tragedia de la noche pasada, aunque estoy seguro de que ocurrió demasiado tarde. Me entero, sin embargo, de que Axis Sally ha muerto en Ohio; tenía ochenta y siete años y se había graduado en la Ohio Wesleyan. Martina ha ganado a Chris en tres sets. Los hidrólogos de Illinois han decidido bombear agua del lago Michigan al Mississippi, más importante y víctima de la sequía. Y el vicepresidente Bush ha declarado que la prosperidad ha alcanzado un «nivel récord» (aunque, como para llamarle mentiroso, las columnas de información económica hablan de la caída de los precios, el declive de las sociedades de inversión, el descenso de los pedidos industriales y de la producción de aviones; todas ellas cuestiones que afectan a nuestro bolsillo y que el soplagaitas de Dukakis tiene que sacar a la luz si no quiere irse al carajo).
Después de pagar, hago mis llamadas estratégicas incrustado entre las puertas del «vestíbulo» del Friendly’s: una a mi contestador automático, que no me dice nada, un alivio; otra a Sally, para ofrecerle un vuelo chárter privado a cualquier sitio donde me pueda reunir con ella; no hay respuesta, ni siquiera un mensaje grabado, lo que me contrae las tripas como si alguien me hubiera atado una cuerda alrededor de ellas y tirara hacia abajo.
Luego, lleno de aprensión, llamo a Karl Bemisk, primero al palacio de la cerveza de raíces, adonde no hay motivo para que haya llegado ya, por lo que llamo a su apartamento de soltero en Lambertville, donde descuelga al segundo timbrazo.
—Aquí todo va cojonudamente, Frank —grita, ante mi pregunta por los malvados mexicanos—. Sí, debería haberte llamado ayer por la noche. Pero en vez de eso llamé al sheriff. De hecho, esperaba algo de acción. Pero no. Falsa alarma. No volvieron a aparecer, los muy jodidos.
—No quisiera que te encontraras en peligro, Karl.
Los clientes no paran de entrar y salir a mi lado, abriendo la puerta, empujándome, dejando que entre el aire caliente.
—Tengo mi barredera de callejones, ya sabes —dice Karl.
—¿Que tienes qué? ¿Qué es eso?
—Una recortada calibre doce —dice Karl, dominador, y suelta una risita aviesa—. Un cacharro bastante útil.
Es la primera vez que oigo hablar de una barredera de callejones, y no me gusta. De hecho, me asusta.
—No creo que sea una buena idea tener una barredera de callejones en el puesto de cerveza de raíces, Karl.
No le gusta que llame «puesto» al despacho de cerveza de raíces, pero es lo que es, ¿no? ¿Qué, si no? ¿Una oficina?
—Bueno, es mejor que estar tumbado boca abajo detrás de la nevera para enfriar la cerveza con los sesos fuera. ¿O también estoy equivocado con respecto a eso? —dice fríamente Karl.
—¡Dios santo, Karl!
—No te preocupes. Nunca la saco hasta pasadas las diez.
—¿Lo sabe la policía?
—¡Coño, ellos me dijeron dónde podía comprarla! En Scotch Plains —Karl también grita esto—. No debiera habértelo contado. Eres una nenaza jodidamente histérica.
—Esas cosas me ponen a parir —digo, y es verdad—. No me sirves de nada muerto. Tendría que servir yo mismo la cerveza de raíces, y encima no nos pagarían el seguro si te mataran mientras empuñabas un arma sin permiso. Es probable que me procesaran, además.
—Mira, sigue con lo tuyo y pasa unas buenas vacaciones con tu hijo. Yo defenderé Fort Apache. Esta mañana tengo algunas cosas que hacer. No estoy solo.
Ahora ya no sacaré nada más de Karl. La ventana se acaba de cerrar para mí.
—Déjame un mensaje si pasa algo anormal, ¿vale? —digo, aunque sé que difícilmente me hará caso.
—Pienso estar ilocalizable toda la mañana —dice Karl, y suelta una risa idiota y luego cuelga.
Marco inmediatamente el número de Sally, por si acaso había salido por croissants y el Daily Argonaut. Pero nada.
Mi última llamada es a Ted Houlihan; para ponernos al día, pero también para apretarle los tornillos y recordarle nuestra «exclusiva». Llamar a los clientes, de hecho, es una de las partes más satisfactorias de mi trabajo. Rolly Mounger tenía razón cuando dijo que los negocios inmobiliarios casi no tienen nada que ver con tu estado de ánimo; consecuentemente, una llamada profesional imprescindible es equivalente a una buena partida de ping-pong.
—Soy Frank Bascombe, Ted. ¿Cómo va todo por ahí?
—Todo va estupendamente, Frank.
La voz de Ted suena más frágil que ayer, pero a juzgar por ella está tan satisfecho como asegura. Un escape de gas puede crear una euforia insuperable.
—Sólo te quería decir que mis clientes se van a tomar un día para pensárselo, Ted. La casa les ha impresionado. Pero han visto muchas, y necesitan cruzar el umbral. Creo que la última que les enseñé, sin embargo, es la que deberían comprar, y se trata de la tuya.
—¡Cojonudo! —dice Ted—. ¡Cojonudo!
—¿Ha ido alguien más a verla?
La pregunta crucial. Seguida por una respuesta no inesperada, pero que todavía empeora más las malas noticias:
—Bueno, ayer vinieron unos cuantos. Unos justo después de tus clientes.
—Ted, debo recordarte que tenemos la exclusiva sobre tu casa. Los Markham se apoyan en esa garantía. Tienen la impresión de que cuentan con un poco de tiempo para pensárselo sin sufrir presiones exteriores. Todo eso quedó establecido con bastante antelación.
—Mira, no lo sé, Frank —dice Ted, con voz apagada. Es concebible, claro, que Julie Loukinen pasara por alto la cláusula de exclusividad, por miedo a que Ted se echara atrás, y que se limitara a poner el cartel. También es posible que Ted sea conocido como un «potencial» perpetuo, y Boy and Large o cualquier otra agencia esté, sencillamente, tratando de repartirse la comisión, a riesgo de que les demandemos judicialmente y hagamos que se vaya a la mierda el negocio, una estrategia similar a la de un corredor que fuera en cabeza y se pusiera al paso en la recta final, es decir, que no se debe hacer nunca. Una tercera posibilidad es que Ted sea tan poco de fiar como una moneda falsa, y que mienta incluso delante de Dios en los mismos cielos. La historia de los testículos podría formar parte de la puesta en escena. (Ya nada le debería sorprender a nadie.)
—Mira, Ted —digo—. Sólo tienes que salir y echarle una ojeada a ese cartel verde y gris, y ver si no dice «exclusiva». Yo no voy a montarte el número en este momento porque estoy en Connecticut. Pero arreglaré la cosa el martes sin falta.
—¿Qué tiempo hace ahí? —dice Ted, haciéndose el loco.
—Caluroso.
—¿Has subido al Mount Tom?
—No. Estoy en Hawleyville. Pero, si no te importa, hazme el favor, Ted, de no enseñarle la casa a nadie más; así, a lo mejor, podemos evitar una desagradable demanda judicial. Mis clientes merecen la oportunidad de hacer una oferta.
No es que no hayan tenido tiempo de sobra, y a lo mejor en este momento vagan por las desérticas y apagadas calles de East Brunswick con la esperanza de encontrar algo mejor.
—No, no me importa —dice Ted, ahora con energía.
—Estupendo —digo—. Nos veremos muy pronto.
—Los que se pasaron ayer por aquí después que tú, dijeron que vendrían esta mañana a hacerme una oferta.
—Si lo hacen, Ted —y digo esto amenazadoramente—, recuerda que mis clientes tienen prioridad. Está escrito en nuestro acuerdo.
Al menos, debería estarlo. Es lo habitual en los contratos de la agencia, algo que aceptan normalmente las dos partes: la magnífica oferta a confirmar a primera hora del día siguiente. Por lo general, los que tienen que «confirmar» (normalmente los compradores), buscan simplemente sentirse importantes y la habrán olvidado por completo a las cinco de la tarde; o, si no, se hacen la ilusión de que la mera perspectiva de una proposición sustanciosa hace que todo el mundo se sienta mejor. Por supuesto que sólo las proposiciones sustanciosas que al fin han llegado al papel hacen que todo el mundo se sienta de veras mejor. Y hasta que eso ocurre es mejor no tomarse las cosas a la tremenda (aunque un cierto aumento de la angustia del vendedor nunca hace daño a nadie).
—Frank, ¿sabes que me he dado cuenta de una cosa muy extraña? —dice Ted, en un aparente estado de asombro.
—¿De qué?
Por la ventana veo una furgoneta llena de niños retrasados mentales que se apean en el aparcamiento del Friendly’s: adolescentes que sacan la lengua, frágiles chicas bizcas, rechonchos supervivientes del síndrome de Down de sexo indeterminado. Son ocho o diez, y andan torpemente por el asfalto recalentado con playeras, pantalones cortos con cintura elástica de varios colores y camisetas azul oscuro con la inscripción YALE en la pechera. Sus monitores, dos fornidas universitarias que visten pantalones cortos marrones y camisas blancas, y tienen pinta de estudiar en Oberlin y jugar al waterpolo, cierran la furgoneta mientras los chicos se quedan quietos mirando en distintas direcciones.
—Me he dado cuenta de que disfruto enseñándole la casa a la gente —divaga Ted—. Parece que a todos les gusta mucho y todos piensan que a Susan y a mí nos fue estupendamente en ella. Es agradable sentir eso. Yo esperaba que me molestaría y que sufriría mucho al ver cómo invadían mi vida. ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí —digo yo. Mi interés hacia Ted ha disminuido rápidamente desde que me he dado cuenta de que hay bastantes posibilidades de que sea un estafador en cuestión de propiedades inmobiliarias—. Lo único que significa eso es que estás listo para mudarte de casa, Ted. Que estás preparado para irte a Alburquerque a tomar el sol.
Y a que le corten los huevos y se los conserven en ámbar.
—Mi hijo es cirujano en Tucson, Frank. Me operarán en septiembre.
—Lo recuerdo —me he confundido de ciudad. El grupo de adolescentes retrasados y sus dos enormes monitoras de piernas morenas con pinta de jugadoras de waterpolo se dirige ahora a la puerta; algunos de los chicos van a paso de carga, y todos, excepto dos, llevan cascos de plástico sujetos debajo de la barbilla—. Ted, sólo quería mantenerme en contacto contigo, saber cómo te habían ido las cosas ayer. Y, de paso, recordarte lo de la «exclusiva». Se trata de un compromiso serio, Ted.
—Bien, de acuerdo —dice Ted, en tono optimista—. Gracias por decírmelo —me lo imagino, con su pelo blanco, sus manos sin fuerza, su pequeña talla y su elegancia a lo Fred Waring, enmarcado por la ventana, maravillado de que la hilera de bambúes lleve tanto tiempo protegiéndole de la pacífica cárcel. Eso me deja con la desagradable sensación de que no he hecho las cosas bien. Debería haberme quedado cerca de los Markham, pero mi instinto me dijo lo contrario—. Frank, estoy pensando que si consigo superar lo del cáncer, podría probar en el negocio inmobiliario. Creo que a lo mejor estoy dotado para ello. ¿Qué opinas?
—Que podría ser. Pero que no se necesita estar dotado, Ted. Es igual que ser escritor. Un hombre que no tiene nada que hacer, encuentra algo que hacer. Ahora tengo que seguir mi camino. Voy a recoger a mi hijo.
—Me alegro por ti —dice Ted—. Ve en buena hora. Ya volveremos a hablar.
—Apuesto lo que sea a que sí —digo, con voz sombría, y luego colgamos.
Ahora los chicos se apiñan junto a las puertas de cristal, con sus monitoras en medio, riendo. Un chico con el síndrome de Down mueve enérgicamente el picaporte y hace una mueca feroz al cristal, en el que sin duda ve su reflejo. Los demás todavía pasean la vista a su alrededor.
Cuando la primera monitora abre la puerta a la que sigue agarrado el del síndrome de Down, éste le lanza una mirada furiosa y suelta un rugido potente y desprovisto de cualquier inhibición, mientras la puerta abierta deja que el aire ardiente me dé en la cara. Luego todo el grupo entra a la carrera y pasa junto a mí camino de la segunda puerta.
—Vaya —dice la primera chica atlética en dirección a mí con una sonrisa maravillosamente bondadosa—. Lo siento, somos un poco torpes.
Se deja arrastrar por la corriente de débiles mentales con camiseta de Yale. Su camisa lleva un escudo rojo brillante en el pecho que dice Challenges Inc, y debajo su nombre, Wendy. Le sonrío dándole ánimos mientras el grupo la empuja.
De pronto, el pequeño con síndrome de Down gira violentamente hacia la izquierda, todavía sujeto a la puerta, y vuelve a gritar, probablemente a mí, con los dientes renegridos apretados y reducidos a protuberancias, levantando su pequeño brazo blanduzco, con el puño cerrado. Yo sigo plantado al lado del teléfono y le sonrío, intentando aferrar a los barrotes de la escala de las posibilidades mis esperanzas para el día.
