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Podría tener algún interés contar cómo llegué a ser un especialista en residencias, por lo lejano que queda eso de mis actividades anteriores de fallido escritor de relatos y de periodista deportivo. Una persona que viviera bien su vida sería un hombre o una mujer que habría destilado todo lo que es importante de la vida en unos pocos principios y acontecimientos interrelacionados, que fueran fáciles de explicar en un cuarto de hora y no requirieran un montón de pausas y disculpas referentes a la dificultad de entender esto o aquello si no se ha pasado por ello. (En definitiva, casi nadie más ha podido «pasar por lo mismo» nunca, y en muchos casos ya es bastante malo que lo hayas pasado.) Y, en este sentido ya destilado de modo natural, es posible decir que el que mi antigua mujer se haya vuelto a casar y se haya trasladado a Connecticut es lo que me trajo a donde estoy.

Hace cinco años, al final de una mala temporada que mi amiga la doctora Catherine Flaherty describió como «quizá una especie de crisis importante», o el «final de algo lleno de tensiones seguido por el comienzo de algo todavía indefinido», un día, sencillamente, dejé mi empleo en una gran revista deportiva de Nueva York y me traslade a Florida, y luego, al año siguiente, a Francia, donde no había estado nunca pero decidí que necesitaba ir.

Al invierno siguiente, la anteriormente mencionada doctora Flaherty, entonces con veintitrés años de edad y todavía no graduada, interrumpió sus estudios de medicina en Dartmouth y fue en avión a París para pasar «una temporada» conmigo, totalmente en contra de la sensata opinión de su padre (¿quién se lo podría reprochar?), y sin la más ligera esperanza de que el mundo ofreciera el menor futuro para ella y yo juntos, o ni siquiera de que el futuro necesitara ser tomado en cuenta. Los dos emprendimos una gira en un Peugeot alquilado por los sitios que nos parecían interesantes del mapa de Europa. Yo pagaba los gastos con lo que me había proporcionado la venta de mis acciones de la revista y Catherine se ocupaba de leer el complicado plano, pedir la comida, encontrar los servicios, llamar por teléfono y dar la propina a los botones. Ella, naturalmente, había estado en Europa por lo menos veinte veces antes de dejar Choate, y en todo momento era capaz de recordar y encaminarnos directamente y con toda facilidad a un «pequeño restaurante muy mono» de las alturas que dominan la Dordoña, o «a un local interesante para almorzar muy tarde», cerca del Palacio Real de Madrid, o encontrar el camino a una casa donde en algún momento vivió la mujer de Strindberg, en las afueras de Helsinki. Todo el viaje tuvo para ella la virtud de un regreso, nostálgico y silencioso, a triunfos pasados en compañía de «otro» no convencional, justo antes de que la vida —la vida adulta y seria— empezara de verdad y la diversión quedara olvidada para siempre; mientras que para mí era más una expedición inquieta por un paisaje exterior, extraño pero apasionante, iniciada con la esperanza de llegar a un refugio temporal donde me sentiría satisfecho, renacido, menos angustiado, posiblemente incluso feliz y en paz.

No es necesario decir muchas cosas de lo que hicimos. (Las excursiones pseudorrománticas de ese tipo deben de ser todas más o menos parecidas y limitadas.) Al final nos «instalamos» en la ciudad de Saint-Valéry-sur-Somme, en Picardía, junto al canal de la Mancha. Pasamos allí juntos casi dos largos meses, gastábamos montones de mi dinero, paseábamos en bicicleta, leíamos montones de libros, visitábamos campos de batalla y catedrales, intentábamos remar por los canales, paseábamos pensativamente por la orilla cubierta de hierba del antiguo estuario del río contemplando a los pescadores de caña franceses atrapar percas, realizábamos pensativamente a pie el recorrido por la bahía hasta la aldea de alabastro de Le Crotoy, luego volvíamos y hacíamos mucho el amor. Yo también practiqué mi francés de la universidad, charlé con los turistas ingleses, miré los barcos de vela, hice volar cometas, tomé muchas moules meunières arenosas, escuché mucho jazz «tradicional», dormí cuanto me dio la gana e incluso cuando no quería, me despertaba a medianoche y contemplaba el cielo como si necesitara tener una visión clara de algo pero no estuviera seguro de qué. Hice todo esto hasta que me sentí perfectamente bien, no enamorado de Catherine Flaherty pero tampoco desgraciado, aunque también me sentía sin futuro, inútil y aburrido —del modo, imagino, en que una época prolongada en Europa hace que se sienta cualquier norteamericano al que le importe seguir siéndolo (posiblemente de modo similar a como se siente un contratista de obras públicas estafador durante la última parte de su estancia en el centro de detención de Penns Neck).

Aunque lo que en un determinado momento empecé a sentir en Francia fue, de hecho, una especie de ansiedad disfrazada (disfrazada, como muchas veces ocurre con la ansiedad, de falta de ansiedad), una sensación completamente distinta de las antiguas perturbaciones intermitentes, mareantes, llenas de ansiedad, que sentía durante mis últimos días como periodista deportivo: por estar divorciado, lleno de remordimientos y con necesidad de perseguir a las mujeres sólo para mantenerme tranquilo y contento y distraerme un poco. Esta nueva variedad era más una ansiedad que latía en lo más hondo de mi ser y que tenía que ver conmigo y sólo conmigo, no conmigo y otra persona. Se trataba, creo ahora, del grito ahogado con que mi madurez me pedía que la aceptara en vez de rechazarla con un penoso esfuerzo. (No hay nada como pasar un par de meses solo con una mujer veinte años más joven que uno para hacerte consciente del hecho de que algún día desaparecerás, para que te resulte aburrida la idea misma de juventud y para percatarte, con cierta tristeza, de lo imposible que es estar «con» otro ser humano.)

Una tarde, pues, delante de un plato de ficelle picarde y de un vaso de vino más de un Pouilly-Fumé aceptable, se me ocurrió que estar allí en compañía de la atractiva y gentilmente irónica Catherine, la del pelo de miel, de hecho era una especie de sueño, y un sueño que yo había querido tener, sólo que ahora era un sueño que me estaba reprimiendo; de qué, no estaba seguro, pero necesitaba averiguarlo. Es innecesario decir que a ella probablemente yo la aburría de muerte aunque seguía comportándose bien, de un modo vagamente alegre, como si yo fuera un «tipo ingenioso» con unas costumbres interesantes y excéntricas, no alguien a quien se toma a la ligera «como hombre», y estar en Saint-Valéry conmigo hubiera sido determinante para que su joven vida enraizara en experiencias altamente deseables y que recordaría para siempre. No le importaba, sin embargo, si yo me largaba y ella se quedaba, o si los dos nos íbamos o nos quedábamos. Ya tenía planes para irse, de los que todavía no había pensado en hablarme; y, en cualquier caso, cuando yo tuviera setenta años, ella tendría cincuenta, amargura por todo lo que le había faltado y ningunas ganas de animarme —lo que por entonces sería lo único que yo querría—. Así que no pensábamos que nos quedara mucho tiempo juntos.

Pero inmediatamente, aquella misma tarde, y sin decir ni una palabra más alta que otra, nos besamos y nos separamos. Ella de vuelta a Dartmouth, y yo de vuelta a…

Haddam. Donde aterricé no sólo con una determinación nueva y una furia súbita por hacer algo serio por mi propio bien y posiblemente el de otros, sino también con la sensación de renovación que había ido a buscar lejos y que inmediatamente traduje en una relación de intimidad con la propia Haddam que, en aquel momento celestial, me pareció mi residencia espiritual más que ningún otro lugar en el que hubiera vivido alguna vez, puesto que era el sitio al que, instintivamente, me había apresurado a volver. (Por supuesto, al haber venido al mundo en un sitio de verdad, e impregnado de una identidad descuidada y monótona, como es la costa del Golfo de México en Mississippi, lo cierto es que no podía sorprenderme que un sitio tan sencillo como Haddam —discreto con respecto a su propia identidad— me pareciera, al reflexionar, un gran alivio y comodidad.)

Anteriormente, cuando era periodista deportivo en Nueva York, primero hombre casado y luego divorciado, siempre me había imaginado a mí mismo como una presencia fantasmal, como un barco entre bancos de niebla que se esfuerza por navegar cerca de la costa, a la que oye, sin alcanzarla nunca. Ahora, sin embargo, gracias a la capacidad de Haddam o de cualquier sitio de las afueras para acoger a todo recién llegado, excluidos los que se creen superiores (una indulgencia especial que puede hacernos echar en falta el barrio o la urbanización residencial más impersonales), me sentía ciudadano: un tipo que le cuenta un chiste subido de tono al tendero italiano, que sabe exactamente cómo le cortarán el pelo en la peluquería Barber’s y que de todos modos va, que ha elegido a más de tres alcaldes y puede recordar cómo eran las cosas antes de los últimos cambios y, que de pronto, se encuentra como en casa. Estas sensaciones, claro, florecen sobre un fondo personal de esperanza y validez.

Cada época de la vida cuenta con su propia bandera al viento.

Y la mía, cuando volví a Haddam, tenía indudablemente dos caras. En un lado había una sensación de dichoso sincronismo en el que todos mis proyectos —restablecer un contacto estrecho con mis dos hijos después de andar fugado durante un tiempo, lanzarme a fondo a una nueva empresa vital, posiblemente realizar una campaña para recuperar el terreno perdido con respecto a Ann—, todas estas esperanzadas actividades parecían como guiadas por una oscura estrella que alcanzaba a toda mi vida. Me encontraba en un estado de gracia donde todo se armonizaba y nada se me podía resistir si me empeñaba en conseguirlo. (Los psiquiatras, como el que visita a mi hijo, nos previenen contra esos estados, empujándonos fuera del veneno de la euforia para traernos nuevamente a tierra, que es donde quieren que estemos.)

La otra sensación, que equilibraba la primera, era una sensación de que todo lo que entonces contemplaba estaba limitado, o al menos determinado, por el «simple hecho de mi existencia»: porque, después de todo, yo sólo era un ser humano, tan intrascendente como el tronco de un árbol, y todo lo que podía hacer era preciso pesarlo en función de datos prácticos y de acuerdo con las consideraciones habituales de: «¿Funcionaría?» y «¿Qué bien puede aportarme a mí o a otra persona?».

Ahora creo que esta combinación de impulsos complementarios supuso el comienzo del Periodo de Existencia, el acto de subirme a la cuerda floja de la normalidad, la parte que viene después de la tremenda lucha que lleva al gran derrumbamiento, la época de la vida en que todo lo que nos va a afectar «más adelante» de hecho ya nos afecta, un periodo en el que seguimos más o menos solos y contentos, aunque preferiríamos no hablar de él ni siquiera recordarlo más adelante si tenemos que contar la historia de nuestra vida, pues, sencillamente, el enfrentarnos a nuestros momentos de verdad implica pequeñas tensiones y ajustes poco importantes.

Parecían precisas, sin embargo, determinadas sueltas de lastre cruciales para que este paso fuera un éxito —es lo que le mencionó Ted Houlihan a Joe Markham hace una hora, pero de lo que probablemente éste último no se enteró—. La mayor parte de la gente, una vez que alcanza determinada edad, se enfrenta día tras día con la idea de plenitud y se aferra a todas las cosas que alguna vez formaron parte de ellos, como un modo de mantener la ilusión de que están plenamente presentes en la vida. Estas cosas habitualmente se reducen a ser capaz de recordar el cumpleaños de la primera persona a la que «se rindieron», o el primer disco de calipsos que compraron, o la conmovedora frase de Nuestra ciudad que parecía resumir la vida allá en 1960.

Es mejor renunciar a la mayoría de ellas, junto con la idea misma de plenitud, puesto que al cabo de un tiempo uno queda tan atascado con todo lo que hizo, a lo que se ha rendido, en lo que ha fracasado, contra lo que ha combatido o lo que ha detestado, que no puede hacer el menor progreso. Otro modo de decir esto es que cuando uno es joven, su adversario es el futuro; pero cuando ya no es joven, su adversario es el pasado y todo lo que se ha hecho en él, y el problema consiste en librarse de él. (Mi hijo Paul puede que sea una excepción.)

