VI

La estancia secreta

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… el poder es un tigre…

Las fiebres

—No arriesgué la vida, delante de las narices de Tiberio, para pedir audiencia a ese muchacho a través de los esclavos egipcios —dijo Sertorio Macro, furioso, a sus hombres más fieles.

Había soñado con un poder mayor que el arrebatado a Elio Sejano, pero ahora su influencia sobre el emperador disminuía a ojos vista y la capacidad de chantaje de las cohortes pretorianas era cada vez más superflua. Y su mujer, Enia, no paraba de lamentarse:

—Después de todo lo que hemos hecho, ya no cuento nada…

—¡El emperador necesita una emperatriz, no una puta! —acabó por replicar. Y añadió que ni siquiera había sido capaz de hacer bien eso, pues el emperador pasaba por delante de ella como por delante de una pared.

Todavía más irritado, y de forma harto visible, estaba el ya muy influyente senador Junio Silano, suegro imperial durante apenas dieciocho meses, que se sentía transformado de día en día en un intruso y asediado por el escarnio de los adversarios. Cada vez con más frecuencia —él que solo era ya el impotente portavoz de los preocupados optimates—, sus consejos eran desoídos por el emperador. «He tenido que tomar otra decisión», le decía, sonriendo. El emperador, por su parte, lo veía como un antiguo siervo de Tiberio, quizá un cómplice, e instintivamente lo odiaba.

También vivía días inquietantes la soberbia estirpe de los Pisones, los herederos de Cneo Calpurnio Pisón. «Los expertos en venenos», susurraba la gente al verlos pasar. Y si el pueblo no lo olvidaba, todavía había menos esperanzas de que lo olvidase el emperador.

De modo que cuando, a finales de aquel primer prodigioso año, Cayo César cayó repentinamente enfermo —y era la primera vez en su vida— de unas «fiebres» que los médicos no conseguían identificar, todos estos estuvieron pendientes de su enfermedad, porque, si él moría, el juego del poder volvía a abrirse.

Pero él se recuperó de la fiebre y al abrir los ojos vio a su lado, pálida por la preocupación, a su queridísima hermana Drusila, que, liberada del odioso matrimonio con Casio Longino, se había casado por amor con un descendiente de los Lépidos, familia de triunviros. Drusila era frágil, no tenía aún veinte años.

—He soñado —le dijo él— que eras reina de Egipto conmigo, como era costumbre entre los phar-haoui. Te había dado el uraeus imperial.

Los médicos oyeron las confusas palabras y después alguno las repitió fuera de la habitación. Él dijo que tenía sed, bebió y se durmió. Los médicos dijeron que sus medicamentos lo habían salvado y los fratres arvales dieron gracias a los dioses. Pero las palabras susurradas por el emperador se difundieron entre los optimates, quienes se apresuraron a recordar las escandalosas costumbres nupciales de aquellos antiguos soberanos.

—Se cree un faraón. Cleopatra también estaba casada con su hermanastro Tolomeo, que tenía doce años, ¿os acordáis?

Al día siguiente, mientras el pueblo de Roma celebraba la curación y el grupo de los conspiradores se encerraba en una amarga desilusión, Calixto se acercó al lecho del emperador y le preguntó en voz baja si estaba lo bastante fuerte para escuchar.

Él, aunque sorprendido, respondió que sí, y Calixto le dijo, con despiadada rapidez, que Junio Silano, «tu inconsolable ex suegro», junto al nieto y heredero de Calpurnio Pisón, «que lleva el mismo nombre execrable que el asesino de tu padre y ha heredado su escaño senatorial y sus riquezas», se habían informado todos los días sobre sus fiebres, «pero sin esperar que te curases». El emperador guardaba silencio, sus ojos claros destacaban en el delgado rostro. Mientras los médicos, inquietos, urgían a Calixto a salir desde el otro lado de la puerta, este murmuró:

—Perdóname por hablarte así en estos momentos, pero es preciso que estés al corriente. Estos días…

El emperador se preguntó cuántos días habían sido, porque él no lo recordaba y todavía no se lo había dicho nadie.

—Pisón y Silano —anunció Calixto— se han reunido en secreto con Sertorio Macro.

Hizo una pausa para ver si lo había entendido bien.

Con la cabeza hundida en las almohadas, el emperador escuchó en silencio. Parecía un chismorreo, pero la asociación de aquellos tres nombres lo atravesó como una cuchillada. «Calixto nunca me ha dado una noticia que me haya hecho feliz —pensó. La alarma se extendía por su interior, era un silbido cada vez más intenso—. Pero tiene razón. Sertorio Macro es experto en intrigas». Después se dijo que eran sospechas absurdas. El silbido se apaciguó, aunque no del todo. Se guardó esos pensamientos para sí y murmuró que quería descansar. El arquíatra imperial abrió la puerta e intimó a Calixto a salir.

Con los ojos entornados, muy débil todavía, el emperador miró a Calixto alejarse: si aquel antiguo esclavo podía ahora recorrer los palacios de Augusto y entrar en la habitación del emperador, era precisamente gracias a Sertorio Macro. «¿Por qué lo acusa?». ¿Qué había sucedido durante los días negros de su fiebre? Para calmarse, se dijo que las enormes ambiciones de Calixto no admitían rivales. No obstante, la alarma aumentaba: Macro era el hombre en cuyas manos estaba literalmente su vida. Eran pensamientos insoportables y el emperador los apartó de su mente. Mientras se sumía en la somnolencia, tuvo tiempo de decirse que había espías e informadores para enterarse de la verdad. Y él tomaría medidas. La breve frase de Calixto cayó en un rincón de la memoria. Calixto no volvió a hablar del asunto.

El emperador se recuperó con la rapidez de la juventud. Unos días después, examinando los despachos de Alejandría, Calixto dijo:

—Mira, Augusto.

Era una grave denuncia contra Arvilio Flaco, el hombre al que Tiberio había regalado el lucrativo cargo de prefecto en Egipto. El emperador no lo había destituido porque Junio Silano había sugerido no deshacerse demasiado deprisa de los hombres de Tiberio, darles alguna ambigua esperanza para mantenerlos tranquilos. «Todo el que sea apartado —había dicho— será un nuevo enemigo que pensará día y noche en perjudicarnos».

Arvilio vivía días suntuosos en la ciudad que había sido de Cleopatra; los amaneceres y los crepúsculos de enero eran luminosos y templados como solo pueden serlo en Egipto. Pero desde hacía meses él ya sabía que en Roma muy pronto alguien pediría audiencia al joven emperador.

—Arvilio ha cometido malversaciones escandalosas, ha provocado desórdenes y los ha sofocado con una crueldad tan estúpida que ha acabado por convertirlos en rebelión —dijo deprisa Calixto—. Mira, tu fiel Herodes, de Judea —añadió, cogiendo otro escrito—, lo confirma todo.

Esperó la respuesta del emperador ardiendo de impaciencia; su habitual palidez se había acentuado.

El emperador se preguntó qué ocultaba Calixto de su desconocido pasado, qué odios, qué venganzas juradas en secreto. Luego recordó las devastaciones de Sais, los campesinos sin trabajo arrastrándose por las calles de Alejandría.

Calixto pronunció entonces una de sus breves frases largamente pensadas:

—En Capri oí decir que el gobierno de Egipto le fue regalado a Arvilio después de que condenaran a tu madre.

El emperador no reaccionó. Había aprendido a guardarse los pensamientos, y se guardó también aquel todo el día. Por la noche se dijo: «Todavía no he hecho uso de todos los poderes que el Senado me dio». Augusto había dictado para sí mismo —y utilizado con despiadada prudencia, aunque casi siempre en secreto— esa durísima ley que «por la seguridad del imperio» le permitía detener, juzgar, modificar las sentencias de otros, condenar a muerte. Tiberio había administrado esos poderes con creciente crueldad y Roma los había padecido con odio. El joven emperador se dijo con cierto abatimiento: «Empuñar el arma de esa ley es adentrarse en un camino sin retorno». Pero al final se decidió: «Es necesario». Ordenó en secreto que Arvilio Flaco fuese conducido a Roma. Y esperó.

Arvilio Flaco llegó, destrozado por el larguísimo viaje realizado por mar y tierra como prisionero, al igual que Agripina y Nerón habían viajado a las islas donde los habían relegado. Los viejos recuerdos despertaron en los senadores, como un terremoto en el sueño. Al igual que en los tiempos de Tiberio, se vieron de una hora para otra convocados en supremo tribunal. Y mientras que los populares comentaban con odio: «¡Por fin!», la alarma dejó helados a los optimates: en aquel joven emperador de ojos verdes, cabello bien peinado y hermosa voz, además de la inocua fascinación de la juventud se movía algo más.

En cuanto al emperador, la noche antes del proceso volvió a tener insomnio: caer profundamente dormido, despertarse esperando que sea de día, descubrir irremediablemente que todavía es noche profunda. Comprendió que solo esperaba ver cara a cara a uno de los responsables de la muerte de su madre.

Arvilio entró en aquella Curia solemne, brillante de mármoles y repleta de senadores inmóviles, que intimidaba hasta hacer balbucir a los embajadores amigos y acobardaba a los otros. Al ver al emperador, vaciló. Este, por su parte, después de haber pasado la noche sin dormir, veía a un sexagenario medio calvo, de piel malsana y rugosa y mirada huidiza. «Desconfía de quien, cuando te habla, mira hacia un lado», había dicho su padre. Los senadores estaban sentados y guardaban un silencio tenso; era el primer proceso después de la muerte de Tiberio. No era una siniestra persecución política, sino un juicio por acusaciones de mala administración y violencia; y sin embargo, la sala se llenaba de horribles recuerdos.

Desde el comienzo del interrogatorio, el emperador vio que el despiadado Arvilio era vil, implorante y mentiroso. «Un hombre así —pensó con furor— tuvo en sus manos la vida de una mujer como aquella». A buen seguro, de aquel proceso sabía bastante más que él.

Pensamientos de venganza cundían entre los populares; entre los optimates, en cambio, se extendía el miedo de que Arvilio hablara del pasado. Por eso, todos de consuno y con la máxima rapidez que permitían los procedimientos, lo declararon culpable. Algunos fueron a consultar con el emperador el alcance de la pena, y él impetuosamente declaró:

—No quiero muertos.

Los senadores, recordando la inhumana frialdad de Tiberio, se sorprendieron, pero, bien por compasión por el condenado o bien por secreta connivencia, obedecieron y condenaron a Arvilio a que le fueran confiscados sus bienes y a ser relegado a una isla de las Cícladas, en el Egeo, la siniestramente célebre Giaros.

—¡Vaya! —dijo Calixto—. Tenemos la suerte de capturar a una serpiente y, en vez de aplastarle la cabeza, la dejamos en libertad al fondo del jardín.

Pero Arvilio, al oír la condena, se desesperó y lloró indecorosamente en público. Entonces, Marco Emilio Lépido —el hombre con el que Drusila, enamorada, había querido casarse, el nieto de aquel Marco Lépido en cuya casa Julio César había cenado la noche antes de que lo mataran— rogó de improviso al emperador, recordando precisamente la dureza de la relegación, que enviara al condenado a un lugar menos aislado y salvaje.

«¿Por qué lo protege Lépido?», pensó el emperador con una momentánea desconfianza. Sin embargo, se acordó de cuando había visto partir para Giaros, a morir allí, al tribuno Cretico, fiel compañero de su padre en Siria, y ordenó que la remota Giaros fuese cambiada por la mucho más clemente isla de Andros. Los senadores ensalzaron su clemencia y le obedecieron.

«Cede fácilmente a la piedad», reflexionó alguien. Y para el senador Junio Silano, para los Pisón, para Sertorio Macro, que —aterrorizados al ver emerger su embrionario complot— habían seguido el proceso como se mira un río en plena crecida, temiendo que rompa los diques, aquel resquicio de docilidad, aquel sentimental retorno a las decisiones racionales, muy distinto de la siniestra inexorabilidad de Tiberio, fue como haber descubierto una grieta en una pared.

En cuanto al emperador, se guardó sus pensamientos para sí. Le dijo a Calixto una sola palabra, plenamente consciente de lo que desencadenaría en aquel pálido griego:

—Vigílalos.

Después aparentó haberlo olvidado todo, pues Eutimio, el constructor de naves, y el arquitecto egipcio Imhotep le anunciaron que en una piscina de los jardines imperiales flotaban los modelos, a escala, de la Ma-ne-yet y la Me-se-ket, las dos misteriosas naves egipcias, y que si él daba su aprobación al día siguiente comenzarían a trabajar a orillas del lacus Nemorensis.

—Quiero verlas inmediatamente —contestó él, y bajó a su paso veloz de muchacho mientras los otros dos se apresuraban a seguirlo, el anciano Imhotep emocionado y ansioso, y Eutimio, bronceado por el mar de Miseno, con una sonrisa pícara, como si estuviera preparando una broma. Al fondo del camino, entre las plantas, el sol iluminaba algo que le respondía con reflejos de oro. Mientras el emperador se acercaba, el resplandor era por momentos cegador, pues Eutimio había estudiado bien la colocación y la hora.

Ante el estanque de las flores acuáticas que Augusto había traído de Egipto, Eutimio dijo con un gesto triunfal, como si señalara una ciudad conquistada:

—Augusto, mira: dos naves con casco de madera, sobre cuyo puente se alzan edificios de mármol y que flotan ligeras. Mira. —Con un dedo, movió el gran timón situado en la popa de la nave sin remos y sin velas; la proa se volvió lentamente hacia el emperador—. Me faltan los remeros —añadió, riendo—. Tengo que hacerlo yo. —Y con la palma de la mano, empujó la segunda nave hasta que la proa tocó la popa de la primera. Las dos embarcaciones se convirtieron en un solo edificio que flotaba y resplandecía.

—Nunca se había concebido nada semejante —dijo el emperador. Y el corazón le sugirió que, más allá del poder y de la gloria, una empresa así bastaba para dar fama a un hombre—. Gracias.

Antes del anochecer, toda Roma hablaba de las naves de oro de los jardines imperiales. Sin embargo, la poderosa casta de los sacerdotes públicos, los Quattuor Amplissima Collegia, el preeminen te Collegium Pontificum, los augures que predecían el futuro basándose en el vuelo y el canto de los pájaros, los Quindecemviri Sacris Faciundis, que consultaban los antiquísimos Libros Sibilinos en los momentos desesperados —todos los cuales ya habían visto con malos ojos el enigmático y competidor templo isíaco en el Campo de Marte— dijeron que en Roma estaban sucediendo cosas extrañas: «Una magia egipcia mantiene a flote sobre el agua naves de mármol».

La alarma era todavía mayor porque el joven emperador no se interesaba mucho por los ritos religiosos romanos, a los que Augusto, en cambio, había contribuido con grandiosas ceremonias y generosas donaciones.

—El emperador se parece a Julio César, que no ofrecía ni mandaba ofrecer sacrificios a los dioses —dijo con reprobación un viejo sacerdote—. También él, cuando volvió de Egipto después de aquella historia con Cleopatra, dio muestras de que su mente había sufrido un siniestro cambio.

Después se supo que en las colinas del otro lado de Aricia, a orillas de aquel lago que descansaba peligrosamente sobre un volcán dormido, había comenzado una misteriosa y magna obra de construcción. Llegaban maestros de hacha de las montañas del interior, y carpinteros de Miseno, de Tarento, incluso de Alejandría; descargaban vigas centenarias, enormes fustes de columna, montañas de tejas. Y no se permitía a nadie bajar al lago. Sin embargo, subiendo a la ladera del monte, escondiéndose entre los troncos para no ser visto por los centinelas, se veía el nutrido campamento de aquella gente extranjera. Trabajaban duro desde el alba hasta la noche, con grandes hogueras. Habían levantado dos gigantescas estructuras de madera en la orilla, y continuaban trabajando.

Hasta que, una mañana, los pastores de Aricia y de Lanuvio bajaron anunciando a gritos que las dos gigantescas estructuras estaban en el agua y flotaban, y que eran dos naves. Y que aquel partenopeo llamado Eutimio, que molestaba a todas las muchachas, había ido a las cantinas a comprar vino para su gente.

Invitación al Palatino

Poco después, el senador Calpurnio Pisón, «el nieto del envenenador», decidió a sus cincuenta años volver a casarse con una mujer joven, célebre por sus admirables formas («un cuerpo que para muchos no tiene secretos», susurró con pérfida sensualidad Calixto) y que, por su parte, salía de un apresurado divorcio.

El grandioso patrimonio de los Pisones en los tiempos del antiguo proceso había sido salvado por la Noverca, como toda Roma repetía. Por eso se anunciaron fastuosos festejos a los que asistirían todos los optimates, cosa que a los populares les pareció un insolente desafío político. Un informador reveló a Calixto dónde continuaba reuniéndose Calpurnio Pisón, demasiado a menudo, con el senador Junio Silano y el airado prefecto Sertorio Macro para mantener insidiosas conversaciones.

«Es intolerable tener que saludar como Augusto a un muchacho de veintiséis años», había dicho Calpurnio con altanería. Y otros habían insinuado que el «muchacho» no era muy prudente: «Se mueve con una pequeña escolta, le gusta cabalgar por el campo…».

El emperador recordó el palacio de Antioquía el día que se oyó salir la voz de su padre de las habitaciones interiores, mientras el senador demasiado amigo de Tiberio subía pesadamente la escalera. La vieja horrible historia se repetía. La única persona en toda Roma con la que habría podido hablar sobre esa peligrosa intriga era la anciana Antonia. Pero Antonia se había marchado. Una noche había dicho: «La suerte ha sido benigna conmigo. Preferiría que todo terminase ahora. No quisiera alargar la vida al precio del dolor». Por la mañana la habían encontrado durmiendo apaciblemente en su impecable cama, con una sonrisa, y no se habían decidido a llamarla. Luego, una de sus fieles esclavas le había tocado una mano y había susurrado, perpleja: «Está helada…».

El emperador experimentaba ahora una angustia desproporcionada, una desazonadora sensación de soledad, un deseo de venganza absolutamente incontrolable. Sin embargo, pasó por alto el venenoso relato de Calixto, reflexionó y finalmente, maravillando por igual a populares y optimates, invitó a Calpurnio Pisón y a su esposa al Palatino. La nobleza, el poder y el peligro potencial de aquella siniestra familia eran tales que la invitación pareció una señal de paz tras la antigua tragedia, o quizá un indicio de temores secretos.

La deseable esposa se llamaba Livia Orestila, y en cuanto apareció en el umbral del triclinio imperial, deslumbrante con sus joyas sobre la sedosa piel, las miradas de todos los hombres más importantes de Roma —con gran variedad de fantasías secretas— recayeron sobre ella. Entró el emperador, avanzó entre los invitados, que le abrían paso, se acercó a la mujer y le habló en voz baja. Le dijo que su belleza merecería elevarla al imperio.

