En mi Crown Vic con aire acondicionado, que circula por la Route 1, van sentados los Markham, Joe delante, Phyllis detrás, mirando la prisa y la agitación de la mañana lluviosa que hay fuera, como si estuvieran en el cortejo del entierro de un pariente que no le cayera bien a ninguno de los dos. Todas las mañanas lluviosas de verano, por supuesto, tienen plantada la semilla de la melancolía. Pero una mañana de verano lluviosa, lejos de casa —y más cuando tus nubes personales no corren, sino que permanecen inmóviles—, puede dar fácilmente la impresión de que el mundo se ve desde la tumba. Lo sé.
Mi punto de vista es que el miedo al mercado inmobiliario (que es lo que tienen los Markham, lisa y llanamente) no lo origina la compra de la casa, que igual de fácilmente puede ser una de las experiencias más prometedoras de la vida; ni siquiera el temor a perder dinero, que no es exclusivo de ese territorio; sino la constatación fría, inevitable, de que se es igual que cualquier otro majadero norteamericano, con el que se comparten los deseos, las aspiraciones atrofiadas, los miedos y los fantasmas estúpidos que surgen del mismo molde inalterable. Y cuando más cerca estamos del punto final —cuando el trato está cerrado y registrado en un libro del edificio del juzgado—, lo que sentimos es que nos estamos metiendo más profundamente que nunca, de modo más anónimo, en el orden establecido, y que la probabilidad de huir a Kitzbühel se esfuma por momentos. Lo que queremos todos, claro, es que queden abiertas nuestras mejores opciones el mayor tiempo posible; quisiéramos no haber tomado el camino trillado, pero también no habernos equivocado de camino, lo cual sería propio de un estúpido. Ese asunto angustioso, por sí solo, origina un doble dilema cruel que nos vuelve locos a todos como ratas de laboratorio.
Si yo, por ejemplo, les preguntara a los Markham, que ahora miran mohínos esta zona de urbanizaciones residenciales bajo la lluvia, los camiones de transporte y las furgonetas Mercedes que salpican y despiden agua hacia sus rostros mudos; si les preguntara si tienen mala conciencia por abandonar su rústico Vermont para llevar una vida más cómoda pero más convencional, con aceras y una protección bastante segura contra los incendios, con un camión de la basura que pasa tres días por semana, montarían en cólera. ¡Dios santo, no!, gritarían. Simplemente, nos hemos dado cuenta de que tenemos algunas puñeteras necesidades que sólo podremos satisfacer gracias a ciertas virtudes suburbanas de las que antes no habíamos oído hablar. (Buenos colegios, calles con aceras, centros comerciales, protección eficaz contra incendios, etcétera.) Estoy seguro, de hecho, de que los Markham se sienten unos pioneros al arrebatarles las zonas residenciales a personas (como yo) que durante años han creído que eran propiedad suya y les han proporcionado su mala fama. Aunque me sorprendería que el desagrado que sienten por subirse al mismo carro que todos los demás no viniera acompañado del habitual conservadurismo de los pioneros sobre el no aventurarse demasiado lejos —en este caso, hacia una concentración de demasiados cines, de calles demasiado seguras, de demasiados camiones de la basura, de agua demasiado limpia—, para evitar que la experiencia de la aventura suburbana llegara a alcanzar altitudes vertiginosas.
Mi trabajo —y muchas veces tengo éxito en él— es reconducir— los para que tengan una visión más atractiva, hacer que sientan menos ansiedad con respecto a lo desconocido y lo demasiado obvio: destacar, por una parte, los aspectos (todos insignificantes) en que se parecen a sus vecinos, y, por otra, los aspectos halagadores, pero cruciales, en que no se les parecen. Cuando fracaso en esta tarea, cuando vendo una casa pero dejo a los compradores dominados por una ansiedad de pioneros intacta, eso habitualmente significa que se marcharán y se volverán a poner en camino a los 3,86 años, de media, en lugar de establecerse y dejar que el tiempo pase, como hace la gente (esto es, el resto de nosotros) que no tiene esa presión mental.
Dejo la Route 1 y tomo la NJ 571 en Penns Neck, y les tiendo a Phyllis y Joe dos notas con descripciones para que puedan empezar a situar la casa de Houlihan en el contexto de su vecindario. Ninguno de ellos ha hablado mucho durante el viaje en coche; supongo que dejan que sus contusiones emocionales de primera hora de la mañana se curen en silencio. Phyllis ha hecho una pregunta sobre «el problema con el radón», que, según dijo, era más serio de lo que se atrevían a admitir muchos de sus vecinos de Vermont. Sus saltones ojos azules se nublaron, como si el radón fuera un elemento más de la caja de Pandora, uno de los horrores que amenazan el norte del país y que la atormentan hasta hacerla envejecer prematuramente. Entre ellos: amianto en las instalaciones de la calefacción del colegio, metales pesados en el agua de la capa freática, bacterias B. coli, humo de leña, hidrocarburos, zorros rabiosos, ardillas, ratones de campo, además de enjambres de moscas, escarcha, barro helado; el yin y el yang al que hay que enfrentarse en los espacios salvajes.
Yo, sin embargo, le aseguro que el radón no es un problema importante en la parte central de New Jersey, debido a la mezcla de arena y marga de nuestro suelo, y a que la mayoría de la gente que conozco ha hecho que les «limpiaran» la casa y se la aislaran hacia 1981, cuando se extendieron los últimos temores.
Joe se ha mostrado todavía más taciturno. Cuando nos acercábamos al desvío de la 571, echó una ojeada por el espejo retrovisor lateral a la carretera que dejábamos detrás y preguntó con un murmullo de voz dónde estaba exactamente Penns Neck.
—Está en el área de Haddam —dije yo—, pero al otro lado de la Route 1, más cerca de las vías del tren, lo que es una ventaja.
Quedó en silencio durante un rato, luego dijo:
—Yo no quiero vivir en un área.
—¿Que no quieres qué? —dijo Phyllis. Estaba hojeando el ejemplar de tapas verdes de «Confianza en sí mismo» que había cogido para Paul (el viejo ejemplar individual de ese ensayo, muy manoseado, de mi época en la universidad).
—El área de Boston, el área de los tres estados, el área de Nueva York. Nadie ha dicho nunca el área de Vermont, o el área de Aliquippa —dijo Joe—. Sólo se dice el sitio.
—Algunas personas dicen el área de Vermont —contestó Phyllis, pasando páginas.
—El área de Washington —dijo Joe, como un reproche. Phyllis no dijo nada—. El área de Chicago —continuó Joe—. El área metropolitana. El área de Dallas.
—Supongo que ahora te toca a ti darle una existencia perceptible al lugar —dije al pasar ante el pequeño indicador de metal de Penns Neck, que parecía una matrícula de coche, casi oculto por un grupo de tejos—. Ya estamos en Penns Neck —dije, aunque ninguno contestó.
Penns Neck, de hecho, no es una ciudad, y es mucho menos un área: unas cuantas ordenadas calles residenciales, de clase media, situadas a ambos lados de la concurrida 571, que conecta las serenas y ricas arboledas de la cercana Haddam con la llanura costera, ondulada, moderadamente industrial y superpoblada, donde hay casas abundantes y asequibles, pero que a los Markham no les interesan. En las pasadas décadas, Penns Neck presumía de su carácter de pueblo pulcro, con características holandesas y cuáqueras, salpicado de fértiles maizales, muros de piedra bien cuidados, fincas con arces y nogales. Pero ahora se ha convertido en una envejecida ciudad dormitorio más entre otras ciudades dormitorio más nuevas y mayores, a pesar del hecho de que el hábitat ha resistido los ataques de la modernidad y conserva cierto atractivo de aldea al viejo estilo. Sin embargo, no existe un auténtico centro urbano, sólo un par de tiendas de antigüedades, un taller de reparación de cortadoras de césped y una estación de servicio-tienda de comidas preparadas junto a la carretera estatal. Los servicios municipales (lo he verificado) en la actualidad se han trasladado al siguiente pueblo de la Route 1, que cuenta con un pequeño centro comercial. En la cámara de la propiedad de Haddam he oído expresar la idea de que el estado de New Jersey debería retirarle la autonomía municipal a Penn Neck e incluirlo en el registro fiscal del condado, lo que haría bajar los impuestos. En los últimos tres años he vendido dos casas aquí, aunque ambas familias se han trasladado posteriormente a la parte norte del estado de Nueva York porque encontraron mejores trabajos.
Pero lo cierto es que les enseño a los Markham una casa en Penns Neck, no porque crea que sea la casa que esperaban que yo les enseñara desde el principio, sino porque está dentro de sus posibilidades y porque creo que están lo suficientemente desanimados para comprarla.
Una vez que dejamos la 571 y tomamos la estrecha Friendship Lane, pasamos por una serie de calles residenciales que se entrecruzan en dirección norte, para llegar a Charity Street, donde el sonido del tráfico de la Route 1 no se oye y el ambiente de casas tranquilas, todas en pulcras hileras, entre árboles altos, agradables arbustos y extensiones de césped donde murmuran los aspersores mañaneros, sin olvidar la ausencia de coches aparcados, empieza a ocupar el espacio donde les gusta instalarse a las preocupaciones.
La casa de Houlihan, en Charity número 212, es rotunda y no demasiado pequeña; una granja norteamericana reformada con alto tejado de doble vertiente situada en una parcela doble bien sombreada y con abundantes arbustos, entre unos cuantos árboles viejos y unos pinos más jóvenes, más al fondo de la calle que las vecinas, y también lo suficientemente elevada para sugerir que una vez tuvo más importancia de la que tiene ahora. Da la impresión, de hecho, por su aspecto más agradable, porque es ligeramente mayor que las otras, de haber sido la «granja original» cuando todo esto no eran más que pastos para vacas y tierras cultivadas, faisanes y zorros sin rabia amenazaban los cultivos de nabos, y la especulación inmobiliaria era algo desconocido. También tiene un nuevo tejado de tejamaniles verde brillante, un porche de ladrillo de aspecto sólido delante, y una valla blanca de madera de una generación anterior, pero más o menos del mismo material, que las de las demás casas de la calle, que son más pequeñas, de un piso, con garajes incorporados y pequeños paseos de cemento hasta la acera, donde están instalados los buzones uno tras otro, uno tras otro.
Pero aquí —y ante mi sorpresa total, pues veo que, de hecho, no la había visto hasta ahora—, precisamente aquí, podría estar la casa que han estado buscando los Markham durante todo este tiempo; la casa soñada, la que nunca les enseñé, la de estilo Cape Cod, demasiado apartada, con demasiados árboles, el antiguo pabellón del encargado de una gran mansión ahora desaparecida, un sitio que requiere «imaginación», un sitio que ninguno de los demás clientes conseguiría «visualizar», una casa con «historia» o con «un fantasma», pero que podría tener un je-ne-sais-quoi, alguna atracción para una pareja tan excéntrica como los Markham. (Tales casas existen, repito. Habitualmente han sido convertidas en clínicas ginecológicas con láser que dirigen médicos titulados en Costa Rica, y por lo general se encuentran en carreteras más antiguas y más frecuentadas, y no en ciudades residenciales como Penns Neck.)
