LAS ideologías modernas son religiones profanas. Se basan en conceptos teológicos secularizados. Esta constatación se aplica muy particularmente a los sistemas totalitarios, cuyo componente milenarista y mesiánico fue antaño transmitido sobre todo por las herejías cristianas.
Al igual que ciertos otros autores (Waldemar, Gurian, Eric Voegelin, Jean-Pierre Sironneau), Raymond Aron ha podido calificar a los totalitarismos modernos de «religiones políticas» o «religiones secularizadas»; es decir, «doctrinas que ocupan en las almas de nuestros contemporáneos el lugar de la fe y sitúan aquí abajo, en la lejanía del futuro, la salvación de la humanidad en forma de un orden social por crear». La ideología desempeña indudablemente, a este respecto, un papel de primer plano.
Diversos observadores de los sistemas totalitarios, como Alain Besançon, Michel Séller o François Furet, los han descrito por lo demás como «regímenes ideocráticos», calificación que conviene sobre todo al régimen soviético[108]. Ahora bien, contrariamente a lo que creen los autores liberales (quienes se imaginan que ellos mismos están hablando desde un lugar no ideológico), si el totalitarismo es totalitario, ello no se debe tan sólo a que se refiere a una ideología. Todas las sociedades humanas, en la medida en que se cristaliza en ellas una cierta concepción del mundo, poseen en efecto una base de fundamentación ideológica, ya sea de modo implícito o interiorizado. Tampoco es, exactamente hablando, el contenido de su ideología lo que en los sistemas totalitarios desempeña la función primordial[109]. Lo fundamental es más bien la forma en que este contenido es presentado deliberadamente como un sistema de verdad, oficialmente profesado y sustraído a cualquier forma de debate. Decía Montesquieu que todo régimen político tenía una naturaleza («aquello que le hace ser lo que es») y un principio («aquello que lo hace actuar»). Una de las características del totalitarismo es que su principio y su naturaleza se confunden, precisamente porque están subsumidos por una ideología «total», que tiene la pretensión de «explicarlo todo hasta el menor acontecimiento, deduciéndolo de una única premisa». Esta ideología se presenta, a la manera de las doctrinas religiosas, como una estructura esencialmente dogmática, portadora de certidumbres absolutas, que asigna a las demás ideas el papel de falsa conciencia o de mistificación destinada a disimular la realidad de los retos esenciales. Como tal, se afirma como ciencia detrás de la historia o de la vida, erigiéndose sus conceptos y sus principios fundamentales en verdades que excluyen cualquier otra verdad.
En los sistemas totalitarios, los rasgos «religiosos» más evidentes son la visión dualista del mundo, la esperanza mesiánica de una nueva era y la ilimitada voluntad de instaurar una sociedad nunca vista. «¿Qué se debe entender —escribe D. C. Rapoport— por sentimiento mesiánico? Se trata del sentimiento según el cual llegará un día en que la historia y la vida en esta tierra se verán total e irreversiblemente transformadas, pasándose del estadio de la lucha perpetua que todos hemos experimentado al de una armonía perfecta en la que muchos sueñan, y en la que ya no habrá ni enfermedades ni lágrimas, en la que estaremos completamente liberados de toda regla, lo cual es condición indispensable para una perfecta libertad». La concepción dualista consiste en pensar el mundo en términos de una división radical: nosotros y ellos, las fuerzas del bien y las del mal. El mundo se encuentra entonces exclusivamente dividido entre amigos y enemigos, sin que resulte posible ninguna tercera posición: «Quien no está conmigo está contra mí», se lee ya en el Evangelio (Mat. 12, 30). En Lenin, este principio se convierte en: «O bien la ideología burguesa, o bien la ideología socialista. No hay punto intermedio».
Kolakowski, refiriéndose al estalinismo, ha podido por ello hablar de «esquema de la única alternativa»; y Alain Finkielkraut, de «simplismo radical que asocia a un determinismo implacable un moralismo desencadenado».
