V

El nuevo imperio

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… el poder es un águila que vuela en el cielo de verano.

CAYO CÉSAR AUGUSTO GERMÁNICO de las Epistulae (perdidas)

La villa de Miseno

El decimosexto lluvioso día de marzo, en la desolada penumbra de la villa de Miseno, un grupo de personas ansiosas —pero no por sentimientos de amor— oyó, anunciado por la voz solemne del arquíatra imperial, que aquella respiración agonizante al otro lado de la puerta entornada había sido el último suspiro de Tiberio después de veintitrés años al frente del imperio.

Cayo estaba en la antesala, de pie, desde que los médicos habían susurrado a Sertorio Macro que el emperador no llegaría a la noche. Había rechazado las inesperadas atenciones de algunos libertos y no se había asomado en ningún momento a la habitación imperial; se había limitado a contemplar la larga espera de Macro en aquel umbral, de pie también él.

Había apartado una cortina para mirar el exterior y había visto que aún era de día: cuchillas de luz atravesaban las hinchadas nubes marinas. Y después había visto, bajo el pórtico vigilado por aquellos pretorianos inesperadamente llegados a Miseno, que esperaba, sujeto por las riendas, el caballo preferido de Sertorio Macro: estaba inquieto, no soportaba el bocado, piafaba de vez en cuando con sus anchos cascos.

Y mientras Cayo miraba el caballo, que, sin saberlo, estaba esperando que muriese el emperador, de aquella habitación surgió una emocionada confusión de lamentos y exclamaciones. Entonces se volvió. Por encima de las numerosas voces, destacó de golpe la ruda y violenta de Sertorio Macro:

—Precinta los aposentos imperiales, monta guardia en la villa, impide la entrada y la salida de cualquiera —ordenaba sin vacilar al praepositus militum.

Con aquel muerto en la habitación, impartía órdenes gritando. Y nadie reaccionaba.

Cayo empezó a acercarse. El planetario poder de Tiberio se había hecho añicos como un cristal que cae al suelo. Macro ordenó al intendente de la familia Caesaris que se ocupara de las cuestiones funerarias.

—Llama a los libertos, viste de púrpura ese cadáver.

El intendente, que en un momento se había visto prisionero con toda la corte, asentía confuso. Cayo continuaba acercándose, y de pronto se percataron de su presencia y, por primera vez, todos le abrieron paso.

Macro también lo vio y se le encendieron los ojos. Lo saludó militarmente, con ostentación, y dijo en un tono de voz muy distinto:

—Si me lo permites, me voy.

Cayo asintió. En ese breve espacio de tiempo, los pretorianos ya se habían apostado en todos los accesos de la villa y habían ocupado la torre de señalización para interceptar los mensajes. Macro salió ruidosamente con sus guardaespaldas, mientras los cortesanos de Tiberio se hacían a un lado.

Cayo volvió la espalda a la habitación donde yacía el emperador muerto y, sin dirigirle una mirada, se alejó. Inmediatamente, otros pretorianos le abrieron paso y lo acompañaron. Tras años de inermes angustias y humillantes cautelas, recuperó la sensación más alta que ofrece el poder: la invulnerabilidad. Escoltado de esta forma, llegó a la terraza a tiempo para ver a Macro montar a caballo con considerable destreza y, flanqueado por los suyos, lanzarse por la pendiente hacia el mando de la base naval.

Allí, el prefecto y los oficiales de la Classis Pretoria Misenatis, adheridos desde hacía tiempo a su proyecto, reunieron en el acto a las tripulaciones.

En dos palabras, Sertorio Macro anunció el suceso:

—Tras un gobierno cuya duración es de todos conocida, Tiberio ha muerto.

Los hombres acogieron la noticia en un silencio sombrío y permanecieron a la espera.

Tomó entonces la palabra el prefecto, quien, inaugurando un procedimiento expeditivo —destinado a ser repetido con frecuencia en las elecciones de los futuros emperadores—, bruscamente y sin dedicar unas palabras al muerto, se declaró seguro de conocer el pensamiento de sus marineros.

—Esperan, desean —gritó— la elección de un hombre que reconozca por fin los méritos y las necesidades de las gloriosas fuerzas navales.

Los hombres respondieron con una ovación. Y él dejó caer impetuosamente el nombre de Cayo César Germánico, nieto del mítico Marco Agripa, el marino más grande que había servido a la República, el hombre sobre cuyas sienes, según el suntuoso latín de Virgilio, resplandecía la corona de los espolones arrancados al enemigo. «Cui tempora navali fulgent rostrata corona».

La villa imperial, en la cima del promontorio de Miseno, dominaba el inmenso puerto, de modo que el súbito y larguísimo grito de miles de bocas aclamantes llegó a la terraza como un trueno bajo las nubes. Cayo entró lentamente en la sala de las audiencias y esperó.

Macro apareció, triunfal, con el prefecto y el grupo de oficiales entusiastas que se había incorporado por el camino. Invadieron la sala y todos juntos, con entusiasmo, lo aclamaron emperador y le brindaron el saludo que, en todo el imperio, durante veintitrés años solo había recibido Tiberio.

Por recuerdos familiares, por herencia de sangre, Cayo lo reconoció y sintió la emoción más intensa de toda su vida. Ese primer pronunciamiento entusiasta ponía de golpe en sus manos a decenas de miles de hombres armados, le daba las rutas del mar que unían Roma con sus provincias mediterráneas, el vital suministro de grano de Egipto. Era, en suma, el asalto al poder; podía convertirse en triunfo o en cruel derrota.

Pero ni por un instante sintió miedo; en sus veinticinco años, había caminado con frecuencia al lado de la muerte. Y por primera vez, su voz brotó libre.

—Os juro por la memoria de Augusto, de Agripa y de Germánico que daré la vida con tal de que vuestra fidelidad no se vea decepcionada.

Era una frase breve, pronunciada de un tirón, como todas las declaraciones pensadas para que los historiadores futuros las transcriban.

Los oficiales, que estaban jugándose la carrera, respondieron con un entusiasmo instintivo. «Los lobos reconocen el gruñido del jefe de la manada», había dicho decenios atrás Marco Antonio, que conocía bien el dominio físico sobre los hombres de sus legiones. Pero en el semblante de Macro la exultación se mezcló con la sorpresa. Y ninguno de ellos sabía de qué infierno estaba liberándose el que había hablado.

Cayo observó fugazmente los rostros ansiosos, las miradas y los movimientos desorientados de los antiguos cortesanos que, indiferentes, insolentes o sádicos hasta entonces, ahora temblaban visiblemente ante aquella repentina irrupción de fuerza militar.

E inmediatamente, en aquella atmósfera de golpe de Estado, Sertorio Macro anunció por segunda vez:

—Me voy.

Cayo César salió de nuevo a la terraza. Adondequiera que se dirigiese, en la ciudad vigilada como un castrum en tierra bárbara, todos los ojos estaban constantemente encima de él. Si daba un paso, el movimiento se propagaba como una onda entre la escolta, los funcionarios, los libertos, los esclavos. Bajo las nubes cargadas de lluvia, miró a Macro ponerse en marcha con su escuadra de excelentes jinetes de toda confianza y devorar millas, pues al final de aquel trayecto se apoderaría del imperio.

La elección

Macro llegó a la ciudad en plena noche, tomó una copa de vino y arrancó precipitadamente del sueño a las cohortes pretorianas, tal como había hecho para liquidar a Sejano. Todavía estaba oscuro cuando despertó a los cónsules, los puso sobre aviso y llegó a un acuerdo con ellos antes de que la noticia de la muerte agitase la ciudad. Luego se dirigió a la Curia, adonde los senadores, despertados con sobresalto, acudían jadeando, topándose en todas las esquinas y delante de todos los edificios públicos con inesperados manípulos de pretorianos.

Muchos senadores estaban todavía en la puerta cuando Macro, antes de que nadie hablase, anunció que «tras una larga lucha con la enfermedad, el emperador Tiberio ha expirado ante mis ojos». Y presentó el testamento «que ha sido depositado en mis manos en la habitación imperial».

Verificaron los sellos, abrieron la plica y la leyeron solemnemente. Y nadie salía de su asombro al enterarse de que el emperador muerto declaraba herederos conjuntos de su inmenso patrimonio a Cayo César, el hijo del asesinado Germánico, y a un sobrino suyo adolescente llamado Tiberio Gemelo. Y todos, optimates y populares, comprendieron que era una indicación expresa.

«Un duumviratus de transición», susurraron los optimates, disimulando su entusiasmo: un gobierno débil y dividido, es decir, sometido al peso de su mayoría. Pero entre los populares, que eran minoría, se extendió en cambio una ira impotente. «Roma no soportará a un segundo Tiberio». Todos sabían que a aquel patrimonio, incalculable de tan vasto, habían ido a parar poco a poco las grandiosas riquezas de Augusto, las pingües propiedades confiscadas a Marco Antonio y a sus partidarios derrotados, las inagotables rentas de la provincia de Egipto. «Pero también han sido vergonzosamente absorbidas las propiedades de Julia, muerta en la miseria en Reggio, y las de sus amigos —gritaron—. Y han sido incluidos los bienes de los condenados por la ley De majestate, las confiscaciones sufridas por Agripina y por sus hijos ejecutados, o sea, incluso el patrimonio de Germánico». Y el escarnio quizá dolía más que el expolio económico.