Nuestro cartel de «Una exclusiva de Lauren-Schwindell» está clavado delante del césped en cuesta, con Julie Loukinen, el nombre de la agente que se encarga de ella, colgando de la parte de abajo. El césped ha sido segado recientemente, los macizos podados, el camino de entrada barrido hasta la parte de atrás. Hay luces dentro que brillan en la humedad de la penumbra que sigue a la tormenta. Un coche, un viejo Mercedes, está aparcado en el camino de entrada, y la puerta que hay detrás de la puerta protectora de tela metálica está abierta (lo que significa que no hay aire acondicionado). El coche podría ser el de Julie, pero como no habíamos planeado enseñar la casa juntos, probablemente pertenezca a Houlihan, el dueño, que (esto lo arreglé yo con Julia) se supone que ahora estará almorzando en Denny’s a mi costa.
Los Markham se quedan sentados en silencio, primero con las narices pegadas a las páginas de informes, luego a las ventanillas. A menudo éste es el momento en el que Joe anuncia que ya ha visto bastante.
—¿Es ésa? —dice Phyllis.
—Ese cartel es nuestro —digo yo, tomando el camino de entrada y deteniéndome. Ya ha dejado de llover. Pasado el viejo Mercedes, al final del camino que lleva a la parte trasera de la casa, se distingue un garaje de madera independiente, además de la atractiva mancha verde del sombreado jardín. No hay rejas de protección en ninguna de las ventanas ni puertas.
—¿Cómo es la calefacción? —dice Joe, un veterano de los duros inviernos de Vermont, atisbando por el parabrisas, con el papel en el regazo.
—Circulación de agua caliente, en el sótano están los calentadores eléctricos —digo yo, citando literalmente de la misma hoja.
—¿De cuándo es?
—De mil novecientos veinticuatro. El terreno nunca se inunda e incluye una superficie construible si queréis venderla o ampliarla.
Joe me lanza una torcida mirada de condena ecológica, como si la mera idea de parcelar unos terrenos vacíos fuera un delito comparable a la lluvia ácida, y debería ser inconcebible. (Él mismo sería capaz de concebirlo si alguna vez necesitara el dinero o se divorciaran. Yo, claro está, lo concibo todo el tiempo.)
—Es un bonito jardín —digo—. Apreciaréis el valor de la sombra de los árboles.
—¿Qué clase de árboles? —dice Joe, frunciendo el ceño y concentrándose en el jardín de uno de los lados de la casa.
—Vamos a ver —digo yo, inclinándome y mirando más allá de su pecho enorme y peludo—. Uno es una haya. Ése es un arce, diría yo. Uno es un roble, que os gustará. Hay otro roble. Y uno pudiera ser un ginko. Es una buena mezcla.
—Los ginkos apestan —dice Joe, soldado a su asiento, lo mismo que Phyllis; ninguno de los dos parece dispuesto a apearse del coche—. ¿De qué es ese seto de la parte de atrás?
—Tendremos que mirarlo —digo, aunque, naturalmente, lo sé.
—¿Es ése el dueño? —dice Phyllis.
Ha salido una figura al umbral y se rasca la nuca detrás de la puerta de tela metálica: un hombre, no alto, en camisa y corbata, sin chaqueta. Ni siquiera estoy seguro de que nos vea.
—Deberíamos enterarnos —digo, sin apearme, pero hago que el coche avance un poco más por el camino de entrada antes de parar el motor y abrir inmediatamente mi puerta al calor del verano.
Una vez fuera, Phyllis se lanza camino de entrada arriba, moviéndose con la misma torpeza y el mismo andar inseguro que antes, los dedos de los pies ligeramente hacia afuera, balanceando los brazos, con intención de que le guste lo más pronto posible y antes de que Joe pueda decir algo que lo eche todo a perder.
Joe, sin embargo, con sus pantalones cortos plateados, chancletas y la patética camiseta, se queda atrás conmigo, luego se detiene por completo para inspeccionar el césped, la calle y las casas cercanas, que son edificios de los años cincuenta y de menor calidad, pero con menos problemas de mantenimiento y unas extensiones de césped más modestas y fáciles de cuidar. La de los Houlihan es, de hecho, la casa más bonita de la calle, lo que puede originar una negociación complicada por parte de un comprador experimentado, pero es poco probable que ocurra hoy.
Yo he agarrado mi tablilla sujetapapeles y me he puesto el chubasquero de nailon. Tiene la insignia de Lauren-Schwindell con la divisa Societas Progressioni Commissa en el pecho y un gran letrero de AGENTE INMOBILIARIO en la espalda, como si fuera un agente del FBI. Hoy me lo pongo, a pesar del calor y la humedad, con objeto de indicarles a los Markham: Yo no soy amigo vuestro; se trata de negocios, no de un hobby; tenemos algo que hacer. El tiempo es oro.
—Esto no es Vermont, ¿verdad? —murmura Joe cuando nos detenemos el uno junto al otro bajo las últimas gotas dispersas de la lluvia de la mañana. Es exactamente lo que dijo en momentos similares en el exterior de muchas de las otras casas durante los últimos cuatro meses, aunque probablemente él no lo recuerde. Y con ello quiere decir: Bueno, a tomar por el culo. Si no consigues que vea Vermont, entonces ¿por qué coño me enseñas una jodida casa? Después de lo cual, muchas veces, antes siquiera de que Phyllis haya llegado a la puerta de entrada, nos damos la vuelta para irnos. Por eso Phyllis se ha dado tanta prisa en entrar. Yo, sin embargo, estoy francamente contento por haber podido sacar a Joe del coche y llegar hasta aquí, sin importarme cuáles vayan a ser sus objeciones siguientes.
—Esto es New Jersey, Joe —digo, como siempre—. Y está bastante bien, además. Te has cansado de Vermont.
A lo que habitualmente Joe se apresura a responder a bote pronto «Sí, y eso demuestra lo jodidamente estúpido que soy». Sólo que esta vez dice:
—Sí —y me mira de modo conmovedor, y sus pequeños iris pardos parecen más fijos, como si le hubiera iluminado un relámpago esencial y al fin hubiera percibido ciertas verdades.
—Eso no es un drama —digo, subiendo hasta la mitad la cremallera de la cazadora y notando los pies mojados por haber estado bajo la lluvia en el Sleepy Hollow—. No estás obligado a comprar esta casa —algo que es una tontería que diga un agente inmobiliario, en lugar de: «Estás obligado a comprarla. Es voluntad de Dios que la compres. Se pondrá furioso contigo si no la compras. Tu mujer te abandonará y llevará a tu hija a Garden Grov, la inscribirá en un colegio de la Asamblea de Cristo y nunca la volverás a ver, como no compres esta jodida casa antes de la hora de comer». Sin embargo, lo que digo, en un tono amable, es—: Siempre puedes volver esta tarde a Island Pond y llegar a tiempo de ver a los cuervos meterse en sus nidos para pasar la noche.
A Joe no le afecta el humor de los demás y levanta los ojos hacia mí mirándome con extrañeza (soy unos cuantos centímetros más alto que él, que es macizo como un buey enano). Es evidente que se prepara para decir algo (en un tono de voz sarcástico, sin duda), pero renuncia y clava la vista en la hilera de casas sin pretensiones de ladrillo y madera (algunas con barrotes), construidas cuando él era un adolescente, y donde ahora, al otro lado de Charity Street, ante el número 213, una joven sorprendentemente pelirroja —con el pelo de un tono todavía más intenso que el de Phyllis—, empuja un gran cubo de basura de plástico con ruedas por el borde de la acera para la última recogida antes del 4 de Julio.
La mujer es, evidentemente, una madre joven, y lleva unos vaqueros cortados a la altura de medio muslo, playeros sin calcetines y una camisa de trabajo anudada de modo estudiadamente descuidado justo por debajo de los pechos, como hacía Marilyn Monroe. Cuando deja el cubo al lado de su buzón, nos mira y hace un saludo con la mano alegre y despreocupado que significa que sabe quiénes somos: unos nuevos vecinos potenciales, posiblemente más divertidos que el dueño actual.
Le devuelvo el saludo, pero Joe no. Probablemente, está pensando en mirar las cosas a ras del suelo.
—Cuando veníamos en coche para aquí, estaba pensando… —dice, contemplando a la joven Marilyn que sube por el camino de entrada a su casa y desaparece dentro de un garaje vacío. Se cierra una puerta, resuena otra de tela metálica—… en que el sitio al que nos traías hoy iba a ser donde iba a vivir el resto de mi vida —(no me equivocaba)—. Una decisión que está casi por completo en las manos de otro —(Joe no ha caído en la trampa cuando le dije que no estaba obligado a comprar esta casa)—. Ya no sé qué es lo adecuado. Lo único que hago es aguantar todo lo que pueda con la esperanza de que las ofertas verdaderamente malas empiecen a revelarse malas de verdad, y al menos me evitaré eso. ¿Sabes a lo que me refiero?
—Creo que sí.
Oigo que Phyllis habla dentro, presentándose a la persona que había salido a la puerta (que, todavía, espero que no sea el propio Houlihan). Me gustaría entrar, pero no puedo dejar a Joe aquí, bajo los robles que gotean, dándole vueltas a algo cuyo resultado podría ser una intensa desesperación que lo estropearía todo.
Enfrente, en el 213, la pelirroja que habíamos visto, de repente aparta con gesto brusco las cortinas dobles de un ventanal del otro extremo de la casa. Sólo le veo la cabeza, pero nos mira descaradamente. Joe sigue perdido en su miedo a equivocarse.
—El otro día, mientras Phyllis y Sonja estaban en Craftsbury —dice, sombríamente—, llamé por teléfono a una mujer que conocía. De Boise. Tuve un poco que ver, bueno, no tan poco, con ella después de terminar con mi primera mujer. O, mejor, justo antes de terminar. También se dedica a la alfarería. Hace unas cosas muy bien acabadas que venden en Nordstrom’s. Y después de charlar un rato, del pasado y cosas así, me dijo que tenía que colgar y que le diera mi número. Pero, cuando se lo di, se echó a reír. Dijo: «¡Dios Santo, Joe, en mi agenda había muchísimos números de teléfono para ponerme en contacto contigo, pero ahora no aparece ninguno en la M!»
Joe se mete sus menudas manos debajo de los sobacos húmedos y piensa en esto, mirando en dirección al número 213.
—No creo que lo dijera con segundas —digo, todavía con ganas de unirme a Phyllis, que no ha ido mucho más allá de la puerta. Oigo que su cantarina voz afirma que todo lo que ve es lo más bonito que ha visto nunca—. Supongo que rompisteis civilizadamente, ¿no? Pues si no, no la habrías llamado.
—¡Oh, claro que sí! —Joe se acaricia la perilla por un lado y por otro, como si pasara revista a sus recuerdos—. No corrió la sangre. Nunca. Pero lo cierto es que confiaba en que me llamara después para decirme que me fuera con ella, lo que estaba dispuesto a hacer, para ser sincero. La compra de una casa lleva a esos extremos.
Joe, el hombre dispuesto a engañar a su mujer, me mira con aire de importancia.
—Cierto —digo.
—Pero no llamó. Al menos que yo sepa.
Niega con la cabeza sin dejar de mirar el 213, que tiene pintado de un verde apagado la madera que hay encima de los ladrillos, y de un rojo desvaído la puerta principal, por la que nunca entran. Las cortinas de la habitación se cierran. Joe no fijaba su atención en ese sitio. Alguna misteriosa cualidad del momento, el lugar, la lluvia neblinosa o el rumor lejano de la Route 1, le ha hecho capaz, ¡qué sorpresa!, de pensar algo de principio a fin.
—No creo, sin embargo, que eso signifique nada, Joe —digo.