Mis propios sentimientos eran que, desde que había echado por la borda mi empleo, el matrimonio, la nostalgia y el pantanoso arrepentimiento, era un hombre que vibraba con posibilidades y objetivos —como alguien se sentiría justo antes de dedicarse al deporte de, digamos, esquiar en glaciares; y no para agudizar sus facultades o tentar la espantosa muerte, sino simplemente para celebrar el ardor del espíritu humano. (Yo no hubiera podido, claro está, explicar cuál era de hecho mi objetivo, lo que probablemente significa que mi objetivo era solamente tener un objetivo. Aunque estoy seguro de que tenía miedo de que si no usaba mi vida, aunque fuera de un modo absurdo, la perdería; que era lo que solía decir la gente a propósito de la polla cuando yo era niño.)

Mis aptitudes para una nueva empresa eran, la primera, que no estaba preocupado ni tanto así por el estado de las cosas anteriores. Uno, en cualquier caso, habitualmente se equivoca al respecto, a no ser que fuera más feliz pero no se diera cuenta de ello entonces, o fuera incapaz de percibir esa felicidad, de lo atrapado que estaba en lo pegajoso de la vida; o, como sucede a menudo, uno nunca ha sido tan completamente feliz como le gusta creer que lo era.

La segunda de mis aptitudes era que la intimidad había empezado a importarme menos. (Había estado perdiendo terreno desde el final de mi matrimonio y el fracaso de otras cosas que me atraían.) Y por intimidad quiero decir la verdadera intimidad, la que uno tiene con sólo una persona (o, a lo mejor, con dos o tres) en toda una vida; no la que permite hablar con alguien a quien uno se siente próximo a propósito de los laxantes o los problemas con los dientes; o, si es una mujer, sobre el ciclo menstrual, o los dolores de próstata. Éstas son cuestiones privadas, no íntimas. Yo me refiero a la auténtica —la intimidad silenciosa—, donde las palabras dichas, las insinuadas, las promesas, casi son secundarias: la intimidad de la comprensión, de la compasión, que no tiene nada que ver con un «dispara sin miedo», o con ser capaz de «abrirse» a los desconocidos (que, por otro lado, no significan nada). Con ninguna de ellas, sin embargo, estaba yo en deuda, y de hecho me sentía en disposición de entrar directamente en mi nuevo marco de referencias —cualquiera que fuera su configuración— perfectamente bien preparado y equipado.

En tercer lugar, pero no en último, de hecho no me preocupaba la idea de que yo fuera cobarde o no. (Esto me parecía importante y todavía me lo parece.) Años antes, en mi época de periodista deportivo, una vez Ann y yo salíamos de un partido nocturno de los Knicks contra los Bullets en el Garden, cuando un chiflado que teníamos delante se puso a apuntar con una pistola y a amenazar con liquidar a todos los que le rodeaban. El rumor corrió entre la gente como un tornado en un campo de trigo: «¡Un arma! ¡Tiene un ARMA! ¡Cuidado!» Empujé rápidamente a Ann dentro de un servicio de caballeros cercano, con la esperanza de poner una pared de cemento entre la pistola y nosotros. A los veinte segundos, una patrulla de la policía agarró y derribó al de la pistola y, gracias a Dios, no hubo ningún herido. Pero Ann me dijo cuando ya estábamos en el coche, esperando bajo la llovizna para entrar en el desapacible túnel y volver a New Jersey:

—¿Te diste cuenta de que te colocaste detrás de mí cuando ese tipo sacó la pistola?

Me sonrió de un modo cansado pero compasivo.

—¡Eso no fue lo que hice! —dije yo—. Salté dentro de los servicios y tiré de ti para que entraras conmigo.

—También hiciste eso, pero después. Antes me agarraste por los hombros y te pusiste detrás de mí. No es que te lo reproche. Todo pasó muy deprisa.

Trazó una ondulante línea vertical en el cristal empañado de la ventanilla y añadió un punto debajo.

—Pasó muy deprisa. Pero te equivocas con lo que pasó de verdad —dije, nervioso porque, de hecho, todo había pasado muy deprisa y yo, simplemente, había actuado siguiendo un impulso y no recordaba bien los detalles.

—Bueno, si pasó como tú crees —dijo ella, segura de sí misma—, entonces dime si el hombre, si es que era un hombre, era blanco o de color.

Ann no ha abandonado los calificativos racistas que utilizaba su padre en Michigan.

—No lo sé —dije cuando seguíamos la curva que se hundía en el siniestro mundo del túnel—. Había mucha gente. Estaba demasiado lejos. No le veíamos bien.

—Yo sí le vi —dijo ella, sentándose muy tensa y estirándose la falda sobre las rodillas—. De hecho, no estaba tan lejos. Podría habernos alcanzado. Era un hombre menudo de color y tenía un pequeño revólver negro. Si nos cruzásemos en la calle con él, lo reconocería. No es que eso importe. Tú trataste de hacer lo adecuado. Estoy contenta de que al menos yo haya sido la segunda persona a la que se te ocurrió proteger cuando creíste que estabas en peligro.

Me volvió a sonreír y me dio unas palmaditas en la pierna, e hicimos el camino hasta la salida 9 antes de que se me ocurriera algo que decir.

Pero durante años eso me molestó (¿a quién no le habría molestado?). Mi creencia siempre había seguido la de los antiguos griegos de que los acontecimientos más importantes de la vida son acontecimientos físicos. Y me molestó que en la última oportunidad (ahora me doy cuenta) en que me hubiera podido poner delante de mi querida mujer para protegerla, hubiera parecido que la había colocado delante de mí tan cobardemente como un perro callejero huyendo furtivamente (las apariencias siempre son tan importantes como la verdad cuando sale a relucir la cobardía).

Y sin embargo, cuando Ann y yo nos divorciamos porque ella ya no podía soportar más las formas aberrantes que tomaba mi culpabilidad y pena por la muerte de nuestro hijo mayor, y se limitó a marcharse (un acto físico donde los haya), dejé de preocuparme de la cobardía de aquella noche casi de inmediato y decidí que la equivocada era ella. Y aunque ella hubiera tenido razón, yo consideraba que era más valiente vivir con el conocimiento específico de mi cobardía y buscar el progreso, que no aceptar mi propia cobardía al respecto, y preferible, además, a seguir creyendo, como todos hacemos en nuestras fantasías, que cuando el ladrón sale de un salto desde el callejón blandiendo el cuchillo de desollar o la pistola de gran calibre, aterrorizando a uno y a su mujer y a un montón de inocentes que pasaban por allí (ancianos en sillas de ruedas, la profesora de matemáticas del instituto, la señorita Hawthorne, que era tan paciente cuando no conseguías cogerle el punto a la geometría plana y así cambió para siempre el curso de tu vida), uno (yo) habría tenido tiempo para comportarse heroicamente («No creo que tenga usted los cojones suficientes para usar eso, señor, así que será mejor que me lo dé y se largue de aquí»). Es preferible desear lo mejor para uno mismo, y preferible también (y esto no es fácil) que los otros también lo deseen.

No sería de gran interés oírme exponer todos mis intentos, todo lo que emprendí, en esa época: 1984, el año de Orwell, cuando Reagan fue reelegido al terminar su primer mandato, el que había pasado dormitando más o menos todo el tiempo en que no estaba iniciando guerras o mintiendo con respecto a ellas y metiendo al país en un montón de líos.

Durante los primeros meses, pasaba tres mañanas a la semana leyendo para los ciegos por la emisora WHAD-FM (98,6). Las novelas de Michener y El doctor Zhivago eran las favoritas de los ciegos; todavía es algo que hago cuando tengo tiempo, y me supone una auténtica satisfacción. También consideré brevemente la posibilidad de hacerme cronista dé tribunales (mi madre siempre había pensado que debía de ser un trabajo maravilloso porque servía para un propósito útil y siempre existía demanda). Más adelante, y durante una semana entera, asistí a unas clases sobre el manejo de maquinaria pesada, con las que disfruté pero que no terminé (estaba decidido a explorar las cosas menos predecibles para un hombre con mi formación). Asimismo intenté conseguir un contrato para escribir un libro que firmaría otro, pero no conseguí que los de mi antigua agencia literaria se interesaran, pues no tenían ningún argumento pensado ni persona famosa que quisiera que otro lo contara por ella, y, encima, por entonces sólo les interesaban los escritores jóvenes con proyectos de éxito seguro. Y, durante tres semanas, incluso trabajé de inspector en una empresa que daba el certificado de «excelente» a hoteles y restaurantes de mala muerte del Medio Oeste, aunque la cosa no funcionó debido a todo el tiempo que tuve que pasar solo en el coche.

Al mismo tiempo, también me ocupaba activamente de asumir mis responsabilidades para con mis dos hijos (entonces de once y ocho años de edad), que estaban viviendo con su madre en Cleveland Street y criándose entre nuestras dos casas según el estilo habitual de una familia divorciada, con el que ellos parecían conformarse, aunque no fueran completamente felices. Entré a formar parte del costoso Red Man Club durante este periodo, con la idea de enseñarles a los dos el respeto por la naturaleza; y también planeaba un viaje nostálgico a Mississippi con motivo de una reunión de antiguos alumnos de mi escuela militar, además de un viaje a los Catskills para un fin de semana, una excursión a pie por la pista de los Apalaches y un descenso en balsa por el río Wading. (Era, como dije, plenamente consciente de que por haber realizado una extensa escapada a Florida, y luego a Francia, no había sido un padre ejemplar y necesitaba hacer las cosas mejor; aunque consideraba que si alguno de mis padres hubiera hecho lo mismo, yo lo habría comprendido, siempre y cuando me hubieran dicho que me querían y no se hubieran largado los dos al mismo tiempo.)

Por decirlo todo, consideraba que me iba situando bien para cualquier cosa buena que se pudiera producir, e incluso pensaba en realizar un acercamiento a Ann para que reconsiderase la disolución del matrimonio, cuando una tarde de primeros de junio la propia Ann llamó y anunció que ella y Charley O’Dell se iban a casar, que había puesto en venta su casa, dejado su trabajo, matriculado a los niños en colegios nuevos; en definitiva, que se trasladaba con armas y bagajes a Deep River, y no volvería. Esperaba que yo no me molestaría.

Y yo, sencillamente, no supe qué coño decir o pensar, mucho menos sentir, y durante varios segundos me quedé con el auricular pegado a la oreja como si la línea se hubiera cortado, o como si una descarga mortal me hubiera conectado la oreja al cerebro y dejado tan frío como un abadejo.

Cualquiera, claro está, podría haber visto que iba a pasar esto. Yo había coincidido con Charley O’Dell (un arquitecto de cincuenta y siete años, prosaico como un diccionario, alto, con el pelo prematuramente blanco, rico, gran armazón, gran nariz, grandes mandíbulas) en varias ocasiones que tenían relación con la entrega y recogida de mis hijos, y en esas ocasiones le había declarado oficialmente «sin peligro». O’Dell es el jefe de su propia y pretenciosa empresa de un solo hombre, instalada en una antigua capilla de marineros reformada erigida sobre pilotes (!) en el borde de la zona pantanosa de Deep River, y, naturalmente, navega en su propio Alerion de ocho metros, construido con sus propias manos callosas y provisto de velas cosidas por la noche mientras escuchaba a Vivaldi, taca, taca, tic. Una vez estuvimos una noche de primavera delante del porche de la casa de Ann —ahora mía—, y charlamos durante media hora sin ni un gramo de sinceridad ni buena voluntad sobre las estrategias diplomáticas para atraer a los escandinavos a la CEE, algo de lo que yo no sabía ni jota y que me importaba todavía menos.

—Bueno, si me lo preguntas, Frank, los daneses son la clave para todos esos cabezas cuadradas de allí —una rodilla huesuda, morena y al aire subida a la barandilla, un zapato náutico hecho a medida colgando del pulgar de su pie, la barbilla apoyada en un puño enorme. La vestimenta habitual de Charley, cuando no lleva puesta una pajarita y una chaqueta azul cruzada, es una enorme camiseta blanca y unos pantalones cortos caqui de gabardina, algo que te deben de regalar en Harvard cuando te gradúas. Yo, esa noche, le miraba directamente a los ojos como si estuviera prestándole una atención total, aunque de hecho me estaba pasando la lengua por uno de los molares donde había descubierto un sabor curioso en una zona a la que no llegaba con la seda dental, y también estaba pensando en que si pudiera hipnotizarle y hacer que se largara, podría pasar un rato a solas con mi ex mujer.