En una república de patricios como era Roma, aquella mujer, casada con un descendiente de los Pisones, estaba vinculada por su parte con la estirpe de los Cornelios, con la antigua, austera y célebre matrona que, invitada a mostrar sus joyas, había señalado a su numerosa prole. Sin embargo, pese a sus severos recuerdos atávicos, la mente de Orestila fue atrapada por las halagadoras palabras imperiales. Él contempló su espléndido escote y, jugando con el excesivamente noble recuerdo de la antepasada, añadió que sobre ella las joyas sobraban: se limitaban a cubrir lo que todo hombre deseaba ver. Ella rio, y el sonido se oyó en toda la sala. También rieron los más próximos, pero Calpurnio Pisón no reaccionó, como si no viera nada.

El emperador invitó a la mujer a sentarse a su lado y los invitados enseguida se dieron cuenta de que estaba sucediendo algo irremediable. «Ha corrido demasiado vino», murmuraron. Había que distraer al emperador. Pero el emperador no parecía haber bebido; siempre bebía poco. En cambio, se hubiera dicho que estaba obstinadamente atrapado por la belleza de la mujer, y ella, ante los ojos de su esposo y de los invitados, no intentaba ni mucho menos evitarlo.

Mientras Calpurnio Pisón, tendido en silencio entre un grupo de amigos, clavaba una mirada inexpresiva en ellos, Calixto («ese griego tan pálido», decían muchos, exasperados) se acercó a ellos riendo y, ofreciéndoles de beber, comentó que aquella mujer le gustaba mucho al emperador.

—Todos rebosan vino —susurró alguien.

Calpurnio Pisón no decía nada, miraba al emperador de lejos, con una expresión de duda y de cobardía en los ojos: quizá por un momento lo había considerado un depravado, atraído sin control por su sensual esposa. Sin embargo, otros estaban recordando que en el pasado del joven emperador —que, mientras tanto, rozaba en público con dos dedos, muy despacio, el desbordante escote de Orestila— pesaba una espeluznante serie de muertos jóvenes, despiadadamente asesinados. Y veían a Calixto —un liberto imperial y en consecuencia muy poderoso, pero aun así alguien que había sido esclavo— hablar con insolencia burlona, aunque en un griego exquisito, a un hombre que pertenecía a una de las principales familias de la República. Y este escuchaba y callaba.

—¿Te acuerdas —preguntó Calixto— de cuando el divino Augusto puso los ojos en la legítima y noble esposa del senador Claudio, la divina Livia, y se la llevó a casa ya embarazada? —Instintivamente, sus vecinos fingían no oír, pues desde hacía años, y hasta la desaparición de Tiberio, pronunciar palabras de ese tenor habría significado la muerte—. Augusto incluso consultó a los sacerdotes acerca de aquel apresurado enlace, y ellos no encontraron nada que objetar, ¿te acuerdas? —Jugueteaba con la copa de vino. Su risa estaba envenenada por el odio y, consciente de su impunidad, se convertía en desprecio—. Así que se pusieron de acuerdo los tres, Augusto, Livia y el senador Claudio, que también fue invitado a la boda…

Alguien, como desahogo o por estupidez, soltó una carcajada.

Pero inmediatamente después aquellos nombres, pronunciados en un discurso vulgar, incrementaron la angustia: no era el vino lo que hacía hablar a Calixto. En el fondo de la sala, el tímido Helikon estaba muerto de miedo. Entretanto, el emperador, rodeado de la servil distracción de los cortesanos, había entablado con la mujer una conversación persuasivamente licenciosa tan cerca de su escote que notaba su respiración, mientras ella reía sin recato. Pero, al mismo tiempo, más allá de los cabellos bien peinados y perfumados de ella, el emperador veía a Calpurnio Pisón, el heredero de una estirpe que había soñado con sostener al imperio, el cual permanecía realmente demasiado inmóvil ante las insultantes palabras del antiguo esclavo: desde una distancia de veinte años, a su mente también había acudido el recuerdo de aquel envenenamiento en Siria.

Y el pensamiento se extendía por la sala, se transmitía de un cerebro a otro, interrumpía las conversaciones, hacía abandonar las copas de vino y, lo más alarmante de todo, hacía inmovilizarse a los augustianos que, con sus ligeras armaduras de gala, estaban de servicio al fondo de la sala. Era el comienzo de una partida mortal, y todos se dieron cuenta.

Los parientes del esposo, un grupo de senadores, tras haber dudado entre reaccionar o no de algún modo, guardaban un cauto silencio. Sus semblantes decían que había sido una catástrofe dejar el imperio en manos del hijo de Germánico, una locura haber creído que el joven iba a ser un maleable e inexperto ejecutor de la política senatorial, «porque, después de todo, cuando mataron a su padre no era más que un niño», había dicho irreflexivamente alguien.

La fiesta se enfriaba; poco a poco callaron los instrumentos, los bailarines se marcharon sin hacer ruido. Sertorio Macro se levantó pesadamente, se deslizó junto a la pared, habló con algunos de sus oficiales.

Tan solo, necia e impúdica, la bellísima esposa miraba al emperador, lo invitaba, loca de felicidad. Él le preguntó, en un susurro que muchos oyeron, qué podía esperarse de la cama de un viejo como Calpurnio Pisón. Necesitaba un vigoroso muchacho, dijo riendo.

—Lenguaje cuartelario —murmuró un senador de antigua familia—. Se nota que creció entre legionarios.

Pero enseguida se calló, al recordar que había sido Calpurnio Pisón quien había llamado irónicamente «muchacho» al emperador.

Mientras tanto, el emperador llevaba el juego hasta el final. Dijo a Orestila que la quería inmediatamente; no dormiría esa noche sin ella. Y quería que se casaran. Calpurnio Pisón se levantó instintivamente, se ajustó despacio el traje y volvió a tenderse sin mirar a nadie. El senador Junio Silano, el ex suegro que había perdido el poder, estaba a su lado y, sin volver la cabeza, le puso una mano sobre el brazo.

En ese momento entró una procesión de sirvientes cargados con bandejas de aves exóticas decoradas con sus plumas, como si estuvieran vivas. Calixto acudió a su encuentro, cogió una larguísima pluma de faisán, fingió olerla y dijo, antes de ordenar que presentaran aquella bandeja a Calpurnio Pisón:

—Aquí no hay veneno.

Calpurnio miró a Calixto y dejó que pusieran la bandeja delante de él sin hacer nada. El emperador se levantó sonriendo y, con un ademán, indicó a los invitados que se quedasen donde estaban. Luego, con la misma sonrisa, cogió a Livia Orestila por la cintura y la invitó a acompañarlo. Ella lo hizo sin dirigir una sola mirada atrás, y juntos salieron de la sala.

Al día siguiente, Calixto encontró la manera de hacer saber a toda Roma que «el emperador se llevó a la mujer que la noble familia de los Pisones se disponía a recibir como esposa igual que un legionario habría escogido una puta del burdel del castrum; y ella, como una auténtica y experta puta —subrayó—, lo siguió y, mientras todavía estaban atravesando las salas donde se celebraba la fiesta, empezó, con triunfal exhibicionismo, a dejar resbalar el vestido por los hombros, y todos vieron el esplendor de sus pechos; hasta que el emperador se la llevó semidesnuda a una habitación, despidió a todos y cerró la puerta».

Pero algunos historiadores escribieron también una ponzoñosa conclusión de la historia: una semana más tarde, el emperador ordenó que la mujer se marchara del palacio, e hizo que le dijeran que se conformara, porque pasaría a la historia no como la viuda del último de los Pisones, sino como la segunda, aunque insatisfactoria, mujer del emperador, con todos los beneficios correspondientes.

La bella Orestila regresó llorando a casa y contó a todos que se había plegado a la brutalidad imperial para salvar la vida de Calpurnio Pisón. Él la creyó o, indecorosamente, le pareció beneficioso fingir que la creía, pues de ese modo los dos se convertían en mártires.

Sin embargo, otros historiadores escribieron que el escarnio no escandalizó a nadie en Roma.

—La gente ríe —refirió el frío Calixto sin reír—. Mis siervos han escuchado los comentarios de la calle. Ríen los gladiadores y los militares, pronunciando las frases que puedes imaginar, Augusto. Los hombres te envidian. En los mercados, las mujeres dicen que con una como esa no podías hacer otra cosa.

En realidad, la muerte de Germánico había vuelto a la memoria de todos y, debido al odio generalizado contra los Pisones, la gente había saboreado con crueldad aquella trivial venganza sin sangre.

—Dicen que les gustaría ver si los Pisones se atreven a ir al Foro —añadió Calixto antes de decir a modo de conclusión, sin cambiar de expresión—: Algunos dicen que, llegados a este punto, no podrás dejar que Calpurnio Pisón siga vivo.

De hecho, Calpurnio Pisón y sus cómplices no habían vivido aquellos siete días —los siguientes a la humillante salida del triclinio imperial— solo con rabia. El emperador había demostrado sin tapujos que los recuerdos no estaban muertos y que, tras su bonita sonrisa juvenil, se ocultaban peligrosas aptitudes de proyección y disimulo. Y ellos se dieron cuenta de que sus vidas estaban en juego.

Poco después, Calixto anunció al emperador:

—Tengo que darte una noticia asombrosa, Augusto: Calpurnio Pisón y Junio Silano, tu inconsolable ex suegro, junto con Sertorio Macro, han recuperado a aquel estúpido muchacho, Gemelo, aquel al que Tiberio, después de haber perdido el juicio, había incluido en su testamento.

—Ese muchacho es tonto, ¿de qué puede hablar con esos dos? —objetó impulsivamente el emperador.

Y mientras decía esto, pensó que ese muchacho tonto era sobrino de Tiberio. El pensamiento se convirtió de inmediato en una tremenda sensación de alarma. El voto senatorial, que había anulado el testamento de Tiberio, había sido hábilmente dirigido por Sertorio Macro; y ahora Macro hablaba con Gemelo, el desheredado.

—Junio Silano —susurró Calixto, y su voz era idéntica a la que el emperador le había oído la primera vez, en el pórtico de Capri—, el viejo Silano quiere utilizar a Gemelo como anzuelo para atraer a los optimates, igual que planeó hacer contigo, de acuerdo con Macro, cuando te casaste con su hija.

El emperador se percató de que Calixto había hablado con total frialdad, como si le contase la historia de otro. Sin embargo, se trataba de su vida. «Macro no puede ser fiel a nadie», pensó. La alarma aumentó, se transformó en una sensación de muerte.

En aquellos pocos segundos, en su mente cambió todo, como cuando se produce un desprendimiento en el pico de un monte. No era verdad que el tiempo del terror hubiera terminado: poder moverse, caminar, descansar como cualquier ser humano libre. Su vida era un blanco. Sintió un acceso de furor, pero no por su vida física. «Yo tengo un proyecto que cambiará el imperio; y Macro, en cambio, tiene que pagarse las mujeres, beber sin moderación con los oficiales, cruzar Roma a caballo sabiendo que, al ver su sombra, todo el mundo es presa del terror».

—Macro está aquí fuera —susurró Calixto—. Quiere que lo recibas. Que yo esté hablando contigo ha despertado sus sospechas.

—Hazlo pasar —ordenó el emperador.

Calixto, que había percibido la dureza cortante de la voz, se dirigió hacia la puerta.

Sertorio Macro entró y, sin preámbulos, anunció con rabia:

—Te lo había dicho: hemos provocado demasiado a los senadores. Calpurnio Pisón, Silano y Gemelo están conspirando.

Mientras la sorpresa hacía palidecer a Calixto, el emperador se preguntó quién habría informado a Sertorio Macro sobre sus pesquisas secretas. Después se dijo que tenía tiempo para averiguarlo. Lo importante en ese momento era que Macro, gritando, acusaba a los otros para presentarse como ajeno al complot. De modo que prestó oídos a su furia fingida, mirándolo; y el desconcierto de sentirse traicionado estaba transformándose en la alegría despiadada de haberlo descubierto.

—Quizá tengas razón —contestó—. Trataremos de calmar a los senadores. En cuanto a esos tres, dame pruebas.

Las pruebas contra aquellos tres llegaron enseguida, llevadas por el servicial Calixto. Las órdenes de arresto fueron cursadas de inmediato.

—Pero Silano, que es viejo, que sea condenado a confinamiento en casa.

Los senadores, obedientes, iniciaron el proceso en una Roma estupefacta y dividida por fuertes emociones. Pero todos —siglos después se diría: desde la derecha hasta la izquierda— pronosticaron que aquellos tres no tenían esperanzas: su crimen era el más grave contemplado por las leyes romanas.

Según los historiadores, el emperador no acudió a la Curia para asistir al proceso. La facción de los populares aprovechó la ocasión y fue despiadada; y los optimates, ante la sorpresa general, se unieron a las acusaciones con el mismo rigor.

El clarividente Calixto comentó:

—Quieren demostrarnos que ninguno de ellos ha sido cómplice. Todavía inspiramos miedo —concluyó con alivio.

El orgulloso Junio Silano, en cuanto comprendió que la partida estaba perdida y su poder destruido, no esperó a oír el veredicto; se encerró en su habitación. Lo encontraron unas horas después de que se hubiera quitado la vida, y con sus propias manos, en silencio.

—Dicen que, pese a su edad, ha conseguido hacerlo con un solo gesto —refirió Calixto.

El emperador recordó el día que, siendo un adolescente, había escuchado los elogios de Silano por su refinada pronunciación griega, y era un recuerdo incómodo. Pero quizá Silano había decidido morir demasiado precipitadamente, porque el emperador sintió una profunda e inesperada angustia ante la idea de ratificar por primera vez sentencias capitales.

—El hijo de Germánico nunca pagará con la muerte a los descendientes del asesino de su padre —declaró.

Los senadores, sumisos, condenaron a Calpurnio Pisón al exilio. El único que no atrajo la compasión fue el joven Gemelo: por sus venas corría la sangre de Tiberio, y esa herencia era una promesa segura de otras conspiraciones. La condena a muerte fue, efectivamente, unánime.

—No lo salves, no puedes dejarlo vivo —insistió con más violencia que nadie Sertorio Macro.

Sin embargo, muchos también se preguntaron por qué el muchacho se había defendido tan mal. No sabían que alguien había bajado al calabozo subterráneo en el que se encontraba aterrorizado, desesperado, aterido de frío, para llevarle exquisita fruta y una manta, y al mismo tiempo le había susurrado que estaban trabajando para salvarlo. Y el muchacho había guardado un obstinado silencio hasta que la hoja del verdugo se abatió sobre su cuello.

Al día siguiente, Calixto cerró la puerta a su espalda y dijo al emperador en secreto:

—Mira esto, Augusto.

Al primer golpe de vista, el emperador reconoció la letra torpe y angulosa de Sertorio Macro. Aquel hombre astuto y casi analfabeto había dado absurdamente una orden por escrito a uno de sus oficiales: «Aconseja al muchacho que, por su bien, calle». El oficial había obedecido a Macro y después había entregado el escrito a Calixto.

—¿Lo ves? —dijo Calixto, inclinándose tan cerca del emperador que este notaba su respiración—. Macro ha hecho enviar a la muerte al joven Gemelo, porque así ese estúpido ya no puede revelar que los pretorianos lo habrían apoyado.

Calixto tenía razón, como siempre. Pero, para él, había sido una operación magistral: el joven sobrino de Tiberio había sido quitado de en medio; el peligroso Macro había dejado pruebas irrefutables en su contra; aquel oficial desconocido se había asegurado el futuro, pero se había atado a Calixto para siempre: se llamaba Casio Quereas.

Y ahora Calixto, mientras el emperador bajaba la vista hacia la hoja y luego la levantaba, controlando el efecto del descubrimiento, se apartó educadamente y declaró:

—Quien ha traicionado una vez, no puede evitar traicionar de nuevo.

Estaba de pie frente al emperador con una especie de hierático respeto, inflexible. Pero pensaba, triunfalmente, que el emperador estaba solo, que a su lado solo había quedado él. Dejó la hoja sobre la mesa.

El emperador dejó pasar unos días sin mencionar el asunto. El mensaje fue guardado en un bargueño. Pero poco después de que el sereno mes de mayo hubiera acabado el emperador hizo llamar al prefecto Macro y le preguntó si le gustaba Egipto. Mientras Macro, que vivía con el alma en vilo, pensaba lo que debía responder, el emperador le explicó con voz afectuosa que quería concederle el lucrativo, envidiado pero merecido cargo de prefecto de esa provincia augustal, con capital en la sublime Alejandría.

—Quiero ponerla en tus manos —dijo—. Debes poner orden allí, después de los desastres y los robos de Arvilio. —Desplegó su bonita sonrisa sin arrugas.

El alarmado Macro temió parecer ávido si aceptaba.

—Quítame esta preocupación —insistió el emperador.

Por la mente de Sertorio Macro pasó el recuerdo de Tiberio, que para destruir a Sejano le había encargado a él que le anunciara aquel falso nombramiento para ocupar el cargo de tribuno consular. Sintió frío en la espalda, pero el joven emperador sonreía. «Es un muchacho», pensó Macro, cegado por la codicia del inmenso poder.

El emperador le anunció que quería repartir el mando de las cohortes entre dos tribunos.

—Si no te tengo a ti —dijo con preocupación—, me parece un riesgo demasiado grande confiar tanta responsabilidad a un hombre solo. He pensado en dos fieles centuriones, Sabino y Casio Quereas, formados los dos en tu escuela. Además, Quereas —añadió sonriendo—, con esa fuerza física, tranquiliza a cualquiera. ¿Es verdad que un día le partió las vértebras a un toro con las manos, sin utilizar arma alguna?

—Sí —contestó enseguida Macro, riendo—. Estaba delante del altar de los sacrificios. El toro se rebeló y embistió al sacerdote. Fue cuestión de un instante: Quereas agarró al toro por los cuernos, le torció la cabeza, y el animal, babeando, cayó sobre las piedras.

El emperador también se echó a reír.

Las dudas desaparecieron de la mente de Macro, que consideraba a Sabino y Quereas totalmente fieles a él. Inmediatamente transmitió las consignas y dejó el mando. La riqueza y el poder a los que estaba a punto de acceder —un cargo, se decía en Roma, que hacía a un hombre semejante a los antiguos phar-haoui de Egipto— no le permitieron ver la mirada gélida del hercúleo Casio Quereas.

El emperador lo dejó disfrutar unas horas de la ilusión de triunfo. Luego, mientras su casa, en la que él ya estaba indefenso, se encontraba llena de amigos que lo felicitaban, ordenó rodearla de hombres armados.

—¿A él no le perdonas la vida? —preguntó, atento, Calixto.

—Es un militar —explicó despiadadamente el emperador, y su voz sonó distinta de todas las demás veces que lo habían oído hablar—. No es un patricio que se pasa las noches de juerga. Ha quebrantado el juramento. Todas las legiones del imperio lo sabrán: un militar que ha traicionado no puede vivir. Pero le concedo la posibilidad de suicidarse, si lo prefiere.

Entretanto, en la casa de Sertorio Macro, ante el desconcierto de familiares y amigos, el oficial encargado de la ejecución entregaba a Macro la hoja arrugada con su mensaje escrito en líneas torcidas y la condena a muerte.

Macro apenas echó un vistazo a su mensaje, lo imprescindible para reconocerlo, antes de leer lentamente —con la misma lentitud que escribía— su condena.

—Dile a quien te manda que a sus peores enemigos los ha dejado vivos —le dijo al oficial.

