VII

El vigésimo cuarto día de enero en la sala isíaca

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… el poder es un tigre agazapado sobre una roca, solo…

El dúctil arte de la desinformación

«¡Cómo nos equivocamos aquel día de marzo! —pensaba el senador Valerio Asiático viendo discutir a sus acalorados amigos—. Creíamos, confiando en la palabra de un borrachín zafio como Sertorio Macro, que manejar al “muchacho” era un juego. Por suponer eso, Macro perdió la vida, y si las cosas continúan así también la perderemos nosotros».

Estaba sentado a cierta distancia y, con la lucidez del odio, examinaba mentalmente, como habría hecho un historiador, las acciones del emperador, los campos en los que había actuado, la variedad de sus intereses. «El viaje a la Galia para machacar a Getúlico… Los Germani Corporis Custodes, una fortaleza andante… Los malditos documentos de Tiberio publicados de aquel modo: nos odian tanto que algunos de nosotros vienen a la Curia escondidos dentro de la lectica, tras cortinas tupidas, porque no se atreven a aparecer en los Foros; otros se han enterrado en el campo. Y él va a caballo como un bárbaro; ha viajado más él en cuatro años que otros en veinte. Ha recorrido a caballo toda la costa, desde Roma hasta Reggio. Está aterrorizando a los funcionarios más que Tiberio. Ha enviado embajadores a todas las fronteras, y presume de que no estemos en guerra en ninguna de ellas, ni siquiera en una, desde el Rin hasta el Éufrates… En cuatro años, solo cuatro años… Su mente no para de maquinar. Ha puesto en marcha todas las insidiosas reformas que los populares pedían desde hace veinte años. Y ese gorro frigio estampado en las monedas… Ha embriagado a los romanos mandándolos a votar… Cuando un senador muere, y son todos viejos, en su lugar entra un rostro bárbaro que a duras penas habla latín. Dos o tres inviernos más, y estaremos en minoría. Ha cambiado la manera de vestir. Ha vuelto loca a la juventud; están todos con él. —Cada constatación era como una profunda punzada—. Solo tiene veintinueve años… Si el imperio va a ser como él quiere —concluyó, con silencioso espanto—, del que tenemos hoy no quedará nada». Sin embargo, su lúcido cerebro consideraba que atacar al joven emperador todavía conllevaba riesgos inasumibles.

Se levantó y se incorporó al grupo.

—Estamos perdiendo el tiempo —declaró, dejando caer la voz, como un hachazo, sobre los confusos y veleidosos discursos de sus colegas—. Los romanos lo quieren; los amores estúpidos y peligrosos de la gente ignorante. —Con sadismo, dejó a sus oyentes en un silencio abatido—. Prestadme atención, por favor —dijo después—. Su verdadera protección no son los germanos, es la gente de Roma.

Lo miraron porque sabían que era una gran verdad y les daba miedo. Pero él sonrió, y sus desmoralizados fieles comprendieron que se anunciaban estrategias desconocidas.

Asiático, efectivamente, dijo:

—Debemos hacer descubrir a los romanos que no es el hombre que ingenuamente imaginan. Os pondré un ejemplo: la sesión de ayer. —Miró a su alrededor como un maestro con discípulos poco aventajados—. La discusión sobre aquella ley para el control del gasto público. Yo no estaba presente, pero vosotros salisteis furiosos de la Curia. ¿Qué dijo exactamente?

Cada día más desconfiado y consumido por la tensión, el emperador había declarado que, si hubiera nombrado senador a su caballo Incitatus, este habría demostrado ser más capaz de calibrar los problemas que algunos nobles patres. Una ocurrencia que el pueblo había acogido con carcajadas. Los senadores, en cambio, estaban indignados porque algunos caballerizos, para burlarse, habían puesto sobre la grupa del caballo las insignias senatoriales.

—Así que dijo que su caballo… Bien. Explicaremos a los romanos que hicieron mal en reír. Es más, diremos que no hay ningún motivo para reír: Roma está en peligro. El «muchacho» tiene accesos de locura: quiere nombrar senador de verdad a su caballo.

Lo miraron con profunda sorpresa y él, tan paternal como siempre, sugirió:

—Intentadlo, intentadlo…

En efecto, cuando uno de ellos salió a los soportales de los Foros a contar, con fingida alarma, que después de aquellas famosas fiebres la mente del emperador se había trastocado progresivamente y se encontraba ya en un punto peligroso, puesto que quería nombrar senador a un caballo, encontró a muchos que, estupefactos, escuchaban. Porque, como bien sabía Asiático, las invenciones inverosímiles gozan del constante privilegio de ser inmediatamente creídas. Pero entonces nadie —ni siquiera Asiático, su inventor— imaginaba que la frase incluso sería recogida en los libros de historia.

El éxito del relato espoleó la imaginación.

—Ridiculizar al enemigo es un arte antiguo —decía pacientemente Asiático—. En vez de lamentaros, releed a Aristófanes, id al teatro a ver sus atellanae.

Era verdad: ese arte tendría, a lo largo de los siglos, legiones de imitadores.

Algunos recordaron que el emperador se había casado con Milonia, en Lugdunum, cuando el embarazo de ella estaba avanzado. En el momento del nacimiento, había declarado sentirse feliz y, como difícilmente renunciaba a hacer comentarios jocosos, había respondido a las felicitaciones diciendo que había hecho a aquella deliciosa niña en tres meses.

—Ahí está la prueba —dijo Asiático, riendo, en el corrillo de fieles—. Tiene la mente trastornada, pretende obrar prodigios, se cree casi un dios.

Y dado que Roma era —y quizá seguiría siéndolo durante algún tiempo— una ciudad de súbditos, donde se preferían los chismorreos inútiles a las discusiones constructivas, la ocurrencia corrió de boca en boca.

—Y esa mujer que tiene…

El hecho de que Milonia fuese hermana del tribuno Domicio Corbulo, parentesco incorruptible y peligroso para muchos, se soportaba con dificultad.

—No es muy guapa, eso salta a la vista, y tiene tres años más que él. Lo ha deslumbrado, le hace beber pociones mágicas, drogas.

Después de esos comentarios se esparció el pavoroso rumor —empleando una famosa definición ciceroniana— de que en los palatia vivía una saga, o sea, una poderosísima bruja.

Sextio Saturnino, que tenía amistades femeninas en la residencia imperial, anunció que quizá la saga estaba de nuevo embarazada. Los demás prestaron una apasionada atención, pues eso significaba que aquella maldita estirpe estaba produciendo un heredero para el imperio.

—Pero no es seguro. Las mujeres dicen que la saga todavía no se lo ha anunciado ni siquiera a él.

Así pues, teniendo en cuenta que, si la operación era un éxito, de aquella odiada familia no debían sobrevivir herederos, en las termas y en otros lugares empezaron a contarse cosas de la niña:

—¡Se parece a él! Tiene el mismo carácter agresivo. Las esclavas dicen que, cuando juega con otros niños, los araña, los hiere en los ojos.

Pero la niña —a la que estamparían la cabeza contra una pared— había nacido el invierno del año 39, según nuestro calendario, así que cuando la mataron, en enero del año 41, tenía como máximo trece meses. Cabría preguntarse a quién y con qué fuerzas podía herir. Y sin embargo, la leyenda, inventada para matar la compasión del pueblo y recuperada por Suetonio, echó raíces.

Anio Viniciano, el gran rival de Asiático, cuya reciente supremacía entre los optimates desaprobaba con envidia, sugirió:

—Hablemos de cosas serias, por favor. Los romanos cruzan el nuevo puente de cuatro arcos que ha construido él, van a ver las carreras en el nuevo Circo Vaticano que él ha querido, se quedan embobados delante del obelisco erigido por él, pasean bajo los soportales del Iseum diseñado por él, los estudiosos se meten en esas bibliotecas, dicen que las calles nunca han estado tan limpias y bien adoquinadas, se enorgullecen subiendo la nueva rampa que lleva de los Foros al Palatino. Dicen que en Roma se ha construido más en estos tres años que en los veintitrés de Tiberio. —Y, puesto que las nobles obras realizadas por el enemigo suscitan un odio mayor que el despertado por las matanzas, Viniciano concluyó con rabia—: ¿Qué les contestas?

Asiático, que escuchaba a Viniciano con la paciencia de una larga enemistad, suspiró.

—Les dices que, para hacer todas esas alegres locuras, ha vaciado las arcas del erario, y ahora falta dinero hasta para importar grano. —Todos aprobaron, y él continuó—: ¿Os acordáis de lo del puente del golfo de Puteoli, el verano pasado?

En vista de que el importantísimo puerto comercial de Puteoli estaba enarenándose, los ingenieros imperiales habían construido un muelle nuevo de una forma nunca vista: tras sumergir en el mar encofrados y cascos de naves viejas llenos de harena y pulvis puteolana (una mezcla que en el agua se solidificaba rápidamente), habían plantado grandes pilares que rompían las olas, mientras que los espacios libres permitirían el retroceso de la arena. Sobre los pilares habían colocado un sólido entarimado que se había convertido en un larguísimo puente.

—El «muchacho» lo inauguró recorriéndolo a caballo. La gente miraba con la boca abierta, y él bromeaba sobre la profecía de Trasilo. ¿Os acordáis? Trasilo había dicho a Tiberio que para ese «muchacho» sería más fácil cruzar a caballo el golfo de Puteoli a Baia que convertirse en emperador. Nosotros explicaremos que hizo construir un puente de naves, destruyendo media flota, para demostrar que la profecía era falsa. Y recordad también la campaña en Britania —prosiguió Asiático—. El «muchacho» condujo tres legiones hasta el mar Septentrional y les hizo dar marcha atrás sin entablar una batalla. Jamás había caído semejante vergüenza sobre las legiones de Roma.

Lo miraron perplejos, pues, tras las sanguinarias e infructuosas campañas de Julio César, Augusto y Tiberio, aquella paz en la peligrosa isla habitada por los britanos había sido acogida con un profundo alivio. Por eso uno de los conjurados murmuró:

—Más vale dejarlo correr.

Pero Asiático afirmó:

—Esta paz ha nacido de nuestra cobardía. Ha sido el producto de una mente trastornada y la gente debe saberlo. El «muchacho» dijo que dispuso en la playa los musculi, nuestras más potentes máquinas de asedio, las que en tres días destruyen una ciudad, como si se preparase para invadir Britania, ¿verdad? Pero no olvidéis que, en nuestra gloriosa habla latina, también llamamos musculi a las conchas.

Se echó a reír. Los demás lo escuchaban desorientados, pero lo que decía era verdad. Musculi —término preciso utilizado por escritores militares como Vegetius, Gelio e incluso Julio César en el brillante latín de su De bello Gallico— se empleaba también para denominar unos sabrosos moluscos con valvas.

Asiático seguía riendo.

—Decid a la gente que entendió mal, que el «muchacho» llevó a las legiones a recoger conchas a la playa. —Fingió ponerse serio de golpe—. Está perdiendo el juicio.

Todos rieron.

Las noches del último invierno

Era invierno. La oscuridad descendía rápidamente desde un cielo tenebroso sobre los tejados de la inquieta ciudad. Al emperador le parecía que todos los ojos de Roma apuntaban hacia las ventanas y las galerías de su queridísima pero ahora insoportable domus, pendientes de las luces, preguntándose qué estaba sucediendo allí. Desde todas las colinas de alrededor, el monte Palatino era una referencia, y para muchos ya un objeto preciso de odio.

—En invierno la noche es demasiado larga —murmuraba Helikon añorando los cielos egipcios, y contaba los meses que separaban Roma de las claras y perfumadas noches de la primavera.

Pero el emperador, pese a las tisanas y los misteriosos licores de sus médicos, estaba cada noche más angustiado por la certeza de no ser capaz de dormir. La oscuridad abría un espantoso diálogo interior; como animales hacinados en un recinto, se agitaban los excesivos muertos de aquellos últimos meses, sus escurridizos enemigos, la ansiedad por el futuro. Como un maleficio, la maldita casa de la Noverca estaba allí, a pocos pasos. Se insultó a sí mismo por no haberla destruido.