—Eso significa que le gusta —dice la segunda monitora (Megan), que cierra la marcha del grupo. Se burla de mí, claro. Lo que significa el grito es: «Mantente alejado de estas dos preciosidades o te parto la cara». (Todo el mundo es igual en muchos aspectos.)
—Parece que me conoce —le digo a Megan, la de los brazos dorados.
—Claro que le conoce —tiene pecas en la cara debido a los rayos de sol y sus ojos pardos son tan mates como los de Cathy Flaherty eran brillantes—. Nosotros los encontramos a todos muy parecidos, pero ellos son capaces de distinguirnos a usted y a mí desde un kilómetro de distancia. Tienen un sexto sentido.
Sonríe sin el menor asomo de timidez, una sonrisa capaz de inspirar minutos, pero no horas, de añoranza. La puerta interior del Friendly’s se abre con un siseo, luego se cierra lentamente detrás de ella. En el mismo momento yo salgo a la soleada mañana para iniciar mi última etapa a Deep River.
Hacia las diez menos diez, notando que voy con mucho retraso, me lanzo por las subidas y bajadas en dirección a Middletown, Waterbury y Meriden, que ya desaparecen bajo la neblina plateada de la mañana. La CT 147 también está rodeada de verde, tiene curvas y resulta tan agradable como una carretera estrecha irlandesa bordeada de hayas, sólo que sin hayas. Pequeños embalses, acogedores parques estatales al lado del camino, «montañas» perfectas para que esquíen los equipos de los institutos, y sólidas casas que bordean la carretera con sus antenas parabólicas detrás, surgen a cada curva. Muchas casas, me fijo, están en venta, y unas cuantas tienen cintas de plástico amarillo atadas a los troncos de los árboles. Ahora no consigo recordar a qué norteamericanos tienen prisioneros, ni dónde, ni quién los retiene, aunque es fácil imaginar que haya alguno en alguna parte. En caso contrario, esas cintas serían ilusiones, un deseo de otra guerra mínima como la de Granada, que tan perfectamente funcionó para todo el mundo. Los sentimientos patrióticos son mucho más cálidos cuando se centran en algo finito, y no hay nada como darle una patada en el culo a alguien o privarle de su libertad para hacer que uno se sienta libre como un pájaro.
Mis pensamientos, sin embargo, regresan involuntariamente a los patéticos Markham, sin duda en este mismo momento recorriendo una calle sin salida en compañía de un especialista en vender casas de voz nasal y gruesas nalgas que trata de animarles con su parloteo. Una parte mía indecente y nada profesional espera que al final del día, ante la perspectiva de llamarme y arrastrarse de vuelta hasta Charity Street 212 con una oferta alta, se lancen sobre la última casa que les enseñen, una mierda vacía de habitaciones abuhardilladas cuyos dueños anteriores la entregaron al banco cuando se trasladaron a Moose Jaw, allá en el 84; un cascarón espantoso sin aislamiento, expuesto a las emanaciones de radón, con una fosa séptica que tiene fugas y que necesita que le desatasquen los canalones antes de la caída de la hoja.
El motivo por el que, en una estación de verano por otra parte agradable y provechosa, los Markham tienen que venir a nublarme el ánimo no está claro, a no ser que después de muchas artimañas, obstrucciones y un desánimo estúpido a todos los niveles, haya conseguido confeccionar para ellos un huevo de Pascua, lo haya rellenado de dulce adecuado y le haya hecho un agujerito para que puedan ver su contenido; y, sin embargo, me temo que nunca conseguirán ver lo que hay dentro, después de lo cual su vida empeorará, pues estoy convencido de que una vez que te ofrecen algo bueno, uno debe ser lo suficientemente listo para no dejarlo escapar.
Hace años, recuerdo que fue precisamente el mes antes de que Ann y yo nos trasladáramos a Haddam, con aromas nuevos, felices y de urbanización residencial llenándonos las narices, se nos metió en la cabeza la idea de comprar un Volvo, sólido y práctico. Fuimos en el viejo Chrysler Newport de mi madre al concesionario de Hastings-on-Hudson, anduvimos mirando hora y media —unos potenciales compradores jóvenes que se pasan la mano por la barbilla y se rascan la nuca—; acariciamos las superficies pulidas como espejos de un cinco puertas de color aceituna mate, nos deslizamos en sus blandos asientos, olisqueamos su olor frío, comprobamos la capacidad de la guantera, el curioso soporte de la rueda de repuesto y del gato, y, finalmente, hicimos como si lo condujéramos, con Ann a mi lado en el asiento del pasajero, los dos mirando hacia adelante por el cristal del escaparate del concesionario en una carretera imaginaria hacia un futuro de propietarios de un Volvo.
Hasta que al fin, sencillamente, decidimos que no lo queríamos. ¿Quién sabe por qué? Éramos jóvenes, inventábamos intensamente la vida a cada momento, rechazábamos esto, decíamos sí a aquello, siguiendo caprichos instantáneos. Y decidimos que un Volvo, un coche que podría tener todavía y usarlo para transportar mantillo o la compra o leña o irme de pesca al Red Man Club, no nos convenía. Después volvimos a la ciudad camino de lo que sí nos convenía, de nuestro auténtico futuro: el matrimonio, los niños, el periodismo deportivo, el golf, la alegría, la tristeza, la muerte, la infelicidad que giraba incapaz de encontrar un centro, y más tarde el divorcio, la separación y la prolongada fase intermedia hasta ahora.
Aunque cuando me siento frustrado, en un estado de ánimo que me lleva al pasado, y casualmente veo un potente Volvo negro o gris metalizado, silencioso, último modelo, con su envidiable récord de seguridad, un motor que se para instantáneamente en el momento de un choque, un espacio enorme para el equipaje y un chasis monocasco, a menudo noto que el corazón me da un vuelco y dice: «¿Y si…?» ¿Y si nuestra vida hubiera ido en esa dirección… la dirección en la que un coche habría podido llevarnos y de la que ahora sería el emblema? Una casa distinta, una ciudad distinta un número distinto de hijos, y así sucesivamente. ¿Hubiera ido todo mejor? Son cosas que pasan, y por motivos de muy poca importancia. Y puede resultar paralizante el pensar que una decisión insignificante, una primera idea seguida de un sí, en lugar de un no, hubiera podido hacer que muchas cosas salieran mejor e incluso habernos salvado. (Mi mayor debilidad humana, y a la vez mi mayor potencial humano, lo que no resulta sorprendente, reside en que siempre puedo imaginar que algo —un matrimonio, una conversación, un gobierno— es distinto de como es en la realidad, un rasgo que podría producir un excelente abogado o novelista o agente inmobiliario, pero que al parecer también puede producir un ser humano en el que, en cierto modo, no se puede confiar.)
Es mejor, en este momento, no pensar demasiado en estas cuestiones. Aunque estoy seguro de que ése es otro motivo por el que pienso en los Markham un fin de semana en el que mi vida parece llegar a un punto decisivo, o al menos a un viraje. Es probable que Joe y Phyllis sepan cómo funcionan estas cosas tan bien como yo, y estén asustados. Sin embargo, si bien es una pena cometer un error, como tal vez me pasó a mí con lo del Volvo, es peor lamentarlo por adelantado y llamarlo prudencia, que considero que es la razón por la que deambulan por East Brunswick. No se escapa así del desastre. Es mejor, mucho mejor, seguir el lema del viejo Davy Crockett, adaptado al mundo de los adultos: «Asegúrate de que no estás completamente equivocado y luego sigue adelante».
Hacia las diez y media he pasado Middletown, la agradable ciudad universitaria, y circulo por la Route 9, donde se ofrece la vista semipanorámica de Connecticut (con los que están de vacaciones dedicados asiduamente al piragüismo, el esquí acuático, el windsurf, la vela, el parapente o el salto en paracaídas sobre el mar), y luego todo derecho hasta Deep River, que ya no queda lejos.
Mi esperanza principal, de orden secundario, es no echarle los ojos encima a Charley, por motivos sobre los que tal vez ya haya arrojado suficiente luz. Con suerte, estará oculto cuidando su mandíbula inflamada, o, si no, barnizando su barca o contemplando un sedal o garabateando en su cuaderno de dibujo; lo que hagan los arquitectos ricos cuando no compiten en maratones de partidas de gin rummy o se hacen el nudo de la pajarita con los ojos cerrados.
Ann comprende que, aunque yo no aborrezco exactamente a Charley, creo, sencillamente, que todas las veces que le dice que está enamorada de él, hay un asterisco después de «enamorada» que remite a un logro previo y superior en ese terreno, como si yo estuviera seguro de que un día ella lo mandará todo a paseo e iniciará la última y larga pavana de la vida conmigo y sólo conmigo (aunque ninguno de los dos parezca quererlo).
En casi todas mis visitas anteriores terminé con la sensación de que me había colado clandestinamente en la finca escalando la tapia, y me marché (adonde llevara a mis hijos: la exposición de moluscos de Woods Hole, un partido de los Mets, una travesía ventosa en el ferry hasta Block Island, en busca de un tiempo que parecía robado) como si hubiera transgredido la ley. Ann dice que soy yo el que se inventa esos sentimientos. ¿Y qué? Sigo teniéndolos.
Charley, a diferencia de mí, que creo que todo puede cambiar, es de los hombres que pone su confianza en «el carácter», que cuando está solo fantasea acerca de «criterios» y bona fides, «autodisciplina» y «que los chicos se hagan hombres», pero que (me jugaría algo) se pone delante del espejo empañado del vestuario del club de campo Old Lyme pensando en su polla, con ganas de que fuera mayor, considerando si un espejo rectangular no distorsionará las proporciones y llegando a la conclusión final de que todas las pollas parecen más pequeñas cuando sus dueños las miran hipercríticamente y que, en términos absolutos, la suya es más grande de lo que parece porque él es un tipo alto. Y es alto.
Una tarde, mientras estábamos juntos bajo la loma sobre la que se levanta su casa, removiendo con la punta de nuestros zapatos la fina grava del sendero que lleva al cobertizo de su barca, más allá del cual hay un estanque infestado de densas plantas acuáticas color rosa al que protege del Connecticut una hilera de gomeros acuáticos, Charley me dijo:
—Oye, Frank, Shakespeare debe de haber sido un tipo listo, jodidamente listo, jodidamente listo —con su grande y huesuda mano agitaba uno de sus mortales gimlets de vodka servido en un grueso vaso mejicano de artesanía. (No me había ofrecido uno, pues no era exactamente su «huésped».)—. Le he echado una ojeada este año a todo lo que escribió, ¿sabes? Y creo que los escritores de relatos no han avanzado un paso desde mil seiscientos y pico. Vio las debilidades humanas mejor que nadie, y con compasión —parpadeó en mi dirección y se pasó la lengua por los labios—. ¿No es eso lo que hace grande a un escritor? ¿La compasión hacia las debilidades humanas?
—No lo sé. Nunca he pensado en ello —dije yo fríamente, pero en tono algo grosero. Ya sabía que Charley pensaba que era «raro» que un hombre que una vez escribió relatos respetables «terminara» vendiendo bienes raíces. También tenía sus opiniones sobre que yo viviera en la antigua casa de Ann, aunque nunca le pregunté cuáles eran (estoy seguro de que nada favorables).
—Muy bien, pero ¿qué opinas?
Charley resopló por su nariz episcopal, frunciendo sus cejas plateadas como si en la bruma de la tarde estuviera oliendo un aroma complejo que sólo percibía él (y probablemente sus amigos). Llevaba, como de costumbre, unos zapatos náuticos sin calcetines, pantalones cortos caqui de gabardina y una camiseta, pero con un grueso jersey azul con cremallera que yo había visto hacía treinta años en un catálogo de J. Press y me pregunté quién demonios lo querría comprar. Él, naturalmente, se mantiene en una forma perfecta y conserva su puesto en no sé qué clasificación de jugadores veteranos de squash.
—La verdad es que no creo que la literatura tenga nada que ver con dar pasos hacia adelante —dije, con desagrado (y tenía razón)—. Tiene que ver con ser bueno en un sentido absoluto, no mejor.
Ahora me gustaría haber subrayado eso con una risa histérica.
—Muy bien. Es algo optimista —Charley se tiró del largo lóbulo de su oreja y bajó la vista, asintiendo como si estuviera visualizando las palabras que había dicho yo. Su abundante pelo blanco brillaba con la luz que quedaba del crepúsculo—. Es un punto de vista bastante optimista —dijo con solemnidad.
—Soy un hombre optimista —dije, y enseguida me sentí tan desesperado como un exiliado.
—Está bien —dijo—. ¿Tu optimismo te lleva a suponer que tú y yo llegaremos a ser amigos? —Alzó la cabeza a medias y me miró a través de sus gafas de montura metálica. Yo sabía que «amigo» era, en opinión de Charley, el grado más elevado de la condición humana al que podía aspirar un hombre con carácter, como el nirvana para los hindúes. En toda mi vida nunca sentí menos ganas de tener amigos.
—No —dije, sin rodeos.
—¿Por qué piensas eso?
—Porque lo único que tenemos en común es a mi ex mujer. Y al final considerarás adecuado comentar cosas acerca de ella conmigo, y eso me jodería.
Charley se seguía agarrando el lóbulo de la oreja, con el gimlet en la otra mano.