Este no contestó. Seguramente lo odiaba, porque le preguntó fríamente si debía esperar, para comprobar que se había quitado la vida, o llamar a los hombres que le pondrían las cadenas.

Macro se sentó con las piernas abiertas, levantó de la mesa todavía puesta una copa de vino y, mientras la sostenía con su fuerte mano sin que le temblara, dijo en tono irónico:

—Dame el tiempo necesario para vaciarla.

Los dioses habían jugado con él años atrás, en Alba Fucense, cuando, al ver la imponente y tosca estatua de Heracles sentado bebiendo, la había mandado colocar en el templo. Sertorio Macro se dijo que no volvería nunca más a la impracticable fortaleza de los Apeninos, a su querida Alba Fucense, al arx donde había soñado construir el más espléndido anfiteatro y había invertido el oro necesario para la magna obra. Pensó que se le recordaría eternamente por aquel impresionante edificio; no era una figurilla que alguien pudiese destrozar a martillazos. Bebió el vino de un trago, se levantó y dijo al oficial que no tendría que esperar mucho.

La «zothecula»

El emperador se había encerrado en el escritorio que había sido de Augusto. Él lo llamaba la zothecula: luz tenue, una entrada a la gran sala con columnas, otra que daba al peristilo, la posibilidad de entrar y salir sin ser visto. En las paredes, paneles enmarcados por elegantes estucos, con frescos serenos: cisnes, grifos, flores de loto. Una preciosa mesita, su silla, dos o tres escabeles, un lectulus, una especie de diván para descansar y leer, moda inventada por Marco Tulio Cicerón.

Pero en las cuatro paredes, nichos y ménsulas estaban sobrecargados de pequeños objetos preciosos. Soberanos derrotados, embajadores en busca de paz, notables locales y gobernadores de provincias peligrosas se esforzaban en escoger presentes —objetos de oro, piedras, esmalte, madera, marfil, mármol, cristal, mosaicos, camafeos, pinturas— que satisficieran su ya famoso espíritu coleccionista.

Fiel a las órdenes, el oficial encargado de la ejecución de Macro se hizo anunciar y, de pie en medio de aquellos espléndidos tesoros, relató los hechos: Macro, como militar que era, había escogido el suicidio; y había actuado con rapidez, y sin hacer ruido. Había dejado un mensaje, que el oficial repitió con cínica brevedad: quedaban vivos otros enemigos. Concluyó diciendo que Enia, la mujer de Macro, había escogido morir con él. El emperador lo despidió sin hacer comentarios.

Los pensamientos empezaron a fluir en cuanto la puerta estuvo cerrada. Sobre la mesa descansaba, como pisapapeles, un elegante camafeo —un gran jaspe montado en oro— regalo de Polemón, el príncipe poeta. El emperador le dio varias vueltas entre los dedos. En el jaspe estaban representadas en relieve siete novillas; en el círculo de oro que lo rodeaba, Polemón había hecho grabar unos versos suyos: «Las terneras te miran, como si estuviesen vivas. Quizá huirían. Pero el cerco en el que están encerradas es de oro».

¿Qué quería decir Polemón? ¿Que la prisión debe ser grata para que no te percates de que estás encerrado? ¿O que el oro, el verdadero, lo aprisiona todo?

De hecho, los hombres de Macro, los pretorianos, generosamente pagados, habían mantenido un disciplinado y casi indiferente silencio, igual que en la época de Sejano. La cautela codiciosa de Augusto y la insaciable y lúcida avaricia de Tiberio quizá habían nacido de experiencias similares. «Los senadores están divididos y son incapaces de administrar el poder —había dicho sonriendo Tiberio, una de las raras veces en que se le había visto sonreír; y había añadido—: El dinero es el amo».

El emperador se levantó, se puso a andar por la habitación; cinco, seis pasos, y giraba sobre sus talones, volvía atrás, acariciaba un objeto, lo cogía, lo recolocaba.

Un pequeño vaso de cristal y pasta de rubíes, de Menfis, intacto después de mil trescientos años; de la dieciocho dinastía, decían. La enorme esmeralda india regalada por Cotis. El rostro del dios Amón, del color del sol porque estaba fundido en un oro sin escoria.

El emperador se dijo que la inercia venal de los pretorianos ante la muerte de Macro había sido muy útil, pero era terrorífica. Su protección era precaria, más aún, inexistente. «Tiberio puso el mar a su alrededor. Yo estoy aquí y debo contar con una guardia incorruptible».

Caminaba. Balsameras, frasquitos de oro y de cristal en los que mojar varitas de hueso para extender el perfume sobre la piel: Herodes decía que su abuelo se los enviaba a Cleopatra. Una pequeña escultura crisoelefantina, de oro y marfil: el águila de Zeus raptando a Ganímedes. La garras aferran, sin clavarse, el cuerpo del joven, lo levantan del suelo. Mientras las fuertes alas se abren para emprender el vuelo, el joven, consciente de que quien lo rapta es el dios, no se resiste; es más, con un brazo estrecha el cuello del águila. Se dice que es obra de Leocares.

Un pequeño bronce, la cabeza de un sátiro con las orejas puntiagudas. Ríe. Dicen que esa risa eufórica en los labios carnosos la talló con sus propias manos el avaro Lisipo, que cada vez que vendía una figura echaba una moneda dentro de un ánfora, y cuando murió contaron mil quinientas.

Una pequeña diosa de mármol, la delicada Venus de Bitinia, en cuclillas en la orilla del agua, desnuda, que se vuelve para mirarte. Se dice que es la primera idea en la que trabajó el célebre Doidalses. «La belleza no traiciona, no tiende trampas. No piensa, cuando te mira, que tú, a los veintisiete años, deberías morir».

Cogió una copa de cristal azul de Tiro, con figuras de sátiros danzando, realizadas en relieve negativo: el artista ahuecaba el cristal por el revés, y por el derecho parecía un repujado. «Mi padre también había planeado crear una guardia de corps especial, pero no tuvo tiempo». Se dio cuenta de que tenía sed. En la más lujosa y exclusiva estancia de los palacios imperiales no había una jarra de agua. Pero se dijo que no podía abrir aquella puerta. Dejó la copa en su sitio. Y de pronto pensó: «¡Germanos! Jinetes germanos, seleccionados entre los auxilia que patrullan en el Rin. Germanos. Desarraigados que sepan que no podrán volver nunca más a su país. Germanos que no comprendan una sola palabra de latín, que no conozcan en toda Roma a alguien a quien dirigir un saludo. Fieles por instinto y por necesidad. Germani Corporis Custodes». Guardia de Corps Germánica.

Luego, a su mente acudió la voz ronca de Enia en el viento de Capri, sus dedos sin gracia, de nudillos toscos, alborotándole el cabello en aquellos miserables días. Manejada por Sertorio Macro, Enia había luchado con sus pobres fuerzas. «Sus fuerzas eras experiencias de burdel y aquel tío Trasilo que revelaba profecías. Perros débiles, que gruñen porque la cadena los ahoga. Pero Trasilo, al profetizar a Tiberio que yo no reinaría nunca, me salvó la vida». ¿En qué estancias había tenido lugar aquel diálogo entre el avispado astrólogo y el viejo emperador atormentado por las sospechas, mientras él, sentado en la biblioteca, era ajeno a todo ello?

Al final de todo, Enia había demostrado tener dignidad y valor: más fuerte que las mujeres de muchos senadores.

Aquellas eran las primeras muertes de su imperio, las primeras decididas por él. Piedras caídas en el camino. «Trasilo ya no puede profetizar nada. El imperio ha llegado; aquí está. Es un tigre».

Drusila

Bastó media hora para que toda Roma se enterase de la caída de Sertorio Macro y de cómo había muerto. La gente de la ciudad, contó Calixto, se había quedado de una pieza. Pero, puesto que en vida Macro solo había inspirado miedo, puesto que, desde la época de Tiberio, estaba vinculado a recuerdos de violencia, los romanos recibieron la noticia de su muerte con alivio. Y una multitud se congregó espontáneamente delante del Palatino para aprobar que se hubiera evitado el peligro y dado muerte al traidor.

Pero no ocurrió lo mismo entre los magistrados, los sacerdotes, los optimates: estos descubrieron con espanto que el joven emperador era totalmente distinto de lo que se habían contado uno a otro hasta el día antes. El joven perdido entre libros, que caminaba inseguro por las escalinatas de Villa Jovis, era un cerebro encerrado en sí mismo, simulador y secreto, fulminante en las decisiones.

Y mientras él sentía aún la turbación producida por aquellas primeras muertes («Ha sucedido algo que nada podrá sanar jamás»), en otro palacio de Roma, Valerio Asiático murmuraba para sí: «Creíamos haber elegido un símbolo y nos hemos regalado un amo». Y estaba secretamente atemorizado, casi hasta la angustia, porque el emperador había descubierto él solo aquellas intrigas y él solo las había desmontado. Pensó que la popularidad del «muchacho» había echado raíces demasiado profundas. «Si los romanos piensan que queremos matarlo de verdad —se dijo—, ninguno de nosotros podrá volver a salir a la calle». Estuvo reflexionando largamente y decidió: «Tendremos que decir a los romanos que la mente del emperador se inventa miedos sin fundamento, ve por todas partes persecuciones y fantasmas». Y a los colegas aterrorizados que lo apremiaban les dijo: «Esas fiebres le han dañado el cerebro; se está convirtiendo en un peligro para muchos inocentes. Y hay que decírselo a Roma sin dilación, mañana mismo».

Pero al día siguiente el emperador no salió de la zothecula y no permitió entrar a nadie. Era el décimo día de junio del segundo año de su imperio. En la villa de Baia —donde vivía sus días de enamorada con el hombre con quién había querido casarse—, su hermana Drusila, la única persona de su destrozada familia a la que todavía podía querer, había muerto a los veinte años, a causa de una brevísima y estúpida fiebre que los médicos no habían sido capaces de curar y sin que a nadie hubiera considerado necesario informarle. Únicamente después de que hubiera muerto le habían dicho, balbuciendo, que aquella fiebre, con dolores de cabeza atroces que llegaban a hacerle perder el conocimiento, había sido semejante a la que lo había atacado a él, pero de la que los dioses lo habían salvado.

Él había cerrado la puerta. «Es más difícil quedarse solo dentro de estos palacios que para un condenado al que se quiere impedir que se suicide».

Pero no era verdadera soledad. Al otro lado de aquella puerta a la que no se atrevían a llamar, esperaba un sinfín de senadores, sacerdotes, magistrados y tribunos para calmar su inconmensurable dolor con ritos y palabras. Y su rechazo empezaba a asustarlos.

Tan solo aquella puerta cerrada lo defendía. «Cuando estás solo, no consigues llorar de verdad. Dejas escapar unos sollozos y ya está». Dio media vuelta, comprobó que la puerta estuviese bien cerrada.

«Cuando abrí los ojos al remitir la fiebre, fue a ella a quien vi. Y ahora, este junio tan claro y templado ella no lo ve. Pero si el emperador demuestra lo que siente, es como abrir la puerta de una ciudad sitiada».

Unos días antes, en medio del silencio, había oído los pasos de Drusila correr ligeros fuera de aquella puerta. Nadie despegaba del suelo las sandalias de suave piel, forradas de seda, con tanta levedad como ella. Y, con la respiración apenas jadeante, llamaba. Ninguna mujer tenía los pequeños labios sonrientes que tenía ella. Empujaba despacio la puerta. Y él fingía que dormía.

En la última ménsula, allí abajo, descansaba la pequeña y enigmática escultura de madera, extraída de un incorruptible tronco de sicomoro, que aquel sacerdote de Iunit Tentor le había regalado a su padre: «Representa el anj, el espíritu que nada puede matar». Era el cuerpo estilizado de un pájaro con grandes alas, recubiertas de decenas de brillantes turquesas. Pero del denso plumaje emergía un rostro humano, con los labios cerrados, que miraba hacia el frente.

Al lado estaba la pequeña representación en madera de una joven con una coronita de oro en la cabeza. Y sobre ella estaba escrito en demótico: «Ojalá pueda tu alma, Eirene, resurgir junto a la divina señora de Ab-du». ¿Qué irreparable dolor había empujado al esclavo Helikon a llevarlo encima escondido durante años y a pedir al emperador romano, como si fuera un niño, que la guardara en la zothecula, «a buen recaudo»?

Pero de Drusila no existían retratos. Solo una pequeñísima cabeza de mármol. Había que representarla inmediatamente, antes de que el tiempo borrase su recuerdo. Decidió que le encontraría sitio en aquel monumento sagrado que estaban construyendo en la orilla del lacus Nemorensis. Representarla con su sonrisa adolescente, en una actitud espiritual. La parte de ella que no podía morir.

Finalmente, un solo hombre en todo el imperio logró que le abrieran aquella puerta: el antiguo esclavo Fedro, el poeta.

«Majestas ducis», decía para dirigirse al emperador, incluso en la intimidad. Debía de tener cincuenta años en aquella época. Había nacido en Pieria, en la Macedonia meridional, y capturado como esclavo en un momento y de un modo de los que no le gustaba hablar, como el pobre Zaleucos, del que no se había vuelto a saber nada. Había sido llevado a Roma y regalado a Augusto, quien, impresionado por su arte, lo había emancipado. Había aprendido latín de adulto y había adquirido, para escribirlo, un estilo excepcionalmente sencillo, pictórico como una fábula y profundo como una filosofía.

Pero cuando, por la famosa fábula del cordero y el lobo, Elio Sejano lo había encarcelado y había dejado caer sobre él, tan moderado como sus obras, la durísima ley De majestate, Fedro se había defendido mal diciendo que se había limitado a traducir antiguas fábulas griegas, concretamente las de Esopo. Había salvado la vida, pero nunca se había liberado del horripilante recuerdo de la cárcel; tenía los ojos enrojecidos a causa del largo período pasado en la oscuridad.

Inferior stabat agnus —citó de memoria el emperador. Se dio cuenta de que, tras horas y horas de negro silencio, sus labios se movían; pero también advirtió que los ojos enrojecidos del poeta brillaban, y era peligroso, porque bastaba una insignificancia para hacerle caer también a él. Se sobrepuso y dijo—: Dime la verdad de una vez. Tú escribes demasiado bien, eso no son traducciones.

Fedro declamó entonces de memoria, en un bellísimo griego, el místico episodio en el que Esopo contaba cómo la diosa Isis —que despierta las facultades creativas del alma— había dado voz de nuevo a sus labios.

—En realidad —explicó—, no sabemos cómo nace en nosotros, los poetas, lo que decimos y escribimos. Solo sabemos que tenemos que hacerlo.

El emperador trató de sonreír y contestó que quizá el alma de Esopo se había refugiado dentro de él. Impulsivamente, lo abrazó, y Fedro notó, contra sus delgados huesos, los sollozos que sacudían el pecho del emperador. Pero el emperador se rehízo enseguida y dijo que haría esculpir un herma de dos caras, como la de Jano, el antiquísimo dios itálico del Sol y de la Luna, pero por un lado pondría el rostro bárbaro del tracio Esopo, que vivía en penosa soledad, descuidado, con el pelo enmarañado, también él con experiencia como esclavo.

—… y por el otro, el rostro pensativo, espantado por la experiencia de la cárcel, de mi querido poeta, mi Fedro.

La puerta de la zothecula ya había sido abierta y todos se asomaron. El dolor se había vuelto postración y el emperador recibía a sus visitantes, muy pocos a la vez, los que cabían en aquella estancia diminuta. Se sentaban a su alrededor, sobre escabeles y cojines.

De vez en cuando un copero servía con diligencia, por consejo de los médicos imperiales, un vino tinto añejo que Manlio había sacado de un dolium pluricentenario de sus bodegas, hundidas en las faldas volcánicas del monte Artemisio.

Y mientras los visitantes hablaban, el emperador se dijo que a nadie le importaba realmente que la dulce Drusila —tan joven y en el suave mes de junio— estuviera muerta. Incluso el hombre al que ella había amado, aquel hombre perteneciente a una gran familia, Marco Emilio Lépido —estaba entrando en ese momento— ya había encontrado consuelo. Más aún, parecía que la muerte de Drusila le causara más rabia que sufrimiento; no había perdido un amor, le habían robado algo.

Después llegó Lucio Anneo Séneca, el filósofo, y le leyó en la cara al emperador que los dolores infantiles, las pérdidas familiares incurables, habían vuelto a explotar clamorosamente. Y fue un testigo no partícipe, que juzgaba con desprecio disimulado. Tenía un alma noble pero seca, lúcida y orgullosa, sentía por el mundo de los afectos una compasión intelectual. La condición humana, decía, la condicio rerum humanarum, era mediocre y no había esperanza para ella.

No buscó palabras consoladoras. Dijo que a él los reveses de la vida le habían enseñado la ciencia de la escritura.

—Porque esa es la finalidad del dolor: construir experiencias.

Vio que el emperador estaba mentalmente ausente y se irritó. Dijo con altanería que estaba tomando nota de los acontecimientos y de las conversaciones de los demás para una obra que estaba escribiendo muy despacio, dividida en muchas partes.

El emperador se levantó con una sensación de asfixia y dijo que quería descansar. El médico apostado en el umbral, controlando con fastidio el agobiante ir y venir de visitantes, intervino y rogó a todos que salieran. El emperador, en vez de esperar, salió bruscamente. Mientras se alejaba, se dijo que a aquella estancia atestada de tesoros, donde todos los objetos soportaban el peso de las angustiosas, trágicas, violentas influencias de los que los habían perdido, no volvería nunca más. Y deseó —al igual que Tiberio había querido Capri— que Manlio terminara cuanto antes las maravillosas estancias de la nueva domus, desde la que se veían los Foros y que no estaba envenenada por viejos recuerdos.

El lecho imperial

—El lecho imperial está vacío —declaró aquel verano el senador Valerio Asiático. Había escogido para pronunciar esa frase incendiaria un tono de preocupación paternal—. La mitad de los senadores le darían, o le han dado, a sus mujeres y sus hijas, y no han conseguido nada.

Quería decir que era absolutamente necesario, a través del matrimonio, introducir a alguno de los suyos en el secreto de los palatia imperiales.

Calixto, que hablaba con todos —y nadie callaba con él, dada su capacidad para meterse en todas partes, escuchar, aceptar sin comprometerse, invitar a confidencias íntimas sin interrogar—, interpretó las palabras del senador Asiático y aprovechó un momento sin testigos para decir al emperador:

—Los más importantes senadores me suplican que haga que te fijes en sus jóvenes hijas. Roma te pide un heredero.

El emperador pensó, preocupado y molesto, que aquel esclavo libertado hacía demasiados planes por su cuenta. Y mientras Calixto aguardaba, dividido entre la angustia y el miedo, él, con la fuerza que le daba su juventud, preguntó con aparente despreocupación:

—¿Cuál es la más guapa?

Mientras lo decía, también él pensó que aquel lecho vacío en los aposentos imperiales realmente estimulaba los planes de muchos. Y durante la vejez de Tiberio se había visto lo peligroso que era despertar la codicia de aspirantes a la sucesión.

