LA publicación, con ocasión del 80.º aniversario de la Revolución de Octubre, de un Libro negro del comunismo redactado por un grupo de historiadores bajo la dirección de Stéphane Courtois, ha desencadenado un debate de gran amplitud primero en Francia y después en el extranjero[5]. La obra, que tenía que haber sido prologada por François Furet, fallecido algunos meses antes, se esfuerza por dibujar, a la luz de las informaciones de que hoy disponemos, un balance preciso y documentado del coste humano del comunismo. Este balance se cifra en cien millones de muertos, o sea, cuatro veces más que el número de muertos que esos mismos autores atribuyen al nacionalsocialismo.
En rigor, tales cifras no constituyen una revelación. Numerosos autores, desde Boris Souvarine hasta Robert Conquest y Solzhenitsyn, se habían interesado ya en el sistema concentracionario soviético (Gulag); en las hambrunas deliberadamente mantenidas —si no provocadas— por el Kremlin en Ucrania, que en 1921-22 y 1932-33 causaron cinco y seis millones de muertos respectivamente; en las deportaciones de que fueron víctimas siete millones de personas en la URSS (kulaks, alemanes del Volga, chechenos, inguches y otros pueblos del Cáucaso) entre 1930 y 1953; en los millones de muertos provocados por la «revolución cultural» china, etc. Respecto a esos trabajos anteriores, el balance que propone El libro negro parece incluso calculado a la baja: no han faltado estimaciones mucho más altas[6].
El interés del libro reside más bien en que se apoya en una documentación rigurosa procedente en parte de los archivos de Moscú, hoy abiertos a los investigadores. Ésa es la razón de que las cifras que en él se reflejan no hayan sido apenas impugnadas, y la conclusión de un cierto número de observadores es que «el balance del comunismo constituye el caso de carnicería política más colosal de la historia»[7] o que ya se ha hecho la verdad sobre «el mayor, el más sanguinario sistema criminal de la historia»[8].
Así las cosas, lo que ha despertado el debate no son tanto los propios hechos como su interpretación. Sea cual fuere su latitud —observa Stéphane Courtois—, todos los regímenes comunistas han «erigido el crimen de masas en verdadero sistema de gobierno».
Puede deducirse de ahí que el comunismo no ha matado en contradicción con sus principios, sino en conformidad con ellos —en otros términos, que el sistema comunista no ha sido sólo un sistema que ha cometido crímenes, sino un sistema cuya esencia misma era criminal—. «Nadie más —escribe Tony Judt— podrá desde ahora poner en duda la naturaleza criminal del comunismo»[9]. A ello se añade el hecho de que el comunismo ha matado más que el nazismo, que ha matado durante más tiempo que él y que ha comenzado a matar antes que él. «Los métodos instituidos por Lenin y sistematizados por Stalin y sus émulos —escribe Courtois— no sólo recuerdan a los métodos nazis, sino que con mucha frecuencia les son anteriores». Y añade: «Este mero hecho incita a una reflexión comparativa sobre la similitud entre el régimen que a partir de 1945 fue considerado como el más criminal del siglo y un régimen comunista que hasta 1991 ha conservado toda su legitimidad internacional y que, hasta hoy, está en el poder en varios países y mantiene adeptos en el mundo entero».
El debate ha ido a anudarse en torno a estas dos últimas cuestiones. La idea de que el comunismo pueda ser considerado como intrínsecamente criminógeno y virtualmente exterminacionista continúa, en efecto, prestándose a las más vivas resistencias. Lo mismo ocurre con el postulado de comparabilidad entre comunismo y nazismo. Por haber abordado ambos puntos, Courtois se ha «visto atacado con inusitada violencia por autores que no han dudado en calificar su libro como «una impostura intelectual», una «operación de propaganda» (Gilles Perrault), una «amalgama» (Jean-Marie Colombani), un «regalo al Frente Nacional en el momento del proceso Papon» (Lilly Marcou), una «macabra contabilidad de mayorista» (Daniel Bensaïd), un «panfleto ideológico» (Jean-Jacques Marie), una «estafa» (Maurice Nadeau), una «negación de la historia» (Alain Blum) e incluso como «negacionismo» (Adam Rayski). Muy revelador, a este respecto, es el hecho de que se haya podido reprochar a Stéphane Courtois el haber escrito que «la muerte por inanición del hijo de un kulak ucraniano deliberadamente condenado al hambre por el régimen estalinista “vale” lo mismo que la muerte por inanición del hijo de un judío del gueto de Varsovia condenado al hambre por el régimen nazi». Lo verdaderamente escandaloso no es esta frase, sino el propio hecho de que alguien pueda discutirla. Philippe Petit ha llegado incluso a escribir que «todos los muertos no valen lo mismo»[10], aunque no ha precisado los criterios de apreciación que permitirían distinguir entre víctimas de primer y de segundo rango. Que hoy en día sea preciso argumentar para considerar que un crimen es un crimen, o para demostrar que todas las víctimas valen lo mismo, es algo que dice mucho sobre el espíritu de nuestro tiempo.