XXIV

QUEDA por examinar el problema de las relaciones de la ideología con la práctica.

Según algunos, los crímenes del nazismo probarían la naturaleza intrínsecamente criminal de su ideología, mientras que los crímenes del comunismo, aunque sean más destructivos aún, no probarían nada. Nicolas Perth escribe, por ejemplo, que «el nazismo constituye la adecuación total de la doctrina y de la realidad», mientras que «el comunismo expresa el desfase entre la doctrina y la realidad». Semejante afirmación sólo constituye, por supuesto, una petición de principio. «Si los 25 millones de muertos del nazismo expresan su sustancia —observa Jacques Julliard—, ¿por qué los 75 millones de muertos del comunismo deberían considerarse como un simple accidente del mismo». Una de dos, en efecto: o bien el carácter destructor de un sistema se deduce totalmente de sus actos, en cuyo caso el comunismo no tiene por qué ser juzgado de manera distinta que el nazismo; o bien dicho carácter destructor se deduce ante todo de su doctrina, pero en este caso no hay lugar de deducir menos en lo concerniente al primero que en lo relativo al segundo.

Otros sostienen que hubiera sido posible «otro» comunismo, el cual no hubiera tenido nada que ver con el que se conoció. Con semejante razonamiento también se podría sostener que hubiera sido posible «otro» nacionalsocialismo, el cual hubiera sido muy distinto de lo realizado bajo el III Reich.

Siempre es posible, desde luego, interpretar un sistema como una desviación o una traición de su inspiración original. Pero semejante enfoque no prueba en absoluto que otra aplicación hubiera sido mejor, precisamente porque es algo que no se puede demostrar. Saber en qué medida un sistema realiza fielmente una idea o, por el contrario, la traiciona, es algo que resulta en gran parte imposible de decidir, pues por definición nos faltan los términos de la comparación.

Históricamente, el nazismo no fue otra cosa que lo que fue, y el comunismo nada más tampoco que lo que se realizó con este nombre en los países del «socialismo real».

Más valdría empezar por preguntarse en qué medida es tan sólo posible que una doctrina sea fielmente transpuesta en los hechos. Formular tal pregunta equivale a referirse de forma bastante banal a la cuestión de la distancia entre la teoría y la práctica. Esta distancia es evidente, y sus causas son múltiples. Una de ellas es que los hombres nunca hacen íntegramente lo que quieren, pues nunca pueden prever exactamente las consecuencias de sus actos: entre sus intenciones y los resultados de sus acciones se intercalan ineludiblemente «efectos perversos» que a veces han sido calificados de «heterotélicos».

Además, la práctica del poder siempre se ejerce de forma sistémica: la ideología que se intenta poner en práctica es inseparable del acto que se ideologiza y en torno al cual, por un efecto de bumerán, se sigue edificando o reedificando esta ideología. Por último, resulta obvio que, en abstracto, cualquier idea abre una pluralidad de posibilidades, ya que siempre es susceptible de diferentes interpretaciones. Resulta a este respecto significativo que la Revolución Francesa pueda figurar a la vez en el árbol genealógico de las democracias liberales y de los totalitarismos.

Ahora bien, si la práctica nunca puede corresponderse plenamente con la teoría, la noción de ideología en acto resulta necesariamente equívoca. Los enunciados que pretenden decir de una idea que «se sabe adónde lleva», o que aseguran que «hay ideas que matan», son desde este punto de vista puramente polémicas. Lo cierto es que no se sabe, pues no son nunca ideas, sino hombres los que matan. Que un criminal se reclame de una idea para justificar su crimen no basta para demostrar que esta idea implicaba dicho crimen. «No hay ninguna idea surgida de un espíritu humano que no haya hecho verter sangre», decía Maurras. No existe, en efecto, ninguna idea que esté inmunizada por naturaleza contra el mal uso que de ella se puede hacer. Pero, en rigor, el mal uso que se hace de una idea no desacredita esta idea, sino tan sólo este uso. El único vínculo existente entre una idea y un acto no es esta idea, sino este acto. Ello no significa evidentemente que los productores de ideas no tengan su responsabilidad. Ello quiere tan sólo decir que una idea no es un acto —de igual modo que una actitud no es un comportamiento—, y que un acto legitimado por una idea es todavía una cosa distinta de un acto que intenta justificarse a sí mismo refiriéndose a esta idea.

En estas condiciones, afirmar que un principio político manifiesta una «completa adecuación» de la teoría con la práctica, o que, por el contrario, revela un «desfase» entre la teoría y la práctica, es algo que tiene todas las posibilidades de basarse en una interpretación retrospectiva o en un juicio de intenciones. Ni Gobineau es el antepasado del racismo exterminador, ni Demócrito es responsable de la bomba atómica. Por lo que atañe al vínculo entre el marxismo y el comunismo, la verdad obliga a decir que tampoco es evidente. Marx celebra, es cierto, en el Manifiesto de 1848, «la guerra civil, más o menos oculta, que trabaja a la sociedad hasta el momento en que esta guerra estalla en una revolución abierta y en la que el proletariado establece las bases de su dominación mediante el derrocamiento violento de la burguesía». Sin embargo, ello todavía no nos dice nada sobre cuál habría sido concretamente, un siglo después, su actitud frente al Gulag[121]. En este campo se impone, así pues, la prudencia. Una cosa es decir que quienes establecieron el terror en la Unión Soviética se reclamaban de Marx; y otra cosa es afirmar que las ideas de Marx no podían sino conducir a este terror (o que Marx lo habría expresamente querido y aprobado). Ninguna doctrina puede ser juzgada únicamente sobre la base de los actos cometidos por quienes se han reclamado de ella. Y al revés, ningún crimen cometido en nombre de una idea podrá bastar nunca para desacreditar completamente esta idea. Es por ello por lo que, para juzgar una experiencia histórica, hay que partir de los propios hechos, y no de una moral de las intenciones.