XIX

AL mismo tiempo que prolonga una intolerancia de tipo propiamente religioso, el fanatismo totalitario también se encuentra profundamente modelado por la modernidad.

Este carácter moderno se pone claramente de manifiesto en el comunismo soviético. Llevado por el optimismo radical de la teoría del progreso y por la idea de que es posible crear un hombre nuevo que reine en un mundo transformado tal como debe ser, dicho totalitarismo adhiere plenamente al racionalismo y al cientificismo de la Ilustración.

Hallamos en él la afirmación prometeica de que no hay naturaleza humana, de que el mundo no es sino objeto para el hombre y que la tierra entera puede ser sometida al reino de la razón. La colectivización, con su obligado corolario de industrialización, es en sí misma eminentemente moderna: la aniquilación de los kulaks aspira ante todo a obligar a una clase campesina «arcaica» a que acepte los principios de la modernidad.

Pero esta modernidad también está presente en el nazismo, tal como lo ha podido establecer la investigación contemporánea[114]. Detrás de un arcaísmo postizo y una ideología oficial que, por lo demás, nunca estuvo verdaderamente unificada[115], el régimen hitleriano se dedicó con ahínco a concluir la modernización de Alemania. Al igual que el comunismo, importó masivamente los métodos del taylorismo y del fordismo —con la diferencia de que la URSS nunca salió de la penuria, mientras que la sociedad alemana ya conoció bajo el III Reich un comienzo de consumo de masas—, racionalizó la producción, le dio a la técnica un lugar capital, favoreció el turismo masivo, el tráfico automovilístico y el desarrollo de las grandes ciudades. Reivindicaba una mística de «la tierra y la sangre», pero contribuyó sumamente a liquidar al campesinado alemán.

Cantaba las virtudes del ama de casa, pero la puso masivamente a trabajar. También él «traicionó su ideal». François Furet ha podido decir con toda la razón que «la dictadura nazi desarraigó verdaderamente a Alemania de su tradición, al mismo tiempo que instrumentalizaba en su favor ciertos elementos de esta tradición». Desde este punto de vista, no erraba la Escuela de Francfort al considerar que el nazismo no hubiera sido posible sin el racionalismo de la Ilustración, al que sin embargo pretendía combatir. La preeminencia de la técnica, la dominación cada vez mayor del mundo por parte del hombre, así como el reino de la subjetividad burguesa constituyen, según Theodor Adorno y Max Horkheimer, un conjunto indisociable de la comprensión del sistema concentracionario. El totalitarismo, en efecto, sólo puede aparecer cuando el conocimiento ha quedado identificado con la «calculabilidad del mundo» y se han suprimido todas las estructuras «opacas» que obstaculizaban anteriormente el irresistible avance hacia el dominio total. Desde 1939, Horkheimer escribía que «el orden nacido en 1789 como un camino hacia el progreso llevaba consigo la tendencia al nazismo».

Agregaba que el nazismo «es la verdad de la sociedad moderna» y que combatirlo «reivindicando el pensamiento liberal equivale a apoyarse en lo que le ha permitido imponerse». Augusto Del Noce también ha descrito la modernidad como una cultura «intrínsecamente totalitaria», mientras que Michel Foucault hablaba a propósito del nazismo de «racionalidad de lo abominable».

Zigmunt Baumann también afirma que es «el mundo racional de la civilización moderna» el que ha hecho al mismo tiempo posible y concebible unas persecuciones antisemitas que no han «representado tan sólo el remate tecnológico de la sociedad industrial, sino también la culminación organizativa de las sociedad burocráticas». Las masacres cometidas por los regímenes totalitarios han representado formas extremas de racionalidad instrumental, que se derivan directamente de la transformación moderna del hombre en objeto.

En ello es en lo que se distinguen radicalmente de todas las masacres anteriores.