Sigo a lo largo de la costa, negra como la tinta, en la noche malograda, cargada de océano, con las ventanillas abiertas de par en par a fin de mantenerme despierto, por la carretera panorámica: Red Bank, Matawan, Cheesequake, la empinada cuesta del puente sobre el Raritan y, más allá, las amarillentas cuadrículas de luces de Woodbridge.
Hay, naturalmente, un tráfico intenso. Muchos norteamericanos no emprenden sus vacaciones de verano hasta después de caer la noche, cuando «el motor va mejor», «hay menos policía», «las estaciones de servicio tienen tarifas más bajas». En el bucle de la salida 11 abundan los pilotos rojos: trailers, caravanas, tanto remolcadas como automóviles, furgonetas, rubias, grúas, yates de tierra, los unos pegados a los otros, con sus conductores tan ansiosos por llegar a algún sitio que no pueden esperar al día siguiente: una casa nueva en Barrington, una residencia para vacaciones alquilada en el lago Memphrémagog, una reunión incómoda en el chalé de un hermano más rico en Mount Whiteface; todos con niños a bordo que gritan, una cuna plegable sujeta en la baca, equipo de supervivencia atado al parachoques delantero, toda la maldita familia con el cinturón de seguridad tan apretado que casi no puede respirar.
Y, encima, es ese momento del año en que hay que renovar los alquileres, caducan los contratos, deben hacerse pagos. En la hilera del peaje, las ventanillas de los coches revelan caras tensas tras los volantes, gestos de preocupación de los que se preguntan si en el banco compensarán tal o cual cheque, o si el propietario de la casa estará llamando a la policía para informar que se han llevado los muebles, forzado las cerraduras, ha entrado alguien en el garaje sin permiso, o si alguien ha tomado nota del número de la matrícula cuando el coche desapareció en una tranquila calle de las afueras. Las vacaciones no siempre son acontecimientos festivos.
La policía, ni que decir tiene, es omnipresente. Delante de mí, en la autopista, las luces azules relampaguean cuando dejo la cabina del peaje y me dirijo hacia Carteret y las llamas de las refinerías y las cubas de enfriamiento de Elizabeth. He tomado, me doy cuenta, una copa de Round Hill de más, y ahora tengo que hacer esfuerzos visuales entre los reflectores y las flechas que te indican que la autopista se estrecha hacia la izquierda porque una brigada de obreros de obras públicas está trabajando bajo racimos de focos; también aquí están empleando los impuestos que pagamos por nuestras carreteras.
Si hubiera sido más listo, por supuesto, habría traído a Sally conmigo, cerrado la casa, activado la alarma, inaugurado una nueva estratagema para salvar un amor que se tambalea, pues ahora estoy convencido de que cualquier decisión que hubiera tomado para apuntalarlo hace una hora habría dado resultado. Pasado un punto confuso, pero sin duda crítico, de la vida (próximo a la edad que tengo, estoy seguro), la mayor parte de tus propósitos para el futuro se vienen abajo y terminas por seguir el jodido camino de lo más fácil o el impulso más fuerte. (De hecho, las dos cosas se pueden mezclar y originan un montón de perjuicios.) Al mismo tiempo, también se hace más difícil creer que se pueda controlar algo por medio de los principios o la disciplina, aunque todos hablamos como si fuera posible y, de hecho, hacemos esfuerzos sobrehumanos para conseguirlo. Tengo la seguridad, al pasar junto al aeropuerto de Newark, de que Sally lo habría dejado todo para venir conmigo si se lo hubiera pedido. (Cómo se lo habría tomado Ann, es otra cuestión.) A Paul, estoy seguro, le habría parecido bien. Entre él y Sally tal vez se hubiera establecido una alianza secreta contra mí, y quién sabe qué nos habría podido deparar el destino a los tres. Para empezar, yo no estaría solo en medio del tráfico, rodeado de maloliente aire contaminado, camino de una cama vacía en Dios sabe qué motel de Dios sabe qué estado.
Una importante verdad con respecto a mis actividades cotidianas es que mantengo un buen porcentaje de independencia, de modo que mi empleo del tiempo y mis andanzas no suelen seguir ninguna pauta preestablecida. Cuando la pobre Clair Devane se dirigió a la cita de las tres de la tarde en Pheasant Meadow y se topó con la sierra mecánica de la mala suerte, todo un conjunto de alarmas y gritos de angustia, con ecos de amor, honor y dependencia, se puso a sonar de inmediato: de norte a sur, de costa a costa. La reacción que provocó el hecho de que perdiera su entidad humana se registró al instante como en un sismógrafo en todo lo que estaba relacionado con ella. Pero yo puedo levantarme cualquier día e ir a realizar mis obligaciones habituales del modo habitual, o bien conducir hasta Trenton, desvalijar una tienda o cerrar un contrato, y luego largarme a Caribou, Alberta, y pasearme desnudo por los pantanos, y nadie notaría que hubiera algo anormal en mi vida; ni siquiera se daría cuenta de mi desaparición. Pasarían días, puede que semanas, antes de que alguien empezara a preocuparse de verdad. (No es exactamente como si yo no existiera, pero no existo demasiado.) Total, que si mañana no aparezco a recoger a mi hijo, o si me presentara con Sally, como señal de que formamos un equipo, o con la gorda del circo, o con una caja llena de cobras, la reacción de las personas afectadas sería mínima, en parte porque tratarían de conservar al máximo su libertad personal y su independencia, y en parte porque no se fijarían demasiado en mí. (Esto refleja mis propios deseos, claro —la naturaleza pausada de mi vida de soltero en pleno Periodo de Existencia—, aunque también puede implicar que el laissez-faire no es exactamente lo mismo que la independencia.)
En lo que se refiere a Sally, sin embargo, yo cargo con la responsabilidad de cómo fueron las cosas esta noche. Pues, a pesar de otros progresos que haya podido hacer, todavía no he aprendido a desear del modo adecuado. Cuando he estado con Sally durante más de un día —recorriendo las Green Mountains, o cómodamente instalados en una suite nupcial en el Colonial Inn del campo de batalla de Gettysburg, o simplemente sentados mientras contemplábamos las luces de las plataformas petrolíferas y las de los cargueros que surcaban el Atlántico, como hicimos esta noche—, siempre pienso lo mismo: ¿Por qué no estoy enamorado de ti?, lo que me hace sentir al instante pena de ella y, a continuación, de mí, lo que puede conducirnos a la amargura y el sarcasmo o, sencillamente, a veladas como la de esta noche, en las que los sentimientos de dolor afloran por debajo de las amabilidades superficiales (bajo las cuales los sentimientos profundos quedan cuidadosamente escondidos).
Pero lo que me preocupa de Sally —a diferencia de Ann, que todavía supervisa todas mis cosas sólo porque está viva y compartimos una historia inevitable— es que ella no supervisa nada, no presupone nada y, en esencia, no promete hacer nada remotamente parecido a eso (excepto quererme, tal como ha admitido). Y mientras en el matrimonio hay un temor insidioso, frío, pero no desagradable, a fin de cuentas, que al cabo de un tiempo no quede ningún yo, sólo un yo químicamente unido a otro, con respecto a Sally la perspectiva es que sólo exista yo. Para siempre. Yo seguiré siendo el único responsable de todo lo que me afecte; allí no habrá nada de «química» protectora ni de excitante interrelación en las que apoyarse, ningún otro, sólo yo y mis actos, ella y los suyos, realizados de modo más o menos común; lo que, claro está, es mucho más aterrador.
Éste es el origen de lo que hemos sentido los dos sentados en la penumbra del porche: que no esperamos que pase nada ni que nada cambie. Lo que podrían haber parecido actos vacíos y rituales, o sentimientos vacíos y rituales, eran actos y sentimientos sinceros, en absoluto intrascendentes. Lo que hemos sentido esta noche mientras estábamos juntos era simplemente eso: que estábamos allí, solos y juntos. De hecho, no había nada malo en ello. Si se quiere, se podría llamar a nuestra «relación» el Periodo de Existencia compartido.
Evidentemente, lo que necesito hacer es, tan sólo, «aclarar las cosas», comprender qué es lo que me gusta de Sally (que es mucho), ceder a lo que merece la pena desear, aceptar lo que se ofrece, sustituir la maldita pregunta: «¿Por que no estoy enamorado de ti?», por una pregunta mejor, y que puede recibir una respuesta: «¿Cómo me puedo enamorar de ti?» Aunque, si la cosa sale bien, me llevaría a retomar la vida en el punto al que me hubiera llevado un matrimonio satisfactorio, de haber durado lo suficiente.
Pasada la salida 16 oeste, y una vez cruzado el río Hackensack frente al Giants Stadium, giro hacia el área de descanso Vince Lombardi, para repostar gasolina, echar una meada, despejarme la cabeza con un café y oír los mensajes del contestador.
La Vince es un pequeño pabellón de ladrillo rojo de estilo colonial, cuyo aparcamiento esta noche está abarrotado de coches, autobuses, caravanas, camionetas —todos mis adversarios de la autopista de peaje—, y de sus pasajeros y conductores que andan deslumbrados entre unas gaviotas dispersas y bajo el halo de luces naranjas cargando con bolsas de pañales, termos y ceniceros que vaciarán en las papeleras; compran hamburguesas Roy Rogers, pins nuevos de los Giants, condones de broma, sin olvidar, a la salida, echar una ojeada rápida a la colección de recuerdos de los gloriosos días de famoso jugador de fútbol de Vince, cuando era uno de los «Cinco Bloques de Granito», más tarde entrenador irreductible de los Packer y, todavía después, el principal asesor técnico de los Skins que renacían (cuando el orgullo todavía contaba). Vince, claro, había nacido en Brooklyn, pero inició su carrera de entrenador cerca de aquí, en el equipo de St Cecilia, de la cercana Englewood, y por eso tiene su propia área de descanso. (El periodismo deportivo te deja ese tipo de recuerdos.)
Hay una tregua en los surtidores, y pongo gasolina el primero, luego estaciono en las hileras de atrás, entre los camiones más grandes y los autobuses, atravieso el aparcamiento y entro en el edificio, donde hay un caos parecido al de unos grandes almacenes en navidades, aunque también, extrañamente, una cierta somnolencia (como en un antiguo casino de Las Vegas a las cuatro de la madrugada), con su sala de videojuegos en penumbra llena de ecos metálicos, largas colas ante los mostradores de hamburguesas Roy y perritos calientes Nathan, y familias que comen mientras se pasean, en un estado de semicatatonia, o están sentadas discutiendo en torno a mesas de plástico llenas de papeles sucios. Nada sugiere que sea el 4 de Julio.
Hago una visita a los siniestros servicios para caballeros, donde los urinarios sueltan el agua en el instante en que has terminado y en cuyas paredes, muy apropiadamente, no hay fotos de Vince. Hago cola en la fila del «sólo café exprés», luego llevo mi vaso de plástico a la hilera de teléfonos que, como de costumbre, son rehenes de una veintena de camioneros con camisa de cuadros y maletines sujetos con cadenas a la muñeca, todos acodados en las mínimas cabinas metálicas, tapándose las orejas con los dedos, mientras hablan con alguien situado a varios husos horarios de distancia.
Espero hasta que uno de ellos se tira de los vaqueros hacia arriba y se aleja como un hombre que acabara de realizar un acto sexual secreto; luego me apodero del aparato y escucho mis mensajes, algo que no he hecho desde hace casi nueve horas. (El auricular está impregnado del grasiento calor de la manaza del camionero y del olor a esa colonia de limón que venden en máquinas automáticas en los servicios, un olor al que muchas mujeres no tienen más remedio que acostumbrarse.)
El primer mensaje (¡hay diez!) es de Karl Bemish:
—Hola, Frank. Para que lo sepas. Los pequeños y aceitosos bandidos acaban de pasar por aquí. CEY 146. Anota el número por si acaso me liquidan. Esta vez, además, hay otro mexicano en el asiento de atrás. Telefoneé al sheriff. No hay de qué preocuparse.
Clic.
El segundo mensaje es otra llamada de Joe Markham:
—¡Escucha, Bascombe! ¡Maldita sea! 259-6834. Llámame. Prefijo 609. Estaremos aquí esta noche.
Clic.
El tercer mensaje es de alguien que ha colgado; seguro que Joe, frenético y mudo.
El cuarto mensaje, sin embargo, es de Paul, de un humor tremendamente risueño.
—¿Jefe? ¿Estás ahí, jefe? —Habla con su mala imitación del acento de Rochester. Se oye la risa chillona de otra persona al fondo—. ¡Si necesitas colocarte, métete un petardo en el culo y espera! —Risas más fuertes, posiblemente de la amiguita de Paul, la inquietante Stephanie Deridder, aunque también es posible que sean de Clarissa Bascombe, su cómplice—. Vale, vale tío. Espera —empieza un nuevo número. Lo que no indica nada bueno—. ¡Oye, piojo, parásito, gusano! Habla el doctor Sanos. El doctor Matt A. Sanos, para comunicarte el resultado de los análisis. Las cosas no se presentan nada bien, Frank. La oncología remite a la ontogénesis —no puede saber lo que significa eso—. ¡Guau, guau, guau, guau, guau! —La cosa, claro, va muy mal, aunque los dos se ríen como hienas. Tintineo de monedas en la ranura de un teléfono público—. La próxima parada en la Selva Negra. Las cosa fan mal, bitte. ¡Guau, guau, guau, guau, guau, guau! Ya ferrá lo que passa, doktor.
Oigo que dejan caer el auricular. Les oigo alejarse riéndose. Espero y espero y espero a que vuelvan (como si de verdad estuvieran allí y yo pudiera hablar con Paul, como si no se hubiera grabado hace horas). Pero no vuelven y la cinta se detiene. Una llamada desagradable, con respecto a la cual me siento completamente perdido.
El quinto mensaje es de Ann (tensa, distante; un tono para dirigirse al fontanero que le arregló mal los desagües).
—Frank, llámame, por favor. ¿Todo bien? Utiliza mi número particular: 203 526-1689. Es importante. Gracias.
Clic.
Sexto mensaje, otra vez Ann:
—Frank. ¿Harías el favor de llamarme? Esta noche, a cualquier hora, estés donde estés, al 526-1689.
Clic.
Séptimo mensaje, otra vez alguien que ha colgado.