Mientras en la Curia bullían los comentarios y los líderes, rodeados por sus seguidores, intentaban preparar sus estrategias, un senador —que no se había sorprendido porque hablaba todos los días con Sertorio Macro— declaró, pensativo:

—Tiberio ha estado mucho tiempo enfermo. Es preciso saber en qué condiciones ha sido redactado ese testamento.

Todos comprendieron que esa duda era como una piedra arrojada contra un avispero.

—El último que ha visto vivo al emperador es el prefecto Macro —añadió el senador.

Sertorio Macro —con sus hombres armados al otro lado de la puerta «como protección y defensa de los senadores»— declaró bajo juramento:

—He estado a su lado día y noche. Este testamento ha sido redactado en condiciones de incapacidad.

Hablaba un latín tosco y plagado de incorrecciones, pero aquellas palabras, sugeridas por un fino jurista, eran exactas y estaban cargadas de consecuencias. En la Curia se extendió una alarmada agitación, y Macro vio que era el momento de presentar a aquel célebre y cotizado médico que había escuchado las balbuceantes palabras de Tiberio en Capri.

—Desde hacía tiempo —declaró este, con la autoridad que le otorgaba la ciencia—, en la gran mente del emperador se habían producido daños irreparables.

Ninguno de los presentes estaba en condiciones de rebatir la afirmación, pues no veían a Tiberio desde hacía años, y un senador intervino para pedir que ese testamento fuera declarado inválido.

Los senadores, desconcertados, discutieron brevemente el asunto, pero al final, lanzando miradas a los movimientos de las cohortes pretorianas y a la multitud que, de todas las regiones de la ciudad, estaba acudiendo al Foro, confirmaron que el testamento era totalmente inválido. El inmenso patrimonio del sobrio e intransigente Tiberio pasó a formar parte de los bienes imperiales y, por lo tanto, destinado en su totalidad a pasar a manos del futuro emperador. El sobrino adolescente no heredaba nada y la escena política quedaba vacía.

A continuación, los seiscientos senadores, supremos guardianes de la República, debían elegir al que —como había sido el caso de Augusto y Tiberio— tendría en sus manos gran parte del delicado poder de gobierno: el princeps civitatis, el emperador. Pero la asamblea estaba desgarrada sin esperanza por los antiguos odios y las facciones contrapuestas: optimates y populares. Se había convertido en una trinchera que continuaría dividiendo durante mucho tiempo, y más o menos del mismo modo, todas las asambleas políticas del planeta.

—Seiscientos lobos —masculló entre dientes Sertorio Macro, mientras se retiraba para dejar que la asamblea celebrara la votación secreta. Aquella manada de lobos, como había dicho con acierto Tiberio «antes de que su mente se oscureciese», estaba agazapada en los escaños, y parecía la ceremonia de una solemne elección—. Pero en realidad es una trampa para arrancarse uno a otro la presa de entre los dientes, como los lobos marsos. —Y esperó al otro lado de la puerta, haciendo formar a sus cohortes.

Mientras tanto, una multitud cada vez más nutrida presionaba alrededor de la Curia, protestando. Tal como Macro había previsto, los senadores oían gritar el nombre del asesinado Germánico y el de su único hijo superviviente, el joven Cayo César.

—Y los pretorianos no intervienen —susurró uno con inquietud.

La preocupación se extendía.

—Se está preparando una revuelta.

Por situaciones similares, en el pasado habían estallado guerras civiles en las que las facciones se habían enfrentado durante años.

Entonces alguien comentó en voz baja que la historia del testamento declarado inválido basándose en el testimonio de Macro —«testimonio armado», puntualizó— demostraba peligrosamente que las cohortes pretorianas, férreas, violentas dueñas de Roma, apoyaban a Cayo. Era el momento propicio para hacer correr de escaño en escaño la noticia de que:

—Mientras nosotros creíamos, por obra del zafio pero temible Sertorio Macro, que Tiberio seguía vivo, ese joven, Cayo, silenciosamente inmóvil en Miseno, ya controlaba la armada del Mediterráneo occidental, la poderosa Classis Praetoria Misenatis.

Y otros añadieron que, con el prestigio de tanta historia familiar, «ese joven» conseguiría fácilmente que las legiones se sublevaran en su favor.

—Es el único hombre en todo el imperio en el que viven juntas la sangre de Augusto y la de Marco Antonio.

La pesadilla de las antiguas matanzas, con los procesos y las listas de proscripciones que las habían seguido, todavía estaba viva, y la experiencia había hecho a los nietos menos sanguinarios que los abuelos. Por eso, en uno y otro partido, cuantos estaban deseosos de volver pacíficamente a casa buscaron un rápido acuerdo.

Desde el exterior, Sertorio Macro oyó que las voces se aplacaban y sonrió para sus adentros, con su cruel experiencia montañesa: así se apagaba el aullido de los lobos cansados cuando la presa escapaba. De hecho, en la Curia estaban diciendo, razonablemente, que la juventud prestigiosa pero inexperta, dócil y, según la opinión generalizada, un poco necia de Cayo César podía convenir a todos. Y, tras algunas inquietas reflexiones, todos se pusieron de acuerdo.

Un solo senador, Lucio Arruntio, perteneciente a una antigua y obstinada familia cremonesa, se levantó y, en el denso silencio de la sala, declaró:

—A vuestro candidato le falta edad para ese enorme poder. Sé que soy el único que tiene valor para decirlo —dijo, mirando alrededor.

Normalmente, sus intervenciones, calculadas y temibles, pillaban a todos por sorpresa. Su voz era un amasijo de sonidos cortantes, siempre grave, con frecuencia irónica. Pero ahora amigos y enemigos lo escuchaban en medio de un silencio irritado, porque, aunque con muchos esfuerzos, por fin se habían puesto de acuerdo.

—La juventud de Cayo César, frente a nosotros, viejos senadores, es un privilegio. Significa que, con el gran nombre que lleva, tendrá muchas oportunidades en un futuro que me parece todavía lejano. Pero hoy por hoy pienso que todos estáis de acuerdo conmigo en que no ha podido adquirir una experiencia adecuada al lado de Tiberio, al que ahora muchos de los presentes declaran detestar tan profundamente. ¿O acaso queremos —preguntó— un gobierno del estilo del que por fin ha terminado?

Los senadores lo miraban en silencio y él añadió que no quería decir que el joven no estuviera suficientemente capacitado.

—No lo conozco bastante —confesó con ironía— porque en la práctica hasta ahora no ha hecho nada. Pero el imperio —concluyó— no es un terreno para realizar semejantes experimentos. —Y con la misma voz sin matices, manifestó su voto firmemente contrario.

Sin embargo, en el lado opuesto se levantó otro senador, que declaró oportunamente con desprecio:

—Este discurso sobre la edad ofende la sagrada memoria de Augusto, que fue elegido a los diecinueve años.

Todos los demás se sumaron a su indignación. Así pues, cuarenta y ocho horas después de la muerte de Tiberio, el 18 de marzo, como sabemos por los Acta Fratrum Arvalium, los senadores eligieron a Cayo César Germánico princeps civitatis, el primero de los senadores. Es decir —excelsa invención de Augusto—, el primero que manifestaba su intención de voto; en la práctica, la máxima influencia sobre la asamblea.

Era casi de noche en la villa de Miseno cuando Cayo se enteró. Lo informó la potente voz de un oficial que había descifrado en la oscuridad las señales luminosas de la torre de la mansio más cercana. Y antes de que en la base naval esa voz se convirtiera en un frenético fragor de gritos, toques de corneta, muchedumbre en las calles, aclamaciones, él, en su último instante de soledad, pensó que el mensaje se estaba difundiendo con la misma arrolladora progresión por todas las provincias del imperio.

Al cabo de un momento irrumpió en la sala el prefecto de la Classis Praetoria Misenatis con todos sus oficiales exultantes, y se cuadraron ante él con el saludo que esta vez le correspondía de verdad. Él respondió al saludo y al anuncio del prefecto con el rigor oficial, pero inmediatamente después, obedeciendo a un impetuoso impulso juvenil, lo abrazó. Y vio —máxima señal de absoluto dominio— que los ojos de aquellos combatientes implacables y decididos brillaban. Luego, la escolta imperial se congregó a su alrededor y lo separó del resto de los hombres.

Un lento y solemne cortejo se puso en camino hacia Roma con las cenizas de Tiberio, a quien los astros habían anunciado que no regresaría vivo a Roma. Cayo César, el princeps recién elegido, rodeado de los atléticos augustianos con sus corazas plateadas, lo escoltó, al igual que veintitrés años antes Tiberio había acompañado los restos de Augusto. Pero ahora, en las ciudades por las que pasaban, la población miraba como una señal de los dioses al único superviviente de la familia asesinada acompañar en su último viaje al asesino. Y la acogida del pueblo no fue la sombría y severa reservada a un difunto —en el que nadie pensaba—, sino el triunfo del joven vivo que lo seguía. En un rito austero, sin boato, la urna de Tiberio fue introducida en el mausoleo de Augusto mientras todos miraban en un riguroso silencio. «Un puñado de cenizas —pensaban—, y ya no atemoriza a nadie». Era el vigésimo día de marzo.

