PARA responder a esta pregunta se han apuntado diversas causas. Se ha destacado el hecho de que los intelectuales de los países occidentales cedieron masivamente ante la ilusión comunista; unos intelectuales que actualmente no tienen la más mínima intención de reconocer su culpa y aún menos de ceder las posiciones que ocupan, al tiempo que siguen ejerciendo directa o indirectamente su magisterio sobre la opinión. También se ha evocado el temor de desagradar a la potencia soviética, que confortó durante mucho tiempo el cinismo de los empresarios y de los políticos. François Furet, por su parte, ha insistido en el prejuicio favorable que no podía dejar de encontrar en Francia una revolución bolchevique que pretendía situarse en la línea de la Revolución de 1793. Pero estas consideraciones sólo se refieren a causas parciales. No pueden por sí solas dar cuenta de la «excepcional ceguera» evocada por Stéphane Courtois.
Una razón más fundamental estriba en la alianza establecida durante la última guerra entre el estalinismo y las democracias occidentales, alianza que ha constituido el fundamento del orden internacional surgido de la derrota alemana de 1945.
A partir de 1941, la URSS participó al lado de los Aliados en la caída del nazismo. Obtuvo de ello un crédito moral que, luego, nunca dejó de explotar. Después de 1945, la victoria sobre el nazismo impidió cualquier interrogación sobre el totalitarismo vencedor, cualquier cuestionamiento de su legitimidad política y moral. Permitió a la memoria comunista construir su propia leyenda sin recibir la menor réplica. En 1939, las democracias occidentales habían declarado la guerra a Hitler para impedirle invadir Europa Central y Oriental. Stalin, en 1945, pudo hacer caer un telón de acero sobre esta misma Europa Central y Oriental sin que nadie pensara en impedírselo.
Por contigüidad con ello, todo el movimiento comunista ha disfrutado en la opinión occidental de un prejuicio favorable. «La guerra —subraya también Alain Besançon—, al establecer una alianza militar entre las democracias y la Unión Soviética, debilitó las defensas inmunitarias occidentales contra la idea comunista»[72]. Tony Judit explica de igual forma el silencio que durante tanto tiempo ha rodeado a los crímenes comunistas: «Se debe en parte a que seguimos siendo los herederos de la alianza victoriosa establecida contra Hitler»[73]. «1945 le permitió probablemente al comunismo sobrevivir cincuenta años más», afirma por su parte François Furet[74]. Es ésta, en efecto, una clave decisiva para explicar la cuestión. Como la Unión Soviética y las democracias occidentales combatieron juntas durante la guerra, es por ello por lo que sigue siendo necesario que Hitler haya sido peor que Stalin, o lo que es lo mismo: que Stalin haya sido mejor. Y al revés, si el nazismo era realmente el mal absoluto al que sólo se podía liquidar aliándose con Stalin, ello significa que el sistema estaliniano era objetivamente útil, lo cual reduce en idéntica medida los reproches que se le pueden hacer. En 1949, en el proceso Kravchenko, Jean Cassou explicó de tal modo que «la guerra contra Hitler constituye un bloque»: criticar a Stalin equivale a empequeñecer Stalingrado y por tanto a descalificar Vercors. De igual modo, cuando Solzhenitsyn publicó El archipiélago del Gulag fue una vez más en nombre de la «prueba por Stalingrado» como se intentó ahogar su voz.
En 1945, escribe Jean-Marie Domenach, «el prestigio del partido comunista, que después de 1941 había participado en la Resistencia, así como el del Ejército Rojo, que había vencido a los nazis, era tal que cualquier denuncia de la URSS aparecía como una complacencia hacia la “barbarie fascista” que estuvo a punto de cubrir a Europa»[75]. Admitir la realidad del régimen soviético de campos de concentración resultaba, en tales condiciones, casi inconcebible. Domenach añade que, después de haberse reunido con Margaret Buber-Neumann en 1947, «no dudaba de lo que decía acerca del Gulag. Pero se trataba para mí de un fenómeno en vías de desaparición, de una anomalía que sería corregida por la revolución en marcha. En realidad resultaba difícil, para una gente que se había lanzado con toda su alma en la lucha antinazi, concebir que un horror análogo estaba causando estragos en el campo de sus propios aliados»[76]. Lo paradójico es que la Unión Soviética ha podido disfrutar de tal modo de su más alto crédito moral en el momento mismo en que el terror estaliniano alcanzaba su cúspide. Es en 1942, en el mismo año de la batalla de Stalingrado, cuando la mortalidad bate todos sus récords en el Gulag: uno de cada cinco detenidos muere de hambre. Es asimismo en 1945 cuando los campos conocen el mayor número de detenidos (entre los cuales, cerca de dos millones de rusos entregados por los Aliados a Stalin, e inmediatamente deportados por éste). La otra cara de esta paradoja es que la verdad sobre el Gulag sólo será verdaderamente admitida por la opinión una vez desmantelado parcialmente el sistema soviético de campos de concentración: las primeras liberaciones masivas de detenidos datan de los años 1954-58. Ello equivale a decir, como lo ha subrayado René Girar, que «el prestigio del estalinismo decreció, especialmente entre los intelectuales occidentales, a partir del momento en que disminuyó su grado de violencia».