Ann, sin embargo (yo hubiera debido desconfiar), no se rindió las varias noches que ella y yo estuvimos uno al lado de otro en mi coche en la silenciosa oscuridad de dos antiguos cónyuges divorciados que todavía se quieren, seguía las bromas a costa de Charley, del modo en que siempre lo había hecho con sus otros pretendientes —bromas sobre su gusto con respecto a la ropa o sus espantosos trabajos, su aliento, las tremendas historias sobre sus ex esposas—. Pero en lo que se refería a Charley, nada de nada. (Supuse, equivocadamente, que por respeto a su edad.) Pero debería haber prestado más atención y torpedearle como hubiera hecho cualquier otro hombre en posesión de todas sus facultades.

El resultado, en todo caso, cuando Ann me dio la mala noticia por teléfono aquella tarde de julio justo a la hora del aperitivo —el sol se había dado el piro, se abrían todas las neveras de Haddam y las bandejas de hielo se vaciaban en cubos de cristal, en cocteleras, se dosificaba el vermú, el olor a ginebra hacía palpitar las narices de muchos maridos extenuados pero no menos merecedores de una copa—, fue como recibir un mazazo en plena cabeza.

Y mi primer pensamiento consciente fue, claro, que había sido cruelmente traicionado justo en un momento crítico: el momento en que había conseguido que las cosas casi se hubieran vuelto a «encarrilar» para regresar a la cuadra, el momento del comienzo de una amable mejora de la vida, con todos los pecados perdonados, todas las lesiones cicatrizadas.

—¿Casarte? —grité yo, con todo mi ser, mientras mi corazón hacía un pom-pom casi audible en el fondo de su cavidad—. ¿Con quién?

—Con Charley O’Dell —dijo Ann, impropiamente tranquila ante tan calamitosa noticia.

—¿Te vas a casar con el albañil? —dije yo—. ¿Por qué?

—Supongo que porque quiero a alguien que haga el amor conmigo más de tres veces antes de no volver a verle nunca más —también dijo esto tranquilamente—. Te marchaste a Francia y no supe de ti durante meses —lo que no era cierto—. De hecho, creo que los niños necesitan una vida mejor que ésta. Y, además, porque no quiero morir en Haddam y porque me apetece ver Connecticut entre la neblina de la mañana y salir a navegar en barco. Supongo, en términos más tradicionales, que estoy enamorada de él. ¿Qué pensabas?

—Parecen los motivos adecuados —dije, mareado.

—Me encanta que lo apruebes.

—No lo apruebo —dije, jadeante, como si acabara de dar una larga carrera—. ¿También te vas a llevar a los niños?

—En nuestra sentencia judicial no dice que no pueda —dijo ella.

—¿Qué opinan ellos?

Notaba que mi corazón volvía a hacer pom, pom al pensar en los niños. Era, claro, una cuestión seria, y se convertía en urgente años después del propio divorcio: la cuestión de saber lo que opinan los niños de su padre si su madre se vuelve a casar. (A él casi nunca le va bien. Hay libros sobre esto, y no son nada divertidos: al padre se le considera o bien un cornudo, o bien un traidor insensible que ha obligado a mamá a casarse con un recién llegado muy peludo que invariablemente trata a los niños con ironía, desprecio mal disimulado y enojo. En ambos casos el insulto se une a la injuria.)

—Opinan que es maravilloso —dijo Ann—. O deberían. Creo que desean que yo sea feliz.

—Claro, ¿por qué no? —dije yo, paralizado.

—Exacto. ¿Por qué no?

Y entonces hubo un largo, un frío silencio, que los dos sabíamos que era el silencio del milenio, el silencio del divorcio, del agotamiento de un amor parcelado, racionado de diversas maneras injustas, de un amor perdido cuando se debería haber hecho algo para que no se perdiera pero no se hizo, el silencio de la muerte mucho antes de que se percibiera su ominosa presencia con el rabillo del ojo.

—Es todo lo que tengo que decir por ahora —dijo Ann. Un pesado telón se había abierto brevemente, luego se volvió a cerrar.

Yo estaba en el pequeño despacho del número 19 de Hoving Road, mirando por la ventana redonda, en forma de tragaluz, la parte lateral de mi jardín, donde la enorme haya color cobre de ominosas ramas extendía su manto de sombras violetas previas al crepúsculo sobre la hierba verde y los arbustos del fin de la primavera.

—¿Cuándo va a ser? —dije yo, casi disculpándome. Me llevé la mano a la mejilla y la noté fría.

—Dentro de dos meses.

—¿Y qué pasará con el club?

Ann se había quedado en el club de golf de Cranbury Hill en calidad de profesional que daba clases a tiempo parcial, y una vez estuvo a punto de formar parte del equipo femenino del estado. De hecho, conoció allí a Charley, cuando éste acudió como «invitado» porque pertenecía al Old Lyme Country Club. Me lo había contado todo (creía yo) sobre él: un agradable hombre mayor que ella con el que se sentía bien.

—Ya he enseñado a bastantes mujeres a jugar al golf —dijo, enérgica, luego más pausadamente—. Puse mi casa en venta esta mañana por medio de la agencia Lauren-Schwindell.

—A lo mejor la compro yo —dije, sin pensarlo.

—Sería algo original.

No tenía ni idea de por qué había dicho algo tan absurdo, a no ser para tener algo audaz que decir en lugar de ponerme a reír como un histérico o soltar aullidos de pena. Pero entonces dije:

—A lo mejor vendo esta casa y me traslado a la tuya.

Y en cuanto las palabras me salieron de la boca, tuve la total convicción de que iba a hacer exactamente eso, y a toda prisa: a lo mejor así ella nunca podría librarse de mí. (Que puede que sea lo que significa el matrimonio en términos legales: una relación que se tiene con una sola persona en el mundo de la que uno no se puede librar excepto muriendo.)

—Creo que dejaré las cuestiones referentes a los bienes inmobiliarios a tu cargo —dijo Ann, lista para colgar el teléfono.

—¿Está ahí Charley?

Estaba tentado a salir hacia allí hecho una fiera y partirle la cara, llenarle de sangre la camiseta, añadirle unos cuantos años.

—No, no está, y no vengas por aquí, por favor. Estoy llorando y no te gustará verlo.

No la había oído llorar, y concluí que estaba mintiendo para hacer que me sintiera un mierda, que era como me sentía aunque no había hecho nada mierdoso. Ella era la que se iba a casar. Yo era al que dejaban tirado como a un perro.

—No te preocupes —dije—, no quiero aguarte la fiesta.

Y entonces, de repente, con el auricular pegado a la oreja, otro silencio todavía más inerte llenó las fibras ópticas que nos conectaban. Y sentí el dolor más agudo posible porque Ann iba a morir, no en Haddam y no de inmediato, ni siquiera pronto, pero no demasiado tarde. Al final de un periodo de tiempo que, porque me estaba abandonando por los brazos de otro, pasaría de modo casi imperceptible, su vida se extinguiría sin mi conocimiento después de una serie de acontecimientos, consultas con médicos, ansiedades, decepciones, malos resultados de análisis, penosas sesiones de rayos X, leves victorias, mejorías, luego recaídas (el inventario lúgubre de las cosas de la vida), que tendrían por súbita y brumosa conclusión una llamada telefónica, un fax o un telegrama que diría: «Ann Dykstra murió el martes por la mañana. El entierro fue ayer. Creí que lo querrías saber. Mi pésame. C. O’Dell». Después de lo cual, mi propia vida quedaría destrozada y terminada, ¡un gran momento! (Es la edad que tengo lo que hace que todo lo nuevo que pasa amenace con echar a perder los preciosos años que me quedan. No se siente nada parecido a eso cuando se tienen treinta y dos años.)

Naturalmente, sólo se trataba de sentimentalismo barato; del tipo que los dioses desaprueban desde el Olimpo y, debido al cual, mandan mensajeros encargados de castigar a los que lo sienten. Sólo que a veces no se puede sentir algo sobre un asunto sin hacer hipótesis sobre su desaparición. Y así es como me sentía yo: lleno de tristeza porque Ann se alejara para iniciar la parte de su vida que terminaría con su muerte; momento en el cual yo estaría en otra parte, perdiendo el tiempo con algo no muy importante, del modo en que lo he hecho desde que volví de Europa o —dependiendo del punto de vista—, del modo en que lo he hecho desde hace veinte años. No se acordaría nadie de mí o peor aún, sólo sería «un hombre con el que estuvo casada Ann, antes. No sé qué habrá sido de él. Era raro».

Entonces comprendí que, si aún me quedaba un papel que desempeñar en aquella historia, por poco importante que fuera, tenía que decirlo inmediatamente, por teléfono, a unas calles de distancia pero en diferentes barrios (la geografía del divorcio), yo, que, solo en casa, diez minutos antes contemplaba con optimismo lo que creía unas inmejorables perspectivas de futuro y ahora, de repente, me veía como el hombre más divorciado del mundo. Tenía que decir: «¡No te cases con él, cariño! ¡Cásate conmigo otra vez! Vendamos los dos nuestras mierdosas casas y mudémonos a Quoddy Head, donde compraré un pequeño periódico con las ganancias. Podrás navegar con tu esquife en Grand Manan, y los niños aprenderán a componer tipográficamente a mano, a ser unos marineros prudentes, expertos en la pesca de la langosta, y perderán su acento de New Jersey y estudiarán en Bowdoin y Bates». Pero no dije estas palabras durante el denso y aparentemente interminable silencio que se abría ante mí. Habrían sido motivo de risa, pues había tenido años para decirlas y no lo había hecho. Supongo que el doctor Stopler, de New Haven, diría que eso significa que, en realidad, no quería decirlas.

—Creo que me hago cargo de todo —dije, en vez de eso, con voz convincente, mientras me servía una cantidad convincente de ginebra, sin una gota de vermú—. Y, por cierto, te quiero.

—Por favor —dijo Ann—. Por favor. ¿Que me quieres? ¿Y qué diferencia supone eso? En cualquier caso, ya he dicho lo que tenía que decir.

Ella era, y es, una de esas personas con los pies en la tierra que no prestan el menor interés a las ideas inverosímiles (las únicas, pienso a veces, que me interesan a mí), y por eso, estoy seguro, se casó con Charley.

—Decir que algunas verdades importantes se asientan sobre pruebas poco consistentes no es decir mucho, en realidad.

Expuse este punto de vista sin alzar la voz.

—Ésa es tu filosofía, Frank, no la mía. Te he oído exponerla durante años. Sólo te importa el tiempo que puede durar una situación inverosímil, ¿no?

Tomé mi primer sorbo de ginebra fría. Sentía que el resto de nuestra conversación iba a aclarar las cosas por completo. Pocas sensaciones pueden ser más placenteras.

—Para algunas personas, lo inverosímil puede durar lo suficiente para hacerse real —dije.

—Y para otras personas eso es imposible. Y si vas a pedirme que me case contigo en lugar de con Charley, es mejor que no lo hagas. No quiero.

—Sólo trataba de apoyarme en una verdad efímera en un momento de transición y dificultad, y progresar a partir de ella.

—Bueno, pues progresa —dijo Ann—. Yo tengo que preparar la cena para los niños. Debo admitir una cosa, sin embargo: creía que serías tú el que se volvería a casar después de que nos divorciáramos. Con algún bombón. Admito que estaba equivocada.

—A lo mejor no me conoces bien.

—Lo siento.

—Gracias por llamarme —dije—. Enhorabuena.

—Claro. No era nada.

Luego dijo adiós y colgó.

Pero… ¿nada? ¿No era nada?

¡Era algo!

Terminé la ginebra de un trago tembloroso, sin respirar, para quitarme el sabor amargo. ¿Nada? Era enorme. Y no me importaba si era el Charley de sangre azul de Deep River, el Waldo del laboratorio con el bolsillo del pecho lleno de plumas, o Lonnie, el tatuado del lavacoches: me habría sentido igual. ¡Como una mierda!

