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En Seminary Street, a las ocho y cuarto, se nota que el espíritu del Día de la Independencia va a ser el factor dominante del fin de semana, y todos los signos externos de vida participan de esa agitación. Todavía quedan tres días para el 4 de Julio, pero la circulación está atascada en Frenchy’s Gulf y a la entrada del aparcamiento de Pelcher’s Market, y los ciudadanos se saludan a gritos desde la tintorería y la tienda de licores, mientras el calor de la mañana aumenta. Muchos de nuestros residentes salen ya para Blue Hill y Little Crompton; o, como mis vecinos los Zumbro, que tienen tiempo de sobra, en dirección a ranchos para turistas de Montana o a carísimos ríos trucheros de Idaho. En las mentes de todos se puede leer: evitar los embotellamientos, salir de aquí, meterse en la carretera, pisar el acelerador. La partida es la prioridad número uno.

Mi programa de trabajo es, primero, hacer una parada temprana en una de las dos casas alquiladas que tengo, con la idea de cobrar el alquiler, luego pasar rápidamente por la agencia inmobiliaria para dejar mi editorial, recoger la llave de la casa que voy a enseñar en Penns Neck y tener una última reunión con los gemelos Lewis, Everick y Wardell, los «chicos para todo» de la agencia, con respecto a nuestra planeada participación en los acontecimientos festivos del lunes. A decir verdad, nuestra participación se reduce a servir perritos calientes y cerveza de raíces en un carrito-tienda que es mío y presto para la causa (todos los ingresos son para los dos hijos huérfanos de Clair Devane).

A lo largo de Seminary Street, que desde el «boom» económico se ha convertido en una especie de «calle mayor del milagro comercial», algo que ninguno de nosotros deseó nunca, todos los comerciantes han instalado puestos de saldos en las aceras, donde tratan de colocar artículos que no han vendido desde navidades debajo de toldos con banderas patrióticas y de carteles que dicen que derrochar el dinero ganado con esfuerzo es lo propiamente norteamericano. La floristería Virtual Profusion ha acumulado ramos de margaritas de baja calidad y ranúnculos rojos para atraer a los hombres de negocios cansados y a los seminaristas que vuelven a casa haciendo autostop llenos de miedo, pero que en ambos casos quieren tener un aire festivo («Dígaselo con flores baratas»). Brad Hulbert, el dueño de la zapatería, que es gay, ha apilado cajas de pares sueltos a lo largo de su escaparate principal, y ha colocado junto a ellas a Todd, su moreno y joven amante, que se aburre sentado en un taburete detrás de una caja registradora al aire libre. Y la librería ha sacado sus restos: pilas de diccionarios y atlas baratos, calendarios invendibles del 88, además de juegos para ordenador de la temporada pasada, todo ello amontonado en una tabla sujeta por caballetes para que lo hojeen y manoseen adolescentes inclinados a robar, como mi hijo.

Sin embargo, por primera vez desde que me trasladé aquí, en 1970, dos tiendas de la calle están vacías, pues sus dueños se largaron a la chita callando cargados de deudas. Uno ha abierto después una tienda en el centro comercial Nutley, pero del otro no se ha vuelto a oír. De hecho, muchas de las boutiques de lujo con franquicia —donde nunca se habían hecho rebajas— ahora han cambiado de mano y de carácter para dejar paso a tiendas menos lujosas para las que las rebajas constituyen su modo de vida. Esta primavera, Pelcher’s ha pospuesto la gran reapertura de su tienda especializada en carne y queso; un concesionario de coches japoneses se arruinó de repente y ahora hay un gran solar vacío en la Route 27. E incluso han cambiado los turistas que nos visitan los fines de semana. En los primeros años ochenta, cuando la población de Haddam subió de doce mil a veinte mil personas, y yo todavía escribía para una famosa revista deportiva, la gente típica de los fines de semana eran afables neoyorquinos: gente rica con ropa extravagante del sur de Manhattan, y gente no menos pudiente del East Side, que venían al «campo» a pasar el día, pues habían oído que aquí existía un pueblecito pintoresco todavía sin echar a perder y que merecía la pena ver, aproximadamente como eran Greenwich o New Canaan hace cincuenta años; lo que, al menos en parte, era verdad entonces.

Ahora esas personas se quedan en casa, dentro de sus fortines de cemento y barrotes a prueba de ladrones, o bien se dedican a explorar la ciudad o a lo que sus talonarios de cheques les permitan; eso si no han vendido sus casas y vuelto a Kansas City, o decidido empezar de nuevo en Minneapolis y Saint Paul, o en Portland, donde la vida es más tranquila (y más barata). Aunque muchos de ellos, estoy seguro, se sienten solos y aburridos estén donde estén y tienen ganas de que alguien intente robarles.

Pero en Haddam su puesto lo han ocupado —¡qué sorpresa!— otros habitantes de New Jersey, venidos del norte o del sur del estado, de Baleville y Totowa, o de Vineland y Millville; turistas de un solo día que conducen por la 206 «sólo para recordar adónde lleva» y que se detienen en esta ciudad (desgraciadamente rebautizada «Haddam la Encantadora» por el ayuntamiento) a tomar algo y echar una ojeada. Estas personas —las he observado lo suficiente por la ventana de la agencia cuando he estado dando el callo los fines de semana— forman un grupo humano muy poco distinguido. Sus hijos son vocingleros, conducen coches hechos una mierda a los que les faltan algunas piezas exteriores, y no les importa aparcar en espacios reservados para minusválidos o delante de la entrada de una casa o junto a una boca de incendios, como si no tuvieran bocas de incendio en el sitio de donde vienen. Consumen yogur sin parar y se tragan camiones enteros de galletas con chocolate, pero pocos de ellos llegan a sentarse en The Two Lawyers para tomar una comida de verdad, menos aún pasan una noche en el August Inn, y a ninguno le interesan las casas, aunque a veces te hacen perder medio día enseñándoles sitios que olvidarán en el instante en que vuelvan a sus Firebird y sus Montego, después de haberte hecho llevarles hasta Manahawkin, en la costa. (Shax Murphy, que se hizo cargo de la agencia cuando el anciano Otto Schwindell pasó a mejor vida, ha intentado imponer una fianza antes de cualquier visita a una casa por encima de los cuatrocientos mil dólares. Pero el resto de nosotros ejercimos presión contra esta medida después de que rechazaran a una estrella del rock que luego compró una casa de dos millones a la agencia Century 21.)

Dejo Seminary para salir del tráfico de vacaciones, bordeo Constitution Street, paso delante de la biblioteca, atravieso Plum Road con el semáforo en intermitente, circulo a lo largo de la verja metálica detrás de la cual está enterrado mi hijo Ralph Bascombe, llego hasta el Centro Médico de Haddam, donde hago un giro a la izquierda hacia Erato, y luego llego a Clio Street, en cuyo tranquilo entorno se encuentran mis dos casas alquiladas.

Podría parecer inusual que un hombre de mi edad y condición (nada aventurero) se haya lanzado a la aventura financiera de los alquileres, donde abundan los inquilinos sospechosos, nada de fiar, las querellas mezquinas por la devolución de la fianza, los cheques falsos, las intimidantes llamadas telefónicas en plena noche para quejarse de goteras, desagües que rezuman, reparaciones de la acera, perros que ladran, calentadores de agua de mala calidad, revoques que se despegan y fiestas ruidosas que requieren que se llame a la policía; todo lo cual, con frecuencia, conduce a interminables demandas judiciales. La respuesta más fácil e inmediata es que decidí que no me preocuparía por ninguna de esas pesadillas potenciales, y, en general, lo he conseguido. Las dos casas que poseo, la una al lado de la otra, están en una calle tranquila y bien arbolada de la zona de los negros conocida por Wallace Hill, situada entre nuestro pequeño centro financiero y las propiedades de los blancos más ricos de la parte oeste, más o menos detrás del hospital. Familias de negros de edad madura, gente honrada y relativamente próspera, han vivido aquí durante décadas en casas pequeñas, bastante cerca unas de otras, que mantienen en un estado mucho mejor que la media y cuyo valor financiero (con unas cuantas molestas excepciones) ha ido subiendo de modo constante, y aunque no va exactamente al mismo ritmo que en las zonas de blancos, por lo menos se le aproxima; además, no sufrieron la reciente caída de los precios que siguió al desempleo entre los cuadros medios blancos. Es la Norteamérica de antes, sólo que en más negro.

Muchos de los que viven en estas calles son trabajadores manuales —fontaneros, mecánicos o jardineros—, con un taller instalado en el garaje, deducible de los impuestos. Hay un par de maleteros de Pullman de edad avanzada, y varias madres que trabajan en la enseñanza, además de gran cantidad de jubilados que ya tienen pagada la hipoteca y están la mar de contentos de no ir a ninguna parte. Últimamente unos cuantos dentistas, médicos y tres abogados, todos negros, han decidido instalarse en un barrio que se parece al de su infancia, o al menos donde la habrían pasado si sus propios padres no hubieran sido abogados y dentistas, y ellos no hubieran estudiado en Andover y Brown. Antes o después, claro, cuando las propiedades en el centro urbano adquieran más valor (ya no se construye), todas las familias de aquí venderán ganando bastante dinero y se trasladarán a Arizona o al Sur, donde sus antepasados fueron una vez propiedad mobiliaria, y toda la zona prosperará con la llegada de blancos y negros ricos, después de lo cual mi pequeña inversión, con sus pocos pero llevaderos quebraderos de cabeza, se convertirá en una mina de oro. (Este cambio demográfico es, de hecho, más lento en los barrios negros más ricos, pues un negro norteamericano bien situado no suele encontrar un sitio mejor adonde ir que el que tiene ya.)

Con todo, ésta no es toda la historia.

Desde que me divorcié y, más exactamente, después de que la vida que llevaba llegó a un repentino final y sufrí lo que debe de haber sido una especie de «obnubilación psíquica» transitoria y me escapé a Florida y posteriormente más lejos, a Francia, he tenido la desagradable sensación de que no he hecho demasiadas cosas buenas en la vida a no ser para mí mismo y para los que quiero (y ni siquiera todos ellos estarían de acuerdo con esto). El periodismo deportivo, como confirmará cualquiera que lo haya practicado o consumido, ofrece el mejor modo inofensivo de quemar unas cuantas células cerebrales secundarias mientras se toman los cereales del desayuno, se espera nervioso en la consulta del médico los resultados de unos análisis o se pasan unos minutos solitarios en el retrete. Y en lo que se refiere a la ciudad donde vivo, aparte de llevar al veterinario el ocasional gorrión medio aplastado, o llamar a los bomberos una vez cuando mis ancianos vecinos, los Deffey, se dejaron encendida su barbacoa de gas, que prendió fuego a su jardín trasero y amenazó a todo el barrio, o de algún otro acto de poco esforzado heroísmo propio de quien vive en una urbanización residencial, probablemente yo haya contribuido tan poco al bien común como le es posible a un hombre activo que no sea, sencillamente, un malvado. Y esto, después de llevar viviendo quince años en Haddam, ocupar un punto alto en la curva de la prosperidad, disfrutar de los servicios públicos, mandar a mis hijos a sus colegios, hacer un uso frecuente y regular de las calles, barandillas de protección, alcantarillado, conducciones de agua, policía y bomberos, además de otros diversos departamentos dedicados a mi bienestar. Hace casi dos años, sin embargo, mientras volvía a casa en coche, aburrido y algo aturdido después de una larga y poco productiva mañana enseñando casas, hice un giro equivocado y terminé detrás del centro médico de Haddam, en la pequeña Clio Street, donde la mayoría de los ciudadanos negros de la ciudad estaban sentados en sus porches en el calor de finales de agosto, abanicándose y charlando de porche a porche, con jarras de té helado y de agua fría a sus pies y pequeños ventiladores enchufados en el interior con cables que entraban por las ventanas. Cuando pasaba en coche, todos ellos me miraron tranquilamente (o eso consideré yo). Una mujer mayor me saludó con la mano. Un grupo de chavales estaban parados en la esquina, con pantalones cortos y balones bajo el brazo, fumando pitillos y hablando, con los brazos pasados por encima de los hombres. Ninguno de ellos pareció fijarse en mí ni hizo nada amenazador. De modo que, sin saber por qué, me sentí impulsado a recorrer nuevamente la manzana, cosa que hice; pasó lo mismo, incluido el saludo con la mano de la mujer que parecía que no hubiera visto mi coche ni a mí en toda su vida, y mucho menos dos minutos antes.