Al liberar a Europa Occidental en el preciso momento en que sellaba la servidumbre de Europa Oriental, la victoria de 1945 permitió, así pues, la aniquilación de un sistema totalitario al tiempo que consagraba otro. El concepto de totalitarismo, en la medida en que englobaba a la vez al vencedor y al vencido, quedó de tal modo desacreditado. Al mismo tiempo, el aplastamiento del nazismo otorgó una indudable base de legitimación al «antifascismo»: a esa categoría discursiva que permitió dar un mínimo contenido ideológico a la alianza entre la Unión Soviética y las democracias occidentales. «La participación de los comunistas en la guerra y en la victoria sobre el nazismo —escribe Stèphan Courtois— hizo triunfar definitivamente la noción de antifascismo como criterio de la verdad en la izquierda, de modo que los comunistas se presentaron por supuesto como los mejores defensores de este antifascismo. Este último se convirtió para el comunismo en una marca definitiva, habiéndole sido fácil, en nombre del antifascismo, hacer callar a los recalcitrantes». Este dispositivo, sin embargo, sólo se llegó a establecer tardíamente. En un primer momento, los comunistas no quisieron ver en el fascismo más que una variante «dictatorial» del capitalismo, interpretándolo como la forma política a través de la cual el capitalismo traicionaba en cierto sentido su verdadera naturaleza (al tiempo que, invirtiendo la fórmula, el capitalismo podía ser definido como una forma no dictatorial del comunismo). En 1931, en el XI Pleno de la Internacional, Dimitri Manuilsky todavía afirmaba que «entre el fascismo y la democracia burguesa sólo hay una diferencia de grado». En febrero de 1934, Maurice Thorez declaraba: «La experiencia internacional muestra que no hay ninguna diferencia de naturaleza entre la democracia burguesa y el fascismo. Son dos formas de la dictadura del capital. El fascismo nace de la democracia burguesa. No se escoge entre el cólera y la peste». El fascismo era representado entonces como un sistema financiado por un gran capital acorralado cuyo único recurso consistía en suscitar una dictadura para oponerse al irresistible avance del proletariado. Era la época en que Bertolt Brecht escribía: «Sólo combatiendo al capitalismo se podrá combatir al nacionalsocialismo. En esta lucha no hay otro aliado que la clase obrera»[77]. Como la URSS tenía por función dirigir las luchas proletarias, encarnando de tal modo la oposición más rigurosa al capitalismo, de ello se derivaba que cualquier crítica del poder soviético «hacía el juego» del fascismo, al tiempo que, subsidiariamente, la mejor forma de luchar contra el fascismo consistía en hacerse comunista.
Esta interpretación del fascismo como una emanación del capitalismo tuvo como paradójica consecuencia hacer que la Internacional favoreciera, indirectamente al menos, la victoria de los fascismos. Si el fascismo no es más que una forma del capitalismo, no hay en efecto ningún motivo para ayudar al segundo cuando parece amenazado por el primero. Son patentes a este respecto las responsabilidades comunistas en la llegada al poder del fascismo en 1922 y del nacionalsocialismo en 1933. En ambos casos, el sectarismo de los partidos comunistas los condujo a negarse empecinadamente a constituir un frente común con los partidos burgueses. Esta postura se radicalizó en 1928, con ocasión del VI Congreso del Komintern, que afirmó la línea «clase contra clase» y denunció a la socialdemocracia como el alter ego del fascismo.
Sólo a partir de 1934-35 esta orientación fue brutalmente sustituida por las estrategias de «frente popular». Como a partir de entonces Stalin consideraba necesario, a fin de que no se formara un bloque antisoviético, obtener el apoyo de las democracias liberales y de los partidos progresistas burgueses, el «antifascismo» concebido como frente común se convirtió por ello mismo en la mejor forma de defender los intereses ideológicos, pero también materiales y territoriales, de la Unión Soviética. La firma del pacto germano-soviético, el 23 de agosto de 1939, mostrará que esta estrategia antifascista, a la cual el Kremlin volverá dos años después, en realidad sólo era para la Unión Soviética un instrumento de su potencia exterior[78]. «El antifascismo —escribe Pierre-Jean Martineau— fue para la Internacional Comunista menos una doctrina implacable que un instrumento político y diplomático al servicio de una causa única: la defensa de la URSS»[79]. François Furet ha mostrado con toda claridad cómo el antifascismo, antes de la guerra, fue instrumentalizado por el comunismo para crear una representación de la correlación de fuerzas políticas en la que la realidad del terror soviético desaparecía como por arte de magia, mientras que el sistema que lo aplicaba se veía legitimado por la destacada parte que tomaba en la lucha contra el «fascismo»[80]. A partir de la segunda mitad de la década de los treinta, el antifascismo, tal como lo define el Kremlin, va en efecto mucho más allá de la lucha contra el fascismo real. Su principal función consiste en hacer desaparecer el fenómeno totalitario. Por un lado, el antifascismo borra la especificidad del nacionalsocialismo (agrupado a partir de entonces bajo el término genérico de «fascismo» con regímenes tan distintos como los de Franco o Mussolini). Por otro lado, borra asimismo la especificidad del régimen soviético, al situarlo en el mismo campo que las democracias occidentales. De este modo desaparece por completo el parentesco entre el nazismo y el comunismo. El mundo queda dividido en «fascistas», cuyo abanderado es Alemania, y en «antifascistas», cuyo más destacado representante es la Unión Soviética.