Octavo mensaje, Joe Markham:
—Volvemos a Vermont. Así que te den por el culo, mamón, gilipollas y comemierda. Puedes intentar…
Clic. ¡Menudo alivio!
Noveno mensaje, otra vez Joe (¡vaya sorpresa!):
—Volvemos a Vermont ahora mismo. Así que puedes meterte este mensaje en el culo.
Clic.
Décimo mensaje, Sally:
—Hola —una prolongada pausa para organizar las ideas, luego un suspiro—. Debería haberme portado mejor esta noche. Lo que pasa… No lo sé —pausa. Suspiro—. Pero… lo siento. Me gustaría que todavía estuvieras aquí, aunque no te lo creas. Me gustaría. Bueno… vaya… Claro, llámame cuando llegues a casa. A lo mejor te hago una visita. Hasta pronto.
Clic.
A excepción del último, un conjunto de mensajes inusualmente inquietantes para las doce menos diez de la noche.
Llamo a Ann y contesta de inmediato.
—¿Qué pasa? —digo, más ansioso de lo que quisiera parecer.
—Lo siento —dice ella, con un tono de voz como si no lo sintiera nada—. Hoy las cosas se han desmandado un poco aquí. Paul anda muy pasado y pensé que a lo mejor podrías venir a buscarlo para llevártelo antes de lo previsto, pero ahora todo va mejor. ¿Dónde estás?
—En la Vince Lombardi.
—¿Cómo dices?
—En la autopista de peaje —ha estado aquí, claro. Pero hace años—. Tardaré unas dos horas —digo—. ¿Qué pasó?
—Bueno. Él y Charley riñeron en el cobertizo de la barca, sobre el modo de barnizar la barca de Charley. Paul golpeó a Charley en la barbilla con un tolete, una de esas piezas donde van los remos. Creo que no lo hizo aposta, pero Charley cayó al suelo. Casi le deja fuera de combate.
—¿Cómo está ahora?
—Está perfectamente. No le rompió ningún hueso.
—Lo que me preocupa es si Paul está bien.
Una pausa para realizar los ajustes oportunos.
—Sí —dice Ann—. Está bien. Desapareció un rato, pero volvió a casa hacia las nueve… así que se saltó el toque de queda impuesto por el juez. ¿Te ha llamado?
—Me dejó un mensaje.
Es inútil precisar los detalles: ladridos, risas histéricas. (Ser grande es ser incomprendido.)
—¿Estaba muy ido?
—Sólo parecía muy excitado. Creo que estaba con Stephanie.
Ann y yo estamos de acuerdo en que Stephanie ejerce una influencia nefasta sobre nuestro hijo. Según nuestra opinión, los padres de Stephanie harían bien en mandarla a una escuela militar para chicas, preferentemente en Tennessee.
—Está muy trastornado. Y lo cierto es que no sé por qué.
Ann da un sorbo a algo que lleva cubitos de hielo. Sus costumbres en cuestiones de bebida han cambiado desde el traslado a Connecticut: del bourbon (de cuando estaba casada conmigo) ha pasado a los gimlet de vodka, que al parecer Charley O’Dell prepara con una maestría total. Ann, por lo general, es mucho más difícil de entender últimamente. Consecuencias del divorcio, supongo. Aunque con respecto al «porqué» de Paul, mi creencia es que todos los días están llenos de buenas excusas para «pasarse tanto». Paul, en concreto, puede encontrar muchísimas. Es sorprendente que todos los demás no las encontremos.
—¿Cómo está Clary?
—Muy bien. Se han ido a dormir los dos a la habitación de Paul. Ella dice que no quiere perderle ojo.
—Las chicas maduran antes que los chicos, supongo. ¿Cómo está Charley? ¿Ha barnizado ya su barca?
—Tiene un buen chichón. Oye, lo siento. Ahora todo va bien. ¿Adónde le vas a llevar?
—A ver los Salones de la Fama del baloncesto y del béisbol —lo cual, de repente, me parece terriblemente estúpido—. ¿Quieres que le llame?
Mi hijo tiene una línea personal, como corresponde a un adolescente de casa bien de Connecticut.
—Ven simplemente a buscarle como habías planeado.
Ahora vuelve a estar incómoda, con ganas de colgar.
—Y tú, ¿cómo estás?
Se me ocurre que hace semanas que no la veo. No demasiado tiempo, pero bastante. Aunque no sé por qué, eso me enfurece.
—Perfectamente —dice ella, con tono aburrido.
—¿Navegas mucho? ¿Contemplas la bruma matinal?
—¿Qué intentas decir con ese tono?
—No lo sé —y, de hecho, no lo sé—. Simplemente hace que me sienta mejor.
Se impone el silencio telefónico. El estrépito de la sala de videojuegos y de los puestos de comida me rodea. Otro camionero de camisa a cuadros, vaqueros azules, pelo ondulado y gran maletín, está ya esperando cerca. Lleva unos documentos con pinta de profesionales en la mano y me lanza dardos afilados con la mirada, como si yo ocupara su línea personal.
—Dime algo que sea verdad —le digo a Ann. No tengo idea de por qué, pero la voz me ha sonado íntima y parece pedir que me correspondan con la misma intimidad.
Sin embargo, sé la cara que ha puesto Ann. Ha cerrado los ojos y luego los ha abierto como para mirar en una dirección completamente distinta. Ha elevado la barbilla para fijar la mirada en el techo lacado de la habitación en la que se encuentra, sin duda exquisita y arquitectónicamente sui generis. Tiene los labios contraídos en una línea inflexible. De hecho, me alegra no verlo, pues me hubiera callado como un niño al que han pescado haciendo novillos.
—En realidad, no me interesa lo que intentas decir con eso —dice, con voz gélida—. No mantenemos una conversación amistosa. Se trata de algo necesario.
—Sólo quería que tuvieras algo importante que decirme, o algo interesante, o sincero. Eso es todo. Nada personal.
Intento enterarme del motivo de la discusión, la que ella dijo que Paul tuvo con Charley. Nada más inocente.
Ann no dice nada. De modo que digo, sin energía:
—Te diré algo interesante.
—¿Y sincero? —dice ella, malhumorada.
—Bueno…
He abierto la boca, claro está, sin saber qué palabras pronunciar, qué creencias proclamar o defender, qué condición humana situar bajo mi minúsculo microscopio. Es aterrador. Y, sin embargo, es lo que hace todo el mundo: decir chorradas sin ton ni son. (Hablar, hablar, hablar.)
Lo que casi digo es:
—Me voy a casar.
Aunque me las arreglo para interrumpirme después de: «Me voy», lo que suena a: «Me marcho». Sólo que es lo que tengo ganas de decir, pues anunciaría que voy a hacer algo importante, y el único motivo por el que no lo digo (aparte de porque no es cierto) es que me haría responsable de lo que he dicho y luego tendría que inventar una serie de acontecimientos «subsiguientes» ficticios y giros sorprendentes del destino para librarme de ello. Además, me arriesgo a que se descubra la verdad y a parecerles patético a mis hijos, que ya tienen reservas con respecto a mí.
El camionero con pinta de campesino sigue mirándome fijamente. Es alto, un tipo de torso largo, con las mejillas hundidas y los ojos muy pequeños. Probablemente sea otro aficionado a la colonia de limón. Me fijo en que lleva un reloj con pulsera elástica dorada cuando me indica la esfera mientras articula las palabras: «Voy con retraso». Yo, sin embargo, simplemente articulo unas palabras sin sentido como respuesta, y luego me vuelvo hacia el viciado semicubículo que me aísla del resto de los humanos.
—¿Todavía sigues ahí? —pregunta Ann, irritada.
—¡Ejem! Sí —el corazón me da un vuelco inesperado. Estoy mirando fijamente el café sin beber—. Estaba pensando —digo, todavía levemente confuso (a lo mejor todavía estoy algo borracho)— que cuando uno se divorcia cree que todo va a cambiar y que se libra de un montón de cosas. Pero no creo que se libre de nada; lo único que hace es cargar con más cosas, como un puñetero carguero. Es así como se descubren los límites del propio carácter y la diferencia entre no poder y no querer. Uno puede descubrir también que es un poco cínico.
—Debo decirte que no tengo ni idea de lo que estás diciendo. ¿Estás borracho?
—Podría ser. Pero lo que digo sigue siendo verdad.
El ojo derecho me parpadea y el corazón me late con fuerza. Me he asustado a mí mismo.
—Bueno, ¿quién sabe? —dice ella.
—¿Te sientes como una persona que hubiera estado casada?
Meto el hombro todavía más en el pequeño ataúd metálico en busca de silencio.
—No me siento como si hubiera estado casada —dice Ann, todavía más irritada—. Lo estuve hace mucho. Contigo.
—Hará siete años el dieciocho —digo, aunque al instante un sudor frío me baja por la espalda, pues me doy cuenta de que, de hecho, estoy hablando con Ann. Ahora mismo. En lugar de lo que hago la mayoría de las veces: no hablar con ella, sino oír mensajes grabados de su voz y, sin embargo, tenerla presente. Estoy tentado de decirle lo extraña que es esta sensación, como un modo de volver a hacer que se interese por mí. ¿Y después de eso, qué? Entonces se oye un ruido lo suficientemente fuerte para hacerme dar un bote. ¡Bum-bum-bum-ding-ding-ding! ¡Crrraaaaash! En la sala de videojuegos alguien ha conseguido un atronador premio mayor. Los otros jugadores, adolescentes espectrales con pinta de drogados, se acercan al ganador—. Estoy empezando a no sentirme como me sentía antes —digo esto en pleno estrépito.
—¿Y cómo es eso? —dice Ann—. ¿Quieres decir que ya no sientes lo que se siente cuanto se está casado?
—Justo. Algo así.
—Eso es porque no estás casado. Te deberías casar. Todos nos sentiríamos mejor.
—Es estupendo estar casada con un tío tan mayor como Charley, ¿verdad?
Me alegra no haber dicho que me iba a casar. Me hubiera perdido esto.
—Sí, lo es. Y no es tan mayor. Y, en cualquier caso, no es cuestión tuya. No me preguntes por eso, y haz el favor de no creer que el que no te conteste quiere decir algo —silencio otra vez. Oigo el tintineo de su vaso y que lo deja con firmeza encima de una superficie sólida—. Se trata de mi vida privada —dice, después de tragar el líquido—, y no es que no pueda hablar de ella, es que no quiero hacerlo. No hay nada de qué hablar al respecto. Sólo se trataría de palabras. Y puede que seas el hombre más cínico del mundo.
—Espero no serlo —digo, al tiempo que una amplia sonrisa, supongo que estúpida, aflora a mis labios.
—Deberías volver a escribir relatos, Frank. Lo dejaste demasiado pronto —oigo abrirse y cerrarse un cajón en dondequiera que esté Ann, mientras mi mente bulle acariciando toda clase de posibilidades—. Podrías hacer que cada uno dijera lo que quieres, y todo funcionaría a la perfección… para ti, en cualquier caso. Lo que pasa es que eso no ocurriría de verdad, lo cual también te gustaría.
—¿Crees que lo que quiero es eso?
Algo parecido a esa idea, claro, es lo que hizo que me durmiera hoy en casa de Sally.
—Lo único que quieres es que todo parezca perfecto y que todos parezcan contentos. Y tienes ganas de que el parecer sea igual que el ser. Eso hace que contentar a alguien se convierta en un acto cobarde. Nada de esto es nuevo. No sé por qué me estoy molestando.
—Te lo pedí yo.
Esto es un ataque frontal disimulado al Periodo de Existencia.
—Dijiste que te dijera algo que fuera verdad. Esto es sencillamente evidente.
—O que me inspirara confianza. Me contentaría con eso.
—Tengo sueño. Haz el favor. ¿Vale? He tenido un día complicado. No tengo ganas de discutir contigo.
—No estamos discutiendo.
Oigo que el cajón se abre y se cierra de nuevo. En la zona de tiendas de regalos, un hombre grita:
—He echado el freno para tomar una cerveza —y se muere de risa.
—Contigo todo es entre comillas, Frank. No hay nada realmente sólido. Cada vez que hablo contigo me siento como si lo hubieras escrito todo. Hasta lo que yo digo. Es espantoso, ¿no? ¿O es triste?
—No, si te gustase.
—Oye, mira… —dice Ann, como si una luz brillante se hubiera encendido al otro lado de la ventana, en las tinieblas ilimitadas, y ella se hubiera sentido transportada por su extraordinaria belleza—. Supongo que es así —dice, aparentemente sorprendida—. Tengo mucho sueño. Te voy a dejar. Me agotas.
¡Se trata de las palabras más íntimas que me ha dirigido en años! (No tengo ni idea de qué las puede haber inspirado.) Con todo, más triste que lo que ella cree que es triste, es el hecho de que al oírlas me quede sin saber qué decir, sin que ni siquiera se me ocurra un fragmento de diálogo para ponerlo en sus labios. Que dos personas se acerquen, aunque sea levemente, aunque sólo sea durante la duración de un latido del corazón, es otra forma de contar una historia.
—Estaré ahí por la mañana —digo, alegre.
—Muy bien, muy bien —dice Ann—. Muy bien, cariño —un lapsus—. Paul se alegrará de verte.
Cuelga incluso antes de que yo pueda decirle adiós.
Ahora unos cuantos viajeros han salido de la Vince de vuelta a la negra noche, lo suficientemente despejados para conducir otra hora, antes de que el sueño o la policía les eche mano. El camionero que me ha estado mirando ahora habla con otro de los suyos, que también lleva camisa a cuadros (verdes; esas camisas sólo se ven donde se paran los camioneros). El segundo es un tipo gigantesco con una enorme panza, tirantes rojos, el pelo al rape y un cinturón de rodeo con una enorme hebilla de plata y oro que mantiene sus vaqueros sobre sus, estoy seguro, minúsculas partes íntimas. Los dos sacuden la cabeza con desagrado en dirección a mí. Es evidente que sus asuntos son mucho más importantes que los míos: un número 900 para enterarse de cuáles de sus putas favoritas están trabajando en la estación de servicio BP de la Route 17, al norte de Suffern. Estoy seguro de que son republicanos; probablemente yo tenga pinta de ser el más fácil de intimidar de los que están telefoneando.
Decido, sin embargo, en un momento de desconcierto por culpa de Ann, llamar a los Markham, pues apuesto lo que sea a que todas las llamadas de Joe diciendo que se largan son baladronadas, y él y Phyllis ahora están sentados impasibles viendo la cadena de películas por cable, algo de lo que carecen en Island Pond, pero que les gustaría tener.
