SI se admite que los crímenes de los regímenes comunista y nazi no se derivan de un azar o de un accidente, se tiene que elucidar la naturaleza de la lógica o de la necesidad cuya culminación representan. Para ello, no es posible limitarse a indagar en qué medida cada uno de ellos, al cometer sus crímenes, ha actuado de conformidad con su propia doctrina. Hacia lo que hay que orientarse es, por el contrario, hacia lo que tienen en común.
Para ello, hay que volver al concepto de totalitarismo que, pese a sus imperfecciones, sigue siendo el más operatorio para la comprensión del fenómeno.
La noción de totalitarismo nunca ha sido aceptada unánimemente por los politólogos, lo cual no es de sorprender, ya que su uso se deriva de una creación ex post: basándose en la existencia de los sistemas totalitarios se ha inventado un término que, en una segunda fase, ha permitido calificarlos de tales, siempre que correspondieran a la definición que su propia existencia había llevado a formular.
Esta forma de actuar resultaba sin embargo inevitable en la medida en que los sistemas políticos descritos como totalitarios constituyen fenómenos de un tipo totalmente nuevo. En realidad, sólo se puede comprender el totalitarismo distinguiéndolo de todas las formas clásicas de tiranía, absolutismo, dictadura o autoritarismo; es decir, partiendo de su radical novedad. El totalitarismo no es una forma intemporal, sino inédita de poder.
No representa una versión más dinámica o agravada de los regímenes autoritarios. Cristaliza, por el contrario, una forma política vinculada a una época determinada[93]. Y es su carácter inédito lo que permite comprender por qué resulta imposible explicarlo recurriendo exclusivamente a la psicología, a la antropología o a la historia de la filosofía[94]. Los sistemas totalitarios han movilizado desde luego pasiones inherentes a la naturaleza humana, pero combinándolas de una forma nunca vista. De igual modo resulta imposible, y por las mismas razones, explicar el sistema soviético por la «mentalidad rusa», o el nazismo por la Sonderweg alemana, por más que cada uno de estos dos regímenes poseyera una indudable dimensión «nacional».
Semejante enfoque equivale a trivializar los totalitarismos[95], los cuales, por el contrario, tienen que ser estrictamente colocados en su contexto.
Los términos «totalitario» y «totalitarismo» empezaron a difundirse durante el período de entreguerras en el mundo anglosajón. Ni que decir tiene que los regímenes totalitarios nunca los emplearon para calificarse a sí mismos[96].
Desde 1935, el sociólogo alemán emigrado Hans Kohn, escribiendo en una revista norteamericana, vincula las «dictaduras modernas» con fenómenos tales como una nueva concepción mesiánica del mundo, la irrupción de las masas en la vida política, una conciencia política moldeada por la Revolución Francesa, y el papel de las técnicas modernas. En 1939, Meter Drucker publicaba una obra, The End of the Economic Man. The Origins of Totalitarianism, cuyo subtítulo le iba a proporcionar años después a Hannah Arendt el título de su propio libro. En 1940, Carlton H. Hayes subrayaba por su parte la originalidad de las formas totalitarias de gobierno[97]. Dos años después, el concepto era estudiado de nuevo por Sigmund Neumann[98]. En Francia, uno de los primeros en emplear el término «totalitario» fue Jacques Maritain, que se encontraba entonces en el entorno de Emmanuel Mounier y el equipo de la revista Esprit[99]. Apareció después el célebre libro de Hannah Arendt, The Origins of Totalitarianism, publicado en los Estados Unidos en 1951, pero que sólo se tradujo en Francia en 1972[100]. Todavía hoy representa la contribución más profunda para el estudio del fenómeno.
Oponiéndose a las teorías liberales que tendían a ver en los sistemas totalitarios resurgimientos «arcaicos» de naturaleza fundamentalmente irracional, muestra por el contrario que sólo mediante un análisis crítico de la genealogía de la modernidad se puede captar la esencia de estos sistemas, los cuales sólo pueden ser explicados muy imperfectamente por el antisemitismo, el socialismo o el imperialismo del pasado siglo. En 1956, por último, el estudio de Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski, Totalitarian Dictatorship and Autocracy, ejerció una profunda influencia en los Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, al enumerar seis criterios formales que caracterizan a los regímenes totalitarios: una ideología oficial que abarca todos los sectores de la vida social, un partido único enraizado en las masas, un sistema político organizador del terror, un control monopólico de los medios de información y de comunicación, un monopolio de los medios de combate y una dirección centralizada de la economía[101]. Las teorías del totalitarismo —que, contrariamente a las del fascismo, se interesan exclusivamente por los regímenes y no por la fase «movimentista» que los precedió— se multiplicaron ulteriormente, provocando una serie de debates que todavía prosiguen en la actualidad[102]. Uno de los principales reproches que se les han formulado, especialmente en Alemania por parte de Martin Broszat[103], es el de su «falta de sentido histórico», que les llevaría a preocuparse tan sólo por la esencia de los sistemas totalitarios, sin preocuparse ni por su evolución ni por la erosión ocasionada por el tiempo. Al categorizarlos de forma esencialista, tales enfoques sólo darían una visión monolítica de estos sistemas y no podrían, por consiguiente, explicar su evolución. Incapaz de integrar el cambio, el modelo sólo constituiría un tipo ideal difícilmente integrable en la realidad. Este reproche se formuló sobre todo en el momento de la revolución húngara de 1956, y luego en la década de los sesenta, cuando quedó claro que la URSS de Krutchev no podía ser calificada de «totalitaria» de la misma manera que bajo Stalin. En la década de los setenta, también se criticó el concepto de totalitarismo como instrumento de propaganda utilizado en el marco de la guerra fría, provocando que recobrara influencia la escuela «revisionista» representada especialmente por Moshe Lewin[104]. Por último, se les ha reprochado a las teorías del totalitarismo sobreestimar la capacidad de los regímenes totalitarios de transformar radicalmente la persona humana y, por consiguiente, la sociedad. Se ha dicho que sólo en la ficción puede haber un totalitarismo perfectamente realizado, lo cual ha llevado a Michael Walter a observar irónicamente a «cualquier totalitarismo realmente existente es un totalitarismo fallido»[105]. Aunque, desde el desmoronamiento del sistema soviético, las teorías sobre el totalitarismo experimentan un gran auge, reproches análogos han sido formulados recientemente por autores como George Mouse, Denis Peschanski o Ian Kershaw.