Los aposentos imperiales privados eran cada vez más una isla de siniestra soledad. Entre estos y los germanos y los pretorianos de Quereas había otras salas. Él llegaba al extremo de atrancar la puerta antes de intentar conciliar el sueño. Esperaba el amanecer, los cada vez más perezosos amaneceres invernales, tendido en su cama, solo. Pero a veces, en el corazón de la noche, se levantaba y se dirigía por sorpresa, despertando sobresaltadamente a los vigilantes y las esclavas, a los aposentos de Milonia, que nunca se había atrevido a violar su soledad y había entrado en las estancias imperiales una sola vez: la terrible noche de los jardines Vaticanos.

El emperador llegaba al dormitorio de ella, cuya puerta estaba siempre entornada y donde un débil candil se consumía en un rincón, se tumbaba en la cama y la abrazaba como había abrazado a su madre. Y mientras estaba así, notaba que las mejillas de ella se cubrían de lágrimas. Entonces la acariciaba, la estrechaba, con todo su cuerpo pegado al de ella, le susurraba: «Dame mi pequeño emperador», y ella se ofrecía con un complaciente candor de virgen. Sin embargo, otras noches de aquel largo invierno se echaba una capa sobre los hombros y salía a caminar en la oscuridad de la galería. Sabía que Helikon dormía acurrucado en cualquier rincón detrás de su puerta y lo entreveía: la noche de un perro fiel junto a su amo. Lo miraba, con cuidado de no interrumpir aquel profundo sueño juvenil, y volvía a tumbarse sin esperanza en su lecho vacío.

La noche siguiente, cuando siervos silenciosos empezaban a trajinar en sus maravillosas salas encendiendo candelabros, lámparas y candiles, él se preguntaba, angustiado, qué haría durante las horas de oscuridad. Y con una sonrisa desesperadamente ambigua, preguntaba: «¿Qué habéis pensado para esta noche?». Sabía que decenas de individuos, varones, hembras, ambiguos bellísimos y viciosos estaban deseando proponerle espectáculos y juegos nuevos, desenfrenados e impúdicos. La siniestra anestesia funcionaba unas horas; y él se abandonaba a ella, igual que los esclavos de la Subura se emborrachaban en la fiesta de Diana.

Luego, como una liberación, llegaba un atisbo de luz desde las ventanas y, pese al frío, él ordenaba abrirlas y apagar las lámparas, y respiraba contemplando el amanecer, mientras las mujeres y los muchachos semidesnudos entre los cojines tiritaban riendo. Y mientras que, desde el interior de la sala humosa, él miraba la consoladora luz de la mañana, sus expertos compañeros, en cambio, lo observaban a él, observaban sus párpados hinchados, la vacilación entre irse y quedarse, el no responder cuando le hablaban…

Veía el alba como un preso al que le abren la puerta. La luz traía las horas constructivas, los encuentros vitales con los funcionarios fieles, los mensajeros entusiastas de las provincias, los embajadores amigos, los hombres que con él —seducidos por sus sueños juveniles— construían un mundo futuro. Sus amigos llegaban de tierras lejanas, lo veían como al dios benéfico de sus esperanzas: el aire del río de Roma no los había emponzoñado. Es más, pecaban de ingenuidad respecto a la terrible Roma, estaban indefensos. No se percataban de la turba de senadores que se congregaba en torno a la Curia. Extasiados, veían el poder solo en él.

Pero él ya sabía que estaba vacío por dentro, como las estatuas de bronce de Tiberio. Percibía el asedio de aquellos seiscientos cerebros, sabía que podía contar con pocos. Presentía que alguno de sus encarnizados enemigos había logrado introducir hombres en la intimidad de los palatia.

Pero el día que, con desesperación, se decidió a hablar de ello con Calixto, este, sin inmutarse, dijo:

—Eso ha pasado siempre. Es el precio de la celebridad. —No estaba claro si lo hacía por rabia o por diversión, o quién sabe por qué antigua venganza—. Mira Egipto, Augusto. Cleo, nuestra reina más grande, para Roma fue una mujerzuela. Nuestro místico Helikon dice…, yo no entiendo de eso…, que el Halcón, Horus, y la Esfinge, y la Serpiente, el Ourohorus, son símbolos de ideas espirituales tan elevadas que las palabras resultan insuficientes. Sin embargo, filósofos griegos y senadores romanos han dicho que Egipto adora a los animales y es una tierra bárbara. ¿Y por qué lo han dicho? Porque para Roma habría sido vergonzoso destruir la civilización más antigua de la tierra. Ahora los blancos somos nosotros, tú, Augusto. La otra noche, bromeando, besaste a aquella bellísima Nymphidia en el cuello y le dijiste: «Y pensar que sería posible cortártelo…». Contaron que amenazaste con hacerlo, que aterrorizaste a los invitados.

El emperador no contestó y Calixto, consciente de cuánto lo había herido, se dirigió a Helikon:

—No existe acción que las palabras no puedan tergiversar. Es un juego. Si el enemigo dice que es de noche, tú debes decir inmediatamente lo contrario. Pero alguien observa que es de noche de verdad. Entonces tú contestas que el enemigo lo ha dicho demasiado pronto o demasiado tarde, o demasiado fuerte y te ha asustado, o en voz baja y no se le entendía. Si ni siquiera eso es creíble, siempre podrás sostener que el enemigo lo ha dicho con una finalidad secreta, para dar una cita a una mujer, o para recordar a un sicario que debe matar a alguien aprovechando la oscuridad. Sea como sea, al final, tu enemigo habrá cometido un error y parecerá un monstruo. Y como decir que es de noche es algo banal, mientras que revelar que con esa palabra se quería asesinar a un senador impresiona a todos, jueces e historiadores se quedarán con esa frase y no con la primera.

Calixto siguió riendo mientras se alejaba. El emperador no había reaccionado. Se había acordado de aquel día, en la terraza de Capri, en que Calixto, ahora demasiado poderoso, había pasado por delante de él, con modesta ropa de esclavo, transportando un jarrón. Se dio cuenta de que estaba cansadísimo. El poder estaba escapándosele de las manos, como si fuera agua.

Helikon, que estaba cada día más atemorizado y confundido, le susurró:

—Me aterra pensar qué escribirán dentro de trescientos años sobre nosotros.

Eran las mismas palabras que había pronunciado Druso una de las últimas noches, mientras recogía aquel diario. ¿Había sido el pobre Zaleucos el que había dicho, citando a no sé qué filósofo, que cuando la mente se llena de recuerdos es señal de que la muerte está cerca?

Entretanto, Helikon hablaba infantilmente de otra cosa. ¿Qué escribirían, dijo, de las cremas que convertían en seda la piel de las mujeres o en suaves ondas de luz sus cabellos, cuando nunca habían tenido mujeres o muchachos así en sus cubículos? ¿Qué escribirían sobre las complicadísimas salsas del gran Apicio, que hacían la glotonería insaciable, cuando se negaban a probarlas? ¿O de las pocas gotas de nieve fundida que animan la copa de vino añejo en la somnolencia del verano? ¿O del muelle placer de los lechos de estilo sirio? ¿Cómo describirían la sabia elegancia de la ropa? El emperador había escuchado sonriendo, diciéndose que para Helikon todas las maravillas de la vida estaban encerradas en esos pequeños ejemplos; era un niño, Helikon.

Pero al final Helikon preguntó:

—¿Qué escribirán de tu proyecto de paz?

Al emperador se le contagió la ansiedad: su nuevo mundo era frágil, podía disgregarse, igual que la sangre mana, sin dolor, de una vena cortada. Ellos, y su recuerdo, estaban en manos de personas desconocidas que quizá aún no habían nacido.

—Temo a los escritores —dijo Helikon, como si le quitara los pensamientos—. Escuchan a los testigos de los hechos, pero después los cuentan a su gusto: a uno lo hacen callar, a otro lo hacen hablar demasiado. Luego llegan otros escritores, leen lo que han contado los primeros, lo interpretan también a su manera y lo reescriben. Y así una y otra vez. Los griegos y los romanos han escrito mucho sobre Egipto, pero yo he visto que lo han transformado en lo que no había sido nunca.

—Tienes razón —contestó el emperador—. Mira esto.

Sobre una ménsula conservaba —ligeros rollos de papiro protegidos por sus estuches— las primeras copias de las famosas obras de Salustio: Iugurtha, Catilina, las Historiae…

Salustio, nacido en Amiterno, había poseído en Roma una residencia suntuosa, un auténtico museo de rarísimas esculturas rodeado de jardines, los llamados Horti Sallustiani. Todos decían que había conseguido semejante belleza porque había ejercido con codicia y sin prejuicios el cargo de gobernador en la provincia de África. Pero había sido también un escritor casi inigualable y gran amigo de Augusto. Para celebrar la conquista de Egipto, había construido —a fin de que Augusto se asomase— una balaustrada de originales mármoles de Oriente, con esfinges egipcias y volutas de hojas de acanto, anticipándose dieciocho siglos al napoleónico estilo retour d’Egypte.

—Y sin embargo —dijo el emperador—, en todos sus bellísimos escritos no puedes encontrar nada, absolutamente nada, sobre las destrucciones llevadas a cabo a lo largo del Nilo, sobre las muchedumbres hambrientas que vi agonizar, con mi padre, bajo los soportales de Alejandría.

¿Dónde estaba, entonces, la verdad en un historiador? ¿Cuántas cosas consciente o inconscientemente falsas caían sin control, como gotas de tinta sobre la hoja de papiro, en las palabras que iba eligiendo?

«Damnatio memoriae»

Eran los últimos, fríos días de noviembre. Valerio Asiático pensaba, con una ansiedad cada vez mayor: «No tiene ni treinta años… ¿Cuánto tiempo tendremos que soportarlo? No es un viejo, como era Tiberio; y todas las mañanas nosotros esperábamos oír que había muerto. Este adquiere experiencia de día en día, su mente funciona. Dentro de unos años, de unos meses, nadie podrá destruirlo; y del Senado, de las antiguas familias ya no quedará nada». Estas angustias eran alternativamente agudizadas o aplacadas por las noticias de ciertas noches imperiales disolutas. «Lo que está pasando es increíble, si es cierto…», pensaba Asiático, pero las informaciones eran confusas, fantásticas, imprecisas. Y decidió: «Ha llegado el momento. Ahora o nunca».

Con gran cautela, reunió a unos pocos fieles en una villa suburbana de su propiedad anunciando una comida a base de exquisita raza. Pero en la villa, apenas amueblada, solo había algunos viejos y leales esclavos de familia un poco sordos, dirigidos por la incorruptible nodriza del senador. Así que, cuando apareció un sencillo plato de perdices en salsa, el acostumbrado vino de Minturno, pan caliente, las primeras olivas y quesos caseros de pastor, y las puertas del triclinio estuvieron cerradas, y los invitados constataron que debían servirse solos, todos comprendieron, con un profundo estremecimiento físico, que lo que habían previsto al recibir aquella invitación se estaba materializando: una inexorable cita con la muerte.

Sin embargo, la cuestión era tan grave y peligrosa que por unos instantes nadie se atrevió a mencionarla y, lanzándose miradas, se susurraron uno a otro trivialidades mientras empezaban a trocear las grandes perdices traídas de las colinas de Corfinio. Y pensaban en aquel joven, solo allá arriba, en los palatia imperiales, a cuyo alrededor ya estaba dando vueltas la muerte, como un perro al que han soltado de noche en un jardín.

Hasta que por fin Valerio Asiático declaró, pillándolos a todos por sorpresa:

—El momento más importante será inmediatamente después. Os he llamado por eso. —La voz baja, sin miedo y durísima, entró como un cuchillazo en sus pensamientos. Él los miró mientras, con la boca llena, masticaban y dijo—: No nos engañemos: no tendremos tiempo para celebrarlo. —Todos levantaron la cabeza del plato y se apresuraron a tragar—. En esas primeras horas, los populares estarán aturdidos por el golpe —profetizó—. No habrá ningún poder por encima de nosotros; nadie podrá impedirnos hacer nada. Nos reuniremos inmediatamente. E inmediatamente pronunciaremos la sentencia de damnatio, mientras su cuerpo está todavía caliente.