—Y ni siquiera me importaba un pijo esa mujer —dice—. Si me hubiera llamado diciendo que iba en avión a Burlington y quería que nos viésemos en el Holiday Inn y follar conmigo sin parar, lo más seguro es que hubiera declinado su oferta.
Joe no es consciente que acaba de contradecirse en menos de un minuto.
—Puede que ella se lo imaginara y decidiera renunciar. Evitarte el problema.
—Pero lo que me molesta es mi error —dice Joe, tristemente—. Estaba seguro de que me llamaría. Eso es todo. Me equivocaba sobre algo que haría ella, no que haría yo. La cosa se resolvió sin mí. Lo mismo que está pasando aquí.
—A lo mejor te gusta esta casa —digo, poco convincente. La cortina del ventanal delantero del 213 se descorre, y la joven Marilyn pelirroja clava sus ojos en nosotros con lo que desde aquí me parece una mirada acusadora, igual que si, nos tomara por lo que nos tomara, la molestase lo suficiente como para desearnos mal de ojo.
Joe mira en mi dirección, pero no a mí; de hecho, mira por encima de mi hombro izquierdo, lo que es su modo habitual de dirigirse a mí, como si le resultara más cómodo.
—Somos de la misma edad. Te has divorciado. Has conocido a muchísimas mujeres.
—Es hora de que entremos, Joe —digo. Siento cierta compasión. No confiar en las propias opiniones (y, peor aún, saber que no se confía por motivos tangibles) puede ser una de las características más importantes, y también una de las menos tolerables, del Periodo de Existencia, y es preciso neutralizarla recurriendo a la prudencia—. Pero déjame que te diga una cosa —cruzo las manos delante de la bragueta de modo que la tablilla sujetapapeles queda encima de ellas—. Cuando me divorcié, estaba seguro de que todo lo que me había sucedido en mi vida había ocurrido sin mi intervención, y de que probablemente era un cobarde o, por lo menos, un gilipollas. ¿Quién sabe si tenía razón? Pero me prometí una cosa: que nunca me volvería a quejar de mi vida, y, simplemente, intentaría hacer las cosas lo mejor que pudiera, sin pensar en los posibles errores, pues, por mucho que reflexionemos, eso es lo único que podemos hacer. Y he mantenido la promesa. Y no creo que seas de los tipos que siguen el curso de su vida evitando los errores. Haces elecciones y las vives, aunque no tengas la impresión de que hayas elegido nada.
Joe puede creer, y es lo que espero, que le he hecho un cumplido de lo más raro por su carácter irreductible.
Su pequeña boca rodeada de pelo vuelve a tener una característica forma en O de la que es ajeno, y sus ojos se convierten en estrechas rendijas.
—Eso suena a que dices que me calle.
—Sólo quiero que le echemos una ojeada a esa casa para que tú y Phyllis podáis decidir lo que vais a hacer. Y no quiero que te preocupes por la posibilidad de cometer un error, antes incluso de tener la oportunidad de cometerlo.
Joe niega con la cabeza, esboza una sonrisa, luego suspira; una manía que me desagrada intensamente, y por ese motivo espero que compre la casa de Houlihan y descubra acto seguido que está construida encima de una cavidad natural formada por las aguas subterráneas que se agranda sin cesar.
—Mis profesores de Duquesne siempre decían que yo lo intelectualizaba todo demasiado.
Vuelve a esbozar una sonrisa.
—Es lo que te trataba de sugerir —digo, cuando la pelirroja del 213 atraviesa el ventanal de norte a sur totalmente desnuda, con un par de pechos enormes y blancos precediéndola, los brazos abiertos, al estilo de Isadora Duncan, y sus piernas, torneadas y musculosas, dando saltos como en un dibujo de una urna antigua—. ¡Oye, fíjate en eso! —exclamo.
Joe, sin embargo, ha vuelto a negar con la cabeza, impresionado por su propio cerebro, totalmente encantado consigo mismo, y ya está subiendo los escalones hacia lo que podría ser su último domicilio en la tierra. Aunque se ha perdido la manera amable en que una vecina informaba al potencial vecino de lo que le esperaba aquí, la visión, francamente, hace que suba más allá de cualquier cálculo previo mi estimación del valor de Penns Neck. Tiene misteriosas e imprevistas ventajas, muy superiores a la sombra, y si Joe hubiera visto lo mismo que yo, también habría visto qué era lo que le convenía y comprendido lo que debía hacer exactamente.
Al cruzar el arco del pequeño vestíbulo, oigo a Phyllis al fondo de la casa sumida ya en una conversación que suena a seria sobre la invasión de polillas que han sufrido recientemente en Vermont. Tengo la seguridad de que está en compañía de Ted Houlihan, que no debería andar rondando por su casa e importunando a mis clientes para asegurarse de que son el tipo de personas «fiables» (esto es, de raza blanca) a las que traspasaría con tranquilidad su precioso derecho de propiedad.
Todas las lámparas de pie están encendidas. El suelo brilla, los ceniceros están limpios, los radiadores sin una mota de polvo, los zócalos resplandecen, los picaportes deslumbran. Un agradable olor a cera se impone a todos los demás; buena estrategia de venta, porque crea la ilusión de que aquí no vive nadie.
Joe, sin siquiera presentarse al dueño, emprende inmediatamente su ritual de inspección, que realiza con un aire de eficacia militar, en silencio y con brusquedad. Embutido en sus ceñidos pantalones cortos, recorre rápidamente el cuarto de estar, que contiene sofás y butacas de los años cincuenta en perfecto estado, robustas sillas tapizadas, mesitas bajas enceradas, una alfombra azul cielo y varias reproducciones de grabados antiguos que representan perros de caza, papagayos subidos a los árboles y parejas de enamorados al borde del tranquilo lago de un bosque. Asoma la cabeza por la puerta del comedor y contempla las ocho sillas y la mesa de caoba. Sus ojillos examinan las molduras del techo, los barrotes de las sillas, la puerta batiente de la cocina. Manipula el reostato, lo que hace que se ilumine más el cristal rosa del globo del techo, luego se da la vuelta y cruza otra vez el cuarto de estar y el vestíbulo, donde también están encendidas las luces y hay un panel de seguridad donde hay varias llaves, de las que cuelgan unos números muy grandes, conocidos por los usuarios, que indican el lugar al que corresponde cada una. Conmigo al lado, Joe pasa de dormitorio en dormitorio haciendo sonar las chancletas, mira a su alrededor, abre y después cierra la puerta de un armario, suma mentalmente el número de enchufes de la pared, se acerca a la ventana, mira lo que se ve por ella, levanta un poco cada ventana para ver si está correctamente ajustada o tiene saltada la pintura, luego se interesa por los cuartos de baño.
En el cuarto de baño principal, de azulejos rosas, se dirige al lavabo, abre los dos grifos al máximo y espera, verificando la corriente de agua, lo que tarda en salir la caliente y la eficacia del sumidero. Acciona la cisterna y comprueba lo que el retrete tarda en tragar el agua. En el cuarto de aseo levanta la delgada y moderna persiana veneciana y vuelve a mirar fuera, hacia el jardín con pretensiones de parque, como si contemplara la vista serena après le bain o durante otra prolongada necesidad natural. (Una vez un cliente, un eminente economista alemán, llegó a bajarse los pantalones e instalarse en el trono para un ensayo en condiciones reales.)
Durante todas estas inspecciones, a lo largo de casi cuatro meses, y escoltado por mí, Joe ha puesto fin a su visita en el instante en que reparaba en la existencia de tres de los que él consideraba defectos fundamentales: pocos enchufes, más de dos tablas desajustadas en el suelo, cualquier mancha de humedad en el techo, cualquier fisura o ángulo dudoso de la pared que indicara un hundimiento o un «desajuste». También tiene la costumbre de hablar muy poco, limitando sus comentarios a algunos infrecuentes «mmm» imprecisos. En una casa de varios niveles de Pennington, preguntó en voz alta acerca de la posibilidad de daños originados por las raíces de un antiguo tilo plantado cerca de los cimientos; otra vez, en Haddam, murmuró las palabras «pintura de plomo», cuando recorría el sótano en busca de filtraciones. No le respondí ninguna de las veces, pues ya había encontrado muchas cosas que no le gustaban, empezando por el precio, que, según dijo en las dos ocasiones, indicaba que los dueños estaban chiflados.
Cuando Joe inicia el descenso al sótano (adonde no me place seguirle), después de accionar el interruptor de la luz de lo alto de la escalera y luego el de abajo, aprovecho la oportunidad para unirme a Phyllis, que está, en efecto, con Ted Houlihan junto a la puerta de cristal que da al patio trasero. La amplia cocina se abre a un agradable patio de suelo de ladrillo rodeado de lámparas que imitan antorchas de estilo hawaiano al que da también un gran ventanal (una constante local), cuyo marco está algo descolorido a causa de la humedad, un defecto en el que se fijará Joe si llega hasta aquí.
Ted Houlihan es un ingeniero que ha enviudado recientemente y se jubiló no hace mucho del departamento de investigación y desarrollo de una cercana empresa de accesorios de cocina. Tiene una mirada viva, el pelo blanco y algo más de setenta años, y lleva puestos unos pantalones descoloridos de gabardina, mocasines, una vieja camisa oxford azul de manga corta y una corbata con dibujos azules y rojos, y parece el hombre más feliz de Penns Neck. (Se parece asombrosamente, de hecho, al anciano cantante de la voz de miel, Fred Waring, que era uno de mis favoritos en los años cincuenta pero que, en la intimidad, era un bruto intratable y autoritario a pesar de su reputación de viejo sentimental.)
Ted me dirige una sonrisa sincera por encima del hombro, cuando llego con mi chubasquero de AGENTE INMOBILIARIO. Es nuestro primer encuentro, y me habría alegrado más que hubiera aprovechado esta oportunidad para irse al Denny’s. Unos potentes bum, bum, bum empiezan a resonar a nuestros pies, como si Joe estuviera golpeando los cimientos con una maza.
—Estaba a punto de explicarle algunas cosas a la señora Markham, señor Bascombe —dice Ted Houlihan, mientras nos estrechamos la mano; la suya pequeña y dura como una nuez, la mía blanda y, no sé por qué, húmeda—. El mes pasado me diagnosticaron un cáncer en los testículos; tengo un hijo que es cirujano en Tucson, y me va a operar. Llevaba meses pensando en vender la casa, pero ayer mismo decidí que ya estaba bien.
Lo que, sin duda, es cierto.
Phyllis (¿y quién no?) ha reaccionado a este cáncer con una palidez inquieta en la cara. Es indudable que la noticia le ha recordado sus propios problemas, lo que constituye la enésima razón para mantener a los propietarios a kilómetros de distancia de los clientes: introducen fatalmente en el proceso de la venta cuestiones personales insolubles que muchas veces hacen mi tarea imposible.
Sin embargo, a menos que me equivoque por completo, Phyllis está encantada y deslumbrada por todo. El jardín de la parte trasera es un mini-Watteau alfombrado de césped que rodea a los grandes árboles. Hay rododendros, glicinas y peonías plantados por todas partes. Un jardín japonés de piedra de buen tamaño, que contiene un arce en miniatura, está artísticamente situado bajo un gran sauce llorón que parece de lo más robusto y no amenaza con caer sobre la casa. Además, al lado del garaje se alza un auténtico cenador, cubierto por una tupida parra, con un rústico banquito de hierro de aspecto inglés debajo; el decorado ideal para renovar los sagrados votos del matrimonio una hermosa tarde de verano, a lo que sigue un ardiente folleteo al aire libre.