Y lo que pensé, cuando pasé en coche por tercera vez, fue que había pasado por esta calle y las cuatro o cinco más como ella del barrio negro de Haddam, al menos quinientas veces en la década y media que llevaba viviendo aquí, y no conocía a un alma; no me habían invitado a entrar en casa de nadie, no había realizado visitas sociales, nunca había vendido ni una casa aquí, probablemente nunca había recorrido a pie ni una sola acera (aunque no me da miedo hacerlo ni de día ni de noche). Y, sin embargo, consideré que era un barrio de primera categoría y estas personas sus justos y soberanos protectores.

Al hacer mi cuarto recorrido en torno a la manzana, naturalmente, nadie me saludó con la mano (de hecho, dos personas se levantaron en la parte alta de los escalones de sus porches y fruncieron el ceño, y los chavales de los balones miraron furiosos con los brazos en jarras). Sin embargo, yo me había fijado en dos casas idénticas pegadas la una a la otra —de un solo piso, construcción tradicional norteamericana, un poco despintadas, porches en buen estado, con techo y un camino de entrada con una cerca entre ellas—, las dos con un cartel de SE VENDE de una agencia inmobiliaria de Trenton. Tomé nota discretamente del número de teléfono, luego me dirigí a la oficina y llamé por teléfono para enterarme del precio y de las posibilidades de adquirir las dos casas. Todavía no llevaba mucho en el negocio de los bienes raíces y me apetecía diversificar mis inversiones y colocar dinero donde fuera difícil de localizar. Y pensé que si conseguía comprar las dos casas a un precio ventajoso, luego las podría alquilar a alguien que quisiera vivir allí —jubilados negros con ingresos fijos, o personas de cierta edad no muy bien de salud pero todavía capaces de ocuparse de sus cosas sin ser una carga para sus hijos, o matrimonios jóvenes necesitados de un lugar barato pero digno para vivir—, personas a las que yo les pudiera asegurar una existencia cómoda, dado que los precios de las casas estaban por las nubes, hasta el momento en que se trasladaran a un asilo o pudieran comprar una casa propia. Todo eso me proporcionaría la satisfacción de reinvertir en mi comunidad, proporcionar viviendas asequibles y mantener la cohesión de un barrio que admiraba, mientras me cubría financieramente las espaldas y tenía un sentimiento más intenso de estar integrado en mi comunidad, algo de lo que carecía desde antes incluso de que Ann se trasladase a Deep River dos años atrás.

Yo sería, consideraba, el perfecto casero moderno: un hombre de actitudes liberales e inversiones seguras, capaz de invertir sanamente y de tener algo que ofrecer gracias a largos años de una vida acumulada llevada de manera reflexiva, aunque no siempre en absoluta paz. A todos los de la calle les alegraría ver que mi coche pasaba por allí, porque sabrían que probablemente me detendría para instalar un nuevo juego de grifos en la cocina, o para reparar la lavadora-secadora, o que, simplemente, estaba realizando una visita para ver que todos estaban contentos, lo que siempre, lo sentía con seguridad, sucedería. (La mayoría de la gente con deseos de diversificar sus inversiones, lo sabía, consultaría con su gestor, compraría apartamentos en primera línea en la playa de Marco Island, limitaría al máximo los riesgos, se quedaría con una vivienda para sí y otra para sus nietos, pondría las demás en manos de una agencia y luego se olvidaría del asunto hasta la hora de pagar los impuestos.)

Lo que yo pensaba que debía ofrecer era una muestra de profunda comprensión hacia el sentimiento de integración y estabilidad del que los habitantes de aquellas calles de Haddam probablemente carecían (aunque no por su culpa), pero que, también con toda probabilidad, anhelaban tener con la misma intensidad con que el resto de los mortales anhelamos el paraíso. Cuando Ann y yo —a la espera de la llegada de nuestro hijo, Ralph— nos trasladamos a Haddam desde Nueva York y nos instalamos en nuestra casa estilo Tudor de Hoving Road, aterrizamos con la inquietante sensación del inmigrante de que todo el mundo, excepto nosotros dos, llevaba allí desde antes de Colón y se empeñaba en que no lo olvidásemos; que existía un saber reservado a los iniciados del que nosotros carecíamos, sencillamente, porque aparecimos cuando lo hicimos —demasiado tarde—, y que nunca podríamos adquirir debido más o menos a esas mismas razones. (Esto es un camelo total, por supuesto. La mayor parte de la gente ha llegado recientemente al sitio donde vive, sólo hace falta dedicarse a los bienes raíces durante un cuarto de hora para darse cuenta de ello, lo que no impidió que para Ann y para mí aquella inquietante sensación durara toda una década.)

Pero los residentes del barrio negro de Haddam, concluí, probablemente nunca se habían sentido en su propia casa, aunque ellos y su familia llevaran viviendo allí un centenar de años y nunca hubieran hecho otra cosa que contribuir a que los blancos recién llegados nos sintiéramos bienvenidos a sus expensas. En consecuencia, pensaba, lo mínimo que podía hacer era que al menos dos familias negras se sintieran en casa y que el resto del vecindario fuera testigo de ello.

Por un precio relativamente módico, me hice rápidamente con las casas de Clio Street, fui a cada una de ellas, me presenté como el nuevo propietario y les prometí a las dos alarmadas familias que pensaba mantener las casas en alquiler, que me atendría meticulosamente a todos los compromisos y responsabilidades, y que podían tener confianza en que seguirían viviendo en ellas todo el tiempo que quisieran.

La primera familia, los Harris, me invitó de inmediato a entrar a tomar café y pastel de zanahoria, e iniciamos una buena relación que duró hasta que se jubilaron y se fueron a vivir con sus hijos a Cabo Cañaveral.

Los de la otra familia, sin embargo, los McLeod, infortunadamente, resultaron ser muy distintos. Son una familia con mezcla de razas: el marido, la mujer y dos hijos pequeños. Larry McLeod es un ex militante negro de edad madura que se ha casado con una blanca más joven que él y trabaja en la industria de la construcción de casas móviles en la cercana Englishtown. El día en que aparecí en su puerta salió a abrir llevando una ajustada camiseta roja que tenía escrito en el delantero Sigue disparando hasta que el último hijo puta este muerto. Una enorme pistola automática estaba encima de una mesa, justo al otro lado de la puerta, y no es sorprendente que fuera la segunda cosa en la que cayeron mis ojos. Larry tiene brazos cortos y poderosos y bíceps con venas abultadas, como si en su juventud hubiera sido deportista (boxeador, decidí), y se comportó de un modo jodidamente hosco; quiso saber por qué le molestaba el rato del día en que normalmente dormía, e incluso llegó a decirme que no creía que fuera el dueño de la casa y que sólo había aparecido por allí para fastidiarle. En el interior, en el sofá, distinguí a su esquelética y menuda esposa blanca, Betty, que veía la tele con sus hijos; los tres parecían macilentos y drogados a la luz desvaída. También había un olor raro dentro de la casa, algo que casi conseguí identificar, pero no del todo, aunque era como el aire de un armario lleno de zapatos que ha estado cerrado durante años.

Larry seguía enfadado como un perro furioso y me miraba airado al otro lado de la puerta de tela metálica, que tenía el pestillo echado. Le dije exactamente lo mismo que les había dicho a los Harris —me atendría meticulosamente a todas las responsabilidades y compromisos, etcétera, etcétera—, aunque le mencioné específicamente su obligación de pagar el alquiler, que espontáneamente decidí rebajar diez dólares. Añadí que quería que el vecindario siguiera siendo el mismo, con alojamiento disponible y accesible para las personas que vivían allí, y que, a pesar de mi intención de realizar las necesarias mejoras, no tenían que temer que eso se reflejara en un incremento del alquiler. Expliqué que con este plan de acción podía prever de un modo realista unas ganancias netas simplemente manteniendo la propiedad en excelentes condiciones, deduciendo los gastos de mis impuestos, manteniendo a mis inquilinos contentos, y, posiblemente, vendiendo cuando estuviera a punto de jubilarme; aunque reconocí que parecía algo muy lejano.

Sonreí a Larry a través de la puerta de tela metálica.

—Ya veremos, ya veremos —fue todo lo que dijo, aunque lanzó una ojeada por encima del hombro una vez como si fuera a pedirle a su mujer que viniera a traducirle algo de lo que acababa de decirle. Luego volvió a clavar la mirada en mí y bajó la vista hacia la pistola de la mesa—. Tengo permiso de armas —dijo—. Lo puede comprobar.

La pistola era grande y negra, parecía bien engrasada y completamente llena de proyectiles, capaz de hacer un daño irreparable en un mundo inocente. Me pregunté para qué la necesitaría.

—Muy bien —dije, alegremente—. Estoy seguro de que nos volveremos a ver.

—¿Es eso todo? —dijo Larry.

—Lo es, más o menos.

—Muy bien, entonces —dijo, y me cerró la puerta en las narices.

Desde este primer encuentro, hace cerca de dos años, Larry McLeod y yo no hemos enriquecido ni ampliado recíprocamente nuestra visión del mundo. Al cabo de unos cuantos meses de mandar el cheque del alquiler por correo, sencillamente, dejó de hacerlo, así que ahora tengo que pasarme por allí todos los primeros de mes y pedírselo. Si está en casa, Larry siempre se comporta de modo amenazador y pregunta ritualmente cuándo pienso arreglarle esto o aquello, aunque he mantenido en buen estado todo lo de las dos casas y nunca he tardado más de un día en hacer que desatascaran un desagüe o reemplazaran el flotador de una cisterna. Por otra parte, si es Betty McLeod la que abre la puerta, se limita a mirarme fijamente como si no me hubiera visto nunca y, en cualquier caso, hubiera renunciado a todo esfuerzo de comunicación verbal. Como ella no tiene casi nunca el cheque del alquiler, cuando veo su cara pálida, su pelo despeinado y su pequeña nariz puntiaguda asomar como un espectro detrás de la puerta de tela metálica, comprendo que no estoy de suerte. A veces ninguno de los dos decimos nada. Me limito a esperar en el porche tratando de parecer amable, mientras ella atisba en silencio como si no me estuviera mirando a mí, sino a la calle. Finalmente, se limita a negar con la cabeza, empieza a cerrar la puerta, y comprendo que ese día no me van a pagar.

Esta mañana, cuando aparco en el número 44 de Clio, son las ocho y media; el calor ya ha subido a un tercio de la escala del día, y el aire está tan quieto y pegajoso como en una mañana de verano en Nueva Orleans. Coches aparcados se alinean a los dos lados, y unos cuantos pájaros gorjean en los sicomoros plantados hace décadas en el parterre que divide la calzada. Más allá, en la acera que hace esquina con Erato Street, dos mujeres mayores están charlando apoyadas en sus escobas. Una radio suena en alguna parte detrás de la tela metálica de una ventana; una antigua canción de Bobby Bland, de la que me sabía la letra entera cuando iba a la universidad, pero de la que ahora ni siquiera recuerdo el título. Una mezcla sombría de letargo veraniego y tensión doméstica de poca importancia llena el aire como un canto fúnebre.