—Podría ser —asintió con la cabeza con aire pensativo—. Uno siempre trata de entender algo en quien se quiere que no se puede entender, ¿verdad? De modo que hay que preguntárselo a alguien. Supongo que tú eres el más indicado. Ann no es una persona sencilla, estoy seguro de que lo sabes.
¡Ya estaba comentándome cosas acerca de Ann!
—No lo sé —dije—. No.
—A lo mejor deberías intentarlo de nuevo, como hice yo. Puede que esta vez lo consigas.
Volvió sus ojos hacia mí y asintió de nuevo.
—¿Por qué no te largas a tomar por el culo? —dije yo, malhumorado, y le fulminé con la mirada, con ganas de soltarle un puñetazo, sin tener en cuenta su edad ni su excelente forma física (aunque con la esperanza de que mis hijos no lo vieran). Noté que del estanque se alzaba una columna de gélido aire que me ponía los pelos del brazo de punta. Era a finales de mayo. Las luces de las casas se habían encendido al otro lado del plano plateado del Connecticut. Oí sonar la campana de un barco. En ese momento no estaba lo suficientemente enfadado para lanzarme sobre Charley, pero me sentí triste, solo, desgraciado e inútil al lado de un hombre que ni siquiera me interesaba lo suficiente como para odiarle como odia un hombre de carácter.
—¿Sabes, Frank? —dijo Charley, subiéndose la cremallera hasta su saliente nuez y bajándose las mangas, como si también él sintiera frío—. Hay algo en ti de lo que no me fío. A lo mejor los arquitectos y los agentes inmobiliarios no tienen mucho en común, aunque superficialmente parezca que sí.
Me miraba con el rabillo del ojo, por si yo me ponía a lanzar gritos guturales y le saltaba al cuello.
—Es estupendo —dije—. Yo tampoco me fiaría, si fuera tú.
Charley dejó cuidadosamente el vaso, con hielo y todo, encima del césped. Dijo:
—Frank, uno puede tocar en un tono o en otro y, sin embargo, no desentonar, ya sabes —parecía decepcionado, casi perplejo. Luego se alejó por el sendero de grava hacia el cobertizo de las barcas—. No se puede ganar siempre —oí que se decía a sí mismo, teatralmente, en la oscuridad. Le dejé que recorriera todo el camino, empujara la puerta corredera, entrara y la cerrara tras de sí (estoy seguro de que no tenía nada que hacer allí dentro). Después de lo cual volví a la casa, me subí al coche y esperé a mis hijos, que pronto estarían allí conmigo y contentos.
Deep River, cuando lo atravieso a toda prisa, es un compendio de la ambivalencia soñolienta y veraniega del sur de Nueva Inglaterra. Un burgo pequeño de persianas verdes y aceras bien barridas donde vive «gente tan normal como nosotros», en la impávida aceptación de la aguada moderación de la Iglesia congregacionista y de la católica romana; más abajo, cerca del río, está el enclave habitual de ricachos autosuficientes en su pseudorreclusión que han erigido casas enormes junto a los canales bordeados de helechos y tilos, con la espalda decididamente vuelta hacia el modo de vida de la otra mitad. Profesores de derecho de New Haven, picapleitos forrados de Hartford y Springfield, jubilados ricos de Nueva York, todos los cuales van tranquilamente de compras a Greta Alimentos Naturales, La Cesta de Flores, Carnes El Rey de los Comestibles, Licores Tiempo Líquido (menos a menudo a Tatuajes Artísticos, Vídeos para Adultos y la casa de empeños El Prestamista Amigo); luego vuelven, igual de tranquilamente, con los Rover atestados de buena comida para perros, pancetta, mesquite, fruta, tulipanes y ginebra; todos preparados para los cócteles de la caída de la tarde, las paletillas de cordero a la parrilla, una hora de parloteo, y luego se van a la cama con la brisa fresca nacida de la bruma del río. No es un sitio donde a uno le guste que vivan sus hijos (ni su ex mujer).
Aquí no parece que se planee nada extravagante para el lunes. Banderolas caídas decoran unas cuantas farolas. Un lavacoches «sírvase usted mismo» instalado por los alumnos del instituto está a punto de abrir cerca de la entrada del cuartel de bomberos, azadones y rastrillos en venta de promoción delante del Buen Precio. Varias tiendas, de hecho, han puesto banderas rojas y blancas con la hoja de arce junto a la de las barras y estrellas para indicar alguna antigua relación con los canadienses: un grupo de desgraciados inmigrantes blancos, sin duda perdonados misericordiosa, si bien misteriosamente, por una compañía de las tropas de Montcalm, allá en 1757, que dejaron un residuo de sentimiento de «Aceptamos moneda canadiense» en todos los corazones. Incluso el salón de belleza de Donna exhibe en el escaparate un cartel que dice: «Hora de darse un toque, ¿no?» Pero eso es todo; como si Deep River simplemente estuviera diciendo: «Dado lo antiguamente que nos instalamos aquí (1635), el espíritu de una independencia auténtica y compleja se observa y se respira todos los días. En silencio. Así que no espere mucho».
Doblo hacia el río y me dirijo por la frondosa Selden Neck Lane, que desemboca en la aún más frondosa Brainard Settlement House Way, abarrotada de laureles, que gira, se estrecha y desemboca a su vez en los acebos y nogales de Swallow Lane, la calle donde aparece discretamente sobre un delgado poste de cedro el buzón de Ann, Charley y mis dos hijos, con unas letras verde oscuro que anuncian: LA LOMA. Al lado, un rústico sendero de grava desaparece entre árboles anónimos, de modo que una atmósfera de morada poco accesible, nada acogedora, recibe a todo el que pase: aquí viven unas personas, pero usted no las conoce.
El cerebro, durante el tiempo que he tardado en alejarme de la ciudad y atravesar este retiro boscoso para ricos, ha empezado a ejercerme una presión dolorosa detrás de las sienes. Tengo el cuello tenso, y una sensación de dilatación en los tejidos del tórax, como si necesitara eructar, vomitar o posiblemente abrirme en canal para conseguir cierto alivio. Claro que he dormido poco y mal. Y bebí demasiado en casa de Sally ayer por la noche, he conducido demasiado de un tirón y he dedicado un tiempo precioso a preocuparme por los Markham, los McLeod, Ted Houlihan y Karl Bemish, y muy poco a pensar en mi hijo.
Aunque, por supuesto, lo que más me acongoja es que voy a visitar a mi ex mujer, que lleva una vida nueva y mejor; voy a ver a mis huérfanos hijos dando saltos por los amplios céspedes de su nueva existencia con más estilo; tal vez incluso, a pesar de todo, a tener una conversación humillante y molesta con Charley O’Dell, al cual preferiría dejar atado en la playa para que fuera pasto de los cangrejos. ¿Quién no tendría una «hinchazón» en el cerebro y un edema torácico generalizado? Me sorprende no sentirme todavía peor.
Un cartelito de plástico en el que antes no me había fijado está sujeto al borde inferior del buzón, una plaquita color borgoña con letras verdes como el propio buzón, que dice: ESTO ES UNA RESERVA DE AVES. RESPÉTELAS. PROTEJA NUESTRO FUTURO. A Karl le encantaría saber que los zorzales están a salvo aquí, en Connecticut.
Pero justo debajo del buzón, entre las malas hierbas, hay un pájaro caído: un estornino o un mirlo, con los ojos sellados por la muerte y sus rígidas plumas rebosantes de hormigas. Al mirarlo por la ventanilla me siento perplejo. Los pájaros mueren, todos lo sabemos. Los pájaros tienen trombosis, tumores cerebrales, anemia, están a merced de la mala suerte y de los embates de la vida, y la palman como el resto de nosotros; incluso en una reserva donde nadie les persigue y todos prestan atención a lo que hacen.
¿Pero aquí? ¿Bajo este cartelito? Resulta raro. Y, de repente, en plena tirantez cerebral, estoy seguro de que mi hijo es el culpable (llámese instinto de padre). Además, torturar a los animales es uno de los malos síntomas de un niño: indica que ha iniciado una guerra de guerrillas contra su casa adoptiva, contra Charley, contra el fresco césped, las brumas matinales, los zuecos, las pistas de tierra batida y los paneles de energía solar, contra todo lo que sucede más allá de su control. (No le echo la culpa del todo.)
No es que yo apruebe que se liquide a pajarillos y se los deje junto al buzón como presagios de las malas cosas que se acercan. No lo apruebo. Me asusta estúpidamente. Pero, sin esperar implicarme en la vida doméstica de esta casa, también creo que unos gramos de intervención por mi parte podrían evitar toneladas de remedios médicos. De modo que aparco el coche, abro la puerta y salgo al calor con el cerebro cada más pesado, me agacho rígidamente y agarro por el ala el cuerpecillo de plumas, sin vida y cubierto de hormigas, echo una rápida ojeada a mi espalda hasta que Swallow Lane se pierde de vista en una curva, y luego lo tiro como una cagada seca de vaca entre la maleza, donde cae sin ruido, evitándole a mi hijo (espero) un pequeño problema de una vida que ya puede estar erizada de problemas.
Debido a un antiguo reflejo, me llevo rápidamente los dedos a la nariz, por si acaso necesitara ir a algún sitio —volver a la estación de servicio Chevron de la Route 9— para lavarme las manos y eliminar el olor a muerto. Pero justo cuando lo hago, un pequeño coche azul oscuro (creo que es un Yugo) con letras plateadas y un escudo plateado como los de la policía pegado a la puerta, donde dice AGAZZIZ SECURITY, se detiene de modo que bloquea el paso a mi coche. (¿De dónde ha salido?)
Un hombre delgado y rubio con uniforme azul se apea rápidamente, como si yo estuviera a punto de huir corriendo entre los árboles, pero luego permanece detrás de su puerta mirándome con una extraña sonrisa desprovista de humor; una sonrisa que cualquier norteamericano reconocería como de desafío, arrogancia, autoridad y convencimiento de que los extraños causan problemas. Posiblemente crea que estoy robando el correo: diez ofertas de CD de reggae, o filetes especiales de Idaho.
Bajo los dedos —desgraciadamente, huelen a animal salvaje muerto— por el cráneo tenso hasta los nervios del cuello.
—Buenas —digo, excesivamente alegre.
—Buenas —dice el joven con un leve gesto de asentimiento—. ¿Qué está haciendo?
Irradio honradez.
—Sólo iba a casa de los O’Dell. Llevo mucho conduciendo. Decidí estirar las piernas.
—Estupendo —dice, irradiando una gélida indiferencia como respuesta. Tiene aspecto de ser ágil y, aunque delgado, sin duda domina las artes marciales más mortíferas. No veo arma de fuego, pero lleva un micrófono en miniatura que le permite hablar a distancia con alguien volviendo la boca hacia el hombro—. Entonces, es usted amigo de los Dell, ¿no? —dice, jovial.
—Sí. Claro que soy amigo suyo.
—Perdone, pero ¿qué ha tirado usted entre los árboles?
—Un pájaro. Era un pájaro. Estaba muerto.
—Vale —dice el policía, mirando en aquella dirección como si pudiera distinguir a un pájaro muerto, que no distingue, claro—. ¿De dónde lo sacó?
—Estaba enganchado en el retrovisor exterior del coche. No me fijé en él hasta que abrí la puerta. Era un mirlo.
—Ya. ¿Que era un qué?
A lo mejor cree que mi historia variará con el interrogatorio.
—Un mirlo —digo, como si la propia palabra pudiera provocar una respuesta agradable, pero me equivoco.
—¿No sabe que esto es una reserva de aves? Está prohibido cazar.
—Yo no lo cacé. Quería librarme de él para no conducir con su cadáver en mi retrovisor. Creí que sería mejor. Que sería mejor para este lugar.
Paseo la vista alrededor.
—¿Desde dónde viene usted?
Su mirada torva se dirige hacia mi matrícula azul y amarilla de New Jersey, luego vuelve rápidamente la vista hacia mí de modo que, si yo asegurara que venía de Oracle, Arizona, o de International Falls, sabría que tenía que pedir ayuda.
—Soy de Haddam, New Jersey.
Procuro que mi voz diga: Estoy encantado de ayudarle en todo lo que pueda y escribiré una carta a sus superiores elogiándole por su comportamiento en cuanto vuelva a mi despacho.
—¿Y cómo se llama usted?
—Bascombe —y lo único que he hecho, digo en silencio, es tirar un jodido pájaro muerto entre la maleza para que nadie tuviera problemas (aunque, claro, he mentido)—. Frank Bascombe.
Me rodea un aire fresco que sale por la puerta abierta de mi coche.
—Muy bien, Bascombe. Si puedo ver su permiso de conducir, no le retendré más aquí.
El joven policía de alquiler parece satisfecho, como si aquellas palabras fueran las más adecuadas y le gustara mucho pronunciarlas.
—Por supuesto —digo, y al momento saco la cartera y extraigo el permiso de conducir de la abertura debajo de la cual están mi certificado de agente inmobiliario y mis carnés de miembro del Red Man Club y de otras asociaciones.
—Acérquese aquí y déjelo sobre el capó de mi coche —dice, ajustando el micrófono del hombro—. Yo lo examinaré mientras usted retrocede, luego lo dejaré y usted podrá recogerlo. ¿Entendido?