—Iba a decirle al señor Houlihan que es un jardín encantador —dice Phyllis, recuperándose y sonriendo tímidamente ante la idea de que al hombre que tiene delante le va a quitar las pelotas su propio hijo. Joe ha dejado de golpear lo que fuera, aunque abajo oigo otros ruidos metálicos, chirridos y sonido de arrastrar algo.
—Tengo por alguna parte un montón de viejas fotos de la casa y el jardín en 1955, cuando la compramos. Mi mujer entonces pensaba que era el sitio más bonito que había visto nunca. Había un campo y un gran silo de piedra ahí detrás, y un establo donde ordeñaban a las vacas.
Ted señala con un dedo curtido hacia el fondo de la propiedad, donde se alza una espesa línea de bambúes ante una elevada cerca de madera pintada del mismo tono verde oscuro. La cerca continúa en ambas direcciones a lo largo del terreno de las casas vecinas hasta perderse de vista.
—¿Ahora qué hay ahí detrás? —dice Phyllis. Toda su cara, congestionada y sonrojada, expresa «ésta es la casa, éste es el sitio». Ahora Joe sube la escalera del sótano haciendo ruido, terminadas sus excavaciones y exploraciones. Me lo imagino como un minero en una jaula metálica que asciende desde kilómetros y kilómetros de las profundidades de Pennsylvania, con la cara negra, blancas las órbitas de los ojos, la cesta de la comida bajo el poderoso brazo, y una luz en el casco. Apostaría lo que fuese a que lo que diga Ted Houlihan no va a modificar en nada la idea que se ha hecho Phyllis.
—Bueno, el estado ha instalado uno de esos establecimientos ahí —dice Ted Houlihan, con tono jovial—. Aunque son buenos vecinos.
—¿Qué tipo de establecimiento? —dice Phyllis, sonriendo.
—Mmmm. Es un pequeño establecimiento de mínima seguridad —dice Ted—. Como un club de campo. Nada serio.
—¿Para qué lo usan? —dice Phyllis, todavía encantada—. ¿Qué tipo de seguridad?
—Para la suya y la mía, supongo —dice Ted, y me mira—. ¿No es así, señor Bascombe?
—Es el centro de mínima seguridad del estado de New Jersey —digo yo, amablemente—. Es donde meten al alcalde de Burlington, y a los banqueros, y a gente normal y corriente como Ted y yo. Y Joe.
Esbozo una sonrisa de complicidad.
—¿Ahí detrás? —dice Phyllis. La mirada de Phyllis cae sobre Joe, que ha emergido de las profundidades (nada del negro del carbón ni de linterna en la cabeza, sólo sus chancletas, camiseta y pantalones cortos con la cartera metida en la cinturilla), y parece de excelente humor—. ¿Has oído lo que dijo Frank?
La boca carnosa de Phyllis da signos de crispación preocupada. Por algún motivo pone la palma de la mano en la coronilla de la cabeza y parpadea, como si estuviera buscando algo en el interior de su cráneo.
—No —dice Joe, frotándose las manos. De hecho, tanto husmear ha dejado algo de polvo negro en uno de sus hombros. Nos mira muy contento a los tres; la primera vez, desde hace semanas, que parece satisfecho. Tampoco ahora hace el menor esfuerzo por presentarse a Ted.
—Hay una cárcel detrás de esa cerca.
Phyllis señala por el ventanal hacia el final de la extensión de césped.
—¿De veras? —dice Joe, sin dejar de sonreír. Se acerca a la ventana—. ¿Qué quieres decir con eso?
Todavía no se ha fijado en la pintura descolorida.
—Que hay criminales metidos en celdas al otro lado del jardín de atrás —dice Phyllis. Mira a Ted Houlihan y trata de parecer conciliadora, como si aquello sólo fuera un desagradable malentendido que se podría eliminar al redactar el contrato («El propietario se compromete a que trasladen la prisión estatal antes de la fecha de cesión»)—. ¿No es cierto eso? —pregunta, con sus ojos azules más abiertos y más pensativos de lo habitual.
—No son celdas de verdad —dice Ted, perfectamente relajado—. La atmósfera es más como la de un campus universitario: pistas de tenis, piscinas, clases. Usted misma puede asistir a las clases. Gran número de los internos va a sus casas a pasar el fin de semana. De hecho, no se puede llamar cárcel.
—Eso es interesante —dice Joe Markham, asintiendo con la cabeza en dirección a la hilera de bambúes y la cerca de madera que hay detrás—. Desde aquí no se ve nada, ¿verdad?
—¿Estabas al corriente de esto? —me dice Phyllis, todavía conciliadora.
—Naturalmente —digo yo, molesto de que me impliquen—. Está en la hoja con las descripciones —recorro mi página—. «Contigua a un terreno propiedad del estado que está en el límite norte».
—Yo creí que significaba otra cosa —dice Phyllis.
—La verdad es que nunca he estado allí —dice Ted Houlihan, Mister Invencible—. Tienen su propia cerca detrás de la nuestra, que no se ve. Y nunca se oye nada. Ni timbres ni sirenas ni nada. Por navidades el carillón toca unas melodías muy agradables. La chica del otro lado de la calle trabaja allí. Es el sitio que más empleos proporciona en Penns Neck.
—Lo único que pienso es que podría ser un problema para Sonja —dice Phyllis en voz baja, dirigiéndose a todos.
—Yo no creo que represente un peligro para nadie —digo, pensando en la Marilyn Monroe de enfrente poniéndose un revólver en la cintura antes de ir al trabajo todas las mañanas. ¿Qué pensarán de eso los presos?—. Me refiero a que «Ametralladora» Kelly no está ahí encerrado. Probablemente sólo sean personas por las que todos votamos y volveríamos a votar.
Sonrío, pensando en que éste podría ser el momento adecuado para que Ted nos lleve a ver sus instalaciones de seguridad.
—El valor de nuestras propiedades ha aumentado un poco desde que la construyeron —dice Ted—. El resto de la zona, incluido Haddam, debería decir, lo ha perdido. En realidad, tengo la impresión de que me marcho en un momento poco adecuado.
Nos mira a los tres con una expresión a lo Fred Waring, triste pero astuta.
—Estoy seguro de que deja una casa buena de verdad, se lo digo yo —suelta Joe, con aire de experto—. He examinado las vigas y las paredes. Ya no se hacen tan anchas, excepto en Vermont —lanza a Phyllis una mirada con los ojos entrecerrados y frunce el ceño aprobadoramente para informarla de que ha encontrado una casa que le gustaría aunque Alcatraz estuviera al lado. Joe ha doblado un cabo; una misteriosa navegación que no hay hombre que sea capaz de explicarle a otro—. Las tuberías y los cables son todos de cobre. Los enchufes son triples. Esas cosas no se ven en las casas viejas.
Joe mira fijamente a Ted Houlihan con aire casi irritado. Estoy seguro de que le gustaría detallar el plano completo de la casa.
—A mi mujer le gustaba que todo estuviera perfecto —dice Ted, un tanto avergonzado.
—¿Dónde está ahora?
Joe ha sacado la hoja con la descripción y la estudia a fondo.
—Murió —dice Ted, y deja que durante un instante su mirada se deslice por el césped, recorra las peonías blancas y los tejos, suba hacia el cenador y las glicinas. Se ha entreabierto un estrecho pasaje resplandeciente por el que se ha deslizado, y más allá hay un dorado campo de maíz donde él y su mujer disfrutan de la juventud. (Este pasaje no me resulta extraño, aunque dadas las estrictas reglas de mi existencia se abre raramente.)
Joe sigue la hoja de papel con su rechoncho dedo y descifra atentamente determinados puntos de la descripción de la casa, seguramente referidos a los «extras», la «superficie habitable» y los «colegios». Calcula los metros cuadrados que necesita para su nuevo taller. Ahora es Joe, el comprador de casas, que sigue intensamente una buena pista.
—Joe, le preguntaste al señor Houlihan por su mujer, y te contestó que está muerta —dice Phyllis.
—¿Cómo? —dice Joe.
«Está tendida aquí mismo, en el suelo de la cocina, de hecho, sangra por los oídos», me gustaría decir en defensa del viejo Ted, perdido en sus ensueños, pero no lo hago.
—Ah, ya, lo siento —dice Joe. Baja la hoja con la descripción y se vuelve con el ceño fruncido hacia Phyllis y hacia mí, y finalmente hacia Ted Houlihan, como si todos le hubiéramos gritado: «Está muerta, está muerta, gilipollas, está muerta», mientras él dormía profundamente—. Lo lamento, lo lamento de verdad —añade—. ¿Cuándo fue eso?
Joe me lanza una mirada de incredulidad.
—Hace dos años —dice Ted, regresando del pasado y mirando amablemente a Joe. Sus rasgos expresan honestamente la triste degradación de la vida. Joe niega con la cabeza, como si en la vida sólo hubiera cosas inexplicables.
—Vamos a ver el resto de la casa —dice Phyllis, bajo el peso del desengaño—. Me gustaría echarle una ojeada, a pesar de todo.
—Haces bien —digo yo.
—Esta casa me interesa mucho —dice Joe, sin dirigirse a nadie en concreto—. Tiene muchos aspectos que me gustan. Que me gustan de verdad.
—Me quedaré con el señor Markham —dice Ted Houlihan, aunque Joe sigue sin presentarse—. Vamos a echarle una ojeada al garaje.
Abre la puerta de cristal que da al agradable jardín congelado en el pasado, mientras Phyllis y yo nos dirigimos sin ganas hacia el fondo de la casa para lo que, me temo, no será más que una mera formalidad.
Phyllis, como era de esperar, sólo muestra un interés educado, y se limita a asomar la cabeza por la puerta de los tranquilos y pequeños dormitorios y cuartos de baño, fijándose amable, pero brevemente, en los cestos de plástico para la ropa y las alfombrillas de fieltro rosa del baño, emitiendo un ocasional:
—Ya veo —o un—: Muy bonito —a propósito de una bañera con ducha que parece totalmente nueva. Una vez murmura—: Hace años que no veía uno así —en dirección a un rincón para el teléfono del fondo del pasillo—. Lo tienen muy cuidado —dice, deteniéndose en el vestíbulo pero lanzando una mirada hacia la parte de atrás de la casa, donde Joe está ahora junto a la hilera de bambúes, con sus cortos brazos cruzados y la hoja con las descripciones en la mano, charlando con Ted al sol de media mañana. A Phyllis le gustaría marcharse—. Me gustó mucho al principio —dice, volviéndose hacia adelante, donde el cubo de basura de la sexy Marilyn, la guardiana de la cárcel, espera en la acera.
—Mi consejo es que lo pienses un poco —digo, con una voz que me suena a desganada incluso a mí. Mi trabajo, con todo, consiste en apoyar ligeramente un dedo en el platillo de la balanza cuando noto que el momento lo exige, cuando un comprador potencial tiene la oportunidad de conseguir la felicidad al convertirse en propietario de una casa—. Lo que yo me pregunto, Phyllis, cuando vendo una casa, es si el cliente o la cliente invierte bien su dinero —digo esto tal y como lo siento; sinceramente—. Podrías pensar si yo me pregunto si consigue la casa de sus sueños, o si consigue la casa que quería en principio. Pero invertir bien el dinero, sinceramente, es más importante, en especial en el estado actual de la economía. Cuando se produzcan correcciones, el valor real será lo determinante. Y con esta casa… —lanzo una mirada teatral a mi alrededor y luego al techo, como si el valor residiera allí—, y con esta casa creo que conseguís un valor real —y es cierto. (El chubasquero empieza a hacerme sudar, pero todavía no me lo quiero quitar.)