La casa de los Harris todavía sigue vacía, con el cartel verde y gris de SE ALQUILA de nuestra agencia en el jardín; la nueva cerca metálica blanca y las nuevas ventanas de tres cuerpos con persianas de plástico brillan apagadamente al sol. Las juntas antihumedad de aluminio que instalé en la parte de abajo de la chimenea y por encima de los aleros hacen que la casa parezca nueva de verdad, lo que en muchos sentidos es cierto, pues también instalé conductos de ventilación y aislamiento de tela asfáltica en el desván (con lo que sube a 23 el coeficiente de resistencia térmica), reforcé la mitad de los cimientos y todavía pienso instalar unas rejas protectoras en cuanto encuentre inquilino. Los Harris ya hace seis meses que se han ido, y, francamente, no entiendo por qué no encuentro un nuevo inquilino, teniendo en cuenta el precio de los alquileres en Haddam y que pido un alquiler moderado: 575 dólares, servicios incluidos. Un joven negro empleado en una funeraria de Trenton estuvo a punto, pero su mujer consideró que el trabajo le quedaba demasiado lejos. Luego dos negras muy atractivas que son secretarias en un bufete de abogados estuvieron dudándolo, pero por alguna razón consideraron que el vecindario no era lo bastante seguro. Por supuesto, yo tenía preparada una larga explicación de por qué era el vecindario más seguro de la ciudad: nuestro único policía negro vive a un tiro de piedra, el hospital sólo está a tres manzanas de distancia, los habitantes de la manzana se conocen unos a otros y vigilan de un modo natural; y cuando tuvo lugar el único atraco del que se tiene memoria, los vecinos salieron corriendo de sus casas y atraparon al delincuente antes de que llegara a la esquina. (Que el ladrón resultó ser el hijo del policía negro, no lo mencioné.) Pero fue inútil.

A causa de mi acceso restringido, la casa de los McLeod todavía no tiene tan buen aspecto como la que fue de los Harris. El revoque está cuarteado y deja ver los ladrillos, y un par de tablas del porche pronto empezarán a deteriorarse si no se hace nada. Mientras subo los escalones delanteros, oigo el acondicionador nuevo zumbando en la ventana (Larry lo exigió, aunque yo lo conseguí usado de una de las propiedades de las que nos ocupamos), y estoy seguro de que hay alguien en casa.

Pulso una sola vez el timbre de la puerta, luego me retiro un poco y sonrío de modo profesional aunque amistoso. Cualquiera que esté dentro sabe quién está fuera, al igual que todos los vecinos. Lanzo una ojeada a la cálida y sombreada calle. Las dos mujeres siguen hablando al lado de sus escobas, la radio todavía toca el blues en el interior de una casa recalentada. «Honey Bee», me acuerdo, es el título de la canción de Bobby Bland, pero todavía no recuerdo la letra. Me fijo en que el césped de los dos jardines está alto y amarillea en algunas zonas, y que las silvanas que plantaron los Harris y regaron hasta su marcha están lacias, secas y parduscas, y probablemente tienen las raíces podridas. Me estiro hacia adelante y echo una rápida ojeada a la cerca que hay entre los jardines de las dos casas. Unas hortensias rosas y azules florecen escasamente a lo largo del murete donde ocultan los contadores del gas y el agua, y las dos zonas parecen desiertas y sin usar, invitando a los merodeadores.

Vuelvo a apretar el timbre, consciente de pronto de que no acude nadie y que tendré que volver después del fin de semana, momento en el que cobraré el alquiler con retraso y posiblemente con problemas. Desde que me he convertido en el dueño de estas viviendas, me vengo preguntando si no debería dejar mi casa de Cleveland Street —ponerla en venta— y trasladarme a una de mis casas alquiladas para reducir gastos, lo que representaría una seguridad para el futuro y pondría mi conducta en armonía con mis discursos en cuestión de relaciones humanas. Al final los McLeod se marcharían, asqueados de mi presencia, y entonces podría encontrar unos inquilinos nuevos que fueran mis vecinos (posiblemente, una familia vietnamita, para realzar el sabor de la mezcla). Aunque, en el estado actual del mercado inmobiliario, mi casa de Cleveland Street podría seguir vacía durante meses, lo que a la larga podría inducirme a alquilar a cualquier precio, con un grave quebranto económico por mucho que yo fuera mi propio agente. Por otra parte, incluso en Haddam, encontrar un inquilino de calidad a corto plazo para una casa tan grande como la mía es un objetivo arriesgado y raramente sale bien.

Aprieto el timbre una vez más, quedo parado en el escalón más alto, y trato de oír sonidos dentro: pisadas, una puerta que se cierra, una voz amortiguada, el sonido de los pasos de los niños corriendo. Pero nada. Esto ya ha pasado antes. Hay alguien dentro, claro, pero no abre nadie, y como no quiero usar mi llave ni llamar a la policía y decir que estoy «preocupado» por los inquilinos, no me queda más remedio que recoger mis cosas y volver otra vez, probablemente hoy mismo, más tarde.

De vuelta a la animación de Seminary Street, aparco delante del edificio de Lauren-Schwindell y hago un rápido recorrido por la agencia, donde la habitual languidez de los días que preceden a la fiesta planea por encima de las mesas vacías, las pantallas apagadas de los ordenadores y las fotocopiadoras. Casi todos los empleados, incluidos los agentes más jóvenes, se han quedado en cama una hora más, con el pretexto de que el éxodo de los días de fiesta significa que los negocios duermen y que cualquiera que los necesite puede llamarles a casa. Sólo se entrevé a Everick y Wardell, que entran y salen del almacén del fondo, cuya puerta, que da al aparcamiento, han dejado abierta. Vuelven con carteles de SE VENDE recuperados de las zanjas y los descampados donde nuestros quinceañeros locales los arrojaron una vez que se cansaron de tenerlos en las paredes de sus habitaciones o cuando sus madres decidieron que ya estaba bien. (Nosotros ofrecemos tres dólares como «prima de captura», y sin hacer preguntas, por cada uno que traigan, y Everick y Wardell —unos gemelos de rostro serio, altos, tiesos, solteros, de cincuenta y muchos años, que llevan viviendo toda la vida en Haddam y, por extraño que parezca, se graduaron en la universidad estatal de Trenton— han hecho una ciencia del saber dónde buscarlos exactamente.) Los Lewis, a quienes normalmente encuentro imposible distinguir el uno del otro, viven a la vuelta de la esquina de mis dos casas en una casa dividida en dos apartamentos que les dejaron sus padres; son muy avaros, y han sabido invertir inteligentemente en el negocio inmobiliario, pues son dueños de una residencia para la tercera edad en Neshanic, de la que obtienen buenos ingresos. Eso no impide que trabajen a tiempo parcial en la agencia, y que regularmente hagan pequeños trabajos de mantenimiento para mí en Clio Street, tareas que realizan con notable eficiencia y una altivez que podría hacer que alguien concluyera que están ofendidos conmigo. Aunque ése no es el caso, pues los dos me han dicho en más de una ocasión que, como he nacido en Mississippi, a pesar de todo el pesado bagaje que eso implica, poseo de modo natural un instinto superior para comprender a los miembros de su raza que cualquier blanco del Norte. Esto no es cierto, evidentemente, pero su actitud es muy propia de ese inmovilismo racial a la vieja usanza que perpetúa con fuerza implacable las «verdades» infundadas.

Veo que nuestra recepcionista, la señorita Vonda Lusk, ha salido del servicio de señoras y se ha instalado cómodamente en medio de la hilera de mesas de despacho desocupadas, con un pitillo y una Coca-Cola; tiene una pierna cruzada, que balancea, y responde encantada al teléfono mientras hojea un número de Time a la espera del mediodía, que hoy es la hora oficial de cierre. Es una rubia alta, rellena y pechugona, que lleva una tonelada de maquillaje y se presenta en la oficina con vestidos de cóctel de colores chillones increíblemente cortos. Vive en Grovers Mills, donde fue directora del grupo de majorettes en 1980. Era la mejor amiga de Clair Devane, nuestra agente asesinada, y de vez en cuando habla conmigo del «caso», ya que, al parecer, sabe que estuvimos liados, aunque procuramos llevarlo con la máxima discreción. «Creo que en este caso no han puesto toda la carne en el asador» es su invariable opinión acerca de la actitud de la policía. «Si hubiera sido blanca, y del pueblo, verías qué diferencia. Los del FBI estarían aquí, perdiendo el culo». Detuvieron a tres hombres blancos y los tuvieron un día en la comisaría, pero los dejaron ir, y lo cierto es que desde entonces no parece haberse hecho ningún progreso en la investigación, aunque el novio de Clair es un abogado negro de un bufete local y está muy bien relacionado, y los miembros del consejo de administración de nuestra empresa ofrecen una recompensa de 5000 dólares a quien aporte alguna pista que conduzca al esclarecimiento del caso. Por otra parte, lo cierto es que el FBI realizó algunas investigaciones y decidió que el asesinato de Clair no era delito federal, por lo que su resolución competía a la policía local.

En la oficina hemos dejado sin ocupar su escritorio hasta que se encuentre el asesino, al menos oficialmente (lo cierto es que los negocios no son tan boyantes como para contratar a alguien que ocupe su puesto). Y Vonda, por su parte, puso una cintura negra, sujeta con celo, en la silla de Clair y un jarrón —cuya agua ya está un tanto turbia— con una rosa sobre el vacío tablero de madera. Así nos previene contra el olvido.

Esta mañana, sin embargo, Vonda está más preocupada por los asuntos mundiales. Tiene un fanático interés por estar al día y lee todas las revistas que llegan a la oficina; ahora tiene la revista Time doblada sobre el muslo, que enseña con generosidad.

—Oye, Frank, ¿eres partidario de los misiles con una sola cabeza nuclear o de los de múltiples cabezas?

Dice esto con voz cantarina nada más verme, al tiempo que me dirige su más resplandeciente sonrisa de bienvenida, la de «¡Qué alegría más grande me da verte, chico!». Lleva un llamativo vestido rojo, blanco y azul, que le deja los hombros al descubierto, tan escotado, que si se inclinara sobre un mostrador para recoger el cambio, se le vería el liguero. Entre nosotros sólo hay una buena amistad, sazonada con abundantes pullas.

—De la cabeza única —digo, mientras me dirijo hacia la puerta con tres hojas de propuesta de venta. Everick y Wardell me han echado una ojeada y se han desvanecido (algo no infrecuente), así que he dejado en su bandeja de mensajes algunas instrucciones sobre el lugar del parque de Haddam donde deben aparcar el puesto rodante una vez que lo traigan el lunes de Franks, el puesto de bebidas que poseo al oeste de la ciudad, en la Route 31. Prefieren tratar todos los asuntos así: indirectamente y desde cierta distancia—. Creo que actualmente hay demasiadas cabezas nucleares —digo, dirigiéndome hacia la puerta.

—Bien, entonces tu punto de vista está oscurecido por un montón de mierda, según Time.

Vonda retuerce un mechón de pelo dorado alrededor de su dedo meñique. Es una demócrata convencida y sabe que yo también lo soy, y cree, a no ser que me equivoque en mis suposiciones, que podríamos pasarlo bien juntos.

—Tenemos que hablar de eso —digo.

—Me parece muy bien —dice ella, maliciosamente—. Estoy segura de que andas muy ocupado. ¿Sabías que Dukakis habla perfectamente el español?

Esto no lo dice dirigiéndose a mí, sino a quienquiera que pudiera estar escuchando, como si la desierta oficina estuviera abarrotada de gente interesada. En cuanto a mí, ya he franqueado la puerta[2] haciendo como que no la oigo y regreso lo más rápido que puedo a la fresca serenidad de mi Crown Victoria.

Son las nueve, y circulo por King George Road hacia el motel Sleepy Hollow, de la Route 1, a recoger a Joe y Phyllis Markham, y (cruzo los dedos) venderles antes del mediodía la casa que nos ofrecieron anoche.