Pero la respuesta, que Calixto se reservaba, no llegó enseguida. El emperador notó que la proximidad del poder le había alterado el semblante. Delgado, finas arrugas bajo los ojos, decía que él también dormía muy poco; besándole ostentosamente el borde del manto con un gesto de esclavo, repetía que jamás hubiera esperado poder vivir días como aquellos. «Absolutamente maravillosos», murmuraba. Sus palabras eran siempre de una inteligencia a la altura de la situación. Pero enseguida se encerraba en sí mismo, disimulaba. «Me muero por servirte», decía con gélida pasión, y eso era lo máximo que se podía oír de sus labios.

—Te ruego que me escuches, Augusto —dijo con dulzura—. Es necesario para el imperio. —Sabía perfectamente que, de todas las grandes y peligrosas familias, el senador Asiático ya había escogido por su cuenta a cuál introducir para compartir el poder, y él luchaba para impedirlo—. Roma te pide que escojas, entre las familias ilustres, a la muchacha con la que desees casarte.

El emperador, recordando asqueado a la infantil Junia Claudila y los ciegos y egoístas juegos con las esclavas adolescentes de Antonia, declaró bruscamente:

—No quiero tener a mi lado a una niña. La Augusta será una mujer, y desde luego no la elegiré por el nombre de su padre.

Calixto no dijo nada. El emperador se alejó unos pasos mirando, desde la terraza de su nueva domus, la espectacular inmensidad marmórea de los Foros, la Curia, los templos, la antigua vía Sacra, la nueva y grandiosa rampa que subía al Palatino.

Calixto seguía callado. Las mandíbulas del emperador se habían agarrotado, como si padeciera una especie de trismo. Luego, sus manos se apoyaron en el pretil, sostuvieron el peso del cuerpo, el rostro se relajó. Calixto se había quedado un poco atrás. El emperador se volvió hacia él y Calixto vio que sus ojos claros brillaban. Era lo máximo que un emperador se podía permitir, pensó, si tenía ganas de llorar. Pensó que él era el único que lo veía. Pensó que era el momento de destruir las intrigas del senador Asiático y susurró, como si bromeara, que la opinión general era que la más guapa del imperio se llamaba Paulina. Su abuela ya había sido una celebérrima belleza de vida agitada.

El emperador, respondiendo a la broma, preguntó dónde estaba y por qué él no la había visto nunca.

—Conociste a su padre —dijo Calixto—, Marco Lolio Paulino, prefecto de las Galias, que combatió en una terrible campaña en el Rin, amigo de tu padre.

El nombre de esa casa implicaba poderosas y útiles alianzas militares y truncaba los planes del senador Asiático. Calixto anunció que la deslumbrante Paulina estaba camino de Roma. No dijo que era para divorciarse de su marido, un tal Gabinio. Pasando revista a las pretendientes al lecho imperial, Asiático había dicho de ella con desprecio: «¿Acaso podría el emperador escoger a una mujer divorciada?». Sin embargo, por primera vez en su carrera, Calixto le había tapado tranquilamente la boca citando el incensurable ejemplo de Augusto y de la divina Livia.

El emperador guardó silencio. Después de tantos meses en el corazón de aquel inmenso poder, en los que ni siquiera un instante había sido para él solo, de pronto sintió deseos de una compañía tranquilizadora, unida sinceramente a él, con quién hablar sin un implacable autocontrol. De modo que, ese otoño, Lolia Paulina, espléndida veinteañera de origen picentino, descendiente de una familia de tribunos de la plebe odiados por los optimates y firmemente enraizados en el Senado con los populares, hija de un prefecto que había visto a Cayo César de pequeño, se convirtió —de resultas de las estrategias de Calixto y de la soledad del emperador— en su inesperada tercera esposa.

Entre el gentío presente en la boda imperial, el emperador vio al tribuno Domicio Corbulo y, a su lado —fugazmente, como la otra vez en la tribuna del circo—, una masa de cabellos negros en torno a un rostro de piel blanca y lisa, dos grandes ojos, pesados pendientes de oro y turquesas. La reconoció de inmediato y por un instante aminoró el paso, como si una mano lo retuviese. Después pasó de largo y se olvidó.

A su espalda, aquella mujer de cabellos negros, con pendientes de oro y turquesas, lo siguió con la mirada. Pensaba: «Yo lo habría acogido entre mis brazos, lo habría acariciado toda la noche, y finalmente él se habría dormido pegado a mi piel». Pero esos pensamientos, no escuchados por los dioses, caían como hojas mientras él se marchaba.

La habitación condenada

Un día de aquel invierno, el destino despertó. Alguien, por alguna razón, tuvo que hacer obras en la abandonada Domus Tiberiana y, en un escritorio contiguo a la que había sido una estancia privada del viejo emperador, una pared cedió de repente y en el interior se descubrió un hueco.

Se entrevió un armario que quién sabe cuándo había sido cuidadosamente sepultado detrás de la pared, por oficiales expertos y de confianza, como si la neurótica desconfianza de Tiberio hubiera querido esconder un cadáver.

Acercaron una luz, iluminaron el interior. Vieron que todas las paredes estaban forradas de anaqueles, desde el suelo hasta el techo, y en los anaqueles descansaban, en riguroso orden, decenas de códices cerrados con sellos de plomo y cera. Inmediatamente, el que vio aquella masa de documentos en la estancia secreta de Tiberio, a la que este no había ido durante doce años, comprendió que se trataba de algo terrible. El aire olía a rancio y el polvo estaba inmóvil. Apostaron guardias y corrieron a informar al emperador.

Era una agradable mañana romana, que sugería pensamientos de ocio, cuando le llegó la noticia. Sintió un irracional deseo de huir. Sin embargo, ordenó que lo esperasen y que no tocaran nada. Llamó a Helikon para no estar solo y, mientras el muchacho acudía, se levantó; de pronto, después de mucho tiempo, volvió a notar un nudo en el estómago.

Se dirigió a pie, caminando despacio, a la Domus Tiberiana, un recorrido que hasta entonces había evitado. Subió trabajosamente hasta aquellas estancias que no había querido ver. Entrar en ellas significaba penetrar a fondo en la laberíntica mente del viejo emperador. Mientras todos lo miraban pensando más o menos lo mismo que él, llegó a la cámara imperial, vio a los augustianos de guardia, los cascotes en el suelo, el paso apenas abierto. Se detuvo, pidió que ensancharan la abertura. A todos les parecía que estaba muy tranquilo.

Sin embargo, su mente gritaba que habría sido mejor no saber. Entretanto, los hombres retiraban con cuidado los finos ladrillos bien unidos y recogían los cascotes en cubos. Él pensó que Tiberio había estado años fuera de Roma. Eran, pues, documentos antiguos, quizá de la época del envenenamiento de Germánico. Se quedó helado, notó que estaba temblando.

Al acceder al poder, había conquistado una paz falsa diciéndose a sí mismo y diciendo a los demás que no quería saber nada del pasado, y su discurso había despertado el entusiasmo. Pero se había engañado a sí mismo y a los que lo escuchaban. Ordenó que llevaran más luces, despidió a todos, indicó a Helikon que se quedara, entró en el cuarto. Cogió un codex al azar; la funda era de piel oscura, como las que Tiberio había usado toda la vida. Lo acercó a la luz y vio el sello de Tiberio, puesto con su acostumbrado orden maniático. No lo había tocado nadie. Pensó: «¿Se había olvidado Tiberio de todo esto? ¿O lo conservó igual que se aparta un veneno?».

Salió de allí con aquel códice en la mano, se acercó a una ventana.

—Espera —rogó Helikon.

Poseía la percepción de los perros de caza; de hecho, temblaba igual que algunos perros cuando perciben la presencia de un jabalí entre la maleza. Pero él rompió el sello.

El códice se abrió. Era un fajo de hojas extendidas ordenadamente, de tamaños y con grafías distintas. El emperador lo cerró de nuevo. Pensó que su equilibrio estaba a punto de romperse.

—No mires —suplicó el muchacho—, no tienes necesidad de hacerlo.

Sin contestar, él fue a sentarse donde seguramente se había sentado Tiberio. Con aquel códice en la mano. En unos instantes, el odio le había secado los labios y la garganta. Pidió a Helikon que le llevaran algo de beber, hizo quitar el polvo de la larga mesa. Esperó en silencio a que cumplieran sus órdenes.

Después fue incapaz de moverse de allí hasta la noche. Era la historia contada desde el interior —los confidentes, los delatores, los espías, las denuncias anónimas, los testimonios no registrados, las votaciones secretas, los conciliábulos, las conversaciones privadas con el emperador, las órdenes expedidas a los tribunos y los prefectos— de la larga y programada persecución que había destruido a su familia y a cuantos le eran fieles.

Tiberio, con fría precisión, lo había recopilado personalmente todo. Los culpables desfilaban a decenas, desde los tiempos de la agonía de Julia, y el asesinato de Graco, y los terribles días de Antioquía; nombres y declaraciones de los acusadores, actas de los falsos testimonios firmadas al final de la hoja; listas de los senadores que habían dictado las sentencias. Informes escritos día a día, con brutal minuciosidad, por los carceleros que habían visto a su madre buscar la muerte en la isla de Pandataria para escapar de los malos tratos. Nerón, el mayor de sus hermanos, el que amaba impetuosamente la vida, el que lo levantaba por los aires y se lo echaba sobre los hombros corriendo, inducido a suicidarse al ver los instrumentos de cruel tortura, las tenazas, el flagrum, los hierros candentes que el verdugo enviado por Tiberio le mostraba riendo. Y Druso, que había escrito aquel diario, muerto de hambre en los sótanos de aquel mismo palacio, único prisionero, intentando durante nueve días sobrevivir comiendo la paja del jergón. Durante nueve días había llamado desesperadamente, implorado, maldecido a Tiberio; y el centurión de guardia —se llamaba Attius— había sofocado sus cada vez más débiles protestas a latigazos, mientras los espías de Tiberio anotaban todas y cada una de las palabras, todas y cada una de las invocaciones, todos y cada uno de los confusos susurros de la agonía, en espera de quién sabe qué secretos. Pero Druso no había denunciado a nadie.

Al llegar a ese punto el joven emperador se percató de que, cuando había declarado en su discurso programático: «Todos esos documentos serán quemados», algunos debían de haber reído en silencio. Los documentos oficiales habían sido simplemente el sarcófago, no el horror que estaba sepultado dentro.

Calixto llegó jadeando de las Aquae Albulae, junto a Tibur.

—Me he enterado… —Dirigió una intensa mirada al agujero de la pared y murmuró—: Quién lo hubiera dicho…

El emperador estaba exhausto; el dolor en el estómago estaba acompañado de arcadas. Se puso en pie, respiró delante de la ventana abierta. Vio que era noche cerrada. Los ojos de Calixto, mientras tanto, corrían ávidamente sobre aquellos códices bien encuadernados, que recordaban el inexorable orden de Tiberio y casi su presencia física. Pero no se atrevía a acercarse.

El emperador se volvió, cogió un códice abierto, se lo tendió sin dar ninguna explicación. Era el índice de los testigos «espontáneos» que se habían vuelto contra Nerón y Agripina y en cuyas declaraciones se había basado la instrucción del proceso. Nombres históricos de magistrados, sumos sacerdotes, senadores, cónsules.

—Esto lo cambia todo —murmuró Calixto. Se había quedado blanco como el mármol de las jambas, ese mármol exangüe, casi amarillento, que a Tiberio tanto le gustaba en la decoración de sus estancias—. Y siguen todos vivos —dijo. A través de esos hombres, el poder senatorial y el poder imperial se enfrentaban entonces a diario. La mente de Calixto calculó en un momento que esos enemigos eran muy numerosos.

Fuera, en el viejo atrio de la Domus Tiberiana, se congregaban funcionarios y cortesanos inquietos, pues se había difundido la confusa noticia del descubrimiento de no se sabía qué secretos de la época de Tiberio. Calixto pasó sus delgadas manos sobre las hojas.

—No fue Tiberio quien condenó a mi familia —dijo el emperador—. Fue el voto de los senadores, los optimates, los que, en cuanto estuvo muerto, lo llamaron monstruo y me aclamaron a mí.

Calixto fue a mirar aquel hueco en la pared, se asomó al interior, se volvió.

—Tiberio no estaba aquí cuando murieron tus hermanos, ni siquiera durante el proceso a tu madre. Estaba en Capri, y no volvió. ¿Quién escondió esto aquí dentro?

Tenía razón. Tiberio no había estado en Roma en aquellos días y no había vuelto.

—Recuerdo —reflexionó Calixto— lo que dijo Macro en las horas anteriores a tu elección. No paraba de ir de un lado para otro y de repetir: «Pueden hacer lo que quieran ahí adentro». Lo hicieron, está claro. Y no destruyeron, escondieron. —Se quedó un momento en silencio—. ¿Quién lo haría?… —se preguntó después en un susurro, casi admirado por la sutil inteligencia que había escogido el lugar más improbable de todos, los aposentos abandonados del viejo emperador, adonde sin duda nadie entraría a dormir durante décadas. Quizá, intuyó, había sido una orden a distancia del propio Tiberio. Pensaba en voz baja. Respiró hondo y dijo—: Quién tenía estos documentos, tenía en sus manos a los senadores… —Su fría mente iba cada vez más lejos; su palidez de piedra estaba desapareciendo. Miró al emperador y de pronto dijo—: Estos documentos son una fortuna, Augusto. A partir de hoy, quien tiene a los senadores en sus manos eres tú.

El emperador no contestó. Cerró los ojos; hubiera querido reflexionar solo, tomar él las decisiones, sin intrusos.

—Publica los documentos, denúncialo todo —sugirió Calixto con fría violencia—. Tienes un nido de serpientes dentro de tu casa. No puedes dejar de aplastarlas. Cuentas con los pretorianos, las legiones, todo el pueblo de Roma. Si hablas, los que ahora te crean todos los días un nuevo problema —dijo, estrechando entre los brazos el codex con aquellos nombres— mañana no podrán ni andar por la calle.

Al igual que en las estancias de Pandataria, el emperador hubiera querido gritar. No era el emperador juzgando a alguien, era él, el hombre, sufriendo de un modo insoportable, porque después de todos aquellos años se había enterado, con los más mínimos detalles, de que los últimos días de sus hermanos y de su madre habían sido mucho más crueles de lo que él había sido capaz de imaginar. Trató de salir de aquel embrollo, se preguntó qué habrían hecho Augusto o Tiberio en una situación similar. ¿Acusar a los culpables o vengarse poco a poco sin dejarlo prever?

—Da a conocer estos documentos inmediatamente —insistía impetuosamente Calixto— y luego, cuando hayas destruido a esos ruines ante todo el imperio, declara que los perdonas. No podemos terminar con todos a la vez. Pero, si haces que la historia se conozca, si toda Roma la sabe, su vida pública está acabada.

Y el emperador decidió. Su irreparable decisión fue recogida en los libros de historia con una sola frase de desesperada ingenuidad: «Oderint dum metuant». («Que me odien con tal que me teman»).

Reunió a los senadores. Esperó a que todos, después del saludo ritual, estuvieran instalados en sus escaños. Estaban muy inquietos, y se notaba, pues habían corrido de boca en boca las noticias más extrañas. Por fin entró en la Curia un antiguo esclavo, entonces empleado en la cancillería imperial, llamado Protogenes.

—Otro de esos greco-egipcios criados por Cleopatra —susurró alguien, mezclando las fechas.

Protogenes llevaba sobre una especie de bandeja, con los brazos extendidos, como si fuese una ofrenda, un montón de códices. Los senadores se preguntaron de qué se trataba; un anciano notable creyó, sobresaltado, reconocer la piel oscura en la que Tiberio guardaba sus documentos y se lo susurró a sus vecinos.

El emperador levantó la mano para hablar y todas las miradas se clavaron en él.

—Os he reunido —comenzó él, despacio y con voz clara— porque en los aposentos de Tiberio se han encontrado documentos sobre los que no es posible callar. —Las pausas entre una palabra y otra eran largas, la voz no parecía la suya. Prolongó el silencio. La sala entera permaneció muda—. Es conveniente que sean leídos aquí, en público, delante de todos vosotros…, patres. —El refinado apelativo senatorial llegó tras unos instantes de silencio: ¿era respeto, era ironía, o qué era?

Calixto se levantó, cogió el primer códice, lo abrió y empezó a leer con su voz seca y fría. En un momento se materializaron en el inmenso espacio de la Curia las acusaciones, las defensas, los testimonios, las sentencias que casi todos los senadores habían escuchado en su momento. Calixto leía deprisa, pasaba sin incomodidad de un documento a otro, entre las diferentes escrituras. No se equivocó, no vaciló ni una sola vez. Los historiadores escribieron que de la boca de seiscientos senadores no salió una palabra.

El estupor de los populares se convertía en un mudo e indignado triunfo. Pero, en el espacio ocupado por los optimates, aquellos a los que Calixto iba nombrando se ponían en pie, pálidos, sin respiración, sin capacidad de réplica, entre sus silenciosos colegas. Y luego se sentaban temblando, mientras Calixto dejaba un códice y, con la misma solemnidad, cogía otro. Sus vecinos, que sabían acerca de aquellos hechos más de lo que los documentos revelaban, los miraban con el semblante desencajado, esperando su turno, y durante las pausas escrutaban las finas hojas de papiro que Calixto iba dejando a un lado y las muchas que aún tenía en las manos. En medio del silencio, otro nombre caía en la sala, otro senador se sobresaltaba, envolviéndose en la toga, agarrándose a los reposabrazos. Un mar de odio inundaba la Curia.

El emperador notaba la boca reseca y no conseguía tragar. Tenía las manos heladas. Pero aquel antiguo poeta trágico decía la verdad: «No existe placer comparable al de la venganza». Calixto leyó hasta el final sin que le fallase la voz.

Tras la larga y tormentosa lectura, los populares miraron al emperador esperando una señal que indicara lo que había decidido: la prueba era irreparable y tremenda, incluso superior a su odio. Entre los optimates, nadie se atrevió a ser el primero en tomar la palabra. El emperador dejó que transcurriera un rato en silencio; luego se levantó, y para muchos fue un alivio. Dijo que había constatado, y eso lo había decepcionado, que también entre ellos, obsequiosamente acogidos allí, se ocultaban muchos que habían hecho acusaciones sabiendo que eran falsas, y que quizá Tiberio había creído que eran verdaderas; habían declarado sobre hechos que sabían que no habían ocurrido; habían condenado a víctimas que sabían que eran inocentes. Su discurso, frío y lento al principio, con dificultades para encontrar las palabras, se volvía poco a poco apasionadamente acusatorio.

—Todos ellos honraron y sirvieron a Tiberio cuando estaba vivo; fueron instrumentos, cómplices y quizá inspiradores de sus delitos. Y hoy todos vosotros, aquí, reconocéis que fueron realmente delitos. Luego, cuando Tiberio murió, lo celebraron porque había desaparecido un tirano e injuriaron su memoria. ¿De verdad era Tiberio el único culpable? Pero, si era un monstruo, ¿por qué lo honrabais sin rebelaros? ¿Qué crédito puede conceder Roma hoy a vuestras palabras?