Esta visión de un mundo dividido en dos corresponde en el comunismo al enfrentamiento del proletariado y de las clases explotadoras; en el nazismo, a la oposición entre los alemanes (o los arios) y los judíos, oposición visiblemente calcada de la de Cristo y de un Anticristo satánico[110]. En ambos casos, el Partido representa la quintaesencia del buen principio, puesto que se identifica con la parte más sana (social o racialmente) del pueblo —la parte «elegida», que tiene una misión histórica y metafísica que cumplir en la medida en que posee una conciencia de raza superior o representa la vanguardia del proletariado— y que, como tal, prefigura la totalidad del pueblo del futuro. Al Partido le corresponde, así pues, luchar por todos los medios en contra del principio dañino. La política se convierte, de tal modo, en una guerra de religión de carácter apocalíptico emprendida contra las fuerzas del mal. En ambos casos, estamos ante una teoría que formula «una doctrina salvadora en pro de una colectividad elegida, raza alemana o proletariado mundial» (Philippe Burrin).
También en ambos casos esta lucha universal se ve legitimada por una representación del mundo basada en una metafísica de la subjetividad disfrazada en necesidad histórica objetiva. Hitler asegura que la lucha que emprende el hombre ario, este «Prometeo de la Humanidad», corresponde a las «leyes eternas de la naturaleza», interpretadas como lucha de todos contra todos en la perspectiva del darwinismo social. La lucha universal opera la selección de los mejores, realizando de tal modo «la voluntad de la naturaleza, que tiende a elevar el nivel de los seres». Enseguida, la proposición se invierte con toda naturalidad: si los mejores vencen necesariamente, de ello se deriva que la dominación de los más fuertes va en el sentido de la historia. Lenin afirma de igual modo que el advenimiento del comunismo corresponde a la necesidad histórica, interpretada como perpetuo progreso. En ambos casos, la historia constituye el tribunal supremo que permite verificar la justeza de la teoría. La lucha tiene el valor de un principio selectivo que permite hacer triunfar a quienes poseen la verdad: el que gana demuestra, por ello mismo, que tenía razón. Encontramos aquí el eco del historicismo moderno, versión laica de la creencia en una historia lineal, orientada hacia el reino de Dios. La clase, al igual que la raza, queda sustantivada en sujeto singular, depositario del sentido de la historia, que ni puede ser legítimamente dividido, ni plantear su identidad el menor problema. El voluntarismo, paradójicamente, se encuentra asociado de tal forma a la creencia en una ley absoluta, que nada le debe a la interpretación de los hombres, sino que al contrario se impone a ellos: ley de la Historia o ley de la Vida, que circunscribe radicalmente el libre arbitrio y somete todo cuestionamiento sobre la libertad a las mismas aporías que las formas clásicas de determinismo o de predestinación.
Erigida por encima de todos y de todo, esta «ley del movimiento de una fuerza sobrehumana, la Naturaleza o la Historia», tiene por efecto real privar de toda validez a las leyes positivas, las cuales sólo son aceptadas en tanto en cuanto concuerdan con ella, al tiempo que hace saltar en añicos los criterios de lo permitido y de lo prohibido. Constituye el origen fundamental del fantasma de transparencia y de dominio total que caracteriza a los totalitarismos.
Al aspirar a una ruptura casi ontológica en el seno de la historia humana, los totalitarismos llevan por otra parte la pasión de la novedad hasta el paroxismo. Pretenden conseguir el advenimiento de sociedades de un tipo nunca visto: «nuevo Reich», «hombre nuevo», «era nueva» constituyen otras tantas fórmulas para trazar una frontera absoluta entre el antes y el después, residiendo lo novum en el proyecto de planificación racional cuyo objetivo colectivo reviste carácter supremo. Después de Giovanni Gentile, quien desde 1898 había puesto de manifiesto el carácter «metafísico occidental» del marxismo, Ernst Bloch ha evidenciado que el papel de la aspiración a lo «totalmente distinto» juega en el comunismo la función profana del paraíso terrestre: la pretensión a hacer «del pasado tabla rasa» manifiesta una voluntad de ruptura total, la única capaz de alumbrar un mundo inédito gobernado por un hombre nuevo. «En el nazismo y el comunismo —subraya Alain Besançon— se trata, erradicando el mal, de crear una sociedad perfecta y un hombre nuevo». Tal es la doble obsesión de cierre (el de una era definitivamente concluida) y de apertura (la de una era radicalmente nueva).
