ES evidente el carácter movilizador de la visión dicotómica que caracteriza a los sistemas totalitarios. En semejante visión, el mundo tiene que ser necesariamente depurado de quienes han sido designados de antemano como enemigos ontológicos que abatir. «El santo terror, cualquiera que sea la época en que aparece —subraya D. C. Rapoport—, está habitualmente ligado al mesianismo». Éste, en efecto, sólo alcanza su meta en la media en que los buenos y los malos experimentan suertes radicalmente opuestas.
Resulta entonces obvio que la mejor forma de liquidar una oposición consiste en eliminar uno de sus términos. Tanto para Lenin como para Hitler, la supresión del principio malo (la desigualdad de clase o la dominación judía) es condición para conseguir la salvación colectiva; es decir, el acceso a una vida futura realizada, ya no en el más allá, sino en un futuro más o menos lejano. Esta lucha es una lucha sin merced, sin pausa ni reconciliación posible, que sólo puede concluir mediante la eliminación total de uno de los dos campos.
«El enemigo representa el mal integral, siempre peligroso o, en suma, algo distinto de lo humano. Es imposible establecer acuerdos, pues las restricciones que el enemigo acepta o propone únicamente aspiran a engañarnos.
Resulta fuerte la tentación de pretender que, frente a semejante adversario, todo está permitido». Un fin absoluto justifica, en efecto, que se recurra a todos los medios. Por terribles que sean, estos medios resultan aceptables a la vista del carácter sublime, del ideal inconmensurable del objetivo perseguido.
Lo grandioso del objetivo justifica que se actúe de forma implacable frente a quienquiera que obstaculice este objetivo, que se le oponga un odio total, sin tregua ni matices. La pretensión de combatir en nombre de la «humanidad» —como hemos visto— aún refuerza más esta disposición mental: quien se opone a la humanidad es necesariamente no humano. Lo mismo ocurre con la convicción de que el mal no reside en el hombre, sino en la sociedad: así como en un clima igualitario cualquier desigualdad resulta insoportable, así también si el hombre es intrínsecamente bueno, «el menor culpable es un monstruo espantoso». La violencia estatal puede entonces ser vivida como una necesidad ética porque opera bajo la garantía de la trascendencia a la que responde la sociedad futura. Cuando semejante finalidad se plantea como una necesidad derivada del propio movimiento de la historia, el verdugo se convierte en el instrumento de esta historia; y la eliminación del adversario, en la condición de su realización.
En esta visión maniquea en la que «la diversidad dentro de un mundo único es substituida por la oposición irreconciliable de dos mundos», «la totalización del bien obliga a la totalización del mal; es decir, a una unificación no menos arbitraria de todo lo que, por las razones más diversas, se opone al bien “unificado”». De entrada, el adversario queda, pues, situado en el lado del no ser. Es el cuerpo ajeno necesariamente perturbador de lo Idéntico, que impide el triunfo lógicamente ordenado del ser, y obstaculiza el cumplimiento de la gran aspiración unificadora, razón por la cual tiene que ser reducido a la nada cuya amenaza, siempre reemprendida, encarna. La supresión del adversario no sólo es necesaria por las condiciones inherentes a la lucha: también lo es desde el punto de vista de los principios: como sólo el mejor puede triunfar, si el adversario no es aniquilado, la teoría resulta falsa.
Hannah Arendt ha sido la primera en mostrar que los sistemas totalitarios masacran a los hombres no sólo por lo que hacen, sino también por lo que son. Enemigos de raza y enemigos de clase son definidos en ambos casos como «“enemigos objetivos” de la historia o de la naturaleza» (Arendt); es decir, como hombres que merecen ser deportados o suprimidos porque su existencia misma equivale a un acto de oposición. Por definición, son «hombres de más». Correspondiendo a la parte mala, perturbadora y por tanto radicalmente superflua de la humanidad, a aquella parte cuya presencia en el mundo constituye desde siempre la causa de todos los males, no tienen tanto que ser sancionados cuanto que erradicados, como se hace con una enfermedad, una contaminación o un microbio; de donde se desprenden las cuantiosas metáforas biomédicas, higienistas o zoológicas de que son objeto: «virus fascista», «bacilo judío», «bestia inmunda». Lenin hablaba de «limpiar» a Rusia de sus «parásitos» y demás «insectos dañinos». Jean-Paul Sartre dirá que «todo anticomunista es un perro». La parte mala de la humanidad tiene que ser erradicada porque, frente a la ley objetiva del devenir que se supone encarna la verdad absoluta, no puede, por su parte, sino representar la mentira absoluta. La lógica exterminadora y el terror planificado se hacen entonces inevitables.