Los optimates no se preocupaban de su angustia; solo veían el peligro imprevisto que estaba abatiéndose sobre muchos. El comportamiento del joven emperador había cambiado terriblemente en unas horas. Su franqueza dolorosa e imprudente los aterrorizaba, porque con una sola palabra podía desatar su enorme poder militar, las cohortes pretorianas que estaban en la puerta, las legiones en todas las provincias, y el violento, incontrolable apoyo popular.

Movido por el deseo de supervivencia personal, uno se aventuró a dar vilmente la respuesta más obvia: declaró balbuciendo que no se había enterado de nada. Los populares, indignados, estallaron en una tormenta de gritos y sofocaron aquellas voces atemorizadas. Pero después, impulsivamente, los acusados, como náufragos que se aferran uno a otro, se disculparon, suplicaron, invocaron testimonios recíprocos, se precipitaron en torno al asiento del emperador, desquiciados ante la idea de que la gran puerta de bronce se abriera e irrumpiesen los pretorianos. Entretanto, desde el sector de los populares, que, todos en pie, estaban invadiendo la sala, caía una lluvia de insultos.

Desde su escaño, Valerio Asiático, inmóvil desde el comienzo de la sesión, con todos los solemnes pliegues de la toga en perfecto orden, observaba. Él nunca se había dejado implicar en ninguna de esas repugnantes intrigas, y su mente estaba lo suficientemente despejada como para darse cuenta de que el antiguo, temible y soberbio Senado de Roma jamás volvería a ser lo que había sido durante siglos.

Mientras tanto, el emperador miraba las caras descompuestas, angustiadas hasta resultar irreconocibles, que se agolpaban a su alrededor. Por un instante, su mirada se encontró con la espantosa sonrisa de Calixto. No era verdad que la venganza fuera el más intenso de los placeres. No dijo nada. Se puso en pie, trató de apartar a los que lo rodeaban y lo sujetaban por el borde de la toga, llamó con un ademán a la escolta germánica. En un momento, los germanos lo rodearon, haciendo retroceder desordenadamente a los senadores; él salió, envuelto en una muralla. Se marchó de Roma directamente por la vía Apia y, tras una angustiosa galopada a la luz de las antorchas, sin cambiar de caballos, sin descansar, mientras la noche cubría el campo, se encerró en su querida villa del lago Nemorensis.

Los oradores

Mientras los optimates discutían, presas del pánico, Valerio Asiático no decía nada. Tan solo él encontró en esos momentos la fuerza intelectual para repasar mentalmente, con frialdad, toda aquella tremenda jornada. Imaginó, con un escalofrío retrospectivo, qué habría sucedido si documentos de ese calibre hubieran llegado a manos de hombres como Augusto o Tiberio y concluyó para sus adentros: «No habría visto lo que he podido ver hoy. El emperador está solo. Y tiene torpes o malintencionados consejeros». El pensamiento siguiente fue que, pese a los germanos y a las legiones, el joven emperador era muy vulnerable. Después recordó que había perdonado la vida y suavizado el exilio a un peyrates, un ladrón como Arvilio Flaco, por encima de todo uno de los más crueles jueces de su madre. Sonrió y se acercó al grupo de sus colegas.

—Si me permitís que os recomiende el movimiento que habría que hacer de inmediato… —dijo.

Todos callaron y, al ver su sonrisa, esperaron como en los templos se esperaba el responsum oraculi. Él explicó, pronunciando con indulgencia las palabras:

—Elegid entre vosotros cuatro o cinco que se sientan con ánimos, que hablen con emoción, cuatro o cinco que no tengan nada que ver personalmente con estos procesos, quizá porque ese día estaban enfermos. Y enviadlos inmediatamente a su casa, que se arrojen a sus pies y le imploren misericordia para los demás, que ni siquiera se atreven a presentarse…

Ya estaba amaneciendo después de una noche en la que nadie se había abandonado al sueño y, desde la balconada de la villa sin gracia que Julio César había construido para Cleopatra, pero que ahora era magnífica y tenía grandes jardines, el emperador contemplaba, cansado y triste, las maravillosas naves, los templos de mármol inmóviles sobre el agua oscura que Eutimio, Imhotep y Manlio estaban terminando de construir, tal como habían prometido. Todas las columnas estaban en pie. Las tejas doradas estaban amontonadas en la orilla. Pero lloviznaba; el trabajo se había interrumpido y los hombres se preparaban la comida en las barracas.

A pesar de la lluvia, una delegación de senadores escogidos entre los oradores más persuasivos fue hasta allí, se presentó ante la verja vigilada por la guardia germánica y se enteró con alivio de que el emperador aceptaba recibirlos. En realidad, él había escuchado con un alivio casi igual la noticia de que estaban llegando. Le hablaron del constante terror que había inspirado a todos ellos el dominio de Tiberio, le aseguraron que había sido imposible escapar de él y cuánto agradecían hoy a los dioses vivir bajo su razonable gobierno; en el fondo, concluyó uno con perspicacia, habían sido ellos, por unanimidad, los que lo habían elegido. Le juraron fidelidad absoluta, y para aquellos infelices que esperaban angustiados en Roma, le suplicaron clemencia, porque, como se sabía desde los tiempos de Homero, la clemencia es la virtud más luminosa de las almas fuertes.

En vista de que no decía nada, un senador llegó a citar con voz emocionada algunos admirables versos de la Ilíada sobre el perdón de los enemigos. Quisieron confiar en haberlo convencido; él se comportó como si los hubiera creído y al día siguiente, en la brumosa mañana, regresó lentamente a Roma. El caballo Incitatus percibía su estado de ánimo y se mostraba dócil, sensible a su mano y a sus talones, sin siquiera un estremecimiento en sus fuertes músculos. La soberbia crin, impregnada de aire húmedo, le caía pesadamente a los lados del cuello.

Pero, en Roma, Calixto se apresuró a decir:

—No podemos fiarnos. Y tú debes protegerte.

La única protección realmente segura era la prevista en su época por Tiberio: la siniestra Lex de majestate, el ilimitado instrumento policial que el joven emperador había abolido apasionadamente. Y ahora, al cabo de menos de tres años, era necesario restaurarla para seguir con vida. Y él la restauró.

El anuncio hizo murmurar a los senadores: «La derogó con muchos aspavientos y ahora la recupera, y la aplicará». Y se sintieron aterrorizados como en los tiempos de Tiberio, que se había librado de sus adversarios con un cauto y despiadado rosario de procesos.

Valerio Asiático, por primera vez sin sonreír, dijo:

—Los nombres que hizo leer a ese griego se están filtrando fuera del Senado y corren por Roma. Ayer, Cerialis y Betilenus bajaron al Foro de Augusto y la multitud los obligó a marcharse, a desaparecer. Si, bajo la acusación más absurda, los hace detener, flagelar, crucificar, la gente dirá que tiene razón. Y si alguien reacciona, basta que él dé unas palmadas para que los pretorianos salgan a la calle. ¿Visteis cómo acabó Sertorio Macro?

Se asustaban unos a otros; veían que volverían los libertos encargados de investigaciones secretas, los funcionarios anónimos que vivían indagando sobre cualquier posible hostilidad o complot, y a los que el terror general llamaba a cognitionibus, es decir, recopiladores de información. Resurgirían palabras espeluznantes: delatio, denuncia, delator, denunciante, aquel que lleva a juicio. Pero esta vez la caza no era contra los dispersos populares, jabalíes jadeantes y apartados de la manada, como en los tiempos de Tiberio, sino contra los hombres más poderosos de Roma.

Al final, alguien observó que con Tiberio había sido imposible reaccionar porque se había aislado en la fortaleza de Capri. Ni siquiera con motivo de la muerte de su madre había vuelto a Roma; y había difundido la historia del oráculo que se lo había aconsejado.

—En cambio, este vive en Roma, aparece en público, viaja…

Sin embargo, otros replicaron que una agresión pública, como se había hecho en el caso de Julio César, acabaría en una matanza a causa de la poderosa guardia germánica.

—Tiberio escogió una isla y no se movió de allí. Este, en cambio, ha escogido un muro de espadas y va a donde se le antoja.

Alguien sugirió entonces que el camino para llegar hasta él había que buscarlo entre la gente que lo rodeaba, en el tranquilo esplendor de los palacios imperiales.

Milonia

Del apresurado y mal avenido matrimonio con Lolia Paulina no estaban naciendo hijos. Y el emperador notó casi enseguida la carga de aquella mujer que, aunque había comenzado enseguida a descuidarla, oficialmente era íntima compañera suya, como si fuera una parte irrenunciable de sí mismo, señora de Roma, «tan necia como para convencerse de que posee por mérito propio cuanto le he dado yo» y, por añadidura, irritantemente incapaz, en su llamativa belleza, de saber cómo debía moverse, caminar, mirar y, sobre todo, callar una emperatriz, la Augusta.

El emperador había reaccionado una sola vez, al final de un banquete oficial en el que ella había demostrado su incontrolada ineptitud. «Tú no conociste a mi madre, ¿verdad?», le había preguntado. Hubiera sido imposible por razones de edad, pero el recuerdo de Agripina era un mito. Y como ella lo había mirado con cara de asombro, no había añadido nada más.

Uno de aquellos días, su segunda hermana, aquella a la que él había liberado de su violento marido («inmerecidamente llamada Agripina, como su madre», murmuraban en Roma), se sentó a su lado en la tranquilidad de los jardines imperiales y le dijo con una voz tan estúpidamente llena de odio que ni siquiera parecía la suya:

—Me he preguntado muchas veces por qué habías nombrado heredera a Drusila. No sé qué tenía ella que no tenga yo.

Nombrar un heredero era un deber dinástico, y aquello a él le sorprendió desagradablemente. Pero ella hablaba con lentitud, de una manera un poco tonta, de modo que él tuvo tiempo de comprender y contestó con despreocupación, riendo:

—Por motivos de edad.

Ella no dijo nada más. Pero aquella frase había roto los lazos de familia que quedaban y el emperador empezó a construir en su mente laberintos de sospechas.

Entretanto —igual que se extendían las aguas fangosas del río después de las lluvias invernales—, por Roma se había difundido la terrible historia de los documentos encontrados en los aposentos de Tiberio. A partir de ese momento, nada había seguido siendo igual. Para el pueblo, el emperador finalmente había desenmascarado y aplastado a la banda de los senadores. Cuando aparecía en público, lo aplaudían, y también se oía gritar: «¡Mátalos!». «La sabiduría de la gente sencilla», comentaban los populares, que lo hubieran hecho gustosos, pero no tenían valor.

Entre los optimates, en cambio, ya se propagaba como inevitable la idea de que ellos y el emperador no podían sobrevivir juntos en Roma. Y puesto que ellos eran unos cientos y el emperador un hombre solo, el más pedestre cálculo de las probabilidades y las conveniencias comenzó a inducir a algunos de los hombres que el emperador creía afines a distanciarse, a buscarse contactos para cuando las cosas cambiaran. Otra arte que también se iría refinando con el paso del tiempo.

Por ejemplo, el emperador se percató de que Lépido, el viudo reciente de Drusila, iba acompañado con demasiada frecuencia de su segunda y atolondrada hermana. Y esta lo miraba con la misma atención. Una noche —volvía a sufrir insomnio y cuando se hacía de día estaba muerto de cansancio—, el emperador comprendió que aquellos dos estaban planeando en serio formar una nueva pareja imperial. Sintió náuseas. «Eso ha nacido en la mente de Lépido —se dijo—, y lo ha instilado día a día en el pobre cerebro de ella». De noche, el silencio de su vasto dormitorio y de todos los demás inmensos espacios de la nueva domus era alucinante. Se oía a lo lejos, sobre el mármol, el pesado calzado de los guardias germánicos, que a intervalos regulares se relevaban delante de sus inaccesibles aposentos. Su soledad estaba armada, era inhumana. Se dijo que tenía veintiocho años, y que los verdaderos, sentimentales amores de su vida habían sido la orgullosa belleza de su madre, a la que había visto llorar una sola vez, la dulce Antonia de cabellos blancos, que lo acunaba con caricias aprendidas de las esclavas de Cleopatra, y su hermana Drusila, que lo visitaba en sueños.

A la mañana siguiente, mientras atravesaba con su habitual paso rápido, rodeado de sus germanos, el criptopórtico situado a espaldas de la sala isíaca, distinguió entre los cortesanos a la hermana del tribuno Domicio Corbulo, Milonia. Recordó sus cabellos. Y su silencio. Y sus ojos. Y sus manos.

Aminoró el paso, se detuvo, volvió atrás como aquella primera vez en la tribuna del Circo Máximo. Le sonrió. Y sin pensarlo dos veces le dijo que deseaba mostrarle las naves que había construido en el lago Nemorensis.

Domicio Corbulo lo oyó; lo oyeron los cortesanos; y todos se quedaron sorprendidos.

En ella, el arrobamiento fue tal que pareció incredulidad.

—¡Oh!… —exclamó, presionándose los labios con una mano. Él sonrió por segunda vez, y sonreír le resultó reconfortante.

—Mañana —prometió.

Todos comprendieron que en la vida del emperador estaba sucediendo algo nuevo.

El día siguiente era el vigésimo primer día de marzo. El cielo nocturno, sin viento y sin nubes, se reflejaba luminosamente en el lago, entre las empinadas laderas cubiertas de bosques. El emperador había mandado a los guardias germánicos a la orilla, para que vigilaran formando un anillo silencioso. A su comandante, aquel lago inmóvil, rodeado de espesos bosques, le recordaba los rituales de sus lejanos dioses, más allá de la orilla derecha del Rin. Así pues, transmitió las órdenes a sus hombres como si se tratara de algo sagrado y estos obedecieron, invadidos por la misma emoción misteriosa.

La Ma-ne-yet estaba atracada en el embarcadero, desierta y sin luces. La luna aún no había asomado sobre el borde del cráter, pero iluminaba el cielo. La gran nave de oro recibía su reflejo en las tejas, las barandillas, las metopas ferinas, la superficie lisa de las columnas, los bajorrelieves y las estatuas. Desde el jardín de la villa se la veía perfilarse poco a poco, como si surgiera solemnemente del agua.

—Mira —dijo el emperador a Milonia—, es como si un dios la estuviese creando ahora.

Se hizo conducir al embarcadero, alejó a la escolta con el gesto que reclamaba soledad y finalmente, verdaderamente libre como no lo era desde hacía años, le cogió impulsivamente la mano a ella.

Los dedos que respondían agarrándose le transmitieron una sensación agradable.

—Mañana por la noche habrá luna llena, como en Sais —dijo.

Apretándole posesivamente la mano, atravesó el embarcadero y la condujo a bordo.

Ella caminaba con unas sandalias ligeras sin mirar dónde ponía los pies; había levantado la cara, porque le llegaba por el hombro, y lo miraba solo a él, como una aparición.

La nave de oro estaba inmóvil, como había previsto Eutimio; el imperceptible estremecimiento del agua moría alrededor del casco. Se adentraron en el pórtico, entre las sombras de las columnas.

Él notó el brazo y el costado de ella, sus pequeños pasos presurosos, y pensó que nadie había estado nunca tan dócilmente pendiente de él.

—Ninguna mujer había puesto los pies aquí hasta ahora —le dijo.

Empujó la puerta del jem, coronada por la gran Medusa de bronce dorado, entraron, él se volvió para cerrar la puerta. Se acercó de nuevo a ella, la abrazó, ella tembló entre sus manos. Él le soltó el cinturón y dijo:

—Quiero hacer el amor en la nave de la diosa.

—Yo te amo —susurró finalmente ella en la oscuridad—. Te amo, te amo. Podrías hacerme morir ahora mismo y no me daría cuenta.

Aquellas palabras pronunciadas en voz baja, de un tirón, como si faltase aire, le llegaron al emperador con una intensidad sin defensa. Ella, que había parecido tan tímida, levantó las manos y, con sensual sensibilidad, empezó a acariciarle las mejillas, las cejas, los labios. Él pensó que su piel nunca había recibido caricias tan tenues, espirituales y carnales; por primera vez era amor, verdadero amor de una mujer. Los labios de ella se posaron con ansia sobre los suyos; él tiró de la túnica, que cayó deslizándose lentamente sobre sus hombros, y al hacer ese gesto pensó que era un momento irrepetible y que el tiempo debería detenerse.

Le descubrió los pechos y los acarició largamente con un placer leve, casi espiritual, apoyó las manos en su cintura, dejó caer la tela, notó que ella se estremecía y cedía siguiendo sus caricias. Sus manos se movían con suavidad; y sin embargo, no se parecía en nada a las artificiosas seducciones en las que él ya era experto. Sintió la viva tibieza de la piel; de los poros emanaba un perfume de nardo, de miel tibia, femeninamente húmedo, que invitaba con una fuerza irresistible. Los brazos de ella, aquellas muñecas desnudas y finas, ceñidas por las pulseras, que se le habían quedado grabadas en la memoria, lo rodearon de nuevo, lo atrajeron hacia sí. El solo veía los ojos, aspiraba el perfume, sentía los labios.

Desde hacía miles de años, en la celebración de ritos religiosamente mágicos en los templos de Frigia, en Pesinunte, a orillas del río Hyalis, sacerdotisas vestidas únicamente con joyas acariciaban y abrazaban así, ante multitudes fascinadas y orantes, las estatuas imponentes de sus antiquísimos dioses: Papas, Sabazius, Men.

Y ella, como si tocara la estatua de un dios, decía, acariciándolo:

—Te amo. Puedes hacerme lo que quieras; para mí, esta noche es suficiente. Creo que dentro de siete mil años alguien oirá todavía que te he dicho que te amo sobre este lago.

Lo acariciaba como si estuviese implorando, como si adorase, y lo despojaba suavemente de la túnica de estilo griego que tanto había escandalizado a Anneo Séneca, lo mecía con los brazos acercándolo a ella, todo su cuerpo buscaba el de él.

—Te lo ruego —dijo—, ven a vivir en mí. Te lo ruego.

Era una invocación antiquísima, nacida de las religiones más remotas: el dios que se transfunde a la oscura, profunda fecundidad del vientre femenino.

Él estaba cautivado por las caricias que envolvían su cuerpo. Por un instante le pareció un hechizo. Las joyas tintineaban. Ella lo besaba como las sacerdotisas de Frigia besaban las estatuas de los dioses. El emperador cerró los ojos.

El rito isíaco

Pese a la férrea y ciega vigilancia de los germanos, pese a la profunda oscuridad de la noche, en las poderosas camarillas sacerdotales de Roma al día siguiente se esparció el rumor de que en aquella nave de oro, dedicada a una maléfica divinidad extranjera, una sacerdotisa procedente de lejanos países había sometido al emperador a turbios e indescriptibles ritos que lo harían invulnerable.

Y unos días después se supo que la noche del plenilunio de marzo, en la nueva vía de mármol que rodeaba el lago había aparecido —quizá por obra de un encantamiento de esas divinidades sepultadas entre el Nilo y el desierto o por una poderosa invocación de los reinos infernales— un largo y serpenteante cortejo de extranjeros con trajes blancos de lino, que caminaba sobre una alfombra de flores con lámparas y luces, música de extraños instrumentos, coros, incensarios y perfumes. Muy lentamente, aquella multitud había subido a bordo de la nave de oro, que sostenía un templo de mármol y se movía mágicamente sin remos y sin velas. Y la nave de mármol no se había hundido.