Desde esta carretera bordeada de árboles, Haddam no parece una ciudad en decadencia. Ciudad antigua y próspera, fundada en 1795 por unos comerciantes cuáqueros descontentos que, después de romper con sus vecinos más liberales de Long Island, se dirigieron hacia el sur a organizar las cosas como debían ser, Haddam tiene un aspecto próspero y parece resueltamente orientada en sus expectativas cívicas. El parque inmobiliario cuenta con buen número de grandes villas del siglo XIX de estilo Segundo Imperio (que fueron a caer en manos de abogados importantes y ejecutivos de la industria informática), con profusión de cúpulas, cenadores y miradores, las cuales se mezclan, subrayándolas, con las construcciones de los tiempos primigenios de la ciudad, básicamente del estilo neoclásico, con detalles de la tendencia «federalista» de principios del siglo pasado, y del estilo «posrevolucionario» que floreció a finales del XVIII y principios del XIX, caracterizado por las casas de piedra con montantes de abanico en las puertas, pórticos con columnas y almohadillados a la romana en las paredes. Estas casas ya eran todas carísimas el día en que montaron la última puerta, hacia 1830, y raramente se ponen en venta, salvo en caso de divorcio vindicativo, cuando uno de los cónyuges quiere tener un gran cartel de SE VENDE clavado delante de su antiguo nido de amor para cabrear a la parte contraria. Incluso las pocas hileras de casas adosadas «pueblerinas» de estilo georgiano se han convertido en los últimos cinco años en residencias prestigiosas, y todas pertenecen a viudas ricas, maridos gay ansiosos de intimidad y cirujanos de Filadelfia que las mantienen como casas de campo a las que pueden ir rápidamente cuando les apetece darse un revolcón con sus enfermeras-anestesistas.

Aunque las apariencias, claro, pueden ser engañosas y normalmente lo son. Esto todavía no lo reflejan los precios que se piden, pero los bancos ha empezado a restringir los créditos y se dirigen a nosotros, los agentes inmobiliarios, con «problemas» sobre la valoración. Muchos vendedores que tenían planes de jubilación anticipada en el lago de los Ozarks, o en «un sitio más íntimo» en Snowmass, ahora que los niños han terminado en la universidad, están adoptando una actitud de espera y deciden que Haddam es un sitio mucho más agradable para vivir de lo que ellos imaginaban cuando pensaban que sus casas valían una fortuna. (Yo no empecé a dedicarme a los bienes raíces exactamente en el mejor momento; de hecho, empecé casi en el peor momento posible: un año antes de la crisis de octubre pasado, que nos puso el corazón en un puño.)

Con todo, igual que la mayoría de la gente, sigo siendo optimista, y considero que el boom mereció la pena, sin importar cómo van las cosas en este momento. El ayuntamiento de la ciudad de Haddam ha podido anexionarse el término rural del pueblo de Haddam, lo que ha incrementado la estabilidad fiscal gracias a la incorporación de nuevos contribuyentes y nos ha permitido suspender la moratoria que afectaba a las nuevas construcciones y reinvertir en infraestructuras (los trabajos de delante de mi casa son una buena ilustración). Y, debido a la llegada de agentes de cambio y de ricos abogados del mundo del espectáculo a comienzos de la década, se han conservado varias partes de la ciudad, lo mismo que algunas residencias de finales de la época victoriana que se estaban cayendo porque sus propietarios se habían hecho viejos o trasladado a Sun City o se habían muerto. Al mismo tiempo, en la categoría de los precios moderados a bajos, donde he mostrado una casa tras otra a los Markham, los precios han ido subiendo poco a poco, como vienen haciendo desde comienzos de siglo; así que la mayor parte de nuestros habitantes con ingresos medios, incluidos los negros residentes en Haddam, todavía pueden vender cuando estén hartos de pagar impuestos elevados, hacerse con un puñado de dólares, además de una sensación de triunfo, y trasladarse a Des Moines o Port-au-Prince, comprar una casa y vivir de sus ahorros. La prosperidad no siempre es una mala noticia.

Al final de King George Road, donde las empresas que venden tepes de césped para jardines se despliegan como un pastizal en Kansas, hago un giro hacia la antaño campesina Quakertown Road, sigo por el camino de la izquierda hacia la Route 1 y luego atravieso el enlace de Grangers Mill Road, lo que me lleva al motel Sleepy Hollow evitando media hora en un atasco de tráfico previo a la desbandada del 4 de Julio. A la derecha, el centro comercial Quakertown Mall se alza desolado en medio de su amplio aparcamiento, ahora casi desierto, con unos pocos coches a cada extremo, donde dos almacenes —un Sears y un Goldbloom— todavía resisten, aunque los promotores originales ahora han domiciliado sus negocios en una celda de la cárcel federal de Minnesota. Hasta en el Cine XII, situado en la parte trasera del complejo, sólo funcionan dos salas, en cada una de las cuales se proyecta una sola película.

Mis clientes, los Markham, con los que me reúno a las nueve y cuarto, proceden de Island Pond, una minúscula población en el extremo nordeste de Vermont, y viven el dilema de muchos norteamericanos. En un momento dado de los confusos años sesenta, casados cada uno por su lado, volvieron la espalda a la falta de alicientes de sus aburridas vidas (Joe era profesor de trigonometría en Aliquippa, y Phyllis un ama de casa vistosa, de cabello cobrizo y ojos ligeramente saltones, de la zona de Washington), y se dirigieron a Vermont en busca de una Weltansicht más variopinta y menos predecible. El tiempo y el destino pronto siguieron su curso: sus consortes se fueron con los consortes de otras personas, sus hijos se dedicaron a las drogas, las chicas quedaron embarazadas, se casaron, luego desaparecieron en California o el Canadá o el Tíbet o Wiesbaden, Alemania occidental. Joe y Phyllis anduvieron por ahí sin rumbo durante dos o tres años, frecuentaron círculos de amigos que se intersecaban en busca de nuevos Weltansichten, siguieron cursos, iniciaron estudios nuevos, probaron con parejas nuevas y, finalmente, aceptaron lo que estaba al alcance de su mano y era evidente desde un principio: amor sincero y recíproco. Casi de inmediato, Joe Markham —que es un tipo rechoncho, agresivo, de brazos cortos, ojos pequeños y espalda peluda, parecido a Bob Hoskins, y de más o menos mi edad, que jugaba de alero con los Aliquippa Fighting Quimps y cuya «creatividad» no salta a la vista— empezó a tener buena suerte con los cacharros y las esculturas vaciadas en arena de formas abstractas que había estado haciendo, que habían sido para él un mero pasatiempo y de las que su primera mujer, Melody, se había burlado de mala manera antes de largarse a Beaver Falls, y dejar que se las apañara solo con su sueldo del Departamento de Bienestar Social. Phyllis, simultáneamente, empezó a darse cuenta de que, de hecho, poseía un genio sin explotar para el diseño de folletos elegantes, de aspecto exuberante, con papel de lujo que podía hacer ella misma (diseñó el primer gran envío de propaganda por correo de Joe). Y, antes de que se dieran cuenta, estaban mandando las obras de arte de Joe y los suntuosos folletos descriptivos de Phyllis a todas partes. Los cacharros de Joe empezaron a aparecer en los grandes almacenes de Colorado y California, y también como ejemplares especiales y caros en lujosos catálogos de venta por correo, y, ante el asombro de los dos, ganaron premios en prestigiosas ferias de artesanía a las que ninguno de los dos tuvo nunca tiempo de acudir, porque estaban demasiado ocupados.

Muy pronto hicieron que les construyeran una nueva casa enorme con techos catedralicios, voladizos y chimenea hecha a mano con piedras del lugar, todo ello oculto al final de una calle privada con árboles, detrás de una vieja pomarada. Empezaron a dar clases gratis a pequeños grupos de estudiantes especialmente motivados en el Lyndon State College, para demostrar su agradecimiento a la comunidad que les había permitido superar los periodos duros, y, finalmente, tuvieron otra hija, Sonja, llamada así debido a una pariente croata de Joe.

Los dos, naturalmente, eran conscientes de que habían gozado de una suerte tremenda, teniendo en cuenta los errores que habían cometido y todo lo que se había ido a pique en sus vidas. Con todo, ninguno de ellos consideraba que su vida en Vermont fuera necesariamente su destino definitivo. Los dos tenían opiniones duras sobre los marginados profesionales y los hippies que vivían a salto de mata y no eran más que seres no productivos en una sociedad con necesidad de nuevas ideas.

—Yo no quería despertarme una buena mañana —me dijo Joe el primer día que vinieron a la agencia manchados de barro y con aspecto de misioneros desorientados— convertido en un gilipollas de cincuenta y cinco años con una cinta en la cabeza y un pendiente de oro, incapaz de hablar de otra cosa que no fuera cómo se ha jodido Vermont desde que apareció un montón de gente como yo y lo echó a perder.

Sonja necesitaba ir a un colegio mejor, decidieron, a fin de que luego pudiera integrarse en un colegio todavía mejor. Su anterior hornada de hijos había ido a colegios locales, vestida con sarapes y ropa de segunda mano, y la cosa no había funcionado demasiado bien. El hijo mayor de Joe, Seamus, ya había cumplido condena por robo a mano armada, había pasado por tres tratamientos de desintoxicación y apenas si sabía leer y escribir; una chica, Dot, se casó con un Ángel del Infierno a los dieciséis años y llevaban mucho sin saber de ella. Otro chico, Federico, hijo de Phyllis, estaba en el ejército. Así pues, basándose en estas tristes pero instructivas experiencias, comprensiblemente, querían algo más prometedor para la pequeña Sonja.

En consecuencia, realizaron un estudio comparativo de los lugares donde eran mejores los colegios y la vida más agradable, y donde la obra de Joe pudiera tener cierto acceso a los mercados de Nueva York, y Haddam se situó a la cabeza en todas las categorías. Joe inundó la zona de cartas y currículums y encontró trabajo en el departamento de producción de un nuevo editor de libros de texto, Leverage Books, en Hightstown, para lo que le sirvieron su formación como matemático y sus conocimientos de informática. Phyllis se enteró de que había varios fabricantes de papel en la ciudad, y que Joe podría seguir haciendo cacharros y esculturas en un estudio que se construiría, reformaría o alquilaría, y podría continuar mandando sus obras con los imaginativos folletos de Phyllis, al tiempo que se embarcaban en una aventura totalmente nueva en un sitio donde los colegios eran buenos, las calles seguras y la atmósfera radiante y limpia de drogas.

Su primera visita fue en marzo, época en la que ellos consideraron, correctamente, que salía «todo» al mercado. Querían tomarse su tiempo, inspeccionar el espectro completo, decidirse de un modo razonable, hacer una oferta por una casa hacia el primero de mayo y estar regando el césped para el 4 de Julio. Se daban cuenta, claro, como me contó Phyllis Markham, de que probablemente necesitarían hacer unos pocos «reajustes» para adaptarse a las cosas. El mundo había cambiado en muchos aspectos mientras ellos perdían el tiempo en Vermont. El dinero ya no tenía el mismo valor, y se necesitaba más. Sin embargo, tanto el uno como el otro consideraban que habían llevado una buena vida en Vermont; habían ahorrado algo de dinero en los últimos años y, si no hubiera sido por los divorcios, la soledad, la incertidumbre ante el futuro y los problemas de los hijos, no la habrían cambiado por nada.

Decidieron vender su casa construida artesanalmente a la primera oportunidad, y encontraron a un joven productor de cine dispuesto a adquirirla por una pequeña entrada y el resto a plazos durante diez años. Querían, me contó Joe, quemar sus naves para impedir cualquier posibilidad de retirada. Depositaron sus muebles en el establo sin usar de un amigo, ocuparon la cabaña de otros amigos que estaban de vacaciones y se dirigieron a Haddam en su viejo Saab un domingo por la noche, listos para presentarse como compradores de una casa en una agencia el lunes por la mañana.

¡Sólo que se encontraron con la mayor sorpresa de toda su vida!