—Me parece estupendo. Sólo que un poco complicado. Podría dárselo con la mano.
Avanzo hacia su Yugo, que tiene una pequeña antena en el techo. Pero él dice, muy nervioso:
—No se me acerque, señor Bascombe. Si no quiere enseñarme el permiso… —vuelve a mirar el micrófono de su hombro—, puedo conseguir que venga un agente de la policía de tráfico de Connecticut y le podrá explicar su caso.
El barniz de amabilidad del tipo rubio ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos y deja al descubierto el siniestro modo de proceder policial, decidido a convertir una evidente inocencia en evidente culpabilidad. Estoy seguro de que, en realidad, en este momento está tratando de imaginar cómo se deletrea Bascombe, pues es evidentemente un nombre judío, y recuerda que New Jersey está lleno de judíos, hispanos apestosos, negros de mierda, tipos con turbante y comunistas, todo un ganado al que habría que enseñarle unas cuantas cosas. Veo que sus manos se deslizan por debajo del nivel de la ventanilla hacia alguna parte de su espalda, donde probablemente tenga la pistola. (Yo no he provocado esto. Simplemente, le tendía mi permiso de conducir.)
—No tengo ningún caso que explicar —digo, renovando mi sonrisa y acercándome a su Yugo, donde dejo el permiso al lado de los faros—. Me encanta atenerme a las reglas.
Doy unos pasos hacia atrás.
El joven espera hasta que me he alejado diez pasos, luego da la vuelta en torno a su puerta y agarra mi permiso. Puedo ver, encima del bolsillo de su camisa azul, la estúpida placa dorada donde aparece su nombre. Erik. Además de la camisa y los pantalones azules, lleva unos zapatos con gruesas suelas de goma de auxiliar de policía y un idiota pañuelito rojo al cuello. También veo que es mayor de los veintidós años que aparenta. Probablemente tiene treinta y cinco, y ha presentado múltiples solicitudes en todos los departamentos locales de policía, donde le han rechazado debido a «irregularidades» en los test de Rorschach, aunque desde lejos parezca un chico al que querría cualquier padre, que no se privaría de arruinarse para mandarle a Dartmouth.
Erik vuelve a ponerse detrás de la puerta de su coche y estudia cuidadosamente mi permiso, lo que incluye mirarme para comprobar si soy el de la foto. Ahora veo que tiene un bigote casi incoloro de las juventudes hitlerianas encima de su pálido labio, y algo tatuado en el dorso de la mano; tal vez una calavera, o una serpiente enrollada alrededor de una calavera (sin duda creación de Tatuajes Artísticos). También lleva, casi se puede distinguir, un pequeño pendiente de oro en el lóbulo derecho. El conjunto resulta divertido para Deep River.
Le da la vuelta al permiso, aparentemente para ver si soy donante de órganos (no lo soy), luego vuelve a depositarlo encima del capó del Yugo y vuelve a la protección de su puerta. Todavía no puedo decir si está satisfecho.
—Puede irse —dice, con un resto de su jovialidad anterior. No sé de qué se ha enterado, pues en mi permiso no dice que yo no sea un asesino en serie—. Hay muchos forasteros que conducen por aquí, señor Bascombe. A los que viven aquí no les gusta que les molesten. Por eso tenemos trabajo, supongo.
Me dirige un rictus amable. Ahora somos amigos.
—A mí tampoco me gusta —digo, acercándome y guardando el permiso en mi cartera. Me pregunto si Erik olerá a pájaro muerto.
—Probablemente se sorprendería de la cantidad de chalados que dejan la 1-95 y vienen a rondar por aquí.
—Lo creo —digo—. Estoy seguro de ello.
Y entonces, sin saber por qué, me siento decaído, como si hubiera pasado unos días en la cárcel y acabaran de soltarme a plena luz.
—En especial los días de fiesta —dice Erik, el sociólogo—. Y en especial en fiestas como éstas. Atraen a todos los locos de todas partes. Nueva York, New Jersey, Pennsylvania —sacude la cabeza. Según él, en esos estados es donde viven la mayoría de los lunáticos—. ¿Hace tiempo que es amigo del señor O’Dell? —Sonríe, protegido por la puerta—. Es un hombre que me cae muy bien.
—No —digo yo, volviendo hacia mi coche, que todavía despide aire frío, lo que hace que me sienta todavía más decaído.
—Tendrán entonces relaciones de negocios, ¿no? —dice—. ¿Es usted arquitecto?
—No —digo—. Mi ex mujer está casada con el señor O’Dell, y voy a recoger a mi hijo para llevarle de excursión. ¿Le parece una buena idea?
Me doy cuenta de que me gustaría cabrear a Erik.
—Vaya, eso suena bastante serio.
Ríe estúpidamente detrás de la puerta azul abierta. Naturalmente está, pensando en mí: soy un personaje patético, un perdedor que inicia una misión lamentable y sin esperanza; ni siquiera tan interesante como un chalado. Aunque también los que son como yo pueden causar problemas, pueden llevar el maletero lleno de granadas y de plástico y tratar de hacer una carnicería en la zona.
—No es tan serio —digo yo, deteniéndome a mirarle—. Es algo que me gusta.
—¿Es Paul hijo suyo? —dice Erik. Se lleva el índice a su pendiente, en un pequeño gesto de dominio.
—Sí. ¿Conoce a Paul?
—Claro que sí —dice Erik, sonriendo con afectación—. Todos conocemos a Paul.
—¿Quiénes son todos? ¿Qué quiere decir con eso?
Noto que frunzo el entrecejo.
—Todos hemos tenido contacto con Paul.
Erik empieza a meterse en su estúpido Yugo.
—Estoy seguro de que no le ha causado problemas —digo, pensando que probablemente sí, y que volverá a causarlos. Erik es el tipo de mono del que Paul podría burlarse.
Erik habla ahora desde el asiento del conductor, pero no consigo oír lo que dice. Sin duda está diciendo alguna gilipollez que no quiere que oiga yo. O, si no, está mandando mensajes a través de su hombro. Mete la marcha atrás, recula fuera de la calzada y da la vuelta.
Considero la posibilidad de decirle algo venenoso, correr tras él y gritárselo por la ventanilla. Pero no puedo arriesgarme a que me detengan en el camino de entrada a la casa de mi ex mujer, de modo que sólo saludo con la mano y él me devuelve el saludo.
—Que pase un buen día —creo que dice, con toda su hipocresía policial, antes de alejarse lentamente por Swallow Lane y perderse de vista.
Mi hija, Clarissa, es la primera criatura viva que distingo mientras conduzco con los ojos fatigados por el terreno de O’Dell. Está lejos de la casa, en la amplia extensión de césped en cuesta sobre el estanque, plenamente dedicada a golpear con una raqueta la pelota amarilla sujeta a ella con una goma; completamente sola, tan ajena como un gorrión a mí, aquí dentro del coche, observándola desde cierta distancia.
Me detengo en la parte de atrás de la casa (la parte delantera se abre sobre el césped, el aire, el agua, la salida del sol y, por lo que yo sé, al camino que lleva a la sabiduría), y me apeo cansinamente en la cálida y animada mañana, resignado a encontrar a Paul por mis propios medios.
La casa de Charley es, por supuesto, un edificio espléndido: maderos azules bordeados de blanco, con un trabajado tejado de dos aguas, grandes ventanas de una sola hoja y un gran porche que se extiende por tres lados y baja al césped por unos escalones blancos que llegan al punto exacto donde Charley y yo discutimos sobre Shakespeare y llegamos a la conclusión de que ninguno se fiaba del otro.
Me meto de lado entre la hilera de hortensias con flores púrpura (contrastan con mis pobres restos de Clio Street), me tambaleo ligeramente y continúo la marcha por la ardiente hierba sin sombra, notando las piernas flojas y cierto aturdimiento. Parpadeo deslumbrado, lanzo miradas a todas partes para ver quién me distingue primero (las entradas como ésta siempre carecen de dignidad). He olvidado, para mi infamia eterna, comprar un regalo esta mañana, una ofrenda de amor y paz para aplacar a Clarissa por no llevarla con su hermano. ¿Qué no daría yo por una cinta para el pelo Vince Lombardi de muchos colores o un libro con una colección de citas inspiradas? Sería una especie de broma entre los dos. Aquí estoy perdido.
Clarissa deja de golpear la pelota con la raqueta en cuanto me ve y se estira protegiéndose los ojos con una mano y saludando con la otra, aunque no pueda decir que sea a mí a quien ve; posiblemente espera que lo sea y no un policía de paisano que viene a hacer preguntas sobre su hermano.
Le devuelvo el saludo, dándome cuenta de que, por algún motivo que sólo Dios sabe, he empezado a cojear, como si hubiera habido una guerra desde la última vez que vi a mis hijos y yo volviera convertido en un veterano inválido. Pero Clarissa no lo notará. Como me ve con tan poca frecuencia —una vez al mes en la actualidad—, para ella soy un tipo intemporal y nada le parecería anormal: un parche en un ojo, un brazo artificial, una dentadura completamente nueva: nada de eso sería digno de mención.
—¡Ho-la, ho-la, ho-la! —canturrea cuando está segura de que soy yo al que saluda con la mano. Lleva potentes lentillas de contacto y no ve bien de lejos, pero no le importa. Se lanza a correr hacia mí con los pies descalzos sobre la seca hierba, dispuesta a abrazarme arrojándose sobre mi dolorido cuello, que ahora me duele como si me hicieran una presa de lucha libre y me hace gemir.
—Vine en cuanto me enteré de la noticia —digo. (En nuestra vida, de expedientes simulados, yo siempre llego a tiempo de encarar alguna tremenda emergencia; Clarissa y yo somos los adultos responsables, Paul y su madre los chicos inestables que necesitan ayuda.) Todavía cojeo, aunque el corazón me late con fuerza debido al efecto del sencillo placer, y toda la tirantez del cerebro ha desaparecido milagrosamente.
—Paul está en casa con mamá, preparándose y probablemente discutiendo.
Clarissa, con unos pantalones cortos de un rojo brillante sobre su traje de baño azul Speedo, salta y me da un abrazo que parece una presa de lucha, y yo le doy unas cuantas vueltas antes de dejar en la hierba sus piernas con las rodillas magulladas. Tiene un olor maravilloso a humedad y a perfume juvenil aplicado horas antes, ahora difuminado. Más allá tenemos el cobertizo de las barcas, escenario del crimen, el estanque otra vez invadido de lirios y calas, y, más allá aún, la hilera densa e inmóvil de los árboles de la goma y el río invisible, encima del cual una bandada de pelícanos vuela lenta y armoniosamente.
—¿Dónde está el hombre de la casa?
Me dejo caer pesadamente a su lado. Las piernas de Clarissa son delgadas y están morenas y tienen un vello dorado, sus pies descalzos son lechosos y sin ningún defecto. Se pone boca abajo, con la barbilla apoyada en la mano, los ojos tranquilos detrás de las lentillas y fijos en mí; su rostro es una versión del mío en más guapo: nariz pequeña, ojos azules, pómulos más marcados que los de su madre, cuya ancha frente holandesa y pelo abundante se encuentran casi idénticos en Paul.
—Ahora está tra-ba-jan-do en su estudi-o-o.
Me mira astutamente y sin mucha ironía. Todo esto es su vida: pocas tragedias, pocas grandes victorias, todo bastante bien o perfecto. Formamos una buena pareja en nuestra unidad familiar.
El estudio de Charley se ve a medias entre una hilera de frondosos árboles verde oscuro que bordea el césped y llega hasta la orilla del estanque. Distingo el brillo de su tejado de cinc y la hilera de pilotes de ciprés que sujetan una pasarela (un proyecto que Charley y su compañero de habitación habían hecho en broma el primer año de sus estudios de arquitectura, allá en 1944, pero que Charley «siempre quiso realizar»).
—¿Cómo van las cosas? —digo, aliviado por saber dónde está Charley.
—Bastante bien —dice Clarissa, sin comprometerse. Tiene una fina capa de sudor en las sienes debido al ejercicio que ha hecho con la raqueta. Yo tengo la espalda toda sudada debajo de la camisa.
—¿Y cómo anda tu hermano?
—Anda raro. Pero está bien.
Manteniéndose boca abajo, hace girar la cabeza en torno a su esbelto cuello, un ejercicio de la clase de danza o de gimnasia, aunque también una señal inconfundible: ella es buena amiga[5] de Paul, ellos dos están más cerca el uno del otro que nosotros dos; todo podría haber sido diferente con unos padres mejores, pero no lo es; tome buena nota de ello.
—¿Tú madre también está bien?
Clarissa deja de hacer girar la cabeza y arruga la nariz como si yo hubiera sacado a relucir un asunto desagradable, luego se pone de espaldas y mira el cielo.
—Está mucho peor —dice, y parece preocupada de modo poco convincente.
—¿Peor que qué?
—Peor que tú —pone los ojos en blanco, fingiendo sorpresa—. Ella y Charley tuvieron una agarrada esta semana. Y también tuvieron otra la semana pasada. Y otra la semana anterior. —«agarradas» significan grandes discusiones, no un cruce de palabras fuertes—. Vaya, vaya, vaya —dice ella, dando a entender que se calla la mayor parte de lo que sabe. Naturalmente, yo no la puedo interrogar al respecto, una regla fundamental una vez que el divorcio se ha convertido en la institución dominante, aunque me gustaría saber más.
