Conduzco serpenteando por Montmorency Road hasta la zona donde están las cuadras de caballos de Haddam —nuestro pequeño Lexington—, y donde las cercas son largas, blancas y ortogonales, los pastos extensos y en pendiente, y las carreteras (Rickett’s Creek Clore, Drumming Long Way, Peacock Glen) se abren paso sobre puentes de madera que cruzan sombreados riachuelos rocosos para llegar, entre los temblorosos álamos, a las residencias de los ricos protegidas por el espeso follaje del verano. Aquí, el Departamento de Caza y Pesca pone en libertad truchas de criadero todos los veranos para que los dueños de las bien amuebladas casas puedan salir de excursión y pescar con aparejos de Hardy; y aquí, todavía subsisten grupos de árboles muy antiguos que vieron pasar el estruendo de los ejércitos independentistas, oyeron los cornetines y los gritos de desafío de los primeros norteamericanos que reivindicaban su libertad, y debajo de los cuales ahora herederas de cabellos leonados en pantalones de montar pasean a caballo en dirección al paddock llenas de ganas de hacer un poco de ejercicio antes de almorzar. Ocasionalmente visito casas en esta zona, aunque sus dueños, gordos y engalanados como faraones, y a quienes deberían embriagar las gracias de la vida, siempre parecen las personas menos agradables del mundo y las más inclinadas a tratarte como a un jardinero a tiempo parcial cuando apareces para «enseñar su maravillosa casa». Por lo general, en nuestra agencia, Shax Murphy es el que se ocupa de esas propiedades, pues posee por naturaleza la dosis adecuada de cinismo innato para encontrar divertido todo esto, y no hay nada que le guste más que despellejar a los clientes ricos centímetro a centímetro. Yo, por otra parte, me ocupo del mercado más plebeyo, cuyo espíritu sencillo valoro.
Pienso ahora, con respecto a los desagradables McLeod, que mi error ha sido bastante evidente: debería haberlos invitado a una comida al aire libre en el momento en que compré la casa que tienen alquilada, instalarlos en unas tumbonas en el césped, servirles unas margaritas dobles a los dos y una fuente de costillas al estilo ranchero, mazorcas de maíz, ensalada de tomate y cebolla y una tarta de lima, y después todo habría ido sobre ruedas. Más tarde, cuando las relaciones se hubieran agriado (como siempre pasa entre el dueño de la casa y el inquilino, a no ser que los inquilinos sientan inclinación hacia la gratitud, o que el dueño de la casa sea tonto), habríamos contado con una historia común para contrarrestar la desconfianza y mala voluntad, que ahora son, desgraciadamente, el statu quo. El motivo no lo sé, excepto que no soy así por naturaleza.
Me di de narices, literalmente, con el Franks una noche del verano del año pasado en que volvía a casa en coche, cansado y con la vista borrosa, del Red Man Club, donde había pescado hasta las diez. En su encarnación de entonces era el Depósito de Cerveza de Raíces de Bemish, y surgió muy atractivo en medio de la noche cuando tomé una curva de la Route 31. Me escocían y me pesaban los ojos, y tenía la boca seca como la arpillera. La situación perfecta para una cerveza de raíces.
Todo el que tenga más de cuarenta años (a no ser que haya nacido en el Bronx) tiene recuerdos claros y nada complicados de sitios así: una sólida cabaña de madera pintada de naranja con ventanillas correderas para los clientes, hileras de bombillas amarillas fuera, los troncos de los árboles y los barriles para los desperdicios encalados, neumáticos de coche blancos para señalar los sitios adecuados para aparcar, muchos carteles con instrucciones en los árboles y grandes jarras de cerveza de raíces demasiado fría de la que se puede disfrutar en mesas al aire libre junto a un arroyo o, si no, sobre bandejas metálicas con tu pareja en el santuario a oscuras, iluminado por la luz de la radio, de tu Ford del 57.
En cuanto vi aquel puesto de bebidas me dirigí directamente al aparcamiento, aunque en el preciso momento en que giré casi me duermo, por lo que choqué contra la barrera de neumáticos blancos y un arriate de petunias, y le di un meneo a una de las mesas de madera verdes del exterior, lo que hizo que el dueño, Karl Bemish, saliera zumbando por la puerta lateral con su gorra de papel y su mandil, para enterarse de qué demonios estaba haciendo, completamente seguro de que yo estaba borracho y me deberían detener.
Todo esto no llevó a nada malo (lejos de eso). Naturalmente, el choque me había despertado, salté afuera disculpándome sin perder un instante, propuse que me analizaran el aliento, saqué trescientos pavos para cubrir todos los daños y expliqué que había estado pescando, no acabando con las existencias de un bar en Frenchtown, y que había virado hacia el aparcamiento porque pensé que el sitio era jodidamente irresistible allí, junto al arroyo, con hileras de bombillas y árboles blancos, y que, de hecho, todavía deseaba tomar una cerveza de raíces si él me la quería servir.
A Karl se le pasó enseguida el enfado una vez que se guardó el fajo de billetes en el bolsillo del mandil, y manifestó un buen carácter al admitir que a veces ciertos actos son inocentes y a veces (si bien raramente) la causa invocada para justificar un incidente puede ser la auténtica.
Con mi jarra en la mano, ocupé una mesa que no estaba cuarteada y me senté sonriendo al lado del arroyo Trendle, cuyo murmullo me recordó a mi padre, oficial de compras de la Marina, que se detenía en sitios así en los lejanos años cincuenta, en el lejanísimo Sur, cuando me llevaba de excursión con el fin de que mi madre pudiera recuperarse del caos que suponía estar en casa sola conmigo noche y día.
Al cabo de un rato, Karl Bemish se acercó, después de apagar todas las hileras de bombillas excepto una. Me traía otra cerveza de raíces y una cerveza de verdad para él, y se sentó al otro lado de la mesa, contento de poder pegar la hebra a última hora con un desconocido que, a pesar de un comportamiento inicial dudoso, parecía que podía ser el interlocutor más indicado, pues era la única persona presente.
Karl, claro, llevó el peso de la conversación. (Aparentemente, tenía pocas oportunidades de hablar con sus clientes por la ventana corredera.) Era viudo, dijo, y había trabajado en cuestiones relacionadas con la ergonomía en Tarrytown durante casi treinta años. Su mujer, Millie, había muerto tres años antes, y él decidió jubilarse, vender sus acciones de la empresa y buscar algo imaginativo que hacer (lo que me sonaba a conocido). Sabía mucho de ergonomía, una ciencia de la que yo jamás había oído hablar, pero nada del comercio, la restauración, los refrescos y las relaciones con los clientes. Y admitió que había comprado el despacho de cerveza de raíces en un arranque, después de verlo anunciado en una revista profesional. En donde se había criado, la pequeña comunidad polaca de Pulaski, estado de Nueva York, había un sitio exactamente igual junto a un riachuelo que desembocaba en el lago Ontario, y que era, claro, el «auténtico sitio de reunión» de todos los chicos y también de los mayores. Él había conocido a su mujer allí y hasta se acordaba de que había trabajado en el establecimiento, y que llevaba un guardapolvo de algodón marrón con su nombre escrito en un marrón más oscuro en el delantero y un gorro marrón de papel, aunque admitía que nunca pudo encontrar pruebas efectivas de que hubiera trabajado allí, y que probablemente sólo lo había imaginado a fin de amueblar mejor su pasado. Recordaba aquel sitio y aquella época, sin embargo, como algunos de los mejores momentos de su vida, y su propio puesto de cerveza de raíces servía, según pensaba, para rendirle homenaje.
—Claro que las cosas no han funcionado de modo exactamente perfecto hasta ahora —dijo Karl, quitándose el gorro blanco de papel y dejándolo sobre las pegajosas tablas de la mesa de madera, con lo que quedó al descubierto su calva, con aspecto de lacada, que brillaba a la luz de la hilera de luces colgada en el puesto. Tenía sesenta y cinco años, unas manos como salchichas y unas orejas pequeñas, y cualquiera hubiera dicho que se había ganado la vida cargando ladrillos—. Claro que esto me parece estupendo —dijo, lanzando una mirada de admiración a su alrededor, donde todo estaba recién pintado, barrido, fregado y ordenado, como las instalaciones de un hospital militar preparado para que pasen revista.
—Creo que tiene usted una auténtica mina de oro aquí.
Asentí aprobadoramente con la cabeza, ahíto de la rica y cremosa cerveza de raíces.
—Me fue muy bien durante el primer año y medio. Me fue muy bien —dijo Karl Bemish—. El dueño anterior había dejado el sitio destrozado y yo invertí algo de dinero y lo arreglé todo. La gente de los pueblos cercanos decía que era estupendo ver restaurado el viejo local y venía por aquí, y personas como usted se detenían a última hora. Volvió a convertirse en un punto de reunión, o empezaba a serlo. Y supongo que me puse demasiado nervioso, porque añadí un aparato para hacer batidos. Tenía dinero en efectivo. Luego compré un aparato para hacer yogur. Luego compré una cocina con ruedas para preparar la comida de fiestas. Luego tuve la idea, debido a la revista profesional, de comprar un antiguo vagón restaurante de tren para servir comidas, y lo puse ahí al lado; podría contratar a un camarero, tener un menú limitado, decorarlo con cromados, mesas originales, jarrones con flores, alfombras. Para las ocasiones especiales —Karl miró por encima del hombro en dirección al arroyo y frunció el ceño—. Y allí sigue. Compré ese maldito vagón en Lackawanna y lo traje aquí en un camión, dividido en dos partes, y lo instalé al lado del camino, encima de dos vías. Fue entonces cuando me quedé sin dinero.
Karl sacudió la cabeza y se quitó un mosquito que tenía en la coronilla.
—Es una pena —dije yo, mirando hacia la oscuridad y distinguiendo un bulto más oscuro de lo normal, quieto y amenazador en la noche. La mala idea original.
—Tenía grandes planes —dijo Karl Bemish, y sonrió desde el otro lado de la mesa con aspecto de vencido, como para sugerir otra vez que se puede obrar inocentemente, pero que los errores son inherentes a las grandes ideas.
—Pero todavía le va bien —dije—. Puede retrasar la expansión hasta más adelante, cuando disponga otra vez de activo.
Eran expresiones que había aprendido recientemente en el negocio inmobiliario, y casi no sabía lo que significaban.
—Arrastro bastantes deudas —dijo Karl, lastimeramente, como si le oprimiera el corazón una bola de plomo. Con la rosa y plana uña del pulgar, apuñaló una gota de cerveza de raíces que se había secado encima de la mesa—. De aquí a… bueno, seis meses, me voy a encontrar sin nada.
Sorbió por la nariz, considerando su mala suerte.
—¿No puede recapitalizarlo? —dije—. ¿Vender el coche restaurante, quizá conseguir un crédito?
Más jerga del negocio inmobiliario.
—No conseguí el crédito —dijo Karl—. Y nadie quiere un jodido coche restaurante en la parte central de New Jersey.
Por entonces yo ya estaba preparado para arrastrarme hasta casa, tomar una copa de verdad y meterme en la cama. Pero dije:
—Entonces, ¿qué piensa hacer?
—Necesito que aparezca un inversor y pague mis deudas, y que luego, quizá, me eche una mano para que no nos hundamos de nuevo. ¿No conoce a nadie a quien pudiera interesarle? Porque me voy a quedar sin este local antes de tener oportunidad de demostrar que no soy un completo gilipollas. Sería una auténtica pena.
Karl no intentaba tomárselo a broma, como habría hecho mi hijo.
Lancé una ojeada por detrás de Karl Bemish a las instalaciones de alrededor del puesto naranja. Ordenados carteles escritos a mano en todos los árboles: «¡Los perros sueltos SÓLO aquí!» «POR FAVOR, no tiren nada al suelo». «Nuestros clientes son nuestros mejores AMIGOS». «GRACIAS y vuelva otra vez». «LA CERVEZA DE RAÍCES LE SENTARÁ BIEN». Era un negocio agradable, sin duda, pensé, con una buena acogida por parte de los que vivían en las proximidades y un emplazamiento favorable, a la vez suburbano y semirrural: unas cuantas antiguas granjas cerca, con pequeñas pero fértiles plantaciones, alguna destilería de sidra, algunos talleres de cerámica establecidos por los hippies hace dos o tres décadas, y uno o dos mediocres campos de golf sin muchos árboles. Pronto construirían casas nuevas en los pastos. La circulación era buena en el cruce de la 518 con la 31, donde había un doble stop y pronto necesitaría un semáforo, pues la 31, si bien no era la carretera principal, por lo menos era la antigua carretera pintoresca que llevaba desde los condados del noroeste al centro administrativo del estado, en Trenton. Todo lo cual representaba dinero.
En realidad, pensé, quizá lo único que necesitara Karl Bemish fuera quitarse las deudas de encima y un socio que le aconsejara y supervisara las decisiones importantes, mientras él se ocupaba del día a día. Y, por algún motivo (en parte, estoy seguro, porque compartía algo de la nostalgia del pasado con el viejo Karl), no pude decir que no.
Le dije allí mismo, debajo de los eucaliptos, con los mosquitos espesándose en torno a nuestras cabezas, que podría estar interesado en algún tipo de posible asociación con él. No pareció nada sorprendido ante esto, e inmediatamente se puso a perorar sobre las grandes ideas que tenía, todas las cuales pensé que nunca funcionarían y así se lo dije de inmediato para que supiera (y yo también) que podía mostrarme firme respecto a ciertas cosas. Hablamos otra hora, hasta casi la una, luego le entregué mi tarjeta, le dije que me llamara a la oficina al día siguiente y que, si no despertaba convencido de que era hora de que me cambiaran el cerebro, podíamos volver a vernos, examinar sus libros de cuentas, comparar su activo con su pasivo y las entradas y salidas de dinero, y que si no había problemas con los impuestos o agujeros negros (que fuera borrachín o jugador, por ejemplo), a lo mejor le compraba una parte de su puesto de cerveza de raíces.
Todo lo cual pareció agradar a Karl, por las muchas veces que asintió solemnemente con la cabeza, y dijo:
—Sí, claro, muy bien, eso es, claro. Bien, bien, bien.
Pero ¿quién no estaría contento en su lugar? Un tipo surge en plena noche y choca contra tu negocio, aparentemente borracho, y destroza una mesa de madera y los arriates de petunias. Y, sin embargo, antes siquiera de que el polvo se asiente, te encuentras haciendo planes con él para que se convierta en tu socio y te saque del agujero donde te has hundido tú mismo debido a una combinación de estúpido optimismo, ineptitud y avaricia. ¿Quién no pensaría que habían dejado el cuerno de la abundancia justo delante de su puerta?
Y, de hecho, al cabo de un mes todo estaba más o menos arreglado. Compré acciones del negocio de Karl al precio acordado de treinta y cinco mil dólares, lo que en esencia anulaba su deuda y, dado que Karl estaba completamente arruinado, me convertía en socio capitalista.
Inmediatamente me ocupé de vender los aparatos de hacer batidos y yogur a un mayorista de restaurantes de Allentown. Me puse en contacto con la empresa de Lackawanna que le había vendido el vagón restaurante a Karl, «El orgullo de Buffalo», y estuvieron de acuerdo en darnos una quinta parte de lo que consiguieran al revenderlo, además de llevárselo gratis. Vendí la fotocopiadora y el fax que había comprado Karl con la esperanza de diversificar la oferta a los clientes con una mayor variedad de servicios aparte de la cerveza de raíces. Me deshice de varias innovaciones relacionadas con la posibilidad de servir comidas que había comprado Karl pero que nunca habían funcionado por falta de espacio y problemas de dinero: un aparato para hacer patatas fritas, otro casi idéntico para hacer (y sólo eso) buñuelos al estilo de Nueva Orleans. Karl tenía catálogos de aparatos para preparar daiquiris (por si conseguía una licencia para despachar alcohol), un fogón de seis placas para hacer crepes y un montón de otras chorradas así de las que nadie había oído hablar nunca en la parte central de New Jersey. Se me ocurrió durante esa época que, después de la muerte de su mujer, Karl había quedado destrozado de los nervios, o posiblemente había sufrido una serie de leves ataques al corazón, que dejaron su facultad para tomar decisiones un tanto alterada.