Inmediatamente después, los senadores se reunieron en la Curia para determinar los títulos y los poderes del nuevo princeps. La lúcida sagacidad de Augusto había modificado y creado año tras año, mediante intrincadísimas leyes, una serie de antiguos y nuevos cargos para consolidar su poder personal, pero lo había enmascarado bajo el sutil engaño de frecuentes elecciones por parte de los senadores. Y muy pronto eso se había transformado, para él y para Tiberio, en una especie de monarquía.

Aquel día, las dos feroces facciones senatoriales —a espaldas la una de la otra— planearon la misma estrategia: conceder grandes poderes formales al «dócil e ingenuo». Cayo César, a fin de que, hábilmente manipulado, fuera posible conseguir que adoptara disposiciones que, de tener que ser discutidas entre los senadores, encontrarían una oposición insuperable.

Pese a su juventud, lo eligieron pater patriae y augustus, es decir, persona sagradamente protegida por las leyes; y pontifex maximus, jefe de la religión de Estado; y lo más importante de todo imperator, supremo comandante del ejército. O sea, le concedieron, con sorprendente concordia, el ius arbitriumque omnium rerum, la más alta autoridad prevista por las leyes, con la secreta certeza de conservarla en sus manos.

En un ambiente cargado de estas nobles esperanzas, el joven emperador entró por primera vez en la Curia. El amasijo de emociones, recuerdos, venganza y orgullo lo abrasaba, pero a los senadores que lo escrutaban les pareció tímida e inexperta vacilación. Él escuchó, inmóvil, la proclamación oficial, oyó conscientemente las palabras que dejaban caer sobre sus hombros, como un manto, el mayor poder del mundo conocido. Otros, en el futuro, en momentos similares sentirían que las piernas les fallaban. Él respiró hondo; a los senadores, su expresión les pareció pura, absorta, casi perpleja. Luego le tocó a él responder, y la temible y experta asamblea se concentró en escucharlo, pues los primeros rasgos de su yo comenzarían a revelarse.

Así, tras las ya lejanas exequias de la Noverca, oyeron su voz. Y descubrieron que no se parecía en nada a la adolescente y temerosa voz de entonces, y que se difundía con claridad. Comenzó, como era debido, dedicando unas palabras en honor de Tiberio, pero fueron palabras prudentes y bastante breves, de modo que gustaron a todos, pues nadie lloraba a aquel muerto. Aquellos cultos patricios advirtieron que la pronunciación latina era clásica, elegante. Conmovido, uno de los más viejos observó:

—Me recuerda a Augusto.

Y en efecto, inmediatamente después la hermosa y joven voz evocó a los grandes de su sangre, la mítica familia Julia: Julio César, Augusto, Agripa, Germánico. Populares y optimates constataron con alivio que no había nombrado a Marco Antonio ni para reprobarlo ni para compadecerlo, poniéndose gentilmente por encima de las partes.

—Frases construidas en el estilo ático, sencillo y sobrio —comentó en un susurro otro, que se acordaba de las lecciones ciceronianas—, ni rastro de asianismo… Pero ¿quién se las habrá escrito?

Mientras, después de aquel arrebato de orgullo dinástico, el joven emperador daba las gracias a los senadores por los numerosos títulos. Pero inmediatamente después añadió, con reposada elegancia, que no haría uso de ellos.

—Es mi deseo y mi intención —declaró— gobernar solo de acuerdo con la voluntad de los senadores, aquí donde se reúnen, por edad, experiencia y sabiduría, los grandes de la República.

Dicho esto, concluyó rápidamente. Todos se alegraron de haber acertado.

La bien calculada modestia de esa decisión fue confirmada por la primera moneda del nuevo imperio, en la que él no quiso que, junto a la fecha de su elección, figuraran aquellos soberbios títulos.

«Adlocutio cohortium»

Rodeado por los entusiasmados senadores —todos lo acariciaban con la mirada como el logrado, magnífico producto de sus alquimias políticas—, el nuevo emperador se dirigió a la tribuna que se alzaba en medio del Foro Romano, por donde desfilarían las cohortes pretorianas y donde él pronunciaría su primer discurso oficial, es decir, las palabras secretamente pensadas en Miseno, en la terraza azotada por el viento. En la barandilla de la tribuna destacaban los espolones de bronce, los rostra, de una batalla naval ganada tres siglos antes. Por consiguiente, era el lugar sagrado de los discursos más históricos: Julio César y Augusto la habían convertido en símbolo de la gloria de Roma.

Mientras subía, el joven emperador recordó, por un extraño juego de la memoria, que a la pobre Julia, la hija de Augusto, la habían acusado de haber protagonizado un escándalo público, con sus alegres compañeros, en aquel improbable lugar. Pero la acusación había mezclado tan hábilmente libertinaje privado y profanación del sitio sagrado que media Roma se había indignado sin percatarse de lo ridícula que era. El pensamiento formó en los labios del joven emperador una sonrisa sarcástica que todos, al ignorar lo que pensaba, interpretaron como emoción juvenil.

Entretanto, evolucionando con una sincronía perfecta —en esa disciplina se notaba la mano dura de Sertorio Macro—, las cohortes pretorianas cerraban filas ante los Rostra. Y cuando el emperador recién elegido tomó la palabra, saludándolos como defensa y seguridad de la República, militares y magistrados se prepararon para la consabida retórica de los discursos conmemorativos, mientras que los senadores, tras la experiencia de su intervención en la Curia, se mostraban un poco menos distraídos. Sin embargo, todos se fijaron en que no leía y no tenía ningún escrito en las manos. Y todos se sobresaltaron cuando, inopinadamente, él prosiguió recordando que el testamento de Tiberio había sido declarado inválido; y, a aquellos hombres armados e inmóviles que se sentían dueños de Roma, les anunció con voz serena que, al ser inválido el testamento, se perdían los legados en dinero que Tiberio había establecido para pretorianos y legionarios. Acto seguido anunció con inocencia las cifras de las donaciones perdidas: doscientos cincuenta y treinta denarios per cápita respectivamente.

Mientras hablaba, vio que un estremecimiento recorría sus filas, vio a Macro ponerse rígido. El silencio alarmado pasó entre los senadores, que, solemnes con sus togas, miraban petrificados porque, concentrados en sus intrigas, ninguno había pensado en ese peligrosísimo aspecto del testamento anulado.

Sin embargo, tras una angustiosa pausa, la joven voz declaró:

—Si bien, debido a esta última y cruel enfermedad, la voluntad testamentaria de Tiberio es legalmente inválida, su bien conocido amor por los pretorianos, su reconocimiento de sus largos esfuerzos no puede ser anulado.

Y, con un formidable golpe de efecto, añadió que, por voluntad propia, no solo iba a satisfacer ese deseo sino a doblar el importe.

Además, quiso dejar testimonio de ese sorprendente discurso con una moneda de un valor de quinientos denarios, que fue debidamente acuñada y que, para que la posteridad entendiese de qué se trataba, llevó la inscripción: «Adlocutio cohortium…», «discurso a las cohortes pretorianas».

La enorme cifra, pesada como si fuera ya una moneda de plata, descendió en medio del silencio nervioso de los pretorianos y lo transformó en un trueno de entusiasmo. Pero el emperador recién elegido levantó la mano derecha y todos los hombres armados callaron. Y él declaró afectuosamente que, del patrimonio imperial, concedía a cada legionario de todas las legiones del imperio no treinta sino setenta y cinco denarios. Después ordenó que esa donación fuese grabada también en una refinada moneda.

—Y, además, ciento veinticinco denarios por cabeza a los vigiles de Roma y a los hombres de las cohortes urbanas, de los que desgraciadamente el testamento de Tiberio se olvidó.

Cada anuncio despertaba aquí y allá bravos y anhelantes ovaciones. Él hacía una pausa, levantaba la mano y proseguía. La realmente imperial herencia de Tiberio permitía eso y mucho más. Para terminar, a la querida y fiel plebe romana le anunció gratificaciones por valor de once millones doscientos cincuenta mil denarios. Nadie sabía que las confidencias de Macro sobre el testamento de Tiberio y las solitarias meditaciones en la terraza de Miseno habían permitido al joven emperador planificar bien sus costes.

Al final, el entusiasmo de la plaza fue arrollador, ingobernable. Entonces el emperador anunció que haría uso por primera vez de sus poderes: ordenó suspender las condenas a muerte, a prisión y al exilio dictadas bajo el mandato de Tiberio y revisar las sentencias. Aquello produjo en toda Roma una conmoción inesperada.

—Que se informe inmediatamente a los condenados —ordenó—. Que nadie tenga que pasar otra noche de angustia.

Y vio que en un día —«y con menos esfuerzos que Augusto», pensó— había conquistado Roma.

