TAMBIÉN se ha querido, en fin, negar el que se pudiera comparar los regímenes comunista y nazi arguyendo la horrible persecución organizada por el III Reich contra los judíos.
Tal persecución, declarada «única», sería por naturaleza inconmensurable y, por tanto, «indecible»; un acontecimiento sin parangón con ningún otro del pasado, presente o futuro.
La palabra «genocidio» no tendría plural y el nazismo sería el astro negro cuya sombría luz haría palidecer a todos los demás. Discutir esta «unicidad» (Einzigartigkeit) equivaldría a trivializar el nazismo. Reconocerla obligaría a ver en él un mal absoluto; es decir, un mal incomparable a cualquier otro.
Desde el punto de vista del historiador, está claro, sin embargo, que declarar «único» el fenómeno nazi no es algo que permita comprenderlo. Es algo, por el contrario, que prohíbe incluso su análisis, el cual es identificado de antemano con una «banalización». En efecto, un acontecimiento que no puede ser puesto en relación con otros acontecimientos se convierte en algo incomprensible. Deja de ser un acontecimiento histórico, necesariamente situado en un contexto, para convertirse en una idea pura.
Por otra parte, tal declaración de «unicidad» presupone una contradicción, puesto que sólo se puede rechazar la comparación entre dos sistemas si antes se ha buscado entre ellos diferencias «absolutas» que sólo pueden encontrarse, precisamente, comparándolos.
«Cómo saber que una cosa es diferente a todas las demás si nunca se la ha comparado con nada?», subraya al respecto Tzvetan Todorov[43].
Es igualmente insostenible la idea de que los crímenes nazis se «banalizarían» si nos negáramos a ver en ellos un acontecimiento «único». Presupone que los crímenes se anulan unos a otros, o que los asesinatos, al ser situados en su contexto, son menos criminales.
La verdad es que ningún crimen sirve para excusar a otro. De esa idea se deduce además un efecto perverso, que estriba en la posibilidad de darle la vuelta: hacer de un sistema y sólo de uno el «mal absoluto» es tanto como hacer relativas las acciones de todos los demás. Si recordar los crímenes del comunismo equivaliera a banalizar los del nazismo, el recuerdo de los crímenes nazis banalizaría necesariamente todos los demás crímenes. De manera que para no banalizar un caso singular, se desemboca en una banalización general. Pero también podemos preguntarnos si la palabra «banalización» es la más conveniente. Hay necesariamente una «banalidad del mal» (Hannah Arendt) porque el mal, como el bien, forma parte de la naturaleza humana.
Afirmar dogmáticamente la singularidad absoluta de un hecho equivale, por otra parte, a despojarlo de toda fuerza de ejemplaridad.
Sacar lecciones del pasado implica, por definición, que ese pasado sea, al menos en parte, reproductible, sin lo cual no sirve de nada pretender sacar lecciones. Como escribe de nuevo Todorov, «lo que es singular no nos enseña absolutamente nada sobre el futuro»[44]. Los mismos que se indignan porque se pueda comparar al comunismo con el nazismo son los primeros, sin embargo, que se dedican a asimilar con el nazismo cualquier tipo de idea que les disguste. Es una inconsecuencia. Los mismos que afirman ver en el nazismo un fenómeno «único», aseguran verlo renacer todos los días. Otra inconsecuencia. No se puede afirmar a la vez que el nazismo es «único» y que está presente por todas partes.
Por definición, un hecho «único» no puede reproducirse. Por el contrario, si se estima que se puede reproducir, entonces no es «único».
La tesis de la «unicidad» es, de hecho, un argumento metafísico. Si los verdugos no son comparables con ningún otro, lo mismo ha de pasar necesariamente con las víctimas. Como el mal absoluto remite al bien absoluto, la singularidad absoluta de unos implica la singularidad absoluta de los otros. La persecución se ve entonces explicada por la elección. Hitler consideraba, por lo demás, que no puede haber dos pueblos elegidos. En últimas, el sufrimiento de los judíos participaría, «no de la historia, sino de una Providencia al revés en la que los judíos serían el pueblo Cristo»[45]. Para calificar semejante visión de las cosas, Jean Daniel, Edgar Morin y Henry Rousso han hablado de «judeocentrismo»[46]. Pero presentar a un verdugo como representante del mal absoluto no tiene más sentido que presentar a una víctima como representante del bien absoluto. De lo contrario, habría que sostener que hay vidas (las que representan el bien absoluto) cuya supresión es más imperdonable que la de otras. Y esta idea es precisamente la que sostenían los nazis cuando hablaban de «vidas sin valor de vida».
Es inaceptable. Ningún pueblo, ninguna categoría humana posee por naturaleza un estatuto existencial o moral superior. Ninguno puede sacar de sus creencias, de sus orígenes, de su aportación colectiva o de su historia la pretensión de afirmarse ontológicamente como mejor o más irreemplazable que otro.
La comprensión del pasado no puede efectuarse desde el horizonte del juicio moral.
En el terreno de la historia, la moral se condena a la impotencia, porque se basa en la indignación —definida por Aristóteles como una forma no viciosa de la envidia—, una indignación que, al proceder mediante el descrédito, impide el análisis de lo que desacredita. «La descalificación por razones de orden moral —escribe Clément Rosset— permite evitar todo esfuerzo de la inteligencia para entender el objeto descalificado, de forma que un juicio moral traduce siempre un rechazo de analizar e incluso un rechazo de pensar»[47]. Además, la denuncia moral del comunismo o del nazismo pasa por alto el hecho de que ambos sistemas se jactaban de ser eminentemente morales. No pretendían abolir la moral, sino inventar otra distinta —u oponer la suya a la de los demás[48].
«Los defensores de la ideología ética —subraya Alain Badiou— ponen tal empeño en localizar directamente en el Mal la singularidad del exterminio que, con frecuencia, niegan categóricamente que el nazismo haya sido político. Pero ésta es una postura a la vez débil y sin coraje […]. Los partidarios de la “democracia de los derechos humanos” gustan, con Hannah Arendt, de definir la política como el escenario del «estar-juntos» […]. Nadie deseó tanto como Hitler el estar-juntos de los alemanes»[49]. Los sistemas totalitarios son sistemas políticos. Para condenarlos basta con reconocer que son políticamente malos: su nefasta cualidad política permite por sí misma hacerlos inaceptables.
La noción de mal absoluto, referida a los asuntos humanos, carece de sentido, pues lo absoluto no es de este mundo. Del mismo modo que no hay sufrimientos «inconmensurables» en el orden del conocimiento positivo, tampoco hay crímenes que no puedan ser comparados a otros.
Los medios empleados para cometer un crimen pueden ser inéditos, pero ello no hace que ese crimen sea «único». El carácter criminal de un acto resulta de la naturaleza de ese acto, no de los medios empleados para cometerlo. Todo acontecimiento se sitúa en un contexto, y por eso puede ser comparado con otro acontecimiento.
Todo acontecimiento es a la vez único y universal, eminentemente singular y eminentemente comparable. Por último, al aislar un sistema totalitario para hacer de él un mal absoluto, se olvida que también los propios sistemas totalitarios designaban a sus adversarios como el mal absoluto. Ver en ellos el mal absoluto es aceptar ese efecto de espejo.
Situarlos fuera de la humanidad es seguir su escuela.