Hasta aquel momento, Ann y yo habíamos contado con un buen modus vivendi lleno de eficacia, de acuerdo con cuyos términos llevábamos vidas separadas en casas separadas en una pequeña y ordenada ciudad libre de peligros. Habíamos tenido follones, penas, alegrías, una caja de cambios entera llena de aceleraciones y reducciones de cosas de la vida, y así sucesivamente, pero fundamentalmente éramos las mismas dos personas que se habían casado y divorciado, sólo que en una situación diferente: los mismos planetas, en diferentes órbitas, el mismo sistema solar. Pero en un momento de necesidad, de necesidad auténtica, digamos un choque frontal en coche que exigiera una larga estancia en la unidad de reanimación o tratamientos interminables, el otro habría velado, hecho preguntas a los médicos, dado conversación a las enfermeras, abierto y cerrado juiciosamente pesadas cortinas, seguido silenciosamente los concursos televisivos durante largas y silenciosas tardes, ahuyentado a los vecinos fisgones y a parientes hace tiempo ignorados, a antiguos novios y novias, a antiguos enemigos que aparecían para reconciliarse; a ninguno de ellos se le habría dejado pasar del pasillo por el que había venido, diciéndole en voz baja: «Ha pasado una buena noche», o «Ahora está descansando». Todo esto mientras el paciente dormitaba y los aparatos necesarios zumbaban y suspiraban. Y todo sólo para que pudiéramos estar solos. O, dicho de otro modo, cada uno compartía los momentos difíciles del otro, aunque no los felices.

Finalmente, después de una dilatada convalecencia durante la cual uno u otro habría tenido que volver a aprender algunas de las funciones humanas vitales básicas que hasta ahora se daban por supuestas (andar, respirar, mear), tendrían lugar determinadas conversaciones clave, se reconocerían determinados errores si no se habían reconocido ya en los momentos críticos, y se restablecerían determinadas verdades cruciales, de modo que se forjaría una unión nueva y (esta vez) duradera.

O puede que no. A lo mejor, sencillamente, nos volvíamos a separar, aunque con nuevas energías y experiencias y respetos conseguidos debido a las frágiles expectativas de vida del otro.

Pero todo eso se había desvanecido como un caramelo a la puerta de un colegio. ¡Y quién lo iba a decir! Si allá en el 81 hubiera creído que Ann se volvería a casar, habría luchado como un vikingo en lugar de aceptar el divorcio con una abnegación tímida y mal inspirada. Y habría luchado por una buena razón: ella podía guardar donde quisiera los documentos de la hipoteca, pero su existencia estaba irrevocablemente unida a la mía. Mi vida se interpretaba (y todavía se interpreta hasta cierto punto indeterminado) en un escenario donde ella siempre formaba parte del público (tanto si prestaba atención como si no). Todos mis componentes de honestidad, razón, paciencia, cariño, se desarrollaban en el teatro experimental de nuestra antigua vida en común, y me daba cuenta de que, al trasladarse a la casa de Deep River, ella desarticulaba la mayoría de esos componentes, destruyendo toda ilusión, pues iba a unirse a otro, dejándome con una vaga ropa usada para que interpretara mi propio papel.

Por supuesto que caí en una profunda tristeza, sulfurosa, asincrónica, me encerré en casa, no llamé a nadie durante días, tomé mucha ginebra de más, reconsideré la idea de volver a las clases para el manejo de maquinaria pesada, me convertí en un molesto estorbo para la gente que me conocía y, sobre todo, sentí que perdía buena parte de mi sustancia.

Hablé un par de veces con mis hijos, que parecían considerar el matrimonio de su madre y Charley O’Dell con el optimismo de un pequeño inversor que observa la subida en bolsa de unas acciones con las que está seguro de que terminará perdiendo dinero. Aunque más tarde cambió de idea, Paul declaró sin el menor pudor que Charley era un tipo «estupendo», y admitió que había ido con él a un partido de los Giants en noviembre (algo de lo que yo no me había enterado porque en esa época estaba en Florida y pensaba ir a Francia). Clarissa parecía más interesada por la propia boda que por la idea de que su madre se volviera a casar, lo cual no parecía preocuparle demasiado. Se preguntaba lo que se iba a poner, dónde se iban a alojar (en el Griswold Inn, de Essex), y si me podían invitar («¡No!»), y también si podía ser dama de honor en el caso de que yo me casara en el futuro (lo que dijo que esperaba que pasase). Los tres hablamos de todas esas cuestiones durante un rato vía extensiones telefónicas. Yo traté de aplacar miedos, endulzar perspectivas y simplificar confusiones crecientes sobre mi propia infelicidad y la posible suya, hasta que no quedó nada que decir, después de lo cual nos separamos y nunca volvimos a hablar en aquellas mismas circunstancias ni con aquellas mismas voces inocentes. Liquidado. Kaput.

La boda fue una ceremonia íntima, aunque elegante, «al aire libre», en la casa de Charley, La Loma (una casa de campo sobre pilares y vigas vistas tipo Nactucket pretenciosamente reformada: ventanas tamaño gigante, madera de Noruega y Mongolia, todos los servicios empotrados, paneles solares, suelos con calefacción, sauna finlandesa, y así sucesivamente). La madre de Ann llegó en avión desde Mission Viejo, los ancianos padres de Charley se las arreglaron para bajar en coche desde Blue Hill o Northeast Harbor o algún enclave parecido para magnates, después de lo cual la feliz pareja voló hasta el Huron Mountain Club, donde Ann había sido inscrita por su padre.

Pero en cuanto Ann renovó sus recauchutados votos, yo me dediqué a mis propios planes (inspirado por mi sentido de lo práctico expuesto con anterioridad, pues el sentimiento exaltado de sincronismo no había ido bien) para adquirir su casa de Cleveland Street por cuatrocientos noventa y cinco mil dólares, y para librarme de mi enorme y medio hundida casa de madera de Hoving Road, donde había vivido casi cada minuto de mi vida en Haddam y donde erróneamente creía que podría vivir para siempre, pero que ahora parecía que era un compromiso más que me retenía. Las casas pueden ejercer un poder casi determinante sobre nosotros, y parece que nuestras vidas se destrozan o son perfectas por el solo hecho de continuar viviendo en un sitio más tiempo del que podemos. (En cualquier caso, es un poder sobre el que merece la pena imponerse.)

La casa de Ann era una casa discreta, bien conservada, de estilo neoclásico de los años veinte, típica del carácter arquitectónico sucinto, elegante y nada amanerado de la zona central de New Jersey. La había comprado barata (con mi ayuda) después de nuestro divorcio y realizado algunas mejoras («abrir» la parte de atrás, añadir tragaluces y molduras, reparar algunos pilares de los cimientos, arreglar el tercer piso para que fuese la guarida de Paul, en fin, darle una nueva mano de pintura blanca a las tablas de la fachada y poner unas contraventanas verdes nuevas).

La verdad, me sentía cómodo en la casa, pues en tres años ya había pasado un buen número de noches de insomnio en ella cuando estaba enfermo un niño o cuando, en los primeros días de nuestro triste limbo de divorciados, a veces estaba tan mal de ánimo que Ann sentía pena de mí y me dejaba entrar y dormir en el sofá.

Consideraba que era un hogar; si no el mío, al menos el de mis hijos, el de alguien. Mientras que desde el anuncio de Ann había empezado a sentir que mi propia casa era lóbrega y deprimente, estaba llena de murmullos y de cosas raras, y me sentía extrañamente distanciado de ella: en el jardín, al arrancar la cortadora de césped, o parado en el camino de entrada, con las manos en las caderas, mirando desde abajo cómo había quedado el remiendo de un nuevo agujero de ardilla, debajo de la salida de la chimenea. Ya no se trataba para mí, lo notaba, de conservar nada para nadie, ni siquiera para mí mismo, sino que simplemente reproducía los gestos, unía los toscos tablones de la vida.

En consecuencia, me dirigí rápidamente a la agencia Lauren-Schwindell para que se ocuparan de las dos cuestiones; la compra de la casa de Ann y la venta de la mía. Mi idea era: por poco que un huracán se encargara de separar a Charley O’Dell de su nueva esposa a partir de la primera semana, Ann y yo podríamos sellar nuestro reencuentro en su casa (y luego trasladarnos a Maine más o menos como recién casados).

Conque, antes de que el matrimonio O’Dell regresara a casa (ninguna noticia de anulación), hice una oferta en metálico para adquirir el número 116 de Cleveland Sreet y, gracias a la sabia intercesión del viejo Otto Schwindell en persona, llegué a un acuerdo extremadamente ventajoso con el Instituto de Teología para que se quedara con mi casa a fin de convertirla en el nuevo Centro Ecuménico donde huéspedes como el obispo Desmond Tutu, el Dalai Lama y el superior de la Federación de Iglesias de Islandia pudieran celebrar coloquios de alto nivel sobre el destino espiritual del mundo y encontrar, paralelamente, un lugar acogedor si bajaban de su habitación pasada la medianoche a tomar algo.

El consejo de administración del Instituto había sido, de hecho, extremadamente sensible con respecto a mi situación fiscal, pues mi casa valía un exorbitante millón doscientos mil dólares, cuando los precios estaban por las nubes. Sus abogados fueron lo suficientemente hábiles para establecer a mi nombre una sólida anualidad de amortización que me da intereses y se transmitirá a Paul y Clarissa, y, según ese acuerdo, en esencia yo donaba virtualmente mi casa, lo que me daba derecho a una deducción de impuestos colosal, y además recibiría un generoso sueldo como «consejero» en asuntos temporales. (Este modo de evadir impuestos se suprimió después, pero demasiado tarde en mi caso, pues lo hecho, hecho está.)

Un luminoso y verde día de agosto, sencillamente, salí por la puerta y bajé los escalones de mi casa, dejando todos mis muebles excepto los libros y algunos objetos a los que me ligaba la nostalgia (mi mapa de la isla de Block, una mesa articulada, un sillón de cuero que me gustaba, mi cama de matrimonio), me dirigí en coche a la casa de Ann, en Cleveland Street, con todos sus muebles nuevos-viejos exactamente en donde ella los había dejado, y tomé posesión. Me permitieron conservar mi antiguo número de teléfono.

Y, la verdad sea dicha, casi no noté la diferencia, por lo a menudo que había pasado noches de insomnio en mi antigua casa o recorrido las habitaciones y pasillos de la suya cuando estaban todos dormidos, buscando, supongo, dónde estaba mi sitio o pensando en lo que había hecho mal, o tratando de encontrar un medio de insuflar un poco de aire a mi organismo fantasmal y volver a convertirme en un protagonista identificable aunque mejorado de su vida o de la mía. Una casa es tan buena como otra para ese tipo de actividades privadas. Y el poeta volvía a tener razón: «Deja vagar la alada fantasía, / El placer nunca está en casa».

Mis comienzos en el negocio inmobiliario fueron una consecuencia natural de la venta de mi casa y la compra de la de Ann. Una vez que todo hubo terminado y yo estaba en «mi casa», la de Cleveland Street, me puse a pensar otra vez en nuevas iniciativas, en la diversificación e inversión del nuevo dinero que tenía. Un pequeño almacén en New Sharon, una tienda de langostas en una estación, una cadena de túneles de lavado automático de coches; todo eso se me planteó. Aunque no me decidí inmediatamente por ninguna de esas opciones, pues todavía me sentía como congelado en la casa, sin fuerzas o sin ganas, o simplemente sin inspiración, para pasar a la acción. Sin Ann y mis hijos cerca, yo, de hecho, me sentía tan solo e inesencial y expuesto como un farero a plena luz del día.

Los solteros de cuarenta años y pico, si no nos fundimos completamente con el paisaje, a menudo perdemos mucha credibilidad e incluso podemos atraer cierta atención en una comunidad pequeña y conservadora. Y en Haddam, y en mis circunstancias, yo tenía la impresión de que corría el riesgo de convertirme en el personaje que menos quería ser y que, en los años transcurridos desde mi divorcio, había temido ser: el solterón receloso, el hombre cuya vida carece de misterio, el tipo de edad madura al que se le pone gris el pelo, con una leve papada, un poco demasiado bronceado, muy aseado, que recorre la ciudad en un Chrysler del 58 descapotable de un brillante que deslumbra, siempre solo en las perfumadas noches de verano, con un polo amarillo descolorido puesto, gafas de sol verdes, el codo encima del borde de la ventanilla, escuchando jazz progresivo, mientras sonríe y hace como que lo tiene todo controlado, cuando de hecho no hay nada que controlar.