La damnatio memoriae —condenar, borrar el recuerdo de un hombre y de sus obras de la historia de todos los siglos futuros— era para el Senado romano, después de la muerte física, la más vengativa e irreparable, casi mágica, arma política.

Las perdices quedaron abandonadas en los platos.

—Inmediatamente, en toda Roma deberá desencadenarse la furia —ordenó Asiático—. Vuestros siervos, los clientes, la gentuza de la Subura saldrán a la calle, derribarán las estatuas, romperán las lápidas. Nada, absolutamente nada de él deberá permanecer en pie. Hay que actuar enseguida, antes de que la gente comprenda, antes de que alguien les diga: «Dejadlo».

Todos se mostraron de acuerdo.

—No daremos tiempo a nadie —aseguró con violencia Saturnino—. Roma deberá olvidar que un hombre solo, con los senadores arrodillados vergonzosamente a sus pies, pudo hacer lo que él ha hecho. Eliminaremos su nombre, las inscripciones, las estatuas. Será como si no hubiese nacido.

Saturnino echó un vistazo a un pequeño codex en el que había tomado notas y, como había empezado a beber, gritó:

—Empezaremos por su domus. La sala de sus malditas músicas, semillero de encantamientos: hay que cerrarla, condenarla, enterrarla, construir encima cualquier otra cosa.

Los conjurados lo miraron, indecisos. En realidad, incluso ellos lo consideraban un exaltado y peligroso extremista. No obstante, Asiático pensó que no era conveniente frenarlo. En situaciones como la que estaba naciendo, la violencia ciega era más convincente que los discursos.

—El criptopórtico con ese mapa del imperio cambiado a su manera, hay que llenarlo de escombros, de desechos —continuaba enumerando Saturnino—. Y ese obelisco plantado en el Circo Vaticano, derribadlo, abatidlo con cuerdas…

Los romanos habían comentado con estupor el larguísimo viaje que el enorme e indescifrable monumento había realizado, bajando el Nilo, atravesando el Mediterráneo y remontando el Tíber hasta el pie del monte Vaticano. Después se habían congregado a miles, conteniendo la respiración, mientras las cuerdas mojadas levantaban lentamente hacia el cielo la enorme estela con la cúspide recubierta de electrón.

—¿Por qué el obelisco? —preguntó Cluvio Rufo, el escritor, que había presenciado con admiración y nerviosismo el espectacular alzamiento.

—¡Quiero saber por qué lo preguntas! —replicó el otro, rebosante ya de vino, agitando el codex—. ¿A quién defiendes? ¿Quiénes son tus amigos secretos?

Sus vecinos vieron que, además de los monumentos, en aquel librito había una lista de nombres: no se trataba solo de destruir el pasado, sino también de depurar. Sintieron miedo, y nadie se atrevió a oponerse.

—El obelisco no —intervino inesperadamente Asiático—. El obelisco debe seguir en pie. Es una muestra de nuestra conquista del Egipto rebelde. También Augusto, acordaos, erigió uno. Y es más pequeño…

Saturnino se quedó desconcertado por la dureza de Asiático, pero enseguida encontró otro blanco:

—El barco que transportó ese obelisco desde Egipto no puede permanecer en el mar de Roma. Es un maleficio. Hay que llenarlo de piedras, hundirlo.

Igual que se echa un hueso a un perro, Asiático cedió.

—Lo haremos.

Pero accedió tan deprisa porque se le había ocurrido que el larguísimo casco de esa nave podía servir para algo en lo que, por el momento, nadie pensaba.

De hecho, lo remolcarían hasta el nuevo puerto de Ostia —el futuro puerto Claudio— y allí lo hundirían para reforzar el muelle. En esa zona, Asiático poseía terrenos que, gracias al nuevo puerto, se revalorizarían.

Saturnino continuó atacando, codex en mano.

—Ese templo egipcio, ese veneno en el corazón de Roma que me da escalofríos cuando paso por delante… Lo arrojaremos todo al río… ¿Os acordáis del terror que se había extendido por Roma con el viejo templo isíaco en la época de Julio César? ¿Os acordáis de que el cónsul Emilio Paulo tuvo que subirse él mismo al tejado y romperlo a hachazos con sus propias manos, mientras abajo todos gritaban que los magos egipcios harían caer un rayo? —Dio un trago y gritó—: ¡El tejado del templo fue lo que cayó! Pero este —ninguno de ellos nombraba nunca al emperador—, este lo ha hecho cinco veces más grande. Pero nosotros lo derribaremos hasta la última piedra. Cuando los romanos se despierten, ya no encontrarán nada de lo que habían visto el día anterior.

Su furia destructiva era arrolladora. Asiático previó que la devastación del templo isíaco en el corazón de Roma induciría a la plebe romana a dejarse arrastrar por un remolino de antiguas intolerancias y supersticiones, lo cual era algo muy útil. Y se declaró de acuerdo con una beatífica sonrisa.

De hecho, quemarían los antiguos papiros, devastarían las estancias, volcarían las estatuas, las arrojarían al río junto con los instrumentos del culto y los cadáveres de los sacerdotes.

—El altar donde los sacerdotes egipcios queman sus venenosos perfumes —dijo Saturnino—, esa mesa de bronce y oro cubierta de signos abstrusos, es un terrible instrumento de magia. Debemos cogerlo inmediatamente, destrozarlo, fundirlo en un horno antes de que alguien lo esconda…

Saturnino bebía y consultaba sus notas.

—Aquel infausto discurso de su primer día, aquel que hasta todos vosotros aplaudisteis, aquel que grabamos estúpidamente en el Capitolio…

Asiático lo tranquilizó:

—Mandaremos a cuatro peones con mazas de hierro y tirarán abajo esa placa en un santiamén.

Entonces intervino el intrigante Anio Viniciano, que, desde el fracaso de la conjura urdida torpemente en la Galia, estaba dominado por el rencor y la desilusión:

—Sobre todo, estemos atentos a los escritos, los diarios, los libros. Hay que sacarlos de las bibliotecas, retirarlos de los comercios, como el que está junto al Templo de la Paz. Hay que quemarlo todo.

—Eso es más importante que derribar las paredes —aprobó Asiático con convicción. Luego buscó con la mirada al escritor Cluvio Rufo y dijo sin exaltarse—: Y tú, Cluvio, que gustas de escribir y tienes tiempo de hacerlo, por favor, escribe. Dentro de unos años no quedará nadie que cuente los abusos y las brutalidades que este ha cometido contra nosotros. En cambio, si, como dice Séneca, en alguna biblioteca encuentran tu relato, los historiadores futuros dirán: «Este es un testigo auténtico, alguien que estaba allí en aquella época». Y se sabrá cómo hemos salvado Roma.

Entonces Saturnino levantó los ojos de su escrito y dijo a voz en cuello, trabándosele la lengua a causa del vino:

—¡Esas enormes naves del lago Nemorensis, esas cuevas de maleficios que se mueven sin velas y sin remos, el monumento a la ruina del imperio…!

—Sí, mandaremos una guarnición —convino duramente Asiático—. Nadie podrá acercarse. Hay que deshacerse de todo enseguida…, estatuas, instrumentos…, ahogar a los sacerdotes, llenar de piedras los cascos de las naves, abrir brechas en las tablazones, dejar que se pudran en el fondo.

El senador Asiático era hombre de pocas palabras, muy dado a pronunciar frases lapidarias, y todos advirtieron que esa vez, en cambio, entraba rabiosamente en detalles.

—Ese arquitecto será expulsado en el acto de Miseno. Después ya veremos qué hacemos con él —añadió.

Asiático estaba pensando, con clarividencia, que esas naves flotando en el agua no eran solo un monumento, sino que además alimentaban un sueño. Pero, mientras hablaba, veía frente a él al senador Marco Vanicio, que abrigaba proyectos iguales que el suyo; astuto aliado ahora en la persecución del poder, violento adversario en el momento de compartirlo.

Vanicio, efectivamente, intervino con suficiencia:

—Estás hablando de cómo limpiar la casa, pero nos olvidamos de cerrar las puertas.

Sus partidarios rieron y el senador Asiático pensó que eran unos incautos, pues de ese modo se habían descubierto. Pero esos problemas quedaban para días futuros.

—La frontera oriental del imperio está hecha trizas —prosiguió Marco Vanicio— y no nos ocupamos de ella.

—Mi consejo —repuso Asiático con calma— es que, aprovechando que estamos reunidos, decidamos ahora a quién mandaremos a poner orden allí. Yo propongo a Lucio Marso. He hablado largamente con él. Es un hombre de hierro, sangre de montañés de la Marsica, veinticinco años en las legiones. Propongo que parta inmediatamente, en secreto. Cuando llegue el momento, todos descubrirán que él ya está en Antioquía.

Lo escuchaban apiñándose y aprobaron la propuesta en el acto. Pensaban en los cargos que asumirían, en las tierras que volverían a sus manos, en el inmenso e incontrolado poder que estaba aflorando de nuevo.

—Esto es lo que haremos —dijo Asiático—: a ese Polemón, ese literato al que ahora llaman el rey del Ponto, le dejaremos elegir adónde quiere ir tranquilamente a exiliarse y escribir poesías.

Rieron. Uno tras otro, volvieron a tumbarse en el triclinio, se pusieron de nuevo a comer perdices y olivas, se sirvieron vino. Pero no eran charlas de sobremesa; eran implacables decisiones estratégicas.

En realidad, Polemón, el rey poeta, sería expulsado fuera de las fronteras. Dejaría, no obstante, un epigrama escondido entre las páginas de la Antología Palatina: «Mira: esta calavera fue el más alto baluarte del alma, el envoltorio de la mente occisa. Y te invita: bebe, regocíjate, corónate de flores. Porque muy pronto tú también serás una cavidad vacía».

Valerio Asiático levantó la copa.

—Ese príncipe árabe de los nabateos…, todos los reyes de ese país se llaman Aretas, uno tras otro… —dijo, riendo—, bastará presionar en la frontera, obligarlo a retroceder cada vez más hacia el desierto. Tienen mucho espacio, en el desierto.

Todos rieron. Y las legiones no tardarían en ocupar Petra, la maravillosa ciudad excavada entre rocas de pórfido y arenisca, harían retroceder al último rey a los desiertos del norte. La tierra nabatea se convertiría en la provincia de Arabia.

Cada proyecto traía otro consigo.

—¿Y todos esos pequeños príncipes…, de Comagene, Armenia, Emesa, Calcis, Edesa…?

—Tranquilo, les ajustaremos las cuentas uno a uno —prometió Asiático con calma—. Será fácil. No tienen fuerza militar, se limitarán a protestar.

En efecto, los pequeños príncipes inermes se reunirían en Tiberias para decidir qué hacer. Pero el legado de Siria —que será precisamente Lucio Marso—, los mandaría de vuelta a casa declarando que Roma no podía perder el tiempo con ese conciliábulo de dinastas.

Pero, después, el propio Asiático sugirió:

—A Herodes Agripa, de Judea, no le toquéis por el momento. —Ante las protestas del soberbio Marco Vanicio, sonrió—. Sus súbditos son muy celosos de su independencia. Y a nosotros ahora no nos conviene provocar una guerra allí. Además, me han dicho que está enfermo…

Herodes Agripa, como movido por un presagio, fortificaría Jerusalén construyendo la tercera fila de muralla. Pero no la acabaría, porque Asiático estaba bien informado sobre su salud. La muerte lo sorprendería en el teatro de Cesarea durante la visita del nuevo emperador. Judea sería reducida inmediatamente a provincia romana. Veinticinco años después llegarían el terrible asedio de Jerusalén y las matanzas de Tito. Pero eso era un futuro demasiado lejano: los conjurados veían el poder acercándose a sus manos después de tantas ansias, tanta codicia y tanto terror, como una caravana exhausta por la travesía por el desierto ve, entre la arena, el perfil verde de una palmera.