La centralita suena durante largo rato antes de que conteste una mujer que estaba dormida un momento antes y que dice:
—Se han marchado, me parece —dice con voz dolorida, como si estuviera deslumbrada—. Les vi cargando su equipaje hacia las nueve, creo. Pero de todos modos llamaré.
Y, al instante, Joe está al aparato.
—Hola, Joe, soy Frank Bascombe —digo yo, alegremente—. Siento no haberme puesto en contacto contigo antes. He tenido problemas familiares ineludibles. (Mi hijo casi desnucó al marido de su madre con un tolete, y luego se puso a ladrar como un perro alsaciano, lo que ha hecho que todos dejásemos de lado otras cuestiones.)
—¿Quién crees que es? —dice Joe, sin duda bromeando en dirección a Phyllis, que, seguro, está aparcada a su lado a la luz verdosa de la tele, hinchándose de patatas fritas. Oigo una campana y a alguien que farfulla en español. Deben de estar viendo un combate de boxeo en México, lo que probablemente haya puesto combativo a Joe—. Creo haberte dicho que nos largábamos de aquí.
—Esperaba dar con vosotros antes de que os fuerais, sólo para ver si querías preguntarme algo. A lo mejor ya habéis tomado una decisión. Volveré a llamar por la mañana, si te parece mejor.
Ignoro el hecho de que Joe me ha llamado mamón, gilipollas y comemierda en el contestador.
—Ya tenemos otro agente inmobiliario —dice Joe, desdeñoso.
—Bien, yo os he enseñado todo lo que tenía. Pero creo que vale la pena pensar en la casa de Houlihan. Habrá movimiento con respecto a ella bastante pronto si las demás agencias se enteran. Podría ser un buen momento para hacer una oferta si os parece que merece la pena.
—Hablas por hablar —se burla Joe. Oigo el gollete de una botella que suena contra el borde de un vaso, luego otro vaso—. Sigue, sigue —oigo que dice con voz estridente: evidentemente, a Phyllis.
—Déjame que hable yo con él —dice ella.
—Tú no vas a hablar con él. ¿Qué más me quieres decir? —dice Joe, y puedo distinguir que su perilla roza el auricular—. Estamos viendo los combates. Es el último asalto. Después nos largaremos.
Joe ya se ha olvidado de la historia del otro agente.
—Sólo quería saber si os podía ayudar. Tu mensaje sonaba a bastante agitado.
—Eso fue hace mil años. Mañana veremos a otra persona. Hace seis horas hubiéramos hecho una oferta. Ahora ya no queremos.
—Quizá sea una buena estrategia ver a otro agente en este momento —digo, con la esperanza de que se cabree.
—Bien. Me alegro que te alegres.
—Si hay algo que pueda hacer por Phyllis y por ti, ya sabes mi número.
—Lo sé. Cero. Cero, cero, cero, cero, cero, cero.
—Con el 609 delante. No te olvides de darle recuerdos a Phyllis de mi parte.
—Bascombe te manda recuerdos, querida —dice Joe, sarcástico.
—Déjame hablar con él —oigo que dice Phyllis.
—Una palabra de seis letras que termina en ón.
Joe alarga ón como hacen los hispanos de Beaver Valley.
—No tienes que ser tan desagradable —dice ella—. Está haciendo todo lo que puede.
—¿Quieres decir que es tonto del culo? —dice Joe, tapando parcialmente el auricular de modo que oigo lo que me ha llamado pero sigo haciendo como si no, y él puede decir lo que le apetezca pero hacer como si no lo hubiera dicho. Después de determinado punto, que quizá sea un punto que ya ha quedado atrás, me importa todo un carajo.
Sin embargo, su situación es muy parecida a la que yo había imaginado esta mañana: que iban a pasar por una fase terrible de prueba en la que se pondría en cuestión la idea que tienen de sí mismos, un periodo del que saldrían desorientados. Después de eso, andarían a trompicones entre la niebla hasta que alcanzaran un punto en el que tendrían que tomar una decisión, que es precisamente cuando yo quería hablar con ellos. Si esperaba hasta mañana, estarían con la camisa de fuerza puesta y listos para saltar, lo que es verdad para ellos es verdad para cualquiera de nosotros (y un signo de madurez): uno puede desvariar, romper los muebles, emborracharse, destrozar su coche y destrozarse los nudillos contra las paredes de cristal de la deprimente habitación donde esté temporalmente alojado, pero al final no habrá variado la situación básica y todavía tendrá que tomar la decisión que antes no quiso tomar, y lo más probable es que tome precisamente la decisión que le repugnaba y que provocó todo el enfado y los fuegos artificiales mentales.
En otras palabras, las opciones son limitadas. Y eso aunque los Markham hayan pasado demasiado tiempo entonteciéndose en Vermont —cogiendo bayas, observando venados y tejiendo ropa casera según métodos absolutamente tradicionales— para darse cuenta. En cierto sentido, yo proporciono un servicio que va más allá de lo que podría parecer a primera vista: un contacto gratuito con la realidad.
—¿Frank?
Ahora Phyllis está al aparato. Al fondo oigo ruidos de muebles de motel a los que alguien golpea y da meneos, como si Joe los estuviera cargando en el coche.
—Sigo aquí —digo, aunque estoy pensando en llamar a Sally. Podría tomar un avión por la mañana hasta Bradley, donde Paul y yo la recogeríamos camino del Salón de la Fama del baloncesto; luego seguiríamos a Cooperstown formando una nueva modalidad de familia: un padre divorciado, más su hijo que vive en otro estado y padece intensas perturbaciones psíquicas, más la novia viuda del padre, hacia la que éste siente un considerable afecto y una no menos considerable ambigüedad, y con la que puede o casarse o no volver a verla nunca más. Paul consideraría que era lo adecuado para esta época.
—Creo que Joe y yo hemos llegado a una especie de acuerdo con respecto a todo este asunto —dice Phyllis. Su voz me suena como si tuviera que hacer un esfuerzo físico para hablar, igual que si estuviera encerrada en un armario o tratara de deslizarse entre dos grandes rocas. La imagino con un vestido rosa hasta los pies, de mangas fruncidas por encima de los codos, y, posiblemente, llevando calcetines, debido al desacostumbrado aire acondicionado.
—Eso es, sencillamente, estupendo.
Bing, bing, bing, pum, bing. Los chicos están consiguiendo buenos tanteos en el Hazañas del Samurai de la sala de videojuegos. La Vince funciona más como el centro comercial de una pequeña ciudad que como un museo del deporte.
—Siento que la cosa haya resultado así después de todo el trabajo que te tomaste —dice Phyllis, liberándose con esfuerzo de lo que la sujetaba. Posiblemente ella y Joe echan un pulso.
—Continuaremos el combate en otra ocasión —digo yo, alegremente. Estoy seguro de que pretende explicarme los complicados razonamientos suyos y de Joe para cambiar de barco a media travesía. Pero estoy dispuesto a oír cómo se explica sólo porque hacerlo hará que se sienta más desesperada en cuanto haya terminado. Para los clientes tan brutos como los Markham, la peor opción es tener que fiarse sus propias opiniones; mientras que si contratan a un profesional como yo que les diga lo que han de hacer, resulta mucho más fácil, seguro y tranquilizador, pues el consejo siempre seguirá las convenciones—. Espero que estéis seguros de que tomáis la decisión adecuada —digo. Todavía sigo pensando en que Sally tome un avión para reunirse conmigo: una imagen suya subiendo a un avión pequeño, alegre, con un bolso de viaje en la mano.
—Frank, Joe dijo que se podía imaginar en el camino de entrada de la casa mientras lo entrevistaba un reportero de la tele local —dice Phyllis, con tono de vergüenza—, y que no quería ser esa persona, no en la casa de Houlihan.
Debo de haberle hablado a Joe de mi teoría de que uno tiene que verse a sí mismo y aprender a gustarse, pues ahora la reivindica como su sabiduría personal patentada. Parece que Joe ha salido de la habitación.
—¿Y por qué le iba a entrevistar? —digo.
—Eso es lo de menos, Frank. Se trata de la situación en su conjunto.
Al otro lado de las puertas de cristal, a la luz anaranjada del aparcamiento, un enorme autobús verde y dorado se detiene un poco más allá de la entrada que lleva el nombre de la compañía, Eureka, escrito en el costado con unas letras desmesuradas con muchas curvas. He visto autobuses como éste mientras iba en coche a casa de Sally por la carretera panorámica. Normalmente van abarrotados de francocanadienses borrachos que se dirigen a Atlantic City a jugar en el casino. Hacen el camino de un tirón, llegan a la una de la mañana, juegan cuarenta y ocho horas sin parar (comen y beben sobre la marcha), luego vuelven al autobús y duermen el día entero de vuelta a Trois-Rivières, adonde llegan a tiempo el lunes para media jornada de trabajo. Así es como les gusta divertirse a algunas personas. Quisiera largarme antes de que entren armando follón.
Phyllis, sin embargo, ha ganado un asalto al convencer a Joe de que ha sido su mal carácter y su negativa a comprometerse lo que puso el veto a la casa de Houlihan.
—También consideramos, Frank —murmura Phyllis—, y en esto mi convicción es tan fuerte como la de Joe, que no queremos que una economía engañosa dicte lo que tenemos que hacer.
—¿De qué economía se trata?
—La de la vivienda. Si no compramos ahora, puede que las cosas sean mejores más adelante.
—Bueno, eso es cierto. Uno nunca se baña dos veces en la misma agua de un río —digo, lentamente—. Aunque me gustaría saber si habéis decidido ya dónde vais a vivir cuando empiecen las clases.
—Pues sí —dice Phillys, con convicción—. Pensamos que, si sucede lo peor, Joe puede alquilar un piso de soltero cerca de su trabajo y yo puedo quedarme temporalmente en Island Pond. Sonja podría seguir con sus amigos del colegio. Pensamos hablarle al otro agente sobre eso.
—Eso suena bastante razonable —digo.
—¿Piensas eso de verdad? —dice Phyllis, y de pronto un miedo no disimulado se abre paso en su voz como un taladro—. Joe dice que tuvo la sensación de que nunca pasó nada importante en ninguna de las casas que nos enseñaste. Pero yo no estoy tan segura.
—Me pregunto qué quiere decir con eso —digo yo. ¿El asesinato de alguien famoso? ¿O el descubrimiento de un nuevo sistema solar desde un telescopio instalado en la ventana del desván?
—Bueno, él cree que, si nos vamos de Vermont, deberíamos trasladarnos a una esfera de acontecimientos más importantes que nos elevara a los dos en algún sentido. Las casas que nos enseñaste no le parece que sean capaces de hacerlo. Puede que tus casas les convengan más a otras personas.
—Esas casas no son mías, Phyllis. Pertenecen a otras personas. Yo sólo las vendo. A mucha gente le va perfectamente en ellas.
—Estoy segura —dice Phyllis, tristemente—. Pero ya sabes a qué me refiero.
—La verdad es que no —digo. La teoría de Joe sobre los acontecimientos importantes me sugiere que ya ha perdido su recientemente adquirida idea de la corroboración, aunque me importa un pito. Si Joe alquila una dépendance en Manalapan, y Phyllis encuentra un trabajo alternativo «importante» en la escuela de artes y oficios de Island Pond y se integra en un grupo de apasionados por el papel, con unas amigas de lengua afilada pero que la apoyan espiritualmente, mientras Sonja se integra cada vez más en la Lyndon Academy, un matrimonio como el de los Markham creo que será papel mojado el Día de Acción de Gracias, dentro de cuatro meses y medio. Lo que está en juego aquí, sin duda, es lo siguiente (siempre hay implicaciones más profundas que corren por debajo de todas las decisiones de tipo inmobiliario): ¿Estar juntos justifica la increíble mierda que exige satisfacer las necesidades de los demás? ¿No sería más divertido seguir el camino solo?—. Ver casas supone un buen test de lo que uno es realmente, Phyllis —digo (lo último que ella quisiera oír).
—Me habría gustado echar una ojeada a tu casa en la zona de los de color, Frank… me refiero a la casa por alquilar. Pero Joe no piensa lo mismo.
—Phyllis, estoy en un teléfono público de la autopista de peaje, de modo que sería mejor que colgase antes que me atropelle un camión. Pero el mercado de alquileres es bastante limitado, creo que pronto os daréis cuenta.
Observo a un batallón de risueños canadienses, la mayoría en bermudas, que atraviesa el aparcamiento, todos con prisa por cambiar el agua al canario, tomar un bocado, olisquear la vitrina de los trofeos de Vince y luego echar una siestecita en marcha antes de que comience la maratón de juego.
—Frank, no sé qué decir —oigo el ruido que hace un objeto de vidrio al estrellarse contra el suelo y romperse en mil pedazos—. ¡Mierda! —exclama Phyllis—. A propósito, no se trata de un agente de Haddam. Es una mujer que se ocupa de la zona de East Brunswick.
Un sector del centro de New Jersey que se parece a los resecos campos de las afueras de Youngstown, la capital del acero de Ohio. Es también donde Skip McPheron alquila horas para jugar al hockey sobre hielo antes de que amanezca.
—Bien, eso cambiará por completo vuestra manera de sentir.
La sensación de encontrarse como en Youngstown, quiero decir.
—Es una especie de nuevo comienzo, sin embargo, ¿no? —dice Phyllis, que parece desconcertada.
—Bueno, a lo mejor allí Joe tendrá una imagen mejor de sí mismo. Pero, de hecho, no puede suponer un nuevo comienzo, Phyllis. Sólo es la continuación de vuestra búsqueda.
—¿Qué crees que nos va a pasar, Frank?
Los canadienses ahora irrumpen en el vestíbulo, dándose codazos unos a otros y voceando como hinchas del hockey; tanto hombres como mujeres. Son unos blancos enormes, sanos, felices, bien adaptados, que no quieren saltarse las comidas o vestirse como es debido sin un buen motivo. Se dividen en parejas y tríos, chicos y chicas, y atraviesan gritando las puertas metálicas de los servicios. (En América del Norte, los mejores son, en mi opinión, los canadienses. De hecho, debería pensar en trasladarme allí, pues tienen todas las buenas cualidades de los Estados Unidos y casi ninguna de las malas, además de atención médica desde la cuna a la tumba y sólo una mínima parte de los asesinatos que se dan entre nosotros. Una atractiva jubilación espera más allá del paralelo cuarenta y nueve.)