Arranco una brizna de hierba y la aprieto entre los dos pulgares, como la lengüeta de un instrumento musical, y soplo, produciendo un sonido como de graznido pero, con todo, bastante parecido a la nota de un saxo soprano; una habilidad que tengo desde hace siglos.
—¿Puedes tocar «Gypsy Road» o «Born in the USA»?
Clarissa se sienta.
—Ése es todo mi repertorio con una hierba —digo, poniendo las dos manos encima de sus rodillas, que están frías y son huesudas y suaves, todo a la vez. Probablemente huela a mirlo muerto—. Tu viejo padre te quiere —digo—. Siento tener que raptar a Paul y no a los dos. Preferiría que viajáramos como un trío.
—Ahora él lo necesita mucho más —dice Clarissa, y desliza una brizna de hierba por encima del dorso de mis dos manos que descansan en sus rótulas perfectas—. Yo voy muy por delante de él en cuestiones emocionales. Pronto tendré la regla.
Me mira con aire profundo, hincha las comisuras de la boca y, poco a poco, se va poniendo bizca y se mantiene así.
—Bien, es bueno saberlo —digo, y el corazón me da un vuelco, los ojos de repente me arden y se me humedecen, no con lágrimas de pena sino con el sudor que me cubre la frente—. ¿Y cuántos años tienes? —digo—. ¿Treinta y siete o treinta y ocho?
—Treinta y nueve —dice ella, y me pincha suavemente los nudillos con la brizna de hierba.
—Bien, entonces eres bastante mayor. No necesitas crecer más. Eres perfecta.
—Charley conoce a Bush —dice, con un gesto amargo—. ¿Lo sabías?
Sus ojos azules se elevan seriamente hacia los míos. Para ella es una cosa seria. Todo lo que Charley se había hecho perdonar, se le vuelve a echar encima debido a esta información. Mi hija, como su viejo, es una demócrata de tendencia New Deal y considera que la mayoría de los republicanos y, en especial, el vicepresidente Bush, son poco más que carapijos indignos de mención.
—Supongo que lo sabía sin saberlo.
Paso los dos dedos por la hierba para eliminar el olor a pájaro muerto.
—Está a favor del partido del dinero, la tradición y las influencias —dice Clarissa, un tanto engreída, pues la tradición y las influencias de Charley cubren sus gastos, le compran raquetas y tutús y le pagan las clases de violín. Ella está a favor del partido de la no tradición, la no influencia, y el no todo, igual que su padre.
—Tiene derecho a ello —digo, y añado apagadamente—: Y hablo en serio.
No puedo evitar imaginarme qué aspecto tendrá la barbilla de Charley donde Paul le ha pegado.
Clarissa mira su brizna de hierba, preguntándose, estoy seguro, por qué tiene que conceder algún derecho a Charley.
—Cariño —digo solemnemente—, ¿hay algo que me puedas decir sobre Paul? No quiero que me cuentes un oscuro y profundo secreto, solamente tal vez uno superficial y claro. Sería, como sabes, mantenido en la más estricta reserva.
Digo esto último para darle un tono de broma y recurrir a su sentimiento de camaradería a la hora de hacerme una confidencia.
Clarissa contempla en silencio la espesa alfombra de hierba, luego vuelve la cabeza y mira con ojos entrecerrados la casa con las matas en flor, y el porche y los escalones blancos. Encima de la parte más alta del techo, en medio de todos los ángulos y hastiales, hay una bandera norteamericana (una pequeña) en un mástil, agitada por una brisa que no se nota en el suelo.
—¿Estás triste? —dice ella. En sus cabellos dorados veo una cintita roja atada con un lazo, algo en lo que no me había fijado pero que al instante me satisface, pues junto a su pregunta hace que parezca una persona con secretos complejos.
—No, no estoy triste, a no ser porque no puedo llevarte conmigo y Paul a Cooperstown. Y porque se me olvidó traerte algo. Eso es triste de verdad.
—¿Tienes teléfono en el coche?
Alza la vista de modo acusador.
—No.
—¿Tienes un busca?
—No, lo siento.
Le sonrío con complicidad.
—Entonces ¿cómo sabes cuándo te llaman?
Vuelve a mirar con los ojos entrecerrados, lo que hace que parezca que tiene cien años más.
—Bueno, no recibo demasiadas llamadas. A veces hay un mensaje tuyo en mi contestador, aunque no a menudo.
—Lo sé.
—No me contestaste lo de Paul, cariño. Lo único que quiero es ser un buen padre, si puedo.
—Sus problemas tienen relación con el estrés —dice ella, en términos oficiales. Arranca otra brizna de hierba completamente verde y seca, y la mete en la vuelta de mis pantalones de algodón.
—¿Por qué tiene estrés?
—No lo sé.
—¿Se reduce a eso tu diagnóstico?
—Sí.
—¿Y tú? ¿Tienes problemas relacionados con el estrés?
—No —niega con la cabeza, hace una mueca—. Los míos vendrán más tarde, si los tengo.
—¿De dónde sacaste eso?
—De la tele.
Me mira con seriedad, como para decir que la tele también tiene sus cosas buenas.
En algún punto muy alto del firmamento oigo el sonido de un halcón, o puede que de un quebrantahuesos, aunque cuando alzo la vista no distingo nada.
—¿Qué puedo hacer yo con los problemas de Paul relacionados con el estrés? —digo, y, Dios me ayude, deseo que Clarissa me dé una respuesta adecuada. Podría servirme de ella antes de que se ponga el sol. Oigo entonces, en alguna parte, otro ruido; y no de un halcón sino de un choque, una puerta que suena o una ventana que cierran, o puede que se trate de un cajón. Cuando alzo la vista, Ann está parada en la barandilla del porche, observándonos. Noto que acaba de salir, pero que le gustaría que pusiera fin a mi charla con Clarissa y me dedicara a lo que he venido a hacer. Le hago un amistoso saludo con la mano propio de un ex marido que no quiere problemas, un gesto que hace que no me sienta bien—. Ahí está tu madre —digo.
Clarissa mira hacia el porche.
—Sí —dice.
—Será mejor que vayamos.
Ella, lo veo, debido a su antigua y honorable lealtad, no me ofrecerá ayuda con respecto a su hermano. Teme, supongo, divulgar secretos comprometedores si dice que le quiere. Los niños conocen de sobra a los adultos, gracias a nosotros.
—A Paul le gustaría más que pudieras vivir en Deep River. O tal vez en Old Saybrook —dice Clarissa, como si estas palabras exigieran una disciplina inmensa, asintiendo levemente con la cabeza al pronunciar cada una de ellas. (Los padres pueden separarse, dejar de quererse, divorciarse, casarse con otros, trasladarse a kilómetros de distancia, pero en lo que atañe a los hijos, la mayor parte de estas cosas son tolerables si uno de los padres anda detrás del otro como un esclavo.)
Hubo, claro, en el periodo terrible que siguió a la marcha de Ann, en 1984, una época dolorosa en la que yo rondaba por estas mismas colinas y riberas como un sabueso de la policía; recorría los aparcamientos de los colegios, las esquinas de las calles y los callejones, espiaba los salones» de juego y las pistas de patinaje, los Finast y los Burger King, simplemente para establecer contacto visual con los sitios donde mis hijos podían pasar los días o las tardes que podrían haber pasado conmigo. Incluso llegué hasta preguntar el precio de un apartamento de Essex, un inútil puesto de vigilancia desde el que podría mantenerme «en contacto», mantener vivo el amor.
Sólo que eso me hubiera vuelto más taciturno aún, tan taciturno como un centenar de perros perdidos. ¡Despertar solo en un apartamento! ¡En Essex! ¿Esperar la hora establecida para el encuentro con los niños, para llevarles adónde? ¿A mi apartamento? ¿Y después desear que transcurriera una semana de trabajo entontecedor hasta el viernes, cuando volvería a empezar la locura? Hay padres que no pestañean ante este tipo de insensateces, que arruinan su vida y la de todos los de diez kilómetros a la redonda sólo para demostrar —mucho después de que todos los pájaros hayan dejado el nido— que siempre han sido buenos y leales abastecedores.
Pero yo no soy de ésos, así de fácil; y he aceptado ver a mis hijos con menos frecuencia, y los tres vamos y venimos, de modo que yo pueda mantener viva en Haddam una vida a la que se podrían adaptar, aunque fuera de modo precario, cuando quisieran, y entretanto mantener mi cordura, en lugar de meterme a la fuerza en un lugar que no es el mío y hacer que todos me aborrezcan. No es la mejor solución, pues los echo de menos dolorosamente. Pero es mejor ser un padre no tan perfecto que un perfecto majadero.
Y en cualquier caso, aunque tuviera el apartamento, los chicos seguirían creciendo y se largarían en un abrir y cerrar de ojos, Ann y Charley se divorciarían y yo me encontraría con un apartamento devaluado del que no me podría deshacer. Finalmente, vendería la casa de Cleveland Street como un modo de reducir gastos, puede que me trasladara aquí para hacer compañía a mi hipoteca, y pasaría mis últimos años siniestramente solo en Essex viendo la tele con unos viejos pantalones de pana, un jersey y zapatos Hush Puppies, mientras les echaba una mano por las tardes a los de una pequeña librería, donde ocasionalmente vería entrar a Charley y hacer unos encargos, sin reconocerme siquiera.
¡Esas cosas pasan! Muchas veces se recurre a nosotros, los agentes inmobiliarios, para controlar los daños. Pero, por suerte, mi frenesí se aplacó y me quedé donde estaba, y más o menos conozco cuál es mi sitio: Haddam, New Jersey.
—Cariño —le dije tiernamente a mi hija—, si viviera aquí, a tu madre no le gustaría nada de nada, y Paul y tú no podríais ir a Haddam para alojaros en vuestras habitaciones y ver a los antiguos amigos. A veces uno hace cambios y sólo empeora las cosas.
—Lo sé —dice ella, sin rodeos. Estoy seguro de que Ann no ha discutido con Clarissa el que Paul se venga a vivir conmigo, y no tengo la menor idea de cuál será su opinión. A lo mejor le parecería muy bien, lealtad aparte. Es lo que me pasaría a mí, si yo fuera ella.
Se pasa los dedos por el pelo rubio, con la boca crispada. Tira de la cintita roja a lo largo de los finos mechones, se la quita sin desatarla y me la tiende con gesto directo.
—Aquí tienes mi regalo —dice—. Puedes ser mi caballero.
—Gracias —digo yo, agarrando la cinta con la mano y apretándola—. Trataré de buscar un caballo.
Una vez más no tengo nada que dar a cambio, como signo de devoción.
Y entonces se pone de pie, descalza, sacudiendo la culera de sus pantalones cortos rojos y moviendo la cabeza, mientras baja la vista como una leona con una melena enredada. Me levanto menos deprisa. Miro hacia la casa, donde ahora no hay nadie en el porche. Con una sonrisa en los labios por algún motivo desconocido, con una mano en el codo huesudo de mi hija y su lazo rojo, mi condecoración por ser valiente, en la otra, iniciamos juntos el ascenso por la amplia extensión de césped.
—¿Tu padre nunca te llevaba de excursión por el Mississippi? —pregunta Ann, sin auténtico interés. Estamos sentados uno frente al otro en el enorme porche. El reluciente río Connecticut, visible ahora por encima de las dentadas copas de los árboles, está repleto de elegantes veleros con velas rojizas cuyos mástiles se inclinan cuando el viento los empuja corriente arriba en dirección a Hartford. Todos los barcos son de un tipo determinado y suben cuando sube la marea.
—Claro que sí. A veces íbamos hasta Florida. En una ocasión llegamos hasta Norfolk y en el camino de vuelta visitamos el Gran Pantano Triste de Virginia.
Ann conocía el sitio, pero ahora lo ha olvidado.
—¿Era tan triste como dice su nombre?
—Completamente.
Le sonrío de un modo amistoso, pues eso es lo que somos. Unos seres tristes.
—¿Y siempre lo pasabais bien? —pregunta ella mirando la extensión de césped que hay debajo de nosotros.
—Nos entendíamos perfectamente. Mi madre no estaba por allí complicando las cosas, de modo que no nos molestaba nada. Tres siempre es más complicado.
—Las mujeres disfrutan complicándoles la vida a los hombres —dice.
Estamos sólidamente instalados en dos enormes sillones verdes de mimbre provistos de enormes cojines floreados con un dibujo lujuriante de nenúfares. Ann ha traído una antigua jarra de cristal ámbar con té frío, que ha preparado Clarissa; además ha dibujado una cara sonriente en el vaho que la empaña. El té y los vasos y un pequeño cubo para el hielo de estaño están situados en una mesa baja a la altura de las rodillas, mientras los dos esperamos a Paul, que se ha levantado tarde y ahora no se da prisa. (No noto que quede ningún rastro doloroso de nuestra despedida sentimental en Vince de ayer noche.)
