XII

EL obstinado rechazo, bien evidenciado por El libro negro, de comparar el comunismo y el nazismo tiene una consecuencia directa: la diferencia de trato entre ambos totalitarismos y todo lo que les pueda estar emparentado.

Mientras que el nazismo es considerado como el régimen más criminal del siglo, el comunismo, que ha causado la muerte de un número mucho más considerable de hombres, sigue siendo considerado como un sistema, desde luego impugnable, pero perfectamente defendible tanto en el plano político como en el intelectual o moral.

Se podrían dar incontables ejemplos de esta diferencia de trato. La misma afecta tanto a los hombres como a las ideas. También pesa sobre el panorama político. El nacionalismo es corrientemente asimilado al fascismo, el cual es a su vez asimilado al nazismo, mientras que el socialismo nunca es considerado como potencialmente estaliniano. La derecha siempre es sospechosa de «fascismo», mientras que el comunismo, pese a sus errores, se supone que pertenece a las «fuerzas de progreso». La puesta en venta de un libro nazi suscita vehementes protestas (y cae sobre él el peso de la ley), mientras que la venta de un libro comunista no suscita ningún comentario particular. Un antiguo nazi se convierte en alguien infrecuentable para siempre jamás, mientras que el hecho de haber sido comunista no acarrea ninguna pérdida de prestigio ni de status social, incluso para quienes nunca han expresado arrepentimiento alguno. La menor vinculación, real o supuesta, con una ideología de la que se supone, con o sin razón, que tenga la más remota relación con el nazismo, constituye una indeleble marca de infamia que acarrea la denuncia y la exclusión. Un escritor de la Colaboración[50] forma parte para siempre jamás de los «malditos», pero a un escritor o a un artista estaliniano no se le niega retrospectivamente ningún homenaje a causa de su estalinismo. Pablo Neruda, Bertolt Brecht o Eisenstein son, con razón, celebrados por su talento. Drieu de la Rochelle, Céline o Leni Riefenstahl, cuando no se les deniega el suyo, siguen rodeados de un aura de malditismo, que lleva a señalar que «el talento no es una excusa». No se le perdonaría a un escritor fascista haber redactado un himno a la gloria de la Gestapo (cosa que, por lo demás, nunca sucedió), pero que Aragon haya podido cantar las virtudes del Gepeú[51] nunca ha dañado en lo más mínimo a su reputación. Se hacen burlas del «anticomunismo primario» y se alaba a los comunistas porque, al menos, combatieron a Hitler, pero a nadie se le pasaría por la cabeza ironizar sobre el «antinazismo primario», ni alabar a los nazis por haber combatido al menos a Stalin. Se califica al estalinismo de «desviación» del ideal comunista, mientras que a nadie se le ocurre ver en el nazismo una «desviación» del ideal fascista. Se tenía derecho a equivocarse sobre el comunismo, pero no sobre el nazismo[52]. En suma, cualquier compromiso con el nazismo desacredita absolutamente, mientras que los compromisos con el comunismo siguen siendo considerados faltas comunes y veniales.

No sólo la denuncia del nazismo sobrepasa a la del comunismo, sino que tiende paradójicamente a incrementarse conforme va pasando el tiempo. Más de cincuenta años después de la caída del III Reich, los crímenes nazis, no los crímenes comunistas, son objeto de una ininterrumpida avalancha de libros, películas, emisiones de radio y televisión. «La damnatio meroriæ» del nazismo —subraya Alain Besançon—, lejos de conocer la menor prescripción, parece agravarse de día en día». [53] Más de medio siglo después de su muerte, Hitler prosigue una brillante carrera en los medios de comunicación, mientras que Stalin ya está casi olvidado.

