NO basta con decir que el comunismo es una buena idea que ha terminado mal. Hay que explicar además cómo ha podido terminar mal; es decir, hay que preguntarse cómo una buena idea, lejos de inmunizar contra el horror, no le impide realizarse menos que una mala idea.
¿Cómo ha sido posible perseguir en nombre del bien, abrir campos de concentración para liberar al hombre e instaurar el terror en nombre del progreso? ¿Cómo la esperanza ha podido virar hacia la pesadilla? He aquí una verdadera cuestión filosófica.
Desgraciadamente, la respuesta que nos proponen no tiene nada de filosófico, sino que se limita a alegar las circunstancias. La violencia leninista habría sido heredera de la violencia zarista. Se habría alimentado de la violencia de la guerra de 1914-1918, o de la violencia de las relaciones capitalistas, por entonces en pleno desarrollo en Rusia. Habría resultado de la necesidad bolchevique de hacer frente a la oposición violenta de los ejércitos «blancos» durante la guerra civil. Llegados al poder en un país sin tradición democrática, los bolcheviques, en defensa propia, habrían sido «arrastrados a un ciclo de violencia que no pudieron detener» (Michel Dreyfus). Pero incluso esta violencia se habría mantenido dentro de ciertos límites. Por el contrario, el terror estalinista representaría una corrupción o una desviación del comunismo ruso: la violencia habría cambiado de naturaleza, no de grado.
Pero es precisamente esta explicación la que ya no se tiene en pie después de la publicación de El libro negro, que refuta la fábula del «Lenin bueno» y el «Stalin malo», demostrando que el sistema de terror se instala en la Unión Soviética desde la llegada de Lenin al poder[28]. Éste había escrito ya en 1914: «La esencia entera de nuestro trabajo […] es aspirar a que la guerra se transforme en guerra civil». la cual no es sino «la continuación, el desarrollo y la agudización natural de la guerra de clases». La Cheka se funda en diciembre de 1917. Trotski declara: «En menos de un mes, el terror va a tomar formas muy violentas, a semejanza de lo que pasó cuando la Gran Revolución Francesa». Entre 1825 y 1917, el régimen zarista había promulgado 6.321 condenas a muerte, buena parte de ellas conmutadas por penas de trabajos forzados[29]; en marzo de 1918, el régimen de Lenin, con sólo cinco meses en el poder, ya había hecho matar a 18.000 personas. El 26 de junio de 1918, Lenin escribe a Zinóviev: «No hay que vacilar en golpear con el terror de masas a los diputados de los soviets, cuando se trata de pasar a los actos». El 31 de agosto de 1918, el jefe de la Cheka, Djerzinski, ordena que se deporte a campos de concentración a «todo individuo que ose hacer la menor propaganda contra el régimen soviético». El decreto por el que se crean campos de concentración es publicado en el Izvestia el 10 de septiembre.
Trotski precisa que «la cuestión de saber a quién pertenecerá el poder […] no se resolverá por referencias a los artículos de la Constitución, sino por el recurso a todas las formas de violencia». En 1921 se cuentan ya siete campos de concentración cuyos internos son mayoritariamente mujeres y ancianos.
Serán ya sesenta y cinco en 1923, en cuya fecha un millón ochocientos mil oponentes ya habrán sido pasados por las armas.
De modo que el terror comunista no puede interpretarse simplemente como una prolongación de la cultura política prerrevolucionaria, como tampoco es el reflejo de una «violencia venida del pueblo» o de una «tradición del presidio ruso». Tampoco puede, por último, ser reconducida a una simple respuesta al «terror blanco». Al contrario, la represión cobra toda su amplitud cuando la guerra civil termina.
El argumento de las «circunstancias» invita a contextualizar los crímenes comunistas, levantando acta del encadenamiento histórico de las causas y efectos; por ejemplo, de la necesidad de defenderse frente al enemigo.
Esta postura rara vez se adopta en lo que concierne a los crímenes nazis. Sin embargo, si hemos de creer que no hay nada específicamente comunista en el terror comunista, se podría igualmente sostener que no hay nada específicamente nazi en el terror nazi. En detrimento de su pretensión de universalidad, el comunismo sería de algún modo soluble en la geografía. Sin embargo, el hecho de que se haya manifestado como una fuerza destructora en todas partes donde ha llegado al poder, obliga a ser escéptico sobre la supuesta influencia del contexto. Se alega el peso de las circunstancias, pero habría que preguntarse cómo es posible que tales circunstancias se hayan reproducido en todas partes. Por otro lado, es difícil ver el terror como «una desviación», cuando éste aparece desde los inicios del sistema. Y si Stalin se ha limitado a sistematizar el aparato de terror fundado por Lenin, se hace igualmente difícil oponer el ideal comunista a sus aplicaciones concretas. Por supuesto, siempre podrá sostenerse que el sistema soviético nunca ha tenido nada que ver con el comunismo. Pero si Lenin no era comunista, ¿quién lo era?