Mientras las ovaciones se desplazaban como olas bajo la tribuna, tuvo tiempo de advertir el desorientado silencio de los senadores, de ver una ira contenida y estupefacta en el rostro vulgar de Sertorio Macro: en unos segundos, todos habían intuido que el poder real se les había escapado de las manos. Cientos de miles de hombres armados en todo el imperio estaban encontrando a su ídolo en el joven de veinticinco años Cayo César, hijo de una dinastía militar que, en tierra con Germánico y en mar con Agripa, había escrito la epopeya del imperio. Le bastaría un gesto para hacer lo que quisiera.

El senador Valerio Asiático, originario de Vienne y poderoso líder de los populares, también recordó a Augusto.

—¿Os acordáis de que a los diecinueve años reclamó la herencia de su tío Julio César? —preguntó a los que estaban a su lado—. ¿Os acordáis de que la invirtió inmediatamente en armar a su ejército personal? Pues bien, este ha armado a un ejército pronunciando un discurso.

Alguien, pensativo, se mostró de acuerdo:

—La historia se repite —dijo.

A lo largo de los siglos, este concepto acudiría a la mente de muchos, incluso sin venir al caso. De hecho, Valerio Asiático le contestó que no había entendido nada y que el desarrollo de la historia estaba por ver.

La isla de Pandataria

Mientras senadores y magistrados, saliendo de su estupefacción, se agolpaban a su alrededor para elogiarlo y felicitarse con instintiva cobardía, el joven emperador dio su segunda orden, que fue totalmente inesperada.

Mandó que preparasen para zarpar la gran trirreme imperial, de proa rostrada. En el cielo de Roma se acumulaban nubes; en aquellos días pasaba sobre el mar el mal tiempo del equinoccio. El viento era fuerte y frío, el cauro que barre el Tirreno desde Occidente. Pero él partió sin vacilar, navegando a boga arrancada o a vela, según lo que permitía el viento, escoltado por una flotilla. Y el destino inesperado, y aterrador para muchos, fue la isla de Pandataria.

El mar agitado por el cauro golpeaba de costado y viraron hacia la costa de levante, donde encontraron una ensenada de aguas en calma frente al elegante puerto privado que la sabiduría marinera de Agripa había construido para su esposa Julia. El joven emperador desembarcaba allí por primera vez, y era el único de la familia destruida que no lo había visto. Sin embargo, el relato de su madre había sido tan vivo que tuvo la sensación de que lo conocía.

Había prohibido enviar señales a lo largo del viaje, pero desde la isla habían visto la grandiosa trirreme con la vela color púrpura y las enseñas imperiales. Así pues, en el puerto encontró a un desordenado grupo de militares bajo el mando de un centurión desquiciado. Tras la cruel muerte de Agripina, Tiberio había prohibido fondear en la isla y dejado allí —prisión más segura que cualquier otra— a la guarnición que había sido su carcelera.

El primero en bajar a tierra fue el tribuno militar que dirigía desde hacía unas horas la escolta imperial, y echó a su alrededor una mirada de desagrado: el agua del puerto estaba repleta de restos y de basura, el muelle estaba sucio a causa de las tormentas invernales.

Luego desembarcó el joven emperador. Lo invadió, como si fuera un frío físico, la imagen de su madre desembarcando encadenada en ese mismo punto. El centurión que estaba al mando de aquella miserable guarnición intentó saludar torpemente. Él no lo miró, pero oyó una voz de bárbaras cadencias dialectales, entrevió un rostro que le pareció bestial, sintió un estremecimiento de terror retrospectivo. Le llevaron el caballo. Había ordenado que embarcasen a Incitatus, el caballo de pelaje color miel que lo había acompañado desde Miseno. Montó de un salto, sin apoyarse; la ansiedad lo ahogaba.

Subió hasta la planicie donde se alzaba la villa que él no había visto nunca. Los demás, excepto los principales del séquito, se pusieron en marcha a pie. Pero, al llegar a la cuesta que conducía al promontorio, reconoció la entrada de la villa —la imagen que había permanecido viva en las palabras de su madre— y desmontó de inmediato.

Continuó subiendo a pie. Durante todo el tiempo que su madre había estado recluida, había evocado, con la apasionada rabia de haber olvidado muchas cosas, la descripción hecha por ella. Y le había servido para mitigar el suplicio de la separación, para ilusionarse con la imagen de ella en el delicado jardín, entre los muros que protegían de los vientos, las pequeñas estancias caprichosas, las escaleras cubiertas que descendían hasta el mar, las termas rodeadas por una columnata, la terraza que miraba el cielo nocturno.

Esos sueños habían sido tranquilizadores, pero lo habían engañado. Lo que vio fue un jardín seco, el pórtico de las termas atestado de inmundicias, las piscinas vacías y sucias, los mosaicos medio arrancados. Algunas estatuas habían caído de los pedestales, o quizá las habían derribado. En las innumerables fuentes y cascadas no corría una sola gota de agua. El tribuno caminaba un paso detrás de él, el séquito se dispersaba, la pequeña guarnición avanzaba aterrorizada.

Entró en el edificio. Pasaba de una habitación a otra sin decir nada y mirando a su alrededor. Vio cerraduras forzadas, puertas colgando de los goznes, basura acumulada. No había un solo mueble de los que habría podido imaginar. Solo bancos, mesas desvencijadas, montones de paja, viejas cortinas amontonadas. Entrevió al apacible Helikon, que había conseguido embarcar con el séquito, inclinarse sobre un montón de andrajos y sacar, con sus finos dedos, un jirón de seda teñida.

¿Qué había sucedido allí dentro durante seis años, con la inhumana guarnición vigilando a una sola prisionera indefensa? No quedaba ni una bagatela, ni un adorno, ni una copa, ni un vaso, nada. En el arranque de la escalera que descendía hacia el mar, se pudría una vieja barrera de madera que había servido para impedir a la prisionera bajar. Otras barreras cerraban escrupulosamente todos los accesos a los jardines, a los pórticos, a las terrazas. Él caminaba en un silencio total; sus pasos quedaban marcados en el polvo.

¿Qué le habían hecho, qué había pensado, dónde había llorado, dónde había buscado un púdico escondrijo, dónde había intentado conciliar el sueño? ¿Qué rincón había escogido para morir? Nada le ofrecía un indicio, salvo el hecho de que gran parte de las habitaciones estaban cerradas o condenadas. La prisionera no había visto ni el cielo ni el mar desde allí arriba. Había estado sepultada esperando que muriese. Él caminaba, ordenaba por señas que le abrieran las puertas, que apartaran los montones de madera podrida y de muebles rotos. Y seguía adelante.

Los antiguos verdugos se apresuraban a despejar el paso, limpiaban con las manos el espacio que el nuevo emperador iba a pisar, y de vez en cuando él, al caminar, rozaba con los zapatos la cara de aquellos miserables arrodillados. Y nadie reaccionaba.

Él no había pedido, y seguía sin pedir, información. Hubiera querido golpear las paredes con los puños para que las piedras hablasen. Su silencio incrementaba el terror de ellos. En una pequeña estancia, debía de ser una alcoba, vio unas manchas marrones, alargadas, en una pared; parecían salpicaduras, podía ser sangre.

Hubiera querido gritar, pero siguió andando como si no hubiera visto nada. Nadie se atrevía a acercarse, ni siquiera el dulce Helikon, que permanecía a distancia. Él, de habitación en habitación, estaba hablando con su madre como se habla con los muertos: lamentos sin remedio, preguntas que no obtienen respuesta. «¿Conseguiste de algún modo saber que yo estaba vivo? ¿Sabías que tus otros dos hijos varones estaban uno en Pontia y el otro sepultado en la cárcel del Palatino? ¿Te acuerdas de lo desesperado que estaba tu Germánico, nuestro padre, por abandonarnos, mientras el veneno que lo quemaba por dentro le dejaba íntegra la mente? ¿Es posible que os encontrarais de algún modo aquí, donde si hay algo no son sino sombras? ¿Percibes, sabes, ves de algún modo que yo estoy aquí ahora, que mi primer pensamiento imperial, con todo el orbe a mis pies, ha sido este?».

Con una furia completamente interior, impasible, se decía a sí mismo lo infantilmente que se había ilusionado todas las mañanas mirando la inalcanzable isla. ¿Había imaginado ella que él estaba mirándola? Había llegado demasiado tarde, demasiado tarde, demasiado tarde. Llegó al fondo de la última sala, se detuvo y se volvió. Los guardianes, aterrorizados, se quedaron lejos de él.

—¿Dónde la enterrasteis? —preguntó.

Ellos creyeron, con alivio, darle una respuesta que lo calmaría, porque se oyó un coro de voces confusas diciendo que, por iniciativa propia, habían erigido una pira y encendido la hoguera fúnebre, y recogido diligentemente las cenizas y los huesos pensando que un día… Balbucían buscando su mirada, y casi sonreían, esperando signos de conformidad. Y el centurión que había torturado a su madre —él no conseguía mirarlo a la cara, solo vio que tenía unas manos recias, grandes y sucias— lo guio hasta un cuartito donde, en un nicho vacío, había una urna tosca, de barro, como las de los cementerios pobres. Debía de estar allí, abandonada, desde hacía años.