Ann se pasa los dedos por el pelo corto, peinando sus espesos cabellos; lleva un corte deportivo, lo que hace que destaquen unas mechas súbitamente rubias que brillan con la luz y tienen un aspecto hermoso. Lleva unos pantalones blancos de golf y un top sin mangas de aspecto caro de un color grisáceo que le queda flojo y destaca sus pechos en una especie de semimisterio, y unos zapatos marrones, con borlas, que lleva sin calcetines y hacen que sus piernas morenas parezcan incluso más largas y firmes, lo que despierta en mí un sordo impulso sexual que hace que me sienta más alegre de estar vivo de lo que esperaba sentirme hoy. Este último año me he fijado en un ensanchamiento sutil del maravilloso derrière de Ann, y un ligero espesamiento y blandura en la carne de encima de sus rodillas y antebrazos. A mi vista, una dureza juvenil, siempre presente (y que de hecho nunca me gustó), ha comenzado a cederle el paso a una madurez más blanda pero en cierto modo más sustancial y atractiva que admiro inmensamente. (Podría mencionarlo si tuviera tiempo para decidir que me gusta, pero veo que hoy lleva la alianza de oro pretenciosamente sencilla de Charley, y la idea, en conjunto, parece absurda.)
No me ha propuesto que entre a esperar, aunque yo ya había decidido mantenerme alejado de la sala de estar acristalada, impregnada de malestar, que distingo a través de los largos ventanales de espejo que hay junto a mí. Charley, claro está, ha instalado un gran telescopio antiguo allí, provisto de todos los mandos de bronce, elementos para calibrar, grabados y fases de la luna, y con el que estoy seguro de que puede hacer surgir la Torre de Londres a pocas ganas que tenga de ello. También distingo, como un blanco animal fantasmal, el gran piano y, junto a él, un estrado donde Ann y Clarissa, estoy seguro, interpretan dúos de Mendelssohn para deleite de Charley muchas tardes frías de invierno. Una imagen molesta.
Lo cierto es que la única vez que esperé dentro (iba a recoger a los chicos para llevarlos a ver la subida del salmón en South Hadley), terminé esperando solo casi una hora, y hojeé los libros de encima de la mesita baja (Los campos clásicos de golf, Arte erótico de los cementerios, Navegación a vela), hasta que finalmente encontré un folleto de un color rosa vivo de una clínica para mujeres de New London que ofrecía la mejora de «su vida sexual», lo que me produjo un pánico instantáneo. Ahora, pues, considero más prudente quedarme en el porche y arriesgarme a sentirme como un chaval del instituto obligado a mantener una conversación con los padres de la chica a la que ha venido a buscar.
Ann ya me ha explicado que lo de ayer fue mucho peor de lo que imaginaba, peor de lo que ella me explicó la noche pasada cuando dijo que yo creía que «ser» y «parecer» eran lo mismo (lo que tal vez haya sido cierto alguna vez, pero ya no). Parece ser que Paul no sólo hirió al pobre Charley con un tolete de su propia jodida canoa, sino que también informó a su madre en el mismo cuarto de estar donde me niego a entrar, y delante del mismo y malherido Charley, que «era necesario» que ella se deshiciera del «gilipollas de Chuck». Después de eso, Paul se largó en la furgoneta Mercedes de su madre, y se lanzó sin permiso de conducir por el camino de entrada a la casa, tomó mal la primera curva de Swallow Lane y se dio contra el dos veces centenario fresno del terreno de un vecino (abogado, claro). En el choque, se golpeó la cabeza contra el volante, abrió el air bag y se hizo un corte en una oreja, de modo que tuvieron que llevarle a la clínica de Old Saybrook a que le pusieran un punto. Erik, el empleado de Agazziz, llegó momentos después del choque —de modo parecido a como se me echó encima a mí— y le acompañó a casa. No llamaron a la policía. Luego volvió a desaparecer, a pie, y volvió a casa mucho después de hacerse de noche (Ann le había oído ladrar una vez en su habitación).
Naturalmente, llamó al doctor Stoppler, el cual la informó con toda calma de que la ciencia médica sabía puñeteramente poco sobre cómo funciona el viejo psiquismo con relación al viejo cerebro; si son uno y el mismo asunto, dos partes de un asunto, o sólo dos asuntos completamente diferentes que de algún modo funcionan al unísono (como el embrague de un automóvil). En todo caso, las desuniones familiares constituían sin ninguna duda factores nocivos que llevaban a la enfermedad mental infantil y, por lo que él sabía, Paul tenía ciertas condiciones que le podían predisponer: un hermano muerto, padres divorciados, padre ausente, dos cambios importantes de hogar antes de la pubertad (aparte, claro, de a Charley O’Dell como padrastro).
Admitió, con todo, que cuando llevó a cabo la «charla» de evaluación con Paul en mayo pasado, antes de su estancia en el Campamento Desgracia, Paul no había manifestado falta de autoestima, ni ideas suicidas, ni disfunciones neurológicas; no había manifestado un «rechazo» especial (entonces), su coeficiente de inteligencia no había bajado y no manifestó ningún trastorno de conducta; lo que significa que no organizaba incendios ni mataba pájaros. De hecho, dijo el médico, demostró «una auténtica capacidad para la compasión y una sobrada capacidad para ponerse en el lugar de otro». Pero las circunstancias siempre podían cambiar de la noche a la mañana, y Paul fácilmente podría estar sufriendo en este mismo momento alguno de los síntomas antes mencionados, o todos, y tal vez hubiera perdido toda compasión.
—La verdad es que ahora estoy fastidiada con él —dice Ann. Se pone de pie, mirando por encima de la barandilla del porche tal y como le había visto hacer antes. Observa, más allá del brillante río, las fachadas de las casitas blancas que reflejan el sol desde el interior de masas de verdor. Yo lanzo de nuevo una mirada disimulada a su nueva madurez de mujer sólida sin sacrificar la especificidad sexual. Sus labios, me fijo, ahora parecen más llenos, como si se los hubiera «mejorado». (Ese tipo de operaciones pueden arrasar en una comunidad de ricos igual que los últimos electrodomésticos para la cocina.) Se frota la parte de atrás de su musculosa pantorrilla con el empeine del otro zapato y suspira—. Puede que no te hagas cargo de la suerte que has tenido —dice, tras un periodo de contemplación silenciosa.
Prefiero no decir nada. Pasar revista cuidadosamente a la suerte que tengo podría llevar con demasiada facilidad a que se volvieran a airear mis errores sobre «el ser/el parecer» y llegar a la conclusión de que soy un cobarde o un mentiroso o algo peor. Me rasco la nariz y todavía me huelen los dedos a mirlo.
Ann vuelve la vista hacia mí que sigo sentado, en un incómodo silencio, en mi cojín de nenúfares.
—¿Estarías de acuerdo en ver al doctor Stopler?
—¿Como paciente?
Parpadeo.
—Como padre —dice ella—. Y como paciente.
—Yo no vivo en New Haven —digo—. Y nunca me gustaron mucho los psiquiatras. Siempre intentan que uno se comporte como el resto de la gente.
—Por eso no tienes que preocuparte —me mira con la impaciencia de una hermana mayor—. Sólo pensaba que si tú y yo, o tal vez tú y yo y Paul, fuéramos a verle juntos, podríamos aclarar algunas cosas. Eso es todo.
—También podríamos invitar a Charley, si quieres. Probablemente tenga algunas cosas que aclarar. También actúa como padre, ¿no?
—Irá si yo se lo pido.
Vuelvo la vista hacia la ventana con cristal reflectante detrás del cual se encuentran el piano, de un blanco espectral, y muchos muebles ultramodernos, rectilíneos, de madera clara, dispuestos meticulosamente entre largas paredes de colores pastel como para destacar la impresión de un espacio interior interesante que mantiene una comodidad inimaginable. Reflejados, veo el cielo azul, parte del césped, unos centímetros del techo del cobertizo de la barca y una hilera lejana de copas de árboles. Es una vista vacía, el apogeo de la insípida opulencia norteamericana con la que por algún motivo se casó Ann. Me apetece levantarme y bajar al césped, a esperar a mi hijo en la hierba. No me importa ver al doctor Stopler y que sometan a reconocimiento mis debilidades. Mis debilidades, después de todo, me han traído hasta aquí.
Detrás del cristal, sin embargo, e inesperadamente, se hace visible la silueta borrosa de mi hija, que cruza de izquierda a derecha, camino de un sitio que ignoro. Al pasar vuelve la cabeza hacia nosotros —sus padres, que discuten— y, creyendo que no la veo, dirige a uno de ellos, o a los dos, un corte de mangas, haciendo un movimiento en espiral con el dedo, como un complicado salaam, y luego desaparece por una puerta hacia otra parte de la casa.
—Pensaré en lo del doctor Stopler —digo—. Todavía no estoy seguro del tipo de terapia a que se dedica.
Las comisuras de la boca de Ann se contraen desaprobadoramente; yo soy el objeto de su desaprobación.
—No estaría de más que pensaras en tus hijos como un medio para descubrirte a ti mismo. Tal vez entonces te darías cuenta de lo mucho que te conviene hacerlo y te tomarías las cosas un poco más a pecho.
La opinión de Ann es que soy un padre poco entusiasta; la mía es que hago las cosas lo mejor que sé.
—Puede —digo, aunque la idea de terribles viajes semanales en coche a la terrible New Haven, para terribles cincuenta y cinco minutos carísimos de mea culpa!, mea culpa! arrojados a la cara aburrida y a prueba de espantos de un psiquiatra austríaco, basta para que se pongan a funcionar de inmediato los mecanismos de escape de cualquiera.
El hecho es, claro, que Ann tiene una imagen muy poco clara de mí y de mi vida actual. A ella nunca le gustó la actividad de agente inmobiliario, ni comprende que yo disfrute con ella; en realidad, no cree que dedicarse a eso suponga hacer nada. No sabe nada de mi vida privada, aparte de lo que los chicos sueltan inadvertidamente, ni sabe los viajes que hago, los libros que leo. Con el tiempo me he vuelto más y más borroso, lo que, dado su innato sentido práctico de Michigan, hace que se incline a desaprobar cualquier cosa a la que pudiera dedicarme, excepto, posiblemente, que me hiciera miembro de la Cruz Roja y dedicara mi vida a alimentar a los hambrientos en lejanas tierras (una elección que tal vez no fuera mala, pero que no me salvaría con absoluta seguridad de parecer ridículo a sus ojos). En todas las cuestiones importantes, opina que no soy mejor de lo que era cuando se decidió nuestro divorcio; por el contrario, ella, claro, ha hecho grandes progresos.
Lo que pasa es que, en la actualidad, eso no me importa, pues el que no tenga una imagen clara de mí le hace desear tenerla y, de ese modo, indirectamente, me desea (o eso es lo que creo). La ausencia, en este esquema, crea y llena a un tiempo un vacío muy necesario.
Pero no todo es positivo en eso: cuando uno se divorcia, siempre se pregunta (yo, en cualquier caso, me lo pregunto, a veces hasta la obsesión) si su ex mujer tiene envidia o se muestra aprobadora o condescendiente o llena de sardónicos reproches o, simplemente, indiferente. La vida de uno, debido a esto, puede convertirse en una condenada pesadilla y degradarse hasta el punto de estar en «función» de la opinión que tenga de uno su ex mujer; algo así como observar al vendedor de una tienda de ropa en el espejo para ver si le gustas con el traje a cuadros que todavía no te has decidido a comprar, pero que comprarás si él parece aprobarlo. Sin embargo, la opinión que preferiría que Ann tuviera de mí es que soy un hombre que se ha recuperado valientemente de un fracaso conyugal y que, a partir de eso, ha llegado a descubrir sanas opciones y elegantes soluciones para los espinosos problemas de la vida. A falta de esto, preferiría que se mantuviera en la ignorancia.
Aunque, en definitiva, la auténtica dificultad del divorcio sigue residiendo, dado ese aumento de perspectivas reflejadas, en no verse a uno irónicamente, y no descorazonarse. Uno tiene, por un lado, una imagen tan detallada y minuciosa de sí mismo durante su existencia anterior, y, por otro lado, una imagen tan igual de específica de sí mismo en la que lleva después, que le resulta casi imposible no verse como una insignificante contradicción en términos de carácter humano, y a veces se le hace jodidamente imposible, o casi, saber quién es en realidad. Pero debe hacerlo. Los escritores, de hecho, sobreviven en esta situación mejor que la mayoría de la gente, pues se dan cuenta de que casi nada —na-da— está hecho realmente a base de «opiniones», sino de palabras, que, si no le gustan, puede cambiar. (En realidad, esto no es muy distinto de lo que Ann me dijo ayer por la noche por teléfono cuando estaba en la Vince Lombardi.)
Ann se ha sentado en la barandilla del porche, con una rodilla poderosa, atractiva y morena alzada, la otra balanceándose. Está vuelta a medias hacia mí y a medias observa la regata de velas rojas, muchos de cuyos cascos se desplazan por detrás de la hilera de árboles.
—Lo siento —dice, con malhumor—. ¿Me puedes volver a decir adónde vais a ir? Me lo dijiste ayer por la noche. Se me olvidó.