—¿Me has oído, Frank?
—Te he oído, Phyllis. Alto y claro —las últimas canadienses, con el bolso en la mano, desaparecen dentro del servicio de señoras, donde inmediatamente se ponen a despotricar contra los hombres y a parlotear sobre la «suerte» que tienen de estar con una panda de brutos como estos tipos—. Tú y Joe os preocupáis demasiado por la felicidad, Phyllis. Deberíais comprar la primera casa que os ofrezca vuestra nueva agente que no os disguste demasiado y empezar a ser felices. No es tan complicado.
—Simplemente, lo veo todo negro debido a mi operación, supongo —dice Phyllis—. Sé que tenemos bastante suerte. Ahora algunos jóvenes ni siquiera se pueden comprar una casa.
—Tampoco muchas personas mayores —me pregunto si Phyllis sitúa a Joe y a ella entre los «jóvenes»—. Tengo que irme —digo.
—¿Cómo está tu hijo? ¿No dijiste que tenía la enfermedad de Hotchkin o una lesión cerebral o algo así?
—Empieza a mejorar, Phyllis —hasta esta tarde—. Es un gran chico. Gracias por preguntar.
—Joe también necesita muchos cuidados —dice Phyllis, para impedir que cuelgue. (Una mujer lanza un grito indio desde los servicios que hace que las otras se meen de risa. Oigo que cierran de un portazo un cubículo. «¡I jujú!», le contesta un hombre desde la puerta de al lado.)—. Ha habido algunos cambios en nuestra relación, Frank. No es fácil dejar que alguien comparta tu intimidad si es la segunda vez para los dos.
—Tampoco es fácil la primera vez —digo, impaciente. Phyllis parece que quiere llegar a alguna parte. Pero ¿adónde? Una vez tuve una cliente (la mujer de un profesor de historia de la Iglesia y madre de tres hijos, uno de los cuales era autista y se quedaba en el coche sujeto con una correa) que me preguntó si querría desnudarme y tumbarme junto a ella en el suelo recién pulido de una casa estilo rancho de Belle Mead, una casa que le gustaba a su marido pero a la que ella quería echarle otra ojeada porque consideraba que al suelo le faltaba «fluidez». Un ejemplo de pura transferencia psíquica. Pero en el sector inmobiliario todo el mundo sabe muy bien que no faltan oportunidades sexuales: horas pasadas a solas en un espacio cerrado (asientos delanteros de coches, casas provocadoramente vacías); el aura no totalmente falsa de vulnerabilidad y entrega; la posibilidad de un futuro con el mismo tipo de encuentros inesperados, excitantes, al final de la plantación de lechugas, miradas que se cruzan furtivamente en un aparcamiento recalentado en verano, o a través del cristal de una ventana con el marido presente. Han existido ocasiones en estos tres años y medio en que no he sido un ciudadano modelo. Pero uno puede perder su licencia debido a ese tipo de cuestiones y exponerse a las bromas pesadas de la comunidad, dos cosas a las que no me atrevo a exponerme tanto como antaño.
Con todo, por algún motivo me encuentro imaginándome el cuerpo opulento de Phyllis, y no llevando puesto un vestido estampado con petunias, sino una corta combinación sin nada debajo, y con un vaso de whisky escocés en la mano mientras habla, y atisbando por entre las persianas el aparcamiento mal iluminado del Sleepy Hollow mientras el hijo medio polinesio del encargado del motel, Mombo, con sus dieciocho años, sin camisa y con músculos poderosos, agarra una bolsa de basura para llevarla al contenedor de la parte de fuera de su cuarto de baño, donde el holgazán de Joe está realizando sus funciones naturales con rostro malhumorado detrás de la puerta cerrada. Es la segunda vez hoy que pienso en Phyllis «de ese modo», sin que importe su estado de salud. La pregunta que me hago, sin embargo, es: ¿por qué?
—¿Vives solo? —dice Phyllis.
—¿A qué viene eso?
—Es que a Joe se le ocurrió que podrías ser gay, por eso.
—Nada de eso. Patinaste, como dice mi hijo.
Aunque estoy desconcertado. En dos horas me han considerado un cura, un gilipollas y ahora un homosexual. Aparentemente, no consigo que me entiendan. Oigo otro dong de la campana que indica los asaltos, cuando Joe sube el volumen de la tele que transmite desde México.
—Bien —dice Phyllis, en un susurro—. Durante un segundo he deseado ir adonde quiera que vayas tú, Frank. Podría resultar muy agradable.
—No lo pasarías bien conmigo, Phyllis. Te lo aseguro.
—Oh. Es sólo una locura. Hablar por hablar —es una pena que Phyllis no pueda subir al autobús con los canadienses—. Sabes escuchar, Frank. Estoy segura de que es una cualidad importante en tu profesión.
—A veces. Pero no siempre.
—Eres muy modesto.
—Buena suerte a los dos —digo.
—Nos volveremos a ver, Frank. Que te vaya bien. Gracias.
Clic.
Los camioneros que me miraban amenazadoramente se han largado. Y los dos grupos de canadienses ahora emergen de sus servicios respectivos —manos húmedas, narices sonadas, caras lavadas, pelos mojados recién peinados, faldones de las camisas dentro de los pantalones— y se parten de risa por los asquerosos secretos que han compartido dentro. Se dirigen al despacho de perritos calientes Roy, mientras el esquelético y uniformado conductor de su autobús, que ha quedado al otro lado de las puertas de cristal, saborea un pitillo y un momento de calma en la noche cálida. Vuelve los ojos en mi dirección, me ve junto a la hilera de teléfonos mirándole, y menea la cabeza como si los dos nos hiciéramos cargo de todo lo que pasa. Luego tira el pitillo y se pierde de vista.
Desvanecidos ya los recelos de la cena, marco el número de Sally, con la sensación de que tomé una mala decisión en lo que se refiere a ella, que debería haberme quedado y haberme comportado como un hombre que sabe hacer que le entiendan. (Esta decisión, claro, hubiera podido resultar equivocada: cansado, medio borracho, irritable, capaz de decir algo que luego habría lamentado. Aunque a veces es mejor tomar una mala decisión que no tomar ninguna.)
Pero Sally, a juzgar por su mensaje, debe de estar en un estado mental parecido, y lo que me gustaría hacer es dar la vuelta y llegar a su casa, meterme en la cama con ella y dormir juntos como una pareja casada hace tiempo, y mañana llevarla conmigo y empezar a instaurar en mi vida unas prácticas normales de deseo, y pasarlo bien, y dejar de ser un hombre sin ataduras. Cuarenta telépatas capaces de encontrar el cadáver de Jimmy Hoffa en un basurero, o decir en qué calle de Great Falls vive Norbert, tu hermano gemelo desaparecido, no conseguirían convencerme de que hay «algo mejor» que Sally Caldwell. (Claro está que una de las paradojas fundamentales del Periodo de Existencia es que cuando uno piensa que está saliendo a flote, de hecho puede estar hundiéndose todavía más.)
—Que te parta un rayo, maldito cabezón —grita uno de los canadienses mientras escucho atentamente el ring, ring, ring del teléfono de Sally.
Aunque tomo rápidamente la siguiente decisión: dejarle un mensaje diciéndole que volvería zumbando si supiera dónde podría encontrarla, pero que estoy dispuesto a mandarle una avioneta Piper Comanche para que la traslade a Springfield, donde Paul y yo la recogeríamos a tiempo de almorzar juntos. Zumbando, zumbando.
Pero, en lugar de su dulce voz y de su prudente mensaje de diversión —«Hola. Ahora no estoy en casa, pero me pondré inmediatamente en contacto contigo»—, obtengo timbrazos y más timbrazos. De hecho, imagino que el teléfono vibra desesperadamente encima de la mesilla de noche al lado de su enorme cama, que en mi imagen está tiernamente abierta pero vacía. Marco el número de nuevo y trato de imaginarme a Sally que sale corriendo de la ducha o vuelve de un paseo nocturno y reflexivo por la playa de Mantoloking y sube los escalones de dos en dos, olvidando su cojera, con la esperanza de que sea yo. Y eso es, precisamente. Sólo que continúan los ring, ring, ring, ring.
Un olor nauseabundo a perritos calientes recalentados invade el vestíbulo procedente del Nathan’s.
—Y también tienes la mente como un basurero —le suelta una de las canadienses a un hombre que hace cola.
—Lo mismo que la tuya, ¿no? ¿O es una sala de operaciones? No estoy casado contigo, ¿vale?
—Todavía no —bromea a voz en grito otro hombre.
Derrotado, comprendo que ha llegado la hora de marcharme y atravieso el vestíbulo a grandes zancadas. Chicos demacrados de Moonachie y Nutley se dirigen hacia los aparatos de Combate Mortal y La Guerra de las Drogas, ávidos de matanzas. Nuevos viajeros con ojos cansados cruzan las puertas, en busca de un poco de descanso, sin hacer caso de la vitrina de trofeos de Vince; es demasiado para lo avanzado de la noche. Yo debería, aquí y ahora, comprarle algo a Clarissa, pero no hay nada a la venta que no sean baratijas relacionadas con el fútbol americano y postales con la autopista de peaje de New Jersey bajo todos los aspectos en todas las estaciones (mañana tengo que encontrar algo), y salgo del aire acondicionado pasando junto al conductor del autobús Eureka, que tiene una pierna apoyada en su mastodonte en reposo, ahora rodeado de gaviotas blancas que permanecen inmóviles en la oscuridad.
Otra vez en la abarrotada autopista, repleta de luces. El reloj digital del salpicadero indica las 12.40. Ya es mañana, el 2 de julio, y mis aspiraciones personales ahora se concentran en el sueño, pues lo que queda de mañana será un día difícil incluso si todo va perfectamente en todos los detalles, algo que no pasará; de modo que estoy decidido —a pesar de mi tardía puesta en marcha y todo lo demás— a dar una cabezada en alguna parte de Connecticut para tener la impresión de que he avanzado y animarme a seguir el camino.
Pero la autopista me frustra. Además de la lentitud provocada por el flujo en las entradas, OBRAS, barreras en el carril de la izquierda y un calor mecánico presagio de que toda la costa podría, sencillamente, estallar, hay un aumento compulsivo de la circulación y una desesperación general, como si estar atrapado en New Jersey esta noche significara la muerte segura.
Los coches ya están detenidos mucho antes de la salida 18 este-oeste, donde termina la autopista, y también pasada la salida y más allá, hasta que se pierden de vista en dirección al puente George Washington. Las señales automáticas de encima de los carriles aconsejan a los agotados viajeros: CARRETERAS SATURADAS, TOME RUTAS ALTERNATIVAS. Un consejo más responsable sería: FÍJESE EN QUÉ LÍO SE HA METIDO. VUELVA A CASA. Imagino kilómetros y kilómetros de atascos en la vía que cruza por encima del Bronx (y a mí mismo atrapado sobre la hormigueante e infernal tierra de nadie de abajo), seguidos por accidentes en cadena en la Hutch, un embotellamiento nuevo e interminable en la autopista de peaje, una imprecisa sucesión de rótulos de COMPLETO en todos los moteles hasta Old Saybrook y más allá, que culminará conmigo dormido en el asiento de atrás en alguna área de descanso invadida de mosquitos, donde (en el peor de los casos) es posible me aten y mutilen, me roben y asesinen unos adolescentes angustiados —que me podrían haber seguido desde la Vince—, y que mi cuerpo quede para pasto de los cuervos en la desolación de un pico de Darien, Connecticut.
Total que, como me han aconsejado, tomo un camino alternativo.
Lo que pasa es que no hay una ruta auténticamente alternativa, sólo otra ruta, mucho más larga, difícil de seguir en el mapa, una ruta absurda que va hacia el oeste para llegar al este: cojo la 80, por la que miríadas de coches serpentean hacia el este, sigo rumbo oeste hasta Hackensack, entro en la 17 más allá de Paramus y me meto (¡otra vez!), por el norte, en la carretera panorámica, donde, por raro que parezca, el tráfico es fluido; tras pasar junto a River Edge, Oradell y Westwood, y pagar dos peajes, cruzo la frontera del estado de Nueva York y voy hacia el este, a Nyack y el puente de Tappan Zee; bajo hasta Tarrytown (donde antaño estuvo el hogar de Karl Bemish) y a partir de allí el este se abre ante mí como el norte debió de abrirse en cierta ocasión ante el bueno de Henry Hudson.
Lo que en una noche de verano normal me hubiera costado media hora —del puente George Washington hasta Greenwich y directamente a una estupenda posada con vistas sobre el agua al claro de luna—, me lleva hora y cuarto, y todavía estoy al sur de Katonah, con los ojos picándome y viendo visiones de fantasmas que salen dando saltos de las zanjas y hondonadas; la amenaza de una cabezada involuntaria me obliga a agarrar el volante como un corredor de Le Mans que tiene un ataque al corazón. En varias ocasiones considero la posibilidad de rendirme, pararme en el arcén, entregarme a lo que me tengan preparado los que acechan por la noche en las afueras de Pleasantville y Valhalla: mi coche despojado de las ruedas, el maletero forzado, el equipaje y los carteles de la agencia inmobiliaria esparcidos por doquier, mi cartera robada por sombras con cazadoras de cuero.
Pero estoy demasiado cerca. Y en lugar de seguir por la 287, ancha y segura, hasta la ancha y segura 684, y recorrer los treinta kilómetros de más hasta Danbury (con muchos moteles e incluso algún bar abierto toda la noche), me dirijo hacia el norte en dirección a Katonah, buscando en mi plano del Automóvil Club el camino más corto para Connecticut.
Luego, casi imperceptible, un pequeño cartel de madera —CONNECTICUT— con una pequeña flecha pintada a mano que parece proceder directamente de los años treinta. Sigo la dirección que señala por la NY 35, con los faros iluminando estrechas curvas, bordeadas de muros de piedra y de bosques, hacia Ridgefield, que calculo (las distancias, que parecen largas en el mapa, de hecho son cortas) a unos veinte kilómetros. Y a los diez minutos justos me encuentro allí; el pueblo, dormido, se alza en un bonito y bucólico paisaje, lo que indica que en algún momento he cruzado el límite del estado sin darme cuenta.