Desde este punto de vista, el totalitarismo es el heredero directo de una modernidad que se constituye, desde sus inicios, como tabula rasa; es decir, como rechazo de principio, repudio de todo cuanto antes era considerado como lo que se tiene que mantener y transmitir. El lema incesante de la modernidad es que hay que explorar sin cesar los «límites de lo posible» (Arendt), considerándose que todo lo posible es deseable. Este lema corresponde a la «expansión ilimitada» que, según Hannah Arendt, constituye precisamente el telos de la modernidad, o también la aplicación profana de lo que Heidegger denomina el «concepto de infinidad». El mismo implica un cuestionamiento de la noción misma de límite, que la voluntad humana o el «progreso» están llamados a hacer retroceder indefinidamente.
Por definición, el totalitarismo es el sistema que no conoce límite, el sistema que aspira a la movilización total de los hombres y del mundo, el que aspira a sojuzgar, a dominar mediante la razón la totalidad del mundo, desplegándola como tal en una «potencia masiva de convocación» (Jean-Luc Nancy y Jean-Christophe Baillo). Es el sistema que cree no sólo que todo es posible (porque su voluntad carece de límite), sino que todo está permitido (porque representa la verdad absoluta).
Esta movilización total es indisociable de la aspiración a lo homogéneo. El totalitarismo pretende, antes de nada, reducir la diversidad humana a un único modelo. Expresa de tal modo una perversión del principio de unidad, consistente en suprimir la contrapartida, la multiplicidad, sobre la base de una referencia política a la universalidad. En tal sentido, manifiesta un claro rechazo de la «ambivalencia del mundo», un desesperado intento por reducir a lo único todas las significaciones humanas, por abolir la distancia entre la multiplicidad de lo real y la unidad del concepto, por instaurar a toda costa esta unidad aquí y ahora. Por tal razón, en los regímenes totalitarios tiene que suprimirse todo lo que distingue a los individuos entre sí, todo lo que se interpone entre los individuos y el poder —supresión que puede efectuarse tanto más fácilmente cuanto que, «en la medida en que hay homogeneidad, la unidad como tal es simplemente desdeñable; sustraer a la totalidad una unidad, o el número que sea de unidades, no afecta para nada a la totalidad como tal»—.Esta visión entronca, por supuesto, con la idea de un fin de la historia; es decir, de una fase terminal de la historia humana eventualmente asimilada, con finalidades retóricas, a una «nueva historia» desprovista de todas las características de la existencia histórica. Pero esta idea es enfocada desde una perspectiva a la vez voluntarista y dialéctica.
Por un lado, no se considera que este proceso se desarrolle por sí mismo: el hombre tiene que tomar parte activa en el mismo para precipitar su realización. Por otro lado, si bien se supone que el momento final se caracteriza por la desaparición de las tensiones y de las guerras, ello sólo se puede conseguir mediante la aceleración de las tensiones y el desarrollo de una guerra absoluta. Para salir de la fase de los antagonismos y de las oposiciones, al comienzo se las tiene que exacerbar. Tal es el tema de la «lucha final» (Endkampf, efectuada por una minoría decidida y agrupada en un partido único, que, haciendo desaparecer la contradicción principal, pretende conducir la historia hasta su final. Los regímenes totalitarios son regímenes que quieren poner término a la existencia histórica mediante una aceleración radical de la historia.
En tal sentido, los sistemas totalitarios nunca puede ser «de derechas», ya que toda política «de derechas» se caracteriza ante todo por la prudencia: implica la prosecución de objetivos que sólo pueden ser limitados. Por más la política «de derechas» se apoye en una ideología o en una doctrina, los resultados nunca están asegurados de antemano. Se tiene en cuenta la naturaleza humana, lo cual impide pensar que todo es posible. El futuro nunca es considerado como algo que implica una ruptura absoluta con el pasado. Se adopta como regla general el respeto de la diversidad humana, con todo lo que ello implica de relatividad respecto al contexto. Los sistemas totalitarios, por el contrario, se sitúan de entrada en lo absoluto.
Rechazando la política como prudencia, la conciben a la vez como una ciencia y como un sustitutivo de la fe, la cual poseería la verdad última de todos los asuntos humanos.