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EN un editorial digno de figurar en una antología de la literatura bajo influencia, Jean-Marie Colombani afirmaba que el contenido de El libro negro «corre el riesgo de hacer el juego a la extrema derecha». Es un argumento de tipo estratégico. Hablando de «toma de partido ideológica», de «simplificación» y «amalgama», Colombani escribe que el verdadero peligro estriba en «servir de coartada a quienes quieren probar que, dado que un crimen equivale a otro, las últimas barreras que nos preservan de la legitimación de la extrema derecha están caducas»[40]. De ahí se deduce que el único medio para «ilegitimar» a la extrema derecha sería sostener que no todos los crímenes valen lo mismo; es decir, que hay crímenes que son menos graves que otros. Pero ¿según qué criterio?

El argumento según el cual la denuncia de los crímenes del comunismo haría el juego a la extrema derecha retoma de forma integral la retórica estaliniana de movilización contra un tercero presentado como enemigo común. Esta retórica descansa en un silogismo muy simple: dado que algunos anticomunistas son impresentables, es preciso no criticar al comunismo para no ofrecerles argumentos que pudieran luego explotar. Nadamos en pleno utilitarismo teleológico: hay verdades que son indeseables porque no son rentables, y hay mentiras que son necesarias. La cuestión que se plantea entonces es de dónde viene el valor de la veracidad: ¿proviene de que manifiesta la verdad o de que en determinadas circunstancias puede proporcionar un beneficio? Si la verdad no vale por sí misma, sino solamente en tanto que puede ser puesta al servicio de una causa o de una creencia determinada, entonces ya no hay verdad que valga. Además, si la oportunidad de decir la verdad depende del uso que se pueda hacer de ella, nada nos permitirá decir que una doctrina es más verdadera que otra. Precisamente por eso el valor de verdad de las ideas ya no es hoy tenido en cuenta. Hoy ya no se juzga lo verdadero o lo falso, el «bien» y el «mal» —un «bien» puramente instrumental, sin ninguna relación ya con lo verdadero.

Si seguimos a Colombani, es evidente que habría que prohibir toda investigación histórica que amenazara con alimentar malos pensamientos. Seguimos así los pasos de Jean-Paul Sartre cuando pretendía que había que guardar silencio sobre los campos soviéticos «para no desesperar a Billancourt»[41]. «Estas gentes —observa Courtois— todavía no han roto con esa cultura de comisario político que emponzoña el mundo editorial»[42].