Pero, al poco tiempo, y usando únicamente el sentido común, tuve las cosas controladas y pude dividir con Karl el producto de la venta de los aparatos y reinvertir la mitad de mi parte en el fondo de operaciones (decidí, en un arranque, que nos quedáramos con la cocina sobre ruedas). También compartí con Karl algunos de mis conocimientos recién aprendidos en la agencia inmobiliaria sobre los negocios. El mayor error, le dije, consistía en repetir una buena inversión para doblar el beneficio (pues eso casi nunca funciona). Y el segundo era que la gente fracasa no sólo porque es avariciosa sino porque se aburre de la vida que lleva y de lo que está haciendo —incluso de cosas que le gustan—, y derrocha las ganancias que tanto le ha costado ganar sólo para intentar volver a sentir algo de interés. Mi punto de vista era limitar los gastos, hacer cosas fáciles, no permitirse jamás el lujo de aburrirse, hacerse una clientela, y luego vender al primer majadero que aparezca y que se arruinará creyendo que «mejora» tu idea. (Yo, claro está, nunca he puesto en práctica esos principios: lo único que he hecho fue comprar dos casas para alquilarlas y vender mi propia casa para comprar la de mi ex mujer, lo que difícilmente me cualifica para los negocios.) Le expuse estas máximas a Karl mientras dos negros enormes de una empresa de mudanzas sacaban el aparato para hacer batidos y el de hacer yogur por la puerta trasera y los cargaban en un camión. Lo que era, pensé yo, una evidente lección práctica.
Las últimas alteraciones que introduje en nuestras estrategias comerciales fueron, primera, cambiar el nombre del local, Depósito de Cerveza de Raíces de Bemish (demasiado largo) por Franks, sin apóstrofo (me gustaba el juego de palabras, con su referencia a las salchichas de Frankfurt, además del atractivo inmediato). Y, sobre todo, decreté que sólo habría dos cosas que podría comprar un ser humano cuando saliera de la carretera al ver nuestro rótulo: una jarra de cerveza de raíces muy fría y una cojonuda salchicha de esas en las que todo el mundo sueña y desea poder encontrar mientras conduce con hambre por un lugar apartado semipintoresco. Karl Bemish, un hombre nuevo con su chaquetilla blanca con monograma, gorro de papel en su brillante calva, inmediatamente fue nombrado, claro, el socio industrial, y les daba palique a sus antiguos parroquianos haciendo bromas groseras sin maldita gracia sobre el «pasado» y por lo general sintiéndose como si hubiera vuelto a encarrilar su vida desde la muerte demasiado temprana de su preciosa mujer. Y a mí, que encontraba que todo era bastante sencillo y divertido, me pareció que el negocio se correspondía bastante bien con lo que había estado buscando cuando volví de Francia, pero no encontré: una oportunidad de ayudar a otro, de realizar una buena acción y también diversificarme de un modo que proporcionara beneficios (como empezaba a pasar) sin que me diera quebraderos de cabeza. Una oportunidad que deseo que tenga todo el mundo.
Dejo las carreteras secundarias de los alrededores de Haddam, tan pobladas de árboles, y llego al cruce con la 31, en la que un grupo de obreros del Departamento de Obras Públicas del estado están instalando con una grúa articulada el nuevo semáforo profetizado; los obreros andan por allí con cascos blancos y ropa de faena observando la operación como si se tratara de un juego de manos. Un cartel provisional dice: «AQUÍ SE ESTÁN EMPLEANDO SUS IMPUESTOS — DISMINUYA LA MARCHA». Unos cuantos coches rodean prudentemente el obstáculo, antes de dirigirse hacia el sur en dirección a Trenton.
Franks, con su nuevo rótulo marrón y naranja donde aparece una jarra coronada de espuma, se alza en la diagonal del camión amarillo de los obreros. El coche de un cliente está a un lado del recién asfaltado aparcamiento, con su conductor fresco detrás de las ventanillas oscuras. El viejo Volkswagen Escarabajo rojo de Karl está aparcado junto a la puerta de atrás, y el cartel rojo de ABIERTO campea en la ventana. Cuando aparco, me confieso que lo admiro todo sin reservas, y en especial la cocina cromada sobre ruedas, ahora transformada en un puesto de perritos sobre ruedas, que brilla en la esquina del aparcamiento, después de que Everick y Wardell la limpiaran a fondo y la prepararan para que se la lleven a Haddam el lunes temprano. En su especialización eficaz, su carácter compacto y móvil, hay algo que me da la sensación de que es la mejor adquisición que he hecho nunca, incluida mi propia casa, aunque está claro que no tiene mucha utilidad y que probablemente la debería vender antes de que se deprecie.
Karl y yo hemos llegado a un acuerdo tácito de que, al menos una vez por semana, me acercaré por allí para pasarle revista a todo, algo con lo que disfruto, y especialmente hoy, después de mis desconcertantes altercados con los Markham y con Betty McLeod, poco típicos de mis días habituales, que son casi siempre agradables. Karl, durante nuestro primer año de socios, que incluyó el hundimiento del mercado del pasado otoño (nosotros capeamos el temporal sin mayor problema), había empezado a tratarme como un jefe enérgico pero ligeramente testarudo, joven e inconformista, y se consideraba a sí mismo un empleado excéntrico pero digno de confianza, cuya tarea consiste en soltarme observaciones cáusticas al estilo de las de Walter Brennan, y de ese modo evitar que me disperse. (Está mucho más contento siendo empleado que dirigiendo el espectáculo, lo que se debe, sin duda, a sus años en la industria de la ergonomía; pero, por mi parte, yo nunca me he considerado jefe de nadie dado que a veces ni siquiera me siento jefe mío.)
Cuando cruzo la puerta lateral de «Sólo empleados», Karl está detrás de la ventana corredera leyendo el Times de Trenton, sentado en dos pilas de cajas de leche de plástico rojo de cuando preparaba batidos. Hace más calor que en un horno, y Karl tiene un pequeño ventilador de aspas de goma apuntándole a la cara. Como de costumbre, todo está impecable, pues a Karl le preocupa que le den «un suspenso» los de la oficina sanitaria del condado y pasa horas todas las noches frotando y sacando brillo, pasando la fregona y secando, hasta el punto de que uno podría sentarse en el cemento y tomar una comida de tres platos sin que se le pase por la cabeza que puede coger salmonella.
—Te voy a decir una cosa. Me estoy empezando a preocupar por mi futuro económico, ¿sabes? —dice, en voz alta y con tono de burla. Karl lleva puestas sus gafas de leer y no da otro signo de que note mi presencia. Va vestido con su modelo de verano: chaquetilla blanca de manga corta, unos pantalones cortos de cuadros blancos y negros, recién salidos de la lavandería, que dejan «respirar» sus gruesas y pálidas pantorrillas con venas como salchichas, calcetines negros de nailon y sandalias negras con suela de crepé. En un antiguo transistor, sintonizado a una emisora de Wilkes-Barre que sólo pone polkas, suena «En el cielo no hay cerveza» a poco volumen.
—Sólo siento curiosidad por ver cuál es la próxima gilipollez que hacen los demócratas —digo, como si lleváramos horas hablando, mientras me dirijo a abrir la puerta trasera, que da a la zona de meriendas, junto al arroyo, para que entre un poco de aire. (Karl es un demócrata de toda la vida que empezó a votar a los republicanos la década pasada, pero que todavía se considera un jacksoniano inconformista. Para mí, ésos son los auténticos renegados, aunque Karl, en muchos aspectos, no es un mal ciudadano.)
Como hoy no tengo nada especial que hacer, me pongo a contar los paquetes de bollos para perritos calientes y las latas de condimentos (pimienta, mostaza, mayonesa, ketchup, cebollas en trocitos), y a comprobar la entrega de las salchichas y las barricas de cerveza de raíces que he pedido al almacén.
—Parece como si la vivienda hubiera empezado a bajar otra vez el mes pasado, doce puntos desde mayo. ¡Esos jodidos idiotas! Eso va a significar problemas para el negocio inmobiliario, ¿verdad?
Karl le da un buen meneo al Times, como si pretendiera enderezar las líneas. Le gusta que hablemos de este modo, casi como si fuéramos de la familia (en último término, a mí me parece un viejo nostálgico), como si lleváramos mucho tiempo juntos y adquirido la misma experiencia con respecto a las necesidades y la lealtad. Me mira por encima del periódico, se quita las gafas, luego se levanta y mira por la ventana el coche que estuvo aparcado junto a las mesas de madera del exterior y ahora se dirige a la Route 31 y toma lentamente la dirección norte, hacia Ringoes. La campana del camión del Departamento de Obras Públicas se pone a sonar y una potente voz de negro suelta:
—¡Un poco más atrás, un poco más, ya!
—Sin embargo, la venta de casas nuevas ha caído cinco puntos desde hace un año —digo yo, mientras calculo los paquetes de salchichas del congelador y el aire helado me golpea la cara como una luz brillante—. A lo mejor eso significa que la gente va a comprar casas viejas. Es lo que me imagino.
De hecho, es lo que pasará, y los mamones de los Markham harían mejor poniéndose en contacto conmigo tout de suite.
—Dukakis tiene prestigio debido al gran milagro de Massachusetts, aunque sería más justo que se le atribuyera también el desastre de los impuestos. Me alegro de vivir en New Jersey —dice Karl, con tono indolente, todavía mirando por la ventana las líneas recién pintadas del aparcamiento.
—Vamos a ver…
Me vuelvo hacia él, dispuesto a soltarle una cita de mi editorial de Vendedor/Comprador, pero me encuentro con su enorme trasero de cuadrados blancos y negros, y sus dos pálidas y carnosas piernas debajo. El resto de su persona está inclinado en dirección a los obreros y su grúa articulada y el nuevo semáforo que se va alzando.
—Y los perritos calientes —observa Karl, que ha oído algo que yo no he dicho, con voz debilitada por el calor, donde se pierde, lo que hace que me resulte más fácil oír la polka. Como siempre, estoy encantado de encontrarme aquí—. De todos modos, no creo que a nadie le importen un pijo estas elecciones —dice Karl, todavía mirando hacia afuera—. Es igual que un jodido partido de jugadores muy famosos. Mucha propaganda y después nada —Karl hace un sonido como de pedo con la boca para acentuar el énfasis—. Todos nos hemos distanciado del gobierno. Ya no significa nada en nuestras vidas. Estamos en el limbo.
Es indudable que cita a algún columnista de derechas que acaba de leer hace dos minutos en el Times de Trenton. El gobierno y el limbo no le importan nada.
Por mi parte, ahora no tengo nada más que hacer, y miro hacia la puerta lateral, en dirección al aparcamiento, donde el plateado puesto portátil de perritos calientes sigue al sol sobre sus brillantes neumáticos nuevos, con su toldo plegable verde y blanco enrollado encima de la ventanilla para despachar, todo ello encadenado a un barril de petróleo de 150 litros lleno de cemento, que a su vez está sujeto a una argolla empotrada en el suelo (idea de Karl para desanimar a los ladrones). Mirar hacia fuera desde este ángulo, con todo, y en especial ver el plausible pero también un tanto absurdo remolque de los perritos calientes, de repente hace que me sienta súbitamente distanciado de todo excepto de lo que hay aquí, como si Karl y yo fuéramos los únicos que quedamos en el mundo. (Lo que, claro está, no es cierto: Karl tiene sobrinos en Green Bay; yo tengo dos hijos en Connecticut, una ex mujer y una novia a la que ya tengo ganas de ver.) ¿Por qué esa sensación, por qué ahora, por qué aquí? No lo podría decir.
—¿Sabes?, leí en el periódico de ayer… —Karl levanta del mostrador su pesado torso y gira hacia mí. Se estira y apaga el festival de polkas—… que se ha producido una disminución de aves canoras que se atribuye directamente a la proliferación de urbanizaciones suburbanas.
—No sabía eso.
Miro su rostro liso y rosado.
—Es la verdad. Los animales de presa que crecen en las zonas donde se construye se comen los huevos de los pájaros. Avefrías.
Papamoscas. Cuclillos. Zorzales. Todos se están llevando auténticas palizas.
—Es una pena —digo, sin saber qué más añadir. Karl es un hombre que se atiene a los hechos. Su idea de un toma y daca que merezca la pena es enfrentarse a uno con algo en lo que jamás había pensado, una insólita anécdota histórica, una andanada de estadísticas irrefutables tales como que New Jersey tiene la contribución territorial más alta del país, o que uno de cada tres latinoamericanos vive en Los Ángeles, algo que no explica nada, pero obliga a que se le responda del modo más banal. Luego mira a la espera de una respuesta que se limitará forzosamente a: «Bueno, lo que tú digas», o «Bueno, pues me la suda». Un auténtico diálogo especulativo, sin programar, entre dos seres humanos para él no tiene ningún atractivo, a pesar de su formación como ergonomista. Estoy dispuesto, me doy cuenta, a irme ya.
—Oye —dice Karl, olvidando el negro destino de los zorzales—, creo que nos quieren hacer la puñeta.
—¿A qué te refieres?
Una gota de sudor aceitoso, como de perrito caliente, se me desliza desde el nacimiento del pelo y se dirige hacia el interior de mi oreja izquierda antes de que pueda impedirlo con el dedo.
—Bien, que ayer por la noche, justo a las once… —Karl tiene las dos manos en el borde del mostrador, detrás de él, como si fuera a impulsarse hacia adelante—, estaba fregando. Y dos mexicanos entraron en coche en el aparcamiento. Despacio de verdad. Luego se alejaron por la 31 y a los diez minutos volvieron. Se limitaron a pasar otra vez muy despacio, y luego se volvieron a ir.
—¿Cómo sabes que eran mexicanos?
Noto que le miro de reojo.
—Eran mexicanos. Tenían pinta de mexicanos —dice Karl, irritado—. ¿Dos tipos menudos con el pelo negro cortado al rape, que conducían un Monza azul de suspensión bajísima, con las ventanillas ahumadas y esas luces rojas y verdes alrededor de la matrícula? ¿Y no eran mejicanos? Muy bien. Entonces hondureños. Pero eso no importa, ¿no?
—¿Los conoces?
Lanzo una mirada preocupada por la ventana abierta, como si los extranjeros sospechosos estuvieran allí ahora.
—No, pero volvieron como hace cosa de una hora y pidieron unas cervezas de abedul. Matrícula de Pennsylvania. CEY 146. La apunté.
—¿Se lo contaste al sheriff?
—Dijo que todavía no hay ninguna ley que prohíba circular por el aparcamiento de un despacho de bebidas. Si la hubiera, se nos hundiría el negocio.
—Bien —de nuevo no sé qué añadir. En muchos aspectos es una afirmación como la que hizo sobre la disminución de las aves canoras. Con todo, me inquieta enterarme de que hay unos merodeadores sospechosos en un Monza de suspensión bajísima. Es algo que ningún dueño de un pequeño negocio quiere oír—. ¿Le dijiste al sheriff que vigilase?
Un poco más de aceitoso sudor se me desliza por la mejilla.
—No pienso preocuparme, sólo estaré atento —Karl agarra su ventilador de aspas de goma y me echa aire caliente a la cara—. Lo único que espero es que si esos mamones deciden robarnos, no me maten o me dejen medio muerto.
—Limítate a soltar la pasta —digo, seriamente—. Eso lo podemos reponer. Nada de heroísmos.