—No quiero vivir al lado de una cárcel —dice Phyllis, casi implorando, y se dirige a la puerta de tela metálica y mira fuera, con las rechonchas manos hundidas en los bolsillos de sus pantalones cortos. (Tal vez esté simulando un simple gesto de propietaria, la inocente pausa cotidiana para mirar por la puerta principal, tratando de notar en qué momento viene el «pálpito», si viene, al pensar que en las cercanías hay una sala de televisión llena de defraudadores a hacienda, curas rijosos y presidentes de consejos de administración que se han pulido los fondos de pensiones de sus empleados, que serían sus inquietantes vecinos, y si eso resulta tan intolerable como pensaba.)
Niega con la cabeza como si acabara de identificar un sabor desagradable.
—Siempre me consideré liberal. Pero me parece que no lo soy —dice—. Creo que deben existir instituciones de esa clase para cierto tipo de delincuentes, pero no que yo tenga que vivir al lado de una de ellas y educar a mi hija allí.
—Todos nos volvemos menos flexibles al hacernos mayores —digo. Debería contarle que a Clair Devane la asesinaron en una casa de pisos de propiedad horizontal y que a mí me tiró al suelo una banda de orientales. Una cárcel en las proximidades tal vez no sea algo tan malo. Oigo a Joe y Ted que se ríen en el jardín como si fueran compañeros del club Rotario.
—Jo, jo, jo! —suelta Joe, mientras noto un olor a gas en la cocina que se impone al del limpiador a la cera de muebles. (Me sorprende que Joe no lo haya advertido.) Es probable que Ted y su mujer hayan estado en la luna aquí, medio gaseados y perfectamente felices durante décadas, sin darse cuenta de por qué.
—¿Qué opinas de eso de sus testículos? ¿Es malo? —dice Phyllis, todavía con tono solemne.
—No soy experto en la materia —digo. Es preciso que saque a Phyllis del oscuro corredor de la vida donde parece haberse aventurado, y le haga ver los aspectos más positivos que supone vivir cerca de una cárcel.
—Sólo estaba pensando en lo que es hacerse viejo —Phyllis se rasca un poco con el dedo su peinado en forma de seta—. Y en lo jodido que es —en este momento está viendo a todos los hijos de Dios como una especie en vías de extinción (posiblemente el escape de gas sea responsable), exterminados, no por la enfermedad, sino por los análisis, las biopsias, las ecografías y los fríos instrumentos introducidos brutalmente en nuestras partes más íntimas—. Creo que me van a hacer una histerectomía —dice, mirando el jardín delantero, pero hablando con serenidad—. Todavía no se lo he dicho a Joe.
—Lamento enterarme —digo, sin saber si ése es el testimonio de simpatía adecuado y que ella espera.
—Sí. Bueno. Vaya —dice, tristemente, dándome la espalda. Puede que esté aguantándose las lágrimas. Pero yo me siento insensible. Un aspecto que se pasa por alto del trabajo de un agente inmobiliario es que tiene que superar las tendencias morbosas del cliente, cuando le domina la sensación de que al comprar una casa se está aprovechando de la decadencia de otra persona y de sus problemas ocultos, preocupaciones de las que se sentirá responsable hasta el Juicio Final, y que no hacen más que sustituir a preocupaciones propias tan antiguas que había terminado por acostumbrarse a ellas. Hay trucos profesionales para imponerse a ese tipo de resistencia: insistir sobre el valor de la inversión (lo acabo de hacer); insistir sobre la calidad de las instalaciones (de eso se ocupó Joe); insistir sobre la mayor longevidad de una casa antigua, en que ya no existen los problemas iniciales, bla, bla, bla (Ted hizo eso exactamente); insistir sobre la inseguridad económica general (he desarrollado este punto en mi editorial de esta mañana y haré que Phyllis tenga un ejemplar a la caída del sol).
Pero no tengo antídoto para la aflicción concreta de Phyllis, a no ser hacer votos por un mundo mejor. Lo que no es demasiado eficaz.
—Me parece que todo el país está hecho un lío, Frank. De hecho, no tenemos medios suficientes para vivir en Vermont, si quieres que te diga la verdad. Pero ahora tampoco podemos vivir aquí. Y con mis problemas de salud, necesitamos echar raíces —Phyllis sorbe por la nariz, como si las lágrimas contenidas volvieran a surgir—. Hoy estoy en una montaña rusa hormonal. Lo siento. Lo veo todo negro.
—Yo no creo que las cosas estén tan mal, Phyllis. Creo, por ejemplo, que esta casa está muy bien y es una buena inversión, como te acabo de decir, y que tú y Joe seréis felices en ella, y también Sonja, y que los vecinos nunca os crearán problemas. De todos modos, en las casas de las urbanizaciones como ésta no se trata demasiado a los vecinos. Esto no es Vermont.
Miro la hoja con las descripciones para ver si hay algo nuevo que pueda distraerla: «chimenea», «garaje», «lavadora», un precio de ciento cincuenta mil dólares justificado. Argumentos sólidos, pero nada que pueda detener la montaña rusa hormonal.
Contemplo perplejo sus nalgas mal definidas y siento una súbita curiosidad por saber cómo será la vida sexual de ella y Joe. ¿Será alegre y divertida? ¿Piadosa y reprimida? ¿Ruidosa, llena de suspiros y revoltosa? Phyllis tiene cierto atractivo que no siempre resulta evidente —embutida como está en su ropa sin forma de matrona, con los ojos ligeramente saltones—, algo de generosa exuberancia, no maternal, que sin duda podría excitar al padre solitario de otro alumno, vestido con pantalones de pana y camisa de franela, con el que se encontrase por sorpresa en la fría intimidad del aparcamiento del colegio, por la tarde, después de una reunión de la asociación de padres de alumnos.
Lo cierto es, sin embargo, que sabemos poco de los demás y no podemos enterarnos de mucho más; aunque pasemos tiempo con ellos, oigamos sus quejas, montemos en la montaña rusa con ellos, les vendamos casas, nos preocupemos por la felicidad de sus hijos, pronto les veremos desaparecer para siempre. Unos perfectos desconocidos.
Y, con todo, uno de los principios del Periodo de Existencia es que el interés puede aliarse con el desinterés, la intimidad con la relación de paso, la simpatía con la inflexible indiferencia. Hasta muy recientemente (no estoy seguro de cuándo he dejado de creerlo) he creído que el mundo no funcionaba de otro modo, seguramente por la ecuanimidad de la madurez. Pero ahora parece que, con respecto a ciertas cuestiones, es preciso tomar partido, sea a favor del completo desinterés (terminar mi relación con Sally podría ser un ejemplo), sea a favor de un egoísmo absoluto (no terminar mi relación con Sally sería otro ejemplo).
—¿Sabes, Frank…? —Superado el momento de confusión, Phyllis me ha llevado hasta el cuarto de estar de los Houlihan, se ha plantado ante el ventanal junto a una mesita baja y, al igual que la pelirroja de enfrente, ha abierto las cortinas, dejando entrar la cálida luz de media mañana, que disipa la fúnebre quietud de la habitación y hace que los rebuscados sillones y sofás y las porcelanas femeninas, las teteras y las chucherías (Ted, sentimental, lo ha dejado todo como estaba) parezcan brillar desde dentro—. Estaba pensando que a lo mejor nadie consigue la casa que quiere.
Phyllis examina la habitación de un modo interesado, amistoso, como si le gustase la nueva luz pero considerara que había que ordenar los muebles de otra manera.
—Bueno, si yo consigo encontrársela, sí. Y si ellos la pueden pagar, claro. Es cierto que vale más contentarse con una que se le parezca y esforzarse en dar vida a un sitio, en lugar de esperar ese lugar que lo dé todo hecho.
He proporcionado mi propia versión con una sonrisa complaciente. Hay algo positivo en sus últimas palabras aunque ahora, más que dirigirnos realmente el uno al otro, estamos exponiendo nuestros respectivos puntos de vista, y todo depende de cuál de nosotros lo exprese mejor. Es una forma de pseudocomunicación estratégica a la que me he acostumbrado en el negocio inmobiliario. (Una conversación de verdad, del tipo de las que se tienen con una persona a la que se quiere, como las que tenía con mi ex mujer cuando estaba casado con ella, está excluida.)
—¿Tienes tú una cárcel detrás de casa? —pregunta Phyllis, sin rodeos. Se mira los dedos de los pies, que están apretados dentro de sus sandalias y tienen las uñas pintadas de un rojo vivo. Parece que le indican algo.
—No, pero vivo en la antigua casa de mi ex mujer —digo—, y vivo solo, y mi hijo es un epiléptico que tiene que llevar un casco de fútbol todo el día, y he decidido vivir en esa casa para darle cierta sensación de continuidad cuando viene de visita, pues su esperanza de vida no es excesiva. De modo que he hecho ciertas concesiones a la necesidad.
La miro parpadeando. Esto último lo he dicho pensando en ella, no en mí.
Phyllis no se esperaba esto, y parece aturdida, al darse cuenta de repente de que hasta ahora lo único que hemos mantenido han sido las relaciones habituales entre un vendedor profesional y unos molestos compradores potenciales, y que ahora todas las cartas están boca arriba: su situación auténtica, la de Joe y la de ella, es objeto de los diligentes cuidados de un hombre que tiene problemas aún mayores que los suyos, que duerme peor que ellos, consulta a más médicos, recibe más llamadas telefónicas preocupantes, durante las cuales pasa momentos más angustiosos a la espera de que le lean unos diagnósticos sombríos, y cuya vida, en términos generales, es menos llevadera que la suya porque está más cerca de la tumba (aunque no necesariamente la propia).
—Frank, no quería comparar heridas con arañazos —dice Phyllis, abochornada—. Lo siento. Lo que pasa es que, además de todo lo otro, me siento presionada.
Me lanza una triste sonrisa del tipo de las de Stan Laurel y baja la barbilla como lo hacía él. Su cara, lo veo, es maleable y dulce, perfecta para una compañía independiente de teatro infantil de una comunidad del Nordeste. Pero no menos adecuada para Penns Neck, donde un grupo de aficionados podría representar Peter Pan o The Fantasticks (sin la canción de la violación) para los solitarios ex presidentes de consejo de administración y demás estafadores del otro lado de la cerca, que de ese modo, aunque sólo fuera temporalmente, tendrían la sensación de que la vida no estaba echaba a perder del todo, de que todavía había esperanzas en el exterior, de que quedaban algunas posibilidades… aunque no las hubiera.
Oigo que Ted y Joe restriegan sus suelas mojadas en los escalones de atrás, luego patean el felpudo y Joe dice:
—Eso le proporcionará la verdadera medida de la realidad, se lo garantizo —mientras el amable e inteligente Ted responde:
—He tomado la decisión, para lo que me queda de vida, de no ocuparme más que de lo esencial.
—Le envidio, créame —dice Joe—. Se lo aseguro, me gustaría poder hacer lo mismo.
Phyllis y yo oímos esto. Uno y otro sabemos que uno de los dos es lo primero no esencial de lo que a Joe le gustaría librarse.
—Phyllis, imagino que todos tenemos heridas y arañazos —digo—, pero no quisiera que por culpa de eso perdieras una excelente oportunidad de hacerte con una casa maravillosa que tienes al alcance de la mano.