Lo que querían los Markham —como yo les dije— estaba absolutamente claro, y tenían toda la razón del mundo para buscarlo: una modesta casa de tres dormitorios y con unos cuantos detalles agradables, pero que fuera compatible con el «reajuste» y la primacía de la educación por la que habían optado. Una casa con suelo de madera, molduras en el techo, una chimenea con repisa tallada, barandillas sencillas, ventanas con maineles, tal vez incluso poyetes en las ventanas. De estilo Cape Cod, con chimenea central y agudo tejado de dos aguas, o una casita de estilo colonial de Nueva Inglaterra, renovada, en un terreno bordeado por el campo de maíz de un viejo campesino, o, si no, con un pequeño estanque o arroyo. De antes de la guerra, o de justo después. Ligeramente apartada. Una extensión de césped con, quizá, un arce en buen estado, algunas plantas crecidas, un garaje incorporado que posiblemente necesitara mejoras. Mensualidades tolerables o un crédito personal, algo que no les quitara el sueño. Nada ostentoso: simplemente, un hogar adecuado para la familia nuclear recompuesta que comienza el tercer cuarto de la vida con una niña a bordo. Algo de unos ciento cuarenta y ocho mil dólares, cuatrocientos metros cuadrados por lo menos, cerca de un colegio, con una tienda de comestibles a la que se pudiera ir andando.

El único problema era, y es, que las casas como ésa —en las que sueñan los Markham mientras van y vienen por la carretera que cruza la cordillera de Taconie y contemplan embobados los techos medio ocultos entre los árboles y los caminos rurales bordeados de muros de piedra cubiertos de musgo y de vegetación que se pierden a lo lejos, serpenteando, en dirección a misteriosos y maravillosos hogares que podrían ser suyos en el condado de Columbia— son historia. Historia antigua. Y sus precios dejaron de fluctuar hacia la época en que Joe le decía adiós a Melody y dedicaba su atención a la rellenita, pechugona y atractiva Phyllis. Digamos en 1976. Hoy hay que tener cuatrocientos cincuenta mil dólares, y eso si la encuentras.

Y, a lo mejor, yo podría encontrar algo parecido si el comprador no tenía mucha prisa y no se desmayaba cuando el banco le dijera que valoraba la casa que ofrecía como garantía del préstamo en treinta mil dólares menos de lo que pedía y el propietario quisiera el veinticinco por ciento al contado y declarara que no sabía qué era eso de un crédito personal.

Las casas que les podría enseñar, todas, quedaban significativamente por debajo de su sueño. El precio medio actual de las casas de Haddam anda por los ciento cuarenta y nueve mil dólares para una casa de estilo colonial de serie, en una urbanización casi terminada de Mallards Landing, que no está demasiado cerca: doscientos metros cuadrados, incluido el garaje, tres habitaciones, dos cuartos de baño, posibilidad de ampliación, nada de chimenea, sótano ni moqueta, construida en una parcela de veinte metros por sesenta, sin cercas, para dar la sensación de que hay más espacio, y con una buena vista sobre un «lago» con el fondo de fibra de vidrio. Todo esto les sumió en un profundo mal humor, de modo que al cabo de tres semanas de visitas, incluso llegaron a negarse a bajar del coche para recorrer la mayoría de las casas donde yo había concertado citas.

Además de eso, les enseñé una variedad de casas más viejas en el centro de la ciudad dentro de sus disponibilidades económicas: la mayor parte pequeñas, con dos oscuros dormitorios, fachadas de estilo vagamente griego, construidas originalmente a finales del siglo pasado para los criados de los ricos y de las que ahora eran propietarios los descendientes de los inmigrantes sicilianos que vinieron a New Jersey a trabajar de canteros en la capilla del Instituto de Teología, o bien empleados de la industria de servicios, tenderos o negros. En su mayor parte estas casas son versiones descuidadas, reducidas, de las grandes mansiones de la ciudad —lo sé porque Ann y yo alquilamos una cuando nos trasladamos, hace dieciocho años—, sólo que las habitaciones son cuadradas, con pocas ventanas, de techos bajos, y se comunican de modo complicado, así que uno se siente tan agobiado y nervioso como si estuviera en la consulta de un masajista barato. La cocina siempre está al fondo, raramente hay más de un cuarto de baño (a no ser que la casa haya sido reformada, en cuyo caso el precio se dobla); la mayoría de esas casas tienen sótanos húmedos, están dañadas por las termitas, tienen enigmas estructurales insolubles, cañerías de hierro colado con sospechosos pegotes de plomo, instalaciones eléctricas insuficientes y jardines del tamaño de sellos de correos. Y para conseguirlas es preciso pagar el precio que te piden, sin tratar de regatear. Los que venden siempre son la última línea de defensa contra la realidad y los primeros en notar que la exclusividad de lo que ofrecen está amenazada por misteriosos ajustes del mercado. (Los segundos son los compradores.)

De hecho, en dos ocasiones terminé enseñándole la casa a Sonja (¡que tiene la edad de mi hija!), con la esperanza de que viera algo que le gustara (un cuarto pintado alegremente de rosa que podría ser el suyo, un sitio especialmente adecuado para colocar el vídeo, unos empotrados en la cocina que pensara que estaban bien), y luego saliera atolondradamente por el camino de entrada murmurando que aquélla era la casa con la que había estado soñando toda su breve vida, y que su padre y su madre sólo tenían que entrar a verla.

Sólo que nunca pasó. En ambas ocasiones, cuando Sonja corría haciendo ruido por las vacías habitaciones, preguntándose, estoy seguro, a quién se le ocurría que una niña de doce años fuera a comprar una casa, atisbé por las cortinas y vi a Joe y Phyllis discutiendo agriamente dentro de mi coche —algo que se había estado cociendo el día entero—, él en la parte delantera, ella en la de atrás, gruñendo pero sin mirarse el uno al otro. Joe se volvió una o dos veces para atravesarla con sus ojitos oscuros, tan fijos como los de un mono, y gritarle algo terrible, y Phyllis cruzó sus regordetes brazos, miró con odio hacia la casa y movió la cabeza sin molestarse en contestar. Nos reunimos con ellos enseguida y nos dirigimos a nuestra próxima cita.

Desgraciadamente, los Markham, por ignorancia y obstinación, no han conseguido intuir la única verdad gnóstica del negocio inmobiliario (una verdad imposible de revelar sin parecer deshonesto y cínico): que la gente nunca encuentra ni compra la casa que quiere. Una economía de mercado, lo he aprendido, no está ni siquiera remotamente prevista para que una persona consiga lo que quiere. La premisa es que te ofrezcan algo que nunca habías imaginado que te pudiera gustar, pero que está a tu alcance, y en consecuencia lo aceptas y empiezas a encontrar modos de reconciliarte con esta solución y contigo mismo. Y no es que haya nada malo en eso. ¿Por qué tendría uno que conseguir sólo lo que cree que quiere, o quedar limitado por los planes que haya hecho? La vida nunca es así, y si uno es lo bastante listo, decidirá que es mejor que sea como es.

Mi propia actitud al abordar todas estas cuestiones, y específicamente las que se refieren a los Markham, ha sido dejar perfectamente claro que quien me paga es el que vende, y que mi función es familiarizarles con nuestra zona, dejar que decidan si quieren instalarse aquí, y luego utilizar las reservas de buena voluntad que me queden para venderles, al final, una casa. También he insistido en el hecho de que vendo casas del modo en que me gustaría que me vendieran una a mí: sin ir forzosamente a favor del viento; sin emitir opiniones en las que no creo; no enseñándoles a mis clientes una casa que por lo que me han dicho ya sé que no les gustará, haciendo como que el tema nunca salió a relucir; no diciendo que una casa es «interesante» o «tiene posibilidades» si creo que es una basura; y, finalmente, en lugar de buscar que se «crea en mí» (no es que no sea digno de confianza, sino que, simplemente, no recurro a ella), les pido que tengan confianza en lo que ellos valoran: en sí mismos, en el dinero, en Dios, en la estabilidad, en el progreso, o sólo en una casa que ven y les gusta y deciden vivir en ella; y que obren en consecuencia.

Hasta el día de hoy, los Markham han visto cuarenta y cinco casas —vienen más o menos a desgana de Vermont y vuelven—, aunque muchas de ellas sólo las vieron desde la ventanilla de mi coche cuando circulábamos lentamente junto a la acera.

—Jamás podría vivir en un sitio tan asqueroso —decía Joe, bufando en dirección a la casa donde había concertado una cita.

—No pierdas el tiempo aquí, Frank —sugería Phyllis, y nos marchábamos.

O Phyllis apuntaba desde el asiento de atrás:

—Joe no puede soportar las construcciones de estuco. No quiere ser él quien lo diga, así que lo digo yo. Se crió en una casa de estuco de Aliquippa. Además, preferimos no tener que compartir el camino de entrada.

Y no eran malas casas. Ninguna de ellas necesitaba reparaciones importantes, unas cuantas «chapuzas» o «un poco de amor» (en cualquier caso, en Haddam no las hay de ese tipo). Todavía no les he enseñado ninguna donde no pudieran empezar de nuevo con un poco de mano izquierda, unos gastos de renovación limitados y cierto sentido del espacio.

Desde marzo, con todo, los Markham todavía no han comprado nada, realizado la menor oferta, rellenado un cheque para abonar la paga y señal. Ni siquiera han visto una casa dos veces, y, en consecuencia, estaban muy desanimados cuando llegaron los días más cálidos del verano. Por mi parte, durante ese periodo, he hecho ocho ventas satisfactorias de casas, enseñado un centenar de otras casas a una treintena de personas distintas, he pasado varios fines de semana en la costa u otros sitios con mis hijos, he visto (desde la cama) los partidos finales del campeonato universitario de baloncesto, el primer partido de béisbol en Wringley, el abierto de Francia entero y tres rondas de Wimbledon; y, desde un punto de vista menos agradable, he seguido la agobiante campaña presidencial, celebrado mi cuarenta y cuatro cumpleaños, y apreciado que mi hijo se iba convirtiendo gradualmente en una fuente de preocupaciones y dolor para él y para mí. En este espacio de tiempo también se han estrellado dos aviones de pasajeros en nuestras costas, Irak ha envenenado a un buen número de campesinos kurdos, el presidente Reagan ha visitado Rusia, se produjo un golpe de Estado en Haití, la sequía ha echado a perder los cultivos de la parte central del país y los Lakers han ganado la copa de la NBA. La vida, como se ve, ha seguido.

Entre tanto, los Markham han empezado «a tragar quina» debido al productor de cine que ahora vive en su casa soñada y, cree Joe, produce películas porno utilizando a quinceañeros de la zona. Además, de la indemnización que recibió Joe por dejar su empleo en el Departamento de Bienestar Social de Vermont ya no les queda nada, y no demasiado del dinero ahorrado para las vacaciones. Phyllis, ante su consternación, ha empezado a tener dolorosos, y puede que graves, problemas femeninos que la han obligado a realizar varios viajes a Burlington para hacerse análisis, así como dos biopsias, y se habla de una posible operación. Su Saab ha empezado a calentarse mucho y petardea en los viajes diarios que hace Phyllis para llevar a Sonja a las clases de danza en Craftsbury. Y, por si eso no fuera bastante, sus amigos han vuelto de sus vacaciones geológicas en el Gran Lago de los Esclavos, de modo que Joe y Phyllis consideran la posibilidad de volver a vivir en su «casa original», que lleva tiempo abandonada en su antiguo terreno, y, posiblemente, solicitar una prestación de la asistencia social.

Aparte de todo eso, los Markham han tenido que encarar la dosis de enfrentamiento a lo desconocido que implica la compra de una casa; un enfrentamiento a lo desconocido capaz de afectar su vida entera, y eso aunque fueran unas riquísimas estrellas de cine o el teclista de los Rolling Stones. Comprar una casa, después de todo, en parte determina cosas que les preocuparán pero que todavía no saben: la visión tranquila (o no) que tendrán por la ventana, el sitio en el que discutirán o harán el amor, el lugar y la situación donde se sentirán asediados por la vida o a salvo de la tormenta, donde las facetas más alegres y vigorosas de sí mismos terminarán por abandonarles (por sobrevaloradas que estuvieran) y quedarán enterradas, donde corren el riesgo de morir o de ponerse enfermos y desear estar muertos, adonde regresarán después de los entierros o después de divorciarse, como me pasó a mí.