Él recogió la urna en silencio y notó que era muy ligera. La estrechó entre los brazos y, en medio de aquel silencio, esquivando con gestos a los que querían ayudarlo, bajó a pie al puerto. Detrás de él, un militar llevaba de las riendas al dócil caballo. Entrevió a Helikon, que seguía sujetando aquel jirón de seda: era de varios colores y estaba tejida con hilos de oro.

Subió a bordo con la urna en las manos, rechazando con un gesto las ayudas, y la depositó suavemente, en medio del mismo silencio, mientras los hombres de la escolta presentaban los honores militares y los marineros callaban, alineados a lo largo de las amuradas. Luego llamó al tribuno, que lo había seguido hasta aquel momento, y le ordenó en voz baja que hiciera vigilar la isla: ninguno de los hombres que la ocupaban debía salir de ella, nada de lo que había debía ser tocado. Las órdenes sobre lo que había que hacer después llegarían al día siguiente.

El tribuno, un férreo septentrional que había combatido bajo las órdenes de Germánico en el Rin, lo miró con sus serenos ojos de hielo y asintió en silencio. Sus pensamientos eran exactamente iguales. A aquellos carceleros que permanecían aterrorizados en el muelle, ya estaban esperándolos las prisiones subterráneas del terrible Tullianum. Hablarían, contarían aquella agonía día a día, palabra por palabra, se acusarían desesperadamente unos a otros y al final suplicarían morir de inmediato.

El emperador ordenó levar anclas. Decidió que en aquel muelle del que se alejaba construiría un cenotafio, un monumento a la reclusión de su madre. Mandó poner proa a la isla de Pontia, donde el general Agripa, a quien le gustaban las islas, los promontorios y las grutas en el mar, había construido otra pequeña y refinada residencia. Él no la había visto nunca, ni siquiera tenía imágenes mentales de ella. Solo sabía que allí había estado desterrado y se había quitado la vida Nerón, su hermano mayor.

En la devastada villa de Pontia vivía también la guarnición de guardia. Al igual que en Pandataria, allí recuperó, guardadas en una urna desvencijada, las cenizas de Nerón. Aquel peso de nada era su fortísimo y alegre hermano mayor, más alto que su padre; el que, cuando se habían visto por primera vez, lo había levantado del suelo con ímpetu y, riendo sonoramente, se lo había echado sobre el hombro como si fuese un cachorro.

Todos estaban sorprendidos de que, al ver todo aquello, no dijera nada. Solo hablaba, en susurros, con el tribuno encargado de su seguridad; y este, silenciosamente también, como en Pandataria, asentía.

Remontó el Tíber, el río de Roma, navegando despacio para que se difundiera la noticia. Desembarcó sosteniendo la tosca urna de barro con las cenizas de su madre bajo la púrpura imperial, como Agripina había hecho con las cenizas de Germánico. Una inmensa multitud, emocionada e indignada, esperaba en silencio en las orillas, y al igual que había sucedido en el caso de Germánico, lo saludó con un súbito y apasionado grito coral. Después formó un espontáneo e interminable cortejo, iluminando por miles de antorchas, y caminó con él hasta el mausoleo de Augusto.

Las cenizas de Nerón también fueron colocadas allí dentro. La doliente austeridad de la ceremonia se transformó, para la gente de Roma, en una firme acusación contra el bando senatorial que había apoyado a Tiberio. Del otro hermano, Druso, que había muerto en la cárcel subterránea del Palatino, no quedaba nada que enterrar.

«Nunca sabré —pensaba él, inmóvil durante el rito, sintiendo encima los ojos de todos hasta el punto de que le faltaba aire— cómo era su rostro en los últimos días. Mis recuerdos son de años antes, ellos todavía no habían sufrido todo ese dolor». No quedaba nada para hacer un retrato, ni siquiera aquellas macabras imagines, las máscaras de cera que hacían a los muertos y a las que debemos la dramática, realista y despiadada viveza de muchos bustos romanos, tan distinta de la aséptica, mitológica escultura griega. El rostro de sus hermanos y de su madre solo sobrevivía en la memoria amorosa de quienes los habían conocido. Y decidió, angustiado, que convocaría inmediatamente a los mejores escultores, al día siguiente, antes de que los recuerdos se disolvieran, como todas las cosas humanas.

Finalmente, gracias a esas tardías exequias imperiales, toda Roma se enteraba de cómo habían vivido aquellos condenados su muerte secreta, con largas agonías entre la desesperación y la soledad.

Mientras tanto, los veloces correos imperiales, las mucho más veloces señales ópticas e incluso las palomas mensajeras, que recorrían cientos de millas en un día, habían llevado hasta los últimos confines la noticia de la elección, suscitando el entusiasmo. Rápidamente, todas las ciudades, desde Assos, en la Tróade, hasta Aritium, en Lusitania, juraron fidelidad; aparecieron entusiastas placas conmemorativas desde la pequeña Sestino, en Umbría, hasta Akraiguia, en la apartada Beocia, o Argos, capital de la histórica Liga Panhelénica; se celebraron fiestas populares en Acaya, Fócida, Lócrida, Eubea; se esculpieron estatuas en Olimpia, Delfos, Mileto, Corinto, Alejandría, en Egipto, y en Tarraco, en Iberia. Las legiones destacadas en las largas fronteras del Rin, del Danubio y del Éufrates recuperaron confidencialmente el antiguo nombre, Calígula, como cuando, de pequeño, acompañaba a su padre.

En las provincias orientales y en los estados colindantes, que después de la benévola sensatez de Germánico habían sufrido el opresivo dominio de Tiberio, despertaron esperanzas de tiempos distintos. Embajadores de todas las provincias, de todas las ciudades, de todos los estados sometidos o aliados, de Tracia, Ponto, Armenia y Cilicia le recordaron que lo habían visto de pequeño con su maravilloso padre. «Una oleada de festejos como jamás se había visto en el imperio», se escribió. Pero nadie imaginaba que era también un presagio de tragedia, porque en Roma, en cambio, muchos empezaron a estar molestos.

«Mensis Julius»

Una nube de siervos, guardeses e intendentes corrió al monte Palatino y se afinó en preparar los palacios abandonados para recibirlo. Lo escoltaron, como primera etapa, a la Domus Tiberiana, que él no había pisado nunca. Abrieron la gran puerta de bronce, y le pareció que en el interior todo estaba oscuro. Distinguió dos confusas filas de columnas, sombras de estatuas, una especie de escalinata. Tuvo la sensación de que lo envolvía un olor horrible, tóxico, que se agarraba a la garganta. Nada más dar un paso, lo asaltó la idea de que abajo, en algún punto, se abría la cárcel donde había muerto su hermano Druso y con un gesto se negó a continuar. Los cortesanos pensaron que lo paralizaba el odio; pero no era eso, sino el terror de revivir la experiencia de Pandataria.

A pocos pasos de allí, su mirada encontró la sepulcral residencia de Livia, la Noverca, donde había estado recluido un año.

—Cerrad todas esas puertas —ordenó, y pasó de largo.

Luego le abrieron los legendarios y modestos aposentos privados de Augusto. Él los recorrió con la mezcla de orgullosa familiaridad y de doliente rencor que ese recuerdo llevaba aparejado. Sintió alivio al salir.

—Hay que conservar estas estancias intactas para la historia —dijo.

Por fin entró gloriosamente en el soberbio palacio imperial, sede oficial del poder en la época de Augusto. Caminar por la espléndida inmensidad de las salas, que él no había visto nunca, producía una triunfal sensación de posesión, como entrar en una ciudad conquistada. Sin embargo, al mismo tiempo le caía encima aquel silencio vacío de décadas. Y el peso de los recuerdos se filtraba por las paredes como si fuese agua.

De pronto, todos los ojos se clavaron ansiosamente en él, y quien no podía acercarse preguntaba a los demás. Viejos y expertos funcionarios imperiales —todo el ordenadísimo aparato construido por Augusto y reforzado por la vigilante dureza de Tiberio— dijeron que enseguida había intentado conocer lo máximo posible de la eficiente máquina que mantenía unido el imperio. Había escuchado, preguntado, leído, reflexionado; y sonreído. Y todos profetizaron de consuno que su gobierno sería tranquilo y maleable.

El día que bajó del Palatino y se dirigió a la Curia para el primer acto público fundamental, el discurso programático, el bochorno estaba estancado sobre las colinas de Roma y el viento del mar no llegaba a lamerlo. Era el primer día de julio, el implacable mensis Julius. En los sencillos tiempos de la República, como el año empezaba en marzo, lo habían llamado simplemente Quintilis, quinto mes. «Pero con Julio César —había escrito cáusticamente alguien— la divinidad de la estirpe Julia se extendió también sobre los meses». (Y pasados los siglos se sigue llamando julio, luglio, juillet, July).

Entre los senadores que llegaban a la Curia en pequeños grupos despreocupados, conversando, de golpe cundió un inesperado miedo. En la escalera de la sala, un temeroso funcionario susurraba a algunos influyentes optimates que el joven emperador había preguntado por las actas de los procesos incoados por Augusto contra Julia y sus amigos, y por Tiberio contra la familia de Germánico y sus partidarios. Esos procesos habían sido un siniestro asunto secreto y solo se habían publicado —y no siempre— las sentencias.

—Pero hemos encontrado muy pocos documentos —balbucía aquel hombre—, y desordenados.