Ridgefield, por donde conduzco con cuidado, con los ojos al acecho de policías y moteles, es un pueblo que incluso a la pálida luz de sus farolas de sulfuro de bario recordaría a cualquiera, de no ser alguien que llevara mucho tiempo viviendo allí, a Haddam, New Jersey, sólo que en más rico. Una estrecha calle mayor de estilo inglés, que se inicia en el boscoso extremo sur, lleva a través de un barrio con nogales, cuidados céspedes y casas lujosas de estilos arquitectónicos variados, cada una con un sólido sistema de seguridad; luego zigzaguea por una zona comercial de tiendas estilo Tudor (prósperas agencias inmobiliarias, un concesionario de automóviles, un restaurante japonés, una tienda de artículos de pesca, una tienda de bebidas alcohólicas, una librería). Una extensión de césped rodeada de una valla, en honor de los muertos en el campo de batalla, ocupa el centro del pueblo, flanqueada por iglesias protestantes y dos mansiones más convertidas en bufetes de abogados. El Club de los Leones se reúne los miércoles, y el de los Kiwanis, los jueves. Otras calles, más cortas, se dirigen serpenteando hacia los barrios más modestos, pero también con muchos árboles y calles que se llaman Baldy, Pudding, Toddy Hill, Scarlet Oak y Jasper. Sinceramente, cualquiera de los que viven bajo la carretera que cruza el Bronx se trasladaría aquí si pudiera.
Pero si la atraviesas a las 2.19, la «ciudad» queda atrás antes de que te des cuenta, y te encuentras enseguida en la Route 7, sin haber pasado delante de ningún sitio donde pararse a preguntar, ni haberle echado el ojo a ningún rótulo amistoso de un motel; sólo un par de restaurantes a oscuras (Le Château y Le Périgord), donde un tipo podría disfrutar de una langosta termidor frente a su secretaria, o de un carpaccio de ternera y pescado al horno con su hijo, que está interno en un colegio cercano. Pero no se espere encontrar una habitación. Ridgefield no es un pueblo que invite a quedarse; sus servicios sólo se dirigen a la población local, lo que hace que se me quite cualquier gana de vivir en él.
Exhausto y decepcionado, en el semáforo hago un giro de mala gana hacia la 7, resignado a buscar refugio en Danbury, veinticinco kilómetros más allá y probablemente llena a rebosar de coches los unos pegados a los otros en los aparcamientos a oscuras de los moteles. Lo he hecho todo mal. Haberme quedado como fuera con Sally, o por lo menos haberme detenido en Tarrytown, me hubiera salvado.
Sin embargo, en la penumbra donde la 7 se cruza con el límite municipal de Ridgefield y desaparece en la zona de monte bajo del interior de Connecticut, veo el tembloroso neón rojo que estaba esperando, MOTEL. Y bajo él, en letras más pequeñas y más borrosas, no veo el rótulo de COMPLETO. Me dirijo allí como un misil.
Pero cuando entro en el aparcamiento en forma de media luna (el motel se llama Sea Breeze, aunque no hay ningún mar cerca desde el que sople la brisa), me encuentro con una tremenda conmoción. Los huéspedes del motel han salido de sus habitaciones en batas, zapatillas y camisetas. Hay varios coches de la policía estatal —más destellos azules—, y una enorme ambulancia blanca y naranja, con las luces encendidas y la puerta trasera abierta, parece lista para recibir al pasajero. La intensa iluminación, y el hecho de que todos los movimientos parezcan realizarse allí a cámara lenta, hacen que el aparcamiento se asemeje a un estudio cinematográfico (lo cual no es precisamente lo que yo esperaba), y estoy tentado a seguir conduciendo, aunque eso me condene definitivamente a echar una cabezada en el asiento del coche y a esperar que no me mate alguien.
Toda la actividad de la policía se concentra en uno de los extremos del aparcamiento, delante de la última puerta; de modo que aparco cerca del otro extremo, más allá de recepción, donde están encendidas las luces y se distingue el mostrador por la ventana. Si consigo una habitación lejos de donde está el jaleo, todavía puedo tener un tercio de noche de sueño.
Dentro de la recepción el aire acondicionado está a tope, y un intenso olor a comida procedente de la vivienda, situada más allá de una cortina roja, hace el aire denso y picante. El recepcionista es un tipo delgado con pinta triste del subcontinente indio, cuyos ojos parpadean en mi dirección desde una mesa del otro lado del mostrador. Está hablando por teléfono a una velocidad vertiginosa en un idioma que no reconozco. Sin siquiera hacer una pausa, agarra una pequeña ficha de registro de una pila que tiene delante y la deja encima del cristal del mostrador, donde hay una pluma sujeta con una cadenita. Debajo del cristal han pegado unas instrucciones escritas a mano que no dejan dudas sobre el uso de las habitaciones: prohibidos los animales, las llamadas telefónicas se pagan aparte, prohibido cocinar, prohibido alojarse por horas, prohibidos los huéspedes suplementarios (nada de lo cual entra en mis planes).
El recepcionista, que lleva la camisa blanca reglamentaria de manga corta, con el cuello sucio, y pantalones negros, sigue hablando dominado por una gran agitación e incluso se pone a gritar mientras yo termino de rellenar el formulario y lo empujo hacia él con mi Visa. Al momento deja el auricular, se aclara la voz, se pone de pie y empieza a garabatear en la ficha con su propio bolígrafo. Al parecer, mis necesidades son bastante parecidas a las de los otros clientes, de modo que podemos prescindir de formalidades como el saludo.
—¿Qué es lo que ha pasado en el otro lado? —digo, esperando oír que todo ha terminado y no había nada de qué preocuparse. Posiblemente se trate de un sencillo ejercicio de prácticas de la policía in situ en favor de los notables de Ridgefield.
—No se preocupe —dice el recepcionista, con una voz tan crispada que haría que cualquiera se preocupara—. Ahora ya todo está arreglado.
Pasa mi Visa por el aparato, me lanza una ojeada sin sonreír, se limita a respirar cansinamente, y espera a que los números verdes certifiquen que soy solvente para una factura de 52 dólares con ochenta.
—¿Qué fue lo que pasó?
Finjo que no estoy nada preocupado. El tipo suspira.
—Es mejor que se mantenga al margen.
Las únicas preguntas a las que están acostumbrados a responder son las que se refieren al precio de las habitaciones y a la hora límite para dejarlas. Tiene un largo cuello, muy delgado, que quedaría mejor en una mujer, y unos cuantos pelos en el bigote que le sombrean las comisuras de los labios. No inspira demasiada confianza.
—Simple curiosidad —digo—. No pensaba ir a dar un paseo por allí.
Miro por la ventana, donde las luces de la policía y de la ambulancia todavía horadan la noche. Varios coches se han detenido en la Route 7, y las ráfagas de luz iluminan las caras de los gilipollas que los conducen. Dos agentes de la policía de carreteras de Connecticut, con unos enormes sombreros Stetson, charlan junto a su coche patrulla; tienen los brazos cruzados, y sus tiesos uniformes muy ajustados hacen que parezcan musculosos y severos, aunque indudablemente honestos y justos.
—Parece que a unas personas les robaron allá al fondo —dice el recepcionista, empujando el recibo de la Visa a nombre de Frank Bascombe. En este momento, una mujer baja, de caderas redondas y pelo espeso, con un sari rojo y negro y expresión de enfado, aparece apartando la cortina. Murmura algo al oído del recepcionista y luego desaparece. Por algún motivo, considero que ha estado hablando por medio de una extensión telefónica con la persona con la que hablaba el hombre, al que ahora reclaman de nuevo; posiblemente para seguir cotilleando con unos parientes de Karachi sobre lo que está pasando fuera.
—¿Y cómo pasó? —pregunto mientras escribo mi nombre en la línea de puntos.
—No lo sé —niega con la cabeza, comparando las firmas, luego separa las delicadas hojas del recibo, sin haber prestado la menor atención a la mujer que entró y se fue. La mujer, estoy seguro, es la responsable del apestoso olor a comida—. Se registraron. Al poco hubo un gran lío. Yo no vi lo que pasó.
—¿Han herido a alguien?
Contemplo el recibo de mi Visa, que sigue en su mano, con ganas de no haberlo firmado.
—Podría ser. No lo sé —me tiende la tarjeta, el recibo y una llave—. Recuperará la señal al devolver la llave cuando se marche. La hora límite son las diez.
—Perfecto —digo, y sonrío tristemente, con deseos de seguir hasta Danbury.
—Es en el otro extremo, ¿vale? —dice señalando hacia el ala que yo esperaba, con una sonrisa mecánica que deja a la vista sus dientes pequeños y regulares. Debe de estarse congelando con su camisa de manga corta, aunque retoma el teléfono y se pone a hablar en su enmarañado idioma, pero en voz baja, por si yo sé algo de urdu y me entero de lo que dice.
De vuelta al aparcamiento, la noche y el aire resultan incluso más eléctricos y sobrecalentados. Los demás clientes del motel han empezado a regresar a sus habitaciones, pero en las radios de los policías hay interferencias, el rótulo rojo de MOTEL chisporrotea, y unos ruidos subsónicos todavía más densos vibran desde los coches patrulla y la ambulancia y los coches detenidos en la carretera. Una mofeta se ha asustado, y su olor se difunde desde los árboles más próximos, más allá de las luces. Pienso en Paul, que no está tan lejos de aquí, y deseo que esté bien dormido en la cama, como debería estar yo.
Han abierto la última puerta del motel, y dentro hay una luz violenta, con sombras que se mueven rápidamente. Varios policías, entre ellos los locales, están alrededor de un Chevrolet azul de dos tonos aparcado justamente delante de la habitación, con las cinco puertas abiertas y las luces interiores encendidas. Un remolque con una canoa sujeto al Chevrolet está lleno de objetos para las vacaciones —una bicicleta, esquís náuticos, muebles de jardín atados unos a otros, botellas de aire para bucear y una caseta de perro de madera—. Los agentes locales iluminan el interior con linternas. Un gran Bugs Bunny está sujeto en la ventanilla de atrás del coche con unas ventosas.
—Ya no se está seguro en ninguna parte —dice la voz pastosa de un hombre, lo que hace que me vuelva de un salto. Veo delante de mí a un negro bajo y rechoncho que respira pesadamente y lleva un uniforme verde de Mudanzas Mayflower. Tiene una cartera negra bajo el brazo y encima del bolsillo del pecho, bajo un dibujo del Mayflower en rojo, lleva la palabra Tanks bordada dentro de un óvalo amarillo. Está mirando lo mismo que yo.
Estamos justo detrás de donde tengo aparcado mi Crown Corona, y, en el mismo instante en que veo al hombre, me fijo en su camión de Mudanzas Mayflower aparcado al otro lado de la Route 7, ante un puesto de venta de productos agrícolas de temporada, cerrado a esta hora.
—¿Qué pasa ahí? —digo.
—Dos chavales entraron en la habitación del dueño de ese Chevrolet y le robaron. Luego mataron al tipo. Los tienen allí —señala—, en aquel coche de la policía. Debería acercárseles alguien y meterles una bala en la cabeza, para terminar con todo esto de una vez —el señor Tanks (¿apellido, nombre, apodo?) vuelve a resoplar como una foca. Tiene una cara alargada de alero tres cuartos de fútbol americano, una nariz gruesa con los agujeros dilatados y unos ojos hundidos casi invisibles. Su uniforme incluye unos pantalones cortos verdes que apenas pueden contener su culo y sus muslos, y unos calcetines de nailon negros hasta las rodillas que hacen destacar sus voluminosas pantorrillas. Me llega a los hombros, pero no es difícil imaginarle cargando un armario o una cocina mientras baja unos tramos de escalera.
Los dos policías de tráfico hacen guardia al lado de su coche, que está parado justamente en mitad del aparcamiento con los faros encendidos. Por la ventanilla trasera puedo distinguir en la penumbra una cara pálida, y luego otra, las de unos chicos echados hacia adelante de un modo que indica que están esposados. Ninguno de los dos habla, y parecen observar a los policías. Diría que el chico al que puedo ver con más claridad se ha sonreído como respuesta al dedo del señor Tanks que le señaló.
La visión de las dos caras, sin embargo, me provoca un nerviosismo repentino, como si tuviera el aspa de un ventilador girándome dentro de la tripa.
—¿Cómo saben que lo hicieron ellos?
—Porque se largaban corriendo, por eso —dice el señor Tanks, muy seguro—. Yo iba por la Route 7 y el coche patrulla me adelantó a ciento cincuenta kilómetros hora. Y a los tres kilómetros allí estaban todos. Los dos chavales echados sobre el capó. Habían pasado cinco minutos. Me lo contó el agente —el señor Tanks vuelve a respirar amenazadoramente. Su intenso olor a camionero se mezcla con un agradable aroma de cuero y otro olor que debe de proceder del relleno de las cajas de embalaje—. Son de Bridgeport —murmura, pronunciando «port» como «pot»—. Mataron por matar.
—¿De dónde son los otros? —digo.
—Creo que de Utah —se queda un momento en silencio. Luego dice—: Remolcaban esa canoa.
Justo entonces, los dos encargados de la ambulancia, con camisa roja, aparecen a la puerta del motel, arrastrando una camilla metálica plegable. Una bolsa negra de plástico alargada, que muy bien podría contener un juego de palos de golf, aunque dentro se adivina un cuerpo, está sujeta encima. Un momento después, un blanco de baja estatura, cuello grueso y cara de pocos amigos, con una camisa blanca de manga corta y corbata, una pistola en la cintura y una insignia colgada del cuello por un cordón, acompaña a una mujer rubia con un fino vestido azul estampado; la agarra por el antebrazo como si la llevara detenida. Se dirigen rápidamente hacia el coche de la patrulla de tráfico, donde uno de los agentes abre la puerta de atrás y se dispone a sacar al chico que sonreía antes. Pero el inspector dice algo, y el agente se limita a hacerse a un lado y deja al chico dentro mientras el otro agente saca una linterna.
El inspector conduce a la rubia hasta la puerta abierta del coche. La mujer parece que vacila un poco. El agente dirige la luz de la linterna a la cara del chico que está más cerca. Tiene la piel grisácea y parece empapado de sudor incluso desde aquí; lleva el pelo casi afeitado por los lados pero largo en la nuca. Mira directamente a la luz como si no le importara mostrar todo lo que hay que saber de él.