—Esta mañana nos dirigiremos a Springfield —digo esto alegre, contento de cambiar de tema—. Vamos a tomar «un almuerzo deportivo» en el Salón de la Fama del baloncesto. Luego iremos a Cooperstown a pasar la noche —es mejor no mencionar una posible incorporación de última hora al equipo de Sally Caldwell—. Mañana por la mañana visitaremos el Salón de la Fama del béisbol, y lo tendrás de vuelta en casa cuando den las seis.
Le dirijo una sonrisa publicitaria del tipo: «Lo deja usted en buenas manos».
—La verdad es que no es muy aficionado al béisbol, ¿o sí? —Lo dice casi suplicando.
—Sabe más de lo que crees. Además, esta excursión mejorará las relaciones padre-hijo.
Borro la sonrisa para que se dé cuenta de que sólo bromeo a medias.
—Entonces ¿ya has pensado las importantes cosas que como padre tienes que decirle para resolver sus problemas?
Me mira con los ojos entrecerrados y se tira del lóbulo de la oreja exactamente igual que Charley.
Yo, sin embargo, no tengo intención de contar lo que voy a decirle a Paul durante nuestro viaje, pues es demasiado fácil romper el frágil hilo que teje una resolución crucial al enfrentarlo al escepticismo de una tercera persona. Ann no está en buena disposición mental para dar validez a una resolución crucial y frágil, especialmente si es mía.
—Mi punto de vista es el de alguien que facilita las cosas —digo, optimista—. Lo único que creo es que tiene ciertos problemas para construir una buena imagen de sí mismo —es un eufemismo—, y quiero ofrecerle una mejor para que así no sienta demasiado apego a la que tiene ahora, que no parece excesivamente lograda. Una actitud defensiva puede llegar a convertirse en un mal amigo, si uno no tiene cuidado. Es una especie de problema de gestión en el que se corren riesgos. Paul tiene que correr el riesgo de mejorar renunciando a algo que tal vez sea cómodo, pero no funciona. No es fácil.
Quisiera volver a sonreír, pero la boca se me ha puesto tan seca como el papel al decir todo esto y tratar de parecer que soy… bueno, sincero. Tomo un trago de té frío, que está dulce al gusto de un niño y tiene limón y menta y canela y sabe Dios qué más, y que sabe espantosamente mal. La cara sonriente que Clarissa trazó con el dedo se ha deformado debido al calor, convirtiéndose en una máscara siniestra.
—¿Crees que serás capaz de enseñarle lo que es una gestión en la que se corren riesgos?
Ann de repente mira hacia el río, como si hubiera oído un sonido desacostumbrado en la atmósfera veraniega. De hecho, una brisa marina que se ha puesto a soplar del lado de la orilla trae toda clase de sonidos y olores que ella no esperaba.
—No soy malo en ese tipo de cuestiones —digo.
—No —todavía mira a lo lejos—. No en las gestiones que implican riesgos. Supongo que no.
Yo mismo oigo un ruido inidentificable y cercano, y me levanto hasta la barandilla del porche y miro hacia el césped, esperando ver a Paul que sube la pendiente. Pero a la izquierda, en el borde de los fresnos, en lugar de eso veo el estudio de Charley al completo. Tal como decía la propaganda, es una auténtica capilla antigua de marinos de Nueva Inglaterra que se alza absurdamente tres metros por encima de la superficie del estanque sobre pilotes de ciprés y se comunica con tierra por una pasarela. La pintura de las paredes ha sido rascada para dejar a la vista las tablas. Las ventanas son altas ojivas con cristales transparentes. El techo metálico parece arder bajo el sol de casi mediodía.
Y entonces el propio Charley hace una aparición (felizmente en miniatura) en la pequeña plataforma trasera, recién salido de las tormentas cerebrales de esta mañana, imaginando los planos para el palacio de montaña en Big Sky de algún neurocirujano riquísimo, o un refugio anfibio en Cabo Cartouche, con Berlioz resonando todavía en sus enormes orejas. Con el torso desnudo, moreno y coronado de plata, vistiendo sus habituales pantalones cortos de gabardina caqui, transporta desde el interior lo que parece una lámina de algo, que coloca encima de una mesa baja situada al lado de una silla de madera. Me gustaría poderle mirar con su potente telescopio para contemplar los daños causados por el tolete. (Nunca es fácil entender por qué tu ex mujer se casa con el hombre con el que se casa, a no ser que seas tú de nuevo.)
Me gustaría, con todo, hablar sobre Paul ahora: sobre la posibilidad de que venga a vivir a Haddam, de modo que yo dejara de verme limitado a ejercer mi paternidad los fines de semana y las fiestas. No he pensado a fondo en todos los cambios que supondría su presencia en mi vida, los nuevos ruidos y los olores en el aire, las nuevas preocupaciones con relación al tiempo, la intimidad, la decencia; posiblemente una nueva valoración de mis libertades y momentos a solas; mi papel: el de un hombre que regresa a la tradición, que debe ocuparse a jornada completa de su rebaño, de las obligaciones propias de un padre que tanto he descuidado y que echo en falta. (También podría soportar enterarme de las agarradas que han tenido Ann y Charley, aunque no sean asunto mío y podrían muy bien no ser nada: inventos de Clarissa y Paul para confundir a todo el mundo.)
Pero no se me ocurre cómo decirlo, y estoy francamente cohibido por Ann. (Puede que sea otro de los objetivos del divorcio: restaurar las inhibiciones de las que se prescindía cuando las cosas iban como la seda.) Resulta tentador desviar la conversación hacia cuestiones menos polémicas, como lo que hice ayer por la noche: mis quebraderos de cabeza por culpa de los Markham y los McLeod, la subida de las tasas de interés, las elecciones, el señor Tanks —mi personaje más inolvidable— con su camión, su gato con collar dorado y sus ejemplares del Reader’s Digest, un conjunto de experiencias que hace que mi propio Periodo de Existencia parezca diez años de felicidad.
Pero de repente Ann dice, sin referirse a nada en concreto pero también, claro, refiriéndose a todo:
—No es nada fácil ser un ex, ¿verdad? No tenemos demasiado papel en el gran proyecto. No contribuimos en ninguna medida a que las cosas avancen. Flotamos sin ataduras, incluso aunque no carezcamos de ellas.
Se frota la nariz con el dorso de la mano y resopla. Es como si nos viera desde el exterior de nuestros propios cuerpos, como espectros por encima del río, y deseara que nos evaporáramos.
—Siempre hay una cosa que podemos hacer.
Ann procura no utilizar mi nombre a menos que esté enfadada, así que, por lo general, me siento como si hubiera oído por casualidad lo que dice, y mis respuestas suelen cogerla por sorpresa.
—¿Cuál es? —pregunta y me mira con desaprobación, con las cejas fruncidas y una pierna agitada por contracciones apenas perceptibles.
—Volvernos a casar tú y yo —digo—, sólo para confirmar lo evidente —aunque no necesariamente lo inevitable—. El año pasado vendí casas a tres parejas —en realidad, dos—, cada una de las cuales había estado casada, y se había divorciado y se había vuelto a casar, luego se había divorciado de nuevo, y luego se había casado otra vez con su antiguo amor verdadero. Si uno lo puede decir, es que lo puede hacer, supongo.
—Pondremos eso en tu lápida —dice Ann, con evidente desagrado—. Es la historia de tu vida. Nunca sabes lo que vas a decir a continuación, y por eso nunca sabes qué es una buena idea. Pero si hace siete años no era una buena idea estar casada contigo, ¿por qué iba a ser una idea mejor ahora? No eres mejor —esto habría que demostrarlo—. Es concebible que hayas empeorado.
—De todos modos, tú estás felizmente casada —digo, contento conmigo mismo, aunque preguntándome quién será esa «persona muy especial» que tomará la decisión sobre mi lápida. Lo mejor sería que yo mismo me pudiera ocupar.
Ann sigue con la vista a Charley, que vuelve a entrar en su estudio dando largas zancadas, descalzo, sin camisa, lo más seguro que para ver si su miso está listo y sacar la salsa de soja y las chalotas de su mininevera sueca. Charley, me fijo, camina echando la cabeza hacia adelante, con los hombros hundidos, de un modo que decididamente le hace parecer más viejo —sólo tiene sesenta y un años—, pero que me hace sentir una repentina, inesperada y absolutamente intempestiva simpatía hacia él. Un buen golpe en la cabeza con un tolete tiene más efecto en un hombre de su edad.
—Te gusta creer que yo debería lamentar el haberme casado con Charley. Pero no lo lamento nada. Nada en absoluto —dice Ann, mientras su zapato se vuelve a agitar con una pequeña sacudida nerviosa—. Es mucho mejor persona que tú —más difícil de demostrar—, aunque no tengas el menor motivo para creerlo, pues no le conoces. Incluso tiene una buena opinión de ti. Intenta ser amigo de los chicos. Cree que hemos hecho con ellos algo que supera la media —ninguna mención a la hija de Charley, la novelista—. Es cariñoso conmigo. Es sincero. Es digno de confianza.
Apostaría lo que fuera a que no, aunque podría estar equivocado. Hay hombres que lo son. Además, me gustaría oír un ejemplo de alguna de las soberanas verdades que defiende Charley; seguro que un teorema republicano: más vale pájaro en mano que ciento volando; compra barato, vende caro; el viejo Shakespeare sabía de qué iba la cosa. La inmerecida simpatía que sentí por él se esfuma.
—Supongo que no notaba que me tenía en tan alta estima —digo (y estoy seguro de que no es cierto)—. A lo mejor deberíamos ser buenos amigos. Una vez me lo pidió. Me vi forzado a declinar la oferta.
Ann se limita a negar con la cabeza, rechazándome del modo en que un gran actor rechaza a uno del público que expresa una opinión desfavorable: de modo absoluto y sin tomárselo en serio.
—Frank, ¿sabías que cuando todos vivíamos en Haddam, hace cinco años, según aquel arreglo que tanto te encantaba, y te andabas follando a aquella lagartona de Texas y pasándotelo como nunca en tu vida, puse un anuncio en el Pennysaver, donde me ofrecía como una mujer que busca compañía masculina? Me arriesgué a aburrirme y a que me violaran sólo para hacer que las cosas siguieran como a ti te gustaban.
No es ésta la primera vez que oigo lo del Pennysaver, etcétera.
Y Vicki Arcenault estaba lejos de ser una lagartona.
—Podríamos habernos vuelto a casar en cualquier momento —digo—. Y no me lo estaba pasando como nunca en mi vida. Quien pidió el divorcio fuiste tú, si no recuerdo mal. Podríamos haber vuelto a vivir juntos. Podrían haber pasado todo tipo de cosas en lugar de lo que hiciste.
Posiblemente estoy a punto de oírme decir que el cambio más difícil de mi vida de adulto podría haberse evitado (sólo con que yo hubiera sido clarividente). Es lo peor que alguien quisiera oír, y estaba a punto de conseguir que Ann lo soltara.
—Yo no quería casarme contigo —sigue negando con la cabeza, aunque con menos energía—. Debería haberme ido, eso es todo. ¿Has pensado alguna vez en por qué dejamos de estar casados?
Me lanza una breve mirada de reojo; incómoda, como la mirada de Sally. Preferiría no andar escarbando en el pasado ahora, sino en el futuro o, por lo menos, en el presente, donde me siento más cómodo. Todo es culpa mía, sin embargo, por sacar a relucir tan a la ligera la delicada cuestión del matrimonio, o en todo caso por haberlo nombrado.
—Me consta —digo, para responderle amable y sinceramente— que cuando murió nuestro hijo, tú y yo tratamos de aceptarlo pero no pudimos. Luego yo me marché de casa durante un tiempo y tuve algunas novias, y tú presentaste la demanda de divorcio porque me querías lejos —la miro vacilante, como si al describir esa época de nuestra vida hubiera afirmado que un Goya lo podría pintar fácilmente una abuela de Des Moines—. Podría estar equivocado.
Ann está asintiendo con la cabeza, como si tratara de aceptar mi punto de vista.
—Me divorcié de ti —dice, lenta y meticulosamente— porque no me gustabas. Y no me gustabas porque no te fiabas de mí. ¿Crees que alguna vez me has dicho la verdad, toda la verdad?
Tamborilea con los dedos en su muslo, sin mirarnos. (Se trata la cuestión perpetua de su vida: la búsqueda de la verdad y la derrota de la verdad por las fuerzas de la contingencia, representadas habitualmente por este seguro servidor.)
—¿Decirte la verdad sobre qué? —digo yo.
—Sobre todo —dice ella, poniéndose rígida.
—Te dije que te quería. Eso era verdad. Te dije que no quería que nos divorciáramos. Eso también era verdad. ¿Qué más había?
—Había cosas importantes que te negabas a admitir. Es inútil ocuparse de eso ahora.
Asiente con más fuerza con la cabeza, como para ratificarlo. Aunque en su voz hay una tristeza inesperada y hasta un temblor de remordimiento, que hace que el corazón se me inflame y se estreche el paso del aire, de modo que durante un largo momento soy incapaz de hablar. (He cometido algunos desgraciados deslices: ella está fuera de sí y descorazonada, y yo no puedo contestar.)