—El único frente que permanece abierto, y que no se cerrará nunca, es el de las orillas del Éufrates, el de los partos. No nos hagamos ilusiones solo porque su rey ha cruzado el río para intercambiar saludos con nuestros embajadores. Allí únicamente hablarán las legiones.

Se declararon de acuerdo. Entonces Marco Vanicio se levantó y dijo, con dureza imperial:

—El que suba al Palatino llegará porque así lo hayamos querido nosotros. Y tendrá que recordarlo. Tendrá que derogar todas esas leyes demenciales: los impuestos, los comicios electorales, la ciudadanía romana, los ordenamientos agrarios. Tendrá que derogarlas todas el primer día, todas a la vez. No dará tiempo de hablar a nadie.

Su tono era prepotente y amenazador. Asiático pensó que era un aliado peligroso. Y mientras se levantaban y se arreglaban los solemnes pliegues de las togas, dijo con voz serena que habían hablado de todo excepto de cómo quitarle la vida al hombre por cuya causa, mientras continuara respirando, sus discursos seguirían siendo sueños.

La riqueza de Calixto

Aquel invierno Calixto ya se sentía con poder por sí solo, gracias a su viva inteligencia. Después de haber estado expuesto en el famoso mercado de esclavos de la isla de Delos, donde lo habían comprado como si fuera un caballo, había llegado a dar órdenes, e infundir miedo, a hombres cuyos antepasados habían destruido Cartago.

En pocos años, protegido por la confianza imperial, había logrado enriquecerse desmesuradamente. Una riqueza turbia, fruto de concesiones administrativas sin control, de sentencias compradas, de exacciones sobre los equipamientos militares y las obras públicas, el mantenimiento de las vías, los acueductos, incluso la reconstrucción de ciudades devastadas por terremotos o inundaciones. Pero ese prolongado saqueo empezaba a salir a la luz; su escandalosa riqueza estaba cercada por la codicia de los otros cortesanos. Y mientras su poder se volvía cada vez más frágil, él seguía sin darse cuenta de que cualquiera podía destruirlo fácilmente.

Una mañana de principios de septiembre, bajo un tibio sol, el senador Valerio Asiático, sentado en la elegante quietud de su peristilo, junto a la fuente de precioso fondo azulado, dijo:

—Ese griego se cree invulnerable porque está forrado de oro.

Frente a él estaba sentado, en un nivel más bajo, como un siervo, el historiador Cluvio Rufo, a quien le había recomendado describir los acontecimientos de aquellos días. Asiático arrancó una hoja, la dejó caer en la fuente y añadió:

—El griego no ha entendido que, si echas al agua una hoja, esta flota, ¿ves? Pero, si echas una moneda de oro —y la echó—, se hunde. —La moneda de oro yacía en el fondo de la fuente, entre las perezosas evoluciones de los peces—. Quizá deberías hablar con él, Cluvio, empezar a decirle que estás preocupado por él, que has oído rumores…

El poderoso Calixto escuchó al modesto escritor Cluvio Rufo y el mundo se le cayó encima. Tras una noche de tortuosos o torturantes pensamientos, vio claro que aquel mensaje no le había sido transmitido por amistad fraterna. Comprendió que debía buscar inmediatamente protectores nuevos y poderosos, dispuestos a pasar por alto su pasado si, a cambio, él conseguía darles lo que pedían.

Mientras tanto, Asiático se enteraba a través del turbado Rufo de que Calixto se había quedado impertérrito. Y eso era señal de que el hombre más cercano al emperador era también el más sensible al chantaje.

—Es peligroso no haber nacido rico o, al menos, no estar acostumbrado a la riqueza —comentó Asiático, con un destello de aquella risa odiada incluso por sus colegas de más confianza—. El ansia de oro ciega.

Cluvio Rufo volvió a visitar a Calixto y le insinuó con afecto que algún enemigo suyo estaba buscando pruebas sobre ciertos traspasos de dinero poco claros. Calixto se quedó pálido, su semblante adquirió el mismo color de mármol amarillento que cuando había descubierto los documentos de Tiberio. No obstante, preguntó con calma:

—¿Por qué me lo dices?

Cluvio se quedó desconcertado y no supo qué contestar.

—El verdugo que torturó a Betileno Baso —dijo entonces Calixto— me contó que Betileno había gritado muchos nombres aquella noche en los jardines Vaticanos. Él no sabía quiénes eran, y los demás testigos quizá no los entendieron.

Cluvio Rufo le contó a Asiático la, según él, extraña respuesta de Calixto. Asiático, en cambio —que había elegido a ese inexperto embajador a fin de que su buena fe resultara convincente—, captó todo el veneno que encerraba. Sabía, en efecto, que aquella noche había habido muchos testigos en los jardines Vaticanos y que un día u otro recuperarían la memoria.

—Aconseja a ese griego —susurró, furioso— que es peligroso vivir con el peso de ciertos secretos. Y dile también —añadió, pensando en las grandes cantidades de dinero que Calixto había enviado lejos de Roma— que el oro puede esconderse bajo tierra, pero él no.

Entonces, Calixto —el ya mísero esclavo que, al imaginar que podían arrebatarle sus recientes riquezas, sentía un terror más lacerante que ante la idea de perder la vida— contestó que agradecía al senador su protección. Y, con las mismas palabras que unos años antes había transmitido al joven Cayo César en Capri, añadió:

—Ruégale que se acuerde de mí cuando llegue el momento.

Calixto y Valerio Asiático vieron, pues, que estaban encadenados el uno al otro de manera inquebrantable. Cada uno sabía de su aliado un secreto que podía llevarlo a la muerte, y a una muerte horrible, como la de Betileno Baso. Pero, como ambos habían guardado la información que tenían en escondrijos seguros, ya nada podía separarlos. Y lo que salvaría sus vidas era la muerte del emperador.

A partir de ese momento, Calixto —que, todavía joven e indefenso, había inspirado con razón a Tiberio un miedo clarividente: «Una víbora recién salida del huevo»— empezó a buscar cómplices dentro de la familia Caesaris, es decir, personas unidas por relaciones cotidianas en el interior de los palacios imperiales. Buscó, en resumidas cuentas, en los lugares y entre los hombres que hacían bajar las defensas al emperador.

Puesto que tiempo atrás había colaborado con Sertorio Macro en la elección de Cayo César, había aprendido bien los mecanismos y sondeó con cautela a uno de los dos prefectos de las cohortes pretorianas, Cornelio Sabino, un ex gladiador escogido personalmente por el emperador. Y, pese a la enorme deuda de agradecimiento contraída con este, el prefecto no se asustó ni escandalizó al intuir la enésima conjura. Todos veían ya que los enemigos del emperador eran muchos y estaban muy decididos; tenían, pues, todas las probabilidades de obtener la victoria final.

Sabino manifestó su interés prácticamente con las mismas palabras que las empleadas por Sertorio Macro en los tiempos de Tiberio:

—Si faltase el emperador, lo mejor que podría pasarme es ser enviado a una legión cualquiera en la frontera con los partos, si me dejan vivo.

Pero Calixto era mucho más astuto que él y Sabino, delatado por su propia declaración, se encontró irremediablemente atado a él. Calixto, indulgentemente, le prometió el agradecimiento del hombre de confianza para el que conquistaría el imperio.

Calixto encontró a ese hombre de confianza y agradecido en el anciano Claudio, el tío del emperador, el latinista y etruscólogo que llevaba toda la vida metido en la biblioteca. Ligeramente cojo, tenía fama también de padecer un leve retraso mental. Había inventado tres nuevas letras para el alfabeto latino que a todos les parecían superfluas. Había escrito sobre Etruria, sobre Cartago, sobre la Roma de los primeros siglos. Estaba catastróficamente indefenso ante el encanto de una mujer. Había tenido dos o tres bellas e inquietas mujeres, y todos reían de la torpeza con que importunaba por igual a las jóvenes esclavas extranjeras y las atónitas consortes de sus más queridos amigos. Un hombre que —esta vez de verdad— no causaría problemas a los senadores y, como símbolo inútil y fácilmente manejable, dejaría el poder en manos de las dos irreductibles facciones en que el Senado estaba dividido desde hacía casi cien años.

El futuro daría la razón a los cálculos de Calixto. Pero Calixto había hecho que el anciano Claudio quedara indisolublemente unido a él el día que le susurró, como si se tratara de una afectuosa confidencia:

—Tu sobrino Cayo César ya sospecha de todo el mundo. Incluso de ti. Está pensando en envenenarte.

Dejó que el anciano se sumiera en la consternación y después, como por arte de magia, trocó esta en esperanza diciéndole que, «si alguna vez alguien lograra liberar a Roma de aquel monstruo», la única persona digna de ser elevada al imperio era él, Claudio, el descendiente noble y sin tacha de la terrible pero gloriosa familia.

—Pero prométeme que, de todo esto, no se te escapará ni un suspiro. Si hablas, perderemos todos la vida en un momento.

El viejo prometió. Y Calixto logró mantener aquel pacto absolutamente en secreto, convirtiéndolo en un as guardado en la manga.

Sin embargo, el punto más espinoso y violento del plan —el que debía no solo ser un éxito sino ser preparado sin despertar sospechas y ejecutado con inexorable rapidez— era la acción material de matar al emperador. Era terrible, efectivamente, imaginar qué les sucedería a todos si el emperador saliera indemne o lo socorrieran a tiempo sus fieles y despiadados germanos.

—El riesgo es enorme —dijo fríamente Valerio Asiático a sus colegas—. Recordad que una espera demasiado larga pone en peligro el secreto, como se vio con el episodio de Betileno.

Decidieron febrilmente apresurarse, y Calixto encontró al inesperado ejecutor precisamente en el primer prefecto de las cohortes pretorianas, el mayor y el de más confianza, el oficial que se encargaba de las operaciones de seguridad más delicadas y, por lo tanto, podía desmontarlas mejor que cualquier otro: se llamaba Casio Quereas, es decir, el hombre que tres años antes había entregado a Calixto la fatal nota escrita por Sertorio Macro.

Quereas era un hombre franco y chapado a la antigua, valiente, físicamente fortísimo y rudo, que no soportaba, y probablemente no entendía, los chismorreos y las bromas de corte. El refinado Calixto lo humilló con un pesado juego de palabras y, como él se ofendió, le dijo que no se enfadara porque ese apodo insultante se lo había inventado el emperador. El hombre, que había sentido por el emperador la fidelidad visceral de un perro, se sintió traicionado en su honor y cayó ciegamente en la trampa. Calixto se rio para sus adentros de la inútil precaución del emperador, que había repartido entre dos personas el gran peso y el decisivo poder de aquel cargo.

El sacerdote del templo isíaco de Iunit Tentor

En aquellos días de enero, y pese al mar invernal, desembarcó en el puerto de Ostia un hombre enviado secreta y urgentemente hasta allí desde el templo de Iunit Tentor, donde el joven emperador había hecho pintar las inmensas tablas de astronomía mágica. Se llamaba Apolonio y era sacerdote. Pero Calixto intuyó que debía interceptar la precipitada visita, de modo que fue precisamente a él —el hombre que todo el imperio sabía que estaba continuamente al lado del emperador— a quien el sacerdote Apolonio informó que llevaba una profecía alarmante, nacida de la lectura de las estrellas.

—La muerte está caminando muy cerca del emperador —declaró con preocupación y seguridad—. Debe protegerse de un hombre llamado Casio.

Pero su agitación era tal que otros oídos oyeron, y Calixto no consiguió impedir que la información llegase a la ya maldita mesa privada del emperador. El emperador la leyó en la incipiente noche de enero, mientras Calixto, de pie ante él, permanecía en silencio. En las salas de los palatia, los conjurados se echaron a temblar. Si otros podían creer en premoniciones o vaticinios, todos ellos, en cambio, estuvieron seguros de que había un espía.