Evidentemente, todos esos acontecimientos desconocidos de su vida futura deberían ser tenidos en cuenta e incluidos en la lista de cosas que no se saben acerca de una casa, junto con la potencialmente dolorosa certeza de que sabrán bastante más en el instante en que firmen los papeles, tomen posesión de la casa, cierren la puerta y se instalen en ella, y que al cabo de un tiempo sabrán todavía más cosas, que tal vez no sean agradables, por mucho que deseen que la compra de una casa no tenga consecuencias desagradables para ellos ni para sus seres queridos. A veces no entiendo por qué hay personas que compran una casa, ni por qué toman la decisión que sea cuando, de hecho, implica riesgos evidentes.

Como parte de mis servicios a los Markham, me he esforzado por hacer ciertos arreglos que rellenen las brechas. Después de todo, es tarea mía ocuparme de ese sentimiento ante lo desconocido, y soy plenamente consciente de los miedos que hacen temblar y estremecen el corazón de la mayoría de los clientes después de una prolongada y nada satisfactoria experiencia en la compra de propiedades inmobiliarias: ¿Será un timador este tipo? ¿Me mentirá y me robará el dinero? ¿No estarán recalificando esta zona y sabe que albergará una nueva cadena de hospicios o de centros de rehabilitación para drogadictos? También sé que la causa más frecuente por la que se echan atrás los clientes (aparte de la mala educación del agente inmobiliario o su evidente estupidez) es la amarga sospecha de que el agente no está prestando atención a sus propios deseos. «Sólo nos enseña lo que todavía no ha sido capaz de quitarse de encima y trata de convencernos de que nos guste». O: «Nunca nos enseña nada que se parezca a lo que dijimos que nos interesaba». O: «Nos está haciendo perder el tiempo paseándonos en coche por la ciudad y dejándonos que le invitemos a comer».

A primeros de mayo les ofrecí un piso amueblado en una mansión victoriana reformada de Burr Street, detrás del teatro de Haddam, un sitio amueblado con todo el menaje necesario y un aparcamiento cubierto. El alquiler, mil quinientos dólares al mes, era algo caro, pero había colegios cerca y Phyllis se las podría arreglar sin un segundo coche si se quedaban allí hasta que Joe reanudara el trabajo. Joe, sin embargo, me dijo que había vivido por última vez, se lo había jurado, en un «mierdoso apartamento sin agua caliente» en 1964, cuando estudiaba segundo en Duquesne, y no tenía la intención de que Sonja viviera en un sitio de paso mientras se adaptaba al ambiente opresivo de un nuevo colegio lleno de un montón de chicos ricos y neuróticos que habitaban en buenas casas de las afueras. Su hija quedaría traumatizada para siempre. Prefería, dijo, olvidar toda aquella mierda. Una semana después les ofrecí un bungalow que les habría ido que ni pintado, de ladrillo con tejado de madera, en una calle estrecha detrás de Pelcher’s; un agujero, seguro que sí, pero un sitio en el que se podrían instalar con unos cuantos muebles alquilados y haciendo pocos arreglos, exactamente igual que Ann y yo, o las personas que sean, vivimos cuando éramos recién casados y creíamos que todo era estupendo y luego sería mejor. Joe, sin embargo, se negó incluso a pasar en coche por delante.

Desde comienzos de junio, Joe está cada vez más malhumorado y agresivo, como si hubiera empezado a ver el mundo de un modo completamente nuevo que no le gusta, y estuviera creando unos intensos mecanismos de defensa. Phyllis me ha llamado dos veces en plena noche, una después de haber llorado, y me confió que Joe no era hombre con el que resultara fácil convivir. Dijo que había empezado a desaparecer durante parte del día y se había puesto a hacer cacharros en el taller de una artista amiga suya, tomaba demasiada cerveza y volvía a casa pasada la medianoche. Entre las cosas que preocupaban a Phyllis, estaba su convencimiento de que era capaz de abandonarlo todo —el traslado, el colegio de Sonja, Leverage Books, incluso su matrimonio— y recaer en el modo de vida inconformista que llevaba antes de que se unieran y planearan llevar una nueva vida, algo que muy bien podría conducirle al hundimiento total. Era posible, dijo, que Joe no fuera capaz de soportar las consecuencias de una intimidad auténtica, lo que para ella significaba compartir los problemas tanto como los éxitos con la persona querida, y también era posible que el acto de intentar adquirir una casa hubiera abierto la puerta que daba a unos pasillos oscuros que a ella le daba miedo recorrer, aunque, felizmente para mí, no parecía dispuesta a discutir de cuáles se trataba exactamente.

En resumen, los Markham se enfrentaban a una desestabilización potencialmente catastrófica en una resbaladiza pendiente socio-emotivo-económica, algo que no podían imaginar seis meses antes. Además, sé que se habían puesto a pensar en todos los otros pasos en falso que habían dado en el pasado, en lo caros que les costaron, y en que no querían repetir algo parecido. En cuestión de penas, la suya, claro, es poco original. Aunque, en definitiva, lo peor de la pena es que empuja a huir de la oportunidad de sufrir una pena nueva justo cuando se entrevé que todo aquello que vale la pena hacer va acompañado del riesgo potencial de joderle a uno la vida entera.

Un sabor metálico se filtra a través del ozono de New Jersey —el que exhalan los motores recalentados y los frenos de los camiones en la Route 1—, y alcanza la ondulada carretera secundaria por la que ahora paso, en la que está la oficina principal de una empresa farmacéutica nueva y muy poderosa, situada al lado de un hermoso campo de trigo donde realizan sus experimentos los agrónomos de la Universidad de Rutgers. Justo después se encuentra la urbanización Mallards (señalada por dos patos que nadan en un rótulo de estilo colonial de madera falsa); las futuras casas todavía no son más que un entramado de tablas, y la tierra roja y pelada de lo que serán jardines espera que la cubran de césped. Unos carteles naranjas y verdes ondean junto a la carretera: «Visite la casa piloto». «Un placer a su alcance». «El secreto mejor guardado de New Jersey». Pero a un lado, a doscientos metros, todavía hay montones de troncos y tocones que arrancaron las excavadoras en el sitio donde más o menos estará el centro comunitario de la urbanización. Y unos quinientos metros más allá, detrás de la hilera de árboles de tercera generación donde no queda ningún animal nativo, un gran depósito de gasolina se alza contra el cielo, que se hace más espeso y tormentoso por momentos, con las balizas de sus dos enormes cisternas parpadeando con unas luces rojas y plateadas para mantener alejadas a las gaviotas y los reactores que se acercan al aeropuerto de Newark.

Cuando hago el último giro a la derecha para entrar en el Sleepy Hollow, dos coches están aparcados en el terreno lleno de hoyos, aunque sólo uno tiene la irritante matrícula verde de Vermont: un Nova verde claro, oxidado, prestado por los amigos del Gran Lago de los Esclavos de los Markham, con una pegatina manchada de barro que dice LOS ANESTESISTAS SON NÓMADAS. Un agente inmobiliario más calculador ya habría telefoneado para dar la «buena noticia» sobre una inesperada rebaja en el precio de una casa inaccesible, y dejado el mensaje en recepción ayer por la noche como suplicio de Tántalo y señuelo. Pero lo cierto es que ya estoy un poco cansado de los Markham —dada nuestra larga campaña—, y me domina un estado de ánimo no especialmente acogedor, de modo que me limito a detenerme en mitad del aparcamiento a la espera de que las vibraciones de mi llegada atraviesen las frágiles paredes del motel y hagan que salga la pareja dispuesta a disculparse y mostrarse muy agradecida, y a invertir su dinero en el mismo instante en que pongan los ojos en esa casa de Penns Neck de la que, claro, todavía no les he hablado.

Una delgada cortina se alza, de hecho, en la pequeña ventana cuadrada de la habitación número 7. La cara redonda y lúgubre de Joe Markham —que parece cambiada (aunque no sabría decir de qué modo)— aparece en un lago de oscuridad. La cara se da la vuelta, los labios se mueven. Saludo con la mano, la cortina vuelve a caer y pasan cinco segundos antes de que se abra la puerta rosa para dejar salir al calor de la mañana a una Phyllis Markham que camina con los andares de una mujer que no acaba de acostumbrarse a engordar. Phyllis, lo veo desde el asiento del conductor, ha acentuado el color cobrizo de su pelo, que se le ha puesto más brillante y oscuro, y también se lo ha cortado: ahora lo lleva en forma de seta, como suelen hacer las matronas asexuadas de las zonas residenciales de las afueras; y, en el caso de Phyllis, este nuevo corte revela sus menudas orejas y hace que su cuello parezca más corto. Lleva puestos unos holgados pantalones caqui, sandalias y un grueso jersey mejicano para ocultar sus excesivas redondeces. Como yo, tiene más de cuarenta, aunque sea difícil precisar más, y su actitud hace pensar en que un nuevo fardo de desamparo pesa sobre la tierra y que sólo lo sabe ella.

—¿Preparados? —digo, ahora con el cristal de la ventanilla bajado, sonriendo sin ganas en la brisa reciente previa a la tormenta. Pienso en el chiste del caballo que me contó Paul y me entran ganas de soltarlo, como he prometido.

—Él asegura que no viene —dice Phyllis, y su labio inferior, ligeramente dilatado y oscuro, hace que me pregunte si Joe le habrá atizado una bofetada esta misma mañana. Como los labios son lo que Phyllis tiene mejor, es más probable que Joe se haya dado un buen revolcón con ella al despertar para olvidarse de los problemas inmobiliarios.

Yo todavía sonrío.

—¿Cuál es el problema? —digo. Ahora unos papeles y polvo del aparcamiento se arremolinan empujados por la ardiente brisa y, cuando miro por el retrovisor, veo unas nubes tormentosas de un violeta oscuro que asoman por el oeste, ocultando el cielo, mientras se preparan para soltar una tromba de agua. Mal augurio para la venta de una casa.

—Hemos tenido una discusión al venir —Phyllis baja la mirada, luego mira inquieta a la puerta rosa, como si esperara que Joe apareciera lanzando gritos de guerra y montando y cargando un M-16. Levanta la vista hacia el pesado cielo, como pidiéndole protección—. ¿Te importaría ir a hablar con él? —Dice esto con voz apagada, después levanta su pequeña nariz y contrae los labios mientras dos lágrimas tiemblan en el borde de sus pestañas. (Había olvidado que Joe le había contagiado su acento pastoso del oeste de Pennsylvania.)

La mayoría de los norteamericanos arreglan al menos parte de sus problemas de coexistencia en presencia de agentes inmobiliarios o como resultado de algo que haya hecho o dicho un agente inmobiliario. Sin embargo, mi opinión es que la gente haría mejor en arreglar sus querellas conyugales, peleas verbales y encontronazos emocionales antes de ponerse a visitar casas. Me siento más o menos a gusto con los silencios sepulcrales, los amargos y crípticos apartes, los ojos vueltos hacia el cielo y las miradas asesinas que entrecruzan los potenciales compradores, que indican, pero no expresan abiertamente, los auténticos arreglos de cuentas, gritos y conflictos de después de la medianoche. Pero el código de conducta de los clientes debería decir: «Dejad a un lado todas esas jodiendas a la hora de la cita para que yo pueda dedicarme a mi tarea, es decir, a levantaros la moral, ofrecer posibilidades nuevas e inesperadas, y asegurar una ayuda que es muy necesaria para el bien vivir». (No lo he dicho, pero los Markham están a punto de que los tache de la lista, y de hecho estoy muy tentado a subir el cristal, meter marcha atrás y salir disparado en dirección a la costa.)

Pero en vez de eso, me limito a preguntar:

—¿Qué quieres que le diga?

—Dile sólo que es una casa estupenda —contesta ella, con una voz de derrota.

—¿Dónde está Sonja?

Me pregunto si estará dentro, sola con su padre.

—Tuvimos que dejarla en casa —Phyllis niega tristemente con la cabeza—. Mostraba signos de estrés. Ha adelgazado, y anteanoche se hizo pis en la cama. Esto está siendo bastante duro para todos, me parece.

Bueno, al menos a la niña aún no le ha dado por quemar vivo a ningún animal.