—Durante un tiempo —continúa ella, en voz muy, pero que muy baja, y con cuidado, después de recuperarse un poco—, durante mucho tiempo, en realidad, supe que no íbamos hasta el fondo de la verdad el uno con el otro. Pero eso estaba bien, porque intentábamos encontrarla juntos. Pero de repente perdí toda esperanza, y vi que en realidad para ti no existía la verdad. Aunque yo siempre fuera franca contigo.
Ann siempre sospechaba que las demás personas eran más felices que ella, que los otros maridos querían más a sus mujeres, que tenían más intimidad, y así sucesivamente. Probablemente no sea infrecuente en la vida moderna, aunque no era cierto en la nuestra. Pero éste es el juicio final, retrospectivo, sobre nuestra historia pasada: ¿por qué dejó de haber amor?, ¿por qué la vida se ha roto en tantos pedazos y adquirido este aspecto?, ¿de quién es la culpa, a fin de cuentas? Mía. (¿Y por qué ahora? No lo sé. Todavía no sé con claridad, de hecho, de qué está hablando.) Y, sin embargo, me entran tantas ganas de poner la mano encima de su rodilla, esperando consolarla, que lo hago; pongo la mano en su rodilla, esperando consolarla. Sabe Dios cómo sería eso posible.
—¿No puedes decirme algo concreto? —digo, amablemente—. ¿Las mujeres? ¿Algo que yo pensaba? ¿Algo que tú pensabas que pensaba yo? ¿Algo que sentías tú hacia mí?
—No era nada concreto —dice ella, dolorosamente. Luego se interrumpe—. Mira, ahora vamos a hablar de la compra y la venta de casas. ¿Vale? Eso lo haces muy bien —me lanza una mirada desagradable, calibrándome. No se molesta en quitar mi mano caliente y húmeda de su suave rodilla—. Yo quería a alguien con todo mi corazón, esto es todo. Eso no te pasaba a ti.
—¡Maldita sea, yo te quería de todo corazón! —digo. Sorprendido—. Y ahora soy mejor. Uno puede mejorar. Pero, de todos modos, no te darías cuenta.
—De lo que llegué a darme cuenta —dice ella, desinteresándose de mí— es de que nunca estabas allí del todo. Y eso mucho antes de que muriera Ralph, aunque también después.
—Pero te quería —digo, dominado de pronto por un terrible enfado—. Quería seguir siendo tu marido. ¿Qué otra verdad querías? No tengo nada más que decirte. Ésa era la verdad. ¡Hay muchísimas cosas de una persona que no se pueden saber y que es mejor no saberlas, por el amor de Dios! Ni siquiera yo mismo sé cuáles son. Hay muchísimas cosas tuyas, cosas que ni siquiera importan. Además, ¿dónde demonios estaba si no estaba allí?
—No lo sé. Donde sigues estando. En Haddam. Yo sólo quería que las cosas fueran claras y seguras.
—¡Te quería de todo corazón! —grito, y tengo tentaciones de pegarle, aunque sólo en la rodilla—. Eres una de esas personas que creen que Dios sólo está en los detalles, pero luego, si no son los detalles precisos, toda la vida se jode. Inventas cosas que no existen y te quejas de que no las tienes. Y luego te pierdes las cosas que sí existen. A lo mejor se trata de ti, ¿sabes? Puede que muchas verdades ni siquiera se expresen con palabras, o puede que la verdad sea lo que menos quieres, o puede que seas una mujer sin ninguna jodida fe. O autoestima, o lo que sea.
Quito la mano de su rodilla, sin ganas de consolarla.
—La verdad es que no es necesario que sigamos ocupándonos de estas cosas.
—¡Empezaste tú! Empezaste ayer por la noche, con lo del ser y el parecer, como si fueras la mayor especialista del mundo en el ser. Sólo querías otra cosa, eso es todo. Algo que está más allá de lo que hay.
Ann tiene razón, claro, en lo de que no deberíamos seguir, pues es una discusión que dos personas pueden tener, podrían tener, han tenido, sin duda están teniendo en este mismo momento en todo el país para iniciar adecuadamente las fiestas. Lo cierto es que no tiene nada que ver con nosotros dos. En cierto sentido, ni siquiera existimos, tomados en conjunto.
Paseo la vista por el amplio porche, la gran casa azul ante su enorme extensión de césped, las ventanas titilantes detrás de las que están presos mis dos hijos, posiblemente perdidos para mí. Charley no ha vuelto a salir a su pequeña plataforma. Lo que pensé que estaba haciendo —tomar su sano almuerzo a los sanos rayos solares mientras nosotros dos nos hacemos daño uno al otro lejos de él y del alcance de su oído—, probablemente sea completamente equivocado. No sé nada de él, y debería ser más condescendiente.
Ann vuelve a negar con la cabeza, sin decir nada más. Se baja de la barandilla del porche, alza la barbilla, se pasa un dedo por la sien hasta el pelo y lanza una rápida mirada al amplio ventanal espejo como si le pareciera que se acercaba alguien. Y así es: se trata de nuestro hijo Paul. Por fin.
—Lo siento —digo—. Lamento haberte vuelto loca cuando estábamos casados. Si hubiera sabido que pasaría eso, nunca me habría casado contigo. Probablemente tengas razón, me apoyo en la apariencia de las cosas. Ése es mi problema.
—Yo creía que pensabas como pensaba yo —dice ella, suavemente—. A lo mejor ése es el mío.
—Lo intenté. Hubiera debido conseguirlo. Siempre te he querido, de veras.
—Algunas cosas no se pueden arreglar posteriormente, ¿verdad? —dice.
—No, posteriormente no —digo yo—. No, posteriormente ya no se puede.
Y eso es, en esencia y definitivamente, lo que hay.
—¿Por qué esa cara tan larga? —le dice Paul a su madre, y también a mí. Ha llegado, sonriendo afectadamente, al porche, y su aspecto me recuerda demasiado al chico asesino de Ridgefield de ayer por la noche, con tan mala suerte como un condenado a muerte. Y, para mi sorpresa, está incluso más gordo y algo más alto, con cejas espesas, de adulto, como las de su madre, pero con peor cara, más pálida, que hace sólo un mes, y se parece muy poco (o nada) al pequeño e inocente niño que criaba palomas en su casa de Haddam. (¿Cómo cambian estas cosas tan rápidamente?) Tiene un nuevo corte de pelo absurdo, con los lados afeitados y un penacho arriba, que deja bien a la vista el pequeño vendaje ensangrentado de su oreja. Además, sus andares, con los pies hacia dentro, arrastrando los talones, los hombros caídos, los movimientos furtivos, parecen dar forma humana a un concepto abstracto de desaprobación condescendiente con respecto a todo lo que ve (las consecuencias del estrés, sin duda). Se limita a quedarse quieto ante nosotros, sus padres, sin hacer nada—. Se me ocurrió un buen homónimo mientras me vestía —dice astutamente a uno de nosotros, o a los dos—. «Chalé» y «chalet». Pero significan lo mismo.
Sonríe con ganas de hacer algo que nos moleste, como si hubiera bajado puntos en su coeficiente de inteligencia, o se dispusiera a hacerlo.
—Precisamente estábamos hablando de ti —digo yo. Pensaba hacer alusión al doctor Matt A. Sanos, para hablarle por medio de un código privado, pero no lo hago. De hecho, lamento verle.
Su madre, sin embargo, avanza hacia él —como ignorándonos a él y a mí—, le agarra por la barbilla con sus fuertes pulgar e índice de jugadora de golf, y hace que gire la cabeza para examinarle la oreja herida. (Es casi de su misma altura.) Paul lleva en la mano una bolsa de deportes negra con Paramount Pictures—Hay que alcanzar la cima escrito a un lado en letras blancas (el padrastro de Stephanie es un ejecutivo de los estudios, me han dicho), y tiene puestas unas Reebok muy grandes, negras y rojas con sujeciones plateadas a los lados, una larga camiseta azul noche que lleva impreso en el pecho La felicidad es estar soltero debajo de un Corvette rojo vivo. Es un chico que no tiene nada de misterioso, aunque también alguien con el que no te gustaría cruzarte en una calle. O en tu casa.
Ann le pregunta en tono confidencial si necesita algo (no), si tiene dinero (lo tiene), si sabe dónde encontrarse con ella en la estación de Pennsylvania (sí), si se encuentra bien (no hay respuesta). Me traspasa con la mirada y frunce la boca como si estuviéramos coaligados contra él. (No lo estamos.)
Entonces Ann dice entrecortadamente:
—Bien, no tienes demasiado buena cara, pero vale, vete a esperar en el coche, por favor. Quiero hablar de un par de cosas con tu padre.
Paul frunce aún más la boca con aire desdeñoso de saber todo lo que su madre va a hablar con su padre. Se ha convertido en un ser suficiente. ¿Pero cómo? ¿Cuándo?
—¿Qué te pasó en la oreja? —digo, sabiendo lo que pasó.
—La castigué —dice él—. Había oído un montón de cosas que no me gustaron —dice esto con una voz mecánica y monótona. Le doy un leve empujón en la dirección por la que ha venido, para que atraviese la casa y llegue al coche, que está al otro lado.
Y se marcha.
—Te agradecería que intentes tener cuidado con él —dice Ann—. Quiero que vuelva en buen estado para su comparecencia del martes en el juzgado —ha intentado que tome el mismo camino que Paul, pero yo no quiero poner el pie en su hermosa y siniestra casa, con su dinámica venenosa, sus líneas elegantes y sus colores exangües. La precedo (todavía sigo cojeando, inexplicablemente) por los escalones hasta el césped, rodeo la casa, pisando la hierba, que me parece más segura, y atravieso los macizos de arbustos del camino de grava, igual que haría un jardinero—. Creo que tiene tendencia a lastimarse —dice ella, tranquilamente, siguiéndome—. He soñado que tenía un accidente.
Avanzo entre las hortensias de hojas verdes y olor intenso, con hojas de un púrpura vivo.
—Mis sueños siempre se parecen a las telenoticias de las seis —digo yo—. Todas las cosas les pasan a las otras personas.
El impulso sexual que he sentido al ver a Ann ya ha desaparecido.
—Me alegro por tus sueños —dice, con las manos en los bolsillos—. Pero ese sueño era mío.
No quiero pensar en heridas terribles.
—Ha engordado —digo—. ¿Toma tranquilizantes o neurolépticos o cosas así?
Paul y Clarissa ya están conferenciando junto a mi coche. Ella es más baja y agarra el puño de su hermano entre las dos manos y trata de levantarlo hasta su coronilla en algún gesto de amor fraternal, pero él no coopera.
—Venga —le oigo decir—. No seas tonto.
Ann dice:
—No toma nada. Sólo ha crecido.
Al otro lado del aparcamiento de grava hay un robusto garaje de cinco plazas que hace juego con la casa en todos los detalles, incluyendo la veleta en miniatura de cobre en forma de raqueta de squash. Dos puertas están abiertas y dos Mercedes con matrículas de Connecticut se advierten en las sombras. Me pregunto dónde está la furgoneta de Paul—. El doctor Stopler dijo que presenta cualidades de hijo único, lo que no es nada bueno, en cierto sentido.
—Yo era hijo único. Y me gustaba.
—Pero él no lo es. El doctor Stopler también dijo —Ann me ignora, pero ¿por qué no me iba a ignorar?— que no hablásemos demasiado con él de asuntos de actualidad. Podría producirle ansiedad.
—Supongo que sí —digo. Estoy dispuesto a decir algo mordaz sobre la infancia para establecer mis títulos de propiedad de este día; citar lo de Wittgenstein de que vivir en el presente significa vivir para siempre, bla, bla, bla. Pero no lo hago. No serviría de nada—. ¿Tienes idea de lo que le puso peor, así, de repente?
Ann niega con la cabeza, sujeta la muñeca izquierda con la mano izquierda, y luego retuerce las dos. Me dirige una desdibujada sonrisa.
—Tú y yo, supongo. ¿Qué otra cosa iba a ser?
—Supongo que esperaba una respuesta más complicada.
—Allá tú —se frota la otra muñeca del mismo modo—. Seguro que la encontrarás tú solo.
—A lo mejor hago que pongan en mi lápida: «Esperaba una respuesta más complicada».
—Vamos a dejar de hablar de esto, ¿vale? Esta noche estaremos en el Yale Club, si necesitas llamar —me mira frunciendo la nariz y echa un hombro hacia adelante. No quiere mostrarse desagradable.
Ann está entre las hortensias y, por primera vez hoy, tiene una belleza pura; está tan guapa que mi respiración se libera y la mente se me despeja, y la miro del modo en que la miraba todo el tiempo durante todos los días en que vivíamos juntos en Haddam. Ahora sería el momento perfecto para un beso que cambiaría el porvenir, o para que me dijera que estaba muriendo de leucemia o se lo dijera yo. Pero eso no ocurre. Ahora sonríe decidida, como alguien que hace tiempo que está decepcionado y puede enfrentarse a todo lo que le va a caer encima; mentiras, mentiras y más mentiras.
—Que os divirtáis —dice—. Y cuida de él, por favor.
—Es mi hijo —digo yo, estúpidamente.
—Ya lo sé. Es igual que tú.
Y luego se da la vuelta y se dirige hacia el césped, por el que continúa, sospecho, hasta perderse de vista, camino del estanque para almorzar con su marido.