Una mañana de noviembre, sin embargo, Rolly Mounger, uno de los asesores fiscales de Lauren-Schwindell, y el que se había encargado de mis tratos con el Instituto y que es un antiguo jugador del equipo de Fairleigh Dickinson, de Plano, Texas, llamó para aconsejarme sobre unos formularios fiscales que yo necesitaba presentar después de Año Nuevo y darme información sobre ciertas «entidades financieras» que se ocupaban de ayudas de refinanciación del gobierno a un complejo de apartamentos en bancarrota de Kendall Park de las que él se estaba ocupando con «otros mandamases»; sólo por si acaso yo quería participar (no quise). Dijo, sin embargo, como de pasada, que estaba levando anclas y se iba a dirigir a Seattle para participar en unos asuntos comercialmente lucrativos de los que no quería dar detalles, y si me gustaría pasarme por la agencia para discutir con ciertas personas sobre la perspectiva de integrarme en ella como especialista en cuestión de casas. Mi nombre, dijo, lo habían sacado a relucir «seriamente» algunas veces distintas personas (por qué, y quién, no lo podía imaginar y nunca lo descubrí, y ahora estoy seguro de que era pura invención). Hablando de un modo general, dijo, yo poseía las cualidades exigidas para ese trabajo: lo que quería decir que yo estaba buscando una nueva situación, no tenía problemas de dinero (una gran ventaja en cualquier rama), conocía la zona, estaba soltero y poseía una personalidad atractiva. Además, había llegado a la madurez —quería decir que tenía más de cuarenta años— y no parecía que tuviera muchos vínculos en la comunidad, un factor que facilitaba la venta de casas.

¿Qué pensaba yo?

La formación, documentación y «todo ese rollo», dijo Rolly, las conseguiría sobre la marcha mientras seguía un curso nocturno de tres meses en el Instituto de Formación Inmobiliaria Weiblodt, en New Brunswick, después de lo cual podría patearme las calles del estado y empezar a hacer dinero como el resto de los agentes inmobiliarios.

Y lo cierto era que, después de haberme separado o de haber sido separado de prácticamente todo mi contexto, hasta el punto de carecer casi por completo de expectativas, consideré que era una idea razonable. En aquellos tres últimos meses había empezado a considerar que la superación de las consecuencias de mis diversos actos irreflexivos y decisiones equivocadas había tenido su lado negativo pero también sus ventajas, y si era posible encontrarse completamente hundido sin sentirse miserable por ello, ése era mi caso. Había adquirido la costumbre de ir a pescar solo al Red Man Club tres tardes por semana, y a veces me quedaba a pasar la noche en la pequeña cabaña prevista para procurar a los socios de más edad un refugio contra la intemperie. Llevaba un libro, aunque últimamente simplemente me quedaba allí tumbado en la oscuridad escuchando el pesado chapoteo de los peces grandes y a los mosquitos que chocaban contra la tela metálica de la ventana, mientras no muy lejos el zumbido de la 1-80 llegaba atravesando la noche y, hacia el este, Nueva York brillaba como un templo al que hubieran prendido fuego los infieles. Yo todavía notaba el leve hormigueo del sincronismo que sentía cuando volví de Francia. Todavía seguía emperrado en llevar a los niños a Mississippi y los Pine Barrens una vez que estuvieran instalados, e incluso me había hecho socio de la American Automobile Association y conseguido planos con códigos en color y valores atribuidos a diversos lugares de atracción de carreteras secundarias (Cooperstown y el Salón de la Fama eran, de hecho, algunos de ellos).

Pero los pequeños detalles —a los que yo nunca había prestado atención cuando Ann vivía en Haddam, compartíamos las responsabilidades y yo conservaba mi empleo de periodista deportivo— habían empezado a atormentarme. Algunas preocupaciones poco importantes, algunas cosas poco importantes en general, se asentaron en mis pensamientos —por ejemplo, ¿cómo arreglármelas para que el martes me repararan el coche y al tiempo ir al aeropuerto a recoger una alfombra griega que había pedido a Salónica y llevaba meses esperando y estaba seguro de que me robaría algún empleado ladrón del aeropuerto si yo no estaba allí para echarle la mano encima en el instante en que apareciera en la cinta transportadora? ¿Debería alquilar un coche? ¿Debería mandar a alguien? ¿A quién? ¿Y esa persona estaría dispuesta a ir, si es que conseguía encontrarla, o me tomaría por un idiota? ¿Debería llamar al agente griego y decirle que retrasara el envío? ¿Debería llamar a la empresa de transportes y decir que no podría ir hasta el día siguiente y que, por favor, mantuvieran la alfombra en lugar seguro hasta que tuviera el coche reparado? Despertaba en la cabaña del Red Man Club con el corazón latiéndome con fuerza, o en mi casa nueva, preocupado por esas cosas, sudando, apretando los puños, haciendo proyectos para resolver ésta y un centenar más de otras cosas normales y corrientes, como si todo fuera un pretexto para una crisis. Más tarde empecé a pensar en lo estúpido que era pasarse el día ocupado en cosas así. Decidí luego confiar en el destino, ir y recogerla cuando pudiera o a lo mejor nunca, u olvidarme de la jodida alfombra e ir a pescar. Aunque entonces empecé a temer que dejaba pasar las cosas, que mi vida estaba perdiendo el norte, y la proporción y el sentido común se dispersaban por todas partes. Más tarde me di cuenta de que unos años después consideraría esta temporada como un «mal momento», en el que estaba «a punto de despeñarme», y mi comportamiento cotidiano era tan errático y absurdo como una jaula llena de chimpancés, sólo que no era yo el único en notarlo (otra vez, uno de los vecinos sería el primero: «De hecho, estaba muy metido en sí mismo, aunque parecía buen tipo. Jamás hubiera imaginado algo parecido».).

Ahora, claro, en 1988, al recorrer en coche las soleadas calles de Haddam con mejores perspectivas para el resto del día hormigueándome en la tripa, sé cuál era la fuente de aquellas inquietudes. Había pagado mi deuda a la hermandad de los que cometen errores y, habiendo sobrevivido lo mejor que había podido, quería cobrar mis malditos beneficios: quería que todo estuviera de mi parte y ser feliz todo el tiempo, y estaba enfadado porque las cosas no funcionaran así. Quería que el envío de la alfombra griega no interfiriera con el arreglo de la bomba del agua para limpiar el parabrisas. Quería que el hecho de haberme ido de Francia y dejado a Catherine Flaherty para volver a casa en las mejores y más emprendedoras disposiciones me supusiera una generosa recompensa. Quería que el hecho de que mi mujer se las hubiera arreglado para divorciarse de mí de nuevo y, peor aún, incluso divorciar a mis hijos de mí, se convirtiera en un elemento de la vida al que me acostumbraría y al que sabría acomodarme. En otras palabras, quería un montón de cosas (y ésas sólo son unas pocas muestras). Y, de hecho, no estoy seguro de que todo eso no constituya otra «especie de crisis importante», aunque también pudiera ser que se sienta eso cuando se sobrevive a una.

Pero lo que yo quería más que nada era dejar de sentirme inquieto y así poder estar disponible para las otras cosas, y se me ocurrió, una vez que hube escuchado la sugerencia de Rolly Mounger, que podía probar una nueva vía (pues no estaba haciendo ningún progreso): podía, simplemente, tomar en serio su lista de mis «calificaciones» y dejarlas que me llevaran hacia lo inesperado —en lugar de seguir insistiendo en querer un estado de satisfacción permanente—, después de lo cual las preocupaciones y contingencias desaparecerían como una humareda que disipa el viento y me encontraría, si no a flote sobre las olas de muchos sucesos altamente dramáticos, arrebatos intrépidos y una joie de vivre triunfante, al menos lo más cerca posible de la felicidad cotidiana. Este código de conducta, claro, es el principio más prudente y saludable del Periodo de Existencia, y hace de los negocios inmobiliarios la ocupación ideal.

Le dije a Rolly Mounger que pensaría seriamente en su sugerencia, aunque apunté que era una propuesta francamente inesperada. Él dijo que no había prisa para que tomase la decisión de convertirme en agente inmobiliario, que en la agencia cada uno había seguido un itinerario y calendario personal para llegar allí, y que no había dos iguales. Dijo que él mismo había sido promotor de grandes superficies y, antes de eso, consejero estratégico de un candidato del Partido Libertario al Senado del estado. Un agente se había doctorado en literatura norteamericana; otro había dejado un puesto en la bolsa, un tercero era dentista. Todos trabajaban como independientes pero actuaban de modo concertado siempre que era posible, y eso era bastante agradable. Todos habían hecho «montones de dinero» en los últimos años y esperaban hacer un montón más antes de que llegara el gran cambio («toda la industria» sabía que iba a llegar). Desde este punto de vista, que él admitía que favorecía el aspecto comercial, lo único que se necesitaba hacer para hacerse rico de la noche a la mañana era «encontrar a gente con dinero, poner sobre la mesa ciertos factores claves y un plan de financiación», localizar algunas parcelas abandonadas de las que el grupo podía hacerse cargo en lo que se refiere a las deudas e impuestos durante un año o año y medio; luego llegaba el momento de revenderlo todo a algunos árabes o japoneses caídos del cielo y ponerse a contar las ganancias. «Dejas que los que tienen el dinero corran los riesgos», dijo Rolly. «Tú te limitas a quedarte sentado y a cobrar las comisiones». (Uno siempre podía, claro, «participar», y admitía que él lo hacía. Pero los riegos podían ser importantes.)

Hacerme cargo de todo esto no me llevó nada de tiempo. Si todo el mundo llegaba allí por los caminos más diversos, pensé que a lo mejor podría encontrar mi manera propia de funcionar, confiando en la idea de que uno no vende una casa a alguien, uno vende una vida (ésa ha sido mi experiencia hasta ahora). En este sentido todavía podría continuar mi plan original de ayudar a los demás mientras ganaba dinero, lo que parecía una buena aspiración cuando entraba en una fase de la vida en que había decidido mostrarme menos exigente, esperar mejoras modestas y estar dispuesto a partir la diferencia.

Me pasé por la agencia a los tres días y fui presentado a todos: un conjunto de tipos que parecían de esas personas con las que no te importaría trabajar en la misma oficina. Una mujer baja, de cuello corto, caderas anchas, pechos como los guardabarros de un Buick, aparato dental, pelo teñido de platino, traje y zapatos perforados de hombre, que se llamaba Peg (era la que se había doctorado en literatura). Había un tipo alto, mulato, estilo licenciado por Harvard con su chaqueta cruzada azul, de cincuenta y muchos años; se trataba de Shax Murphy (el cual posteriormente compraría la agencia), se había retirado de una empresa de corretaje y todavía era dueño de una casa en Vinalhaven. Tenía sus largas piernas enfundadas en pantalones de franela gris estiradas en el pasillo de entre las mesas, un zapato Oxford enorme y brillante encima del otro, la cara roja como la puesta de sol de una película del Oeste debido a años de alcoholismo mundano, y me inspiró una simpatía inmediata porque, para estrecharme la mano, acababa de dejar un ejemplar con la página doblada de Paterson, lo que me hizo pensar que probablemente tenía una idea bastante justa de la vida.

—Uno sólo necesita recordar las tres palabras más importantes de la agencia, Frank, y sale como el amo de esta tienda —dijo, subiendo y bajando sus espesas cejas con un aire de falsa seriedad—. Hablar, hablar y hablar.

Se sorbió los mocos de su enorme nariz color rubí, puso los ojos en blanco y volvió a leer.

Todos los demás agentes de aquella época —dos o tres jóvenes agentes y el dentista— se han ido desde que la caída del 86 empezó a parecer que se prolongaba. Todas ellas eran personas sin ataduras sólidas en la ciudad y sin dinero con el que ir tirando, y pronto se dispersaron: hacia la facultad de veterinaria del estado de Michigan, de vuelta a New Hampshire, uno en la armada, y, claro, Clair Devane, que llegó después y encontró un final trágico.