En 1989, el sistema comunista se desmoronó por sí solo ante los asombrados ojos de quienes, pocos meses antes todavía, aseguraban que el bloque soviético era más poderoso que nunca y que el Ejército Rojo se preparaba a invadir Europa Occidental[54]. Esta implosión, cuyas circunstancias exactas nunca han sido hasta ahora seriamente estudiadas, se produjo sin acarrear ningún gran cuestionamiento entre la opinión. No sólo no se ha llevado en ningún sitio a los antiguos dirigentes ante los tribunales, sino que casi en todas partes (salvo en Alemania y en la República Checa) se les ha autorizado a proseguir, bajo una u otra etiqueta, su carrera política, habiendo incluso conseguido a veces regresar al poder[55]. En Austria, el ex presidente Kurt Waldheim, antiguo Secretario General de la ONU, sufrió por el contrario un general ostracismo cuando se descubrió su «pasado nazi». Esta amnistía de hecho no ha suscitado en Occidente ninguna protesta ni ninguna sorpresa especial. Nadie piensa en convertir en museos los antiguos campos soviéticos, ni siquiera en alzar monumentos a las víctimas del terror estaliniano[56].

En Francia, donde un partido nazi sería prohibido de inmediato, nadie duda de la legitimidad y hasta de la honorabilidad del Partido Comunista, antiguamente financiado por Stalin y que se mantuvo durante casi medio siglo a las órdenes de Moscú, y ello a pesar de todo lo que hoy se sabe sobre su pasado en el Komintern. Cuando la derecha le criticó su alianza con dicho partido, Lionel Jospin incluso se declaró «orgulloso de contar con ministros comunistas en [su] gobierno»[57]. Mientras que ningún fascista francés se ha designado nunca a sí mismo como «hitleriano», los dirigentes del PCF, en cambio, se han glorificado durante mucho tiempo de ser «estalinianos»[58]. Jean-François Forges observa a este respecto que «en el cementerio del Père Lachaise de París, en las inmediaciones del Muro de los federados, los monumentos a las víctimas de los campos hitlerianos están significativamente cerca de las tumbas de los dignatarios del partido comunista francés, es decir, de hombres que en su momento no expresaron ninguna condena del principio mismo de los campos estalinianos». [59] En el pasado, a los antifascistas siempre les creyó de inmediato, mientras que quienes denunciaban el comunismo eran considerados a menudo como fabuladores o espíritus partidistas. El 13 de noviembre de 1947, después de que Victor Kravchenko hubiera desvelado, en Yo escogí la libertad, la realidad del sistema soviético de campos de concentración, el periódico comunista Les lettres françaises lo trató inmediatamente de «falsificador» y de «borracho». Ello dio lugar a un juicio por calumnias, que tuvo lugar en París del 24 de enero al 4 de abril de 1949.

Margarete Buber-Neuman atestiguó en dicho juicio el 23 de febrero. Al explicar, basándose en sus vivencias personales, que no hay ninguna diferencia de intensidad entre los campos soviéticos y los nazis, se hizo tratar de cómplice de los nazis. El antiguo deportado y resistente David Rousset, que dio igualmente su apoyo a Kravchenko, fue acusado asimismo por Pierre Daix de haberse «inventado los campos soviéticos»[60]. En el proceso que entabló en 1950 contra Lettres françaises, Marie-Claude Vaillant-Couturier declaró: «Sé que no existen campos de concentración en la Unión Soviética, y considero que el sistema penitenciario soviético es indiscutiblemente, en el mundo entero, el más deseable de todos»[61]. En 1973, cuando Solzhenitsyn publicó El archipiélago del Gulag, el periódico Le Monde todavía le acusó de lamentar «que Occidente haya sostenido a la URSS contra la Alemania nazi», al tiempo que el autor del artículo, Bernard Chapuis, no vacilaba en compararlo explícitamente con Pierre Laval, Marcel Déat y Jacques Doriot[62], y se daba en el propio periódico la falsa noticia de que Solzhenitsyn se había instalado en el Chile del general Pinochet. Un año después, un editor alemán que había adquirido los derechos del libro de Pierre Chaunu, Le refus de la vie, se negó a publicarlo, después de haberlo hecho traducir íntegramente, porque el autor se refería a los crímenes del comunismo. La propia matanza de Katyn, descubierta por el ejército alemán, sólo fue definitivamente reconocida como un crimen soviético cuando el Kremlin se decidió a confesarlo.