La noticia paralizó a los que la oían en mitad de la escalera, y con angustiada esperanza se preguntaron unos a otros si esas actas habrían sido destruidas por una providencial orden de Tiberio. Sin embargo, los que habían conocido al anterior emperador de cerca replicaron que este no había destruido nunca nada.

—Decía que, para matar a un hombre, son más útiles tres líneas que un puñal.

Subían despacio, cambiando impresiones. Y surgían las sospechas.

—¿Quién se ha movido por estos palacios, por los archivos del Capitolio, desde el alba en que se tuvo conocimiento de la muerte de Tiberio hasta el momento en que elegimos a Cayo César? ¿En manos de quién han acabado los documentos del tremendo proceso contra Agripina y su hijo Nerón? ¿Y los del proceso contra Druso, contra el tribuno Silio, y contra Tacio Sabino, y contra…?

Entre los jueces y los testigos de aquellos crueles procesos figuraban prestigiosos y respetados senadores que ahora, mientras tomaban solemnemente asiento en los escaños, se descubrían peligrosamente inermes. «Estamos expuestos al chantaje de hábiles adversarios desconocidos», pensaban. Y algún otro profetizaba:

—El que tenga esos documentos, los pondrá sobre la mesa cuando le convenga.

Trataban de tranquilizarse con el cuento del muchacho tonto, perdido en una polvorienta cultura libresca, que nunca se había ocupado de los asuntos familiares. Pero alguien advirtió:

—Recordemos que su primer viaje fue a Pandataria.

Así pues, los senadores tenían buenas razones para concentrar toda su atención en el joven emperador cuando este llegó al asiento que había sido de Tiberio, que habían visto vacío durante once años y cuyos paños y cojines nuevos llevaban ahora los gloriosos colores de la soberbia familia Julia. Y, mientras él posaba las manos en los apoyabrazos, se preguntaban quién, dada su juventud, falta de madurez e inexperiencia, había escrito el programa fundamental de gobierno. Pero, como nadie podía responder, todos desconfiaban de los demás.

El primer y sobrecogedor anuncio del mensaje imperial —después del ritual saludo inicial— fue precisamente que se había descubierto una estructura ramificada de espionaje y había aparecido un inesperado, aunque desordenado, archivo de documentos secretos. La Curia quedó paralizada en un silencio angustioso. Sin embargo, el joven emperador declaró con dulzura:

—No he querido leer ninguno de esos documentos. No quiero saber nada de eso. —Un irrefrenable murmullo corrió entre los senadores—. Esos escritos —prosiguió él— pertenecen al pasado. Serán quemados. Y no necesitamos confidentes, los despediremos.

Mientras él hablaba, una masa de miedos se diluía en alivio. Aplaudieron impetuosamente, callaron. No obstante, alguien se preguntó si aquella magnánima declaración no sería la más siniestra de las insidias. «No ha dicho qué documentos son ni cuántos hay».

Pero él, cambiando el tono de voz, anunció que muchos eran, en cambio, los problemas en los que era preciso trabajar. Dijo que había descubierto que el gasto público había sido en gran parte un asunto imperial secreto, y declaró que a partir de ese momento se publicaría un riguroso y transparente balance. Dijo que el yugo del poder central sobre las provincias era económicamente pesado y a menudo estaba en manos de funcionarios codiciosos o corruptos, añadió que confiaba en la ayuda de los senadores para suavizarlo y recordó la obra de su padre, Germánico. Dijo que la concesión de «ciudadanía romana» había sido hasta entonces muy limitada y había dividido a las poblaciones del imperio entre una privilegiada y protegida minoría y vastas mayorías indefensas.

—Trabajaremos juntos para extenderla. Necesitamos ciudadanos, no súbditos.

Los anuncios se sucedían, y a los oyentes les faltaba tiempo para reflexionar entre uno y otro. Sin embargo, emergía la promesa de un gobierno en total contraposición con el pasado.

El emperador dijo que la ley dictada tiempo atrás para defender la República, la Lex de majestate —y en cuanto la nombró, un estremecimiento recorrió la Curia—, se había transformado en una cruel arma liberticida.

—Ha llenado las cárceles de imputados y condenados. Es una infamia para Roma. Creo que contaré con vuestro acuerdo para derogarla.

Los senadores estaban ahora callados para no perderse ni una palabra.

El nuevo emperador dijo que la relegación y el destierro habían sido armas fáciles y despiadadas de la tiranía. Muchas víctimas estaban obligadas a vivir lejos de Roma y en la miseria, pues sus bienes habían sido confiscados.

—Los traeremos de vuelta a la patria, los resarciremos. Y los jueces nunca más se verán forzados por leyes inicuas a condenar a un ciudadano romano por lo que piensa, dice o escribe.

Un viejo jurista observó en voz baja:

—Devuelve a la magistratura la independencia que había perdido desde los tiempos de la guerra civil.

Y se preguntaron quién habría inspirado a su joven mente una reforma tan inmediata y fundamental.

Pero él, mientras hablaba, veía el codex desaparecido en el que su hermano Druso escribía todas las mañanas, en la tranquila biblioteca que había sido de Germánico. Dijo que las obras de muchos escritores habían sido prohibidas; algunos incluso habían pagado sus palabras con el destierro, la cárcel o la vida. En medio del silencio sepulcral de los senadores, nombró a Tito Labieno, a Casio Severo, a Cremucio Cordo.

—Estamos en deuda con ellos, con sus esfuerzos y su valor. Trabajaremos para que sus escritos sean recuperados y publicados. La seguridad no se obtiene escondiendo la verdad —dijo, haciendo suya una frase célebre.

El fascinante poder de la juventud, los cabellos castaños ligeramente ondulados, los ojos claros, el cuerpo atléticamente ágil por los años vividos en el castrum daban a su discurso una fuerza arrolladora, más allá de la lógica. Los populares se emocionaron y aplaudieron; a los desencantados optimates, en cambio, lo que decía les pareció en gran parte utópico, fruto de una evidente inexperiencia. Sin embargo, se sabía que el anuncio de medidas suele calmar al pueblo como si se llevaran efectivamente a cabo, y puesto que el sosiego de los romanos era un objetivo urgente y necesario, también ellos aplaudieron sin preocuparse. Así pues, todos aprobaron por aclamación cuando un senador se levantó y dijo solemnemente:

—Propongo que este admirable discurso sea esculpido en mármol y figure en el Capitolio.

Por un momento, aquella maliciosa oleada de apoyos le pareció al joven emperador una sincera emoción colectiva, quizá incluso afecto: era el coronamiento de sus largos proyectos, la venganza de su padre, el alba de la nueva época. Siendo joven, abandonar defensas y recelos fue para él una autoliberación sublime.

—Te quieren —le susurró mientras caminaban por un ambulacrum el joven Helikon, con los ojos de color ónice llenos de lágrimas de alegría.

Él, exhausto a causa de la emoción, le devolvió la mirada en silencio.

No muy lejos, Lucio Arruntio, el senador cremonés que se había declarado contrario a la elección de Cayo, estaba sentado solo y veía a los antiguos fieles —ahora ingratos— pasar por delante sin apenas saludarlo. Aquel día se había comprometido irremediablemente. En cambio, el senador Anio Viniciano, dotado de experiencia histórica y espíritu cáustico, divertía a sus colegas diciendo que la manera más segura de no hacer nunca algo era inscribirlo solemnemente en una placa.

Entretanto, los populares, entusiasmados, señalaban que el joven emperador no había nombrado una sola vez a Tiberio.

—Ni para elogiarlo ni para criticarlo. El único recuerdo que queda de él son los que vuelven del destierro o salen de la cárcel.

De las cárceles romanas salió, entre otros, Quinto Pomponio, escritor trágico y futuro cónsul, que desde hacía siete años esperaba que se celebrase el proceso; y cuando emergió a la luz del día, ninguno de sus ansiosos parientes corrió a abrazarlo porque no lo habían reconocido. Salió el apacible poeta Fedro, encarcelado porque, cuando había escrito la fábula destinada a ser en cierto modo inolvidable para cualquiera que en los siglos futuros estudiase latín, Inferior stabat agnus, superior stabat lupus, todos habían visto en el lobo (que buscaba pretextos para devorar) a Tiberio, y en el cordero aterrorizado a la perseguida familia de Germánico. Salió de la cárcel también aquel joven Herodes de Judea que bajo el mandato de Tiberio había declarado imprudentemente: «Espero ver muy pronto a Cayo César al frente del imperio». El emperador ordenó que lo condujeran a su presencia tal como estaba, encadenado, y cuando lo vio, y las cadenas cayeron ante él, ordenó:

—Vestidlo de acuerdo con su rango. En premio a su fidelidad, un orífice fundirá un collar de oro del mismo peso que estas cadenas de hierro.

El hecho pasó a los libros de historia. Ninguno de los dos imaginaba, sin embargo, de qué dolorosa manera expresaría Herodes su agradecimiento.

Los aniversarios

Llegó el primer día de agosto, las kalendae del Augustus mensis.

—Al amanecer de este mismo día, en Alejandría —le susurró Helikon—, Marco Antonio, tu abuelo, decidió morir.