Me gustaría que Karl apartara el ventilador.
—Quiero tener la oportunidad de defenderme —dice, mirando brevemente hacia el exterior por la ventana. Yo nunca había pensado en mi propia protección hasta que el chico asiático me pegó en la cabeza con la botella grande de Pepsi. Aunque lo que entonces pensé fue llevar una pistola escondida, apostarme a la espera en el mismo sitio la tarde siguiente y liquidarlos a los tres; no era una idea factible.
Detrás de Karl y de mí veo al equipo de instaladores del semáforo que avanza en grupos dispersos atravesando la carretera y entra en nuestro aparcamiento, todavía con los cascos puestos y sus gruesos guantes. Un par de ellos se sacuden el polvo de los pantalones de trabajo, otros dos se ríen. La mitad son negros y la mitad blancos, lo que no impide que se tomen un descanso juntos como si fueran los mejores amigos del mundo.
—Tomaré una de las salchichas grandes —oigo decir a uno desde lejos, lo que hace que los otros se rían algo más.
—Y ella dijo: «¡La más gorda para mí!» —suelta otro. Y todos vuelven a reírse (demasiado estrepitosamente para ser sinceros).
Yo, sin embargo, me quiero ir de aquí, volver al coche, poner el aire acondicionado al máximo y largarme a todo gas en dirección de la costa antes de encontrarme untando de mostaza los bollos, sirviendo cerveza de raíces y haciendo guardia por si vuelven los merodeadores. Ocasionalmente, la fortaleza queda a mi cargo cuando Karl tiene que ir a hacerse un reconocimiento médico o a que le ajusten la dentadura postiza, pero no me gusta y me siento un gilipollas cada vez. A Karl, sin embargo, no hay nada que le encante más que la idea de ver al «jefe» con un gorro de papel en la cabeza.
Ya ha empezado a alinear jarras frías que saca del congelador.
—¿Cómo está Paul? —dice, olvidándose de los mexicanos—. Deberías traerle por aquí y dejarle un par de días conmigo. Le daría un buen repaso.
Karl lo sabe todo del roce de Paul con la justicia por el robo de los condones, y su opinión es que todos los chicos de quince años necesitan un repaso. Estoy seguro de que Paul daría cualquier cosa por pasar dos días aquí con Karl, soltando chistes y frases con doble sentido, tomando cerveza de raíces y salchichas sin límite, y, en general, sacando de quicio a Karl.
Pero no va a pasar. Veo mentalmente el pequeño apartamento de soltero, en un segundo piso de Lambertville, con todos los muebles de su vida anterior en Tarrytown, las fotos de su esposa muerta, sus armarios llenos de cosas «masculinas», los viejos artículos de aseo encima de repisas con tapete, el desagüe de goma verde, todos los olores extraños de un solitario: daré las gracias si Paul pasa toda su vida sin tener que experimentarlo de primera mano. Y por temor a un centenar de cosas también: que una colección de fotos «para mayores» pudiera aparecer encima de una mesa, o una «revista pícara» estuviera entre los Times y Argosy en el estante de debajo del televisor, o posiblemente «ropa interior original» que Karl sólo usara en casa y que querría que Paul aprovechara. Los viejos solitarios tienen esas chifladuras y, sin darse cuenta, ¡zas!: ¡el pájaro está en el nido! De modo que, con todo el debido respeto a Karl, con el que estoy contento de estar asociado en el negocio de los perritos calientes y nunca me ha dado ocasión a pensar que algo pudiera estar poco claro con él, un padre tiene que estar vigilante (aunque es irrebatible que no he estado tan vigilante como debiera).
Ahora todos los obreros están de pie en la parte de fuera, mirando la cerrada ventana como si esperaran que les fuera a hablar. Son siete u ocho, y se rebuscan en los bolsillos el dinero para el almuerzo.
—¿Cómo van las cosas por ahí? ¿Tenéis ganas de tomar un buen perrito? —grita Karl por la ventanilla, que acaba de abrir, tanto a mí como a los operarios, como si los dos supiéramos lo que sabemos: que este sitio es una jodida mina de oro.
—Creo que me voy a largar —digo yo.
—Sí, muy bien —dice Karl, animado, pero ahora atareado.
—¿Tiene hamburguesas? —pregunta alguien afuera.
—Hamburguesas no, sólo perritos —responde Karl, y cierra maliciosamente la ventana—. Sólo perritos y cerveza de raíces, chicos —dice, dándose la vuelta muy contento, apoyándose en la ventana, que vuelve a descorrer, con sus enormes nalgas húmedas de sudor otra vez levantadas al aire.
—Hasta la vista, Karl —digo—. Everick y Wardell estarán aquí el lunes a primera hora.
—Muy bien. Apuesto lo que sea a que sí —grita Karl. No tiene ni idea de lo que he dicho. Está en su elemento, perritos y cerveza de raíces, y su feliz abstracción en el trabajo me desea buen viaje.
Ahora me desvío hacia el sur de Haddam, tomo la muy frecuentada 295 que sube desde Filadelfia, evito Trenton por la carretera de circunvalación y bordeo el campus de la De Tocqueville Academy, donde Paul podría estudiar si viene a vivir conmigo y muestra el más mínimo interés, aunque personalmente yo preferiría una institución pública. Luego entro en la flamante 1-195, para cruzar la amplia llanura residencial en decadencia (Imlaystown, Jackson Mills, Squankum, poblaciones todas ellas vistas desde la altura de la autopista), en dirección a la costa.
No tardo en pasar por encima de Pheasant Meadow, que se extiende junto a la «antigua» Great Woods Road que discurre por un pasillo entre grandes torres de alta tensión en forma de diapasones plateados. Un antiguo cartel deteriorado junto a la autopista anuncia: AHÍ DELANTE LE ESPERA UNA ATRACTIVA ZONA RESIDENCIAL.
Pheasant Meadow, no viejo pero ya visiblemente degradado, es el gran conjunto de casas de propiedad horizontal donde nuestra agente negra, Clair Devane, conoció una muerte cruel, todavía inexplicada e inexplicable. Y, de hecho, cuando lo veo deslizarse debajo de mí, con sus construcciones bajas, cúbicas, recubiertas de madera, alzándose en lo que una vez fueron terrenos de labranza y ahora lindan con una hilera de edificios de color claro que albergan las ciencias médicas y un Tex-Mex a medio construir, reconozco la arquitectura indígena de la esperanza perdida y la muerte prematura (aunque es posible que esté siendo demasiado duro, pues no hace tanto que yo —un norteamericano vulgar y corriente hasta decir basta— he hecho el amor en sus pequeñas habitaciones con papel pintado en las paredes, techos torcidos, vestíbulos mal iluminados y aparcamiento desierto, con una agradable chica tejana a la que le gustaba pero que terminó por mostrarse más sensata que yo).
Clair, que entró en la agencia después que yo, era una joven de Talladega, Alabama, que había estudiado en Spelman, se casó con un brillante programador de ordenadores de Morehouse, que se estaba abriendo camino en una nueva y agresiva empresa de software de Upper Darby, y que durante un dulce momento creyó que su vida iba sobre ruedas. Pero, antes de darse cuenta, se encontró sin marido, con dos niños que criar y sin ninguna experiencia laboral aparte de haber sido jefa de dormitorio y, más tarde, tesorera de la asociación de estudiantes Zeta Phi Beta, y lo hizo tan bien que a final de año disponían de un gran excedente en caja que les permitió organizar un carnaval para los niños desvalidos de Atlanta y celebrar una fiesta conjunta con los chicos de la asociación de estudiantes Omega del Instituto Tecnológico de Georgia.
Un domingo del otoño de 1985, durante un paseo vespertino en coche «por el campo», que incluía la visita a Haddam, ella y su marido, Vernell, entablaron una tremenda discusión justo en mitad del embotellamiento que se forma en Seminary Street a la salida de la iglesia. Vernell acababa de anunciar que se había enamorado en serio de una colega de Datanomics y que a la mañana siguiente (!) se trasladaba a Los Angeles para «estar con ella» mientras la chica ponía en marcha su propia empresa de diseño de programas educativos destinados a la industria del bricolaje. Le dijo a Clair que tal vez volviera a los pocos meses, dependiendo de cómo fueran las cosas y de si echaba de menos a ella y a los niños, aunque no estaba seguro.
Clair abrió la puerta del coche, se apeó justo delante del semáforo de la esquina de Seminary con Bank, frente a la iglesia presbiteriana (donde ocasionalmente yo «asisto a los cultos»), y se puso a andar como si tal cosa, mirando escaparates y murmurando con una sonrisa «Muérete, Vernell, muérete ahora mismo» a todos los blancos y contritos presbiterianos con los que se cruzaba. (Me contó esto en un Appleby de la Route 1, cuando estábamos en el punto más alto de nuestros ardientes pero breves amours.)
Esa misma tarde se registró en el August Inn y llamó a su cuñada de Filadelfia para contarle la traición de Vernell y pedirle que fuera a recoger a los niños, que estaban con la canguro, y los metiera en el primer vuelo con destino a Birmingham, donde su madre los estaría esperando para llevarlos a Talladega.
Y a la mañana siguiente, el lunes, Clair se puso a patear la calle en busca de trabajo. Me contó que, aunque no veía a mucha gente que se pareciera a ella, Haddam le parecía una ciudad tan buena como cualquiera y muchísimo mejor que la jodida Filadelfia, la Ciudad del Amor Fraterno, donde su vida se había ido a pique, y que, para merecer la confianza y la estima de la sociedad, un ser humano debía mostrarse capaz de transformar una situación de mierda en un golpe de suerte gracias a una buena lectura de los signos; y los signos eran que alguna poderosa fuerza había tachado a Vernell de la lista y, al mismo tiempo, la había dejado en Haddam, frente a una iglesia. Ella veía en esto la mano de Dios.
En un abrir y cerrar de ojos encontró trabajo como recepcionista en nuestra agencia (eso era menos de un año después de que yo hubiera subido a bordo). A las pocas semanas inició el curso de agente inmobiliario que había seguido yo en la academia Weibolt. Y a los dos meses hizo que volvieran sus hijos, compró un Honda Civic usado y se instaló en un apartamento de Ewingville con un alquiler llevadero, no lejos de Haddam, adonde se trasladaba por carreteras bordeadas de árboles, y adquirió una confianza en sí misma nueva e inesperada, nacida de su resistencia al desastre. Si no estaba liberada y tranquila al ciento por ciento, por lo menos se sentía libre y en disposición de conseguir esos objetivos, y al poco tiempo empezó a salir conmigo, y cuando tuvo la impresión de que eso no funcionaba, encontró a un abogado que trabajaba en un buen bufete de la ciudad, un hombre agradable, si bien algo mayor que ella, cuya mujer había muerto y cuyos insoportables hijos se habían hecho mayores y le habían dejado solo.
Es una bella historia: la iniciativa humana y el buen carácter imponiéndose a la adversidad y la traición, y todos los de nuestra agencia llegaron a quererla como a una hermana pequeña (aunque, de hecho, nunca les hizo muchas ventas a los clientes blancos con dinero a los que Haddam atrae como moscas, por lo que se especializó en alquileres y propiedad horizontal, una parte mínima de nuestro mercado).
Y del modo más misterioso, mientras enseñaba rutinariamente uno de los apartamentos de Pheasant Meadow, aquí al lado, un apartamento que ya había enseñado diez veces a otros clientes anteriores y al que llegó antes para encender las luces, comprobar que funcionaban las cisternas y abrir las ventanas —todo tareas habituales—, se encontró con lo que la policía del estado cree que al menos eran tres hombres. (Como dije antes, las pistas indicaban que se trataba de blancos, aunque no puedo decir de qué pistas se trataba.) Durante dos días interrogaron a fondo a Everick y Wardell, debido a que tenían acceso a las llaves, pero fueron considerados totalmente inocentes. Los desconocidos ataron a Clair de pies y manos, la amordazaron con cinta aislante de plástico blanco, luego la violaron y la asesinaron, degollándola con un cutter.
Al principio se pensó que el móvil eran las drogas, aunque no que ella estuviera implicada en ningún sentido. Se especuló que los desconocidos podrían haber estado haciendo paquetes de cocaína en el momento en que entró la desgraciada Clair. La policía sabe que los apartamentos vacíos de lugares apartados o en decadencia, urbanizaciones donde los buenos tiempos habían pasado o nunca llegaron, muchas veces sirven de refugio para transacciones ilícitas de todo tipo —tráfico de drogas, la entrega de niños brasileños secuestrados a norteamericanos ricos sin hijos, el almacenaje de contrabando diverso, incluidos cadáveres y piezas de coches, pitillos y animales—, cualquier cosa que pueda proporcionar ganancias en el anonimato que proporcionan los grandes conjuntos de edificaciones. Nuestra recepcionista, Vonda, defiende la teoría de que los dueños, unos hombres de negocios jóvenes bengalíes de Nueva York, están detrás de todo y tienen un interés secreto en hacer que bajen los precios de los apartamentos de propiedad horizontal, por cuestiones fiscales (varias agencias, incluida la nuestra, han dejado de ocuparse de ese tipo de negocios). Pero no hay pruebas, ni el menor motivo para imaginar que alguien tuviera necesidad de matar a una persona tan pacífica como Clair para conseguir algo, lo que fuera. Y, sin embargo, la mataron.
Espontáneamente, después del asesinato de Clair, las mujeres de nuestra agencia, junto con la mayoría de las otras agentes inmobiliarias femeninas de la ciudad, formaron grupos de protección mutua. Algunas empezaron a llevar pistolas y porras al trabajo y cuando iban a las casas que enseñaban. Ahora sólo van por parejas. Muchas se han matriculado en clases de artes marciales, y todavía se celebran sesiones de «autodefensa» en diferentes oficinas después de las horas de trabajo. (A los hombres se nos animó a asistir, pero yo consideraba que ya sabía lo suficiente de autodefensa.) Incluso hay un servicio telefónico al que puede llamar cualquier agente femenina para solicitar y obtener compañía masculina cuando va a enseñar una casa y se siente inquieta por lo que sea; yo mismo he acudido dos veces para estar allí cuando llegaran los clientes, por si acaso había problemas (no los hubo). Ninguno de los clientes está al tanto de estas precauciones, es innecesario decirlo, pues se largarían como alma que lleva el diablo de una ciudad a la primera sospecha de peligro. En los dos casos, me presentaron como «colaborador» de la agente, sin más explicaciones, y cuando se demostró que no había moros en la costa, desaparecí discretamente.
Desde mayo, todos los de Haddam que trabajan en cuestiones inmobiliarias han contribuido al fondo Clair Devane para la educación de sus hijos (hasta ahora se han reunido tres mil dólares, lo suficiente para un par de días en Harvard). Sin embargo, y a pesar de toda la tristeza y la sensación de vacío, y el hecho de darse cuenta de que «este tipo de cosas pueden suceder aquí, y suceden», de que nadie está al abrigo de ingresar en las estadísticas de crímenes, y el reconocimiento general de hasta qué punto damos por supuesta nuestra seguridad, a pesar de todo eso, nadie habla demasiado de Clair, aparte de Vonda, que, en cierto modo, mantiene viva su casa. Los hijos de Clair se han ido a vivir con Vernell a Canoga Park; su novio, Eddie, mantiene un luto discreto (aunque ya se le ha visto almorzando con una de las secretarias de su bufete que pensaba alquilar mi casa). Incluso yo me he resignado, pues hacía tiempo que había dicho adiós a Clair cuando estaba viva. Antes o después su mesa de trabajo la ocupará otra persona y el negocio continuará —es triste decirlo, pero cierto—. Y con respecto a eso, así como con respecto a cuestiones más íntimas, a veces incluso se podría creer que Clair Devane no contó demasiado en la vida de nadie, excepto en la suya.