En una atmósfera de incontrolable terror, Valerio Asiático decidió:

—No podemos seguir esperando.

Les salvó la vida Calixto, que vio la silenciosa y violenta irrupción de sospechas en la mente del emperador y se interpuso:

—Tengo una idea… —dijo. El emperador levantó los ojos y él sostuvo la mirada de aquellos clarísimos iris entre los párpados abiertos—. Tengo una idea acerca de quién es ese traidor.

El emperador lo miraba, y él, profundo conocedor de todos los engranajes del imperio, haciendo alarde de imaginación, dijo que el objeto de la profecía era un hombre que ostentaba el prestigioso cargo de legado en Asia.

—Es Cayo Casio —acusó—. Por sus venas corre la sangre de aquel Casio Longino que apuñaló a Julio César. En su familia hay una tradición de conspiraciones, una feroz aversión hacia la dinastía. —Hablaba con una violencia tremenda, en un tono glacial, con aquella palidez amarillenta en el semblante—. Debíamos haberlo destituido. Hay que mandar que lo arresten y lo traigan a Roma encadenado.

La orden de arrestar a aquel inocente ajeno a la intriga partió de inmediato, en la gélida noche de enero, a la fulminante velocidad de los mensajes imperiales.

Anio Viniciano susurró con ironía cruel:

—Por mucho que corran los caballos y soplen vientos favorables para las naves, la distancia es grande. Los dioses nos dan tiempo suficiente para llevar a cabo la empresa.

Asiático, con su característica sonrisa, pronosticó:

—El hombre más feliz del mundo cuando se entere de que el «muchacho» ha muerto será Casio al desembarcar en Roma encadenado.

Entretanto, nadie dio muestras de acordarse de que en el restringido círculo de los palacios imperiales operaba el primer prefecto de los pretorianos, para quien todas las puertas estaban abiertas día y noche y que llevaba el nombre de Casio Quereas. Y los dioses protegieron también la memoria del emperador.

Eran momentos de fiesta: en los palacios imperiales se celebraban los ludi Palatini, y en la sala que llamaríamos isíaca se presentaban, para la corte y los amigos del emperador, elegantes espectáculos de danzas y mimos. En los palatia reinaba una feliz confusión.

Los conjurados se congregaron en un pequeño grupo inquieto.

—Los palatia están llenos de gente, podremos movernos con facilidad —dijo Saturnino, y todos, de consuno, decidieron actuar allí dentro—. En la ciudad nadie sabrá nada hasta que lo digamos nosotros…, y si hubiera que rechazar a la muchedumbre, es el sitio más defendible.

Pero hasta entonces no se había presentado la ocasión propicia, y los ludi terminaban al día siguiente, vigésimo cuarto día de enero.

Aquella tarde, el emperador, consumido por el insomnio, estaba descansando en sus aposentos cuando llegó, palidísimo bajo el aceitunado color de las mejillas, el joven Helikon.

Apoyó una rodilla en el suelo, le besó la mano y susurró:

—No me habías dicho nada, Augusto… —El emperador notó los labios moviéndose sobre su piel—. Pero he oído que ese hombre ha venido de Iunit Tentor, y en Iunit Tentor hablan los dioses. —Alzó los ojos—. No te angusties demasiado, Augusto. No ha anunciado que vayas a morir. Solo ha dicho que la muerte camina cerca de ti. Camina, ¿comprendes?, o sea, ha anunciado que podemos detenerla…

Seguía con una rodilla apoyada en el suelo, le estrechaba la mano con ansiedad.

—Lo sé —dijo el emperador, sin saber por qué le contestaba así—. He alertado a mis germanos y a Quereas. —Se levantó, apartó la mano de la del muchacho—. En cuanto terminen estas fiestas, revisaremos todo.

Se volvió rápidamente y Helikon, todavía con una rodilla en el suelo, lo vio alejarse a grandes pasos, inmediatamente rodeado por la ya constante y absolutamente infranqueable escolta de germanos. Pensó que estaba bien defendido, intentó tranquilizarse.

Casi en el mismo momento, un joven sobrino del senador Valerio Asiático apareció de repente en medio de los conjurados, que discutían agitadamente, y con los ojos brillantes anunció, triunfal, que el tribuno Domicio Corbulo, «el hermano de Milonia la saga, la maldita bruja, el amo de Roma por méritos de cama», había tenido que partir inesperadamente para Miseno. Al igual que Germánico en Antioquía, el emperador estaba solo.

Una mañana de enero

Se despertó cuando todavía estaba oscuro —por la noche, dejaba un pequeño resquicio en un postigo, una cortina no totalmente corrida—, solo en su dormitorio, en un dulcísimo, total, aterrador silencio. No llamó a nadie, no hizo ningún ruido. Permaneció un rato con los ojos cerrados. El silencio continuaba; los abrió de nuevo.

Empezaba a clarear. Se levantó solo, sin llamar a los siervos, encontró a Helikon acurrucado sobre un fino colchón extendido al otro lado de su puerta. El muchacho se despertó e hizo ademán de levantarse. El emperador le acarició los cortos y brillantes cabellos.

Helikon le cogió la mano, se la apoyó en la mejilla, la besó con amor.

—Ese hombre de Iunit Tentor… —susurró—. He sentido miedo.

El emperador le sonrió.

—Ven esta tarde con esos proyectos para Egipto —dijo—. Los comentaremos.

Mientras bajaba, de repente decidió desviarse hacia los aposentos de Milonia y de la pequeña Drusila, su hija. Los aposentos de su nueva familia, después de aquella otra arrancada hoja a hoja hasta la soledad total y alucinante de Capri. Una familia, su isla de privacidad absoluta, de libre afectividad humana; ningún freno, ninguna alarma, ningún fingimiento: un cerrado, maravilloso jardín. Y muy pronto, en la villa nueva, ese jardín existiría de verdad. Pardes, decían los persas. Y nosotros diríamos «paraíso».

La niña lo reconocía, reía, se echaba en sus brazos. Esa era otra clase de amor absoluto. Mientras jugaba con ella, Milonia llegó por su espalda, sorprendida y feliz de verlo, pues llevaba dos días sin buscarla.

—Me han dicho que será varón —murmuró, abrazándolo—, está escrito en los astros… Nacerá bajo el signo de Virgo, como tú.

Él se había vuelto de golpe y la miraba conteniendo la respiración, pues aún no sabía nada. Pero a ella le pareció que ya había hablado mucho y se interrumpió. Él pensó que esa era la máxima felicidad que podía llegarle en aquel momento de todo el imperio. Una felicidad, un poder que no habían conocido ni Augusto ni Tiberio: el heredero imperial.

Después de aquel silencio, mientras él la abrazaba impetuosamente, ella susurró:

—Te ruego que pienses en su nombre, porque me han dicho que han buscado largamente en los astros pero no han conseguido leerlo.

Él deshizo el abrazo con una sensación de helor.

—Te lo diré esta noche —prometió.

Salió de aquellas estancias, llamó a Calixto y le dijo:

—Quiero ver enseguida a ese sacerdote que ha venido de Iunit Tentor.

Pero Calixto, sin perder el aplomo, le sugirió que no turbara la serenidad de los festejos por hacer un interrogatorio, que no hiciera correr por Roma quién sabe qué habladurías.

Él, tras vacilar unos instantes, decidió:

—Hablaré mañana con él.

No vio que una mínima sonrisa había movido imperceptiblemente la piel de las pálidas mejillas de Calixto.

Sala isíaca

—¡Ah! —exclamó con delirante felicidad el jovencísimo mimo Mnester, el más célebre, fascinante y aclamado aquellos días, mientras ensayaba en la nueva sala isíaca un sensual paso de danza, arqueando y después haciendo saltar su fino cuerpo como se tensa un flexible arco para disparar una flecha—. Este es el lugar que los dioses pensaban para hacerme bailar.

Los pesados candelabros, a lo largo de los muros, y las lámparas de bronce que colgaban del techo con decenas de velas iluminaban con un suave esplendor dorado las paredes, el ábside y la bóveda de la magnífica sala que nosotros, al descubrirla dos mil años más tarde, llamaríamos isíaca.

Dedicada con exigente sabiduría arquitectónica a la música y a la danza, la sala estaba totalmente pintada al fresco en colores que se sucedían y se fundían de forma armoniosa, con suavidad, como los acordes de un arpa: verde brote de melocotonero, rosa aurora, azul aciano, gris perla, amarillo genista. Ni una sola pincelada que desentonara con colores chillones, que habría sido como oír un portazo mientras suena la música. En la bóveda, ni una línea recta: los frisos tenían la forma de larguísimas cintas que se entrelazaban con gracia helenística: colores y formas que el estilo barroco recuperaría diecisiete siglos más tarde. En las paredes, divididas en cuadrados, había pintados paisajes abiertos que se perdían en el horizonte, bajo una luz suavísima, donde mitos y símbolos del rito isíaco emergían, junto con pequeñas y tenues figuras, como el tintineo del sistro de oro sobre el sonido de las flautas.

No había nada más en la sala, aparte de los asientos para los invitados y el escenario elevado contra el ábside, al fondo, que había sido concebido para abrazar los sonidos y restituirlos mezclados a los oyentes, con un toque suavemente vibrante. Así pues, las dimensiones equilibradas del espacio, la fusión de los colores, las vibraciones armónicas de los instrumentos y de las voces, los cuerpos de los bailarines, los perfumes y las luces conducían a la psique a un feliz estado onírico, el que había hecho exclamar al senador Saturnino: «Ahí dentro se hacen encantamientos».

Los vigilantes, nerviosos, advirtieron a Mnester que se había anunciado la llegada del emperador con el séquito. Inmediatamente, él, profiriendo un grito sofocado y echándose una capa sobre los hombros desnudos, salió a toda prisa por la puerta del fondo.

Aquel día de enero, el emperador había escogido para empezar Laureolus, del célebre mimógrafo Valerio Cátulo. Actuaban mimos famosos, con músicas silvestres y onomatopéyicas, disfraces de bandidos, de príncipes, de animales salvajes, para contar la historia de un temible bandido, ávido de riquezas, que acababa su vida ad bestias, dado como pasto a las fieras. Un juego medio infantil, medio horripilante, con los mimos disfrazados de osos, panteras y tigres, fingiendo morder y arañar mientras danzaban alrededor del cuerpo desnudo, indefenso y palpitante del condenado.

Al emperador le gustaba la fantasía alusiva de los espectáculos de mimo, que expresaban toda posible emoción mediante la pura gestualidad del cuerpo; y a todos les pareció de buen humor, sin pensamientos siniestros, pese a que la historia de aquel mensajero de Iunit Tentor se había difundido por los palacios. En el intermedio se levantó, saludó a los amigos, regaló —sus presentes siempre eran refinadamente insólitos, ideados por la inconsciente necesidad de suscitar amor— aves raras de las provincias de Asia, metidas en pequeñas jaulas de mimbre trenzado con finas varillas de oro. Luego ofreció zumos de frutas exóticas, recién llegadas por mar de la provincia de África, aromatizados con vino.

—Ha vuelto el fiel Herodes de Judea —susurró Asiático en tono insultante—. Parece que tenga el reino en Roma y no en su país.

Mientras, Herodes se acercaba al emperador con una copa en la mano. Todos creyeron que iba a hacer un brindis, pero, en cambio, susurró:

—Sobre ese mensaje de Iunit Tentor, ¿qué has averiguado?

Llevaba en el cuello, ostentosamente, la célebre cadena de oro.

El emperador miró a los invitados que había alrededor y sonrió.

—Te dije, y tú también lo sabes, que el poder es un tigre…

—El poder eres tú —lo interrumpió Herodes con apasionamiento.

—Un tigre agazapado sobre una roca, solo —dijo el emperador, y miró de nuevo a los invitados, que le devolvían la sonrisa—, mientras una jauría de perros ladra a su alrededor. —Bebió un sorbo—. Y a lo lejos, a caballo —continuó mientras veía aparecer el miedo en el semblante de Herodes—, están los cazadores. —Le dio la copa a un siervo—. Vayamos a sentarnos —dijo. Acarició con la mirada a su hija, que reía en brazos de la nodriza.

