II

LA idea de que se pueda comparar a los regímenes comunista y nazi ha sido siempre rechazada con indignación por los comunistas.

Generalmente se olvida que los nazis la habrían rechazado con igual indignación. Sin embargo, tal comparación ha sido establecida desde hace mucho tiempo por autores tan diferentes como Waldemar Gurian, Elle Halévy, George Orwell, Victor Serge, André Gide, Simone Weil, Marcel Mauss o Bernard Shaw.

Quienes tuvieron el triste privilegio de ser sucesivamente internados en los campos comunistas y en los nazis, pudieron hacer dicha comparación sobre el terreno. Liberada en 1945 del campo de Ravensbrück, después de haber formado parte de un grupo de comunistas alemanes que el NKVD había hecho pasar sin transición de los campos de la muerte en Siberia a las mazmorras de la Gestapo, Margarete Buber-Neumann había declarado en su día: «No creo que haya habido o que persista aún una diferencia de grado a favor de los campos soviéticos». Su voz fue inmediatamente ahogada.

La misma comparación ha servido después de fundamento al estudio del totalitarismo, concepto teorizado especialmente por Hannah Arendt. Igualmente, Allan Bullock ha redactado una biografía paralela de Hitler y Stalin. François Furet, más recientemente, se ha preguntado en profundidad por los motivos de fondo que mueven a quienes se niegan a comparar ambos sistemas. «Esta prohibición —escribe Furet—, interiorizada por los inconsolables como una verdad casi religiosa, no permite pensar el comunismo en su realidad más profunda, que es totalitaria»[11]. Nazismo y comunismo han sido descritos también por Pierre Chaunu como «gemelos dicigóticos», «falsos gemelos»[12]. Alain Besançon, en la comunicación presentada a la sesión pública anual de reapertura del Instituto de Francia, los ha presentado como sistemas «igualmente criminales»[13]. La comparación entre comunismo y nazismo es, de hecho, no sólo legítima, sino indispensable, porque sin ella ambos fenómenos resultan ininteligibles. La única manera de comprenderlos —y de comprender la historia de la primera parte de este siglo— es «tomarlos juntos» (Furet), estudiarlos «en su época» (Nolte), es decir, en el momento histórico que les es común.

Una de las razones en las que se basa esta posición es la existencia de lo que Ernst Nolte ha llamado «un nexo causal» (kausaler Nexus) entre el comunismo y el nazismo. En efecto, el nazismo aparece, en muchos aspectos, como una reacción simétrica al comunismo. Ya Mussolini, en 1922, cuando la marcha sobre Roma, pretendía hacer frente a la amenaza «roja». El año siguiente, cuando la marcha de la Feldherrnhalle, el nazismo naciente halla eco en el recuerdo de la Comuna bávara y de las insurrecciones espartaquistas. Frente a unos regímenes parlamentarios a los que se percibía como débiles e inadaptados, el golpe de Estado revolucionario «nacional» aparece como una respuesta lógica al golpe de Estado bolchevique, al mismo tiempo que introduce en la vida civil métodos de acción extraídos de la experiencia de las trincheras. El nazismo puede, pues, definirse como un anticomunismo que ha tomado de su adversario las formas y los métodos, empezando por los métodos del terror. Esta tesis, sostenida desde 1942 por Sigmund Neuman[14], ha sido sistematizada por Nolte en su interpretación «histórico-genética» del fenómeno totalitario, y obliga a interrogarse sobre las relaciones de mutuo engendramiento y reciprocidad o interdependencia entre los dos sistemas. Es verdad que tal tesis, llevada al extremo, puede también conducir a desdeñar sus raíces ideológicas, que son anteriores a la Gran Guerra, pero no cabe duda de que contiene, cuando menos, una parte de verdad. Podemos expresarlo de otro modo preguntándonos si el nazismo habría tenido las formas que lo han caracterizado en caso de que el comunismo no hubiera existido. La respuesta, muy probablemente, es negativa.

Otro motivo que justifica la comparación entre ambos sistemas es la estrecha imbricación dialéctica de sus respectivas historias. Del mismo modo que el sistema soviético ha despertado una poderosa movilización en nombre del «antifascismo», el sistema nazi no cesó de movilizar en nombre del anticomunismo. El segundo veía en las democracias liberales regímenes débiles, susceptibles de desembocar en el comunismo, mientras que el primero, en el mismo momento, las denunciaba como susceptibles de limpiar el camino al «fascismo». El comunismo, siendo antinazi, intentaba demostrar que todo antinazismo consecuente llevaba al comunismo. El nazismo, siendo anticomunista, intentaba instrumentalizar el anticomunismo de forma similar, es decir, legitimándose frente a un enemigo presuntamente común. Ambas estrategias dieron sus frutos. En los años treinta, como ha subrayado George Orwell, muchos se hicieron nazis por un motivado horror al comunismo, mientras que muchos se hicieron comunistas por un motivado horror al nazismo. El miedo justificado al comunismo empujó a sostener a Hitler en su «cruzada contra el bolchevismo», y el miedo justificado al nazismo llevó a ver en la Unión Soviética la última esperanza de la humanidad.

Comparar evidentemente, no quiere decir asimilar: unos regímenes comparables no son necesariamente idénticos. Comparar significa poner juntas, para pensarlas juntas bajo un cierto número de relaciones, dos especies distintas de un mismo género, dos fenómenos singulares en el interior de una misma categoría. Comparar tampoco es banalizar o relativizar. Las víctimas del comunismo no borran a las del nazismo, del mismo modo que las víctimas del nazismo no borran a las del comunismo. No es posible, pues, apoyarse en los crímenes de un régimen para justificar o atenuar la importancia de los cometidos por el otro: los muertos no se anulan, sino que se suman Que el comunismo haya sido más destructor aún que el nazismo no puede hacer que el segundo sea «preferible» al primero, porque la decisión jamás se ha reducido a una alternativa entre uno u otro.