—¿No hay ninguna más que nos puedas enseñar hoy? —dice Phyllis, desalentada.
Me balanceo un poco sobre los talones, con los brazos agarrando la tablilla sujetapapeles.
—Podría enseñaros una urbanización nueva —estoy pensando en Mallards Landing, claro, que va a toda máquina y donde a lo mejor tienen terminadas un par de construcciones, aunque los Markham perderán la cabeza en cuanto vean los carteles batidos por el viento—. El promotor, un hombre joven, es un buen tipo. Está dentro de vuestras posibilidades. Pero me dijisteis que no queríais casas nuevas.
—No —dice Phyllis, con tono siniestro—. Ya sabes que Joe es un maniaco-depresivo.
—No, no sabía eso —aprieto con más fuerza la tablilla sujetapapeles. (Estoy empezando a cocerme dentro de mi chubasquero.) Pero no tengo intención de soltar presa. Los maniaco-depresivos, los delincuentes que cumplen condena, los hombres y mujeres con la piel llena de tatuajes llamativos: todos tienen derecho a un gancho donde colgar el sombrero, si lo pueden pagar, claro. La idea de presentarme a Joe como un chiflado probablemente sea una mentira, un truco para que me entere de que ella es un oponente a tener en cuenta en el terreno de los bienes raíces (no sé por qué, sus preocupaciones femeninas me siguen pareciendo legítimas)—. Phyllis, tú y Joe necesitáis pensar seriamente con respecto a esta casa.
Miro intensamente sus obstinados ojos azules, y me doy cuenta por primera vez de que debe de llevar lentillas, pues en la naturaleza no existe ningún azul parecido.
Está encuadrada por la ventana, con las pequeñas manos entrelazadas sobre el regazo como una maestra de escuela a la que le están haciendo preguntas comprometidas los alumnos de su clase.
—¿No tienes a veces la sensación de que ya no te necesita nadie?
Sonríe débilmente. El halo de luz que la rodea parece que la ha puesto en contacto con las fuerzas de la santidad. En las comisuras de su boca las arrugas se extienden hasta las mejillas.
—Todos los días.
Trato de mirarla a mi vez con una expresión de mártir.
—Tenía esa sensación cuando me casé por primera vez. Cuando tenía veinte años y estudiaba en Towson. Y he vuelto a tenerla otra vez esta mañana en el motel, por primera vez desde hacía años.
Pone los ojos en blanco tratando de parecer cómica.
Joe y Ted ahora realizan un segundo y ruidoso recorrido por el piso bajo. Ted desenrolla unos antiguos planos que guardaba cuidadosamente. No tardarán en interrumpir mi pequeña sesión con Phyllis.
—Creo que es algo natural, Phyllis, y creo que tú y Joe os queréis lo suficiente el uno al otro.
Echo una ojeada para ver si se acercan los geómetras. Les oigo pisotear el emplazamiento de la antigua caldera, hablar del desván.
Phyllis niega con la cabeza y sonríe beatíficamente.
—La cuestión es convertir el agua en vino, ¿no?
No tengo ni idea de lo que quiere decir con eso, aunque le lanzo una mirada entre profesional y fraternal que dice que esta competición ha terminado. Podría darle una palmadita en el hombro regordete, pero eso la pondría en guardia.
—Mira, Phyllis —digo—. La gente cree que una situación sólo evoluciona de dos modos. Un modo que funciona y un modo que no funciona. Pero yo creo que la mayoría de las cosas empiezan de un modo y luego nosotros las orientamos del modo que queremos que vayan. Y te sientas como te sientas en el momento de comprar una casa, incluso si no compras ésta ni ninguna de las que os ofrezco, vas a tener que…
Y entonces la sesión se termina de verdad. Ted y Joe entran en el vestíbulo. Han renunciado a subir por la escalera que «desaparece» arriba para ir a ver las telarañas que cuelgan de los tirantes metálicos que instaló Ted cuando pasó el huracán Lulú en 1958, que arrancó árboles, trasladó yates varios kilómetros tierra adentro y derribó casas mayores que la de Ted. Arriba hace demasiado calor.
—La mano de Dios se manifiesta en los detalles —observa uno de los que desde hace unos instantes son los mejores amigos del mundo. Pero añade—: ¿O es la del demonio?
Phyllis mira tranquilamente hacia la entrada, en la que los dos hombres inician un movimiento a un lado y luego al otro antes de localizarnos en la sala de estar. Ted, que se acerca con los planos en la mano, me observa, satisfecho de todo. Joe, con su perilla inmadura, sus vulgares pantalones cortos y la camiseta con la leyenda Los alfareros trabajan con los dedos, parece a punto de tener un ataque de histeria.
—Ya he visto lo suficiente —grita Joe, con voz de jefe de estación, mientras realiza una rápida estimación del cuarto de estar como si no lo hubiera visto en su vida. Se frota las manos satisfecho—. Ya puedo hacerme una idea con lo que he visto.
—Muy bien —digo yo—. En ese caso, vamos a dar una vuelta en coche.
En clave, eso significa: «Vamos a desayunar y a ponernos de acuerdo sobre la oferta para volver dentro de una hora». Le hago un gesto optimista con la cabeza a Ted Houlihan. Inesperadamente, se ha revelado como un jugador hábil que conoce eso de divide y vencerás. Sus recuerdos, su pobre mujer muerta, sus cojones[3] en peligro, su visión filosófica del mundo y su atuendo informal, son excelentes argumentos de venta. Sería un buen agente inmobiliario.
—¡Esta casa no seguirá mucho tiempo en venta! —grita Joe a cualquiera del vecindario a quien le interese. Gira sobre sí mismo y se dirige a la puerta principal como si le persiguiera un enjambre de abejas.
—Bien, veremos —dice Ted, y nos dirige a Phyllis y a mí una sonrisa de duda, enrollando con cuidado los planos—. Sé que lo que hay al otro lado de la cerca la desazona, señora Markham. Pero yo siempre he considerado que hace más segura y cohesionada a la comunidad. No es muy diferente a tener la sede de una compañía de teléfonos o una emisora de radio, si me entiende.
—Le entiendo —dice Phyllis, impasible.
Joe ya ha cruzado el umbral de la puerta, baja los escalones y llega al césped, desde donde examina el techo, las fachadas, los daños que pudiera haber causado el hielo. Puede que su medicación antimaniaco-depresiva haga que tenga los labios tan rojos. Joe, pienso, necesita que le vigilen.
Encuentro una tarjeta de Frank Bascombe, agente inmobiliario en el bolsillo del chubasquero y la deslizo en el paragüero que hay junto a la puerta del cuarto de estar donde he pasado los últimos diez minutos tranquilizando a Phyllis.
—Nos mantendremos en contacto —le digo a Ted. (Otra vez lenguaje en clave. Menos específico.)
—Eso espero —dice Ted, sonriendo calurosamente.
Y entonces sale Phyllis. Contonea las caderas, hace sonar los tacones de las sandalias en el suelo, estrecha al pasar la manita de Ted y dice algo sobre que es una casa encantadora y una pena que la tenga que vender, pero se dirige directamente hacia donde Joe se esfuerza por hacerse una idea clara de las cosas a través de la diarrea mental que obnubila su cerebro.
—No la van a comprar —dice Ted, resueltamente, cuando me encamino hacia la puerta. Más que decepcionado, supongo que, paradójicamente, está satisfecho de que aquellos elementos extraños se marchen y le permitan retirarse al refugio agridulce de un ambiente doméstico que todavía es suyo. Librarse de Joe sería un alivio para cualquiera.
—No se lo puedo decir, Ted —contesto—. Uno nunca sabe lo que harán los demás. Si lo supiera, me dedicaría a otra cosa.
—Me habría gustado saber que esta casa también era importante para otras personas. Habría hecho que me sintiera mejor. Hoy día no hay muchas cosas que le levanten a uno el ánimo.
—No ha salido como esperábamos. Pero estoy acostumbrado —Phyllis y Joe están parados junto a mi coche, y miran la casa como si fuera un transatlántico que zarpa rumbo a alta mar—. No infravalore su propia casa, Ted —digo, y vuelvo a estrechar su mano pequeña y firme para darle ánimos. Capto el olor a gas otra vez. (Ya oigo a Joe sacar a relucir esa cuestión antes de cinco minutos.)—. No se sorprenda si volvemos esta misma mañana a hacerle una oferta. No encontrarán una casa tan buena como la suya, y tengo la intención de dejárselo bien claro.
—Una vez un tipo saltó la cerca mientras yo estaba atrás recogiendo hojas —dice Ted—. Susan y yo le hicimos pasar, le invitamos a café y un sandwich vegetal con huevo. Resultó que era un concejal de West Orange. Se le metió en la cabeza saltar la cerca. Pero terminó ayudándome a meter las hojas en una bolsa durante la hora siguiente, y después volvió a la cárcel por donde había venido. Durante algún tiempo nos felicitó por Navidad.
—Probablemente haya vuelto a la política —digo, contento de que Ted no le haya contado la anécdota a Phyllis.
—Probablemente.
—Nos mantendremos en contacto.
—Aquí estaré —dice Ted. Cierra la puerta detrás de mí.
Dentro del coche, los Markham parecen querer librarse de mí lo más rápidamente posible, y, lo más importante, ninguno de los dos suelta prenda sobre una oferta de compra.
Cuando dejamos el camino de entrada nos fijamos en que se detiene el coche de otro agente inmobiliario, con una pareja joven, la mujer delante y el hombre detrás; la mujer graba en vídeo la casa de Houlihan a través de la ventanilla del acompañante. En la brillante puerta del lado del conductor del enorme Buick dice BUY AND LARGE, AGENCIA INMOBILIARIA — Freehold, New Jersey.
—Esta casa ya será historia al ponerse el sol —dice Joe, con un tono neutro, sentado a mi lado, después que se ha calmado bruscamente su agitación. Ninguna mención del olor a gas. Phyllis no tiene la menor oportunidad de intimidarle, pero si las miradas mataran…
—Podría ser —digo yo, lanzando una mirada asesina al Buick de BUY AND LARGE. Puede que Ted Houlihan haya faltado a su promesa de darnos la exclusiva, y siento tentaciones de entrar y explicarles algunas cosas a todas las personas implicadas. Aunque la presencia de unos compradores rivales podría empujar a Joe y Phyllis a la acción, pues miran a los recién llegados con silenciosa desaprobación mientras yo recorro nuevamente Charity Street.
Camino de la Route 1, Phyllis, que se ha puesto unas gafas de sol y parece una diva, de pronto insiste en que dé «una vuelta» para que pueda ver la cárcel con sus propios ojos. Regreso, según sus deseos, por una zona de urbanizaciones de menos categoría, hago un giro entre un Sheraton flamante y una iglesia episcopaliana enorme con un aparcamiento desierto, luego entro en la Route 1 al norte de Penns Neck, donde, un kilómetro más allá, en lo que parece un campo de trigo segado, se levanta un complejo de edificios bajos, indistintos, de un verde neutro, rodeados por una cerca doble, que constituye el ofensivo establecimiento. Se distinguen canastas de baloncesto, un campo de béisbol, varias pistas de tenis con vallas y luz, un trampolín encima de lo que muy bien podría ser una piscina de tamaño olímpico, unos cuantos sinuosos caminos «de los pasos perdidos» que llevan a unos espacios abiertos donde unos hombres —algunos parecen viejos y cojean— pasean y charlan por parejas, vestidos con ropa de calle, con trajes de presidiario. También hay, probablemente para crear atmósfera, una gran bandada de gansos canadienses que picotean y nadan en un estanque oval.