Por último había llegado el emperador, con vestiduras relucientes de gemas y filigranas pero tan insólitas que si lo habían reconocido era porque alguien había conseguido verle la cara. Junto a él caminaba esa sacerdotisa extranjera de cabellos del color de la noche, de la que ya hablaba toda Roma. El emperador había puesto la mano sobre aquel enorme timón (ningún marinero, por cierto, había visto nunca uno igual) y la proa de la nave había girado hacia la luna, que estaba saliendo, mientras los remos de la segunda nave apenas golpeaban el agua.

Así pues, el senador Lucio Vitelio, que poseía una grandiosa villa en el vecino monte Albano, se encontró asistiendo, aquel resplandeciente plenilunio de marzo, al primer rito isíaco a bordo de las naves sagradas en el lacus Nemorensis. Y a la noche siguiente se aventuró a preguntar al emperador el significado de aquella ceremonia.

El emperador sonrió.

—Por primera vez se ha celebrado un rito sin víctimas inocentes y sin sangre.

Y como precisamente ese misterio suscitaba en muchos siniestros recelos e inquietudes, Vitelio preguntó:

—¿Un rito a qué dios?

El emperador se quedó un momento pensativo y respondió:

—Quisiera ponerte un ejemplo. Mira esa luz lunar: no sabemos qué es, pero nos ilumina a todos por igual.

Vitelio miró la luna sin comprender, y su sonrisa obsequiosa se transformó en una mueca irónica.

Mientras tanto, el emperador continuaba:

—Mi padre dijo un día: «Nuestros ojos ven poco, nuestros oídos no oyen, pero nuestra mente va mucho más lejos. Y los hombres no saben que, por más que luchen ferozmente, por más que hablen, discutan, recen con infinidad de palabras distintas, en realidad todos buscan, de la misma forma y en su alma, Aquello que sus ojos no consiguen ver».

El severo Vitelio escuchaba, y como lo movía una tremenda ambición de poder, pensó que el imperio había caído en manos de un extraño filósofo, pero que quizá eso permitiría desembarazarse de él sin desencadenar revueltas populares. A él, la frontera entre filosofía y locura le parecía reducidísima. Seguía sin decir nada.

—Este lago —dijo el emperador— es un monumento al sueño por el que mi padre dio la vida: la difícil paz entre los hombres. Y como ves, hoy tenemos paz en todas nuestras fronteras.

Era verdad. Durante su gobierno, desde el limes del Rin hasta el del Danubio, las orillas del Ponto Euxino, los desiertos nabateos, el sur de Egipto y de Mauritania, no hubo un solo día de guerra. Pero Vitelio se dijo que entre la idea de la gloria y la de la paz había tanta armonía como entre un lobo y una oveja encerrados en el mismo recinto. Y cuando fue a Roma sintetizó sus razonamientos contando que el emperador, vestido de forma extraña, «conversaba con la luna».

El correo caído en un precipicio

—Así ha sido —dijo en Roma Calixto, con su voz metálica, al senador Anio Viniciano— como ha decidido divorciarse. Por carta, como Marco Antonio con la hermana de Augusto: «Tuas res tibi agito», coge tus cosas. Parece increíble que la mujer más bella del imperio haya terminado siendo expulsada del palacio como una sierva. Y por esa otra, que tiene tres años más que él.

El ambicioso senador Viniciano había estado secretamente implicado en la conjura de Sertorio Macro, pero había aconsejado, prevenido, frenado y disuadido sucesivamente a sus cómplices con tal arte que, si ellos vencían, él era el jefe, mientras que si eran descubiertos él salvaba al emperador. Aun así, estaba lógicamente muy preocupado y preguntó, como una mujer en el mercado:

—Pero ¿es algo serio? ¿Es verdad que está embarazada?

No era una pregunta hecha con ánimo de chismorrear, porque él también tenía una hija joven y, pese a todo, habría cambiado con entusiasmo de política si el emperador hubiera puesto los ojos en ella.

—Esos dos no dicen nada. —Calixto sonrió—. Como los campesinos egipcios, temen que el espíritu con cabeza de chacal rapte a su primogénito. Pero, viéndola a ella —concluyó, consciente de que iba a desilusionar irreparablemente al orgulloso senador—, yo creo que no esperaremos mucho.

Viniciano se alejó, pensando con rabia que la odiada familia Julia estaba destinada a continuar.

Pocos días más tarde, al amanecer —la hora en que el emperador, saliendo del insomnio, convocaba a sus colaboradores de más confianza—, un informador, uno de esos speculatores anónimos que estaban quitando la paz a muchos poderosos de Roma, recorrió un discreto pasaje de servicio y, escoltado por dos mudos guardias germánicos, pidió audiencia.

El emperador escuchaba ya a sus informadores personalmente y no quería testigos.

Este entró sin que lo vieran, y se alegró de demostrar que valía el dinero recibido: llevaba, anunció, las fragmentarias pero alarmantes noticias de un complot, un terrible plan de asesinato.

—No son solo rumores, Augusto —dijo—, son dos documentos escritos, pruebas. Ha llegado a nuestras manos una imprudente correspondencia entre un tribuno que está en el Rin, en Maguncia, y alguien de Roma. Vimos partir a un correo de Maguncia con demasiada prisa y de un modo extraño. Lo seguimos a distancia. Se cayó del caballo en un lugar desierto de los Alpes.

El espía sonrió despiadadamente. El emperador lo escuchó, y cada palabra intensificaba su alarma. El hombre que había escrito el mensaje, y lo había confiado a aquel incauto correo, se hallaba peligrosamente en el interior de las legiones, estaba al mando de miles de hombres. El espía desplegó la hoja y la dejó, como si fuera un objeto precioso, sobre la mesa. El emperador leyó: era una promesa clara de entrar en Roma y, en cuanto lo hubieran matado a él, conquistar el voto del Senado con la fuerza de las legiones. Para dar mayor peso a la operación, el autor enumeraba a sus cómplices: otros cinco tribunos. Al final destacaba su firma: «Lentulo Getúlico, dux de las legiones de la frontera renana», el limes del imperio. Su poder militar era teóricamente enorme.

El emperador notó una sacudida física, como si la mesa se hubiera tambaleado. «Un cobarde inútil —pensó, furioso—, una familia que ha vivido de conspiraciones y conjuras desde los tiempos de Catilina. Algún traidor lo ha avisado de que estaba a punto de destituirlo y él planea un golpe de Estado con esas legiones mal dirigidas». Contempló la firma de aquel hombre, contempló los nombres de los otros cinco, y era como ver sobre la mesa sus cabezas ya cortadas.

El espía esperó a que él valorase lo que había leído y luego continuó:

—No sabemos a quién debía entregar el correo el mensaje en Roma. La dirección solo estaba en su cabeza. Pero hemos tenido suerte. —Sonrió—. Getúlico, quizá para garantizar que era él quien había escrito la carta, mandó de vuelta, junto a su mensaje…, mira, Augusto…, la carta que había recibido de Roma. —Le tendió una fina y elegante hoja de papiro—. No sabemos quién la ha escrito porque no está firmada; solo lleva una inicial. Quizá tú puedas descubrirlo.

El emperador cogió la hoja, pero decidió reservársela para más tarde y la dobló: ese nombre romano debía permanecer más oculto que ningún otro. Elogió con calma la empresa del informador y este lo tranquilizó:

—El correo y su caballo cayeron a un profundo barranco.

El instinto sugirió al emperador recompensarlo él mismo de sus fondos privados. Y experimentó un leve malestar, porque hacía más de tres años que no manejaba dinero.

Después se encerró en la habitación, mientras el irreprochable espía se marchaba sin hacer ruido. Se sentó, cogió aquella arrugada hoja anónima que había llegado a Maguncia procedente de Roma y que volvía a Roma de un modo sin duda no deseado por su autor. Sonrió. «Ahora estás despertándote y esperas qué llegue el correo».

Mientras sonreía y estiraba la hoja, sus ojos descendieron hasta la inicial de la última línea: una complicada rúbrica en torno a la letra L escrita en cursiva, tan estrambótica que cualquiera que la hubiese visto una vez no podía olvidarla. Y él la había visto al final del contrato de matrimonio entre su difunta hermana Drusila y ese vil patricio al que ella había amado: Emilio Lépido. Sus pensamientos se interrumpieron.

Cerró los ojos y respiró hondo. Su mente recuperó lentamente la lucidez después de aquel suspiro demasiado largo. El nido de la absurda conjura estaba dentro de la familia. El viudo Lépido, para legitimarse, planeaba casarse con la infame hermana de la difunta, la que se llamaba Agripina y se había lamentado por la herencia. Puesto que, pese a todo, esta tenía unas gotas de la sangre de Augusto, el vanidoso Lépido pensaba que encontraría cómplices.

«La escuela de Sertorio Macro: cualquier patricio con un antepasado notable piensa que el imperio es una presa que se puede cazar», se dijo el emperador con un sarcasmo lleno de rabia. Pero sentía arcadas. Luego, sus pensamientos se ordenaron: en Roma, controlada por los pretorianos y los guardias germánicos, no podía moverse nadie; el único riesgo real, la tormenta de una guerra civil solo podía nacer allá arriba, entre aquellos hombres armados que estaban en la frontera.

Aquella mañana no quiso ver a nadie. A través de la puerta cerrada ordenó que le dejaran una comida frugal en la sala contigua. Pero no pudo ni tocarla y volvió a su mesa. Imaginaba con lúcido horror lo que significaría, para todo el imperio, conocer el escándalo de semejante traición familiar. Pensó, en una asociación de ideas totalmente involuntaria, que Augusto debía de haber vivido en soledad momentos similares. Después se dijo: «La empresa no ha sido concebida por esos tres pobres cerebros». Era cosa de inspiradores ocultos, que habían escogido inteligentemente a los ejecutores: acabara como acabase, el golpe a su imagen era brutal. «Hasta su hermana y su cuñado quieren matarlo», habrían dicho sus enemigos.

Caminaba arriba y abajo, de la mesa a la puerta. Recordó las caras y las historias de los tribunos que estaban al mando de aquellas ocho legiones alejadas de Roma. De pronto vio el rostro de Servio Galba como si hubiera entrado en la habitación y fue el primer instante de alivio total en aquellas horas angustiosas. Inmediatamente tomó una decisión. Reunir a los traidores, aplastarlos antes de que se movieran, poner esas legiones en manos de Galba.

Entretanto, Calixto, preocupado, pedía ser recibido. Al emperador, el instinto le dijo que se negara. Pensó, en cambio, con una sensación de sólida confianza, en el tribuno militar Domicio Corbulo —el hermano de Milonia— y lo convocó secretamente en el Palatino en plena noche. Con él, unas palabras fueron suficientes.

—Roma te la controlo yo —prometió.

El emperador le dio un mensaje para la intranquila Milonia, y mientras lo hacía comprendió que la quería de verdad. En cuanto empezó a clarear, antes de que Roma despertase, salió de la habitación, convocó al comandante de los augustianos y anunció que partía inmediatamente hacia las sagradas fuentes del Clitumnus, en Umbría. Le gustaba viajar, lo hacía con frecuencia y de forma improvisada; la villa de Umbría junto a aquel antiguo santuario en el bellísimo manantial rodeado de sauces, era todos los años destino de unas breves vacaciones, de modo que su marcha no alarmó a nadie.

Ordenó a Lépido que partiera con él; hizo decir a su hermana que los siguiera cómodamente con el grueso de la escolta. Ellos, desconcertados pero sin sospechar nada, obedecieron. E inmediatamente salió de Roma con la escolta ligera de sus pomposos augustianos. Pero nadie se percató de que horas antes, en el corazón de la noche, también se había puesto en camino un buen número de sus hercúleos jinetes germanos.

Llevando consigo a Lépido —al principio sorprendido de ver aparecer a su alrededor a aquellos temibles germanos, luego cada vez más exhausto y aterrorizado a medida que se daba cuenta de que no lo llevaban a la dulce Umbría, sino a quién sabe qué lugar del norte, más allá de las imponentes y gélidas montañas, los Alpes infames frigoribus, de que en la práctica era un prisionero, pues se le impedía comunicarse con nadie—, el joven emperador inició una marcha a caballo que solo los guardias germánicos fueron capaces de seguir, mientras que muchos augustianos se quedaban atrás.

Conforme avanzaba, ordenaba en cada torre de señalización que no transmitieran mensajes, con el pretexto de realizar una inspección secreta, y dejaba a un guardia. Se presentó en Maguncia de modo totalmente inesperado. Era mediodía. Getúlico estaba conversando perezosamente con sus tribunos cuando un estruendoso grupo de germanos irrumpió al galope por la puerta meridional del castrum, arrollando a su paso a los indolentes y distraídos centinelas. En unos instantes, apartando a cuantos se interponían en su camino, invadieron la explanada situada ante el praetorium y, casi antes de que el estupefacto Getúlico tuviera tiempo de volverse, la masa de los bárbaros jinetes se abrió en abanico y en medio, entre las enseñas enarboladas por los abanderados, apareció el emperador.

Getúlico se quedó aturdido mirando, como si fuera la aparición de un dios. Sin embargo, lo que vio un instante después lo paralizó de terror. Uno de los jinetes germanos entró en el patio con violencia; con la mano izquierda tiraba por las riendas de otra montura, sobre cuya silla se mantenía a duras penas un hombre vestido con ropas romanas. El germano, dando un fuerte tirón con la derecha, frenó a su caballo, que se encabritó; el caballo que lo seguía se detuvo bruscamente y el romano que lo montaba cayó al suelo e intentó levantarse jadeando. Getúlico vio que tenía las manos atadas y que, enfangado, aterrorizado, con la ropa desordenada, era Lucio Vitelio, su cómplice. El emperador, sin perder tiempo desmontando del caballo, ordenó a los guardias germánicos que arrestaran a Getúlico y a los cinco tribunos citados en la carta.

Los germanos obedecieron en el acto sin rechistar. Con una sensación de triunfo, él vio que ninguno de los oficiales y legionarios manifestaba la menor reacción ante aquella trágica orden; permanecieron inmóviles, perfectamente formados. Tribunos y centuriones lo miraban a los ojos, esperando más órdenes. Y él, inmediatamente, puso las ocho legiones bajo el mando de aquel quincuagenario tribuno militar de toscas y sencillas costumbres que se llamaba Servio Galba y que la noche pasada había acudido a su mente.

El sol, el viento y las dificultades habían trazado profundas arrugas en el rostro de Galba, tal como lo vemos en sus bustos. Bajo los cabellos espartanamente cortos, la forma del cráneo era redonda, arcaica, un signo de tenacidad inconmovible. Y el emperador vio que bastaba la voz de Galba, su primera orden, para que la guarnición se pusiera firme sin vacilar.

Mientras tanto, el incauto y necio Lépido apenas había tenido posibilidad de sorprenderse. Tras un fulminante juicio militar, el tiempo de poner ante sus ojos aquellas dos cartas desastrosas («jamás —dijo Galba, que presidía— se habían visto documentos tan criminales y al mismo tiempo estúpidos»), Lépido, Getúlico y los cinco tribunos fueron condenados por traición a la majestad del pueblo romano. Y al joven emperador, la tremenda ley concebida por Augusto le pareció sabia y preciosa.

—A ninguno de estos traidores se le debe conceder el suicidio —declaró—, porque ninguno de ellos ha luchado nunca por Roma. Además —le dijo a Galba, que permanecía a su lado en silencio—, ninguno de esos cobardes lo ha pedido. —Ordenó, por desprecio, que la ejecución fuese efectuada por sus germanos.

Los guardias germánicos se llevaron uno a uno a los siete, les arrancaron los galones, les descubrieron el cuello y, con las muñecas atadas a la espalda y los tobillos trabados por los cordones que se ceñían a los corvejones de los potros sin domar, los hicieron arrodillarse en fila, a la distancia justa y precisa. Ninguno de ellos —ni ejecutores ni condenados— emitió durante toda aquella lenta operación el sonido de una sola palabra. Llegó el verdugo, que superaba en altura a todos los demás, de fuertes espaldas y largos cabellos rubios que, al juntarse con la barba, formaban un casco alrededor de la cabeza. Miró al emperador, esperó su silencioso asentimiento, caminó lentamente hacia Lépido, el hombre que se había casado con la hermana del emperador y que, de rodillas sobre las piedras del patio, temblaba, llegó a su altura y se detuvo.

A continuación levantó despacio, con las dos manos, su pesada espada barbárica y, con una terrorífica contorsión de todos los músculos del cuerpo, desde los talones hasta los hombros, la abatió con fulminante potencia mientras lanzaba destellos, iluminada por el sol. La cabeza del hombre arrodillado rodó por el suelo; su cuerpo cayó hacia un lado. Y la violencia había sido tal que la sangre no empezó a manar hasta pasados unos instantes.

El verdugo, con la misma calma espeluznante, se puso al lado del siguiente condenado, que era Getúlico. El emperador vio que este había cerrado los ojos. Con él y con los otros cinco, el verdugo repitió exactamente los mismos gestos. En ningún caso fue necesario un segundo golpe. Cuando las siete cabezas estuvieron en el suelo, se volvió, miró al emperador y lo saludó levantando la hoja ensangrentada del arma. Durante todo ese tiempo, entre los miles de hombres presentes no se había oído una voz. Y el emperador se dio cuenta de que ordenar la muerte de alguien ya era simplemente —como lo había sido para Augusto y Tiberio— la fría y omnipotente sensación de un instante.

«Musculi», máquinas obsidionales

Por la noche, el emperador se sentó a la mesa en el praetorium. No le pesaba el cansancio del viaje y constató que lo sucedido le producía alivio, sin turbación de ninguna clase.

A su derecha, Servio Galba, el nuevo comandante del frente del Rin, levantó con moderación la copa de vino.

—Tu padre habría actuado igual que tú —declaró escuetamente—. Pero tú quizá seas incluso mejor jinete que él. Nadie más podría haber recorrido tantas millas en tan pocos días.

—Me enseñó a montar el tribuno Cayo Silio —recordó el emperador, y el nombre los emocionó a los dos.

Los historiadores escribieron que, en los pocos años de su reinado, Cayo César había recorrido bastantes más millas que otros emperadores que dirigieron el imperio mucho tiempo. Resistía las fatigas del viaje, cabalgar, navegar en estaciones peligrosas, encontrar en los caminos el sol de Sicilia y el invierno en los bosques del Rin. Viajando así, sin estorbos y sin anunciarse, como le había enseñado Germánico, descubría la realidad de las cosas, fuera del enmascaramiento de la pompa oficial. Su llegada aterrorizaba a algunos y entusiasmaba a muchos. Se preocupaba de que las vías del imperio favorecieran los traslados rápidos. Se enfurecía con los curatores viarum —que eludían más que el resto los controles sobre el dinero gastado— si encontraba polvo y barro. Se las compuso para que a un cuestor holgazán que descuidaba las vías de Roma unos mílites le salpicaran de barro la toga. Y la anécdota había llegado a las legiones, que pisaban más barro que nadie.