En la actualidad voy en coche una vez por semana a pasar una agradable velada íntima con Sally Caldwell. Vamos frecuentemente al cine, luego nos dejamos caer por un pequeño local situado al final de un muelle para tomar una merluza a la plancha, unos martinis, a veces damos un paseo por la playa o por el malecón, dejando que el resto suceda espontáneamente. Sin embargo, muchas veces termino volviendo a casa solo a la luz de la luna, con el corazón latiéndome regularmente, las ventanillas abiertas de par en par, con la cabeza llena de recuerdos vivos pero que desaparecen rápidamente y sin que me angustie una llamada telefónica de última hora (como la de esta noche) llena de impaciencia y confusión, o pidiéndome que exponga mis intenciones y vuelva de inmediato, o acusándome amargamente por no haberme mostrado franco. (Puedo no haberlo estado, claro; la franqueza es una empresa más difícil de lo que parece, aunque mis intenciones siempre sean buenas, si bien tengo pocas.) No creo, sin embargo, que nuestras relaciones necesiten muchas atenciones; se han desarrollado o al menos continuado con el piloto automático, como una avioneta que sobrevolara un pacífico océano sin que nadie la pilotara directamente.
No son, claro, las mejores: un paradigma de la vida que tiende a la perfección. Son, sencillamente, como son, eso es todo: de buena calidad en la eternidad del aquí y ahora.
Mejores fueron… bueno, digamos que estuvieron bien, en un momento dado, las que mantuve con Cathy Flaherty en un piso lleno de ventanas que daba al estuario invernal de Saint-Valéry (paseos a lo largo de la fría costa de Picardía, los pescadores en sus barcas, las vistas con niebla de bahías con nieblas, etcétera, etcétera). También estuvieron bien los primeros tiempos (e incluso los que siguieron) de mi amor no correspondido por Vicki Arcenault, la enfermera de Pheasant Meadow y Barnegat Pines (ahora una madre muy católica de dos hijos en Reno, donde es la responsable de la sección de traumatología del St Veronica’s). Tampoco estuvo nada mal, en otros aspectos, buena parte de mi trabajo de periodista deportivo (durante un tiempo, al menos), cuando me esforzaba en proporcionar voz a los que eran demasiado inanes para expresarse, con objeto de que unos lectores abstractos se divirtieran sin esfuerzo.
Todo eso estuvo bien, a veces fue incluso misterioso, a veces tan aparentemente complicado como para parecer interesante y hasta arrebatador, que es lo que constituye la sustancia de la que se alimenta en gran parte la vida y nosotros tomamos a cuenta de lo que se nos debe eternamente.
Pero ¿lo mejor? Es inútil buscarlo. Lo mejor es un concepto sin referencia una vez que te has casado y lo has echado a perder; puede que incluso desde que has tomado tu primer helado de plátano a los cinco años y descubres, una vez que lo has acabado, que podrías tomar otro. En otras palabras, conviene olvidar lo mejor. Lo mejor se ha terminado.
Mi amiga Sally Caldwell es viuda de un chico que era compañero mío en la Gulf Pines Military Academy, Wally Caldwell, «El Comadreja», de Lake Forest, Illinois; y por ese motivo Sally y yo a veces nos comportamos como si hubiéramos tenido una larga historia agridulce de amor perdido y renovado por el destino; lo que no es cierto. Sally, que tiene cuarenta y dos años, simplemente vio una foto mía, mi dirección y una breve reminiscencia personal de Wally en el libro de los antiguos alumnos, el Pine Boughs, impreso con ocasión de nuestra vigésima reunión anual, a la que yo no había asistido. En aquella época, yo no tenía más realidad para ella que el fantasma de Bela Lugosi. Sólo por tratar de evocar un buen recuerdo y hojeando mi antiguo anuario escolar en busca de alguien al que poder atribuir algo divertido, elegí a Wally y mandé al Pine Boughs un cómico pero afectuoso relato que hacía una referencia fugaz a que una vez él, borracho, había lavado sus calcetines en un urinario (un invento total; de hecho, le elegí porque me enteré por medio de otra publicación escolar de que había muerto). Pero Sally se encontró con mi «recuerdo». Yo apenas me acordaba de Wally, a no ser que era un chico gordo, con gafas y espinillas, que siempre intentaba fumar Chesterfield con boquilla; sin embargo, a pesar de cierto parecido, resultó que no se trataba de Wally Caldwell, sino de otro condiscípulo cuyo nombre no se trataba de recordar. Después le he explicado a Sally mi error y nos hemos reído mucho de ello.
Me enteré luego, a través de Sally, de que Wally había ido al Vietnam más o menos en la época en que yo me alisté en los Marines y de que había estado a punto de saltar hecho pedazos en un absurdo accidente en el mar que le dejó secuelas, accesos intermitentes de amnesia. Regresó a Chicago (donde le esperaban fielmente Sally y sus dos hijos), deshizo el equipaje, habló de continuar sus estudios de biología, pero al cabo de quince días desapareció, así de sencillo. Por completo. Esfumado. El fin. Un chico agradable, que podría haber sido un horticultor mejor que la media, se convirtió en un misterio para siempre.
Sally, sin embargo, a diferencia de la calculadora Ann Dykstra, no se volvió a casar. Finalmente, por cuestiones fiscales, se vio obligada a conseguir el divorcio alegando que Wally había desaparecido. Educó a sus hijos como una madre soltera en Hoffmam Estates, en las afueras de Chicago, y obtuvo el título de licenciada en mercadotecnia en la Universidad Loyola mientras trabajaba a tiempo completo en una agencia que organizaba viajes de aventura. Los padres de Wally, en Lake Forest, que tenían mucho dinero, la ayudaban a llegar a fin de mes y le proporcionaban apoyo moral, al haberse dado cuenta de que ella no era el motivo de que su hijo se hubiera vuelto chiflado y de que algunas situaciones humanas están fuera del alcance del amor.
Pasaron los años.
Pero en cuanto los chicos fueron lo bastante mayores para dejar el nido, Sally puso en acción su plan de izar la vela para coger cualquier viento fresco que soplara. Y en 1983, durante un viaje a Atlantic City en un coche alquilado, casualmente dejó la Garden State Parkway en busca de unos servicios limpios y llegó a la costa de South Mantoloking, donde encontró la enorme casa antigua estilo reina Ana, con doble galería, al borde de la playa, cara al mar, que compró con ayuda de sus padres y sus suegros, y adonde a sus hijos les encantaría ir con sus amigos y esposas mientras ella se lanzaba a una nueva actividad profesional. (A saber, directora de mercadotecnia, y más tarde propietaria, de una agencia que proporciona entradas para que vayan a los espectáculos de Broadway enfermos en fase terminal que, por algún motivo, consideran que ver una reposición de Oliver o el reparto original londinense de Hair podría iluminar su vida ensombrecida por la inminencia de la muerte. La agencia se llama Apoteosis Final.)
Por suerte, yo entré en escena cuando Sally leyó mi currículum y mis recuerdos del falso Wally en el Pine Boughs, y vio que trabajaba en una agencia inmobiliaria de la parte central de New Jersey; así que me localizó, pensando que la podría ayudar a encontrar un local mayor para su agencia.
Fui a visitarla un sábado por la mañana de casi hace un año y, nada más verla, me gustó: guapa, angulosa, rubia platino, ojos azules, extremadamente alta, unas piernas interminables de modelo (una dos centímetros más corta que la otra debido a una mala caída jugando al tenis, aunque no se nota mucho) y una manera de mirarte con el rabillo del ojo como si la mayor parte de lo que estabas contando fuera completamente idiota. La llevé a almorzar al restaurante de Johnny Matassa, en Point Pleasant, un almuerzo que duró hasta bien entrada la noche y trató de asuntos muy ajenos a la necesidad de mayor espacio para su agencia: el Vietnam, las perspectivas de los demócratas en las próximas elecciones, el triste estado del teatro norteamericano y la atención a los ancianos, y cuánta suerte teníamos de que nuestros hijos no fueran drogadictos, futuros delincuentes o sociópatas inadaptados (mi suerte en esto último parecía desvanecerse). Y a partir de eso el resto fue lo habitual: lo normal, con la adecuada protección sanitaria.
En Lower Squankum salgo de la autopista para llegar a la NJ 34, que lleva a la NJ 35, la carretera de la playa, y me meto en la masa asfixiante de la circulación de los que vienen con motivo de la fiesta del 4 de Julio, los masoquistas a los que les encanta la compañía de otros coches a uno y otro lado y están dispuestos a levantarse antes del amanecer y conducir diez horas desde Ohio. (Me doy cuenta de que muchos son partidarios de Bush, lo que me hace sentir como si se apropiaran ilegalmente del espíritu de la fiesta nacional.)
A lo largo de la costa, de Bay Head a West Mantoloking, gallardetes patrióticos y banderas norteamericanas flamean sobre las aceras, y distingo por encima del dique, al final de unas cortas calles, los veleros en un brumoso mar azul acerado. Con todo, no existe la sensación de un fervor patriótico auténtico, sólo el cotidiano follón veraniego de las ruidosas Harley, de los jeeps descapotados con tablas de surf sobresaliendo, apretados entre los Lincoln y Prowler con pegatinas que dicen ¡INTENTA PEGARLE FUEGO! Las recocidas aceras están abarrotadas de adolescentes esqueléticas en bikini que hacen cola impacientes para comprar caramelos y helados con sabor a salmuera, mientras en la playa los puestos de madera de los socorristas están ocupados por musculosos y musculosas, con los brazos en jarras, y la mirada perdida en las olas. Todos los aparcamientos están llenos, los moteles y los terrenos para las caravanas, al otro lado de la carretera, llevan meses reservados y sus ocupantes toman el sol en tumbonas traídas desde sus casas, o están tumbados leyendo en mínimos parques bordeados de setos de acebo. Otros, simplemente, están parados en las viejas aceras de los años treinta, con bastones en la mano, preguntándose: «¿Antes no era esto —el verano— una época de disfrute interior?»
Con todo, a la derecha, hacia tierra adentro, la vista se abre por detrás del pueblo hacia la amplia extensión salina, nebulosa, del estuario en marea baja, casi invernal, del que emergen sauces enanos, escaramujos y cascos podridos de barcas medio enterrados en el lodo; y, supervisándolo todo, más allá, hay un gran depósito elevado de agua, rosa como una prímula, pasado el cual siguen las hileras de casas. Es Silver Bay, con su cielo moteado de gaviotas a contraluz que planean hacia el mar después de la tormenta de la mañana. Adelanto a un solitario motorista vestido de cuero que está parado en el arcén al lado de su moto averiada: contempla el panorama del estuario que tiene enfrente, tratando, supongo, de imaginar cómo atravesarlo y llegar adonde le pudieran proporcionar ayuda.
Y entonces ya estoy en South Mantoloking, casi «en casa».
En la carretera de la playa me detengo delante de una tienda donde venden bebidas alcohólicas, compro dos botellas de Round Hill Fumé Blanc 83, me como una tableta de chocolate (no he probado bocado desde las seis de la mañana), luego me dirijo andando por una acera batida por el viento salado hasta una cabina telefónica para llamar y oír los recados del contestador; tengo ganas de saber si los Markham han vuelto a la superficie.
El primer mensaje de los cinco que hay grabados, en efecto, es de Joe Markham, que está muy enfadado.
—Oye, Bascombe. Habla Joe Markham. Llámame. El número es el 609 259-6834. Es todo.
Clic. Dispara las palabras como si fueran balas. Tendrá que esperar un poco.
Mensaje número dos. El tono es gélido.
—Oiga, ¿el señor Bascombe? Me llamo Fred Koeppel. Puede que el señor Blankenship le haya hablado de mí. —¿el señor qué?—. Estoy pensando en vender mi casa de Griggstown. Estoy seguro de que será una cosa rápida. El mercado es favorable, me han dicho. En cualquier caso, me gustaría discutirlo con usted. Puede que le encargue la gestión si nos ponemos de acuerdo sobre el porcentaje adecuado de su comisión. Se venderá sola, me parece. Para usted será simplemente una cuestión de papeleo. Mi número es…
Mi comisión, elevada o no, es del seis por ciento. Clic.
Mensaje número tres.
—Joe Markham. Oye, Bascombe, llámame, El número es el 609 259-6834 —básicamente, la misma información. Clic—. Ah, sí, es la una o algo así del viernes.
Mensaje número cuatro. Phyllis Markham.
—Hola, Frank. Trata de ponerte en contacto con nosotros —suave como la seda—. Queremos preguntarte algo. ¿Vale? Siento darte la lata.
Clic.
Mensaje número cinco. Una voz que no reconozco, aunque me imagino por un momento que es la de Larry McLeod:
—Mira, cabrón. Que te den por el culo, porque… —ahora se entiende mejor, como si fuera otra persona la que hablara—: Estoy harto de ti. ¿Te enteras, cabrón? Que te den por el culo.
Clic.
Uno termina por acostumbrarse a estas cosas en el negocio inmobiliario. Según la policía, si llaman, son inofensivos. Larry, sin embargo, no dejaría un recado semejante, a pesar de la mala opinión que tiene de mí por creer que debe pagarme por dejarle vivir en mi casa. Creo que un resto de dignidad se lo impediría.
Me alegra que no haya ninguna llamada de Ann ni de Paul, o incluso algo peor. Cuando a mi hijo lo detuvo la policía de Essex por delincuencia juvenil, y Ann tuvo que ir a sacarle, fue Charley O’Dell el que llamó para comunicármelo.
—Mira, Frank, la cosa se arreglará. Duerme tranquilo. Nos mantendremos en contacto.
Se arreglará. Duerme tranquilo. Nos mantendremos en contacto. No quisiera volver a oír semejantes amabilidades, pero sé muy bien que estoy expuesto a ellas. Charley, con todo (evidentemente a petición de Ann), desde entonces ha sido discreto con respecto a los problemas de Paul, dejando que sus padres de verdad se ocupen de ellos y traten de resolverlos.
Charley, claro, tiene sus propios problemas: una hija gorda, con el pelo de un rubio sucio y la cara llena de granos, que se llama Ivy y sigue un curso de escritura experimental en la Universidad de Nueva York; en la actualidad vive con su profesor, de sesenta y seis años (mayor incluso que Charley), mientras escribe una novela en la que disecciona la separación de sus padres cuando ella tenía trece años, un libro que (según Paul, al que le ha leído fragmentos) empieza con las frases siguientes: «Un orgasmo, pensaba Lulu, era como Dios; algo de lo que ella había oído decir que era bueno, pero en lo que no creía de verdad. Aunque su padre tenía ideas muy distintas al respecto». En otra vida yo podría sentir compasión por Charley, pero no en ésta.
Al final de la estrecha Asbury Street, cuando subo los viejos escalones de cemento del dique y llego al paseo al nivel de la playa, la casa, construida sin un plan preciso, verde oscura, está cerrada y, ante mi sorpresa, parece que Sally ha salido, aunque todas las ventanas laterales del piso bajo y del de arriba están abiertas para que entre la brisa. Es verdad: llego pronto.
Hace algún tiempo que tengo mi propio juego de llaves, pero me quedo durante unos momentos en la sombra del porche (con las botellas de vino metidas en una bolsa de plástico en la mano), y contemplo la tranquila y poco frecuentada franja de playa, el Atlántico silencioso, absoluto, y, contra el cielo gris azulado, más veleros y gente que hace windsurf navegando en la bruma veraniega. Más allá, la silueta oscura de un barco de cabotaje se destaca en el horizonte dirigiéndose hacia el norte. No lejos de aquí, en los lejanos días posteriores a mi divorcio, me embarcaba frecuentemente para hacer minicruceros nocturnos con mis compañeros del Club de los Hombres Divorciados, y bebíamos grappa e íbamos a pescar platijas a Manasquan; formábamos un grupo solemne, sin alegría, pero no sin esperanza, en su mayor parte ya disperso: bastantes se han vuelto a casar, dos han muerto, dos todavía viven en la ciudad. Allá en el 83, el grupo que formábamos aprovechaba estas partidas de pesca nocturnas para echar un cerrojo todavía más firme a nuestras lamentaciones y penas, una importante preparación para el Periodo de Existencia y una buena práctica si uno decide no quejarse nunca de la vida.