El viejo Schwindell sólo me concedió la más breve y precipitada de las entrevistas. Era un tiranuelo viejo, pálido, torvo, de escaso pelo, con un traje poco apropiado para la estación y al que yo había visto durante años por la ciudad, sin saber nada de él y considerándole una curiosidad, aunque había sido el que había trabajado entre bastidores en mi negocio con el Instituto. También era el «decano» de los agentes inmobiliarios de New Jersey y tenía treinta placas en la pared de su despacho que lo testimoniaban, además de fotos enmarcadas junto a estrellas de cine, generales y campeones de boxeo a los que había vendido casas. Aunque oficialmente había dejado sus actividades, seguía en el despacho del fondo, encogido detrás de una desordenada mesa con tablero de cristal, con el abrigo siempre puesto, fumando Pall Mall.

—¿Cree usted en el progreso, Bascombe? —El viejo Schwindell me escrutó con sus ojos de un azul descolorido. Tenía un enorme bigote espeso, amarillento debido a ocho millones de Pall Mall, y su pelo entrecano era espeso por los lados y se mezclaba con el que le salía de las orejas, pero era escaso por la parte de arriba. De pronto buscó algo detrás de él sin mirar, agarró un tubo de plástico claro sujeto a un gran cilindro de oxígeno con ruedas, tiró de él y se sujetó una pequeña banda elástica alrededor de la cabeza de modo que una pequeña boquilla clara se le ajustó a la nariz y le proporcionó aire—. Es nuestro lema —jadeó, bajando la cabeza para manipular un mando.

—Es lo que me dijo Rolly —dije yo. Rolly nunca había pronunciado ni palabra sobre el progreso, sólo había hablado de factores de riesgo, impuestos sobre la plusvalía, ganancias del capital y riesgos de participación, cosas todas ellas que no le gustaban.

—No le voy a preguntar ahora sobre eso. No se preocupe —dijo el viejo Schwindell, no enteramente satisfecho con el flujo de aire, por lo que se volvió para girar un mando del cilindro, aunque sólo consiguió la mitad de una inhalación satisfactoria—. Cuando lleve un tiempo por aquí y sepa algunas cosas —dijo, con dificultad—, le pediré que me dé su definición personal del progreso. Y si me da la respuesta equivocada, me desharé de usted sobre la marcha —volvió a girar sobre sí mismo para plantarme cara y lanzarme una sonrisa maligna que dejó ver unos dientes ocres, la boca deformada por el aparato, aunque ahora respiraba mucho mejor y puede que ni siquiera tuviera la impresión de que iba a morir enseguida—. ¿Qué opina? ¿Le parece bien?

—Creo que está bien —dije yo—. Trataré de darle una buena respuesta.

—No me dé una buena respuesta. ¡Déme la respuesta adecuada! —gritó él—. Nadie debería terminar la primaria sin una idea de lo que es el progreso. ¿No lo cree así?

—Estoy completamente de acuerdo —dije, y lo estaba, aunque el mío había estado padeciendo detenciones.

—Entonces ya puede empezar. No tiene que ser especialmente competente, en cualquier caso. Las propiedades se venden solas en esta ciudad. O eso solía pasar.

Empezó a juguetear febrilmente con sus tubos de respirar, tratando de que se adaptaran mejor a los peludos agujeros de su nariz. Y mi entrevista terminó, aunque me quedé allí quieto durante casi otro minuto antes de darme cuenta de que no iba a decir nada más, así que, finalmente, salí.

Después de lo cual, en la práctica, ya estaba lanzado. Rolly Mounger me llevó a almorzar a The Two Lawyers. Estaría «a prueba», dijo, unos tres meses, pero tendría sueldo (sin seguro ni porcentajes). Todo el mundo se ocuparía de mí y me tendría a su cargo, así adquiriría los conocimientos técnicos y aprendería la jerga de la agencia. Asistiría a beaucoup de visitas de casas, transacciones, inspecciones y rondas —«es cuestión de que aprendas un poco de todo»—, y al mismo tiempo seguiría un curso que pagaría yo —«trescientos pavos, más o menos»[4]. Al final del curso haría el examen en el motel La Quinta, en Trenton, y luego sólo me quedaría «arramblar con las comisiones y llenarme los bolsillos de pasta».

—Me gustaría poder revelarte una sola jodida dificultad en todo esto, Frank —dijo Rolly, como pasmado—. Pero… —movió su cabeza con papada, como cortada con una sierra—, si esto fuera tan jodidamente difícil, ¿por qué iba a dedicarme yo a ello? El trabajo duro se lo dejo a los otros mamones —y al decir esto dejó escapar un pedo en el cuero falso de su asiento y lanzó una ojeada a los otros comensales, sonriendo como un chico del campo—. Ya sabes, no está previsto que pongas el alma en ello —dijo—. Esto es el negocio inmobiliario. La realidad es otra cosa…, es cuando se nace y se muere. Esto no es más que lo que hay en medio.

—Me hago cargo —dije, aunque pensaba que mi enfoque personal del trabajo no sería, sin duda, como el de Rolly.

Y eso fue todo. A los seis meses el viejo Schwindell la palmó en el asiento delantero de su Sedan de Ville, parado delante del semáforo de la esquina de Venetian Way con Lippizzaner Road, con un matrimonio de oculistas en el coche, a los que llevaba a visitar por última vez antes de la firma la casa del presidente, ya jubilado, del Tribunal Supremo de New Jersey, que estaba cerca de mi antigua casa de Hoving Road (el trato, claro está, no se llevó a cabo). Por entonces Rolly Mounger estaba prosperando vendiéndoles participaciones a tiempo compartido a los de Seattle, la mayor parte de los jóvenes de nuestra agencia se había largado en busca de mejores trabajos en áreas postales lejanas, y yo había superado el examen y me ocupaba de las ofertas de venta.

Teniendo en cuenta todos los pros y los contras, ya era cierto por entonces que alquiler salía por la mitad de precio que comprar, y muchos de mis clientes empezaban a hacer cálculos al respecto. Además —como les he explicado pacientemente a los Markham, que en este momento se hacen mala sangre en el Sleepy Hollow—, los gastos de mantenimiento aumentaban más deprisa que los sueldos, casi un cinco por ciento. En fin, abundaban otros signos malos. El empleo disminuía. La expansión estaba desequilibrada. Las demandas de permisos de construcción caían en picado. Era «lo que el mono hace al otro lado del palo», decía Shax Murphy. Y los que no tenían otra elección o, como yo, tenían posibilidades de elección pero carecían de ganas de ir tras ellas, se preparaban para la larga noche que se convierte en invierno.

Pero, a decir verdad, yo estaba tan contento como esperaba estarlo. Disfrutaba manteniéndome en la periferia del mundo de los negocios y de la oportunidad de seguir al tanto de las tendencias del mercado; tendencias que yo ni sabía que existían cuando escribía sobre deportes. Me gustaba la sensación de que me ganaba la vida con el sudor de mi frente, aunque, como no necesito el dinero, no me mato a trabajar y a veces no gano mucho, y me las arreglé para apreciar todavía más el Periodo de Existencia; empecé a verlo como una estrategia eficaz, permanente y adaptable para tratar con las contingencias de la vida de otro modo distinto al enfrentamiento.

Durante una breve época sentí un mínimo interés por asistir a coloquios acerca de las previsiones, a las reuniones organizadas por la cámara de la propiedad y los profesionales, y otros seminarios sobre el control del mercado. Asistí a la mesa redonda sobre la propiedad inmobiliaria del estado, tomé parte en los debates del comité de alojamiento, en Trenton. Distribuí paquetes de Navidad a los ancianos, ayudé a entrenar un equipo de béisbol infantil, incluso me disfracé de payaso y fui de Haddam a New Brunswick en una carreta de circo para tratar de mejorar la imagen pública de los agentes inmobiliarios y que no nos vieran como una panda de estafadores o, al menos, de engañabobos y perdedores.

Pero, finalmente, perdí interés por esas cuestiones. Un par de jóvenes socios muy brillantes se han incorporado a la agencia después de que me contrataran, y se visten de payasos para demostrar lo que sea, mientras que yo no tengo ganas de demostrar nada más.

Y, con todo, todavía me gusta la excitación que supone apearme de mi coche para acompañar a clientes motivados por el camino de entrada de una nueva casa desconocida, al sol y sombra de los arces, y franquear con ellos el umbral de lo que les espera, aunque se trate de una casa vacía durante una mañana cálida de verano cuando hace más fresco dentro que fuera, incluso si la casa no merece la pena, o incluso si ya la he enseñado veintinueve veces y el banco la tiene en la lista de los bienes cuya hipoteca va a ejecutar. Disfruto entrando en las habitaciones de otra gente y metiendo la nariz en sus cosas, mientras espero oír una exclamación de placer, un: «Ah, esto es, esto se parece más», o un murmullo de aprobación intercambiado entre el hombre y su mujer a propósito del diseño de un ave acuática tallada en la chimenea, y que luego se repite sorprendentemente ante los azulejos del cuarto de baño; o compartir la satisfacción que proporciona algún detalle práctico, como un interruptor que enciende y apaga la luz de la escalera arriba y abajo y evita que el hombre se parta la crisma cuando suba tambaleándose a la cama medio borracho, después de haberse quedado dormido en el sofá viendo el partido de los Knicks mucho después de que su mujer se haya largado porque no soporta el baloncesto.

Aparte de eso, desde hace un par de años no he comprado casas nuevas en Clio Street ni en ninguna otra parte. Me ocupo de mi pequeño imperio de los perritos calientes. Escribo mis editoriales y tengo, como siempre, pocos amigos aparte de los del trabajo. Tomo parte en la operación anual de puertas abiertas del negocio inmobiliario con una gran sonrisa en los labios. Juego un ocasional partido de voleibol detrás de St Leo contra los equipos de otras empresas. Y voy a pescar todo lo que puedo al Red Man Club, adonde a veces llevo a Sally Caldwell violando el artículo número 1 del reglamento aunque nunca me encuentro con los otros socios del club, y donde he aprendido con el tiempo a pescar, a maravillarme durante un momento de los esplendores opalescentes de un pez y a devolverlo inmediatamente al agua. Y, claro, hago de padre y guardián de mis hijos, aunque ahora estén lejos y se alejen cada vez más.

Trato, en otras palabras, de mantener la mente ocupada con algo finito y aceptablemente factible, a fin de no desaparecer. Aunque es cierto que a veces, en el momento de deslizarme en el sueño, cuando las preocupaciones y las contingencias van a la deriva, me noto flotante y no siempre sé dónde estoy, ni adónde voy. Conque a la antigua orden que dice: «Haz tu vida», puedo responder: «Ya tengo una existencia, gracias».

Y esto bien podría constituir el progreso que tenía en mente el viejo Schwindell. Su idea no era una fórmula filosófica sobre la mejora del ser humano al hilo de un tiempo que usa frugalmente, ni un teorema de economista sobre el equilibrio entre ganancias y pérdidas, ni el acceso del mayor número de personas a una suerte mejor. Él quería, creo yo, oírme decir algo que le convenciera de que yo estaba simplemente vivo, y que al estar haciendo lo que estaba haciendo —vender casas—, alargaba la vida y mi propio interés hacia ella, reforzaba mi tolerancia con respecto a ella y hacia otros protagonistas inocentes y sin nombre. Eso era indudablemente lo que le hacía «decano» y le mantenía en marcha. Quería que sintiera cada día un poco —y un poco habría sido suficiente— de lo que había sentido aquel día, en las gradas del campo derecho del Veterans Stadium, cuando intercepté con el brazo y la mano una pelota que acababa de golpear el bate de un vengador negro de Chicago, ante los ojos de mi hijo y de mi hija mudos de admiración hacia su padre (alrededor de mí, todos se levantaron para aplaudirme, mientras la mano se me empezaba a hinchar como un tomate). Lo que había sentido en aquel momento era que nunca podría sentirme mejor, aunque al reflexionar más serenamente, un poco más tarde, simplemente pensé que lo que me había pasado estaba muy bien y que mi vida no era un cero a la izquierda. Estoy seguro de que el viejo Otto se habría sentido satisfecho si yo hubiera entrado y me hubiera plantado delante de él y hubiera dicho algo como: «Verá, señor Schwindell, no sé mucho sobre el progreso, y, sinceramente, desde que me hice agente inmobiliario mi vida no se ha transformado por completo; pero no me siento en peligro de volatilizarme en el aire, y esto es todo lo que tengo que decir». Me habría mandado, estoy seguro, de vuelta al trabajo con una palmadita en la espalda y un «a por ellos» de ánimo.

