XIV

OTRA consecuencia de la manipulación del antifascismo por parte del Kremlin ha consistido en oscurecer su objeto: el fascismo.

Al agrupar bajo este mismo término unos sistemas políticos o ideológicos sumamente distintos, el antifascismo ha contribuido a hacer más difícil una definición que, todavía hoy, sigue siendo problemática. Los especialistas que han estudiado el fascismo no están de acuerdo, en efecto, ni sobre sus orígenes ni sobre sus características esenciales.

Los movimientos fascistas han sido interpretados por Ernst Nolte como respuestas a la amenaza bolchevique. Renzo De Felice piensa que el fascismo se define ante todo como un modo particular de entrar en la modernidad. Zeev Sternhell, que hace observar que «en Francia, el fascismo toma sus orígenes, y sus hombres, tanto en la izquierda como en la derecha, y muy a menudo mucho más en la izquierda que en la derecha»[86], asegura que la ideología fascista ya estaba constituida, en sus principales elementos, antes de la guerra de 1914. Todavía se discute hoy si el fascismo constituye un giro «soldadesco» y voluntarista de una ideología contrarrevolucionaria, jerarquizante y antimoderna (Nolte), si constituye por el contrario una doctrina modernista y revolucionaria, abierta a una sociedad nueva y que nada tiene que ver con un pasado trasnochado (Furet), o si resulta fundamentalmente de una revisión del socialismo en un sentido antimaterialista y antiinternacionalista (Sternhell). La opinión más generalizada es que el fascismo, como categoría general, constituye un sistema mixto en el que se asocia un socialismo purgado del materialismo con un nacionalismo jacobino, todo ello sobre el fondo de la crisis de las clases medias, el recuerdo de la Gran Guerra y la explosión de la modernidad.

En su acepción más restringida, y por tanto la menos discutible, el término, en cambio, se utiliza legítimamente para calificar el Ventennio mussoliniano. Ahora bien, el fascismo italiano es el gran ausente de El libro negro. Ocurre, en efecto, que en materia de violencia social y represión política, no es comparable con los regímenes totalitarios. Se dispone actualmente de cifras muy precisas sobre el balance del régimen fascista italiano al respecto. Este balance consiste en nueve ejecuciones entre 1922 y 1940 (en su mayoría, terroristas eslovenos), seguidas de otras diecisiete durante los años de guerra, de 1940 a 1943, mientras que el número total de prisioneros políticos, por su parte, nunca fue más allá de algunos millares[87]. El fascismo italiano, que Pietro Barcellona no ha dudado en describir como «una especie de socialdemocracia autoritaria» impuso, es cierto, indudables restricciones a las libertades. Pero las mismas no tienen punto de comparación con el terror totalitario. Raymond Aron ya lo había señalado con toda claridad: «El régimen de Mussolini nunca fue totalitario: las universidades, los intelectuales nunca se vieron sometidos, incluso si se restringió su libertad de expresión»[88]. «Entre Mussolini y Hitler —observa Jacques Willequet— siempre existirá el abismo que separa a la cárcel política del campo de concentración»[89]. Colocar la resistencia al totalitarismo nazi bajo el signo del «antifascismo» constituye, en tales condiciones, una impostura. «Esta amalgama —declara Pierre Chaunu— forma parte de la mentira comunista consistente en oponer la democracia al fascismo, con lo cual el comunismo aparece como el sistema más democrático, ya que es el más opuesto al fascismo. Es la forma más perfecta de la mentira[90]». Tomado como común denominador de todos los totalitarismos, reales o supuestos, el término «fascismo», sin embargo, sigue sirviendo todavía hoy de «espantajo universal» (De Felice). Jean Lacouture habla de «fascismo tropical» para calificar al régimen de Pol Pot; otros, de «fascismo verde» para designar el islamismo, mientras que el propio Jean-François Revel no duda en calificar al estalinismo de «fascismo rojo». Este uso retórico es un resto de la concepción estaliniana del antifascismo. Mantiene un efecto de óptica que no corresponde a los hechos. Como lo ha destacado Hannah Arendt, los regímenes políticos no se dividen en regímenes fascistas y antifascistas, sino por el contrario en regímenes liberales, democráticos, autoritarios y totalitarios. Aunque el propio Mussolini usó el término «totalitario»[91], el régimen fascista italiano no puede ser colocado entre los sistemas totalitarios, como tampoco entre los regímenes pertenecientes a las categorías clásicas del despotismo o de la tiranía. Como la mayoría de los politólogos lo reconocen actualmente, las diferencias entre los regímenes fascista y nazi superan con mucho a sus similitudes[92]. En cuanto régimen, el nazismo es totalmente distinto del fascismo, al igual que el comunismo es totalmente distinto del socialismo. Englobarlos en un mismo término equivale a poner en un mismo cesto a Léon Blum y Stalin, a Lionel Jospin y Pol Pot. Presentar el nazismo como una variante nacional de un vasto y nebuloso movimiento titulado «fascismo» es una concesión tardía al sovietismo. Quien emplee el sintagma «fascismo alemán» para designar el nazismo habla la lengua de Stalin.