La mujer se limita a echarle una ojeada, luego aparta la cabeza. El chico dice algo —veo que mueve los labios—, y la mujer también le dice algo al inspector. Luego los dos se vuelven y regresan andando apresuradamente hacia la habitación. Los agentes uniformados cierran rápidamente la puerta del coche, luego saltan al asiento delantero por los dos lados. La sirena lanza un agudo aullido, la luz azul destella una vez, y el coche —un Crown Vic, como el mío— avanza lentamente unos metros antes de que el motor se ponga a rugir, le rechinen los neumáticos y salga disparado por la Route 7, en la que desaparece en dirección norte, mientras se vuelve a oír la sirena, aunque el coche ya se ha perdido de vista.
—¿Hacia dónde se dirige usted? —dice el señor Tanks con su desagradable voz. Desenvuelve cuidadosamente dos barras de chicle y se las mete a la vez en su enorme boca. Vuelve a agarrar el maletín.
—A Deep River —digo yo, casi mudo debido a lo que he presenciado—. Voy a recoger a mi hijo.
La tensión nerviosa del estómago se me ha calmado.
Los que miraban desde la Route 7 empiezan a marcharse. La ambulancia, ahora cerrada, con las luces interiores apagadas, se aleja lentamente marcha atrás de la puerta de la habitación y luego desaparece en la misma dirección en la que se han ido los policías —hacia Danbury, supongo—, con las luces plateadas y rojas destellando, pero sin hacer sonar la sirena.
—¿Y luego adónde irán los dos?
Hace una bola con el envoltorio y mastica enérgicamente. Lleva un enorme y grueso anillo de oro con un diamante incrustado en el anular de la mano derecha, de esos que las personas tan voluminosas como él encargan a la medida o reciben como premio por ganar la Super Bowl.
—Vamos a ver el Salón de la Fama del béisbol —digo, mirándole amablemente—. ¿Ha estado allí alguna vez?
—No —dice, negando con la cabeza, mientras su boca despide un intenso olor a menta azucarada. El señor Tanks lleva el pelo, que es negro y duro, corto, aunque no le crece en toda la cabeza por igual. Islas de piel morena aparecen acá y allá, haciendo que parezca mayor de lo que es. Probablemente tengamos la misma edad—. ¿A qué se dedica usted?
Las letras rojas de neón del rótulo de MOTEL se apagan, y son remplazadas por un simple COMPLETO que chisporrotea. El recepcionista baja las persianas dentro de la oficina, las asegura y, casi de inmediato, las luces del interior se apagan.
No estamos trabando conocimiento, me doy cuenta, sólo damos testimonio, a dos voces, del carácter peligroso de la vida y de lo incierto de nuestras respectivas presencias en ella. Aparte de eso, no existen motivos para que sigamos aquí juntos.
—Soy agente inmobiliario —digo—, en Haddam, New Jersey. Como a unas dos horas y media de aquí.
—Es una ciudad de ricos —dice el señor Tanks, que sigue masticando rápidamente.
—Viven en ella algunas personas ricas —digo—. Pero otros se limitan a vender propiedades. ¿Dónde vive usted?
—Estoy divorciado —dice el señor Tanks—. Prácticamente vivo en ese camión.
Gira su gran cara en dirección al vehículo.
Allá en las sombras, el enorme camión con remolque del señor Tanks lleva un garboso navío, el Mayflower, en verde sobre un mar amarillo. Casi es lo más patriótico que he visto en la zona de Ridgefield. Me imagino al señor Tanks tumbado en su cabina de alta tecnología, vestido (no sé por qué) con un pijama rojo de seda, con unos auriculares puestos con los que escucha un CD de Al Hibbler, mientras hojea un Playboy o un Smithsonian y mordisquea un sandwich adquirido en algún punto de la carretera que ha calentado en su minimicroondas. Es tan bueno como lo que hago yo. Posiblemente los Markham debieran considerar llevar una vida de camioneros en lugar de instalarse en una urbanización residencial.
—No parece tan malo —digo.
—Envejece. Los espacios estrechos envejecen —dice. El señor Tanks debe de pesar ciento treinta kilos—. Tengo una casa en Alhambra.
—¿Es allí donde vive su mujer?
—Mmm —gruñe el señor Tanks—. Mis muebles siguen allí. Me paso por casa de vez en cuando, cada vez que la echo de menos.
Ante la habitación iluminada donde ha tenido lugar el asesinato, los agentes de la policía local cierran las puertas del Chevrolet y vuelven adentro, hablando tranquilamente, con los sombreros echados hacia atrás. El señor Tanks y yo somos los únicos espectadores que quedan. Estoy seguro de que son cerca de las tres de la madrugada. Tengo muchas ganas de meterme en la cama y dormir, aunque no quiero dejar solo al señor Tanks.
—Deje que le haga una pregunta —el señor Tanks sigue con la cartera debajo de su gigantesco brazo y masca seriamente su chicle—. Ya que ahora se dedica a cuestiones inmobiliarias —¡como si sólo llevara quince días en el negocio! No me mira. Puede que le dé corte dirigirse a mí en términos profesionales—, estoy pensando en vender mi casa.
Clava la vista en las tinieblas.
—¿La de Alhambra?
—Mmm.
Vuelve a respirar ruidosamente.
—En California están subiendo los precios, si es eso lo que quiere saber.
—La compré en el setenta y seis.
Otro gran suspiro.
—Entonces le irá bien —digo, aunque no sé por qué, pues nunca he estado en Alhambra, y desconozco los impuestos municipales, la composición racial, el estado de la casa o la situación del mercado. Y probablemente visitaré la Alhambra de verdad antes que la Alhambra del señor Tanks.
—Lo que me estoy preguntando es —dice el señor Tanks, y se pasa una mano enorme por la cara— si debería trasladarme aquí.
—¿A Ridgefield?
No parece que estén hechos el uno para el otro.
—No importa adónde.
—¿Tiene familia o amigos aquí?
—No.
—¿La sede social de Mayflower está por aquí?
Niega con la cabeza.
—A ellos no les importa dónde vive uno. Sólo que conduzca sus camiones.
Miro al señor Tanks con curiosidad.
—¿Le gusta esta zona?
Me refiero a la zona de Delaware-Maryland-Virginia, desde el Water Gap hasta Block Island.
—Está bastante bien —dice. Sus ojos hundidos se estrechan y parpadean en mi dirección, como si sospechara que me estoy burlando de él.
¡Nada de eso! Entiendo (creo) perfectamente bien adónde quiere llegar. Si me hubiera contestado del modo habitual —que su tía Pansy vivía en Brockton, o su hermano Sherman en Trenton, o que acariciaba la esperanza de ocupar un puesto directivo dentro de Mayflower, en la sede social, digamos, de Frederick, Maryland, o Ayer, Massachusetts, y necesitaba trasladarse a un sitio más cercano—, habría tenido todo el sentido del mundo. Aunque habría tenido muchísimo menos interés desde el punto de vista humano. Pero, si estoy en lo cierto, su pregunta está mucho más relacionada con lo profético o lo oracular que con cualquier otra cosa, y tiene más que ver con lo que pueda depararle el destino que con la economía local o la caída del precio del metro cuadrado en el complejo urbano de Hartford-Waterbury.
Su intención, de hecho, se parece a los soliloquios que mantenemos a veces y que, caso de dar con las respuestas adecuadas, pueden hacer surgir hermosas sensaciones de comunión con uno mismo como la que sentí yo al volver de Francia hace ya cuatro años: cuando todo brilla a tu alrededor, y todo lo que haces parece guiado por un cálido e invisible rayo astral que sale de un punto demasiado lejano del espacio para poder situarlo, pero que te guía al lugar —si eres capaz de seguirlo y mantener la dirección— en el que sabes que quieres estar. Los cristianos tienen su versión, menos alegre, de ese rayo; también los jainistas. Probablemente la tengan también los patinadores sobre hielo, los domadores de caballos salvajes y los psicólogos especializados en atender a personas que acaban de sufrir una desgracia familiar. El señor Tanks forma parte de la multitud de los que buscan, con esperanza, salir de una situación de la que están cansados para acceder a algo mejor, y quiere saber lo que debería hacer; una cuestión seria.
A mí, desde luego, me gustaría ayudarle a aclarar sus ideas, pero evitando al mismo tiempo que pudiera sentir el temor de que yo fuera peligroso o un tiburón en cuestiones inmobiliarias o un homosexual con apetitos endomórficos interraciales. En su sentido más generoso, una ayuda semejante está en el corazón de la profesión de agente inmobiliario.
Me cruzo de brazos y me hago a un lado de modo que el muslo se apoye en la parte trasera de mi Crown Victoria. Espero unos cuantos segundos, luego digo:
—Creo saber exactamente adónde quiere llegar.
—¿Sobre qué? —dice el señor Tanks, desconfiado.
—Sobre el sitio en el que debería vivir —digo, del modo menos agresivo, menos atiburonado y menos homofílico posible.
—Sí, pero eso no es lo verdaderamente importante —dice el señor Tanks, dejando a un lado la cuestión ahora que ha salido a relucir—. Pero vale —dice, demostrando interés—. Me gustaría instalarme en otro sitio, ¿sabe? Tener vecinos.
—¿Le gustaría vivir ahí? —digo, con un tono profesional y competente—. ¿O sólo sería un sitio para sus muebles?
—Viviría ahí —dice el señor Tanks, y asiente con la cabeza, alzando la vista al cielo como si deseara vislumbrar su futuro—. Si el sitio me gustara, no me importaría que incuso fuera un lugar donde hubiera vivido antes. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Bastante bien —digo, y quiero decir «perfectamente».
—La Costa Este me parece algo así como mi casa.
De pronto, el señor Tanks vuelve la cabeza hacia su camión como si hubiera oído un ruido y temiera ver que alguien trepaba por el costado, dispuesto a entrar en la cabina y robarle la tele. Pero no hay nadie.
—¿Dónde se ha criado usted? —digo.
Él continúa mirando fijamente su camión, sin prestarme atención.
—En Michigan. Mi padre era masajista. No había muchos negros que se dedicaran a eso.
—Apuesto lo que sea a que no. ¿Y le gusta aquella zona?
—Sí. Me encanta.
No tiene sentido confiarle que yo he vivido allí ni que probablemente tengamos experiencias comunes. Un divorcio, para empezar. Mis recuerdos, en cualquier caso, es muy posible que entraran en conflicto con los suyos.
—Entonces, ¿por qué no vuelve allí y compra una casa? ¿O se construye una? No me parece que haya ningún problema.
El señor Tanks se vuelve y me mira cansinamente, como si yo le acusara de tener un problema mental.
—Mi ex mujer vive ahora allí. La cosa no funcionaría.
—¿Tiene hijos?
—No. Por eso no he estado en el Salón de la Fama.
Frunce sus gruesas cejas. ¿Qué me importa si tiene hijos o no?
—Bien. Sólo le diré esto —todavía me apetece animar al señor Tanks ofreciéndole algunos datos útiles para que piense qué hacer después. De hecho, siento cierta ansiedad al pensar que quizá no se dé cuenta de que comprendo lo que siente porque yo mismo lo he sentido. No hay mayor desilusión que la incapacidad para compartir con otra persona un conocimiento que consideramos esencial—. Sólo quiero decir esto —vuelvo a empezar, corrigiéndome—. En la actualidad vendo casas y vivo en una ciudad bastante agradable. Vamos a tener un aumento de precios y creo que las tasas de interés se van a disparar hacia fines de año o puede que incluso antes.
—Es un sitio para ricos. Ya he estado allí. Me he ocupado del traslado de las cosas de la madre de un jugador de baloncesto a una casa enorme. Luego las volví a trasladar un año después.
—Tiene razón, no es barato. Pero déjeme decirle que la mayoría de los especialistas cree que un precio de compra dos veces y media superior a los ingresos anuales antes de pagar los impuestos representa una carga hipotecaria razonable. Y ahora mismo tengo casas en Haddam —todas enseñadas a los Markham, todas inmediatamente rechazadas— a doscientos cincuenta mil. Y habrá más dentro de poco. Y estoy convencido de que a largo plazo, tanto si gana Dukakis como si lo hacen Bush o Jackson —muy poco probable—, los precios se mantendrán altos en New Jersey.
—Vaya, vaya —dice el señor Tanks, haciendo que me sienta un auténtico tiburón en cuestiones inmobiliarias (lo que cualquiera que esté en el negocio inmobiliario probablemente es).
Sólo que mi punto de vista es: si le vendo a alguien una casa en una ciudad donde la vida es tolerable, le hago un gran favor. Y si trato de venderla y no lo consigo, es que el cliente desea algo mejor (suponiendo que tenga los posibles). Además, no me gusta la idea de la segregación racial, de la que el señor Tanks es probable que tenga experiencia. Yo quiero garantizar los mismos derechos y libertades para todos. Y si eso significa vender la tierra de New Jersey como rosquillas para que todos tengan su parte, que así sea. En cualquier caso, dentro de cien años todos calvos.
En otras palabras, no pienso (no puedo) tener demasiados escrúpulos. Y el señor Tanks sería una buena adquisición para Cleveland Street, donde sería bien recibido, siempre y cuando su bolsillo se lo permitiera (tendría, claro está, que aparcar su camión en otra parte). Y no puedo hacerle ningún favor a nadie si primero no trato de interesarle.
—¿Qué es lo peor de ser agente inmobiliario?
Vuelve a mirar a otra parte: por encima de la hilera de tejados del Sea Breeze hacia donde la luna ha ascendido en el cielo y tiene un halo borroso. Ahora el señor Tanks me indica que no está dispuesto a comprar una casa en New Jersey. A lo mejor mantiene con todo el mundo conversaciones como ésta (su «truco» es lamentarse porque le gustaría vivir en un sitio mejor), y yo le he echado a perder la diversión tratando de imaginar dónde y cómo. Puede que le guste dedicar su vida a llevar los trastos de la gente de un lado para otro.
—Me llamo Frank Bascombe, por cierto.
En un gesto de hola y adiós, tiendo la mano hacia la voluminosa barriga del señor Tanks. Se limita a tocarme apresuradamente los dedos. Por más que el señor Tanks tenga el aspecto de un alero del equipo del viejo Vince, allá en los tiempos gloriosos de Bart Starr-Fuzzy Thurston, estrecha la mano como una chica que se pone de largo.