El recuerdo del hombre que, mientras agonizaba, había hecho que lo llevaran junto a su reina y había caído entre los brazos de ella, regresó con fuerza hiriente. El emperador vio de nuevo aquel solitario palacio en el mar de Alejandría, con las paredes ennegrecidas por el fuego y la gran puerta atrancada, el poderoso rostro masculino esculpido en granito que yacía bajo un velo de agua. Marco Antonio era un nombre que Roma todavía censuraba; los pocos que se atrevían a recordarlo lo pronunciaban en voz baja, porque desde hacía más de setenta años iba acompañado de aquella infamante condena por rebelión y traición.

El emperador acarició a Helikon los cabellos.

—Gracias por recordarlo —dijo—. Llama a un escribano.

Y utilizando los poderes que los senadores le habían concedido, con un breve decreto canceló la condena.

Los senadores se quedaron perplejos. La mayoría consideraron ese gesto un ingenuo, quizá imprudente, homenaje a la estirpe de su padre. Alguno, más perspicaz, dijo, preocupado:

—Ha escogido para anunciarlo el aniversario del suicidio.

Otros, movidos por recuerdos que el odio mantenía vivos, insinuaron:

—Como Julio César rehabilitó, después de muerto, a Cayo Mario, el jefe de los populares de entonces, él rehabilita ahora a Marco Antonio.

Después se acercó septiembre, y en esos días se conmemoraba la batalla naval de Actium, es decir, la definitiva y fatal victoria de Augusto sobre Marco Antonio.

—Roma se está llenando de arcos triunfales, preparan desfiles militares —dijo distraído el apacible Helikon, como si contara un cuento.

Pero el joven emperador convocó a las autoridades ciudadanas.

—Esos arcos son inútiles. Mandad a los militares de vuelta a los castrum. Esta fiesta queda suprimida; no la celebraremos nunca más —mandó, con una decisión fría y repentina que dejó atónitos a los que recibían la orden.

En esta ocasión muchos reaccionaron. Los optimates, con rabia: «Es una ofensa a la gloria de Augusto»; los populares, con orgullosa emoción: «Por fin justicia para la memoria de aquellos muertos».

Y él, que tenía presente la tristeza de su padre, Germánico, mientras decía a orillas de aquel mar: «Aquí, por una parte o por la otra, llevo sangre enemiga», zanjó el asunto declarando:

—Fue una batalla de romanos contra romanos. No hay nada que celebrar por el derramamiento de esa sangre.

Después pensó que, muchas décadas atrás, del amor de Julio César y Cleopatra había nacido aquel niño llamado Tolomeo César, el niño al que Augusto había matado, un día de otoño, traicionándolo cínicamente en Alejandría y, después de muerto, difamado como a un bastardo sin derechos y llamado con desprecio Cesarión. Declaró que debía ser reconocida la legitimidad de su nombre y respetada su memoria. Ante esto, un grupo de nobles senadores protestó.

—Julio César —repuso él— puso una estatua de Cleopatra, como madre de su único y verdadero hijo, junto a la estatua de la diosa Venus Genitrix, la madre de la estirpe Julia. Supongo que lo recordáis. Toda Roma fue a contemplarla. Me han dicho que era maravillosa, de bronce dorado que centelleaba al sol, desnuda como Venus. Pero fue derribada y fundida. —Mientras hablaba, intentaba analizar el inmenso y misterioso proyecto que había impulsado a Julio César a erigir esa estatua de la reina de Egipto en el corazón de Roma—. Egipto, provincia augustal —añadió—, está unida a Roma por ese vínculo de sangre como ninguna otra del imperio.

En los mismos días —recurriendo a algunos finos juristas que fueron también persuasivos embajadores—, liberó mediante rápidos divorcios a sus hermanas de los humillantes matrimonios que les había impuesto Tiberio y se liberó a sí mismo de un parentesco insolente. La opinión pública lo aprobó instintivamente; los cónyuges, apartados de los palacios imperiales, cedieron pero no perdonaron. En este asunto, incluso los senadores más pacíficos percibieron una explosiva señal política. «Está cambiando todo», dijeron los populares con satisfacción y los optimates con alarma.

El que más se inquietó fue el poderoso senador Junio Silano, que —pese a que su hija había muerto hacía mucho— aspiraba a ejercer en el joven emperador una especie de majestuosa y obstaculizadora tutela. «Te conozco desde pequeño», le recordaba en tono afectuoso. Pero a sus colegas les pronosticó:

—Nos estamos precipitando por una pendiente. Hay que detenerlo o esto se vendrá abajo.

—Con prudencia —contestaron los otros—, porque en la Curia el equilibrio se apoya en el filo de un cuchillo.

Llegaron así los días de las tácticas dilatorias, el obstruccionismo soterrado, las intrigas. El sublime «maestro» de estos juegos fue materializándose de sesión en sesión. Era el gran Valerio Asiático, ingenuamente apreciado entre los populares porque, con su imponente presencia, sus maneras refinadas y su cultura, había frecuentado durante mucho tiempo la domus de Antonia. Sin embargo, sus vastos intereses económicos no tenían nada que ver con las viejas amistades. Derrotó con pocas palabras al ya veneradísimo y a esas alturas rencoroso Lucio Arruntio.

—¿Temías —le recordó en plena Curia— la inexperiencia de nuestro joven candidato? ¿Te preguntabas quién le había inspirando aquel discurso programático? Jamás habrías podido descubrirlo, porque lo escribió él solo. En resumidas cuentas, nació en su cerebro. No se agotará con las palabras esculpidas en la piedra —advirtió.

Los populares aplaudieron, sin comprender la ambigüedad que escondía aquella intervención, primer elegante ejemplo del ágil descaro con que cambiar de ideas y de bando.

El primer enfrentamiento lo provocó, como siempre, la cuestión de los impuestos. Para hacer frente a los enormes gastos de las guerras civiles, Julio César y Augusto habían inventado, en su época, un gravoso sistema de impuestos, entre ellos la centesima rerum venalium —el uno por ciento sobre todo tipo de adquisición—, odiada desde el primer día porque castigaba de manera directa y palpable las pequeñas compras de las clases más pobres. Había estado a punto de producirse una revuelta fiscal, pero al final la gente se había resignado y el impuesto, temporal al principio, había pasado a ser permanente. Es más —destino habitual de los impuestos—, incluso lo habían aumentado. Y a lo largo de los siglos muchos lo recuperarían, y lo incrementarían, con entusiasmo.

Pero el joven emperador había descubierto el enorme poder de su posición y una mañana, al despertar, se dijo: «Actuar sin demasiadas explicaciones», y suprimió ese impuesto. Para celebrar la medida, emitió una moneda especial que debía recordarla en el futuro.

—¡No tenías que habérselo permitido! —gritó Junio Silano dirigiéndose, delante de algunos desconcertados senadores, al preocupado Sertorio Macro, que en la época de la elección había garantizado, con apasionada imprudencia, la inocuidad del joven emperador—. Es una decisión incontrolada —se desfogó—, abre la puerta a las reformas visionarias que los populares proponen de vez en cuando. Ya veréis los desastres que provoca.

Entre las togas que revoloteaban en medio de la indignación se abrió paso Valerio Asiático, quien, en su bello latín, sugirió más o menos algo así:

—Si de vez en cuando dejáis pasar algo, a nosotros también nos será más difícil atacaros en relación con otros problemas.

Lo miraron. Y los optimates más avisados se dieron cuenta de que con él se podía contar.

Pero para llevar a cabo los proyectos del joven emperador faltaban colaboradores fuertes, los «consejeros del príncipe». Mientras tomaba en solitario sus decisiones, este comenzaba a percibir a su alrededor los puestos vacíos de aquellos a los que Tiberio había reatado. Habían parecido los procesos demenciales de un tirano, pero había sido la decapitación precisa de un bando político. Tiberio, «de la misma forma que se echan trozos de carne a un mastín para desvalijarle la casa», se había ganado su seguridad dando como pasto a los optimates, una tras otra, las cabezas del partido adversario. La lenta depuración había sido realizada con tal arte y tan a fondo que el partido de los populares no se recuperaría jamás. Y ni siquiera habría historiadores que hablaran con honradez de ella.

Y ahora era imposible evitar las trampas que la astucia de los optimates tendía a lo largo del recorrido del joven emperador. Todos mucho mayores que él, y mucho más cómodos en los laberintos del poder, habían visto y combatido días de los que a él solo le habían hablado. Les precedían familias antiguas, batallas famosas, negocios, procesos, estudios legales, largas y secretas discusiones. Hombres orgullosos, tradicionalistas e independientes, con una elevada conciencia de sí mismos. Y que incluso se odiaban entre sí.

En su época, Tiberio había declarado con cinismo que las rebeliones de los senadores eran como las patadas al aire que da un mulo si se cae mientras camina. «Peligrosísimas si vas a su lado. Pero, si tú no te mueves, ese mulo no volverá a levantarse». Dicho esto, se había retirado a Capri.

El joven emperador, en cambio, estaba en Roma; y los escuchaba cuando intervenían, proponían modificaciones, supresiones, sutiles ajustes. Descubrió, decepcionado, que intereses de grupo o luchas personales suscitaban continuamente conflictos sin fundamento.