Yo, naturalmente, he pasado por este sitio un número incalculable de veces, pero no le había prestado la menor atención (que es lo que esperaban los que planificaron la cárcel, que pretendían que pareciera un campo de golf). Aunque, al contemplarlo ahora, un recinto lleno del verdor estival, con hermosos árboles alineados más allá de sus límites, donde un recluso puede hacer todo lo que quiera menos marcharse —leer un libro, ver la tele en color, pensar en el futuro—, y donde se puede pagar en uno o dos años la deuda con la sociedad, parece un sitio en el que a cualquiera le apetecería hacer un alto para ver las cosas mejor y salir de la mierda existencial.
—Parece una maldita universidad —dice Joe Markham, que todavía habla voz en grito pero ya parece más tranquilo. Nos detenemos en el lado de enfrente de la carretera, mientras pasa el tráfico, y miramos la cerca y el rótulo negro y plata que dice: ESTABLECIMIENTO MASCULINO DE NEW JERSEY — CENTRO EN RÉGIMEN ABIERTO, detrás del cual las banderas de New Jersey, los Estados Unidos y el Sistema Penitenciario, flamean en sus mástiles a la débil y húmeda brisa. No hay cuerpo de guardia, ni alambre de espino, ni cercas eléctricas, ni garitas con metralletas, ni granadas, ni proyectores, ni feroces perros; sólo una discreta cancela automática con un intercomunicador normal y corriente y una pequeña cámara de vigilancia en un poste. Nada llamativo.
—No tiene un aspecto tan malo, ¿no? —digo.
—¿Dónde queda nuestra casa? —dice Joe, aún chillando, echándoseme encima para ver mejor.
Examinamos las hileras de grandes árboles, los de Penns Neck, en medio de los cuales está la casa de Houlihan, en Charity Street.
—No se puede ver —dice Phyllis—, pero está ahí.
—En lo que no se ve, no se piensa —dice Joe. Echa una ojeada hacia Phyllis, que está atrás protegida por las gafas. Un camión enorme hace oscilar el chasis del coche al pasar—. Tienen un agujero en la cerca por donde se pueden intercambiar recetas —añade, muy divertido.
—Una tarta con una lima dentro —dice Phyllis, con expresión de que no está resignada. Trato de verla por el retrovisor, pero no lo consigo—. No me veo aquí.
—¡Pues yo sí!
Nos quedamos treinta segundos más, y luego nos vamos.
Como ejemplo negativo y argumento decisivo, les llevo a Mallards Landing, donde todo está como hace dos horas, sólo que más mojado. Unos cuantos obreros se mueven en el interior de casas a medio terminar. Un grupo de negros descarga tepes de césped húmedo de la caja de un camión y los apilan delante de la CASA PILOTO, que debería estar ABIERTA, pero no lo está, y de hecho parece la fachada del decorado de una película donde una familia norteamericana de ficción pagará cualquier día una hipoteca igualmente de ficción. Lo que me recuerda, y estoy seguro de que también a los Markham, la cárcel de la que venimos.
—Como le explicaba antes a Phyllis —le digo a Joe—, estas casas quedan dentro de vuestra horquilla de precios, pero no se parecen a las que dijisteis que os gustaban.
—Preferiría coger el sida a vivir en ese basurero —suelta Joe, sin mirar a Phyllis, que sigue sentada atrás, contemplando las parpadeantes cisternas del depósito de gasolina y los troncos de árbol arrancados por las excavadoras. ¿Qué estamos haciendo aquí? está pensando, casi seguro. ¿Cuánto dura el viaje de vuelta por la Vermont Transit? En este mismo instante podría estar con Sonja en la cooperativa de cultivadores de Lyndonville, con un pañuelo rojo atado en la cabeza, ocupada en hacer una alegre pero responsable compra para los días de fiesta: ingredientes poco habituales para la gran ensalada de frutas que prepararía el Día de la Independencia. Cometas chinas revolotearían por encima de los puestos de comida vegetariana. Alguien estaría tocando un caramillo y cantando agradables aires montañeses llenos de dobles sentidos sexuales. Perros labradores y podencos por docenas andarían escarbando y ganduleando por allí con pañuelos de vivos colores por collares. ¿Adónde se ha ido todo eso?, se pregunta. ¿Qué he hecho?
De repente, un bang. Invisible en alguna parte, a kilómetros de altura, un reactor militar supera la barrera del armonioso sonido y del sueño, y el eco retumba en las cimas de las montañas y la llanura costera.
—Joder! —dice Phyllis—. ¿Qué ha sido eso?
—Se me ha escapado un pedo. Lo siento —dice Joe, haciéndome un gesto que pretende ser divertido, y luego nos callamos todos.
En el Sleepy Hollow, los Markham, que han hecho el resto del camino en un silencio y una inmovilidad totales, parecen no tener ganas de apearse de mi coche. El desagradable aparcamiento del motel está desierto si se exceptúa su antiguo Nova prestado, con neumáticos de distintas marcas y la estúpida pegatina manchada por el barro de los Apalaches. Una criada menuda, vestida de rosa, que lleva el pelo negro recogido en un moño, entra y sale del número 7, cargando las sábanas y las toallas sucias en un cesto y remplazándolas por otras limpias.
Los Markham preferirían la muerte a cualquier casa que esté dentro de la horquilla de sus posibilidades, y durante un momento de insensatez pienso en dejarles que vengan a mi casa para un fin de semana de discusión sobre los bienes raíces en Cleveland Street: una base segura y a salvo de las depresiones desde la que podrían ir andando al cine, cenar un pescado y unos raviolis decentes en el August Inn, y mirar escaparates en Seminary Street hasta que Phyllis no pudiera soportar más la idea de no vivir allí, o por lo menos en los alrededores.
Pero eso no está previsto, así de sencillo, y el corazón me manda dos latidos y medio de reprimenda ante la sola idea de hacer algo semejante. No sólo no me apetece que metan las narices en mi vida privada (lo que es seguro que harían, aunque después afirmarían lo contrario), sino que, como no han hecho la menor oferta de compra, quiero dejarles en un sitio tan aislado como Siberia para que se enteren de dónde están y de lo que quieren. Siempre podrían, claro, trasladarse al nuevo Sheraton o al Cabot Lodge, que les costarían un ojo de la cara. Aunque a su modo esos dos sitios son tan siniestros como el Sleepy Hollow, en mi antigua vida de periodista deportivo a menudo busqué refugio e incluso alguna aventura exótica en ese tipo de escondrijos sin alma, y a veces, al menos por un tiempo, encontré ambas cosas. Pero nunca más. En ningún caso.
Joe ha recorrido toda la lista de interrogantes dejados sin respuesta en la página con las descripciones de la casa, que ha enrollado y luego plegado; su anterior seguridad ahora empieza a desvanecerse.
—¿Hay alguna posibilidad de conseguir que Houlihan nos la alquile con opción a compra? —dice, mientras los tres seguimos sentados.
—No.
—¿Crees posible que Houlihan nos rebaje cincuenta y cinco mil pavos?
—Hazle una oferta.
—¿Cuándo puede dejar la casa libre?
—En un tiempo récord. Tiene cáncer.
—¿Aceptarías rebajar tu comisión al cuatro por ciento?
—No.
Esta pregunta no me sorprende, ni tampoco la siguiente.
—¿En qué condiciones se consigue un crédito bancario en estos momentos?
—Una hipoteca de treinta años al catorce por ciento fijo, más un porcentaje variable, más los gastos de apertura.
Recorremos todas las cuestiones que interesan a Joe. He orientado el aire que entra por el salpicadero para que me dé en la cara, y llega el momento en que casi vuelvo a pensar en proponerles que se alojen en mi casa. Pero la visita cuarenta y cinco, según las estadísticas, significa el punto límite, y hoy los Markham han realizado la cuarenta y seis. Los clientes, después de ese punto, normalmente no compran una casa sino que se dirigen a otros lugares, e incluso hacen cosas tan locas como embarcar en un carguero con rumbo a Bahrein o ascender al Matterhorn. Por otra parte, es posible que me costara conseguir que se marcharan de mi casa. (La verdad, estoy listo para romper con los Markham y dejarles que busquen un nuevo comienzo en cualquier otro sitio.)
Con todo, naturalmente, siempre podrían decir: «Muy bien. Haremos esa compra y dejaremos de andar por ahí como vagabundos. Estamos hartos. Vamos a llenar un formulario con una oferta de compra». Tengo una caja llena de ellos en el maletero. «Aquí tienes cinco de los grandes. Nos trasladamos al Sheraton Tara. Tú vuelve a ver a Houlihan, dile que haga las maletas para Tucson, o si no que se vaya a tomar por el culo, porque no subimos de ciento cincuenta mil, que es todo lo que tenemos. Le damos una hora para que se decida».
La gente hace esas cosas. Las casas se venden inmediatamente; se rellena el cheque, se entrega el depósito y se llama a la compañía de mudanzas desde una cabina telefónica azotada por el viento de delante de HoJo. Eso me facilita mucho el trabajo. Aunque cuando pasa eso, normalmente se trata de tejanos ricos o especialistas en cirugía maxilar o políticos cesados debido a problemas financieros que buscan un sitio discreto donde ocultarse hasta que puedan volver a intervenir en el juego. Sucede raramente con un alfarero y su rolliza mujer, que se dedica a hacer papel, que quieren dejar el aquereso Vermont y volver a la civilización sin nada en los bolsillos ni la menor idea de lo que hace que el mundo siga en marcha, aunque estén llenos de opiniones sobre el modo en que debería marchar.
Joe sigue sentado en el asiento delantero rechinando los dientes, respirando de modo audible, y con los ojos clavados en la trabajadora extranjera que limpia su habitación con una fregona y un frasco de detergente. Phyllis, con sus gafas de diva, piensa… ¿Qué? Habría que saberlo. No quedan preguntas que hacer, preocupaciones que expresar, ni resoluciones o ultimátum que merezcan que se saquen a relucir. Han llegado a un punto en el que no queda otra cosa que hacer que actuar. O no.
Pero, Dios santo, a Joe no le gusta hacer eso, aunque le parezca maravillosa la casa, y continúa sentado estrujándose las meninges para formular una nueva pregunta, levantar una nueva barrera. Probablemente tendrá relación otra vez con «ver las cosas desde arriba», o con querer hacer algún gran descubrimiento.
—A lo mejor deberíamos pensar en alquilar algo —dice Phyllis, inexpresivamente. La observo por el retrovisor, replegada sobre sí misma como una viuda afligida. Lleva rato mirando la miserable tienda de tapacubos, donde no hay nadie a la vista en el terreno empapado por la lluvia que la rodea, aunque los tapacubos brillan y hacen un ruido metálico debido a la brisa. A lo mejor ve en eso una metáfora de otra cosa.
Sin embargo, se echa hacia adelante inesperadamente y pone una mano en el hombro peludo de Joe con intención de consolarle, lo que hace que su marido se sobresalte como si le hubieran dado una puñalada. Con todo, comprende de inmediato que es un gesto de solidaridad y ternura, y levanta pesadamente la mano para coger la de su mujer. Todas las patrullas y unidades han sido llamadas. Una respuesta conjunta es inminente. Es el gesto en que se basa el matrimonio, algo que de algún modo he perdido, y que hecho mucho en falta.