En la playa, más allá del arenoso paseo de cemento, las sombrillas protegen a mamás que están extendidas, medio dormidas sobre sus pesados costados, con los brazos estirados hacia sus bebés dormidos. Secretarias que se han tomado medio día libre al comienzo del largo fin de semana están tumbadas boca abajo, en sus dos piezas, hombro contra hombro, y charlan, intercambian guiños y fuman pitillos. Niños menudos, con aspecto de figurillas y el torso desnudo, están parados en el límite de la espuma protegiéndose los ojos con la mano mientras pasan perros al trote, personas bronceadas que corren y hombres y mujeres mayores con ropa de tonos claros que pasean detrás de ellos a la luz fraccionada. Hay un rumor humano que se diluye en el aire, que apenas se mueve, y el murmullo de las olas y el apagado sonido de las radios velan las palabras susurradas. Hay algo en todo esto que me emociona y hace que me entren ganas de llorar (aunque no lo hago); una sensación de que ya he estado aquí, o muy cerca, de que he sufrido aquí hace tiempo y estoy aquí nuevamente aspirando el aire igual que entonces. Pero nada lo indica, nada me dirige un signo. El mar calla, y lo mismo hace la tierra.
No estoy seguro de lo que me acongoja: si es la impresión de profunda familiaridad que me causa este lugar o su rígida resistencia a mostrarse familiar conmigo. Se trata de otro asunto, de otro ejercicio útil del Periodo de Existencia, y una evidente lección de la profesión de agente inmobiliario, consistente en que se deja de santificar a los lugares: casas, playas, ciudades natales, una esquina de una calle donde una vez besaste a una chica, un campo de maniobras donde desfilaste en formación, un juzgado donde obtuviste un divorcio un día nublado de julio, pero donde ahora no quedan signos de tu presencia; no hay ninguna indicación en el aliento del aire de que hayas estado allí, ni de que tuvieras una presencia importante allí, ni siquiera de que hayas existido. Nos parece que esos lugares quizá deberían manifestarnos algo debido a las cosas que una vez sucedieron allí, encender un cálido fuego para animarnos cuando estamos casi exánimes y hundidos. Pero no hacen nada. Los lugares nunca cooperan a reactivar los recuerdos cuando lo necesitas. De hecho, casi siempre te abandonan, como comprobaron los Markham en Vermont y, ahora, en New Jersey. Será mejor que te tragues las lágrimas, te acostumbres a las sensiblerías sin importancia y sigas hacia lo que viene después, sin preocuparte de lo que ocurrió antes. Los lugares no significan nada.
Desde el amplio y fresco vestíbulo central me dirijo a la penumbra de la cocina, con alto techo de estaño, olor a ajo, fruta, y al freón de la gran nevera, donde dejo el vino. Una nota de Apoteosis Final está pegada a la puerta: «F. B. Fui a darme un baño. Te veré a las 6. Pásalo bien. S.». Ninguna indicación sobre dónde podría estar ni de por qué es necesario usar las iniciales F. y B. Quizá alguna otra F. revolotee por allí.
La casa de Sally, cuando subo a echar una siesta, me recuerda, como siempre, mi antigua residencia familiar de Hoving Road: demasiadas habitaciones en el piso de abajo, con puertas dobles, revestimiento de roble y pesadas sillas, demasiado estuco recargado y una orgía de espacio para armarios. Además de lóbregas escaleras de servicio que huelen a moho, rechinantes parqués pulidos por el uso, molduras, medallones, escudos, instalaciones de gas de una era pasada, cristales emplomados, pilares tallados y el extraño botón, como un pezón, para llamar al timbre que sólo los criados podían oír (como los perros); una casa hecha para albergar a una familia al viejo estilo o para retirarse, a condición de poder mantenerla.
Pero, a mí, la de Sally me produce una inquietud especial debido a su maldita capacidad para crear la ilusión irreal, e incluso aterradora, de un porvenir, lo cual fue una de las muchas razones por las que no podía soportar la mía, hasta el punto de apenas poder dormir en ella cuando volví de Francia, a pesar de todas mis grandes esperanzas de entonces. De repente, no podía soportar su mareante y mohosa masa, el peso de sus falsas promesas de que si las apariencias pueden seguir igual, la vida también. (Sabía muy bien que no podía ser así.) Por eso ansiaba hacerme con la casa de Ann, completamente reformada —con las paredes revestidas de paneles de yeso prefabricado, claraboyas nuevas, selladas, fabricadas en Minnesota, suelos de poliuretano, paneles térmicos, revestimientos exteriores de aluminio contra la humedad—, nada que esté consagrado por el tiempo, sólo la garantía de un edificio lo suficientemente cómodo para vivir en él durante un incierto periodo. Sally, sin embargo, que ya ha cortado con su pasado como una amnésica, no ve las cosas de ese modo. Es más tranquila, más objetiva que yo, con menos tendencia a los extremismos. Su casa, para ella, sólo es una agradable casa antigua dentro de la que duerme, un telón de fondo suficientemente convincente para una vida interpretada en primer plano, que es una cualidad en la que ella ha alcanzado la perfección y que yo encuentro admirable, pues se corresponde perfectamente con lo que yo hubiera querido hacer.
Tras subir los pesados escalones de roble, me encamino directamente al dormitorio con cortinas pardas y muy aireado de la fachada delantera de la casa. Sally ha adoptado la política —tanto si está aquí como si se encuentra en Nueva York con un cargamento de enfermos de Lou Gehrig viendo Carnival— de que yo tenga un espacio propio cuando vengo. (Hasta ahora no ha habido pegas acerca del sitio donde duermo una vez que se ha puesto el sol: su habitación de la parte de atrás.) Por eso me ha sido atribuida esta pequeña habitación abuhardillada, a la sombra del alero, que da a la playa y al final de Asbury Street, la cual, de no haber aparecido en su vida, seguiría siendo un cuarto de invitados: papel pintado marrón, un anticuado ventilador de techo, unas cuantas litografías de la caza del urogallo, bonitas aunque masculinas, una cómoda de roble, una cama de matrimonio con el cabecero de latón, un armarito convertido en mueble para la televisión, un galán de noche de caoba y, al lado, un pequeño cuarto de baño, de abeto y roble; el decorado perfecto para alguien (un hombre) al que no se conoce demasiado bien pero por el que se siente cierto afecto.
Cierro las cortinas, me desnudo y me meto entre las frías sábanas, que tienen un dibujo de cachemira azul, con los pies todavía fríos y húmedos debido a la lluvia de hace unas horas. Sólo cuando me estiro para apagar la lámpara de la mesilla de noche, me fijo en que en ésta hay un libro que no estaba la semana pasada, una edición de bolsillo de tapas rojas y gastadas de La democracia en América, un libro que desafío a leer a cualquiera que no esté sometido a cualquiera de los múltiples tratamientos para mantener artificialmente la vida; y junto a él, bien a la vista, hay un par de gemelos dorados grabados con el ancla, la bola y la cadena del cuerpo de marines, donde estuve alistado (aunque no duró mucho tiempo). Cojo uno, sopeso la joya en la palma de la mano. Apoyado en el codo, intento recordar, a través de la neblina del tiempo, si estos gemelos formaban parte de la indumentaria de los marines o no son más que una baratija «hecha de artesanía» por un ex soldado como recuerdo de un brillante acto de valor muy lejos de casa.
La cuestión es que no quiero continuar las averiguaciones sobre el origen de los gemelos, ni sobre el propietario de los puños almidonados que sujetaron, ni si los dejaron allí para que me interese por ellos, o si tienen relación con la llamada telefónica de Sally de ayer por la noche para quejarse de una vida «congestionada». Si estuviera casado con Sally Caldwell, me preguntaría esas cosas. Pero no lo estoy. Si «mi habitación» de los viernes y los sábados se convierte, los martes y los miércoles, en la del coronel Rex «Puños» Trueblood, lo único que espero es que nuestros caminos nunca se crucen. Se trata de un asunto que se debe incluir en el laisser faire de nuestro acuerdo. El divorcio, si funciona, te debería librar de estas inquietudes sin sentido, o al menos eso es lo que siento ahora que el bienvenido sueño se acerca.
Hojeo rápidamente el Tocqueville, volumen II, busco en la amarillenta página del título el nombre de su propietario, me fijo en si hay subrayados o notas al margen (nada), luego me acuerdo de mi experiencia de la universidad: tumbado boca arriba, manteniendo el libro a la distancia adecuada, lo abro al azar y me pongo a leer, con objeto de saber cuántos segundos pasarán antes de que se me cierren los ojos, el libro se me caiga de las manos y yo me despeñe por el acolchado precipicio del país de los sueños.
Empiezo: «Cómo las instituciones y las costumbres democráticas tienden a elevar el precio y a acortar la duración de los arrendamientos». Demasiado aburrido incluso para dormirse leyéndolo. Fuera oigo las risas de las chicas en la playa y el rumor de las mansas olas mientras una suave brisa marina se alza e hincha la cortina de la ventana.
Continúo hojeando un poco más y empiezo de nuevo: «Qué inclina a casi todos los americanos hacia las profesiones industriales». Nada.
Nueva tentativa: «Por qué en los Estados Unidos hay tantos ambiciosos y tan pocas ambiciones elevadas». Posiblemente pueda hincarle el diente a esto por lo menos durante ocho segundos: «La primera cosa que sorprende en los Estados Unidos es la multitud innumerable de los que buscan salir de su condición originaria, y la segunda es el pequeño número de personas con ambiciones elevadas que se observan en el seno de esta sociedad en la que la ambición es un sentimiento tan predominante. No hay americano que no se muestre devorado por el deseo de ascender, pero son muy pocos los que parecen acariciar proyectos de gran magnitud o que tengan miras elevadas…»
Vuelvo a dejar el libro sobre la mesilla al lado de los gemelos de marine y me quedo tumbado, ahora más despierto que dormido, escuchando las voces de los niños y, más allá, en las cercanías del arenoso límite del continente, la voz de una mujer que dice:
—No soy tan difícil de entender. ¿Por qué eres tan condenadamente complicado?
A lo que sigue la voz más tranquila de un hombre, como si estuviera confuso:
—No lo soy —dice—. No lo soy. No lo soy, de verdad, de verdad que no.
Siguen hablando, pero los sonidos de sus voces se pierden en la ligera brisa del borde del mar de New Jersey.
Entonces, de pronto, mientras miro el reluciente ventilador metálico del techo, que gira indiferente, sin saber por qué, siento un extraño estremecimiento —¡zas, plas!—, como si una piedra o una sombra pavorosa o un proyectil me hubiera rozado sin alcanzarme por muy poco. Desvío instintivamente la cabeza hacia la derecha, y el corazón se me pone a latir, pum-pum, pum-pum, exactamente igual que aquella tarde de verano en que Ann me anunció que se casaría con Frank Lloyd O’Dell, se trasladaría a Deep River y me robaría a los niños.
Pero ¿por qué ahora?
Hay estremecimientos y estremecimientos, claro. Hay el «estremecimiento del amor», el estremecimiento —a menudo acompañado de un gruñido de animal— del fantasma del sexo fulgurante, seguido frecuentemente por una sensación de pérdida que se podría cortar con un cuchillo. Hay el «estremecimiento de dolor», el que se experimenta en la cama a las cinco de la madrugada, cuando suena el teléfono y un extraño te dice que tu madre o tu hijo mayor acaban, «lamentablemente», de expirar; éste, por lo general, va acompañado de una pena aniquiladora, que casi parece un alivio, pero no lo es en absoluto. Hay el «estremecimiento de furor», cuando Prince Sterling, el setter irlandés de tu vecino, no deja de ladrar a las sombras de los gorriones desde hace meses, noche tras noche, manteniéndote despierto y en una agitación rayana en la demencia, y al encontrarte inesperadamente con su dueño al atardecer, al final del camino de entrada a su casa, te dice que das a esos ladridos una importancia excesiva, que estás demasiado tenso y harías mejor en oler el perfume de las rosas. Este estremecimiento, muchas veces, va seguido de un puñetazo en el estómago.
El que he tenido yo, sin embargo, no es ninguno de éstos, y me ha dejado con una sensación de vértigo y hormigueo, como si me hubieran administrado una descarga eléctrica mediante unos terminales sujetos al cuello. Puntos negros me nublan la visión, y siento los oídos como si me apretaran unos vasos de cristal contra ellos.
Pero entonces, con la misma brusquedad, vuelvo a distinguir las voces de la playa, el sonido sordo de un libro al cerrarse, una risa ligera, las sandalias que alguien golpea una contra otra para sacudirles la arena, una palma que se abate sobre la espalda roja de alguien y el «¡ay!» que provoca, mientras la marea reprende inocentemente a los guijarros siempre en retirada.
Lo que ahora siento que surge en mí (una consecuencia de mi «estremecimiento al haberme salvado por poco») es una extraña curiosidad sobre lo que estoy haciendo aquí exactamente; y la desagradable sensación que la acompaña de que, en realidad, debería de estar en cualquier otra parte. Pero ¿dónde? ¿Dónde se me necesita de verdad? ¿Dónde encajo mejor? ¿Dónde encuentro el verdadero éxtasis y no una simple sensación de contento? Tan sólo en algún lugar donde cumplir las convenciones, condiciones y limitaciones impuestas a la vida no es tan imperioso y fundamental. Donde las reglas no son el juego.
Hubo un tiempo en que un momento como éste —tumbado en una casa fresca, acogedora, que no es la mía, deslizándome hacia la somnolencia pero viviendo la espera excitante de una visitante dulce, maravillosa y atenta, dispuesta a proporcionarme lo que necesito porque ella lo necesita también— y sentirme en este estado era lo mejor, un tiempo en el que, de hecho, eso era lo que quería decir la palabra «vida», y que además resultaba más embriagador y delicioso porque tenía conciencia de él incluso cuando estaba pasando, y sabía con seguridad que nadie más lo sentía o podía sentirlo, de modo que podía tenerlo todo, todo, para mí, porque no tenía nada más.
Aquí, ahora, todos los objetos están en su sitio, las luces y las distancias regladas. Sally ya está indudablemente en camino, impaciente (o al menos contenta) de subir, arrojarse en la cama, encontrar una vez más el camino de mi corazón para recorrerlo y derrotar a todo el escuadrón de inquietudes de ayer por la noche.
Pero la embriaguez (la mía) se desvanece, y en lugar de estar tumbado en la cama, esperando tembloroso, escucho distraídamente los ruidos de la playa; ha desaparecido ese estado que era el mío y que quisiera recuperar. Lo que queda sólo es un fantasma de su presencia, y me pregunto ansioso adónde se ha ido y si volverá alguna vez. El vacío, en otras palabras. ¿Quién demonios no se estremecería?
Posiblemente ésta sea una versión más del «desaparecer en la propia vida», que también afecta, sin que ellos se den cuenta, a los importantes dirigentes de las empresas telefónicas, a los padres excesivamente abnegados y a los mayoristas de madera para la construcción. Se alcanza, simplemente, un estado en el que todo parece igual y en el que nada te importa un pito. No hay pruebas de que estés muerto, pero te comportas como si lo estuvieras.