En el segundo espectáculo, por el fondo del escenario apareció Mnester, solo, descalzo, apenas cubierto con un exiguo taparrabos de tela dorada. Su belleza sensual e impúdica turbaba a las más incorruptibles matronas; cortaba la respiración, por deseo o por envidia, a senadores y magistrados. Roma estaba llena de historias turbias, festines en los que esas danzas habían ido más allá de toda fantasía, amores carísimos y caprichosos, abandonos, desesperaciones y furores.

Mnester llegó al centro del escenario y se detuvo. Las luces resbalaban como agua sobre su piel, su torso palpitaba de emoción, el ajustadísimo taparrabos parecía descender por sus lisas caderas. Mientras todos miraban, de repente, el emperador se volvió hacia atrás, como si lo hubieran llamado a su espalda. Sin embargo, lo habían llamado dentro de su mente, pero resulta difícil oír las advertencias de los dioses. Encontró la mirada de Calixto, y Calixto se sobresaltó al sentirse mirado. El emperador vio lo pálido que estaba, igual que Julio César había visto a Bruto, pero no pensó en nada. Los ojos de su mente no vieron.

Mnester bailaba. Sus ágiles tobillos morenos, sus talones golpeaban la tarima como una llamada. Sus manos se deslizaban con los dedos abiertos sobre la piel, acariciaban su cuerpo sin pudor. Conteniendo la respiración, senadores, magistrados y oficiales miraban los dedos inquietos que se enredaban entre los cordones del taparrabos. Y él, sin ver a nadie, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, vivía el demonio solipsista de su delirio. Sacudía la cabeza; los negros cabellos, larguísimos y brillantes, se habían soltado de la cinta y saltaban sobre sus hombros.

A ambos lados de él, en la penumbra, se movían bailarines que, con los cabellos y los brazos teñidos en tonos verdes, el ondear de los cuerpos y los velos de los trajes, evocaban una selva azotada por el viento; y detrás de ellos estaban los músicos, procedentes del Asia interior. Los sonidos, los movimientos colectivos, las angustiosas y desesperadamente sensuales sacudidas del cuerpo de Mnester representaban el hechizo del deseo, del que el bailarín no lograba liberarse, y creaban entre el público una atmósfera hipnótica.

La música aumentaba de velocidad y de intensidad, eran vibraciones cada vez más apremiantes y explícitas, y el cuerpo de Mnester se retorcía en un solitario, tormentoso placer. Por fin, mientras sus bellísimas y nerviosas manos asían el taparrabos, cayó boca abajo sobre la alfombra, estremeciéndose. Y el ligero telón de seda, con figuras de ninfas pintadas, se alzó, según la costumbre de la época, delante de él y pareció que hubieran sido las manos de las ninfas las que lo habían levantado.

Los espectadores permanecieron inmóviles en sus sitios; solo fueron capaces de aplaudir tras una pausa.

Pero, en el descanso que siguió, el emperador fue presa de su recurrente dolor de estómago.

—La mezcla de fruta y vino… —masculló.

El dolor se agudizó. El emperador se levantó e indicó con un gesto a sus amigos que no se movieran; no obstante, Milonia hizo ademán de levantarse. Él le susurró que se quedara para no alarmar a los invitados; ella obedeció en silencio, como una niña, pero se sentía contrariada. Él vio sus ojos oscuros siguiéndolo mientras se alejaba. Pensó que le había hablado con demasiada dureza. Durante unos instantes le dio pena. Ella pensó: «No puedo hacer nada. Pero, si es así, creo que preferiría morir».

El emperador atravesó su querida sala e inmediatamente fue rodeado, como de costumbre, por los guardias germánicos. Mientras andaba, miró alrededor y pensó: «En esta sala he conseguido aprisionar la luz. Siglos después de mí, continuarán viéndola». Calixto también se había levantado y él se dio cuenta de que se había situado a su lado. «No tenía que haber bebido —le dijo en voz baja—. Debo sumergirme en un baño caliente y comer algo». Eso era, efectivamente, lo que le aconsejaban sus médicos. Vio que Calixto lo miraba con ansiedad, escuchaba y no decía nada. Pero los dolores eran fuertes; levantó la mano como lo hacía cuando quería despedir al séquito y continuó, rodeado por los guardias. Calixto se quedó atrás.

Al observar estos movimientos, hubo quien sintió pánico. Pensaron que el emperador había decidido ver inmediatamente al tal Apolonio de Iunit Tentor. En la sala, los dos prefectos que estaban al mando de las cohortes pretorianas —Casio Quereas y Cornelio Sabino— se movieron uno tras otro para salir de la sala. A nadie le sorprendió, ya que su función era vigilar. Uno a uno se alejaron también por la salida del fondo, despacio, algunos dignatarios, équites y senadores.

En ese momento, el emperador se acordó de que, en el espectáculo en el que no iba a estar presente, debían actuar en un ballet unos muchachos venidos de la lejana Bitinia. «Nuestro Oriente pacificado —se dijo—. Merecen que al menos los salude». Y, por primera vez, ordenó a la escolta germánica que lo esperase fuera. Luego se desvió, solo, hacia el largo criptopórtico —la elegante galería construida por Manlio donde se hallaba expuesto el mapa en piedra del imperio— para reunirse con aquellos jóvenes artistas.

Casio Quereas y Sabino habían seguido sus movimientos a distancia. Vieron que había echado a andar por el criptopórtico y que la luz era débil. Constataron, sorprendidos, que los guardias germánicos no lo acompañaban. El emperador estaba completamente solo. Y aquel era el último día para los conjurados.

—Ahora —susurró Quereas—. Es el momento. ¡Ahora!

Sin embargo, se quedaron un momento dudando, casi paralizados por lo que estaban a punto de hacer. Entretanto, empezaban a asomarse al atrio los dignatarios que habían salido sin llamar la atención, y uno preguntó en voz baja:

—¿Dónde está Calixto?

Hasta hacía un instante, Calixto había caminado al lado del emperador, y ahora había desaparecido: temieron que quisiera traicionarlos. En un arranque de decisión irreversible, Casio Quereas se adentró en el criptopórtico.

Los demás vieron que el emperador, sin detenerse, se había vuelto y había echado un vistazo a su espalda. Contuvieron la respiración. El emperador reconoció a Quereas y continuó andando tranquilamente. Quereas lo seguía, pero estaba todavía demasiado lejos.

Con un sobresalto de ansiedad, alguien preguntó:

—¿Dónde están los germanos?

—Los ha mandado él fuera —le respondieron en un susurro.

Mientras, Quereas seguía al emperador con paso cada vez más apresurado. A los conjurados les pareció que sus zapatos hacían muchísimo ruido. El emperador también caminaba deprisa, como siempre, y no había vuelto a mirar atrás. La respiración de los que espiaban se interrumpió. La imponente sombra de Quereas dio un salto, silenciosa como una fiera, con el brazo levantado, detrás del emperador y le clavó el cuchillo en la espalda hasta el mango. El emperador perdió el equilibrio, se tambaleó ostensiblemente. Al instante, a los cerebros de los conjurados llegó el pensamiento: «¡Le ha dado! ¡Que lo mate enseguida!».

Pero el emperador seguía en pie y se volvió. La sombra de Casio Quereas, sin pronunciar una sola palabra, levantó de nuevo el cuchillo y, desde lo alto de su mole, bajó el brazo con violencia, pero el joven emperador lo esquivó precipitadamente. Intentó gritar. Retrocedió, se oyó su voz entrecortada:

—¿Qué haces?

Quereas sabía atacar, no había hecho otra cosa en su vida, pero era un animal pesado; y el emperador era joven, simplemente tenía que llegar al fondo del criptopórtico.

—Mátalo, mátalo ya —dijo, jadeando, Asiático.

Inesperadamente, el emperador empujó a Quereas con fuerza, consiguió estrellarlo contra la pared mientras por segunda vez clavaba el cuchillo en el vacío. La hoja cortó el aire.

—Ha fallado —dijo otro con un gemido—. Vayámonos.

Vieron al emperador huir dando un salto hacia la salida del criptopórtico. Vieron que, desde allí, un militar corría hacia él. Se quedaron petrificados de terror. Luego, como un relámpago, vieron que aquel militar no corría para acudir en ayuda del emperador, corría para agredirlo: su cuchillo apuntaba contra él. Y el emperador no llevaba armas, y ahora estaba atrapado en aquel reducido espacio.

Finalmente, los dos agresores se le acercaron a la vez, y él estaba en medio.

—No puede escapar —anunció Asiático entre dientes.

Los dos hombres se movían ahora con prudencia, orgullosamente seguros de tenerlo acorralado; así se actuaba también con los osos y los jabalíes.

Un destello de luz iluminó el rostro del segundo agresor: era el despiadado Julio Lupo, con su arma, sonriente; así era la cara del hombre que estaba matando a un oso o un jabalí. El emperador movió los brazos para abrirse paso hacia el atrio, pero no tenía esperanzas, no se veía a nadie más. El cuchillo de Julio Lupo entró horizontal, a traición, no como en la guerra sino como en las peleas, a la altura del estómago, y el emperador se inclinó; detrás de él, Quereas le asestó otro golpe que lo alcanzó con una fuerza bestial, porque sus rodillas cedieron. Y él, Cayo César, el tercer emperador de Roma, cayó de rodillas y se dio de bruces contra el pavimento.

No lo tocaron más. Sus manos se deslizaron sobre el suelo. Al caer, el anillo sigillarius chocó con el mármol y el engaste móvil con el ojo de Horus se rompió. De repente, un borbollón de sangre salió de su boca y se extendió por el suelo. Los dos se quedaron mirándolo.

Quereas sentenció profesionalmente, en voz baja:

—Está muerto.

En el atrio, Valerio Asiático ordenó en un susurro, pero con tremenda dureza:

—Fuera de aquí todos.

Obedecieron en silencio, se dispersaron. No se oían otras voces. Seguía sin aparecer nadie.

—¡Te quiero! —gritó Milonia, y su voz desesperadamente alta resonó entre las paredes.

Corría precipitadamente: se abalanzó sobre el caído, lo abrazó, vio la sangre, le estrechó la cabeza entre las manos.

—Escúchame: yo siempre te he amado, incluso cuando tú ni siquiera me veías… Voy contigo…

Le acariciaba el cabello, intentaba verle la cara.

Quereas se detuvo para mirar, atónito, la aparición y ordenó a Julio Lupo que matara inmediatamente a la saga, la hechicera, la peligrosísima mujer del emperador asesinado. Le clavaron el cuchillo en la espalda, pero ella no se dio cuenta. De rodillas, continuaba hablándole solo a él, acariciándolo con manos que se manchaban de sangre.

—Te amo, seguiré amándote dentro de siete mil años.

Quereas dijo que estaba loca.

—¡Hazla callar! —ordenó.

Julio se inclinó sobre ella, introdujo la mano izquierda en la masa enmarañada de cabellos y, apretando con todas sus fuerzas, tiró de la cabeza hacia atrás hasta dejar el cuello al descubierto. Y mientras desde el fondo de este último suspiro ella seguía gimiendo: «Te quiero…», él clavó hasta la empuñadura la sica, el puñal corto de los asesinos de arma blanca, bajo la oreja izquierda y acto seguido, sin vacilar, desplazó la afiladísima hoja hacia la derecha. La voz se desmenuzó en un borboteo, la sangre manó atropelladamente, el puñal golpeó el hueso de la mandíbula debajo de la otra oreja; y Julio lo extrajo con soltura, casi con elegancia, chorreante, mientras su fortísima mano izquierda arrojaba al suelo el cadáver.

Miraron los últimos movimientos convulsos de las manos, los labios entreabiertos, los ojos poniéndose en blanco tras la hendidura de los párpados, la sangre extendiéndose a raudales sobre el brillante mármol.