Otro signo revelador: sólo cuando ha sido adoptado por antiguos comunistas decepcionados es cuando se ha empezado a considerar creíble el discurso anticomunista[63]. Sus pasados extravíos han sido considerados como una especie de garantía de su nueva lucidez, mientras que se sigue considerando sospechoso el hecho de haber sido lúcido desde un comienzo. Y, por lo demás, sólo se les consideró creíbles sobre la base del renombre adquirido en los tiempos de sus antiguos extravíos.

La situación, hoy, sólo ha evolucionado en parte. Dos años después de caído el muro de Berlín, un Guy Sitbon todavía podía escribir: «Finalmente, ¿es seguro que el comunismo tendrá que enrojecerse [sic] por su balance en Rusia, en el imperio, o en China?»[64]. Resulta también significativa la forma en que los medios de comunicación han dado cuenta de la película que Jean-François Delassus y Thibaut de’Oiron[65] han realizado sobre el pacto germano-soviético y el reparto de Polonia: pese a sus evidentes cualidades, se ha podido leer en L’Histoire que la película tendría «el defecto de querer demostrar a toda costa que el sistema soviético es la mayor plaga que ha conocido nuestro siglo», efectuando una comparación entre los dos sistemas, el comunista y el nazi, «que va en detrimento de Stalin» [sic]. En cuanto a los crímenes del comunismo, todavía se acostumbra frecuentemente a no calificarlos de tales. Jean Daniel escribe por ejemplo que el comunismo estaliniano recurrió a «medios nazis»[66], cuando sería probablemente más adecuado a la verdad histórica decir que es el nazismo el que utilizó «medios comunistas», puesto que fue desde la época de Lenin, y por su expreso mandato, cuando el comunismo se lanzó deliberadamente en la vía del crimen contra la humanidad como medio de gobierno[67].

«Si como fenómeno político, el monstruo ha muerto —escribe Jean-François Revel—, sigue bien vivo como fenómeno cultural. Cayó el muro en Berlín, pero no en las mentes. Describir la realidad del comunismo sigue siendo un delito de opinión […]. ¿Por qué el negacionismo[68] es definido como un crimen cuando se refiere al nazismo, y no lo es cuando se escamotean los crímenes comunistas? La razón consiste en que, a ojos de la izquierda, subsisten buenos y malos verdugos.[69]» «La insistencia en recordar los crímenes del comunismo —observa por su parte Jacques Julliard— varía en razón inversa de la profundidad de nuestras convicciones progresistas»[70]. Todavía hoy, añade Stéphane Courtois, «los crímenes del comunismo no se han visto sometidos a una evaluación legítima y normal tanto desde el punto de vista histórico como desde el moral».

Todos estos hechos, que se pueden establecer en páginas y más páginas, confirman que todavía en la actualidad, el nazismo suscita un horror que el comunismo, pese a sus crímenes, no produce. Lo que se plantea entonces es la cuestión de saber por qué. Es la pregunta que formula Alain Besançon cuando, después de haber observado que «la amnesia del comunismo empuja a la muy fuerte memoria del nazismo y recíprocamente, cuando la simple y justa memoria conduce a condenarlos ambos», se pregunta: «¿Cómo es posible que hoy […] la memoria histórica trate de manera desigual [estos dos sistemas] hasta el punto de parecer olvidar el comunismo?»[71].

¿Cómo se explican el silencio voluntario y la ceguera culpable de los que el comunismo se ha beneficiado durante tanto tiempo? ¿Por qué hechos conocidos desde hacía mucho tiempo sólo ahora empiezan a ser admitidos? ¿Por qué encontramos en un lado la «memoria» y hasta la hipermnesia, y en el otro tanta indiferencia y olvido?