Para disipar esta triste sensación de vacío, ahora intento con todas mis fuerzas recordar a la primera chica con la que «salí», aplicándome como un chaval de instituto a proyectar imágenes mentales incitantes con objeto de excitarme de un modo tangible, después de lo cual el sueño viene solo. Lo que pasa es que mi película está en blanco; no consigo recordar mi primera experiencia sexual, aunque los especialistas juren que es un acto que nunca se olvida, ni siquiera cuando ya se ha olvidado cómo se monta en bici. Permanece ahí, en la mente, cuando estás en el asilo rodeado de otros viejos soñolientos, que también se hallan sentados en el porche esperando que sus mejillas cojan un poco de color antes de que sirvan el almuerzo.
Tengo la corazonada, sin embargo, de que era una morena paliducha que se llamaba Brenda Patterson, a la que un compañero de la academia militar y yo convencimos para que fuera a «jugar al golf» con nosotros al campo de Keesler, en Mississippi; luego, medio suplicando, medio en broma, conseguimos que se bajase las bragas en un apestoso retrete de contrachapado para hombres cercano al noveno hoyo y, a cambio, mi colega «Angle» Carlisle y yo le hicimos el mismo favor (teníamos catorce años; el resto está borroso).
Y, si no, fue años más tarde en Ann Arbor, cuando, acurrucados bajo unos arbustos del Arboreto, debajo del puente del ferrocarril de Nueva York, conseguí a plena luz del día convencer a una chica que se llamaba Mindy Levinson para que me dejase hacerlo con nuestros pantalones a medio bajar, con nuestras tiernas carnes encima de espinos y ramitas. Recuerdo que ella dijo que sí, pero me parece que la inspiración estuvo totalmente ausente y ni siquiera estoy seguro de que llegáramos al final.
Y, de pronto, la mente se me electrifica con frases, palabras, despropósitos inconexos que se despliegan en un desorden sintáctico. A veces puedo dormirme de este modo, en un proceso alucinado en el que el sentido regresa al sinsentido (la búsqueda del sentido siempre entraña para mí una trabajosa tensión y, a menudo, el insomnio). En mi cerebro oigo: «Trata de quemar al motorista de la vida congestionado en Ohio… Hay un orden natural de las cosas bajo el vestido de noche… Soy experto en la ojiva nuclear de la histerectomía (¿verdad?)… Dales la palabra, márchate, vete, a largo plazo te sentará bien… El demonio está en los detalles, a no ser que el que esté sea Dios…»
Pero esta vez no surte efecto, en apariencia. (La relación que puedan tener esos fragmentos entre sí es un enigma que dejo para el doctor Stopler.)
A veces, aunque no demasiado a menudo, me gustaría ser todavía escritor, pues todo lo que pasa por la mente de alguien se desvanece como el humo, mientras que, para un escritor —incluso un escritor pésimo—, se pierden menos cosas. Si te has divorciado de tu mujer, por ejemplo, y posteriormente piensas en aquella ocasión, digamos, doce años antes, cuando casi rompiste con ella por primera vez pero no rompiste porque decidisteis que os queríais mucho el uno al otro o no ibais a cometer semejante tontería, o porque los dos teníais sentido común y buena voluntad, y decides que, puesto que las cosas iban a terminar de aquel modo, deberías haberte divorciado mucho antes porque ahora crees que perdiste algo maravilloso e irremplazable y como resultado estás lleno de una añoranza que no puedes esperar compartir, si fueras escritor, incluso un escritor de relatos malogrado, tendrías un sitio donde colocar ese hecho de modo que no tuvieras que pensar en él todo el tiempo. Te limitarías a escribirlo, subrayarías las frases más horribles y lamentables, las pondrías en boca de otras personas que no existen (o, mejor aún, en la de un enemigo tuyo levemente disfrazado), las volverías patéticas y conseguirías librarte de tu fardo para el disfrute de otros.
No es que nada se pierda nunca del todo, claro —como Paul está descubriendo con dolor y dificultad—, aunque seas descuidado o estés dotado para el olvido, ni siquiera aunque seas un escritor tan bueno como Saul Bellow. Pero es preciso aprender a no almacenar todo en tu interior hasta que te pudras o explotes. (El Periodo de Existencia, permítanme que lo diga, viene que ni pintado para este tipo de reajustes.)
Por ejemplo, yo nunca me preocupo de si mis padres se felicitaban o no porque sólo me tuvieron a mí, o si hubieran querido tener otro hijo (una ansiedad basada en la memoria que podría hacer perder el juicio a una persona cuerda). Y eso se debe, sencillamente, a que una vez escribí un relato sobre una pareja muy cariñosa que vivía en la costa del Golfo de México de Mississippi y sólo tenía un hijo pero quería tener otro, bla, bla, bla, bla… Termina con que la madre se va a hacer una excursión sola en barco un caluroso día de viento (muy parecido a este de hoy), desembarca en Horn Island, donde pasea descalza por la arena, recoge unas cuantas latas de cerveza vacías y vuelve la vista hacia el continente hasta que se da cuenta, debido a algo que les dice una monja a unos niños tullidos a los que acompaña, de que desear cosas imposibles es —lo han adivinado— como estar en una isla con desconocidos y recoger latas de cerveza vacías, cuando lo que realmente necesita es volver al barco (que precisamente entonces hace sonar la sirena) y regresar junto a su hijo y su marido, que ese día han ido a pescar percas pero pronto estarán de vuelta y querrán cenar, y quienes, esa misma mañana, le han dicho cuánto la quieren los dos, lo que sólo hizo que se entristeciera y se sintiera sola como un ermitaño y le entraran ganas de dar un paseo en barco…
Este relato, claro, está en un libro que escribí, y se titula «Esperando en la costa». Aunque he dejado de escribir relatos hace dieciocho años, he conseguido encontrar otros modos de lidiar con pensamientos desagradables e inquietantes. (Ignorarlos es uno de ellos.)
Cuando Ann y yo estábamos recién casados y vivíamos en Nueva York, en 1969, yo escribía frenéticamente, aparecía por la oficina de mi agente en la calle 35 y todas las noches le enseñaba a Ann mis preciosas páginas. Ella solía quedarse junto a la ventana poniendo mala cara porque nunca podía encontrar en mi obra nada que le pareciera relacionado con ella: ningún rasgo de una golfista atlética de ascendencia holandesa, vigorosa y decidida, que decía cosas ingeniosas o incisivas para poner en su sitio a personajes grotescos, hombres y mujeres, todos los cuales, naturalmente, serían latosos y aburridos. Lo que yo le solía decir —y Dios me castigue si estoy mintiendo casi veinte años después— era que si pudiera reducirla a unas cuantas palabras, eso significaría que la consideraba menos compleja de lo que era y, por lo tanto, que empezaba a distanciarme de ella, lo que podía conducir a que la dejara de lado como un recuerdo o una preocupación (lo que, de todos modos, sucedió, pero no por ese motivo ni con un éxito total).
En efecto, a menudo traté de hacerle comprender que su contribución no era ser un personaje, sino hacer imperiosos mis pequeños intentos de creación siendo tan maravillosa que yo no tenía más remedio que quererla; los relatos, después de todo, sólo eran palabras que daban forma a unos misterios más vastos, apremiantes, pero, por otra parte, inexpresables, como el amor y la pasión. En ese sentido, le expliqué, ella era mi musa; las musas no eran unas hadas atractivas y juguetonas que se te sientan en el hombro para sugerirte una mejor elección de las expresiones y que se alegran con disimulo cuando consigues una, sino poderosas fuerzas vitales y mortales que amenazan con aspirarte fuera del casco de tu barco a no ser que puedas clavar unas tablas —palabras, en el caso del escritor— en la brecha. (Todavía no he encontrado nada que pueda reemplazar a esa fuerza, lo que quizá explique cómo me he sentido en estos últimos tiempos y, en especial, hoy y aquí.)
A Ann, claro, excesivamente apegada a la tierra a su modo michigano-holandés, no le gustaban nada mis explicaciones, que le parecía que ocultaban un secreto, y siempre daba por supuesto que le estaba tomando el pelo. Si tuviéramos una conversación íntima en este mismo momento, al final se pondría a preguntarme por qué no escribí nunca sobre ella. Y mi contestación sería que porque no quería utilizarla, reducirla a palabras, dejarla a un lado, encerrarla en un «lugar» donde sería identificable, pero siempre menos interesante de lo que realmente era. (Seguiría sin creerme.)
Trato de ordenar esos pensamientos mientras contemplo el ventilador del techo, que desvía la luz en la penumbra de mi habitación: «Ann querría… Horn Island… Dios maldiga a las hadas de Round Hill… Intenta quemar esto…»
En algún sitio lejano, muy lejano, parece que oigo pasos, luego el sonido amortiguado del corcho de una botella de vino que se abre, luego una cuchara posada suavemente en la tapadera metálica de unos fogones, una radio bastante baja en la que suena la sintonía de las noticias de la emisora que escucho habitualmente, un teléfono que suena y al que contesta una voz encantadora, seguida por una risa; deliciosas sonoridades domésticas que oigo tan raramente en estos tiempos, que me quedaría tumbado aquí y escucharía hasta que llegara la noche, si pudiera hacerlo.
Bajo pesadamente la escalera, todavía tambaleante y aturdido, después de lavarme los dientes y echarme agua a la cara. De hecho, mis dientes no parecen estar bien, se diría que me han rechinado durante una pesadilla (probablemente estoy amenazado por una futura y lúgubre «vigilia nocturna»).
Se pone el sol. He dormido durante horas creyendo que no dormía, y no me siento descansado sino exhausto, como si hubiera soñado que corría una maratón, pues tengo las piernas pesadas y doloridas hasta la ingle.
Cuando rodeo la pilastra de abajo, distingo, por la puerta delantera abierta, una cuantas siluetas oscuras en la playa y, más allá, en el mar, la luz de una plataforma de petróleo que de día no se puede ver a causa de la neblina, con sus pequeñas luces blancas que cortan el oscuro cielo de oriente como diamantes. Me pregunto dónde estará el carguero, el que vi antes; sin duda ya ha atracado en el puerto.
La cocina está levemente iluminada por una sola vela, pero también hay un parpadeo verde, que indica que no hay novedad en el pequeño panel de seguridad del fondo del pasillo —igual que en casa de Ted Houlihan—. Sally normalmente mantiene las luces apagadas hasta que oscurece del todo, luego pone velas aromáticas por toda la casa y anda descalza. Es una costumbre que casi he aprendido a respetar, así como sus miradas de reojo que te hacen saber que te tiene calado.
No hay nadie en la cocina, donde la vela ocre tiembla sobre la encimera. Un ramillete de iris púrpuras y glicinas blancas en un jarrón de cerámica adorna la mesa. En una fuente de loza, unas mariposas de pasta se enfrían al lado de un pan francés, y mi botella de Round Hill está en el cubo para que se mantenga fría. Dos tenedores, dos cucharas, dos platos, dos servilletas.
Me sirvo un vaso de vino y me dirijo al porche.
—Me preguntaba si te oiría venir con tus enormes zuecos puestos —dice Sally, mientras aún recorro el vestíbulo. Fuera, ante mi sorpresa, es casi totalmente de noche; la playa está aparentemente desierta, como si los dos últimos minutos hubieran durado una hora entera—. Estoy impregnándome del esplendor del final del día —continúa—, aunque llegué hace ya una hora y te estuve viendo dormir —se vuelve sonriéndome desde las sombras del porche y extiende la mano hacia atrás, yo la toco, aunque me quedo junto a la puerta, subyugado durante un momento por la cresta blanca de las olas que rompen en la noche. Parte de nuestros «acuerdos» es no mostrarnos falsamente efusivos, como si la efusividad sin sentido que es propia de toda nuestra generación fuera responsable de las dificultades que hemos tenido. Me pregunto inquieto si continuará lo que estuvo diciendo la noche pasada, aquello de que yo corría por los campos de maíz con los brazos en cruz como Cristo en persona, y volverá a sacar a colación su extraña sensación de que la vida está congestionada; las dos cosas son quejas en clave referidas a mí que comprendo, pero a las que no sé cómo responder. Todavía no he abierto la boca—. Siento haberte despertado ayer por la noche. Me sentía muy rara —dice. Está sentada en una enorme mecedora de madera, con un largo caftán blanco abierto por los costados para dejar asomar sus largas piernas y sus pies descalzos. Tiene el pelo echado hacia atrás y sujeto con un prendedor de plata, la piel bronceada, los dientes luminosos. Un perfume húmedo de aceite de baño flota en el aire del porche.
—Espero no haber roncado —digo.
—Nada de eso. Tienes el sueño ideal para una esposa. Nunca roncas. Espero que vieras que puse el Tocqueville al lado de tu cama, pues vas a hacer una expedición y sueles leer libros de historia en plena noche. Siempre me gustó ese libro.
—A mí también —miento.
Entonces me mira de reojo. Tiene unos rasgos finos, la nariz afilada, la barbilla angulosa y con pecas; un conjunto elegante. Lleva finos pendientes de plata y unos pesados brazaletes con turquesas.
—Dijiste algo sobre Ann… hablando de esposas, o de ex esposas.
Éste es el motivo de su mirada, no mi mentira sobre Tocqueville.
—Sólo recuerdo que soñé con alguien que no pagaba a tiempo la prima del seguro, y luego sobre si era mejor que a uno le mataran, o que le torturaran y luego le mataran.
—Sé lo que elegiría yo.
Toma un sorbo de vino, sujetando el vaso redondo con las dos manos y mirando la oscuridad que se ha apoderado de la playa. El húmedo resplandor de Nueva York se destaca en el cielo sin brillo. Lejos, en el continente, se extiende una hilera de coches; chirridos de neumáticos, una sirena qué suena.
Siempre que Sally se pone pensativa, doy por supuesto que piensa en Wally, su marido desaparecido, perdido en algún lugar entre las gélidas estrellas, «muerto» para el mundo, pero (más que probablemente) no para ella. Su situación es muy parecida a la mía —divorciada de un modo genérico—, con todo lo que eso tiene de inacabado, y en la que, a falta de otra cosa, la mente mordisquea sin cesar un trozo de carne rancia que no consigue tragar.
A veces imagino que una tarde, justo al oscurecer, ella estará aquí, en el porche, abstraída como ahora, y aparecerá el viejo Wal, con una gran sonrisa en la boca, andando con los pies más separados de lo que ella recuerda, con el vientre más blando, los ojos muy abiertos y la cara mofletuda, pero en cualquier caso él mismo, indudablemente, que de pronto, en plena carrera de próspero florista en Bellingham, o de fabricante de tejidos en Pekin, Illinois, ha recuperado la memoria en mitad de una película, digamos, o en un transbordador, o cuando cruzaba el Sunshine Bridge, y ha iniciado de inmediato el camino de regreso hacia las afueras de Chicago de donde se esfumó aquella mañana de hace tanto tiempo. (Yo preferiría no estar presente en ese encuentro.) En mi relato se abrazan, lloran, cenan en la cocina, beben demasiado vino, encuentran mucho más fácil hablar de lo que cualquiera de los dos hubiera creído, más tarde vuelven al porche, se sientan a oscuras, se cogen de la mano (facultativo), empiezan a sentirse cómodos, consideran la posibilidad de subir por la escalera hasta el dormitorio, donde hay encendida otra vela; al pensar esto, se imaginan que sería emocionante, pero que quizá no lo pudieran soportar. Luego rechazan ese pensamiento, se ríen un poco, se sienten avergonzados por haber tenido la idea sin habérsela comunicado uno al otro, después se sienten menos cómodos, y les domina la frialdad y la impaciencia, hasta que queda claro que no existen suficientes palabras que puedan llenar el vacío de tantos años de ausencia, aparte de que Wally (alias Bert, Ned, o como sea) necesita volver a Pekin o al nordeste del Pacífico junto a su desde hace mucho tiempo nueva mujer y sus hijos ya adolescentes. Así que poco después de la medianoche él se va, toma el camino hacia el olvido con todos los demás cuyo caso está archivado en el juzgado sin que conste que estén muertos (las cosas no son muy distintas entre Sally y yo, aunque yo siempre vuelvo a aparecer).