Abro la puerta de mala gana. Al lado del Sleepy Hollow, dentro de una cerca de alambre de espino, hay una miserable tienda de tapacubos para coches, cuyos brillantes productos, clavados y colgados por todas partes, suenan y resuenan, destellando con la brisa. En el interior del recinto están dos ancianos blancos, delante de una pequeña chabola de plancha metálica completamente cubierta de tapacubos. Uno de ellos se ríe de algo, con los brazos cruzados sobre su prominente barriga, mientras se balancea. El otro no parece que le oiga, y se limita a mirarnos a Phyllis y a mí como si la transacción que llevamos a cabo le pareciera muy distinta de lo que es en realidad.

—De todos modos, es exactamente lo que le iba a decir —digo, y trato de volver a sonreír. Es obvio que Phyllis y Joe están a punto de venirse abajo, y amenazan con dirigirse a otra agencia en busca de un imposible nuevo comienzo, y con terminar comprando el primer miserable chamizo que les enseñe cualquier otro agente.

Phyllis no dice nada, igual que si no me hubiera oído, y se limita a cruzar los brazos y apartarse malhumorada cuando me dirijo hacia la puerta rosa con un paso al que la brisa que me empuja por la espalda confiere una alegre vivacidad que estoy muy lejos de sentir.

Medio golpeo, medio empujo la puerta, que está entreabierta. Dentro está a oscuras y hace calor, y huele a insecticida contra cucarachas y al champú de coco de Phyllis.

—¿Hay alguien? —digo con tono seguro, o al menos que pretende serlo. La puerta del cuarto de baño, que tiene la luz encendida, está abierta; una maleta y varias prendas dispersas están encima de una cama deshecha. Tengo la sensación de que Joe podría estar cagando, y que tendré que hablar con él seriamente sobre las opciones inmobiliarias en esas condiciones.

Pero entonces lo distingo. Está sentado en un sillón tapizado de plástico en un rincón oscuro entre la cama y la cortina de la ventana por debajo de la que antes vi asomar su cara. Lleva puestas —lo consigo distinguir— unas chancletas turquesa, unos pantalones cortos ajustados de licra, de color plateado, que le marcan el paquete, y una especie de camiseta sin mangas. Sus brazos cortos y carnosos están en los reposabrazos del sillón, los pies sobre el reposapiés y la cabeza firmemente apoyada en el cojín, de modo que parece un astronauta a la espera del gran lanzamiento que le va a mandar a la nada.

—Bieeen —dice Joe malignamente, con su acento de Aliquippa—. ¿Tienes una casa que me quieres vender? ¿Un basurero?

—Bueno, lo que creo es que tengo algo que deberías ver, Joe, francamente.

Me dirijo a la habitación, no específicamente a Joe. Me gustaría venderle una casa a cualquiera que pasara casualmente por allí.

—¿Cómo es?

Joe sigue inmóvil en su asiento de nave espacial.

—Buena. De antes de la guerra —digo, tratando de recordar cómo es la casa que quiere Joe—. Con un jardín a un lado y detrás, y también delante. Plantas crecidas. El interior creo que te gustará.

No he estado dentro, claro. Mi información procede de la descripción. Pero puede que haya pasado por delante, en cuyo caso es posible hacerse una idea del interior.

—Tu mierda de trabajo consiste en decir eso, Bascombe.

Joe nunca me había llamado «Bascombe» anteriormente, y eso no me gusta. Me fijo en que ha empezado a dejarse una agresiva perilla que rodea su pequeña boca roja, haciéndola parecer más pequeña y más roja, como si ahora sirviera para alguna función diferente. La camiseta de Joe, veo también, tiene en la pechera la inscripción Los alfareros trabajan con los dedos. Está claro que Phyllis y él están sufriendo importantes alteraciones de la personalidad y la apariencia, lo que no deja de ser habitual en el estado avanzado de la búsqueda de una casa.

Me siento incómodo por seguir allí mirando desde el umbral de la puerta con la espalda batida por la ardiente brisa tormentosa. Me gustaría que Joe moviera el culo para ir a hacer lo que nos había reunido allí.

—¿Sabes lo que quiero?

Joe se ha puesto a buscar a tientas algo en la mesa que tiene al lado: un paquete de cigarrillos. Que yo sepa, Joe nunca ha fumado hasta esta mañana. Ahora, sin embargo, enciende un pitillo, utilizando un barato encendedor de plástico, y suelta una gran bocanada de humo a la oscuridad que le rodea. Estoy seguro de que Joe se considera un seductor con la ropa que lleva puesta.

—Yo creía que habías venido aquí a comprar una casa —digo.

—Lo que quiero es que la realidad quede fija —dice Joe, con voz de estar satisfecho de sí mismo, dejando el encendedor—. Me he estado engañando con respecto a toda esta mierda de aquí. Todos estos líos. Siento como si toda mi jodida vida hubiera estado al servicio de la mierda. Se me ha ocurrido esta mañana mientras estaba evacuando. No lo entiendes, ¿verdad?

—¿A qué viene eso?

Mantener esta conversación con Joe es como consultar a un adivino muy barato (algo que, por cierto, hice una vez).

—Tú crees que la vida te lleva a alguna parte, Bascombe. Crees sin duda eso. Pero yo me he visto esta mañana. Cerré la puerta de mi cerebro y allí estaba, en el espejo, mirándome en mi momento más humano bajo el techo de este miserable motel, al que no habría traído a una puta ni cuando era estudiante, a punto de ir a ver una casa en la que ni en cien años me gustaría vivir. Y, encima, tengo que coger un trabajo de mierda para poder pagarla. No está mal, ¿eh? Todo muy bonito.

—Todavía no has visto la casa.

Miro hacia atrás y veo que Phyllis se ha metido en mi coche antes de que se ponga a llover, pero me mira fijamente por el parabrisas. Le preocupa que Joe eche a perder la última oportunidad de encontrar una buena casa, lo que podría pasar.

Gruesas, sonoras gotas de lluvia se ponen a golpear de repente el techo del coche. Las ráfagas de viento arrecian. La verdad es que se trata de un mal día para ver una casa, pues normalmente la gente no compra casas en plena tormenta.

Joe da una calada teatral a su pitillo y suelta el humo expertamente por la nariz.

—¿Está en Haddam? —pregunta (un punto siempre primordial).

Quedo brevemente perplejo ante la creencia de Joe de que soy un hombre que cree que la vida lleva a alguna parte. Es cierto que lo he creído en otras épocas de mi vida, pero uno de los consuelos fundamentales del Periodo de Existencia consiste en no dejarte atormentar por esa cuestión, por aberrante que pueda parecer.

—No —digo, recuperándome—. Está en Penns Neck.

—Ya veo —la estúpida y roja boca de Joe, rodeada por la sombra de la perilla, sube y baja en la oscuridad—. Penns Neck. Vivo en Penns Neck, New Jersey. ¿Qué significa eso?

—No lo sé —digo—. Nada, supongo, si tú no quieres —o, mejor, si el banco no quiere, o si tienes malos informes financieros en tu expediente, o antecedentes penales, o demasiados retrasos en el pago de los plazos de tu Trinitron, o si te han puesto una válvula en el corazón. En ese caso, vuelve a Vermont—. Te he enseñado muchas casas, Joe —digo—, y no te gustó ninguna. Pero no creo que puedas decir que te forcé para que compraras cualquiera de ellas.

—Tú no das consejos, ¿es eso?

Joe todavía sigue soldado al sillón, donde, evidentemente, se siente en posición de fuerza.

—Bueno. Consigue una hipoteca —digo—. Que un especialista examine los cimientos. No te comprometas con una cantidad que no puedas pagar. Compra barato, vende caro. El resto no es asunto mío.

—De acuerdo —dice Joe, con un rictus—. Ya sé quién te paga.

—Siempre puedes ofrecer el seis por ciento menos de lo que pidan. De ti depende. A mí me pagarán, de todos modos.

Joe da otra drástica calada a su pitillo.

—¿Sabes? Me gusta ver las cosas desde arriba —dice, lo que me resulta absolutamente misterioso.

—Estupendo —digo. Detrás de mí el aire cambia rápidamente con la lluvia, refrescándome el cuello y la espalda. Un agradable olor a lluvia me envuelve. Truena sobre la Route 1.

—¿Recuerdas lo que te dije cuando entraste?

—Dijiste algo sobre que querías que la realidad quedara fija. Es lo único que recuerdo.

Estoy mirando impaciente a través de la penumbra sus chancletas y sus ajustados pantalones de licra. No es la ropa que se lleva habitualmente para visitar casas. Echo una ojeada disimulada a mi reloj. Las nueve y media.

—He renunciado por completo al devenir —dice Joe, y sonríe de verdad—. Ya no estoy en los márgenes donde tienen lugar los nuevos descubrimientos.

—Creo que eso es demasiado severo, Joe. No haces investigaciones sobre el plasma, de lo único que se trata es de comprar una casa. ¿Sabes? Según mi experiencia, cuando uno cree que no está haciendo progresos, es, probablemente, cuando progresa más —por mi parte se trata de una convicción real, a pesar del Periodo de Existencia, y pienso trasmitírsela a mi hijo si consigo llegar hasta donde está, lo que, por el momento, parece imposible.

—Cuando me divorcié, Frank, y empecé a hacer cacharros en East Burke, Vermont… —Joe cruza sus cortas piernas y se acomoda con autoridad en el sillón—, no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. ¿Vale? De hecho, estaba sin ningún control. Pero las cosas funcionaron. Lo mismo que cuando nos encontramos Phyllis y yo. Nos tropezamos el uno con el otro un buen día. Pero ya no estoy sin control.

—Puede que no estés tan controlado como piensas, Joe.

—Nada de eso. Me controlo demasiado. Ése es el problema.

—Creo que estás confundiendo cosas de las que ya estás seguro, Joe. Todo esto ha sido bastante estresante para ti.

—Pero estoy a punto de llegar a algo, creo. Eso es lo importante.

—¿A qué? —digo—. Creo que vas a encontrar la casa de Houlihan bastante interesante.

Houlihan es el dueño de la casa de Penns Neck.

—No me refería a eso.

Aprieta los pequeños puños en los reposabrazos de plástico. Joe puede estar al borde de una gran crisis de desorientación. De hecho, eso figura en los manuales: el cliente, de pronto, empieza a tener una visión del mundo completamente nueva que considera la adecuada, y que de haberla tenido antes, le habría permitido encontrar el camino hacia una felicidad inmensamente mayor; lo que pasa (y esto, claro, es el delirio) es que siente inexplicablemente que ese camino todavía sigue abierto para él; que el pasado, aunque sólo sea por esta vez, no opera como lo hace habitualmente. Es decir, de manera irrevocable. Lo extraño es que esas ilusiones son propias de clientes que se inscriben en la horquilla de los precios inferiores a los medios, y que lo único que les proporcionan son quebraderos de cabeza.

De repente Joe se levanta de un salto del sillón y cruza la pequeña habitación a oscuras, haciendo chasquear las chancletas y dando profundas chupadas al pitillo. Mira dentro del cuarto de baño y luego echa una ojeada por entre las cortinas hacia donde Phyllis espera en mi coche. Después se da la vuelta como un gorila en miniatura dentro de una jaula y pasa delante de la tele para llegar a la puerta del cuarto de baño, dándome la espalda, y clava la vista en la ventana muy sucia que se abre al sórdido callejón de la parte de atrás del motel, donde hay un contenedor de basura azul, lleno a rebosar de tuberías de PVC blancas, lo que noto que Joe encuentra significativo. Ahora nuestra conversación empieza a tener un carácter de situación donde hay rehenes.

—¿A qué crees que te refieres, Joe? —digo, porque adivino que lo que espera, como cualquiera en un terrible dilema, es corroboración: un acuerdo que se le imponga desde el exterior. Una bonita casa que podría pagar y a la vez enamorarse de ella en el mismo instante en que la viera podría ser la corroboración perfecta, el signo de que una comunidad le reconoce del único modo que las comunidades reconocen algo: financieramente (lo que se explica con tacto como una cuestión de compatibilidad).

