TENEMOS derecho a preguntarnos —escribe Stéphane Courtois— por qué el hecho de matar en nombre de la esperanza en «alegres amaneceres» es más excusable que el asesinato vinculado a una doctrina racista. En qué la ilusión —o la hipocresía— constituyen circunstancias atenuantes del crimen de masas»[22].
En efecto, no termina de verse por qué habría de ser menos grave, o menos condenable, matar a aquellos a quienes se les ha prometido la felicidad que matar a quienes no se les ha prometido tal cosa. Hacer el mal en nombre del bien no es mejor que hacer el mal en nombre del mal. Destruir la libertad en nombre de la libertad no es mejor que destruirla en nombre de la necesidad de suprimirla. Desde muchos puntos de vista hasta es peor. El vicio es aún menos excusable cuando lo practican los profesores de la virtud, porque éstos están más obligados que nadie a respetar sus principios. Cabe pensar también que los criminales son tanto más peligrosos cuanto que se presentan como bienhechores de la humanidad. «El comunismo es más perverso que el nazismo —escribe, por ello, Alain Besançon— porque se sirve del espíritu de justicia y de bondad para expandir el mal»[23]. Hay, pues, una cierta lógica a la hora de juzgar más severamente a un sistema cuyas intenciones son buenas, pero que, en la práctica, «allá donde se ha impuesto por la violencia, ha provocado un número gigantesco de víctimas, que a un partido cuyas intenciones pueden calificarse de antemano como malas»[24]. En otros términos, las circunstancias agravantes no están en el lado que parece.
Inmediatamente se plantea la cuestión de saber si debe juzgarse a los regímenes políticos por sus intenciones o por sus actos.
Hay que decir que Marx es el primero en recusar la moral de la intención: la historia, según él, procede ante todo de la praxis.
«Cuando un idealista perpetra crímenes desde hace ochenta años y se niega a que le llamen criminal a causa de su intención primera —observa Chantal Delsol—, podría pensarse que tal intención tiene las espaldas demasiado anchas»[25]. «Ver a los últimos marxistas de este país refugiarse en una moral de la intención —añade Jacques Julliard— va a ser, para quienes gusten de reír, uno de los grandes chistes de este fin de siglo»[26]. Afirmar que el ideal queda a salvo si la intención es buena, es tanto como decir que la verdad de una doctrina se confunde con la sinceridad de quien la reivindica[27]. Esta actitud se halla hoy muy extendida, y va de par con una perspectiva a la vez subjetiva y moral de la historia de las ideas. Mejor que distinguir entre ideas acertadas e ideas falsas, se prefiere distinguir entre ideas «buenas» e ideas «malas», sin precisar, por otro lado, respecto de qué habrían de ser consideradas como tales. (Ésta es una de las razones por las que nadie se molesta en refutar las ideas falsas.) Pero, en realidad, con calificar al ideal comunista como ideal «generoso» no hemos adelantado nada.
En efecto, enseguida surgen dos preguntas. La primera es: «generoso», ¿según qué criterios? Y la segunda: una idea «generosa», ¿es necesariamente una idea acertada? El comunismo y el nazismo son sistemas políticos que reposan sobre ideas falsas. Ante esta constatación, su «generosidad» respectiva, supuesta o real, no tiene ninguna importancia.
Y añadamos que, si en nombre de una idea «generosa» puede asesinarse al cuádruple de gente que en nombre de una doctrina de odio, quizá vaya siendo hora de empezar a desconfiar de la generosidad.
Hay que subrayar, en fin, que esta casuística de la desgracia humana (todas esas objeciones sobre el ideal liberador y demás) se coloca deliberadamente en el lado de los verdugos, no en el de las víctimas. Ahora bien, ser víctima de una idea hermosa, ulteriormente desviada, no hace que uno deje de ser víctima: ¿dónde está la diferencia para quien recibe una bala en la nuca? Cuando la Inquisición enviaba gente a la hoguera, a las víctimas no les consolaba el hecho de que estuvieran siendo quemados por su propio bien. Cuando los medios empleados son los mismos, la diferencia entre los fines se desvanece.