«Cualquiera que sea el planteamiento de que se trate —escribe este último—, el totalitarismo no es nunca otra cosa que un concepto, no una teoría. Ofrece un atajo intelectual, no una explicación. Describe técnicas e instrumentos de poder similares. No tiene gran cosa, incluso nada que enseñarnos, sobre el cómo y el por qué de su surgimiento.[106]» Tales críticas son injustificadas. Equivalen a confundir la ciencia política, que se interesa prioritariamente por los conceptos generales, y la ciencia histórica, que estudia más bien sus cristalizaciones particulares. Tomadas al pie de la letra, podrían conducir igualmente a rechazar la noción de democracia, por cuanto nunca ha existido un régimen perfectamente democrático. Como escribe Leszek Kolakowski, «está admitido generalmente que la mayoría de los conceptos que empleamos para describir fenómenos sociales de vasta amplitud no tienen equivalentes empíricos perfectos». Pero no por ello dichos conceptos dejan de ser utilizables. No existe ninguna sociedad «perfectamente» democrática o liberal, de igual modo que no hay ninguna sociedad «absolutamente» totalitaria, pero ello no impide en absoluto estudiar el totalitarismo, el liberalismo y la democracia, o compararlos entre sí. El hecho de que nunca pueda haber libertad absoluta tampoco impide efectuar una distinción entre regímenes en los que hay más libertad y otros en los que hay menos. El hecho de que ningún tipo ideal se realice perfectamente en el ámbito empírico no le quita nada de su valor para estudiar la realidad.
Juan J. Linz observa a este respecto: «Cada caso es único para el historiador. Pero el politólogo tiene que buscar los elementos comunes, conceptualizarlos, y, por último, reducir este gran número de regímenes políticos a ciertos tipos principales». Una crítica que sí se les puede hacer, en cambio, a las teorías del totalitarismo es que tienden demasiado a menudo a definir los sistemas políticos que estudian por sus características formales (culto de un jefe supremo surgido del pueblo, partido único que somete a su control la totalidad de la vida social, ideología sustraída a la discusión y erigida en verdad de Estado, movilización de las masas inmiscuyéndose en la vida privada, terror generalizado ejercido contra «enemigos del pueblo», monopolio absoluto de la información, absorción de todas las instituciones y del derecho, etcétera) mucho más que por su aliento profundo, razón por la cual dichas teorías se quedan mudas, por lo general, sobre las circunstancias de la génesis y desarrollo del totalitarismo, a cuyo respecto son efectivamente mucho más descriptivas que explicativas. Pero este defecto, del que adolecen sobre todo autores estadounidenses como Carl J. Friedrich y Zbigniew Brzezinski, no constituye ningún rasgo común a todas estas teorías. Lejos de limitarse a efectuar una descripción estructural y estática de los regímenes totalitarios, Hannah Arendt, por ejemplo, trata por el contrario de explicar su origen, lo cual la lleva a proponer no un simple modelo, sino una verdadera teoría.
El totalitarismo no se reduce, en efecto, a similitudes en las estructuras y modos de funcionamiento. Por encima de sus formas comunes, que son por lo demás susceptibles de un cierto número de variaciones[107], el parentesco entre los regímenes totalitarios estriba en primer lugar en su inspiración y en su aliento, cuyas formas nunca constituyen otra cosa que medios. Esta inspiración y este aliento no se deben tanto a una idea común, en el sentido doctrinal del término (pueden, por el contrario, ser expresadas por ideas totalmente distintas), sino que significan más bien una actitud mental que sólo ha podido surgir y desarrollarse en una época bien determinada. Esta actitud mental se basa en la fusión de dos elementos distintos: por un lado, una visión maniquea y mesiánica, de naturaleza «religiosa», y por otro en un voluntarismo extremo, vinculado a una adhesión sin reservas a los valores de la modernidad.