Y esto, de hecho, puede que sea lo que el Periodo de Existencia ayuda a crear, o al menos favorece que se creen, las condiciones de una independencia honesta, en la medida en que ella hace visible a uno tal y como es, aunque no sea necesariamente muy notable para uno mismo y los demás, y donde uno conserva la razón suficiente y el valor en una época donde se difuminan los imperativos para avanzar hacia donde se encuentran los valores, como si fuera importante para uno alcanzarlos.

La lluvia que cayó a cántaros sobre la Route 1 y Penns Neck ha pasado hacia Wallace Hill, si bien, debido al calor, todas las bien cuidadas casas están cerradas a cal y canto, y los aparatos de aire acondicionado de las ventanas zumban, mientras las aceras despiden ya unas vibraciones ondulantes que nadie osaría atravesar, aunque sólo son las once y media. Más tarde, cuando haya tomado el camino de South Mantoloking y la sombra se alargue poco a poco más allá de los aleros y los sicómoros, todos los porches delanteros estarán llenos de risas y saludos cruzando el camino como la primera vez que pasé esta mañana. Aunque ahora, todo el que no está trabajando o en los cursos de verano o en la cárcel, está sentado en la oscuridad viendo concursos en la tele y esperando la hora del almuerzo.

La casa de los McLeod tiene el mismo aspecto que a las ocho y media, aunque en las últimas tres horas han quitado mi cartel de SE ALQUILA de delante de la de los Harris, donde me detengo, teniendo cuidado de no pararme delante de la de los McLeod y darles el cante. Salto al pegajoso calor, me quito el chubasquero, subo andando por el reseco césped y echo una ojeada. Examino los dos lados de la casa, detrás de las hortensias y el rosal, y subo al pequeño porche como si los que robaron el cartel lo hubieran arrancado y tirado por allí, lo cual, según Everick y Wardell, es lo que sucede normalmente. Sólo que ahora no está.

Vuelvo al coche, abro el maletero en busca de otro cartel de entre los varios que hay (SE VENDE, ENTRADA LIBRE, PRECIO REDUCIDO, PENDIENTE DE CONTRATO), que están amontonados allí con mi caja de hojas de ofertas, junto a mi maleta y cañas de pescar, tres Frisbees, dos guantes de béisbol, pelotas y los fuegos artificiales que he encargado especialmente a unos parientes de Florida: todos ellos chismes importantes para mi viaje con Paul.

Llevó el nuevo SE ALQUILA al césped, encuentro los dos agujeros que ocupaba el anterior cartel, muevo las dos tiesas patas metálicas hasta que quedan fijas, y con el pulgar meto una mezcla de tierra y hierba alrededor, de modo que todo tiene el mismo aspecto que tenía. Luego cierro el maletero, me seco el sudor de brazos y frente, utilizando el pañuelo, y me dirijo a la puerta delantera de los McLeod, donde, aunque tengo intención de tocar el timbre, me deslizo por uno de los lados, como un ladrón, para atisbar por la ventana delantera el cuarto de estar, que está en penumbra como el ocaso. Distingo a los dos hijos de los McLeod tumbados en el sofá, con unos ojos de zombies clavados en la tele (la pequeña Winnie abraza un conejo de peluche). Ninguno de los dos parece verme, aunque de repente el mayor, Nelson, hace girar bruscamente su cabeza rizada y clava la vista en la ventana como si ésta fuera otra pantalla de televisión y yo estuviera en la imagen.

Saludo amistosamente con la mano y sonrío. Me gustaría terminar con esto y pasarme por el Franks y luego dirigirme a casa de Sally.

Nelson continúa mirándome desde el fondo de la oscuridad irreal de la habitación como si esperara que yo desapareciera de un momento a otro. Él y su hermana están viendo un partido de tenis de Wimbledon, y de repente me doy cuenta de que no tengo ningún derecho a atisbar por la ventana y que, de hecho, corro el grave riesgo de que el impulsivo Larry me vuele la cabeza.

Nelson me sigue mirando hasta que vuelvo a saludar con la mano, me alejo de la ventana, llego a la puerta y toco el timbre. Como un tiro, sus pies descalzos hacen ruido en el suelo y salen de la habitación, camino, espero, de conseguir que sus perezosos padres se levanten de la cama. Dentro suena un portazo, y lejos, muy lejos, oigo una voz por debajo del zumbido del aire acondicionado; una voz que no puedo identificar, que dice no estoy seguro qué, aunque sin duda algo sobre mí. Miro a la calle de casas de madera, blancas, verdes, azules y rosas, con techos verdes y rojos y cuidados jardines pequeños como parcelas de un cementerio, algunos con tomateras demasiado crecidas a lo largo del muro, otros con plantas de guisantes subiendo por el enrejado de la fachada y los pilares del porche. Podría ser un barrio del delta del Mississippi, aunque los coches aparcados son todos llamativos Ford y Chevrolet último modelo (los negros se cuentan entre los más leales defensores del «compre norteamericano»).

Una vieja negra enorme, que empuja un andador de aluminio sobre el que está drapeado un mantelito de té amarillo, sale renqueando por la puerta de tela metálica de la casa justo al otro lado de la calle. Cuando me ve en el porche de los McLeod, se detiene y mira fijamente. Es Myrlene Beavers, que me saludó con la mano hospitalariamente las dos primeras veces que pasé por la manzana, allá en 1986, cuando pensaba comprar algo en la zona. Su marido, Tom, ha muerto hace menos de un año, y Myrlene —me dijeron los Harris en una carta— había perdido muchas facultades.

—¿A quién anda buscando? —me grita Myrlene desde el otro lado de la calle.

—Busco a Larry, Myrlene —grito yo a mi vez, y la saludo afablemente con la mano. Ella y el señor Beavers eran diabéticos, y Myrlene está perdiendo lo que le queda de vista debido a unas cataratas—. Soy yo, Myrlene —grito—. Soy Frank Bascombe.

—No tiene nada que hacer ahí —dice Myrlene, que tiene los cabellos gris acero, erizados en mechas dementes—. Y no se lo voy a repetir.

Lleva puesta una blusa hawaiana naranja estampada, y tiene los tobillos hinchados y vendados. Soy consciente de que podría caerse muerta allí mismo si se excita.

—Va todo bien, Myrlene —grito—. Vengo a visitar a Larry. No se preocupe. Toda va bien.

—Voy a llamar a la policía —dice la señora Beavers, y se tambalea con intención de volver a cruzar la puerta, con el andador arañando las tablas del porche delante de ella.

—No, no llame a la policía —grito. Debería acercarme corriendo para que viera que soy yo, que no soy un ladrón ni un merodeador, sólo uno que viene a cobrar el alquiler; más o menos del modo en que dijo Joe Markham. Myrlene y yo mantuvimos varias conversaciones cordiales cuando los Harris todavía vivían aquí; ella desde su porche, yo al ir y volver del coche. Pero ahora ha pasado algo.

Justo cuando estoy a punto de cruzar deprisa y evitar que llame a la policía, se acercan más pies descalzos hacia la puerta, que de pronto se estremece mientras abren cerraduras y pestillos por la parte de dentro; luego se entreabre para dejar ver a Nelson por la rendija; el pelo rubio y rizado y una piel color café con leche, un Jackie Cooper mulato de seis años. Tiene la cara debajo del pestillo de la puerta de tela metálica y, al bajar la vista para mirarle, me siento un gigante. No dice nada, se limita a mirarme con sus ojillos pardos, escépticos. Tiene el pecho al aire y sólo lleva unos pantalones cortos púrpura y oro de los Lakers. Una corriente de aire acondicionado me llega a la cara que suda de nuevo.

—Ventaja, señorita Navratilova —dice la voz suave de una inglesa, después de lo cual los espectadores aplauden. (Es una repetición del partido de ayer.)

—Nelson, ¿cómo te va? —digo yo, con un tono entusiasta. No hemos hablado nunca, y Nelson se limita a mirarme y a parpadear como si le estuviera hablando en swahili—. ¿Están tus padres en casa?

Echa una ojeada por encima del hombro, luego vuelve a mirarme.

—Nelson, ¿por qué no les dices a tus padres que el señor Bascombe está en la puerta? Diles que sólo he venido por el alquiler, no a matar a alguien.

Dudo que este tipo de humor sea el adecuado para Nelson.

Me gustaría echar una ojeada dentro. Después de todo, la casa es mía, y tengo derecho a entrar en circunstancias excepcionales. Pero puede que Nelson y Winnie estén solos en casa, y no me gustaría estar dentro únicamente con ellos. Tengo la sensación de que, a mis espaldas, Myrlene Beavers está chillando por teléfono dentro de su casa que un blanco sin identificar trata de entrar en casa de Larry McLeod en pleno día.

—Nelson —digo, sudando y sintiéndome inesperadamente atrapado—, ¿por qué no me dejas entrar mientras vas a buscar a tu padre? —Le hago una inclinación de cabeza persuasiva, luego empujo la puerta de tela metálica, que, sorprendentemente, no tiene el pestillo echado, y meto la cabeza en la corriente de aire fresco—. Larry —digo en voz bastante alta a la habitación a oscuras—. He venido a cobrar el alquiler.

Winnie, agarrada a su conejo de peluche, parece dormida. La tele muestra los verdes intensos del All England Club.

Nelson todavía me mira intensamente (estoy inclinado justo encima de él), luego se vuelve y se sienta otra vez en el sofá junto a su hermana, cuyos ojos se abren lentamente, luego se cierran.

—¡Larry! —vuelvo a gritar—. ¿Está usted aquí?

La enorme pistola de Larry no está encima de la mesa, lo que puede significar, claro, que la lleva encima.

Oigo lo que suena como un cajón que se abre y se cierra en la habitación del fondo; luego un portazo. ¿Qué diría un jurado de ocho negros y cuatro blancos —un jurado de semejantes míos— si, porque quiero cobrar el alquiler, resulta que entro a formar parte de una estadística de homicidios previos a las vacaciones? Estoy seguro de que me encontrarían culpable.

Me alejo unos pasos de la puerta y lanzo una mirada cautelosa a la casa de los Beavers. La blusa color naranja de Myrlene ondea como un espejismo detrás de la puerta de tela metálica, desde donde me está vigilando.

—No pasa nada, Myrlene —digo, lo que origina que el espectro de la blusa hawaiana retroceda hacia las sombras.

—¿Qué es lo que pasa?

Me vuelvo rápidamente, y Betty McLeod está detrás de la puerta de tela metálica, a la que echa el pestillo en este mismo instante. Me mira con gesto de desagrado. Lleva puesta una bata de andar por casa guateada color rosa y mantiene su cuello festoneado sujeto con sus huesudos dedos como de papel.

—No pasa nada —digo yo, moviendo la cabeza de un modo que probablemente me haga parecer confuso—. Creo que la señora Beavers acaba de llamar a la policía por culpa mía. Sólo quería cobrar el alquiler.

Me gustaría que pareciera que la cosa me divierte, pero no es así.

—Larry no está. Volverá esta noche, así que tendrá que pasarse por aquí otra vez.

Betty dice esto como si yo le hubiera estado gritando.

—Muy bien —digo, y sonrío tristemente—. Dígale simplemente que vine por aquí como todos los meses. Y que me deben el alquiler.

—Él le pagará —dice ella, con voz desabrida.

—Eso es estupendo.

Al fondo de la casa, oigo vaciarse tranquilamente el agua de una cisterna de retrete, luego recorre con mayor energía las cañerías nuevas que instalé hace menos de un año y por las que pagué un dineral. Seguro que Larry se acaba de despertar, ha soltado la prolongada meada matinal y se ha encerrado en el cuarto de baño hasta que yo desaparezca.

Betty McLeod me mira desafiante mientras los dos escuchamos gotear el agua. Es una licenciada por Grinnell, cetrina y con la cara puntiaguda, nacida en una granja cercana a Minnetonka, que se casó con Larry cuando hacía un trabajo de sociología durante sus estudios en Columbia y él trabajaba para pagarse un curso de comercio en una universidad del norte del estado de Nueva York. Había sido Boina Verde y buscaba un modo de dejar el infierno de la ciudad (de todo esto me enteré por los Harris). Los padres de Betty, unos luteranos fervientes, se enrabietaron, claro, cuando ella y Larry fueron a su casa la primera Navidad con el recién nacido Nelson en un capacho, aunque después se recuperaron debidamente. Pero desde su traslado a Haddam, los McLeod han llevado una vida cada vez más aislada, con Betty quedándose en casa todo el tiempo y Larry yendo por las noches a su trabajo en la fábrica de caravanas; los niños son sus únicos signos externos. Su vida no es tan diferente de la de muchas otras personas.