—Ha quedado la pequeña bastarda —dijo de pronto Quereas, como si se hubiese olvidado de lo esencial.

Julio Lupo limpió la hoja por los dos lados con la seda de un escaño y guardó el arma en la vaina.

—Ya he mandado a alguien —contestó a Quereas sin mirarlo, con la calma insolente del subordinado que ha demostrado ser más eficiente que el jefe.

Al cabo de un momento, efectivamente, llegó el ejecutor.

—Le hemos estampado la cabeza contra la pared —informó—. Una rana…, se ha partido como un huevo. Todo el cerebro sobre la pared…

Quereas lo interrumpió:

—¡Vamos! Está muerto. Viene gente, vayámonos.

Mientras se volvía, vio al joven Helikon corriendo como un loco hacia ellos, con los brazos extendidos.

—El cachorro egipcio —masculló entre dientes—, el catulus.

Había visto a otros acercarse a él así y, si tenía el cuchillo en la mano, caminaban hacia una muerte segura. Esperó que Helikon se abalanzase, pero Helikon no lo miraba a él, solo veía las vestiduras imperiales en el suelo y el cuerpo boca abajo que las llevaba, y el charco rojo oscuro de sangre sobre el mármol. Así que Quereas no tuvo más que colocar firmemente el cuchillo en su camino: el muchacho se clavó toda la hoja, con los brazos abiertos, sin proferir un grito.

Quereas sacó la hoja tirando con violencia hacia arriba y agrandó el corte. El cuerpo del muchacho rodó sobre el mármol. Julio Lupo se había detenido para mirar.

—Ahora sí, vayámonos —dijo Quereas. El atrio se quedó vacío.

Pero del exterior llegaba una multitud corriendo atropelladamente: eran los guardias germánicos, los Germani Corporis Custodes. Encontraron al emperador muerto en el suelo, sobre un charco de sangre. Se precipitaron en busca de los asesinos y mataron a todos los que encontraban, salvajemente, porque los conjurados ya habían huido a alejadas estancias del palacio. Consiguieron matar a tres senadores implicados en el complot; luego llegó la orden de detenerse y ellos, disciplinadamente, obedecieron todos a una. No sabían que, pese a su obediencia, los llevarían a lejanos mercados de esclavos, los echarían a combatir en la arena. El hombre que dio aquella orden era el prefecto Cornelio Sabino, el ex gladiador, el hombre en quien Cayo César había confiado hasta el último día de su vida. Y cuando vio a los germanos firmes, mandó a los hombres de las cohortes pretorianas:

—Limpiadme el palacio de esos bastardos egipcios. Que no quede ni uno.

Anio Viniciano gritó:

—¡El caballo! ¡El caballo!

Tres o cuatro pretorianos se precipitaron a las cuadras y derribaron las puertas.

—¿Qué hacéis? —dijeron los mozos que estaban cepillando diligentemente el brillante y sedoso pelaje.

Los pretorianos se abrieron paso dando manotazos a ciegas y apartaron a los mozos. El primer golpe hirió a Incitatus en el corvejón izquierdo; el orgulloso animal cayó sobre las patas posteriores, se irguió tomando impulso con la grupa y las fuertes patas anteriores, con las narices dilatadas, levantó la cabeza sacudiendo la crin y cayó de nuevo hacia atrás sobre las patas posteriores profiriendo un estridente relincho de dolor. Se volvió para mirar al que lo había herido y, mientras sus ojos extraviados miraban, el hombre lo atravesó entre las costillas, a la altura del corazón. Un gran chorro de sangre salió de las narices y salpicó el pesebre de marfil. Incitatus cayó hacia un lado con las patas estiradas, menos la que tenía el corvejón cortado.

El arte de poner orden

El grito «¡Han matado al emperador!» recorrió Roma como el estallido de un relámpago en el cielo del mediodía. La gente se quedó paralizada, pero al cabo de un instante, arrastrada por una desesperada rebeldía, un conato de auténtica revuelta, se precipitó impulsivamente por las calles desde todos los barrios de la ciudad, llamándose unos a otros. El grito «¡Lo han asesinado!» hacía salir a otros de las tabernas, las casas, los talleres, los mercados, y todos corrían instintivamente, como manadas ingobernables, hacia el Foro, la Curia, la domus del emperador. Se formó un caos: carromatos abandonados en la calle, bancos volcados… Los vigiles fueron arrollados por la marea aullante que subía; las cohortes pretorianas, pilladas por sorpresa, no pudieron mantener enteras sus filas. En unos minutos, la muchedumbre enfurecida llenó el Foro, rodeó y sitió la Curia.

Los pretorianos formaban desesperadamente una barrera. Asiático intentaba transmitir la orden de no reaccionar con violencia, pues en un momento la furia podía transformarse en insurrección: «Que no se vea sangre, que no haya muertos…». Algunos ya arrojaban piedras o empuñaban armas improvisadas: palos, varas de hierro, lo que encontraban.

La caballería de Sabino no pudo abrirse paso en medio de aquel desorden, los caballos se encabritaron, tuvo que retroceder. Mientras tanto, en el Foro la muchedumbre se incrementaba con los que afluían de todas las calles y desbordaba escalinatas, balaustradas, columnas, estatuas. En la historia de Roma jamás volvería a estallar una indignación popular semejante tras la muerte violenta de un emperador. Y eso debería haber sugerido a los historiadores alguna reflexión.

Cónsules y senadores, que habían esperado bullendo de júbilo, se echaron a temblar. El anciano Claudio —al que Calixto había metido en el complot— se escondió, aterrorizado, en un trastero del palacio, no se sintió seguro ni siquiera allí y fue a acurrucarse en un rincón del desván.

Los senadores huyeron tumultuosamente para congregarse en el sagrado Capitolio, más fácil de defender que la Curia Julia, en el Foro, y nunca la gloriosa pero empinada vía Sacra había sido subida tan deprisa. Sin embargo, no se salvaron gracias a su indecorosa retirada, sino a los pactos secretos del previsor Calixto, porque cuatro cohortes acudieron rápidamente para proteger el nuevo poder y rodearon el Capitolio con una consigna que, en lo sucesivo, en casi todos los derrocamientos de régimen se encontraría productivo utilizar: «Libertas».

Entonces Asiático declaró que había que enfrentarse a la multitud, hablar. En medio de la desesperación, dos o tres animosos senadores se ofrecieron y, protegidos por los pretorianos, aparecieron en lo alto de la escalinata del templo. Entre ellos brilló la elocuente demagogia del senador Saturnino y la potencia de su voz, que se superponía a los insultos.

—Roma está al borde del hambre —anunció, dejando petrificadas a las aullantes primeras filas—. Las reservas de grano se han acabado —dijo a voz en cuello— porque ese «muchacho», con sus despilfarros sin tino, ha dejado depósitos y almacenes vacíos.

La multitud se sintió confundida, dudó, pues los repartos gratuitos de grano a la plebe romana eran desde hacía años una feliz costumbre. Saturnino anunció potentemente que los senadores estaban interviniendo: un convoy de naves procedente de Egipto estaba a punto de llegar; montañas de grano iban a ser repartidas. Y añadió —mendaz escapatoria de numerosos futuros gobiernos en desesperadas dificultades— que también bajarían los impuestos.

La multitud se bamboleaba. Unos escuadrones de caballería irrumpieron en la plaza y se abrieron paso entre la gente, que retrocedía huyendo de los cascos de los caballos. Detrás de la caballería aparecieron las cohortes pretorianas que habían quedado bloqueadas. Desde lo alto del Capitolio, los senadores asediados vieron que la gente, con un movimiento de marea, refluía, se alejaba corriendo por las callejas. La caballería la persiguió y la empujó hacia la Subura.

—Nos hemos salido con la nuestra —dijo Valerio Asiático, olvidando su refinado latín.

En efecto, en poco tiempo el corazón imperial de Roma estuvo totalmente patrullado por los pretorianos y los vigiles, y de la revuelta solo quedaron montones de desechos y de piedras.

—Dejemos pasar la noche —sugirió Valerio Asiático a sus colegas, y propuso que, por prudencia, ninguno bajara del Capitolio para ir a su casa.

Entretanto, los cuerpos de los asesinados se habían quedado en el suelo, en el atrio de la domus imperial, y nadie se había ocupado de ellos.

Al llegar la noche, un solo hombre en toda Roma, un amigo que había asistido a la tragedia porque se encontraba en la sala isíaca, Herodes Agripa, el etnarca de Judea que llevaba al cuello la cadena de oro del mismo peso que sus antiguas cadenas de hierro, encontró el valor necesario para subir al Capitolio y, exponiéndose al frío viento de enero que barría la colina, solicitó ver a los senadores reunidos. Estos accedieron. Y él, invocando la antiquísima ley de la República, pidió los cuerpos de los fallecidos para darles sepultura. Le contestaron que fuera a cogerlos. Fue con sus siervos, escoltado por silenciosos pretorianos. Vio que los cadáveres habían sido claramente registrados; el del emperador presentaba una salvaje serie de heridas, la mayoría de ellas hechas bastante después de la muerte, pues eran laceraciones abiertas y sin sangre. Del dedo anular derecho le había sido arrancado el anillo sigillarius.

—No eran necesarias treinta y dos puñaladas para matarte —murmuró Herodes—. Quien, estando tú vivo, no se atrevía siquiera a hablarte, ha descubierto que poseía un gran valor después de que estuvieras muerto.

Se apartó para llorar donde no lo viera nadie. No sabía que algunas de esas puñaladas, las más chapuceras, las había asestado un sicario de los Pisones. Sus hombres recogieron el cuerpo de Milonia con la ropa desordenada, vieron el vientre turgente y lo cubrieron.

—Estaba embarazada —dijo Herodes.

Después recogieron a la niña con los cabellos ensangrentados, como un animal aplastado. Nadie pensó en ese momento en los otros cinco o seis muertos como consecuencia de la furia de los germanos, esparcidos por el atrio, ni en el cadáver de Helikon, el catulus egipcio; los esclavos de los palatia los retirarían al día siguiente y echarían cubos de agua sobre el mármol manchado.

Herodes apoyó la frente en la pared del criptopórtico donde estaba el ya inútil mapa del imperio. Como tenía el corazón delicado, sus hombres pensaron que le había dado un colapso por lo que había visto. Se acercaron, pero él sacudió la cabeza y no contestó. Le hablaba al que los suyos habían recogido del suelo con unas parihuelas y cubierto con un paño.

—En la época en que éramos jóvenes… —susurró. Sus labios rozaban el dibujo del mapa grabado, que tantas veces había señalado el índice del emperador—. Solo de joven es posible inventar sueños como este.

Presionaba la piedra con la frente. Sabía perfectamente que de esos sueños no quedaba nada. En ese momento él solo lo percibía; millones de hombres aún no lo sabían. De repente notó como si unos dedos le agarraran con fuerza el corazón y sintió un intenso dolor. Un hormigueo le corrió por el brazo izquierdo. Se quedó sin respiración. El dolor disminuyó.

—Vámonos —dijo sin volverse.

Así pues, el hombre que bajo Tiberio había acabado en la cárcel por haber manifestado la esperanza de ver a Cayo César reinar, el hombre que había sido considerado un borracho, un jugador irresponsable, un holgón, en esos momentos no temió mostrarse públicamente como el único amigo del emperador caído. Transportó los cuerpos en la oscuridad de los Jardines Vaticanos hasta el altísimo obelisco, ante el cual hizo levantar para los tres juntos la pira fúnebre, y veló en silencio la hoguera en la ventosa noche de enero. «El poder es un tigre, solo sobre una roca…», pensó, mirando el fuego. La hoguera ardía deprisa con aquel viento; trozos de leña chamuscada se esparcían alrededor.

En la oscuridad de la misma noche, las cohortes despejaron y vigilaron la Curia, y en cuanto salió el sol de la nueva mañana los senadores tomaron asiento y las dos antiguas facciones se enfrentaron por enésima vez.

