UNA importante consecuencia se deriva de este parentesco que acabamos de ver entre el totalitarismo y las democracias burguesas: las democracias liberales no están en absoluto inmunizadas, por su propia naturaleza, contra el totalitarismo. Digan lo que digan sus representantes, también ellos están amenazados de caer en el totalitarismo, de igual forma que 1789 condujo a 1793. Por un lado, las democracias siempre pueden usar medios antidemocráticos: durante la última guerra, las democracias liberales, para doblegar al Japón imperial y a la Alemania nazi, no retrocedieron ante deliberadas y masivas masacres de poblaciones civiles (Dresde, Hiroshima, Nagasaki)[119]. Por otra parte, si sus formas son evidentemente distintas de las de los regímenes totalitarios, su inspiración original, como acabamos de ver, no difiere sustancialmente de ellas. Una vez reconocida la dimensión moderna del totalitarismo, es lícito pensar que hay también una dimensión totalitaria de la modernidad.
Si se admite, por otra parte, que el totalitarismo se caracteriza ante todo por sus aspiraciones, y no por los métodos empleados para lograrlas, se comprende de inmediato que también podría adoptar formas muy distintas de las que conoció. Esta eventualidad es tanto más concebible cuanto que los regímenes totalitarios, en la medida en que aspiran a la homogeneidad, se sitúan perfectamente en esta concepción específicamente moderna de la libertad que consiste, como han mostrado Adorno y Horkheimer, en preferir siempre lo Mismo (Freiheit zum Immergleichen). Hay que preguntarse entonces en qué medida los medios extremos de represión (el «terror») son indisociables de semejante anhelo. Sócrates decía que nadie causa el mal voluntariamente.
Los regímenes totalitarios no han sido necesariamente dirigidos por hombres que amaban causar el mal y matar por placer, sino por hombres que pensaban que tal era el medio más sencillo lo conseguir sus fines. Si hubieran tenido a su disposición otros medios menos extremos, nada nos asegura que no hubiesen escogido recurrir a ellos. Tomado en su esencia, el totalitarismo no implica automáticamente recurrir a tal medio en lugar de a tal otro. Nada excluye que mediante medios indoloros no se puedan conseguir los mismos fines. La caída de los sistemas totalitarios del siglo XX no aleja el espectro del totalitarismo. Invita más bien a interrogarnos sobre las nuevas formas que éste podría revestir en el futuro.
Es bien conocido el célebre pasaje del libro de Tocqueville, La democracia en América: «Pienso que el modo de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parece en nada a lo que conocimos en los universos del pasado; nuestros contemporáneos no pueden imaginárselo recurriendo a sus recuerdos. Yo mismo busco en vano la expresión que encierre y manifieste exactamente la idea que de ello me hago. Las antiguas palabras de despotismo y tiranía no convienen para este asunto».
Tocqueville, en este texto, no pensaba en un sistema de opresión basado en la violencia, sino más bien en una nueva forma de servidumbre en la que el hombre se vería plácidamente privado, incluso con su propio asentimiento, de su humanidad. El tema no es nuevo, y no es casual que el Discurso de la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie haya llamado tanto la atención de un Claude Lefort o de un Marcel Gauchet. En 1984, el genio de George Orwell consistió en imaginar una sociedad en la que Big Brother logra no sólo hacerse obedecer, sino hacerse querer por aquellos a los que ha reducido al estado de esclavos.
Muchos son los autores que han constatado que la supresión de la diversidad de los hombres e ideas, de las opiniones y sensibilidades, su erradicación en pro de un modelo unitario y homogéneo, pueden obtenerse tanto con la persuasión y el condicionamiento como con la violencia brutal. Refiriéndose a menudo ellos mismos a las advertencias premonitorias de Tocqueville, dichos autores se han dedicado a buscar los gérmenes de un nuevo totalitarismo en ciertos rasgos de las sociedades contemporáneas: naturaleza intrínsecamente prometeica de la actividad científica, autonomización de la técnica («todo lo que puede ser hecho técnicamente lo será prácticamente»), aceleración de la concentración industrial y constitución de monopolios, uniformización de las costumbres y orientación cada vez más conformista de los pensamientos, anomia social derivada de la paradójica conjunción del individualismo y el anonimato masivo, extensión de la «arbitrariedad cultural» que condiciona la socialización de los individuos a través de los medios de comunicación.
Las democracias liberales defienden, es cierto, los derechos humanos, pero esta postura es en sí misma equívoca, puesto que combatir en nombre de los derechos humanos, todavía implica identificarse con la humanidad, lo cual acarrea el riesgo de excluir de la misma a todos los que impugnasen la legitimidad de esta referencia o de esta lucha. De hecho, sobre la base de los derechos humanos, las sociedades liberales sólo profesan en muchos aspectos un pluralismo de fachada. No creen seriamente en el «politeísmo de los valores» constitutivo de cualquier verdadera vida democrática, pues se imaginan que la razón «una y entera en cada uno» puede dar respuestas unívocas a las cuestiones políticas y morales. Se reclaman de la ideología de los derechos, pero piensan que éstos pueden fundarse sin tener en cuenta que los intereses, las finalidades, las aspiraciones y las concepciones humanas de la «vida buena» son no sólo diversas, sino inconmensurables.
Creen que es posible alcanzar, por vías racionales, un consenso sobre las normas jurídicas o constitucionales, lo cual las obliga a excluir todo lo que constituiría una disidencia respecto a este consenso. Al igual que los totalitarismos de ayer, tampoco están dispuestas a aceptar que sus normas no sean necesariamente asumidas y reconocidas.