Es por ello por lo que en los sistemas totalitarios la represión siempre va mucho más allá de la resistencia efectiva con que el poder se topa en la sociedad. Un rasgo característico del terror totalitario es que alcanza su punto culminante cuando el régimen ya no tiene adversarios, redoblándose cuando ya no tiene razón de ser. A estos sistemas no les basta con hacer desaparecer toda oposición.
Paradójicamente, les hace falta al mismo tiempo hacerla desaparecer y volver a crear una oposición, incluso ficticia, para que su existencia todavía tenga sentido; es decir, para que puedan seguir presentándose como estando legitimados a proseguir su misión.
Por ello, cuando ya no hay más oponentes, lejos de bajar la guardia, los vuelven a crear ellos mimos, atribuyendo tal papel a aquellos de sus partidarios de quienes sospechan que no son lo bastante fiables o a los que no encuentran suficientemente «claros»[113]. El imaginario del complot («conspiración judeo-masónica» o «conspiración tramada por el capital contra los trabajadores») constituye un poderoso resorte de este proceso de sospecha generalizada: la astucia del Diablo consiste, en efecto, en hacer creer que no existe, pues los enemigos más peligrosos andan siempre «enmascarados». Es esta persistencia del terror cuando ha perdido toda «utilidad» normalmente concebible lo que explica que los regímenes totalitarios no logran estabilizarse, sino que siempre se ven obligados a huir hacia adelante. «En una primera fase —explica Maurice Weyembergh—, [la policía política] se contenta con liquidar a quienes se oponen al régimen; en una segunda fase, la emprende contra los “enemigos objetivos” y remplaza la “culpa sospechada” por el “crimen posible”. En una tercera fase, en la que culmina el terror […], el enemigo objetivo es remplazado por quienquiera que sea». El totalitarismo institucionaliza de tal modo la guerra civil. Y como los enemigos pronto se convierten en enemigos metafísicos, las posibilidades de purga se hacen ipso facto inagotables. «El terror propiamente dicho —escribe Claude Polin— comienza a existir cuando en cualquier momento a todos se les puede decretar culpables sin haber transgredido ley alguna». El principio básico del totalitarismo es la depuración como modo de administración de lo social. El totalitarismo —escribe asimismo Polin— es una forma de organización social «que no utiliza el terror, sino cuya esencia es el terror». El rasgos fundamental en Lenin y sus sucesores es precisamente la concepción de la política como guerra civil. Este rasgo va incluso más lejos que la lógica propia del nazismo, en la medida en que éste combate sobre todo a enemigos externos. En el sistema comunista, el enemigo es ante todo un enemigo interno, siendo ésta la razón por la que dicho sistema se entrega a la purga permanente. En junio de 1919, Lenin declaraba: «Sería una gran vergüenza mostrarnos dubitativos y no fusilar por falta de acusados». La frase es significativa. Prueba que la falta de enemigos hace peligrar al sistema mucho más que su existencia, siendo necesario producirlos sin cesar para que el sistema se legitime a sí mismo mediante esta constante amenaza. En 1937-38, el poder soviético llegó a fijar a ciegas cupos de individuos a deportar. En total, entre 1934 y 1953, uno de cada cinco hombres pasó por una colonia penitenciaria o por los campos. La política comunista aparece de tal modo como una política de hostilidad hacia toda una sociedad a la que, al mismo tiempo, incita a luchar contra sí misma participando en la violencia estatal. Dentro de semejante clima, sólo los órganos de represión tienen la posibilidad de actuar según les plazca; sólo disfrutan de plena libertad los encargados de hacerla desaparecer.