—Tanks —es lo único que gruñe.
—Bueno, de hecho, no sé si tiene algo malo —digo, refiriéndome a su pregunta sobre los agentes inmobiliarios, al tiempo que siento un tremendo agotamiento y la dolorosa necesidad de dormir—. Cuando no me gusta demasiado, trato de olvidarlo y me quedo en casa leyendo un libro. Quizá lo peor que tiene es que a veces hay que tratar con clientes que creen que quieres venderles una casa que no les gusta, o que no te importa que les guste o no. Lo cual nunca es verdad.
Me paso la mano por la cara y me levanto los párpados para mantenerlos abiertos.
—No le gusta que le interpreten mal, ¿verdad?
El señor Tanks parece divertido. Hace un extraño sonido en el fondo de la garganta que me pone incómodo.
—Supongo que no.
—Yo imaginaba que todos ustedes eran timadores —dice el señor Tanks, como si hablara de otra cosa con otra persona—. Como los vendedores de coches de segunda mano, sólo que venden casas. O los de las pompas fúnebres. Algo así.
—Hay personas que piensan así, supongo —se me ocurre que en este momento estamos a medio metro de mi maletero lleno de carteles de la inmobiliaria, formularios en blanco, folletos, recibos para los pagos, anuncios, cartelitos de PRECIO REBAJADO y VENDIDO. Los útiles de un timador, para el señor Tanks—. De hecho, una de las cuestiones principales es evitar las malas interpretaciones. No quisiera hacerle nada a nadie que no quisiera que me hicieran a mí… al menos, en lo que se refiere al negocio inmobiliario.
Esto no ha sonado bien (debido al agotamiento).
—Mmmm —es todo lo que responde el señor Tanks. Nuestro periodo como testigos de la rareza del mundo casi ha terminado.
De pronto, por la puerta iluminada y que hemos estado mirando, salen dos agentes uniformados de la policía local, seguidos del inspector rechoncho, al que sigue una mujer policía de uniforme que coge del brazo a la joven esposa vestida de azul, que a su vez lleva cogida de la mano a una menuda niña rubia, la cual mira aprensiva a la noche que la rodea y a la habitación que deja a sus espaldas, aunque de pronto, como si recordara algo, se vuelve y alza la vista hacia el Bugs Bunny pegado en el cristal del coche. La niña lleva unos pantalones amarillos muy limpios, playeras y calcetines blancos, y un jersey color rosa intenso que tiene un corazón rojo en la parte delantera como si fuera una diana. Es un poco patizamba. Cuando pasea la vista alrededor y no reconoce a nadie, se queda mirando al señor Tanks mientras la hacen atravesar el aparcamiento hasta un vehículo de aspecto anónimo que las llevará a ella y a su madre a otro sitio, a otra ciudad de Connecticut donde no haya pasado una cosa tan terrible. Y una vez allí, a dormir.
Han dejado la puerta de la habitación abierta de par en par y la canoa abandonada, llena de cosas que alguien podría robar y que deberían ponerse en lugar seguro. (Eso me habría despertado, lleno de preocupación, en plena noche, allá por 1984, aunque hubieran asesinado a la persona de la que estaba enamorado.)
Pero en el momento mismo en que la joven se mete en el coche oscuro, vuelve la vista hacia su habitación, su coche y el Sea Breeze, y luego hacia la izquierda, al señor Tanks y a mí, sus compañeros, hasta cierto punto, que la miran con una compasión distante mientras ella afronta el dolor y la confusión y la pérdida completamente sola y de golpe. Alza la cara y la luz se la ilumina de tal modo que veo la expresión de sobresalto de sus frescos rasgos jóvenes. Ha tenido el primer atisbo, la primera visión borrosa, de que se ha desvanecido la vida que llevaba tan sólo dos horas antes, de que ha entrado en una nueva red de relaciones, donde la desconfianza es a la vez sustancia y vínculo de unión. (La suya no es una expresión distinta de la de la cara del chico que mató a su marido.) Yo, naturalmente, podría establecer un contacto con ella; una palabra, una mirada. Pero sólo sería algo momentáneo, mientras que lo que ahora necesita es la desconfianza, que es lo que empieza a nacer en ella. Recibir una lección de desconfianza cuando se es joven no es lo peor que te puede ocurrir.
Su rostro desaparece dentro del coche patrulla. La puerta se cierra con fuerza y medio minuto después todos se han ido —los agentes de la policía local delante, en su coche patrulla que lanza destellos azules, y detrás el coche anónimo conducido por la mujer policía— en la misma dirección que la ambulancia. Nuevamente se oye, cuando todos se han perdido de vista tragados por los matorrales, una sirena. Esta noche no volverán.
—Apuesto lo que sea a que tienen el seguro en regla —dice el señor Tanks—. Son mormones. Siempre pagan a su debido tiempo. Esa gente nunca descuida nada —consulta el reloj de pulsera, sepultado en su poderoso brazo. Para él, la hora no significa nada. No sé por qué está tan convencido de que son mormones—. ¿Sabe cómo evitar que un mormón le robe el sandwich a uno cuando va de pesca?
—¿Cómo?
Es un momento raro para un chiste.
—Lleve a otro mormón con usted.
El señor Tanks hace nuevamente el extraño ruido en el fondo de la garganta. Es su modo de resolver lo insoluble.
Por un momento, se me ocurre la idea —debido a su opinión de que los agentes inmobiliarios somos primos hermanos de los vendedores de coches de segunda mano que trucan los cuentakilómetros y de los promotores funerarios que estafan a sus clientes— de preguntarle su opinión sobre los conductores de camiones de mudanzas. Oímos muchas opiniones malas sobre ellos en mi profesión, donde por lo general se les considera el punto débil de la industria de las mudanzas. Pero estoy seguro de que no tendría opinión. Me sorprendería que el señor Tanks practicara la visión analítica aplicada a su persona. Sin duda, le gusta más concentrarse en lo que pasa más allá de su parabrisas. En eso es como los de Vermont.
Entre los espesos árboles detrás del Sea Breeze oigo ladrar a un perro, puede que a la mofeta, y en otro lugar, más débil, suena un teléfono. El señor Tanks y yo no hemos compartido gran cosa, a pesar de mis buenos deseos. No estamos, me temo, en la misma longitud de onda.
—Creo que me voy a la cama —digo, como si se me acabara de ocurrir la idea. Le dirijo una sonrisa superficial.
—Hablando de ser mal interpretado y de no ser mal interpretado…
Al señor Tanks todavía no se le ha olvidado nuestra conversación de antes (una sorpresa).
—Cierto —digo yo, sin saber lo que es cierto.
—… a lo mejor me paso por New Jersey y le compro una casa —anuncia con tono regio. Ya he empezado a dirigirme a mi habitación.
—Espero que lo haga. Sería estupendo.
—En esos barrios tan lujosos, ¿me encontraría un lugar donde aparcar el camión?
—Podría llevarnos algún tiempo —digo—, pero encontraríamos algo.
Un sitio en Kendall Park, por ejemplo.
—Así que eso podría arreglarse, ¿verdad?
El señor Tanks suelta un bostezo cavernoso y cierra los ojos, mientras alza su enorme cabeza mirando a la luna.
—Sin duda. ¿Dónde aparca en Alhambra?
Se vuelve y advierte que empiezo a alejarme.
—¿Hay negros en el barrio de New Jersey donde vive usted?
—A montones.
El señor Tanks me mira de hito en hito, y yo, claro, a pesar de lo dormido que estoy, siento profundamente haber dicho eso, pero no hay modo de borrar mis palabras. Me limito a pararme, con un pie en la acera del Sea Breeze, y miro desvalido el mundo y el destino.
—Porque no me gustaría ser la única oveja negra del rebaño, ¿sabe?
El señor Tanks parece decidido, aunque sólo sea momentáneamente, a considerar el traslado, emprendiendo una vida en New Jersey, a kilómetros y kilómetros del aislamiento de Alhambra, y del Michigan sin luz y glacial.
—Apuesto lo que sea a que se encontraría bien allí —digo, estúpidamente.
—A lo mejor me paso a hacerle una visita —dice el señor Tanks.
También él se aleja con paso vivo; sus cortas piernas embutidas en los pantalones cortos verdes, gruesas como barriles de cerveza, están muy juntas en las rodillas, como si no estuviera acostumbrado a caminar deprisa, y balancea sus enormes brazos aunque tiene la cartera aplastada debajo de uno de ellos.
—Sería estupendo.
Debería darle mi tarjeta para que me pueda llamar si se presenta a deshora en Haddam y no encuentra sitio donde aparcar o nadie que pueda ayudarle. Pero ya ha metido la llave en la cerradura. Su habitación está a tres puertas del escenario del crimen. Se enciende una luz. Y antes de que pueda llamarle y mencionarle lo de mi tarjeta o decir «Buenas noches», o lo que sea, ha cruzado la puerta, que cierra tras de sí rápidamente.
En mi habitación doble del Sea Breeze pongo el aire acondicionado en «medio», apago la luz y me meto en la cama lo más deprisa que puedo, rezando por dormirme enseguida, algo que parecía tan irresistible hace diez minutos o una hora. Me domina la idea de que debería llamar a Sally. (¿Qué importa que sean las tres y media? Tengo que hacer una oferta importante.) Pero el teléfono de la habitación pasa por la centralita del pakistaní, y todo el mundo lleva ya tiempo dormido.
Y además, y por primera vez —no hoy, sino desde mi conversación telefónica con Ann en la autopista de peaje—, pienso angustiado en Paul, asediado en este momento por problemas fantasmales y de la vida real, y con una citación de los tribunales como su rito oficial de iniciación a una vida adulta. Desearía para él algo mejor. Aunque también querría que dejara de romperle la crisma a la gente con toletes y divertirse robando condones y peleándose con guardias de seguridad; aparte de lamentarse por perros que llevan muertos una década y de ladrar para que vuelvan. El doctor Stopler dice (con arrogancia) que Paul tal vez manifieste así su pesar por no ser el chico que esperábamos que fuera. Pero yo no sé quién es o era ese chico (a no ser que Paul piense que esperábamos que fuera como su hermano muerto, lo cual no es cierto). Mi intención ha sido en todo momento reforzar la estructura de su personalidad, sea ésta la que sea, cada vez que nos vemos, y eso que no siempre es el mismo chico, y que debido a que sólo me ocupo de él esporádicamente, lo más probable es que no haya realizado mi tarea con la suficiente constancia. De modo que es evidente que debo hacer las cosas mejor, convencerme de que mi hijo necesita algo que sólo yo le puedo proporcionar (aunque no sea cierto) y luego tratar con todas mis fuerzas de imaginarme en qué consiste eso.
Y entonces llega un sueño ligero, que es más un enfrentamiento del sueño contra el insomnio que auténtico descanso, pero en el que, como consecuencia de mi reciente contacto con la muerte, sueño o pienso medio dormido en Clair y en nuestro delicioso idilio invernal, que se inició a los cuatro meses de que ella llegara a nuestra agencia y terminó tres meses más tarde, cuando conoció al abogado negro, serio y de más edad, que era perfecto para ella, y convirtió los pequeños placeres de mi compañía en exceso de equipaje.
Clair era una persona atractiva, con grandes ojos pardos, cortas y musculosas piernas que se ensanchaban un poco por arriba pero no se ablandaban, dientes blanquísimos con unos labios pintados de rojo que hacían su sonrisa todavía más amplia (incluso cuando no estaba contenta), y un pelo peinado como un merengue aplastado que ella y sus amigas de Spelman habían copiado de Miss Black América y que resistía noches haciendo el amor ardientemente. Tenía una voz aguda, segura de sí misma, cantarina, con algo del ceceo de Alabama, y llevaba faldas ajustadas de lana, pantalones que le moldeaban las piernas y jerséis de cachemira en tonos claros que resaltaban su maravillosa piel de ébano de un modo que, cada vez que yo veía un centímetro de más de esa piel, me moría de ganas de estar a solas con ella. (En muchos aspectos, se vestía y comportaba exactamente igual que las chicas blancas de Biloxi que yo conocí cuando estuve en Gulf Pines, allá por 1960, y por este motivo me resultaba pasada de moda y familiar.)
Debido a una estricta educación familiar, cristiana y de estilo campesino, Clair era inquebrantable en su exigencia de mantener nuestra relación sólo entre nosotros dos, mientras que yo carecía de toda mala conciencia y, en especial, no me molestaba nada ser un blanco de cuarenta y dos años, divorciado, encaprichado con una negra de veinticinco con hijos (es discutible que hubiera podido haber evitado todo el asunto por cuestiones profesionales y mezquinos motivos provincianos, pero no lo evité). Para mí era tan natural como que creciera la hierba, y me entregaba a esas efusiones inocentes disfrutando de ellas del mismo modo en que se disfruta en una reunión de antiguos alumnos del instituto donde te encuentras con una chica a la que por aquel entonces nadie consideraba guapa, pero que ahora te parece la chica más linda que has soñado nunca, y como eres el único a quien se lo parece, la tienes toda para ti.
Para Clair, sin embargo, nuestra relación estaba marcada por una «sombra» (su expresión de Alabama para indicar «culpabilidad»), lo que contribuía a hacerla más excitante, desde mi punto de vista, aunque desde el suyo resultaba absolutamente condenable y maldita, de modo que no quería ni que su ex marido, Vernell, ni su madre, en Talladega, llegaran a enterarse nunca de ella. Total, que nuestros momentos más íntimos tenían lugar a escondidas: el Civic azul de Clair entraba furtivamente en mi garaje de Cleveland Street una vez que la noche había caído, y ella se deslizaba en mi casa por la puerta de atrás; o, peor aún, nos citábamos para cenar juntos, cogernos disimuladamente de la mano y achucharnos un poco en locales públicos de lo más siniestro como el HoJo’s, de Hightstown, el Red Lobster, de Trenton, o el Embars, de Yardley, donde Clair se sentía completamente invisible y cómoda, y donde tomaba Fuzzy Navels hasta ponerse a reír sin medida; luego nos metíamos en el coche y ella se abandonaba en la oscuridad hasta que teníamos los labios entumecidos y el cuerpo hecho papilla.