La alianza establecida durante la guerra consagrará esta dicotomía falsa, la cual acabará suscitando su propia historiografía.
Semejante estrategia resultaba, ni que decir tiene, sumamente rentable. Oscurecer la especificidad del nazismo permitía o bien presentarlo como una variante de las derechas autoritarias, o bien hacer pesar sobre cualquier derecha la presunción de contigüidad, de colusión o de identificación con el fascismo.
Ulteriormente, lo cómodo de tal procedimiento hará que se vaya usando cada vez más: mediante sucesivas olas concéntricas, se acabará lanzado contra cualquiera la acusación de «fascismo». «Los comunistas siempre dicen de sus enemigos que son fascistas», observaba ya André Malraux. Al igual que el anticomunismo como referencia suprema permite denunciar como «comunista» todo lo que se execra, también el antifascismo permite catalogar de «fascismo» todo lo que se pretende combatir. El fascismo deja entonces de ser definido como una estructura social y política determinada. Kravchenko y Solzhenitsyn fueron, de tal modo, tratados sistemáticamente de «fascistas» por haber denunciado el Gulag.
Aún hoy, «quienquiera subraye la identidad del fascismo y del socialismo es de derechas, y quienquiera es de derechas es en el fondo de extrema derecha, es decir: un fascista»[81]. El mito de la URSS «baluarte del antifascismo» permitía, por otra parte, identificar al comunismo, tanto en el plano nacional como en el internacional, con la defensa de los valores democráticos. De tal modo se mantenía la idea de que el comunismo no era otra cosa que una forma superior o perfeccionada de democracia. El antifascismo, por último, permitía desacreditar el anticomunismo. Si los comunistas se oponen al fascismo, e incluso se le oponen con mayor vigor que los demás, cualquier anticomunismo hace objetivamente el juego del fascismo (silogismo destinado a servir de conminación alternativa). Y como el nazismo es anticomunista, resulta fácil extraer de ello la idea de que cualquier anticomunismo sirve la causa del nazismo, y por consiguiente de que el anticomunismo es un mal superior al propio comunismo. De tal modo, el Kremlin pudo hacer del antifascismo «una especie de escaparate del comunismo, a partir de la idea de que, para ser un buen antifascista se tenía que ser filosoviético, y que no se podía ser a la vez antisoviético y antifascista. Esta especie de chantaje político fortaleció extraordinariamente el poder de atracción del estalinismo»[82]. Dado que cualquier adversario del comunismo era considerado como potencialmente nazi, los métodos de terror soviéticos, también ellos santificados por el antifascismo, resultaban de tal modo mucho más excusables o comprensibles. En 1936, por solicitud de su presidente, Victor Basch, la Liga de los Derechos Humanos nombró una comisión de investigación sobre los procesos de Moscú. A su regreso de la URSS, dicha comisión concluyó que los acusados eran culpables. En el mismo momento, Bertold Brecht escribía: «Por lo que atañe a los procesos [de Moscú], sería absolutamente inadmisible adoptar una actitud hostil al gobierno de la Unión [Soviética] que los organiza, aunque sólo fuera porque tal actitud pronto se habría transformado, automática y necesariamente, en una actitud de hostilidad hacia el proletariado ruso amenazado de guerra por el fascismo mundial, así como hacia el socialismo que está edificando»[83]. Tal como fue diseñado y aplicado por Stalin, el antifascismo sirvió sobre todo para legitimar, así pues, el sovietismo. Dándole al «fascismo» un alcance lo bastante amplio para incluir en él cualquier forma de anticomunismo (en la época de la guerra fría, Eisenhower, Foster Dulles, de Gaulle y Adenauer tomaron muy naturalmente la sucesión de Hitler y Mussolini como figuras del «fascismo»), creó la ilusión de un común denominador entre la Unión Soviética y las democracias occidentales, suscitando de tal modo una nueva categoría artificial[84]. Subsidiariamente, la movilización «antifascista» empujó a Mussolini a establecer con Hitler una alianza de la que nada quería saber al comienzo. De tal forma, como señala George Orwell, la izquierda se ha convertido en «más antifascista que antitotalitaria». «Uno de los grandes éxitos del régimen soviético —observa Alain Besançon— es haber difundido y poco a poco impuesto su propia clasificación ideológica de los regímenes políticos modernos»[85].