Ahora, entre las legiones del Rin, los olores, las voces, los lejanos toques de las bocinas que señalaban el cambio de centinela en las vigiliae nocturnas, una orden transmitida con la tuba en el inmenso castrum, otra con el lituus, volvía un mundo familiar, y sin duda alguna podría dormir.

—Es bueno que estés aquí —dijo Galba—. Este es el lado débil del imperio. Has pacificado la frontera del Éufrates, pero esta frontera no se pacificará nunca. Si un día, dentro de cuatrocientos años, enemigos de los que hoy no imaginamos ni el nombre rompen los limina, las fronteras del imperio marcadas por Augusto, para dirigirse a Roma, no cruzarán el Éufrates o el Danubio, sino el Rin.

El emperador le contó que, en los años que pasó en Capri, había tenido tiempo de leer —y de meditar sobre él— el compendio de ciencia militar del gran Vegetius, Epitome de re militari, que entre otras cosas hacía una relación de durísimos consejos para impedir rebeliones y desfallecimientos entre los legionarios, como esos a los que Getúlico había dejado ir a la deriva.

—Excepto mi legión —replicó sin sonreír Galba, que era famoso por su mano de hierro—. Con todos los demás, empezaremos mañana por la mañana. Centuriones y decuriones aplicarán todos los reglamentos al pie de la letra. Y los castigos. Ordenaremos una serie de maniobras. Es el ejercicio más saludable: hacerlos andar por los bosques con equipo de combate, dormir al raso, cavar fosos. Cuando les digas que paren, te darán las gracias.

Anunció que tenía en mente la lista de los oficiales que a la mañana siguiente, cuando se presentaran en el praesidium, eliminaría de los mandos y despediría en el acto; les daría el tiempo justo de hacer el equipaje. Dijo que sabía a qué hombres ascender para que ocuparan sus puestos. Garantizó que las legiones, una vez enderezadas, limpiarían las orillas del Rin de las incursiones germánicas.

Mientras tanto, la ambiciosa hermana del emperador, que había partido perezosamente en un carruaje cubierto, se había percatado con terror de que no era escoltada con los honores correspondientes a su rango, sino controlada como una prisionera por dos cordones de guardias germánicos que pasaban sin detenerse por las mansiones donde habitualmente se descansaba, se preparaban guisos de carne salada, se lavaban sumariamente en los arroyos, bebían su alcohólica cervisia de cebada y lúpulo, acampaban en los bosques y la obligaban a dormir, con sus mujeres, acurrucada dentro del carruaje.

Ella intentó protestar, informarse, suplicar. Pero, tal como había previsto el emperador, los germanos no entendían ni una palabra de lo que decían ella y sus mujeres, y le traía sin cuidado. Llegó desfallecida, días después de que hubieran tenido lugar el proceso y las ejecuciones.

El emperador apenas le dirigió una mirada: estaba sucia, despeinada, casi irreconocible por el miedo.

—No hay tiempo para llorar —dijo.

Y ella, que había soñado con el imperio después del asesinato de él, se echó a temblar ante la idea de tener que morir. Sin embargo, él, con una decisión que nacía del yo profundo, hizo que le entregaran las cenizas de Lépido en una urna y, con ese equipaje, la mandó inmediatamente de vuelta bajo vigilancia, en un viaje extenuante.

—No te enviaré lejos —dijo sin mirarla—. Te bastará una isla, como a nuestra madre.

Pero no permanecería mucho tiempo lejos del imperio. Puesto que se llamaba Agripina, como su difunta madre, los historiadores la llamarían Agripina Menor. Era tremendamente ambiciosa y cínica; el destino la había hecho madre, con su violento primer marido, de un niño no deseado y no amado. Ese pequeño se convertiría en emperador y llevaría el nombre de Nerón.

Por la noche, Galba dijo al emperador:

—Mis speculatores me sugieren vigilar a los britanos; sus bandas armadas están moviéndose.

Britania era una isla indómita que, como Germania, nunca llegaría a estar totalmente bajo control romano. A las legiones («estos son hombres de tierra; no es la classis de Miseno») no les gustaba dejar las provincias seguras de la civilitas para trasladarse a esa isla desconocida en medio del Gran Mar Septentrional, azotado por vientos gélidos y lleno de monstruos en sus aguas profundas.

—Pero aun así tendremos que llevarlas —declaró Galba con frialdad de técnico.

—No quisiera perder a estos hombres en medio de ese mar. Ya sucedió una vez con mi padre y fue trágico.

No dijo que la idea de que su nombre quedara vinculado a una guerra le producía un rechazo angustioso; conseguir no declarar guerras era la última isla no sumergida de sus innumerables sueños.

—Quizá sea suficiente con mostrar nuestra fuerza a los britanos —dijo—. Se han olvidado de nosotros porque hace demasiado tiempo que no nos ven.

A orillas del océano Británico, en el punto más estrecho de lo que hoy llaman el Canal, el emperador reunió a tres legiones, como si preparase una invasión, con las máquinas de guerra y de asedio llamadas, ya desde los tiempos de Julio César, musculi. En la isla se corrió el rumor de que estaban preparando un desembarco: las legiones ya habían acampado en la playa. Despertaron temores que llevaron días más tranquilos. No estalló ninguna guerra. El sueño —o la utopía— del emperador no se rompió. Pero era una pausa breve; años después, cuando Roma hizo nuevos planes de expansión imperial, la guerra volvería.

Mientras tanto, en Roma, patrullada por los pretorianos como en los tiempos de Tiberio y controlada por Domicio Corbulo, nadie sabía realmente adónde había ido el emperador. Y las noticias de la conjura fulminantemente abortada llegaron como un huracán. Que la intervención del emperador había sido aterradoramente rápida lo confirman los poquísimos días transcurridos entre su partida de Roma y los solemnes ritos celebrados por los fratres arvales en agradecimiento a los dioses, que habían protegido su vida.

—Se ha protegido solo —puntualizó el frío Calixto, por primera vez sorprendido, y preocupado, de haber permanecido ajeno a todo. No obstante, públicamente participó en el rito con ostentosa emoción.

El senador Valerio Asiático, que con sabiduría había conseguido ya controlar cientos de votos en el Senado, paseando por los soportales de la Curia comentó entre los suyos:

—Los necios son siempre responsables de su propia perdición. ¿Cómo podían pensar que los legionarios arriesgarían sus vidas para seguir a individuos como Lépido o Getúlico…? Algunas fieras —añadió con sarcástico odio— son cazadas a campo abierto, con flechas y perros. Pero hay otras —dijo meneando la cabeza— que para cazarlas debes llenar de humo la entrada de la madriguera.

Milonia también se había enterado de todo. Estaba embaraza ya y los Alpes estaban cubiertos de nieve, pero ella le había dicho a su hermano que, si no lograba reunirse enseguida con el emperador, prefería morir. Y Domicio Corbulo solo pudo anunciar a este que Milonia estaba llegando a Lugdunum. Así pues, el emperador la vio aparecer en la pesada raeda, el carruaje de origen gálico, y poner pie a tierra con movimientos cautos y un poco inseguros. Y él, rodeado como estaba de tribunos y magistrados, corrió a su encuentro y la abrazó, movido por la misma ternura que había visto de pequeño entre su padre y su madre. Le dijo que no conseguía librarse de ella, como tampoco Germánico había conseguido librarse de Agripina.

—Quería que estuviéramos a tu lado —dijo ella, hablando ya en plural. Y él se quedó sin respiración.

Al día siguiente, al amanecer, contempló con una sensación nueva a Milonia, que, cansada del viaje, dormía con la cabeza hundida en las almohadas. No la acarició para no despertarla; solo le rozó con dos dedos un mechón de sus oscuros cabellos. Pero ella se despertó casi enseguida.

—Tienes que levantarte —le dijo él—, porque hoy nos casamos.

La noticia de que la cuarta esposa del emperador, la madre del heredero imperial, era hermana del glorioso tribuno militar Domicio Corbulo, de extracción plebeya, y no hija de un poderoso pero odiado senador, entusiasmó a las veinticinco legiones del imperio.

De modo que la primera hija del emperador, la que había sido concebida, como en el rito de religiones lejanas, sobre las aguas del lago sagrado, nació en la Galia, en Lugdunum, que más tarde llamaríamos Lyon. Le puso el nombre de Julia Drusila, como su hermana fallecida. Había temblado mientras la pequeña nacía, se había ido lejos a esperar, había hecho promesas como un supersticioso campesino egipcio, no había logrado apartar de su mente lo sucedido en Antium. Esta vez, sin embargo, la felicidad había llegado fácilmente, enseguida. Y él, siguiendo un impulso irracional, decidió enviar al templo del lago Nemorensis ofrendas preciosas para Isis, la Diosa Madre, y para su pequeña, la diosa niña Bastet, representada por una sinuosa gatita.

La nieve había cubierto montes y llanuras del septentrión; era imposible viajar. El emperador, Milonia y la niña pasaron un agradable invierno —tranquilos y caldeados sueños por la noche, el sol sobre la nieve por la mañana— en Lugdunum. El emperador comprendió —aunque no podía decírselo a nadie— por qué Tiberio había considerado Roma un lugar atroz para vivir, hasta el punto de no volver en doce años.

Pero, en su caso, los dioses querían que volviese. Y eso fue lo que hizo cuando, finalizado el invierno, la nieve desapareció de los Alpes. Al llegar a Roma, todos se percataron de que el número de los guardias germánicos que lo acompañaban se había duplicado.

Desde la primera noche, sobre la cabecera de oro y marfil de su cama volvió a agazaparse el dios pálido del insomnio.

—He decidido llamar a Manlio para que venga enseguida —le dijo a Milonia cuando se hizo de día—. Quiero una residencia privada por donde no circule nadie a quien no me guste ver, donde tú puedas ir a cualquier parte del jardín, donde Julia Drusila corra con libertad como todos los niños…

—Oh, sí —contestó Milonia abrazándolo.

Y él la estrechó contra sí.

—Quiero disponer de tiempo para mí, como en Lugdunum.

—Allí ha sido maravilloso —dijo ella con un hilo de voz, porque el corazón le sugirió que días como aquellos no volverían.

—Pensaba en la villa que Mecenas le regaló a Augusto. Manlio la pondrá en condiciones enseguida. Mecenas era un coleccionista, así que hay grandes espacios, y yo quiero salas con la luz adecuada, en cuyas paredes colocar las pinturas que me gustan. Y pasear contemplándolas.

El filósofo judío Filón de Alejandría, que deseaba ver al emperador, fue conducido allí y se quedó atónito al ver que revisaba personalmente los trabajos de decoración. Los artesanos estaban montando ventanas cuadriculadas que Filón no había visto nunca; no llevaban protecciones de tela o alabastro, sino finas placas de «cristal transparente», es decir, rarísimos cristales que venían de los hornos de Tiro, y el día entraba en las salas, con el cielo, el sol, los jardines. Luego el emperador se trasladó rápidamente a un pabellón contiguo, donde estaba montando una galería de pinturas. Porque, para el joven emperador que coleccionaba toda forma de arte, llegaban de todas las ciudades del imperio y de los reinos aliados espléndidos regalos encaminados a satisfacer sus gustos.

A esas alturas ya había demasiados senadores que vivían con el corazón en un puño. Temían a las legiones de Domicio Corbulo y a los pretorianos, que, con lo bien pagados que estaban, podían rodear la Curia en un momento. Aun así, algunos insistieron en que Julio César había sido agredido precisamente en la antigua Curia de Pompeyo, atacado por la espalda mientras estaba de pie, rodeado de dignatarios que habían fingido pedir clemencia para un exiliado, y ninguno de los suyos había conseguido salvarlo. Sin embargo, otros senadores replicaron que Augusto había vengado implacablemente aquel asesinato, destruyendo no solo a sus autores sino incluso la memoria del lugar donde había sido perpetrado. La vieja Curia había sido cerrada y al lado, a modo de insulto, Augusto había construido las mayores letrinas públicas de Roma.

El recuerdo de la muerte de Julio César había anidado también en la mente de Tiberio; por eso había querido en la nueva Curia un asiento aislado y alto. Cayo César se dio cuenta de que era necesario imitarlo, y como a los senadores les aterrorizaban sus formidables e incorruptibles germanos, los Corporis Custodes, con los que era imposible comunicarse, empezó a rodearse de ellos también durante las sesiones.

—¿Os dais cuenta? —dijo el senador Valerio Asiático, saliendo con ostentoso disgusto de la Curia sometida a vigilancia—. En Roma ya no se sabe si los enemigos son los bárbaros o los senadores.

Mientras decía esto, estaba atravesando el grandioso Foro Romano seguido de su cohorte de partidarios y clientes, y parecía no percatarse de la actitud hostil de la multitud que cedía el paso a sus siervos despacio, casi rozándolos con una negligencia renuente, apartándose en el último momento y solo porque debía hacerlo. Pero sus atentísimos ojos percibían, en aquel peligroso silencio, que habría bastado una incitación, un grito para que —ante la tremenda indiferencia de las cohortes pretorianas y la impasible inmovilidad de los germanos— ninguno de los que, como él, llevaban en la toga la franja de la púrpura senatorial consiguiese llegar vivo al otro lado de la plaza.

La noche en los Jardines Vaticanos

El emperador ya no podía renunciar a los speculatores, los espías. Creía que eran una protección, pero descubrió que eran la más ciega autotortura que podía infligirse. Había muchísimos, desocupados de los tiempos de Tiberio, felices de presentar una scida, un documento, de susurrarle al oído noticias que le harían ponerse lívido. Y sobre su mesa cayó una concreta y grave delación: el senador Papinio y un joven de familia noble que se llamaba Anicio Cerialis habían urdido otro complot.

«La Curia senatorial es un campo de ortigas —había dicho Tiberio—. Puedes arrancarlas hasta destrozarte las manos, pero entre la paja se esconden más».

Al igual que la paja alimentaba las ortigas de Tiberio, el miedo físico, la pérdida de los privilegios y la ambición alimentaban las intrigas. Y el emperador —con tres años más que cuando había accedido al poder—, con la fría seguridad de la experiencia, hizo arrestar en secreto a esos dos acusados mientras estaban lejos de Roma. Los interrogadores amenazaron con la tortura y ellos —sobre todo el joven Cerialis—, antes de que lo tocaran, cedieron.

—Es verdad —confesó sollozando este último—, se está buscando la manera de asesinar al emperador.

Sin dejar de llorar, declaró que se había visto estúpidamente atrapado por malas compañías.

—Yo quería escapar —dijo—, pero me amenazaron de muerte. Protegedme —suplicó.

Tras hacer estas declaraciones, el joven descubrió que se había convertido para los interrogadores en alguien invulnerable y valioso. De hecho, le prometieron impunidad; y él escogió el camino que, a lo largo del tiempo, muchos otros seguirían con el mismo celo rentable: se arrepintió. Y respondió a las preguntas más allá de toda expectativa, anticipándose incluso a ellas.

—El joven Cerialis —informó el jefe de los interrogadores nos ha enumerado de memoria a sesenta y seis personas. Asombroso; a los escribanos les costaba seguirlo.

Pero resultaba difícil —como resultaría en el futuro— separar las informaciones verdaderas de las invenciones apetecibles. Cerialis pasaría a la historia como uno de los más desastrosos delatores, entre otras cosas porque, entre los acusados, incluyó hasta a su padre, célebre senador contra el que sentía un secreto odio a causa de matrimonios obstaculizados y herencias no compartidas.

—Esto no es una conjura, es un sodalitium —dijo Domicio Corbulo, el único en quien confiaba el emperador.

—Yo creo —contestó instintivamente este— que muchos de esos solo han hablado demasiado y después de haber bebido.

Enseguida fue evidente que el joven Cerialis, con siniestra astucia, los había nombrado a fin de que su inocencia manifiesta suscitara dudas sobre la culpabilidad de los otros.

Entonces, mientras los interrogadores naufragaban, los speculatores, ofendidos en su profesionalidad, demostraron que sabían trabajar y presentaron pruebas que no pudieron ser desmontadas contra cuatro o cinco de aquellos personajes, entre ellos el padre del joven arrepentido y un magistrado de muy alto grado, un cuestor.

—Este es el verdadero núcleo de toda la historia —dijo Domicio Corbulo contemplando aquellos nombres—. El resto era humo. No es tonto, el joven Cerialis.

El emperador no dijo nada. Notó que no se sentía turbado; su alma había envejecido. Pensó, en cambio, que solo tenía que hacer un gesto para aplastar a aquellos cinco.

—La compasión, la sensatez, el buscar el acuerdo, la tolerancia no sirven de nada. Gracias —dijo a los interrogadores, que lo miraban en espera de su decisión—. Es conveniente reflexionar unas horas —añadió con calma.

Mientras ellos salían, vagamente decepcionados, a él le volvió a la mente una frase antigua. ¿Quién la había escrito? «Si tienes el poder, debes defenderlo solo». Luego, irracionalmente, pensó en Milonia y en la niña, sintió que deseaba furiosamente vivir. En secreto, encerrado en sí mismo, de noche, decidió ejercer aquel derecho absoluto de vida y de muerte que en Capri —cuando aquel sádico liberto le había mostrado las rocas al fondo del acantilado, donde Tiberio empujaba a estrellarse a los condenados— le había producido arcadas.

Ordenó arrestar a aquellos cinco en el corazón de la noche, llevarlos tal como se encontraban, medio vestidos, al otro lado del río, a los jardines del nuevo Circo Vaticano, allí donde años antes había sido arrestada su madre. La elección de ese lugar, inapropiado como pocos para un proceso, a muchos les pareció un cruel homenaje a la difunta. Reunió con furia a un grupo de senadores, los cuales, en cuanto sus cerebros arrancados al sueño se despejaron, vieron la cruel oportunidad de saldar odios antiguos y, todos de acuerdo, constituyeron una especie de confuso tribunal.

—Interrogadlos —dijo el emperador— y juzgadlos según las leyes de Roma.

Se alejó por los jardines, y los senadores dejaron a los conjurados en manos de los inexorables germanos, los interrogaron inmediatamente, antes de que se recuperaran de la sorpresa del arresto. Hicieron careos entre los detenidos y los acusadores; el enfrentamiento más dramático de todos fue el del padre y el hijo, a quien el primero creía todavía en Sicilia y que se odiaban desde hacía años. Ordenaron torturarlos y azotarlos, más violentamente que al resto al que los cómplices señalaban como el jefe.

—Es el cuestor Betileno Baso —dijeron satisfechos al emperador.

Mientras sucedía todo esto en plena noche, el emperador caminaba solo por los senderos del parque que tiempo atrás le había sido muy querido. Buscaba la oscuridad; pero sabía que en esa oscuridad vigilaban, distribuidos en un orden invisible, decenas de infatigables germanos. Se sentía envuelto en una agobiante seguridad y a la vez sentía que no podía esconder la cara. Llegó a la exedra y, a la débil luz de las antorchas, paseó entre los asientos vacíos.