También ellas tienden a imponerse como el único sistema universalmente posible, en nombre de una ideología que, por «humanista» que sea, da paso a todos los abusos en la medida en que es presentada como una «evidencia» que se supone tiene que imponerse a todos.
Aunque con otros métodos, el mercado, la técnica y la comunicación afirman hoy lo que los Estados, las ideologías y los ejércitos afirmaban ayer: la legitimidad de la dominación completa del mundo. También aquí está presente el fantasma de transparencia y de dominio total, actuante en los sistemas totalitarios. La sociedad liberal sigue reduciendo el hombre al estado de objeto, cosificando las relaciones sociales, transformando a los ciudadanos-consumidores en esclavos de la mercancía, reduciendo todos los valores a los de la utilidad mercantil. Lo económico se ha adueñado hoy de la pretensión de lo político a poseer la verdad última de los asuntos humanos. De ello se deriva una progresiva «privatización» del espacio público que amenaza conducir al mismo resultado que la «nacionalización» progresiva del espacio privado por los sistemas totalitarios. Pierre Rosanvallon, después de Louis Dumont, ha demostrado hasta qué punto el pensamiento de Marx se sitúa paradójicamente en la historia del individualismo. «Desde este punto de vista —escribe— la utopía de una sociedad comunista de abundancia, que ansía conseguir el pleno desarrollo del individuo se sitúa en la visión liberal». Por consiguiente, no es absurdo comparar el ansia de establecer un gobierno científico o racional, que caracteriza a los regímenes totalitarios, con otras formas de racionalidad gubernamental, «en particular en el plano industrial, por ejemplo, en la idea de la organización sistemática, científica, del trabajo o de la planificación, que ha sido ampliamente desarrollada en los países de gobierno liberal».«Cuando la vida condicionada por dispositivos disciplinarios y formas de sujeción —escribe Jean-Marie Vincent—, se presenta fundamentalmente como un material para obtener fuerza de trabajo, sólo vale lo que puede aportar al capital. Es cierto que existe un salto cualitativo entre desechar fuerzas de trabajo desvalorizadas y aniquilar sistemáticamente a millones de hombres, pero tanto en un caso como en el otro la vida humana sirve de alimento a maquinarias sociales». También se constata que, en las sociedades liberales, la normalización no ha desaparecido, sino que ha cambiado de forma. La censura por el mercado ha sustituido a la censura política.
Ya no se deporta o fusila a los disidentes, sino que les marginaliza, desestimándolos o reduciéndolos al silencio. La publicidad ha tomado el relevo de la propaganda, mientras que el conformismo toma la forma del pensamiento único. La «igualización de las condiciones» que le hacía temer a Tocqueville que hiciese surgir un nuevo despotismo, engendra mecánicamente la estandarización de los gustos, los sentimientos y las costumbres. Las costumbres de consumo moldean cada vez más uniformemente los comportamientos sociales. Y el acercamiento cada vez mayor entre los partidos políticos conduce, de hecho, a recrear un régimen de partido único, en el que las formaciones existentes casi sólo representan tendencias que ya no se oponen sobre las finalidades, sino tan sólo sobre los medios a aplicar para difundir los mismos valores y conseguir los mismos objetivos. No ha cambiado el empeño: se sigue tratando de reducir la diversidad a lo Mismo.
«El universo totalitario de la racionalidad tecnológica constituye la más reciente encarnación de la idea de razón», afirmaba ya Herbert Marcuse. Ernst Nolte, en su último libro, no duda en trazar el perfil de un «liberalismo totalitario». Se puede pues poner en duda el discurso según el cual el liberalismo constituiría el contrario absoluto del totalitarismo. En último extremo, como dice Augusto Del Noce, el fracaso del sistema comunista constituye tan sólo la prueba de que el Occidente liberal era más capaz que él de realizar su ideal.
Con el fin del comunismo, el liberalismo ha perdido su mejor valedor. Hoy intenta capitalizar el recuerdo de los regímenes totalitarios, presentándose como el único sistema respetable, o incluso como el único posible, para seguir disfrutando de un espantapájaros cuando se le hacen ver sus propias taras. Sin embargo, si la caída del sistema soviético ha representado indudablemente una victoria del capitalismo, queda por demostrar que haya correspondido también a una victoria de la democracia. En el pasado se había utilizado al antifascismo para legitimar al comunismo, y al anticomunismo para legitimar al nazismo. Hoy es la crítica o la evocación del totalitarismo lo que se instrumentaliza para hacer aceptar el liberalismo o los estragos del mercado. No se puede aceptar esta forma de proceder —causa de desesperanza para numerosos individuos y pueblos que ya no perciben ninguna alternativa entre el liberalismo o el horror. De igual modo que los logros positivos de un régimen totalitario no pueden justificar sus crímenes, o que los crímenes de un régimen totalitario no pueden justificar los de otro, el recuerdo de los sistemas totalitarios no puede hacer aceptar la sociedad actual en lo que tiene de más destructivo y deshumanizante. No se tiene el derecho de aceptar una suerte injusta, so pretexto de que se podría sufrir otra peor. Los sistemas políticos tienen que ser juzgados por lo que son, no mediante la comparación con otros, cuyos defectos atenuarían los suyos.
Cualquier comparación deja de ser válida cuando se convierte en una excusa: cada patología social tiene que ser estudiada por separado.