FRANÇOIS Furet ha escrito que el nazismo y el comunismo «se oponen como lo particular a lo universal». (Hubiera podido señalar que esta oposición ha revestido un cierto carácter dialéctico: del internacionalismo al «socialismo en un solo país» en el caso de Stalin; del nacionalismo alemán al racismo universal en el caso de Hitler.) Otros otorgan al comunismo el crédito de haberse movido, al menos, por una preocupación universalista.
Pero este razonamiento también es un tanto sesgado. Que el nazismo haya pretendido hacer la felicidad de tan sólo una fracción de la humanidad —el pueblo alemán—, mientras que el comunismo ha pretendido conseguir la dicha de la humanidad entera, no dice nada en favor de este último. Cuando se combate en nombre de una nación, sólo de ésta se puede excluir a quien se combate. El imperativo de «purificar la raza» limita al menos los costes a esa raza. Pero… ¿purificar la humanidad? Sobre la base de sus presupuestos, el nazismo describió como «infrahombres» a algunos de sus adversarios. El comunismo, sobre la base de los suyos, tenía que extender la exclusión a toda la humanidad. En efecto, la sed de regenerar la humanidad entera, pretendiendo identificarse con sus intereses objetivos, conduce inevitablemente a situar fuera de la humanidad a aquellos a quienes se ha designado como obstáculos para tal regeneración.
«Cuando se lucha por la humanidad —escribe Claude Polin—, se lucha contra los enemigos de la humanidad, es decir, contra seres que no forman parte de la misma»[32]. En 1927, el propagandista soviético A. Arosev llegó a escribir: «Es enemigo quienquiera dé la impresión, por signos físicos, psíquicos, sociales, morales u otros, de estar en desacuerdo con el ideal de la felicidad humana» (sic)[33]. Con semejantes definiciones, todo el mundo puede con razón ser perseguido. El universalismo agrava el totalitarismo, no sólo porque hace del mundo entero su campo de batalla, sino también porque generaliza por ello mismo la «lucha de todos contra todos». «Más explícitamente aún que el nazismo —subraya también Claude Polin—, el despotismo comunista se entronca en el pequeño tirano que existe en cada hombre, pero de tal modo alza a todos los hombres contra todos: el enemigo ya no es el otro, sino el semejante, y precisamente por ser un semejante»[34]. Precisamente porque el comunismo ha querido desde su inicio luchar en nombre de la humanidad, su carácter destructor se ha extendido a toda la humanidad. Lejos de ser circunstancias atenuantes, sus pretensiones universalistas son, al contrario, las que explican su carácter universalmente mortífero.
Así pues, el anhelo de emancipar la tierra entera no supone un obstáculo para el terror, sino que, al contrario, le confiere una legitimación superior. Defender un ideal absoluto justifica, igualmente, el recurso a medios absolutos. En Krasny Mech («La daga roja»), órgano de la Cheka de Kiev, podía leerse en agosto de 1919: «Nuestra moralidad no tiene precedente, nuestra humanidad es absoluta, porque descansa sobre un nuevo ideal: destruir cualquier forma de opresión y violencia. Para nosotros todo está permitido, pues somos los primeros que en el mundo han levantado la espada no para oprimir y esclavizar, sino para liberar a la humanidad de sus cadenas […] ¿La sangre? ¡Que la sangre corra a mares!».