De pequeño, mientras veía morir a su padre, aquel sufrimiento le había parecido tan cínicamente despiadado que se había dicho: «Los asesinos no imaginan la masa de sufrimiento humano que sus acciones provocan». Su alma se había llenado de sueños luminosos y pacíficos, un deseo espiritual de disolver el dolor ajeno. Pero ahora, haciendo balance de aquellos primeros años de gobierno, estaba seguro de que el dolor ajeno no le importaba a nadie. Quien actuaba movido por el demonio del poder era lúcida y orgullosamente ciego al sufrimiento, bien se tratara de una sola víctima indefensa o bien de cientos de miles de condenados a perecer de hambre en un asedio. Precipicios de crueldad inimaginable. «El poder es un tigre».

En ese momento le pareció oír voces demasiado altas. En realidad, eran gritos en la muda noche de Roma, gritos proferidos a intervalos, adheridos a los remolinos del río cargado de lluvia.

Un hombre gritaba, y al principio dio la sensación de que era con voluntad de ser oído.

—Todos te odian, a ti y a los tuyos desde hace tres generaciones, malditos…

Pero después fueron bramidos, y entre los bramidos pareció que sonaban nombres. El emperador se alejó. Allí, los interrogadores exigían:

—¡Habla!

El interrogado gritó a causa del dolor insoportable y al emperador le pareció que decía:

—Calixto…

El emperador se detuvo: ese nombre, en medio de un interrogatorio. Pero no se oyó nada más, aparte de gemidos.

Los interrogadores, como si no hubieran oído, continuaban insistiendo:

—Los nombres, todos los nombres.

El hombre sollozaba, amenazaba, suplicaba:

—Ayudadme…

¿Suplicaba o acusaba? Los interrogadores acosaban, indiferentes al torturador que apretaba; eran verdaderas tenazas, tanacula, aplicadas en los músculos de las piernas. El hombre gritaba, lloraba, vomitaba.

—Los nombres, repite todos los nombres —insistían.

—¡Ayúdame! —gritó, retorciéndose—. Sácame de aquí… Hablábamos todos los días y ahora no te veo…

El emperador se preguntó, sintiendo que se quedaba helado, si los interrogadores fingían no comprender. Oyó la orden clara y firme de un senador:

—¡Otra vez!

El grito del hombre fue interminable, y cuando se quedó sin aliento, escupió:

—Mátame…

—No saben nada más —declaró el experto torturador, aunque diciéndolo no sabía a quién estaba salvando.

—A muerte —sentenciaron los jueces.

Se dirigieron al fondo de la oscura exedra donde aguardaba el emperador.

Él preguntó, sin distinguir sus caras:

—¿Los habéis juzgado?

Sus voces respondieron que sí. Un guardia germánico levantó una antorcha. Estaban blancos; un senador llevaba la toga salpicada de sangre. El emperador pensó que en momentos como ese Tiberio debía de atrincherarse en sus aposentos de Villa Jovis y quizá no veía nada. Allá abajo los gritos no se oían. Aquel senador ordenó:

—Ejecutad inmediatamente la sentencia.

Desde el fondo, una voz gritó:

—¡Te acordarás de nosotros cuando llegue tu hora!

—Y nada de entregar los cuerpos a los parientes —ordenó el senador—. Arrojadlos al río aquí abajo.

Pareció que el emperador no había oído; los demás fingieron con él. Pero él notaba que la violencia estallaba en su alma como un dique agrietado. Séneca lo había dicho: «El hombre no sabe qué encierra realmente en su interior hasta que no llega la ocasión».

Nadie supo decir dónde y cómo había pasado aquella noche el ambiguo Calixto. Con el tiempo se sabría que aquellos conjurados destinados a morir estaban más cerca de él de lo que se pensaba. Pero antes del amanecer los habían decapitado a todos. Sus cuerpos torturados habían acabado ignominiosamente en el río, allá abajo, donde un remolino lo engullía todo en el acto. El agua corría, alguno quedaría brevemente enganchado en un cañizar, atascado bajo un puente, pero después la caudalosa corriente lo arrastraba todo, lo llevaba lejos, hacia la desembocadura turbia y arenosa en el Tirreno. Y pasó el peligro de que alguien hablase.

Un mílite llevó al emperador su corcel, Incitatus, nervioso en la oscuridad; y él sintió alivio al pasarle la mano por el cuello, al percibir su emoción fiel. Inmediatamente, los germanos se apiñaron a su alrededor montados en aquellos caballos altos, de grupa ancha y cascos pesados, una muralla, que venían de las llanuras de la otra orilla del Danubio. Entre ellos, el emperador cruzó el río por el novísimo puente que se extendía sobre cuatro grandes arcos, uniendo el corazón de Roma con el grandioso Circo Vaticano, y pensó con amarga ironía que, después de la inauguración, lo recorría de nuevo precisamente una noche como aquella.

El cielo empezaba a clarear detrás de las negras siluetas de los pinos de Roma. Los hombres que lo acompañaban permanecían impasibles, rostros que venían de tierras lejanas, pero que no podían volver a los países donde habían nacido porque habían escogido combatir contra los de su sangre. Más despiadados que nadie, fieles y fuertes, habían tenido otras aspiraciones; y ahora, aunque no habían entendido una sola palabra latina, estaban orgullosos de cómo había terminado la noche.

Subieron la cuesta del monte Palatino y el emperador pensó que era terrible rodearse de soldados extranjeros en medio de la gente de uno. ¿Era eso el poder?

Atravesó las salas donde esperaban libertos y esclavos, funcionarios y augustianos, exhaustos tras pasar la noche en vela y atemorizados. No miró ni siquiera a Helikon, petrificado en una esquina del atrio. Entró en su habitación y despidió a todos; por primera vez, Milonia lo siguió sin ser llamada y se encerró dentro con él.

La cámara revestida de oro

El emperador dejó caer todas las vestiduras como si estuvieran sucias, pero era de sí mismo de lo que quería despojarse. Se echó en la cama, se volvió boca abajo, escondió los ojos de la luz. Milonia se tendió a su lado; en silencio, le acariciaba la espalda y la nuca. Él esperó que no se diera cuenta de que estaba a punto de llorar.

Entretanto, en la habitación se encendía la luz de un amanecer precioso y en la ciudad el episodio se difundía con todos sus detalles de atroces crueldades. En algunas prestigiosas residencias, las puertas eran cerradas precipitadamente debido a un luto ignominioso y sin funerales; la noticia del tremendo proceso nocturno corría de boca en boca; los demás senadores, despertados con sobresalto, se reunían en corros atemorizados junto a los amigos más cercanos. Pero la Curia estaba vacía y cerrada, desierto el inmenso, triunfal, espacio de los Foros, con los pórticos todavía llenos de sombras. En las calles despejadas, entre los palacios cerrados, resonaba el paso regular de las cohortes de Quereas y Sabino que patrullaban la ciudad. Los que ya habían salido de casa se refugiaban en los portales y caminaban deprisa, como en los tiempos de Tiberio. Los Germani Corporis Custodes montaban guardia en todas las entradas del Palatino, insensibles e inmóviles, encerrados en su silencio extranjero.

El emperador notaba entrar por las ventanas el insoportable silencio de Roma. Acariciándolo, las manos de Milonia intentaban desprender de su piel las tremendas sensaciones de la noche; la tibieza de su suave cuerpo se adhería a su costado. «Las mujeres —pensó él— no saben lo importantes que son sus manos para un hombre». Hubiera querido decírselo, casi como una súplica, pero se calló. Y sentía el recorrido de las caricias, una tras otra, la única relación físicamente humana que le quedaba.

De repente pensó que haber leído en público los documentos secretos de Tiberio había sido un error irreparable. El pensamiento le invadió el cerebro con una claridad absoluta. «Debía haberlos escondido, cogido a los culpables de uno en uno, en silencio. El arte con el que Tiberio destruyó a los populares». Pero al cabo de un momento se dijo que no habría podido, porque los senadores habían aprobado aquellos asesinatos legales con mayorías arrolladoras. «¿A quién hubiera tenido que matar y a quién no?».

Las caricias se transformaron en molestia. Casi enseguida notó que las manos de ella se apartaban y le extendían sobre el cuerpo una manta ligera. No se movió. En cualquier caso, el error era irreparable. Todos los que aquel día oyeron su nombre no se tranquilizarían jamás. «Un error mayúsculo, fruto de la juventud. Creía que mi dolor, mi necesidad de justicia, mi estúpido perdón arrastrarían a los senadores. Pero los dolores ajenos solo producen miedo de la venganza o fastidio por tener que intervenir». Errores que llevaban a quién sabe dónde, como las olas del mar avanzan al azar. Después de aquel torpe complot en la Galia, Galba había dicho: «Los estúpidos se eliminan solos». Sin embargo, mientras él reía, los supervivientes habían sustituido en silencio a los caídos. Era el mito de la hidra: las cabezas volvían a nacer más deprisa de lo que era posible cortarlas. El Senado era el cuerpo blando, temeroso, traidor y letárgico de un animal indefinible que todas las mañanas iba a agazaparse a la Curia y de vez en cuando, insatisfecho, atacaba a muerte.

También el sagaz Calixto había caído en ese error. «Pero, en su caso, ¿fue de verdad un error?». En realidad, desde aquel momento Calixto se había convertido en el intermediario omnipotente —el único en todo el imperio— entre los culpables, aterrorizados y suplicantes, y la ira del emperador.

«¿Cómo gestionaron el poder los hombres que estuvieron aquí antes que yo, Julio César, Augusto, Marco. Antonio, Tiberio, y aquella única mujer, una leona entre todos aquellos tigres, Cleopatra?».

Augusto había conseguido mantener apaciguada a la hidra de seiscientas cabezas durante más de cuarenta años. Había construido a su alrededor una fortaleza invisible: leyes, ordenamientos, concesiones, prohibiciones, alianzas, garantías, controles. Todo eso se convertiría, durante siglos, en la más alta escuela de gobierno. Y en toda la historia nadie personificaría la trascendente y espiritual inexorabilidad del poder como sus serenos retratos, en los que desde ningún punto se consigue encontrar realmente su mirada. ¿A quién había buscado como consejeros? A esos pocos amigos personales y sin poder que Roma llamaba «el grupo de los veinte». Pero en toda su vida, al final, solo a dos: Marco Agripa y la terrible Livia.

Julio César, en cambio, no había tenido a nadie; y lo habían matado, en público y en medio de la Curia. ¿Durante cuánto tiempo había llevado dentro la idea de la muerte que despertaba todas las mañanas con él? Y sin embargo, el destino le había enviado advertencias: un día, había encontrado sospechoso el semblante pálido y ceñudo de Casio.

«Creías que te querían, pero no te quieren. La relación entre tú, que tienes el poder, y todos los demás no es una relación entre seres humanos». ¿Quién era aquel antiguo tirano que iba disfrazado por callejas y tabernas para saber qué pensaba de verdad la gente de él? Hundió la cara en la almohada. «El poder es un tigre —se dijo con desesperación—, pero está agazapado sobre una roca, solo, mientras una jauría de perros ladra a su alrededor».

Con los ojos cerrados, comenzó a buscar la lejanísima oscuridad en la que había desaparecido la sombra de su padre. Hablaba con él, o se ilusionaba con la idea de que sus pensamientos encontraran algo al otro lado de la muerte. «¿Durante cuánto tiempo tuviste tú también ese presentimiento? ¿Era esto lo que querías decir cuando me hablabas y me cogías de la mano?».

«En el templo de Ab-du, en el centro de la inmensa necrópolis —decía el sacerdote de Sais—, hay una cámara subterránea al final de no sé cuántos peldaños, porque el templo por el que nosotros caminamos está construido sobre los cimientos de seis templos más antiguos, uno encima de otro. La escalera baja hasta el fondo, hasta el templo original, construido cuando los hombres no conocían aún la escritura. La pequeña cámara, allá abajo, está totalmente forrada de oro, como el sarcófago de un phar-haoui, pero sin inscripciones, porque los muertos ya no pueden leer. Allí debes encender tu débil candil, y de pronto la cámara resplandece: el suelo, las paredes, encima de tu cabeza. Entonces dejas caer sobre el candil, de uno en uno, para que ardan, los granos de khfir, el perfume cuya fórmula solo conoce el phar-haoui, y los muertos a los que amas acuden —prometía el sacerdote—, estén donde estén, acuden atravesando las paredes, porque les gusta la luz y desean intensamente ese perfume. Pero tú jamás podrás verlos; solo puedes oír su respiración, alrededor de ti, mientras se embriagan de luz e inhalan con pasión el perfume. Entonces puedes hacerles preguntas, pero cortas y en voz muy baja, porque vienen de lejos y están cansados. Y no oirás nunca su voz. Sus respuestas son soplos amorosos que te rozan la oreja y de repente se desarrollan en tu mente, como si fueran pensamientos tuyos. Pero no te dejes atrapar por este encantamiento, porque si, por desgracia, los retuvieses allí cuando se acerca el día, se abismarían, desesperados, y no tendrías nunca más la posibilidad de convocar a ninguno. En un momento dado, sabrás que debes despedirte de ellos aunque te parta el corazón. Dejarás que se consuma el último grano de perfume y luego cogerás el candil y, soplando suavemente, lo apagarás. Después, a oscuras, con el candil apagado enfriándose en tu mano, buscarás a tientas la puerta y saldrás, y subirás los ciento veinte peldaños de la escalera antes de que la aurora ilumine la arena». Pero ¿de verdad había dicho todo eso el anciano sacerdote? ¿O los recuerdos se habían mezclado con sus angustiosos sueños?

El emperador se volvió hacia un lado de la cama creyendo que estaba solo. Y el sol ya estaba alto. Y Milonia estaba en cuclillas mirándolo.

Él se emocionó y empezó a decir:

—Nosotros dos…

Pero se interrumpió porque ella, impulsivamente, lo abrazó, se abandonó sobre su pecho pegando la cara a su piel, haciéndose pequeña, con tanta ternura que él le acarició el cabello y la estrechó contra sí. Era realmente pequeña, pensó, la única persona que lo amaba de verdad y tanto.

Ella alzó los ojos desde debajo de la pesada masa de cabellos todavía despeinados y, en el silencio absoluto que dominaba los palacios imperiales cuando se pensaba que el emperador había conseguido dormirse, murmuró:

—Has dicho nosotros…, tú y yo…

Él la miraba con ternura y no alcanzaba a comprender que para ella aquel pronombre era vertiginoso, era la seguridad de que, entregándosele de modo tan incandescente y total, había entrado en él y echado raíces.

Pero Milonia no hablaba nunca; hablaban sus ojos, sus cabellos y sus manos. Él la rodeó entre sus brazos, la estrechó muy fuerte, y ella exhaló un suspiro, como si se asfixiara. Él repitió, en el silencio del amanecer:

—Tú y yo, nosotros dos, iremos a Egipto.

—Oh… —dijo Milonia.

—Lo he pensado ahora. No dormía; este silencio que creáis a mi alrededor es inútil.

No confesó que la idea se le había ocurrido igual que, en la cárcel, un preso descubre una vía de evasión. «Lejos de Roma», pensó, pero lo que dijo fue:

—Egipto se acuerda de mi padre y de lo que hizo, y de cómo perdió la vida. Iremos a donde fueron Marco Antonio y Cleopatra —prometió—. Iremos a Iunit Tentor.

No le dijo a la mujer que temblaba levemente entre sus brazos cuáles habían sido sus largos y melancólicos pensamientos. Se había preguntado qué quedaría del flujo de ideas nacidas en aquellos años. Se había dicho que era un continuo echar piedras al enorme plato de una balanza; pero él estaba solo, y el plato de la balanza, inmóvil.

Al final de su primer año de gobierno, cuando había descubierto que el poder necesitaba garras, se había dicho: «Debería escribir. Pero los escritos son frágiles; basta un gesto para arrojarlos al fuego». Era primavera, cuando el ruiseñor canta en las últimas horas de la noche. Lo había escuchado con los ojos cerrados, hasta que se había callado. Había pensado que quizá Augusto había grabado su historia en bronce y en mármol después de pensamientos como esos. «Escribiré sobre las piedras de los templos, como los antiguos phar-haoui», se había prometido a sí mismo. Su gran proyecto egipcio había nacido aquella noche. Y, tal como él había intuido, ningún historiador hablaría nunca de él; solo las piedras.

Acarició los cabellos de la mujer y dijo:

—Vi el templo de Iunit Tentor con mi padre.

Germánico había murmurado: «Es una biblioteca de piedra». Toda la historia, la ciencia y la mística egipcias estaban esculpidas y pintadas sobre las inmensas superficies de granito: las paredes, las columnas, los techos, los capiteles hatóricos, las hojas y los cantos de las puertas, un vertiginoso acoso de imágenes, sin un palmo de espacio libre.

—Vi, alrededor del jem —dijo el emperador—, las cámaras que habían contenido los instrumentos de los ritos: el oro, el electrón, los perfumes, los instrumentos musicales, las vestiduras sagradas. Pero estaban derribadas y vacías; solo quedaba el recuerdo, las inscripciones esculpidas en las paredes. Los sacerdotes levantaron las trampillas de piedra para que bajáramos a los sótanos; y allí, las inscripciones tenían mil quinientos años de antigüedad. Nos dijeron que dentro de los inmensos machones hay excavadas pequeñas criptas, cubiertas de otras inscripciones secretas, algunas tan antiguas que llevan el nombre del phar-haoui Meriri. Durante la invasión de Augusto las tapiaron y ahora nadie es capaz de encontrarlas. Pero están allí. Los sacerdotes decían que las descubrirán dentro de no sé cuántos siglos.

Un solo pensamiento ocupaba la mente de Milonia mientras escuchaba: «Marcharse de Roma con él, lejos de estos palacios con mil puertas. Fuera de aquí, donde a cada paso encuentras a senadores que cuchichean y a sus mujeres que lanzan miradas de odio».

El emperador recordó que el sacerdote de Iunit Tentor había sugerido a Germánico: «Quédate aquí». No había quedado claro, sin embargo, si era una invitación o una premonición. Se guardó el recuerdo para sí y le dijo a Milonia:

—Hice construir en Iunit Tentor un monumento a mi padre: una gran sala, cuyo techo reposa sobre veinticuatro altísimas columnas. Y ordené que grabaran el episodio de Julio César y Cleopatra, y de su hijo, al que Augusto mató a traición. Y ahora nosotros dos volveremos.

Milonia temblaba levemente y el emperador estrechó todo su cuerpo contra sí. Le preguntó si tenía frío. Ella negó con la cabeza y no dijo que, si lo que sentía dentro era auténtico, el segundo hijo del emperador romano quizá nacería en Iunit Tentor.

—Remontaremos el Nilo —planeó el emperador, y al decirlo tenía en mente a Julio César preguntando a Cleopatra qué fuente alimentaba aquel río y dónde nacía, desde el principio de los tiempos, el flujo infinito de sus aguas, porque nada había excitado nunca tanto su apasionado deseo de saber—. Desembarcaremos en la isla de Phi-lac —prometió—. El templo de Isis parece una nave de piedra en medio del río, bajo el cielo espléndido. Y alrededor, dos orillas de granito y el desierto, que tiene el color del pelaje del león. Pero el pórtico, donde pondrás el pie cuando desembarques, no estaba acabado y he mandado que lo terminen. Y he mandado también que graben mi nombre.