—A lo que me refiero, Bascombe —dice Joe, apoyándose en el marco de la puerta y manteniendo los ojos vueltos con aire desenvuelto hacia el contenedor azul (el espejo donde se sorprendió desde el retrete debe de estar justo detrás de la puerta)—, es a que el motivo por el que no hemos comprado una casa en estos cuatro meses es que yo no quiero comprar una puta casa. Y el motivo por el que no quiero comprarla es porque no quiero quedar atrapado en una vida de mierda de la que nunca saldría a no ser palmándola.

Joe se vuelve hacia mí; un hombrecillo corpulento con brazos peludos de carnicero y una barbita de mago que ha llegado de repente al borde del profundo precipicio que significa comprender que has vivido más de la mitad de tu vida y no acabas de ver cómo afrontarlo. No es lo que yo esperaba, pero cualquiera podría apreciar los apuros que está pasando.

—No es una decisión sin importancia, Joe —digo, tratando de sonar compasivo—. Si uno compra una casa, es dueño de ella. Eso es seguro.

—Entonces, ¿me dejas por imposible? ¿Es eso?

Joe dice esto con una mueca agresiva, como si acabara de constatar que sólo soy un agente inmobiliario miserable que únicamente se interesa por los que le venden el alma. Probablemente esté imaginando lo maravilloso que es ser agente inmobiliario, y las estrategias geniales que sabría adoptar para convencer a un tipo astuto, interesante, duro como el pedernal, que se llama Joe Markham. Se trata de otro síntoma debidamente documentado, pero de uno bueno: cuando tu cliente empieza a ver las cosas como un agente inmobiliario, la batalla está ganada a medias.

Lo que yo deseo, claro, es que a partir de hoy Joe pase una porción considerable de la última parte de su vida, si no cada minuto de ella, en Penns Neck, New Jersey, y hasta puede que él también lo desee. Mi cometido, sin embargo, es evitar que descarrile, proporcionarle una corroboración pro tempore hasta que consiga que llegue a un acuerdo de venta y sujetarle a ese acuerdo el resto de su vida, como la silla a un caballo reacio. Lo que pasa es que no resulta fácil, pues Joe, por el momento, se siente aislado y asustado. De modo que cuento con el fenómeno que hace que la mayor parte de la gente tenga la sensación de que no se les impone nada si se les permite defender (con argumentos tan estúpidos como les apetezcan) la posición inversa a la que es indudablemente la suya. Sólo es un modo más de crear la ficción de que controlamos algo.

—No te estoy dejando por imposible, Joe —digo, notando ahora una humedad menos agradable en la espalda y entrando un poco más en la habitación. El ruido del tráfico ha quedado apagado por la lluvia—. Lo que pasa es, simplemente, que trato de vender casas del modo que me gustaría que me vendieran una a mí. Y si me molesto enseñándote las que están en venta, organizando citas, verificando esto y lo otro hasta quedar agotado, y de pronto tú te bates en retirada, yo estoy dispuesto a declarar que has tomado la decisión adecuada si estoy convencido de ello.

—¿Y esta vez estás convencido?

Joe todavía sigue con el mismo rictus, pero menos marcado. Nota que llegamos al momento crucial, el punto en el que voy a quitarme el sombrero de agente inmobiliario para hacerle saber lo que está bien y lo que está mal en un dominio más amplio.

—Percibo con bastante claridad tu resistencia, Joe.

—Bien —dice Joe, inflexible—. Si tienes la impresión de que te estoy haciendo polvo la vida, ¿por qué seguir adelante?

—Tendrás muchas más oportunidades antes de llegar al objetivo.

—Ya —dice Joe. Lanzo otra mirada hacia Phyllis, cuya cabeza en forma de seta está inmóvil dentro de mi coche. El cristal ya está empañado debido a las intensas emanaciones de su cuerpo—. Estas cosas no son fáciles —continúa Joe, y tira la colilla del pitillo al retrete al que sin duda se refería.

—Si no vamos a ir, será mejor que saquemos del coche a Phyllis antes de que se asfixie dentro —digo—. Hoy tengo otras cosas que hacer. Voy a ir de excursión con mi hijo durante el fin de semana.

—No sabía que tuvieras un hijo —dice Joe. Naturalmente, durante estos cuatro meses, nunca ha hecho ni una pregunta sobre mis cosas, lo que me parece muy bien, puesto que no son asunto suyo.

—Y una hija. Viven en Connecticut con su madre.

Sonrío amistosamente.

—Ah, claro.

—Voy a buscar a Phyllis —digo—. Creo que deberías explicarle dos o tres cosas.

—Muy bien, pero deja que te pregunte una cosa.

Joe cruza sus pequeñas piernas y se apoya en el marco de la puerta, fingiendo una desenvoltura todavía más marcada. (Ahora que se ha librado del anzuelo, se permite el lujo de morderlo de nuevo por su propia cuenta.)

—Adelante.

—¿Cómo crees que va a evolucionar el mercado inmobiliario?

—¿A corto plazo? ¿A largo plazo?

Hago como que estoy listo para irme.

—Digamos que a corto plazo.

—¿A corto plazo? Seguirá igual, supongo. Los precios son bajos. Espero que eso dure hasta el final del verano, luego, en septiembre, los precios probablemente subirán de un nueve a un diez por ciento. Naturalmente, si una casa cara se vende a menos precio que el del mercado, toda la estructura se ajustará de la noche a la mañana y llegará un buen momento. En este negocio interviene mucho la intuición.

Joe me mira, esforzándose por hacer como si reflexionara acerca de lo que acabo de decirle y tratara de insertar sus propios datos en el nuevo mosaico. Aunque, si es listo, también tiene que estar reflexionando acerca del canibalismo de las fuerzas financieras que corroen y remueven el mundo al que declara querer regresar: más que comprar una casa, va a contraer onerosas obligaciones para los próximos treinta años, las cuales aprisionarán a su pequeña familia tras sus sólidos muros.

—Ya veo —dice, sagazmente, subiendo y bajando la barbilla—. ¿Y a largo plazo?

Lanzo otra mirada ostensible a Phyllis, aunque ahora no la veo. Probablemente esté haciendo autostop en la Route 1 camino de Baltimore.

—A largo plazo la cosa es menos buena. Para ti, al menos. Las casas subirán a primeros de año. Eso es seguro. Los intereses aumentarán. De hecho, el metro cuadrado en la zona de Haddam no puede bajar. Cuando sube la marea, suben todos los barcos.

Le sonrío sin ganas. En los bienes raíces, es indudable que la mayoría de los barcos suben cuando sube el nivel de algo. Pero también es cierto que es el rico el que se enriquece.

Joe, estoy seguro, ha estado dándole vueltas esta mañana a sus grandes pifias: casarse, divorciarse, volverse a casar, dejar que Dot se casara con un Ángel del Infierno, si hizo bien al dejar de enseñar trigonometría en Aliquippa, si no hubiera sido mejor enrolarse en los Marines y ahora tener un buen retiro y el derecho a un crédito como ex militar. Todo esto forma parte de modo natural del proceso de envejecimiento, en el que uno se encuentra menos activo y se tienen más oportunidades de hacerse mala sangre lamentando todo lo que se hizo. Pero Joe no quiere cometer otra pifia, pues bastaría una más para mandarle al fondo.

Lo que pasa es que no sabe si está a punto de dar un paso en falso o de tener la idea más brillante de su vida.

—Frank, estuve pensando ahí —dice, y vuelve a mirar a la ventana sucia del cuarto de baño como si oyera que alguien pronuncia su nombre. Puede que Joe esté a punto de decidir lo que de verdad piensa—. A lo mejor necesito ver las cosas desde otra perspectiva.

—A lo mejor necesitas mirar las cosas a ras del suelo, Joe —digo—. Siempre he pensado que mirando las cosas desde arriba, como dijiste tú, se ven todas como si tuvieran la misma altura y eso hace mucho más difícil tomar decisiones. Y también pienso otra cosa.

—¿Cuál?

Las cejas de Joe dan la impresión de que van a soldarse. Se esfuerza intensamente por adaptar su problema actual de estar sin techo a mi metáfora del punto de vista.

—Que no te hará ningún daño ir a echarle un vistazo a esa casa de Penns Neck. Ya has venido hasta aquí. Phyllis está en el coche y tiene un miedo de muerte a que no vayas.

—Frank, ¿qué opinión tienes de mí? —dice Joe. En un determinado punto de la disgregación, esto es lo que todos los clientes tienen ganas de saber. Aunque siempre es algo insincero y, en definitiva, desprovisto de significado, pues una vez que su asunto esté terminado volverán a pensar que eres un estafador o un subnormal. En el negocio inmobiliario no se hacen amigos, sólo lo parece.

—Joe, a lo mejor echo a perder todo el asunto —digo—, pero lo que pienso es que has hecho todo lo posible por encontrar una casa, te has mantenido fiel a tus principios, has soportado la ansiedad todo lo que has podido. En otras palabras, te has comportado de un modo responsable. Y si esa casa de Penns Neck es más o menos lo que buscas, creo que deberías lanzarte de cabeza. Deja de dudar al borde de la piscina.

—Ya, pero a ti te pagan para creer eso —dice Joe, nuevamente malhumorado, en la puerta del cuarto de baño—. ¿No es así?

Pero lo estoy esperando.

—Así es. Y si consigo convencerte de que pagues ciento cincuenta de los grandes por esa casa, podré dejar de trabajar e ir a vivir a Kitzbühel, y tú me lo agradecerías mandándome una botella de ginebra de la mejor en navidades porque ya no te estarías congelando las pelotas en un granero ni Sonja seguiría retrasada en los estudios ni Phyllis estaría llenando los jodidos formularios para divorciarse de ti porque no te habías decidido.

—Veo adónde quieres ir —dice Joe, cabreado.

—En realidad no quiero llevar las cosas más allá —digo. No hay un más allá al que ir, claro, el negocio inmobiliario no es un asunto muy complejo—. Voy a llevar a Phyllis a Penns Neck, Joe.

Y si a ella le gusta, volveremos a buscarte para que digas la última palabra. Si no le gusta, también la traeré de vuelta. Es una proposición sin riesgos. Entre tanto, tú puedes quedarte aquí mirando las cosas desde arriba.

Joe me lanza una mirada de culpabilidad.

—Vale, también iré —dice esto bruscamente, después de haber encontrado, al menos en apariencia, la corroboración que buscaba: la proposición sin riesgos, la corroboración de que no es un idiota—. De todos modos, ya he hecho todo ese jodido camino.

Con el brazo derecho, que está mojado, le hago un signo con el pulgar levantado a Phyllis, que espero que todavía esté en el coche.

Joe empieza a recoger unas monedas de encima de la cómoda, y se mete una gruesa cartera en la apretada cinturilla de los pantalones cortos.

—Debería dejar que Phyllis y tú os ocuparais de este jodido asunto y yo seguir detrás de vosotros como un perrillo faldero.

—Todavía estás mirando las cosas desde arriba.

Sonrío a Joe desde el otro lado de la habitación a oscuras.

—Y tú lo miras todo desde un jodido punto de vista neutral, eso es todo —dice Joe, rascándose el erizado pelo que ya le empieza a clarear, y pasea la vista por la habitación como si hubiera olvidado algo. No tengo idea de lo que pretende con eso y estoy casi seguro de que tampoco él lo podría explicar—. Si yo muriera ahora, tú seguirías adelante con tus cosas.

—¿Qué otra cosa podría hacer? —digo—. Pero lamentaría no haber conseguido vender una casa. Eso te lo aseguro. Porque por lo menos podrías haber muerto en tu casa y no en el Sleepy Hollow.

—Cuéntale eso a mi viuda, ahí fuera —dice Joe Markham, y pasa delante de mí y sale por la puerta, dejando que sea yo el que la cierre. Llego al coche antes de estar completamente calado. Y todo esto, ¿en nombre de qué? De una venta.