Cualquier otra posibilidad, claro, sería demasiado complicada y lastimosa: todos en la tele, vestidos de punta en blanco, sentados en incómodos sofás; los niños, las esposas, el amante, un sacerdote amigo de la familia, el psiquiatra, todos allí explicando lo que sienten a graderíos llenos de mujeres gordas dispuestas a ponerse de pie y a decir que ellas «probablemente se hubieran sentido muy celosas, ¿saben?» si se hubieran encontrado en el lugar de cualquiera de las esposas, y, de hecho, «nadie podría estar seguro de que Wally dijera la verdad». Cierto, cierto, cierto. ¿Y a quién le importa?
En algún punto del agua, un barco que ninguno de los dos podemos ver se convierte de repente en plataforma de lanzamiento de un proyectil luminoso que recorre soltando chispas el cielo negro como la tinta y explota en chorros rosas y verdes que iluminan todo el cielo como en el alba de la creación, luego hay más detonaciones menores, antes de que todo el chisme se esfume y desaparezca como un evanescente espíritu nocturno.
Invisible en la playa, la gente dice «¡Oooooh!» y «¡Aaaaah!» al unísono y aplaude cada estallido. Su presencia es una sorpresa. Esperamos la siguiente explosión, pero no se produce ninguna.
—¡Oh! —oigo decir a alguien, con tono de decepción.
—¡Mierda!
—Pero aquél ha estado bien —dice otro.
—Uno no es suficiente —es la respuesta.
—Han sido mis primeros «fuegos artificiales» oficiales de las vacaciones —dice Sally, alegremente—. Siempre son muy emocionantes.
Donde ella está mirando, un humo azulado se destaca en el cielo sobre la negrura del fondo. Los dos quedamos en suspenso como si esperásemos otra explosión.
—Mi madre compraba unos cohetes pequeños en Mississippi —digo— y los encendía sujetándolos con la mano. «Infantiles», los llamaba.
Todavía estoy apoyado en el marco de la puerta, con el vaso en la mano, igual que una estrella de cine en un famoso fotograma. Dos sorbos en un estómago casi vacío, y estoy medianamente achispado.
Sally me mira inquisitiva.
—¿Se sentía muy frustrada de la vida, tu madre?
—No, que yo sepa.
—Bien. Cualquiera diría que hacía eso para despertar.
—Pudiera ser —digo yo, sintiéndome incómodo por pensar en mis intachables padres de un modo crítico; si siguiera más lejos en ese sentido, aunque fuese brevemente, sin duda encontraría la explicación de toda mi vida. Mejor escribir un relato sobre eso.
—Cuando yo era niña, en Illinois, mis padres siempre se las arreglaban para tener una riña tremenda el día de Nochevieja —dice Sally—. Siempre gritaban y se tiraban cosas y se oía arrancar el coche en plena noche. Bebían demasiado, claro. Pero mis hermanas y yo nos divertíamos muchísimo con los fuegos artificiales de Pine Lake. Y siempre queríamos ir a verlos, pero el coche nunca estaba, y por eso nos teníamos que quedar en el jardín, delante de la casa, con nieve o viento, y ver lo que podíamos, que no era mucho. Estoy segura de que nos inventábamos la mayor parte de lo que decíamos que veíamos. De modo que los fuegos artificiales siempre hacen que me sienta niña, lo que, probablemente, es bastante idiota. Deberían hacer que me sintiera estafada, pero no lo consiguen. A propósito, ¿les vendiste una casa a esos de Vermont?
—Los tengo a punto.
Eso espero.
—Eres muy hábil en tu profesión, ¿verdad? Vendes casas que no vendería nadie.
Se balancea hacia adelante, luego hacia atrás, impulsándose sólo con los hombros, y la gran mecedora rechina en las tablas del porche.
—No es un trabajo muy difícil. Sólo hay que ir en coche con unos desconocidos, y luego hablar con ellos por teléfono.
—En eso se parece a mi trabajo —dice Sally, contenta, todavía balanceándose. El trabajo de Sally es más admirable, pero con más sinsabores. No quisiera dedicarme a algo así por nada del mundo. De repente tengo muchas ganas de besarla, tocarle el hombro o la cadera o lo que sea, aspirar una bocanada del olor dulce y aceitoso de su piel en esta cálida noche. Pero avanzo con «mis grandes zuecos» por encima de las ruidosas tablas, me inclino tímidamente como un médico demasiado alto que quiere percibir los latidos del corazón con la oreja, y le doy un beso en la mejilla y también en el cuello, que me gustaría que llevaran a mucho más.
—¡Oye, oye, alto ahí! —dice ella, sólo medio en broma, mientras me impregno de los perfumes exóticos de su cuello y noto la humedad de su omóplato. En su mejilla, justo debajo de la oreja, tiene un vello rubio, un lugar delicado, puede que sensible, que siempre encuentro excitante, pero nunca estoy seguro de cómo debería trabajarlo. Mi beso, sin embargo, no provoca más que una presión en mi muñeca, más indulgente que ardiente, y una inclinación de cabeza en mi dirección, a continuación de lo cual yo me enderezo con el vaso vacío, miro hacia la playa, luego regreso a ocupar mi puesto de escucha en el marco de la puerta, medio consciente de haber cometido alguna infracción pero inseguro de cuál pueda ser. Tal vez incluso haya nuevas restricciones.
Lo que quiero no es follar feroz, virilmente, durante toda la noche, en este mismo instante o dentro de dos minutos, sino haberlo hecho ya; tenerlo en mis registros como un acto consumado y bien consumado, y que disfrutemos del bienestar posterior al amor, distendido, amistoso, confiado; ser el esforzado caballero que encuentra modo de salvar la velada de la amenaza de la nada que he padecido antes de la siesta y que he sabido evitar con mis trucos de prestidigitador todos estos meses, al aparecer siempre rebosante de nuevas ideas (lo mismo que intento hacer con Paul o con cualquiera), proponiendo una expedición al museo Mar-Aire-Espacio del Intrepid, un paseo en canoa por el Batsto, una excursión de fin de semana al campo de batalla de Gettysburg, un viaje en globo que tentaba a Sally más que a mí. Por no mencionar un viaje de tres días a Vermont el otoño pasado para admirar sus colores, que no funcionó, pues pasamos la mayor parte de dos de los días en un desfile a cámara lenta de turismos, aparte de que los precios se habían disparado, las camas eran demasiado pequeñas y la comida infecta. (Terminamos volviendo un día antes de lo previsto, pues nos sentíamos viejos y cansados —Sally durmió durante la mayor parte del trayecto—, y de un humor tal que ni siquiera tomamos una copa juntos cuando la dejé en Asbury Street.)
—Preparé farfalle —dice Sally, tranquilamente, después de un largo silencio provocado por mi beso inoportuno, durante el cual los dos comprendemos que no vamos a subir al piso de arriba a divertirnos un poco—. Es tu pasta favorita, ¿no?
—Lo que es seguro es que es la comida que más me gusta ver —digo.
Ella vuelve la cabeza otra vez y sonríe, estirando sus largas piernas hasta que los tobillos se le relajan, haciendo una especie de crujido.
—Estoy descoyuntándome, parece —dice. De hecho, es una jugadora de tenis agresiva que aborrece perder y, a pesar de tener una pierna más corta que la otra, es capaz de hacer trizas a un hombre en plena forma.
—¿Estás pensando en Wally? —digo, sin motivo aparente excepto que se me ocurre.
—¿Wally Caldwell?
Lo dice como si el nombre no le fuera familiar.
—Sólo es algo que se me ha ocurrido.
—Sólo sobrevive el nombre —dice—. Hace demasiado tiempo —no la creo, pero no importa—. Tenía que olvidarme de ese nombre. Me dejó, y también a sus hijos —sacude su espeso pelo rubio como si el espectro de Wally «El Comadreja» estuviera allí mismo, rondando en la oscuridad para que lo admitiéramos en nuestra conversación, y ella le rechazara—. En lo que estaba pensando, y en lo que he pensado durante todo el viaje de ida y vuelta en coche a Nueva York para recoger unas entradas, era en ti, y en que estarías aquí cuando llegara a casa, y en lo que haríamos, y en lo cariñoso que eres siempre.
Esto no es un buen presagio.
—Me gusta ser un hombre cariñoso —digo, esperando que esto tendrá el efecto de impedir cualquier cosa que ella fuera a decir después. Sólo en los matrimonios sólidos como una roca puedes esperar oír que eres un hombre cariñoso sin un «pero» a continuación, igual que si se tratara de una molestia. Un matrimonio sólido como una roca ofrece todo tipo de ventajas—. Pero ¿qué?
—Pero nada. Eso es todo —Sally se abraza las rodillas, coloca sus largos pies descalzos uno al lado del otro en el borde delantero del asiento de la mecedora y balancea su largo cuerpo adelante y atrás—. ¿Tiene que haber un «pero»? No, sólo pensaba que te quería cuando iba conduciendo. Eso es todo.
—Me siento muy bien contigo —digo. Una extraña sonrisita afectada se me graba en la estúpida boca y me endurece las mejillas sin que yo lo quiera.
Sally se vuelve de lado y me mira de hito en hito en la penumbra del porche.
—Me alegro.
Yo no digo nada, sólo sigo sonriendo afectadamente.
—¿Por qué sonríes así? —dice ella—. Tienes una pinta rara.
—En realidad, no lo sé —digo, y me apoyo el índice en la mejilla y aprieto, lo que hace que la estúpida sonrisita desaparezca y recupere mi aspecto de ciudadano normal.
Sally me mira de reojo como si fuera capaz de visualizar algo oculto en mi cara, algo que nunca ha visto pero que quiere verificar porque siempre ha sospechado que estaba allí.
—Cuando llega el 4 de Julio, siempre he tenido la impresión de que en esa fecha debería haber terminado algo, o haber tomado una decisión —dice—. A lo mejor ése era uno de mis problemas de ayer por la noche. Creo que es consecuencia de que fui al colegio demasiado tiempo durante el verano. El otoño parece demasiado lejano. Aunque ni siquiera sé lejos de qué.
Yo, sin embargo, estoy pensando en una excursión que tenga más éxito. A Michigan: Petoskey, Harbor Springs, Charlevoix. Un fin de semana en Mackinaw Island, paseando en un tándem. (Todo cosas, claro, que hice con Ann. Nada nuevo.)
Sally levanta los dos brazos por encima de la cabeza, une las manos y hace un esbelto estiramiento de yoga, eliminando cualquier tensión y haciendo que los brazaletes se le deslicen por el brazo en una ruidosa cascada de tintineantes sonidos metálicos. El ritmo de esta tarde, este ocasional periodo de silencio, esta falta de prisa, indica que en el fondo hay algún problema que nos afecta. Me gustaría que se desvaneciera.
—Te estoy aburriendo —dice Sally, con los brazos en alto, luminosa. No tiene nada de idiota y es un regalo para la vista. Un hombre listo encontraría el modo de amarla.
—No me estás aburriendo —digo, sintiéndome alegre sin saber por qué. (Es posible que nos haya rozado el borde de un frente frío y todos los que están en la costa se hayan sentido mejor de repente.)—. Me gusta que me quieras. Creo que es estupendo.
Posiblemente debería volver a besarla. Un beso de verdad.
—Te ves con otras mujeres, ¿verdad? —dice, y empieza a meter los pies en unas sandalias doradas sin tacón.
—La verdad es que no.
—¿Qué significa eso de «la verdad es que no»?
Agarra su copa de vino del suelo. Un mosquito me zumba junto a la oreja. Estoy más que dispuesto a dirigirme adentro y olvidar este tema.
—Significa que no. Eso es todo. Supongo que si encontrara a alguien con quien me apeteciera salir… —«salir» es una palabra que detesto; prefiero «follar», «joder», «tirarme» o «cepillarme»—, no tendría inconveniente. En lo que se refiere a mí, en todo caso.
—Muy bien —dice Sally secamente.
El impulso que la ha movido a ponerse las sandalias no ha tenido continuación. Oigo que respira profundamente, espera, luego deja salir lentamente el aire. Agarra la copa por su base redonda y lisa.
—Creo que te ves con otros hombres —digo, con optimismo. Los gemelos me pasan por la cabeza.
—Claro —asiente con la cabeza, mirando fijamente por encima de la barandilla hacia unos pequeños puntos amarillos en medio de la oscuridad, situados a una distancia imposible de calcular. Pienso de nuevo en nosotros, los del Club de los Divorciados, apiñados en nuestro barco inmóvil para sentir seguridad, mirando con nostalgia la tierra misteriosa (posiblemente esta misma casa), imaginando vidas, fiestas, restaurantes frescos, veladas donde nos hubiera gustado estar. Cualquiera de nosotros hubiera nadado hasta la orilla contra la corriente para hacer lo que estoy haciendo yo—. Tengo una sensación extraña cuando salgo con otros hombres —dice Sally, con mucho cuidado—. Salgo con ellos, pero no tengo ningún proyecto.
Ante mi gran sorpresa, creo que se enjuga una lágrima del borde del ojo y la seca entre los dedos. Por esto seguimos en el porche. Yo, claro, no sabía que «saliera» de verdad con otros hombres.
—¿Qué es lo que te gustaría esperar de esos hombres? —digo, con demasiada seriedad.
—Bueno, no lo sé —sorbe por la nariz para indicarme que no debo temer que haya más lágrimas—. La espera sólo es una mala costumbre. La he practicado anteriormente. Nada, imagino —se pasa los dedos por el espeso cabello, sacude la cabeza con un leve movimiento. Me gustaría preguntarle por el ancla, la bola y la cadena, pero éste no es el momento, pues no haría más que confirmarme lo que ya sé—. ¿Crees que tú estás esperando que pase algo?
Me vuelve a mirar, con escepticismo. Sea la que sea mi respuesta, ella supone que va a ser molesta o engañosa o posiblemente estúpida.
—No —digo yo, en un intento de ser franco, algo que justo ahora probablemente no conseguiría ser—. Tampoco sabría qué esperar.
—Entonces —dice Sally—, ¿qué puede haber de bueno en una situación que no crees que te vaya a traer nada bueno, o que te vaya a proporcionar un premio al final? ¿Cuál es el dichoso misterio?
—El dichoso misterio es cuánto puede durar algo tal y como es. Con eso me basta.
El Periodo de Existencia por excelencia. Sally y Ann comparten el desagrado por este punto de vista.
—¡Vaya, vaya, vaya! —Echa la cabeza hacia atrás y mira el cielo sin estrellas y suelta un agudo ¡ja, ja, ja! de adolescente—. Te he infravalorado. Está bien. Yo… no importa. Tienes razón. Tienes toda la razón.
—Me gustaría estar equivocado —digo, y tengo pinta, estoy seguro, de gilipollas.
—Muy bien —dice Sally, mirándome como si yo fuera lo más raro de una especie muy rara—. Sin embargo, el que uno espere estar equivocado no es exactamente agarrar el toro por los cuernos, ¿verdad, Franky?
—En primer lugar, nunca he entendido por qué nadie tiene que agarrar a un toro por los cuernos —digo—. Es el extremo más peligroso.
No me gusta mucho que me llamen «Franky», como si tuviera seis años y un sexo indeterminado.
—Oye, vamos a ver —ahora es sarcástica—. Sólo se trata de un experimento. No es nada personal —los ojos le relampaguean, captando una luz de otro sitio, a lo mejor de la casa de al lado, donde han encendido unas lámparas, lo que le da un aire acogedor. No me importaría nada estar allí dentro—. ¿Qué significa para ti decirle a alguien, a una mujer, que la quieres?