Con todo, también pasábamos muchos domingos de invierno, nublados y vulgares, con sus hijos, paseando por las dos orillas del Delaware, recorriendo el camino de sirga, contemplando las agradables, pero no espectaculares, vistas del río, como cualquier pareja moderna a la que los avatares de la vida han hecho unirse y cuya notable serenidad para enfrentarse a los prejuicios sociales ejercía un efecto eufórico en todos los que nos veían sentados en el Appleby’s, de New Hope, o haciendo cola en la tienda de yogures. Muchas veces le hice notar que ella y yo éramos la encarnación de la unidad familiar culturalmente diversa y de gran complejidad ética que millones de norteamericanos blancos liberales deseaban ardientemente que se hiciera realidad, y que toda aquella cuestión hacía que me sintiera bien, aparte de resultarme divertida. A ella, sin embargo, no le gustaba este punto de vista y decía que lo único que hacía era «llamar la atención». Y es probable que por ese motivo (y no es nimio) no disfrutáramos más prolongadamente de nuestra relación.
La cuestión racial, por descontado, oficialmente no era el problema fundamental. Clair mantenía que era mi desdichada edad lo que nos impedía tener un futuro real que, de vez en cuando, yo no dejaba de desear de mala manera. Nos instalamos en una comedia intrascendente en la que yo interpretaba el papel del profesor blanco, de edad madura pero encantadoramente cachondo, que había sacrificado una vida anterior de éxito pero desesperadamente pesada, para «dedicar» los años productivos que le quedaban a una universidad privada (de una sola persona), donde Clair era la estudiante hermosa, inteligente, voluble, levemente ingenua pero animosa, y básicamente de buen corazón, que se daba cuenta de que ambos compartíamos unos ideales nobles, aunque sin futuro, y que por simple caridad humana estaba dispuesta a mantener unas relaciones amorosas en secreto conmigo, de manera intensa pero condenada al fracaso (debido a nuestras respectivas edades), y a contemplar mi cara que envejecía ante un pescado pasado o unas tortitas grasientas en siniestras sucursales de cadenas de comida rápida, mientras hacía creer a todos los que la conocían que una cosa así era imposible. (No engañaba a nadie ni un solo minuto, claro, como me informó Shax Murphy —con un guiño que no me gustó nada— al día siguiente del entierro de Clair.)
Los sentimientos de Clair eran inquebrantables, sencilla e ingenuamente establecidos: estábamos absurdamente inadaptados el uno para el otro, y nuestras relaciones no durarían la temporada entera; aunque esta relación errónea le venía bien para superar unos momentos difíciles en que sus finanzas iban mal, sus emociones estaban confusas, no conocía a nadie de Haddam y era demasiado orgullosa para volver a Alabama. (El doctor Stopler probablemente diría que tenía una herida que cauterizar y que me utilizó como cauterio.) Mientras que, para mí, dejadas de lado las fantasías de duración, tal y como ella pedía, Clair hacía que mi vida de soltero fuera interesante, entretenida y con un exotismo atrayente de mil emocionantes maneras, suscitando mi intensa admiración y manteniéndome de buen humor, mientras me aclimataba a la profesión de agente inmobiliario y a la ausencia de mis hijos.
—Fíjate, cuando estaba en la universidad —me dijo Clair una vez, con su aguda voz tan deliciosamente modulada (estábamos completamente desnudos, tumbados a la luz de la tarde en el dormitorio principal del piso de arriba de la antigua casa de mi ex mujer)—, todas solíamos morirnos de risa ante la idea de ligarnos a un blanco rico y viejo. Algo así como un director de banco muy gordo o un importante político. Eran nuestras bromas crueles, ¿entiendes? Como: «Cuando estés casada con ese viejo blanco idiota», te iba a pasar esto o aquello. Por ejemplo, nos iba a regalar un coche nuevo o pagarnos un viaje a Europa, y luego se la pegaríamos. Ya sabes cómo son las chicas.
—Más o menos —dije, pensando, claro, que yo tenía una hija pero no sabía cómo eran las chicas, a no ser que la mía probablemente un día sería igual que Clair: dulce, segura de todo, básicamente desconfiada por muy sensatas razones—. ¿Qué es lo que tenemos de malo nosotros, los blancos viejos?
—Bueno, ya sabes —dijo Clair, apoyándose en su puntiagudo codo y mirándome como si yo acabara de aparecer en la superficie de la tierra y necesitara unos cuantos consejos—. Sois todos aburridos. Los blancos son aburridos. Tú sólo eres algo mejor que los demás. Por ahora.
—Uno se vuelve más interesante a medida que va viviendo, me parece —dije, queriendo defender a mi raza y a los de mi edad—. A lo mejor por eso aprenderás a quererme cada vez más, y no cada vez menos, y no serás capaz de vivir sin mí.
—No, no, estás equivocado —dijo ella, pensando, estoy seguro, en su propia vida, que hasta la fecha no había sido un camino de rosas, aunque, habría añadido yo, se empezaba a enderezar. Era cierto, sin embargo, que Clair pensaba muy poco en mí, y durante el tiempo que nos conocimos nunca me hizo más de cinco preguntas sobre mis hijos o mi vida de antes de que nos conociéramos. (Con todo, eso nunca me importó, pues estaba seguro de que un poco de exégesis personal sólo habría demostrado lo que ella ya esperaba.)
—Si no nos volviéramos más interesantes —dije yo, contento de ampliar una cuestión discutible—, toda la demás mierda que la vida nos suelta podría mandarnos fuera de ella.
—Nosotros, los baptistas, no creemos eso, aunque… —dijo ella, alargando el brazo sobre mi pecho y hundiendo su dura barbilla en mis costillas—. ¿Cómo se llamaba…? Aristóteles… Sí, Aristóteles anuló su clase de hoy. Se cansó de oír su propia voz y no ha podido darla.
—Yo no tengo nada que enseñarte —dije, estremeciéndome de placer, como de costumbre.
—En eso no te equivocas —dijo Clair—. No voy a quedarme contigo demasiado, en cualquier caso. Empezarás a aburrirme, a repetirte. Me largaré de aquí.
Lo que no fue demasiado distinto de lo que pasó.
Una mañana de marzo, aparecí por la oficina temprano (como acostumbro) para escribir una oferta de compra que tenía que presentar ese mismo día. Clair casi había terminado el curso para obtener el certificado de agente inmobiliario y estaba en su mesa, estudiando. Nunca se había sentido cómoda al abordar cuestiones de su vida privada en la oficina, pero en cuanto me senté, se levantó, vestida con un conjunto de falda y jersey color melocotón y unos zapatos de tacón rojos, se acercó a mi mesa, junto a la ventana de la calle, tomó asiento y me dijo, con toda naturalidad, que aquella semana había conocido a un hombre, el abogado McSweeny, con el que había decidido empezar a «salir», y, en consecuencia, había decidido dejar de «salir» conmigo.
Recuerdo que me quedé completamente aturdido: primero, por su seguridad, propia de un pelotón de ejecución; y luego por lo jodidamente mal que me hacía sentirme aquella perspectiva. Sonreí, sin embargo, y asentí con la cabeza como si yo hubiera estado pensando lo mismo (lo que era completamente falso), y le dije que en mi opinión probablemente estaba haciendo lo adecuado, luego seguí sonriendo de modo más forzado, hasta que me dolieron las mejillas.
Clair dijo que al fin le había hablado a su madre de mí, y que ésta le había dicho de inmediato, en lo que según Clair fueron unos términos «duros», que se alejara lo más posible de mí (estoy seguro de que no era debido a mi edad), aunque eso significara tener que pasar las noches sola en casa o marcharse de Haddam o buscar trabajo en otra ciudad; a lo que contesté que era un remedio peor que la enfermedad. Yo mismo me haría discretamente a un lado, esperaba que fuera feliz y me consideraba afortunado por haber pasado algún tiempo con ella, aunque le dije que no creía que hubiéramos hecho nada que no hubieran hecho los hombres y las mujeres, los unos con las otras, desde la noche de los tiempos. Al decirle esto se molestó visiblemente. (Clair no tenía mucha práctica en cuestión de discusiones.) Conque finalmente cerré la boca al respecto y volví a sonreír como un idiota, un modo como cualquier otro de decirle (supongo) adiós.
La verdad es que no estoy muy seguro de por qué no protesté, pues me había herido, y en un punto sorprendentemente cercano al corazón, y los días siguientes los pasé imaginando ambientes futuristas en los que la vida habría sido jodidamente dura, pero que, debido a la propia novedad de la situación y a su improbabilidad, habrían podido ser los ingredientes finales que faltaban para un amor auténtico y duradero; en cuyo caso ella habría sacrificado a los convencionalismos un tipo de victoria reservada únicamente a unos pocos valientes e iluminados. Es, sin embargo, indudablemente cierto que este idilio con la permanencia tenía como única causa que mis relaciones con Clair habían terminado ya, lo que significa que, en definitiva, ella nunca fue más que la intérprete de un melodrama del Periodo de Existencia elaborado por mí (nada de lo que estar orgulloso, pues no era radicalmente diferente de mi propio papel como actor invitado en su propia vida).
Después de nuestro brusco sayonara, Clair volvió a su mesa y reanudó su estudio de los libros sobre cuestiones inmobiliarias; y, en este nuevo estado de cosas, ¡nos quedamos en nuestras mesas durante otra hora y media, trabajando! Nuestros colegas llegaban y se marchaban. Los dos entablamos conversaciones divertidas, incluso jocosas, con varios individuos diferentes. Una vez le pregunté sobre las condiciones de ejecución de una hipoteca, y ella me contestó con un tono tan tranquilo y alegre como el que se podría esperar en una oficina que funciona bien y obtiene beneficios. Ninguno de los dos dijo nada más de momento, y yo por fin terminé la página con la oferta, hice un par de llamadas protocolarias a unos clientes, rellené parte de un crucigrama, escribí una carta, me puse el abrigo, anduve unos minutos por la agencia, bromeando con Shax Murphy, y, finalmente, salí y bajé al café Spot, después de lo cual no volví; y durante todo ese tiempo (supongo) Clair estuvo en su mesa, concentrada como un monje. Y, básicamente, eso fue todo.
Al poco tiempo, ella y el abogado McSweeny se convirtieron a los ojos de toda la ciudad en una agradable pareja unirracial con mucho porvenir. (Mientras, ella empezó a tratarme en la oficina, el único sitio donde la veía, con lo que en mi opinión era una corrección exagerada.) Todo el mundo estaba de acuerdo en que los dos tuvieron la suerte de encontrarse cuando los miembros atractivos de su raza eran tan escasos como los diamantes. Surgieron dificultades predecibles que impidieron su rápido matrimonio: los avaros hijos adultos de Ed armaron un follón a propósito de la edad de Clair y su situación financiera (Ed, naturalmente, es de mi edad, y está forrado). El ex marido de Clair, Vernell, desenterró el hacha de guerra en Canoga Park y trató de modificar la sentencia de divorcio para conseguir la custodia de sus hijos. La abuela de Clair murió en Mobile, su madre se rompió la cadera, a su hermano menor le metieron en la cárcel; la lista habitual de pejigueras cuestiones jodidas de la vida. A largo plazo todo se habría solucionado, y Clair y Ed se habrían casado según un contrato de matrimonio como Dios manda. Clair se habría instalado en la enorme casa victoriana de Ed, situada en Cromwell Lane, habría cultivado flores en el jardín y tenido un coche mejor que su Honda Civic. Sus dos hijos habrían crecido y les habría gustado ir al colegio con niños blancos, y, con el tiempo, habrían olvidado su diferencia. Clair habría seguido vendiendo apartamentos de propiedad horizontal y habría progresado cada vez más. Los hijos adultos de Ed habrían terminado por aceptarla y verla como la chica sincera, leal, un tanto excesivamente segura de sí misma que era, y no únicamente como una buscona que andaba detrás de la pasta contra la que habían lanzado a sus abogados. Ella y Ed, en su momento, habrían terminado disfrutando de una existencia un poco aislada en su urbanización residencial, con unas pocas personas, no demasiadas, a las que invitarían a cenar regularmente, e incluso unos amigos íntimos más escasos aún; una vida vivida en común de un modo que haría que la mayoría de la gente estuviera dispuesta a pagar por conocer su secreto, pero sin conseguirlo, porque sus días están demasiado llenos de oportunidades a las que no saben decir que no.
Sólo que, una tarde de primavera, Clair estaba en Pheasant Meadow por motivos estrictamente profesionales, pero se vio implicada en una tragedia y terminó tan muerta como el viajero mormón metido en un saco de plástico de la habitación 15.
Y mientras estoy tumbado aquí, todavía vivo, con el aparato de aire acondicionado mandando brisas frescas enfriadas químicamente a mis sábanas, trato de librarme del estado en que me encuentro a causa de estos recuerdos y de los sucesos de la noche, es decir: dolorido, aturdido, incapaz de moverme, como ha ilustrado suficientemente mi prolongada estancia al lado del señor Tanks en la noche asesina, incapaces los dos de pronunciar una palabra que animara al otro, que sirviera de ayuda, que nos hiciera salir de nuestra concha; incapaces, ante el triste paso de otro humano hacia el desierto del más allá, de compartir cierta esperanza en el futuro. Y, sin embargo, si hubiéramos sido capaces, tal vez nos hubiéramos levantado el ánimo.
La muerte, para un veterano de la muerte como soy yo, ahora parece cercana, abundante, drástica, ¡y cuánto!, y tan pesada que el miedo me deja idiotizado. Y, sin embargo, dentro de unas horas, emprenderé otro viaje con mi hijo —una táctica para reafirmar los derechos de la vida frente a la nada—, armado únicamente con palabras y con mi propio ser, sin contar con nada ni la mitad de dramático y persuasivo que un cadáver dentro de una bolsa negra o los recuerdos perdidos de un amor perdido.
De repente, mi corazón se pone otra vez a hacer pum-pum, pum-pum-pum, como si yo mismo fuera a dejar la vida a toda velocidad. Y si pudiera, me levantaría de un salto, encendería la luz, marcaría el número de alguien y gritaría por el auricular: «Está bien. He escapado. La sentí jodidamente cerca, te lo aseguro. Pero todavía no me tiene. He notado su aliento, vi sus ojos rojos brillando en la oscuridad. Una mano fría y húmeda ha tocado la mía. Pero he seguido. He sobrevivido. Espérame. Espérame. No nos queda mucho tiempo». Pero no hay nadie. Nadie aquí ni en ningún sitio cerca al que decirle eso. ¡Y lo siento tanto, tanto, tanto, tanto, tanto!