XVII

LAS tiranías clásicas se contentan con adueñarse de los cuerpos y controlar la expresión de las opiniones, mientras que el totalitarismo —he ahí otro rasgo que lo acerca a los sistemas religiosos— pretende poseer también las almas. Tal es el motivo por el que, si bien las tiranías clásicas suprimen el pluralismo político, siguen siendo compatibles con un cierto pluralismo social. El totalitarismo, por el contrario, intenta reducir a unidad toda la realidad social. Pretende suprimir la exuberante contingencia de lo social; es decir, la libre expresión de los antagonismos que se derivan de la diversidad humana, así como la posibilidad de resolverlos en forma de confrontación democrática. El fantasma de transparencia social es llevado, en su caso, al extremo; se trata, en realidad, de hacer desaparecer lo aleatorio, lo imprevisible, lo espontáneamente irracional: todo aquello que obstaculiza el que la gestión de la sociedad se haga por completo según el espíritu de cálculo.

Hannah Arendt veía un vínculo evidente entre la atomización de los individuos producida por el auge del individualismo igualitario, y el hecho totalitario. El totalitarismo era, para ella, una respuesta al «desencanto del mundo», a la descomposición de los cuerpos intermedios, a la dislocación cultural y social de las sociedades industriales modernas, en las que la aceleración del desarrollo ha quebrantado los modos de vida ligados a los grupos orgánicos primarios (familias, comunidades campesinas, etcétera).

Su surgimiento lo consideraba vinculado al auge de «masas» (mob) desarraigadas, que la desaparición de las comunidades, de las asociaciones y de los «estados» (Stände) ha hecho más vulnerables que nunca. El individuo anónimo —escribe uno de sus discípulos, Domenico Fisichella— «se parece a un recipiente, siempre dispuesto a ser llenado»[111]. «Llevando las cosas al extremo —añade Claude Pollin—, el grupo totalitario se mantiene única y exclusivamente en virtud de la mera fuerza de su homogeneidad: el grano de arena no es nada fuera del montón de arena». También se ha hablado, para definir el totalitarismo, de desvanecimiento o de aplastamiento total de la sociedad civil por parte de la esfera pública e institucional, por el Estado o, también, por un aparato jerárquico centralizado que no se confunde necesariamente con la administración estatal.

En los regímenes totalitarios, no hay, en efecto, ninguna fuente de legitimidad que no sea la del poder, lo cual es tanto como decir que toda la sociedad se confunde con el poder que se supone la encarna. Sin embargo, existe un gran riesgo, si uno se limita a esta observación, de volver a caer en las interpretaciones que hacen del totalitarismo el resultado de un simple «llevar las cosas al extremo» en el ejercicio del poder político. En esta perspectiva, común a los autores liberales, «el totalitarismo es el poder desnudo». Ahora bien, el totalitarismo no se puede explicar, como las tiranías clásicas, por un contraste, por acentuado que sea, entre una minoría dominante y una mayoría dominada. No es tanto un Estado todopoderoso, cuanto que un sistema que engloba estructuralmente todas las funciones de la sociedad y que es responsable del desmoronamiento de las formas tradicionales de actividad social.

Desde este punto de vista, sería más adecuado caracterizar a los regímenes totalitarios como los que consagran no tanto la tiranía de unos pocos sobre muchos, sino —en una perspectiva hobbesiana— la dominación de todos sobre cada uno.

Basándose especialmente en las observaciones de Alexander Zinóviev, Claude Pollin escribe a este respecto: «El poder totalitario es, en primer lugar, la tiranía de todos sobre todos; el verdadero fundamento del poder de quienes se hallan en la cúspide de la jerarquía es el poder de quienes constituyen la base»[112]. El totalitarismo puede definirse por lo tanto como una «tiranía de un tipo nuevo, que compagina extrañamente el coerción sobre todos y la participación de todos». La dominación de lo político sobre lo social, así pues, tampoco tiene que confundirnos.

Cuando todo se hace político, la política desparece en el mismo momento en que parece triunfar, y ello porque la política sólo puede existir, precisamente, en la medida en que no se identifica con lo social. La política forma parte del movimiento de institución de lo social —participa en el trabajo simbólico de la sociedad sobre sí misma—, pero no se confunde con lo social. «Sólo hay política —observa Claude Lefort— ahí donde se manifiesta una diferencia entre —por un lado— un espacio en el que los hombres se reconocen unos a otros como ciudadanos, situándose juntos en los horizontes de un mundo común; y —por otro lado— la vida social propiamente dicha, en la que sólo experimentan su dependencia recíproca, y ello bajo los efectos de la división del trabajo y de la necesidad de satisfacer sus necesidades». Así como el totalitarismo pone término a la historia al pretender identificar su sentido profundo, así también destruye lo político a la vez que lo extiende por doquier.