El senador Saturnino exaltó a Casio Quereas como el nuevo Bruto y sus aliados lo declararon inmediatamente «restaurador de la libertad». Mientras Quereas vivía imprudentemente su hora de gloria, Saturnino propuso recuperar el antiguo poder senatorial, refundar la República y dar muerte a todos los supervivientes de la familia Julia Claudia.

—¡Su recuerdo debe desaparecer incluso de las piedras! —afirmó.

Nada más ser pronunciado este grito, que en el futuro muchos imitarían, algunos voluntariosos empezaron a derribar estatuas o saquear templos y edificios. Pero, para sorpresa de los demás conjurados, Marco Vanicio y sobre todo el poderoso Valerio Asiático, en lugar de hacer un elogio de la libertad, proclamaron de repente que esta, sin un guía fuerte, era anarquía y guerra civil.

Asiático evocó todos los antiguos desastres:

—Acordaos de Pompeyo, de Marco Antonio, de sus hombres armados por las calles de Roma…

Y, con impúdica impaciencia, Marco Vanicio presentó su propia candidatura al imperio.

Los populares estaban aterrorizados y destrozados. No obstante, tras una angustiosa consulta encontraron el nombre de un noble candidato: el viejo soldado Servio Sulpicio Galba, que esos días se encontraba en Roma.

Cuando, meses antes, el joven emperador y él se habían encontrado a orillas del Rin, nadie habría podido leer en un horóscopo celeste, ni oír del oráculo de un templo, que muy pronto matarían el emperador y que los senadores, para granjearse la simpatía de las legiones, ofrecerían el imperio a Servio Galba.

Pero Galba rechazó una conquista tan vil del imperio.

—Roma no se gobierna asesinando —contestó.

Era, en efecto, insoportablemente honrado y rudo para los tiempos que se avecinaban. Le ofrecerían el imperio por segunda vez durante la anarquía que siguió a la muerte de Nerón y entonces, fatalmente, aceptaría. Unos meses más tarde también lo asesinarían a él, por su espartana dureza, en una calle de Roma.

Los seiscientos senadores —como muchas asambleas de los siglos futuros— estuvieron dos días sin conseguir ponerse de acuerdo. Entonces, según los acuerdos secretos con Calixto, los pretorianos reaccionaron. Sus oficiales, dispuestos ya a dar un golpe de Estado militar, declararon que jamás aceptarían un emperador impuesto por otros. Querían elegirlo ellos, «puesto que, para defender el imperio, nos jugamos la vida».

Y cuando todos estuvieron suficientemente alarmados por aquella intervención («Roma está en sus manos», susurraban los senadores con la misma inquietud que la que había seguido a la muerte de Tiberio), el liberto Calixto, en un brillante movimiento táctico, puso sobre la mesa el nombre de Claudio, aquel pariente viejo y atemorizado que llevaba el nombre de la familia imperial pero no poseía el carácter de sus predecesores y, por lo tanto, podía, con su demostrada mediocridad, poner a todos de acuerdo.

Valerio Asiático, cuando vio con rabia aquel último y ya irreparable lanzamiento de dados, pronunció esta frase lapidaria: «Calmamos a los populares con un descendiente histórico y contentamos a los optimates con un imbécil». Lo dijo en el sentido ciceroniano: un personaje moralmente miserable y sin energía, eso era lo que de verdad hacía falta.

Mientras hablaba así, no sabía que, poquísimos años después, otro —e igualmente despreciable— complot lo condenaría a muerte a él. Le dejarían la posibilidad de suicidarse, y mientras parientes y amigos le sugerían, llorando, la indolora extenuación de la muerte por hambre, él, con su acostumbrada lucidez, «puesto que en Roma no existen dioses invisibles que prohíban a los hombres disponer, si no de su propia vida, al menos de su propia muerte», escogería cortarse las venas. Y con tal serena arrogancia que, antes de ese último gesto, saldría al jardín para examinar su pira funeraria y mandaría desplazarla, a fin de que el humo no dañara aquellos preciosos árboles.

Entretanto, una delegación mixta mayoría-oposición había ido a ver a Claudio; pero el anciano se había escondido muy bien y, en vista de que el tiempo corría peligrosamente y la asamblea podía incluso cambiar de idea, el preocupado Calixto lanzó a las cohortes pretorianas en su busca por todos los salones, los criptopórticos, las habitaciones, las termas y los sótanos de los palatia imperiales. Los pretorianos se precipitaron porque sabían lo que perderían si no lo encontraban. Y la suerte del imperio romano se decidió porque un mílite que registraba maldiciendo el pabellón de servicio de las terrazas de la antigua Domus Tiberiana, vio asomar un par de zapatos por debajo de una cortina.

El viejo, que estaba escondido detrás, creía que habían ido para matarlo y suplicaba, tartamudeando, que le perdonaran la vida, mientras su descubridor se esforzaba en explicarle que, por el contrario, lo esperaba el imperio. Acudieron sus conmilitones y lo sacaron de allí; y todos los pretorianos, debidamente dirigidos, lo aclamaron emperador.

Claudio, aconsejado con prontitud por Calixto, se los ganó definitivamente regalando a cada uno de ellos una elevada suma de las arcas imperiales, que según Saturnino había vaciado Cayo César. El Senado se plegó y eligió dócilmente a Claudio sobre los escudos de los pretorianos.

—Con este regateo se ha puesto fin a una guerra —dijo con resignación un senador.

—Mejor así que con las armas —se consolaron otros.

Alguien, más reflexivo, opinó:

—Hemos perdido todos.

De hecho, desde los tiempos de Julio César, aquella guerra entre poder senatorial y poder imperial había durado casi un siglo. Y en medio de delitos, revueltas, represiones y conspiraciones, había transformado Roma de una rígida república a una magnífica monarquía imperial. Pero el imperio se había convertido en una herencia militar; el Senado había quedado reducido a un órgano consultivo, una academia cuyos miembros exaltaban, impotentes, los antiguos orgullos patricios.

—Yo he mantenido mis promesas —declaró Calixto en el tono de quien reclama el pago de un préstamo.

De hecho, durante todo el reinado de Claudio conservó e incrementó con tranquilidad riquezas e influencia. Nadie tuvo interés en recordarle su antigua camaradería con el difunto Cayo César, e incluso logró no figurar en la historia, porque los historiadores omitieron su indigna biografía: se mirara como se mirase, era vergonzoso que un emperador romano debiera su imperio a un ex esclavo.

Pero el Poder, que se había servido violentamente de hábiles ejecutores materiales, decidió con prudente cinismo que dejar vivir a los regicidas significaba construir un pésimo ejemplo para el futuro. Y puesto que —pese a las numerosas matanzas de la historia romana— hasta entonces nunca se había visto que, en los sagrados palatia de Augusto y con la connivencia del noble Senado, se degollase a una mujer embarazada y se matara a una niña de trece meses, Casio Quereas, Julio Lupo «y otros», exaltados el día antes como restauradores de la libertad, fueron condenados con toda la dureza del ius romano contra los regicidas: flagelación y muerte en la cruz.

Mientras sus cómplices estaban conmocionados por la atroz sentencia y la increíble agonía que comportaba, Quereas no manifestó reacción alguna, como tampoco la había manifestado las decenas de veces que se le había ordenado matar, y pidió bruscamente al exactor supplicii, el oficial encargado de las ejecuciones —quien con ojo técnico ya sopesaba la dificultad de levantar aquel pesado cuerpo con las muñecas clavadas al patibulum—, que se diera prisa.

—Sin lamentaciones —dijo—. Me disgusta vivir a las órdenes de estos nuevos patrones.

El exactor lo complació en la medida de lo posible en tan espeluznante tipo de muerte. Y él murió sin que le arrancasen un gemido.

Claudio, en un acceso de dignidad, prohibió que aquel sanguinario vigésimo cuarto día de enero fuese considerado día festivo. En cuanto a lo demás, se sometió por completo a los optimates y, sin alterarse, ordenó destruir cuanto podía turbar el nuevo régimen y recordar desagradablemente el antiguo.

—De Egipto me encargo yo —anunció despiadadamente Sextio Saturnino, tras lo cual enumeró las obras que había que abandonar en las arenas del desierto.

En vano habían visto siete años antes los sacerdotes egipcios renacer de las cenizas, después de cinco siglos, al mítico Fénix.

Mucho polvo cubrió también en Roma las nuevas ruinas. Delante del pórtico del templo isíaco, furiosamente incendiado entre el griterío de una muchedumbre supersticiosa, con sus ornamentos de turquesas y de marfil, sus estatuas de cuarzo, granito y diorita y sus frágiles papiros, Valerio Asiático observó con cáustico fastidio.

—Destruir los monumentos del enemigo debe de ser un placer más intenso que comprarse una virgen de Bitinia, pero yo soy demasiado viejo para atreverme a comparar.

En el primer año de su imperio, el joven Cayo César se había arriesgado a decir: «Los hombres se lamentan de los pequeños esfuerzos materiales, pero para hacer realidad un sueño nuevo, sobre todo si parece inalcanzable, son capaces de ir hasta el fin del mundo». Los vencedores se acordaron y, sobre las serenas aguas del lacus Nemorensis, las naves de mármol que flotaban ligeras fueron asaltadas de improviso por dos cohortes pretorianas con inesperadas herramientas de trabajo.

—Daos prisa —gritó desde lo alto de su caballo el tribuno que dirigía la operación—. Antes de que oscurezca no debe quedar nada.

Con violencia profesional, los pretorianos saltaron a bordo de las naves. La escasa gente de los campos circundantes que había visto bajar al lago a aquellos fragorosos jinetes se quedó aterrorizada mirando. Los pretorianos arremetieron contra los atónitos sacerdotes, que, dudando entre suplicar o intentar defenderse, se habían refugiado en el jem, los arrastraron por el puente, los acuchillaron, los arrojaron al agua agonizando o muertos y, mientras los cuerpos flotaban con sus blancas vestiduras, empezaron a tirar al lago, sin orden ni concierto, vasos, arpas, sistros y estatuas que el agua engulló de inmediato.

La gente que miraba huyó y se dispersó por los bosques, preguntándose el porqué de aquella devastación.

—¡Han matado al emperador! —anunció alguien.

Los pretorianos cortaron las amarras de las anclas; tirando de los cabos, acercaron las naves a la orilla y cogieron todo lo que podían llevarse, hasta las tejas de bronce.

Con violencia jadeante, en la que se mezclaban miedos supersticiosos, el tribuno gritó:

—¡Ahora hundid esas carcasas embrujadas hasta el fondo! ¡Que no quede nada flotando! ¡Es una orden imperial!

Los hombres tenían más prisa que él; furiosamente, jadeando a causa del tremendo esfuerzo y de los pensamientos siniestros que los atormentaban, volcaron en las sentinas carretadas de piedras y de arena, rajaron y desfondaron las quillas a hachazos. Por último, echaron al agua las herramientas contaminadas por el maleficio y saltaron a tierra con alivio.

Agazapados entre los arbustos de las colinas que rodeaban el lago, campesinos y pastores, que conservarían el recuerdo durante generaciones, miraban en silencio. A pesar de las brechas, el agua tardó muchas horas en inundar totalmente los sólidos cascos diseñados por el imaginativo Eutimio, y estos no empezaron a hundirse con elegante lentitud hasta el anochecer, mientras se llevaban de Miseno a Eutimio, encadenado, ante los ojos atónitos de sus hombres.

La Me-se-ket, con sus fuertes baos y sus larguísimos remos, se sumergió sin volcarse, y se la vio descender con un leve regolfo, como una sombra cada vez más oscura en el agua.

La Ma-ne-yet, la nave de oro, en cambio, mientras el agua comenzaba a correr sobre su puente sin remos ni velas, tembló y, al tiempo que el jem, con las puertas derribadas, se venía abajo entre una masa de escombros, se hundió por la proa.

La ola producida por el naufragio rompió contra la orilla. Luego, las aguas silenciosas y el fango sin corrientes se cerraron sobre las naves del emperador durante mil novecientos años.