Lo cierto es que no me gusta mucho Betty, aunque les alquilé la casa a ella y Larry porque creí que probablemente fueran valientes. Me llamaba la atención su mirada de eterna desilusión que expresa que lamenta todas las elecciones importantes que ha hecho en la vida y sin embargo se considera absolutamente segura de que ha tomado la decisión moral correcta en cada ocasión, y es mejor que tú debido a eso. Es la típica paradoja de los progresistas: ansiedad mezclada con orgullo y autodesprecio. Los McLeod son también, me temo, del tipo de familias que en algún momento podrían volverse paranoicas y parapetarse dentro de su (mi) casa, emitir comunicados confusos, disparar a la policía y, finalmente, prenderle fuego y morir dentro. (Lo que no es motivo, claro, para echarles.)

—Bien —digo, retrocediendo al escalón de arriba, como si me marchara—. Espero que todo vaya perfectamente en la casa.

Betty me mira reprobadoramente, aunque justo entonces sus ojos se apartan de los míos, se hace a un lado, y yo me vuelvo y veo que uno de nuestros coches patrulla blancos y negros se detiene detrás del mío. Dentro hay dos policías uniformados. Uno —el pasajero— está hablando por una radio.

—¡Todavía está ahí! —grita Myrlene Beavers desde dentro de su casa, totalmente fuera de mi vista—. ¡Es ese blanco! Deténganlo. Trata de entrar.

El policía que hablaba por la radio dice algo a su compañero, el que conduce, y los dos se ríen. Luego se apea sin la gorra y comienza a avanzar por el camino de entrada a la casa.

El policía, claro, es un agente al que conozco desde que vine a Haddam —el sargento Balducci, que sólo atiende las llamadas urgentes porque es época de vacaciones—. Pertenece a una gran familia local de policías sicilianos, y él y yo nos hemos saludado en las esquinas de la calle o cruzado unas palabras delante de un café en el Coffee Spot, aunque no hemos sido presentados «oficialmente». He tratado de convencerle media docena de veces para que no me pusiera multas por aparcar donde no debía (siempre sin éxito), y una vez me ayudó cuando se me quedó cerrado el coche con las llaves dentro delante de Town Liquors. También me ha denunciado por tres infracciones de tráfico, entró en mi casa a investigar un robo hace años, cuando yo estaba casado, una vez me paró para hacerme unas preguntas y me dio unas palmaditas no mucho después del divorcio, cuando yo solía dar paseos a medianoche por el barrio, durante los que muchas veces me reprendía a mí mismo, desesperado, en voz alta. En todas esas ocasiones se mantuvo tan distante como un inspector de hacienda, aunque siempre oficialmente educado. (Con franqueza, creo que es un gilipollas.)

El sargento Balducci llega casi hasta el comienzo de los escalones del porche sin habernos mirado ni a Betty McLeod ni a mí. Lleva puesto el pesado cinturón negro que contiene todo su equipo de policía: máscara antigás, radio, esposas, un aro con llaves, porra, su gran automática de reglamento. Lleva el uniforme azul y negro de la policía de Haddam, impecablemente planchado y adornado con diversos distintivos casi militares, galones e insignias, y, o ha engordado desde la cintura para arriba, o lleva puesto un chaleco antibalas debajo de la camisa.

Me mira como si nunca me hubiera echado los ojos encima. Mide casi uno ochenta, tiene una cara gruesa con grandes poros tan inexpresiva como la luna, y lleva el pelo cortado reglamentariamente al cepillo.

—¿Tenemos algún problema aquí, amigos? —dice el sargento Balducci, poniendo una reluciente bota de policía en el escalón inferior.

—Nada importante —digo yo, y por algún motivo estoy sin aliento, como si hubiera algún problema oculto. Mi intención, claro, es parecer libre de culpa—. A la señora Beavers se le metió en la cabeza una idea equivocada.

Sabía que ella lo estaba observando todo como un águila, con la mente en apariencia en otra parte.

—¿Es cierto eso? —dice el sargento Balducci, y mira a Betty McLeod.

—No pasa nada —dice ésta, como inerte, detrás de la puerta de tela metálica.

—Hemos recibido una denuncia de que había un atraco en esta dirección —dice el sargento Balducci con su tono de voz oficial—. ¿Vive usted aquí, señora? —le pregunta a Betty.

Betty asiente con la cabeza, pero no añade nada.

—¿Y entró alguien en su casa por la fuerza o trató de entrar?

—No, que yo sepa —dice ella.

—¿Qué hace usted aquí? —me dice el sargento Balducci, echando una ojeada al jardín para ver si puede observar algo anormal: un cristal roto, un martillo manchado de sangre, una pistola con silenciador.

—Soy el dueño —digo—. Me pasé por aquí para ciertas cuestiones.

No quiero decir que he venido para cobrar el alquiler, como si hacerlo fuera un delito.

—¿Es usted el dueño de esta casa?

El agente Balducci sigue lanzando miradas ocasionales a su alrededor, pero finalmente clava sus ojos en mí.

—Sí, y de ésa también.

Hago un gesto en dirección a la casa vacía de los Harris.

—¿Cómo se llama usted? —dice, sacando un pequeño cuaderno de notas y un bolígrafo del bolsillo de atrás.

—Bascombe —digo—. Frank Bascombe.

—Frank… —dice, mientras escribe—. Bascombe. El dueño.

—Eso es —digo yo.

—Creo que ya nos hemos visto antes, ¿verdad?

Baja la vista lentamente, luego la levanta hacia mí.

—Sí —digo, e inmediatamente me imagino en una hilera con un grupo de sospechosos sin afeitar, mientras Betty McLeod me señala desde detrás de un espejo de dos direcciones. El policía en cierta ocasión sabía muchas cosas de mi vida, pero sencillamente lo ha olvidado.

—¿No le detuve yo una vez por C.P.?

—No sé lo que es C.P., pero no me detuvo por eso. Me multó usted un par de veces —de hecho, tres veces— por girar a la derecha con el semáforo en rojo en Hoving Road. Una vez cuando no giré y otra vez cuando lo hice.

—Es un buen porcentaje.

El sargento Balducci me sonríe mientras escribe en el cuaderno de notas. También le pregunta a Betty McLeod cómo se llama, y lo anota en su cuadernito.

Myrlene Beavers sale a su porche arrastrando los pies con un teléfono inalámbrico amarillo pegado a la oreja. Unas cuantas vecinas han salido a sus porches para ver lo que pasa. Una de ellas también tiene un teléfono inalámbrico. Sin duda ella y Myrlene están hablando.

—Bien —dice el sargento Balducci, poniendo el punto a unas cuantas íes y volviendo a guardarse el cuaderno de notas en el bolsillo. Todavía sonríe burlonamente—. Comprobaremos todo esto.

—Estupendo —digo yo—, pero no traté de entrar en la casa a la fuerza —estoy de nuevo sin aliento—. Esa anciana de enfrente está chiflada.

Miro enfadado a la traidora Myrlene, que parlotea como una cotorra con su vecina de dos casas más allá.

—En este barrio todas las personas se protegen unas a otras, señor Bascombe —dice el sargento Balducci, y me mira medio en serio, luego mira a Betty McLeod—. Lo tienen que hacer. Si tiene algún problema más, señora McLeod, sólo tiene que llamarnos.

—Muy bien —es todo lo que dice Betty McLeod.

—¡Todavía no ha tenido ningún problema! —digo yo, enfadado, y lanzo una dura mirada a Betty.

El sargento Balducci me echa una mirada de mediano interés desde la acera de cemento de mi casa.

—Podría ponerle a la sombra algún tiempo para que se tranquilizara —dice, de modo inexpresivo.

—Estoy tranquilo —digo, airadamente—. No estoy enfadado por nada.

—Eso está muy bien —dice él—. No quisiera que perdiese la calma.

Tengo en la punta de la lengua estas palabras: «Gracias. ¿Y qué le parecería si me besara el culo?» El aspecto de sus cortos brazos embutidos como gruesos salchichones en las mangas cortas de su camisa azul me hace sospechar que el sargento Balducci probablemente sea especialista en romper clavículas y en hacer llaves mortales del tipo de la que le hicieron a mi hijo. Y me muerdo literalmente la punta de la lengua y miro tristemente a Myrlene Beavers, que sigue al otro lado de Clio Street parloteando por su barato teléfono regalo de navidades y mirándome —o a una imagen borrosa de un diablo blanco con el que me identifica— como si esperara que de repente me pusiera a arder y estallara en un relámpago sulfuroso. Es una auténtica pena que haya muerto su marido, me digo. El bueno del señor Beavers no habría armado todo este lío.

El sargento Balducci se pone a andar sin prisa hacia su coche patrulla Plymouth, con la radio que lleva a la cintura soltando ruidos parásitos sin sentido. Cuando abre la puerta, se inclina hacia dentro y dice algo a su compañero y los dos se ríen mientras el sargento entra y anota algo en una tablilla sujetapapeles del salpicadero. Oigo la palabra «dueño» y otra carcajada. Luego la puerta se cierra y se alejan, mientras hablan por la radio dándose mucha importancia.

Betty McLeod no se ha movido de detrás de la puerta de tela metálica, y sus dos hijos mulatos ahora atisban a cada lado de su bata de andar por casa. El rostro de la mujer no expresa simpatía, ni perplejidad, ni amargura, ni siquiera una sombra de esas cosas.

—Volveré cuando Larry esté en casa —digo, desesperanzado.

—Muy bien.

Le lanzo una mirada firme, acusadora.

—¿Quién más está ahí? —digo—. He oído que tiraban de la cadena del retrete.

—Mi hermana —dice Betty—. ¿Acaso le importa?

La miro con dureza, tratando de descubrir la verdad en sus puntiagudos y menudos rasgos. ¿Una hermana de Red Cloud? Una Sigrid esbelta, de manos grandes, tomándose unas vacaciones lejos de sus propias penas tan nórdicas para consolar a su hermana tan ética. Concebible, pero no probable.

—No —digo yo, y niego con la cabeza.

Y entonces Betty McLeod cierra la puerta de golpe y porrazo, dejándome en el porche con las manos vacías y el sol ecuatorial golpeándome en la cabeza. Dentro sigue el ritual de volver a echar los cerrojos, y durante largo rato me quedo escuchando y sintiéndome desamparado; luego me pongo en marcha hacia mi coche, puesto que no tengo nada mejor que hacer. Ahora tendré que volver por el alquiler después del día 4, si es que entonces consigo cobrarlo.

Myrlene Beavers todavía sigue en el porche de su minúscula y blanca residencia, donde crecen guisantes que se enrollan alrededor de los pilares; su escaso pelo está húmedo, y agarra con los dedos las empuñaduras de goma del andador. Las otras vecinas ya han vuelto dentro.

—¡Oiga! —me grita—. ¿Agarraron a ese tipo? —Tiene el pequeño teléfono amarillo atado en el andador con una cuerda de plástico para tender la ropa. Sin duda se lo han comprado sus hijos para que pueda mantenerse en contacto con ellos—. Trataba de entrar por la fuerza en casa de Larry. Debe de haberlo asustado usted.

—Le atraparon —digo yo—. Ya no amenaza a nadie.

—Eso es estupendo —dice ella, y una sonrisa de dientes postizos se abre en su cara—. Hizo usted un magnífico trabajo. Le estamos muy agradecidos.

—Hicimos lo que pudimos —digo.

—¿Conocía a mi marido?

Apoyo las manos en el techo del coche y miro compasivamente a la pobre Myrlene, que pronto se reunirá con su querido marido en el otro mundo.

—Claro que sí.

—Era un hombre maravilloso —dice la señora Beavers, adelantándose a lo que yo pensaba decir. Mueve la cabeza.

—Todos le echamos de menos —digo.

—Eso parece —dice ella, e inicia su trabajoso camino, lleno de paradas, hacia el interior de la casa—. Parece que todos le echamos de menos.