—Las mejores oportunidades para alquilar se presentan cuando termina el curso en el Instituto de Teología y la gente se marcha. Eso fue el mes pasado —digo—. Entonces no hubo nada que os gustara.
—¿Hay algún sitio donde nos podamos alojar temporalmente? —dice Joe, mientras agarra sin demasiado entusiasmo los gordezuelos dedos de Phyllis, como si ella estuviera tumbada en la cama de un hospital.
—Tengo libre una casa de mi propiedad —digo—. Pero no responde a vuestros deseos.
—¿Qué le pasa? —dicen Joe y Phyllis a la vez, con un tono desconfiado.
—No le pasa nada —digo—. Es que está en un barrio de negros.
—¡Dios mío! ¡Lo que nos faltaba! —dice Joe, como si hubiera salido a relucir algo terrible que llevaba tiempo esperando—. ¡Negros de mierda! ¡Gracias por el regalo!
Niega con la cabeza con aire disgustado.
—Así no es como vemos las cosas en Haddam, Joe —digo fríamente—. Así no es como me dedico yo al negocio inmobiliario.
—Bien, pues allá tú —dice, furioso, pero sin dejar de agarrar la mano de Phyllis, ahora probablemente con más fuerza de lo que a ella le gustaría—. Tú no vives en ella —bufa—. Y no tienes hijos.
—¡Claro que tengo hijos! —digo—. Y viviría encantado con ellos allí si no viviera ya en otro sitio.
Miro a Joe con el ceño fruncido con intención de decirle que una de las muchas cosas que ignora es que el mundo que dejó atrás en mil novecientos setenta y pico sólo existe ya en su imaginación, y que no pienso compadecerle porque no le guste el presente.
—¿Qué es lo que tienes, unas chabolas de mierda de las que cobras el alquiler todos los sábados por la mañana? —Joe dice esto con un tono meloso y desagradable—. Mi viejo se dedicaba a esa clase de negocios en Aliquippa. Sus clientes eran chinos. Llevaba una pistola en el cinto, donde resultara bien visible. Yo le esperaba en el coche.
—Yo no tengo pistola —digo—. Sólo quería hacerte un favor al mencionarte ese sitio.
—Gracias. Olvídate de él.
—Podríamos ir a verlo —dice Phyllis, apretando los peludos nudillos de Joe, que ahora tiene cerrados en un pequeño puño amenazador.
—Sí, dentro de un millón de años a lo mejor. Y entonces sólo a lo mejor.
Joe abre la puerta dejando que entre el calor asfixiante de la Route 1.
—La casa de Houlihan merece que se piense detenidamente en ella —digo al asiento del coche que Joe está dejando vacío, mientras miro de reojo a Phyllis, que está atrás.
—A vosotros, los agentes inmobiliarios —dice Joe desde fuera, donde sólo veo los pantalones cortos que le marcan el paquete—, lo único que os interesa es realizar una jodida venta.
Luego se dirige hacia la asistenta, que está parada junto al número 7 y su carrito de la limpieza, mirando a Joe como si fuera un bicho raro (lo es).
—No es fácil hacer negocios con Joe —dice Phyllis, con poca convicción—. A veces no tiene medida.
—Es libre de hacer lo que quiera, en lo que a mí se refiere.
—Ya lo sé —dice Phyllis—. Estás teniendo mucha paciencia con nosotros. Siento que te causemos tantos problemas.
Me da una palmada en el hombro, como hizo con el gilipollas de Joe. Un gesto de victoria. No me gusta demasiado.
—Es mi trabajo —digo.
—Nos mantendremos en contacto contigo, Frank —dice Phyllis, retorciéndose para salir por la puerta hacia la tórrida mañana que se acerca a las once.
—Eso es estupendo, Phyllis —digo—. Llámame a la agencia y deja un mensaje. Estaré en Connecticut con mi hijo. No tengo demasiadas ocasiones de dedicarle mi tiempo. Podemos resolver las cosas por teléfono, si tomáis una decisión.
—Hacemos todo lo que podemos, Frank —dice Phyllis, pestañeando patéticamente ante la idea de que mi hijo sea epiléptico, pero sin querer mencionarlo—. De verdad que hacemos todo lo que podemos.
—Ya lo veo —miento, y me vuelvo y sonrío tristemente, lo que, por algún misterios motivo, hace que ella se aparte inmediatamente de la puerta del coche y atraviese el caluroso y destartalado aparcamiento del motel en busca de su inverosímil marido.
Ahora tengo mucha prisa por volver a la ciudad, y por eso tomo la calzada humeante de la Route 1 y vuelvo a recorrer King George Road para seguir el camino más directo hacia Seminary Street. Me queda una parte del día mayor de lo que esperaba, y la aprovecharé para pasarme por segunda vez por casa de los McLeod antes de dirigirme a Franks, en la Route 31, y luego a South Mantoloking y disfrutar antes de lo acostumbrado de un buen rato con Sally, aparte de comer.
Esperaba, naturalmente, volver a la agencia, para hacerle una oferta de compra o una propuesta a Ted Houlihan, y terminar algunas cosas que tengo en cartera: llamar a un contratista para una inspección de la infraestructura, asegurarme el depósito de una suma convenida, verificar el contrato del tratamiento contra las termitas, ponerme en contacto con Fox McKinney, de Garden State Savings, para que acelere el préstamo hipotecario. No hay absolutamente nada que le guste más al propietario de una casa que una respuesta rápida y firme a su propuesta de venta. Filosóficamente, como dijo Ted, eso indica que el mundo se corresponde con la mejor idea que nos hacemos de él. (La mayoría de las cosas que desgraciadamente oímos del mundo son del tipo de: «Mira, chico, no hay existencias de ese modelo, así que necesitaremos mes y medio». O: «Yo creía que esos trastos habían dejado de hacerse en 1958». O: «Esa pieza se ha de fabricar a mano, y el único que sabe hacerlo está recorriendo a pie Swazilandia. Vete de vacaciones, ya te llamaremos».). Y, sin embargo, si un agente consigue hacer una oferta bien estudiada por una casa que acaba de ponerse a la venta, las posibilidades de que la operación llegue a una feliz conclusión aumentan geométricamente gracias a la satisfacción del vendedor, que le da confianza en sí mismo al tiempo que hace que vea corroborada su decisión de vender y se sienta lleno de un significado inmanente. Miel sobre hojuelas, en otras palabras.
En consecuencia, es una buena estrategia dejar a la deriva a los Markham como acabo de hacer, dejar que se vayan a dar una vuelta en su destrozado Nova, que recorran de nuevo todas las zonas donde hay casas que han despreciado, y luego se arrastren de vuelta para echar un sueño en el Sleepy Hollow: es decir, que se adormezcan a la luz del día pero se despierten sobresaltados, desorientados y desmoralizados después de que haya caído la noche, que miren las mugrientas paredes del motel y oigan pasar el tráfico mientras todo el mundo, excepto ellos, se dirige a pasar un largo fin de semana a la orilla del mar, donde sus seres queridos, jóvenes y de dientes perfectos, les recibirán saludándoles con una mano en porches iluminados mientras sostienen vasos de ginebra con hielo en la otra. (Yo mismo espero que muy pronto me reciban de un modo parecido; como a un pariente esperado con impaciencia y alegría que se añade a la dicha de las vacaciones, y ríe sin parar notando que el mundo existe de verdad en un sitio al que no pueden llegar los Markham. Posiblemente mañana sea un día resplandeciente y Joe haga una llamada frenética para decir que quiere cerrar el trato a mediodía, o, si no llama —si se ha impuesto la duda y han vuelto a Vermont para que se ocupe de ellos la asistencia social—, me libraré de ellos. Lo que supone ser el ganador, tanto en un caso como en el otro.)
Es evidente, no cabe la menor duda, que los Markham hace tiempo que no se miran en el espejo de la vida; olvidemos la mirada de sorpresa de Joe, esta mañana. El mandato espiritual de Vermont, después de todo, es que uno no se mire nunca en él, sino que se pase años contemplando todo lo que le rodea del modo más penetrante posible, con la convicción de que lo han puesto allí para él y de que las cosas van maravillosamente bien porque uno se siente estupendamente (Emerson tiene opiniones algo diferentes al respecto). Pero cuando el objetivo es la compra de una casa, es imposible no mirarse a sí mismo.
En este mismo momento, a no ser que mis suposiciones estén equivocadas, Joe y Phyllis están tumbados exactamente como los he imaginado, tiesos como tablas, el uno al lado del otro, completamente vestidos en su estrecha cama, mirando el techo oscuro y con cagadas de mosca, con las luces apagadas, mudos como cadáveres, y dándose cuenta de que no pueden evitar el verse tal y como son. La pareja solitaria, atormentada por los recuerdos, que pronto va a estar en el camino de entrada de su casa o sentada en un sofá o en las sillas del jardín (sea el que sea el siguiente sitio donde aterricen), mirando desconcertada la cámara de la televisión mientras los entrevistan para el noticiario de las seis de la tarde, no sólo como unos norteamericanos medios, sino como personas dominadas por los problemas de los bienes raíces, como miembros vulgares y corrientes de una clase vulgar y corriente de la que no quieren formar parte: la de los frustrados, la de los que corren riesgos, la de los que sufren y están obligados a vivir en el anonimato de calles sin salida que llevan el nombre de la hija del promotor de la urbanización o de los compañeros de colegio de esa hija.
Y la única cosa que les salvará es inventarse la manera de verse a sí mismos y a la mayoría de las cosas que los rodean de modo diferente; establecer nuevas relaciones con el mundo basadas en la fe de que, para iniciar nuevos fuegos, hay que apagar los antiguos; y basadas menos en el aislamiento obstinado y más, por ejemplo, en el deseo de hacer felices a los demás sin sacrificar la propia identidad, que es, para empezar, por lo que vinieron a New Jersey en lugar de quedarse en las montañas y convertirse en víctimas de sus propios e imbéciles errores.
Con los Markham, claro, es difícil de creer que vaya a funcionar. De aquí a un año, Joe corre el riesgo de ser la primera persona en acudir a una fiesta del solsticio de verano en la pradera recién segada de un vecino, tomar cerveza hecha en casa, engullir un montón de lasaña vegetariana en un plato torneado a mano —con niños desnudos retozando al ponerse el sol, olor a estiércol, el rumor de un arroyo y un grupo electrógeno en segundo plano— y sacar a relucir el tema del cambio y de que sólo los cobardes son incapaces de cambiar: una filosofía que ha surgido de modo natural de sus experiencias vitales y de las de Phyllis (que incluyen el divorcio, la desatención de las obligaciones paternas, el adulterio, el egocentrismo y la dislocación espacial).
Y eso que ahora es el cambio lo que les saca de quicio. Los Markham dicen que no quieren comprometer sus ideales. Pero ¡si no los comprometen! Lo que pasa es que no cuentan con los medios necesarios para conseguir ese ideal. Y no comprar porque no se tienen los medios para ello, no es comprometerse: es someterse a la realidad. Y para llegar a alguna parte es preciso aprender a hablar el lenguaje de esa realidad.
Y, sin embargo, a lo mejor encuentran fuerzas ocultas: su torpe reproducción del gesto de la Capilla Sixtina, por encima del respaldo del asiento del coche, fue una señal prometedora, pero tendrán que ir más lejos en ese sentido durante el fin de semana, cuando estén solos. Y, como no he recibido ningún cheque suyo, será solos, en efecto, como lo van a pasar; sudando pero también, espero, comenzando el proceso de verse tal como son, como iniciación sagrada a una vida posterior más plena.