—La verdad es que no tengo a nadie a quien decírselo.
No se trata de una pregunta tranquilizadora.
—¿Y si la tuvieras? Te podría pasar cualquier día.
Este interrogatorio sugiere que me he convertido en un visitante atractivo pero totalmente excluido de cualquier proyecto y que pertenece a un sistema ético distinto.
—Me andaría con cuidado.
—Siempre te andas con cuidado.
Sally sabe muchas cosas de mi vida; que a veces soy quisquilloso pero que, de hecho, con frecuencia no tengo cuidado en realidad. Es una ironía por su parte.
—Me andaré con más cuidado —digo.
—Pero ¿qué significaría para ti si se lo dijeras a alguien?
De hecho, Sally quizá crea que mi respuesta llegará a tener un significado importante para ella en algún momento, que explicará por qué se siguen ciertos caminos y se desechan otros: «Hubo una época de mi vida en la que me contentaba con sobrevivir»; o «Esto explica por qué decidí marcharme de New Jersey e ir a trabajar con los nativos de Pago Pago».
—Bien —digo yo, pues Sally se merece una respuesta sincera—, es algo provisional. Supongo que significaría que habría visto las suficientes cosas en alguien para que me apeteciera hacer toda una persona a partir de esos elementos, y que esa persona estuviera junto a mí.
—¿Y qué tiene eso que ver con el estar enamorado?
Es insistente, casi me suplica, mientras me mira de un modo que creo esperanzado.
—Bien, tenemos que estar de acuerdo en lo que era el amor, o en lo que es. A lo mejor es demasiado serio.
Aunque yo no pienso de verdad así.
—Es algo serio —dice ella. Una lancha de pesca hace sonar una sirena en la oscuridad del océano.
—No quería exagerar —digo—. Cuando me divorcié, prometí no quejarme nunca de cómo resultaran las cosas. Y no exagerar es un modo de asegurarme que no tengo nada de qué quejarme.
Esto es lo que traté de explicar al carapijo de Joe esta mañana. Sin ningún éxito. (¿Qué puede significar que uno saque a relucir sus aspiraciones dos veces el mismo día?)
—Sin embargo, se podrían encontrar argumentos que te hicieran cambiar tu serio punto de vista con respecto al amor, ¿no? Puede que eso sea lo que quieres decir con lo de que te gustaría estar equivocado.
Sally se levanta cuando dice esto, vuelve a alzar los brazos una vez más, con la copa de vino en la mano, y hace torsiones a uno y otro lado. El hecho de que tenga una pierna más corta que otra no se nota. Mide uno setenta y ocho. Casi mi estatura.
—No lo he pensado.
—Supongo que sería difícil de verdad, ¿no? Requeriría algo excepcional —contempla la playa donde alguien acaba de encender una hoguera, lo que es ilegal, aunque hace que este momento de la noche parezca agradable y alegre. Pero debido a la súbita e intensa incomodidad que siento, y también al afecto y admiración hacia su escrupulosidad, me veo empujado a pasarle los brazos por detrás y apretarla contra mí y darle un beso en el cuello que funciona mejor que el anterior. No tiene la piel húmeda bajo el caftán, y diría que no lleva nada debajo, lo cual me causa una sensación deliciosa. Sin embargo mantiene los brazos inertes a los lados. No corresponde—. Por lo menos, tú no necesitas preocuparte por volver a confiar. Toda esa espantosa mierda de la que mis agonizantes no hablan nunca. No tienen tiempo.
—La confianza es para los pájaros —digo, con los brazos todavía alrededor de ella. Sólo vivo para estos momentos, la espuma de un momento de pseudointimidad y de placer cuando menos lo esperas. Es maravilloso. Aunque no creo que hayamos avanzado mucho, y lo lamento.
—Bien —dice Sally, que vuelve a asentar los pies y se apoya suavemente en mis brazos sin volverse, luego se dirige a la puerta y ahora cojea de modo perceptible—. La confianza es para los pájaros. Eso no es justo. En fin, las cosas son como deben ser.
—Tengo bastante hambre —digo.
Abandona el porche, deja que la puerta de tela metálica se cierre.
—Entonces entra a tomar tus farfalle. Tienes muchos kilómetros que hacer antes de acostarte.
Mientras el sonido de sus pies descalzos se aleja hacia el fondo del vestíbulo, me quedo solo con los cálidos aromas del mar mezclados con el humo de la madera recogida en la playa, un olor a barbacoa que es perfecto para el fin de semana de fiesta. En la casa de al lado encienden una radio, al principio muy alta, luego más baja. La emisora E-Z de New Brunswick. Liza está cantando, y yo mismo floto como el humo, durante un momento, con la música: «¿No es romántico? Música en la noche… Las sombras que se mueven componen la antigua magia… Oigo sonar las brisas… Estamos hechos para amar… ¿No es romántico?»
Durante la cena, que tomamos en la mesa redonda de roble bajo la brillante luz del techo, sentados a cada lado del jarrón con los iris escarlata y las glicinas blancas y una cesta de mimbre desbordante de frutas veraniegas, nuestra conversación es ecléctica, sin un plan determinado, un tanto mareante. Es, me hago cargo, el preludio a mi marcha, con todo el recuerdo de la languidez y las discusiones serias sobre las cuestiones del amor ahora dejadas de lado, disipadas como el humo con la brisa del mar. (Ha llegado la policía, y los que hicieron la hoguera son conducidos a la cárcel en el instante mismo en que protestan porque la playa pertenece a Dios.)
Sally está animada a la luz de las velas, que realza sus ojos azules húmedos y brillantes y su espléndido rostro anguloso, moreno y suavizado. Damos buena cuenta de la pasta y charlamos de películas que no hemos visto pero nos gustaría ver (yo, Moonstruck, Wall Street ella, El imperio del sol, posiblemente Los muertos); hablamos del posible pánico en el mercado de la soja ahora que la lluvia ha terminado con la sequía del Medio Oeste; discutimos acerca de si debe pronunciarse «soja» o «soya»; le hablo de los Markham y de los McLeod, y de mis problemas con ellos, lo que nos lleva a una discusión sobre un columnista negro que ha matado de un tiro a un intruso en su jardín, lo que empuja a Sally a admitir que ella a veces lleva una pistola en el bolso, aquí, en South Mantoloking, aunque cree que probablemente será el instrumento que la mate a ella. Durante un breve rato hablo de Paul, señalando que no le atrae demasiado el fuego, ni tortura a los animales, ni moja la cama, que yo sepa, y que mis esperanzas son que viva conmigo en otoño.
Luego (debido a un extraño impulso) abordo la realidad. Informo que en los dos últimos años en Estados Unidos se han construido 2036 centros comerciales, pero que ahora las cifras se han «congelado», y muchos grandes proyectos han sido abandonados. Afirmo que no me parece que las elecciones influyan en el mercado inmobiliario, lo que motiva que Sally recuerde el porcentaje de los impuestos (8,75 por ciento) del año del bicentenario y que yo saque a colación que entonces tenía treinta y un años y vivía en Hoving Road. Mientras mezcla arándanos de Jersey con kirsch para emborrachar la tarta, trato de alejar la conversación del pasado demasiado reciente y hablo de mi abuelo Bascombe que, después de perder la granja familiar de Iowa en el juego, volvió a casa por la noche muy tarde, tomó un cuenco de no sé qué tipo de bayas en la cocina, y luego salió al porche y se pegó un tiro.
Me he fijado, sin embargo, en que a lo largo de la cena Sally y yo hemos continuado estableciendo un contacto ocular prolongado y a menudo retador. En un determinado momento, mientras hacía el café con la cafetera exprés, ella me lanzó una ojeada como si reconociera que ahora nos conocemos mucho mejor el uno al otro, que nos hemos acercado más, pero que yo me he comportado de un modo extraño o demente y podría levantarme de un salto y ponerme a recitar a Shakespeare en latín macarrónico o a silbar «Yankee Doodle» por el ojete.
Hacia las diez, con todo, nos hemos vuelto a instalar en nuestras butacas a la luz de una vela nueva, después de terminar el café, y hemos regresado a nuestras copas de Round Hill. Sally se ha sujetado hacia atrás su densa cabellera y nos hemos lanzado a una discusión sobre cómo nos percibimos individualmente (yo, básicamente, como un personaje cómico; Sally como una «facilitadora», aunque de cuando en cuando, dice, se ve «como una obstructora siniestra y bastante despiadada»; algo que yo nunca había notado). Ella me ve, dice, con una extraña imagen de cura, lo que de hecho es lo peor que puedo imaginar, pues los curas son las personas menos conscientes de sí mismas, menos lúcidas, las más irresolutas, aisladas y frustradas de la tierra (los políticos vienen después). Decido ignorar esto, o al menos considerarlo como una falta de buena voluntad por su parte, una manera de decirme que yo también soy una especie de «facilitador», algo que sería si pudiera. Le digo que la veo como una mujer de gran belleza con la cabeza bien plantada sobre los hombros, que la encuentro irresistible y poco acorde con el modo en que expliqué que la percibía antes, lo que es cierto (todavía estoy un poco afectado porque me perciba como un cura). Nos aventuramos hacia la cuestión de los grandes sentimientos y cómo pueden llegar a ser más importantes que el amor. Explico (no estoy seguro de por qué, pues no es especialmente cierto) que estoy pasando una temporada horrible últimamente debido al Periodo de Existencia, algo que ya he mencionado con anterioridad, en otros contextos. Admito por completo que esta parte de mi vida (de no ser por ella) puede que algún día me cueste recordarla con precisión, y que a veces me siento fuera del alcance de los afectos, pero que eso es algo humano y no un motivo de preocupación. También le digo que encontraría aceptable terminar mi vida como el «decano» de los agentes inmobiliarios de Nueva Jersey, un perro viejo y cascarrabias que había olvidado más de lo que llegarían a saber nunca los más jóvenes. (Un Otto Schwindell sin los Pall Mall y los pelos creciéndole en las orejas.) Ella dice con toda confianza, mientras me sonríe sin cesar, que espera que yo pueda hacer algo memorable, y durante un momento vuelvo a pensar en sacar a relucir lo de los gemelos con la insignia de los marines y su relación con las cosas memorables, y posiblemente en dejar caer el nombre de Ann, pero no quiero que parezca que soy incapaz de soportarlo ni que Sally pueda pensar que recordarle la existencia de Ann es un reproche que le hago, ya que no es así. Decido no hacer ninguna de las dos cosas.
Después la voz de Sally se va haciendo gradualmente más grave, con una entonación de garganta que ya he oído antes en veladas bien trabajadas como ésta, cuando la luz amarilla se alarga y vacila, el calor del verano se ha ido y ocasionalmente un insecto choca contra la puerta de tela metálica; una entonación que dice por sí misma: «Vamos a pensar en algo un poco más directo que haga que nos sintamos bien, que selle la velada con un acto de caridad y deseo». Mi propia voz, estoy seguro, tiene la misma resonancia.
Pero están las contracciones nerviosas que noto en el bajo vientre (y ella en el suyo, supongo), una agitación relacionada con una idea que no se quiere ir y que cada uno está queriendo oír expresada por el otro; algo importante que deje apagados los dulces suspiros del deseo. Y es: que los dos hemos decidido por separado no vernos nunca más. (Aunque «decidido» no es la palabra. Aceptado, concedido, admitido, están más cercanas a la realidad.) Entre nosotros hay de todo, lo suficiente para confortarnos toda una vida, y no sólo eso. Pero en cierto modo eso no es suficiente, y una vez que se ha admitido, no queda mucho que decir (¿o sí?). A la larga, y a corto plazo, entre nosotros parece que no hay nada que importe lo suficiente. Son hechos que los dos expresamos con las entonaciones de garganta ya mencionadas y con estas palabras que Sally pronuncia en este momento:
—Es hora de que te pongas en marcha, camarada —me sonríe al otro lado de la vacilante vela como si en cierto modo estuviera orgullosa de nosotros, o por nosotros. (¿Por qué?) Hace tiempo que se ha quitado los brazaletes con turquesas y los ha colocado encima de la mesa, donde los mueve acá y allá mientras hablamos, como en un juego de adivinación. Cuando me levanto empieza a ponérselos de nuevo—. Espero que todo vaya estupendamente con Paul —dice, sonriendo.
El reloj del vestíbulo da las diez y media. Paseo la vista alrededor como si pudiera haber otro reloj de pared más cerca, pero hace una hora que sé casi el minuto exacto que es.
—Sí —digo—, yo también —y estiro los brazos hacia arriba y bostezo.
Ella ahora está de pie al lado de la mesa, con los dedos tocando la madera, sin dejar de sonreír, como mi admiradora más inquebrantable.
—¿Quieres que haga más café?
—Conduzco mejor dormido —digo, y sonrío estúpidamente.
Luego me voy, y mis pasos resuenan en el vestíbulo cuando paso ante el parpadeo verde del panel de seguridad, que podría haber cambiado a rojo.
Sally me sigue a unos tres metros, sin prisa, cojeando visiblemente porque está descalza. Parece que no me va a acompañar hasta la puerta.
—Bueno, vale —me doy la vuelta. Ella sigue sonriendo a menos de dos metros. Pero yo no sonrío. En el tiempo que tardo en llegar hasta la puerta de tela metálica, me han entrado ganas de que me invite a quedarme, a levantarme temprano, tomar un café y salir pitando hacia Connecticut después de una noche de adioses y posibles reconsideraciones. Cierro los ojos y finjo que estoy un poco cansado, como para indicar: Oye, tengo sueño y me parece que podría ser un peligro para mí y para los demás. Pero he esperado demasiado a que me pase algo; y si le propusiera quedarme, creo que se limitaría a telefonear al Cabot Lodge, en Neptuno, y me reservaría habitación. Ni siquiera puedo volver a mi habitación de arriba. Mi visita se ha convertido en una especie de acto de enseñar una casa en la que no dejo nada, como no sea mi tarjeta en el vestíbulo.
—Me alegra de verdad que hayas venido —dice Sally. Tengo miedo de que incluso vaya a darme una patada en el culo para hacerme cruzar la puerta por la que entré hace meses con toda inocencia. Peor tratado que Wally.
Pero no lo hace. Se acerca, agarra las mangas cortas de mi camisa por encima de los codos —nuestros ojos están a la misma altura— y planta un beso intenso pero apresurado en mi boca al tiempo que murmura con un susurro tan tenue que no apagaría una vela:
—Adiós.
—Adiós —digo yo, tratando de imitar su seductor susurro y convertirlo en un posible hola. El corazón me late a toda velocidad.
Pero ya soy historia. Salgo por la puerta y bajo los escalones. Recorro la acera de cemento con arena de la playa entre los restos de olor a barbacoa, y desciendo los escalones arenosos hasta Asbury Street, al final de la cual los enamorados se arrullan dentro de coches a las luces de Ocean Avenue. Me meto en el Crown Vic, cuando lo arranco paseo la vista alrededor y miro los coches a oscuras aparcados detrás de mí, a los dos lados, con la esperanza de distinguir al otro tipo, sea quien sea, si es que está, alguien que acecha allí con su traje de verano a la espera de que yo me largue para seguir mis pasos en sentido inverso y ocupar mi puesto en la casa y el corazón de Sally.
Pero no distingo a nadie atisbando. Un gato sale disparado de la hilera de coches opuesta a la que ocupo yo y cruza la calle corriendo. La luz de un porche ilumina Asbury Street. Casi todas las casas tienen las luces encendidas, las teles resuenan cálidamente. No hay nada, nada de lo que sospechar, nada en lo que pensar, nada que pueda mantenerme aquí un segundo más. Meto la marcha atrás, echo una breve ojeada a la ventana desierta que hay allí arriba y me marcho.