XX

MARCANDO el nacimiento oficial de la modernidad, fue precisamente la Revolución Francesa la primera que hizo de la masacre la consecuencia racional del enunciado de un principio político. El primer intento de genocidio de la historia moderna tuvo como marco la región de Vendée: 180.000 hombres, mujeres y niños matados por el mero hecho de haber nacido. Refiriéndose a los habitantes de Vendée, Couthon declaraba el 10 de junio de 1794: «Se trata menos de castigarlos que de aniquilarlos». Frente a sus respectivos enemigos, reales o supuestos, los totalitarismos del siglo XX han reaccionado al igual que los revolucionarios franceses: con la voluntad de exterminio, teniendo siempre esta misma idea de que la aniquilación del enemigo es condición para la salvación del mundo. Pero la Revolución Francesa también fue la primera que movilizó a las masas e impuso a sus partidarios políticos la ruptura de sus demás vínculos. También fue la primera que culminó el proceso de destrucción de los cuerpos intermedios, con la intención de eliminar todo lo que se pudiera interponer entre el poder central y los individuos atomizados. Y, por último, también fue la primera que profesó un universalismo brutalmente invertido en odio del extranjero a partir del momento en que, identificados los términos «francés» y «universal», quienquiera no fuera francés podía lógicamente ser situado fuera de la humanidad.

El paralelismo entre la Revolución Francesa y la Soviética, entre el terror jacobino y el bolchevique, ha sido explícitamente reivindicado por los propios comunistas rusos.

Lenin fue el primero que asimiló los cosacos a los habitantes de Vendée, y que proclamó que en 1917 concluía 1789, dando de tal modo a entender que la Revolución de Octubre constituía en cierto modo la revancha de Robespierre. En los países occidentales, los dirigentes de los partidos comunistas y sus compañeros de viaje también utilizaron este paralelismo para legitimar el comunismo soviético, como lo ha subrayado François Furet, quien insiste en el papel desempeñado por el «imaginario jacobino» en el consentimiento francés al comunismo y en la indulgencia mostrada por los intelectuales ante los actos más macabros del poder soviético[116]. Al regresar de la URSS, Marcel Cachin declaraba: «Un francés no tiene nada que renegar de la revolución rusa, la cual, en sus métodos y en su proceso, reanuda la Revolución Francesa». Ernst Nolte ha podido observar que «lo que caracteriza más que nada a la izquierda francesa no es tan sólo que sigue situando a la Revolución Francesa en el rango superior, en la etapa fundamental de la historia de la emancipación humana; es también que establece una relación positiva entre la Revolución Francesa y la Rusa». Todavía en la actualidad, agrega Krysztof Pomian, «los mejores intelectuales franceses no han sido verdaderamente “desestalinizados”. Siguen estando muy profundamente apegados a la mitología del frente popular y más profundamente a la idea de que la Revolución Francesa ha sido un “bloque”, lo cual legitima al Terror». Desde antes de la guerra, ciertos autores, por su parte, habían sabido interpretar perfectamente la revolución nazi como el equivalente para Alemania del «momento jacobino» representado en Francia por la Revolución de 1789. En su Journal d’Allemagne, llevado entre octubre de 1935 y junio de 1936, cuando era lector en la universidad de Francfort, Denis de Rougemont, en particular, había identificado muy claramente nacionalsocialismo y espíritu jacobino. Describiendo el nazismo como un «jacobinismo pardo», y a sus partidarios como a unos «sans-culottes con camisa parda», mostraba hasta qué punto el III Reich estaba vinculado, tanto en sus anhelos como en sus métodos, con este «espíritu de 1789» al que denunciaba, sin embargo, en sus discursos: «El mismo espíritu centralizador; la misma obsesión de la unidad-bloque; la misma exaltación de la nación considerada como misionera de una idea; el mismo sentido de las fiestas simbólicas para la educación de los espíritus». Así como los revolucionarios franceses habían suprimido las antiguas provincias, Hitler hizo también desaparecer la antigua Prusia, centralizó el Reich y procedió en todos los campos a una unificación forzada: desde febrero de 1934, fueron disueltos todos los parlamentos regionales, quedando abolidas las «nacionalidades» regionales[117]. Alexandre Kojève ya había puesto de relieve que «el lema hitleriano: “Ein Reich, ein Volk, ein Führer” [Un Imperio, un Pueblo, un Jefe] no es otra cosa que una —mala— traducción al alemán del lema de la Revolución Francesa: “La République une et indivisible” [La República una e indivisible]». «Lenin no escondió en lo más mínimo lo que debía a los jacobinos; Hitler, lo que debía a Lenin», señala por su parte Jules Monnerot. De todo ello se deriva que intentar absolver al comunismo en nombre de su inspiración profunda, acorde con los ideales de la modernidad, equivale a oscurecer el hecho de que esta inspiración constituye la raíz no sólo de sus crímenes, sino también de los del nazismo. Nada es más falso que pensar que, contrariamente al comunismo, el nazismo ha sido un régimen criminal por adecuarse a una ideología exclusivamente propia de él. Por el contrario, su criminalidad proviene de aquella parte de su inspiración que comparte con el comunismo. Es lo que constata François Rouvillois cuando escribe, a propósito del nazismo, que «lo que le hace criminal no es lo que le distingue del marxismo, sino muy precisamente lo que comparte con él». «Si el marxismo y el nacionalsocialismo —agrega— son igualmente totalitarios, es por lo que les une: es porque ambos provienen de esta modernidad radical que, por sus presupuestos históricos y antropológicos, no podía sino acabar en la pesadilla».