Tantis discriminibus objectus —dijo, y esa frase llegó a los libros de historia, aunque más adelante pocos se fijarían en ella.

Sin embargo, fueron las últimas palabras nacidas de un dolor casi ingenuo. Aquel sentimiento muy pronto se transformó en ira. «Tengo un proyecto inmenso, para todo el imperio, lo he pagado, día tras día, durante toda mi juventud —pensaba—, y vosotros no me detendréis». Se despertaba a media noche y no volvía a conciliar el sueño hasta el amanecer. Una noche se dijo: «Julio César también tomó medidas similares, y después de ser asesinado las anularon todas». Se sentía como atado físicamente con cuerdas. Pero poco a poco se iba haciendo más experto en aquellos vastos poderes que el Senado le había otorgado en el entusiasmo inicial, y los utilizó cada vez más a menudo, por sorpresa y en serio.

Muchos senadores se asustaron:

—Le hemos concedido un poder demasiado amplio.

Desde los tiempos más antiguos, los magistrados eran elegidos en los comicios, en los que participaban todos los ciudadanos. Pero, en medio de las turbulencias de las guerras civiles, los senadores habían descubierto el peligro de aquellas votaciones libres y, dando un golpe de mano, las habían restringido en gran parte a ellos mismos. Más tarde, Tiberio las había abolido.

El joven emperador pensó en Clutorio Prisco, que había perdido la vida por decir: «En los comicios, en lugar de votaciones se hacen espectáculos», y sin andarse con rodeos anunció a Sertorio Macro:

—Es justo restituir el derecho de voto a los romanos, y he decidido hacerlo.

No dijo que, con esa medida, quitaba a los senadores una de sus armas más sutiles: el control total sobre los mecanismos que administraban Roma.

—Esas ideas no gustarán —repuso Sertorio Macro con una mezcla de miedo y brutalidad militar—. Los senadores creían que no usarías tus poderes de este modo. Y tú —se atrevió a añadir con rabia— no me escuchas. —Hablaba con dureza porque, en los platos de la balanza, el peso mayor parecía el suyo.

El emperador no contestó. «Tiberio creía haber conquistado Roma con ocho cohortes —pensó—, pero la dejó en manos de estos. —Miró a Sertorio Macro, que estaba hablando con sus oficiales—. No debo olvidar que lo eligió Tiberio».

Entretanto, los optimates no encontraban la manera de encauzar sus decisiones. Y la ley sobre el derecho de voto fue promulgada.

—Es más fácil verter agua que recogerla —dijo el cremonés Lucio Arruntio, el senador que había votado en contra, concediéndose su primer desagravio.

En recuerdo de esa ley, el emperador hizo acuñar una extraña moneda de bronce que en la historia de las revoluciones inspiraría a muchos imitadores, porque en ella estaba grabado el pileus —una especie de gorro frigio, el que llevaba la diosa Diana Libertas, la diosa de los esclavos, en su templo del Aventino— y porque era precisamente el símbolo del esclavo transformado en hombre libre. El pueblo comprendió inmediatamente la imagen y le gustó. Pero a otros les contrarió profundamente.

—Hay gente que se niega a aceptar esa moneda —anunció sombríamente Sertorio Macro—. Y eso es una pésima señal.

Para el tercer emperador de Roma, el hecho de dejar de sí mismo, diseminados por el azar, los casi incorruptibles recuerdos grabados en bronce, plata u oro nacía de un sentimiento de preocupación por el futuro. «En las guerras y en las revueltas se destruyen bibliotecas, placas y estatuas. Luego, los historiadores interpretan, reescriben, censuran los acontecimientos. Pero la gente recoge, conserva y esconde las monedas».

«Libertus imperiale»

—En estos palacios están sucediendo cosas nunca vistas —dijo un alto funcionario de la familia Caesaris—. Este joven emperador está más rodeado de antiguos esclavos extranjeros que de nombres de sangre romana, familias que estaban aquí desde los tiempos de Julio César e incluso antes.

Por primera vez se oía abiertamente un tono de rebeldía, y cuantos lo advirtieron fingieron con prudencia no haberlo oído. Pero era como haber rajado un cristal: nada seguiría siendo como antes.

Mientas tanto, entre los miles de integrantes de la familia Caesaris destacaba el esclavo Calixto, aquel griego tolemaico de madre egipcia, de treinta años, que en Capri había facilitado a Cayo las más inesperadas y casi siempre trágicas informaciones. El joven emperador no habría podido olvidarlo; se lo señaló a Sertorio Macro y este propuso enseguida colocarlo, «por sus méritos», en la secretaría imperial.

El emperador vio de nuevo, con un destello de desconfianza, a Sertorio Macro esperando sentado en el pórtico de Villa Jovis y a Calixto pasando rápidamente por allí. «Nadie ha comprobando las aptitudes de Calixto mejor que Macro», se dijo. Luego lo olvidó.

Mientras, Calixto se introducía ágilmente en aquellos reservadísimos despachos, no solo por ser un culto amanuense políglota, sino un sutil y cada vez más experto intérprete de lo que debía transmitir. Cada vez con más frecuencia, el emperador lo quería a él cuando dictaba y se dirigía a él en medio del equipo de rapidísimos escribanos. Y nadie se daba cuenta de que él estaba atento a los engranajes del poder, desde los más elementales hasta los rincones más secretos.

La atención del emperador volvió a sentirse atraída por él un día que, cuando estaba dictando, hizo una pausa para reflexionar y Calixto se atrevió a susurrar el final de la frase. Una audacia jamás vista. Pero las palabras que le habían salido en un susurro, mientras esperaba con el calamus suspendido en el aire, eran exactamente aquellas, calculadas e insidiosas, que el emperador estaba buscando.

A fin de satisfacer la curiosidad del emperador, al igual que habían hecho para Tiberio, los informadores imperiales investigaron la procedencia del enigmático Calixto, y pareció realmente la historia de una familia de terratenientes muy rica, arruinada por las expoliaciones de la conquista, una historia anónima, como tantas otras.

—Por último —dijeron—, lo llevaron al gran mercado de esclavos de la isla de Delos y allí algún senador se fijó en él.

Sin embargo, cuando el emperador le preguntó por su pasado, Calixto respondió con cautela:

—Las desgracias de la insurrección destrozaron también a mi familia.

El emperador le preguntó dónde había sucedido.

—En Hait-ka-ptah, la Ciudad del Espíritu, que los romanos llaman Menfis —dijo concisamente—. Pero ahora los dioses me han resarcido por todo lo que he sufrido —añadió.

El hecho de nombrar Menfis distrajo al emperador y le produje emociones nostálgicas. Las cartas dirigidas a la preciosa provincia de Egipto —en la práctica un inmenso feudo personal desde Alejandría hasta File— empezaron a caer en manos de Calixto; y poco a poco también las misivas que llegaban de allí fueron leídas y cada vez más a menudo interpretadas por él, que esperaba con secreta ansiedad, día tras días, la manumissio, la liberación, la poderosísima posición de liberto imperial.

Sin embargo, Macro dijo que merecía más.

—Incluso para utilizarlo mejor…

Propuso, en consecuencia, darle la libertad con la rara y privilegiada fórmula no de soltar las cadenas sino de romperlas materialmente en el yunque, lo que significaba declarar que para la ley romana nunca había sido esclavo: una cancelación del pasado que permitía acceder a los más altos niveles de la escala social. Y así se hizo.

Los pensamientos del emperador empezaron a apoyarse en la rápida, tortuosa y silenciosa inteligencia de Calixto, porque sobre todos los problemas hacía una observación, un útil comentario que con frecuencia llegaba a modificarlo. Y daba la sensación de haber evitado un peligro. Los cortesanos vieron que cada vez era llamado con más frecuencia a los aposentos del emperador.

—Es el consejero del príncipe.

A nadie le gustaba. Muy pronto, hasta Sertorio Macro, que lo había utilizado como espía de toda confianza en los años de Capri, comenzó a odiarlo.

Pero el gran argumento de Calixto para acallar la desconfianza era: «Tiberio me hubiera querido muerto; únicamente la astrología de Trasilo me salvó la vida».

Un día, el emperador les dijo a él y a Macro:

—Nuestros senadores llevan en el alma cien años de odio. Es imposible gobernar.

Lo cierto era que, en la práctica, los escaños senatoriales pasaban de padres a hijos, todos pertenecientes a familias ricas y poderosas de por sí, divididas en antiguas facciones, lo que no daba esperanzas de cambios.

Curia popularibus clausa est, el Senado está cerrado para los populares, dice la gente. Es necesario introducir, inyectar —subrayó— sangre distinta, hacer que sean elegidos hombres nuevos que vengan de provincias lejanas. El imperio es inmenso, tiene miles de voces, y en Roma deben hablar todas. Julio César también se dio cuenta de que era necesaria una reforma y la hizo.

Ellos estaban sentados frente a él. Macro lo miraba con obtuso estupor; el sagaz Calixto, en cambio, callaba con alarmado recelo. Y el joven emperador, que no tenía a nadie más a quien pedir consejo, se sintió decepcionado. Pero, de pronto, Sertorio Macro perdió el control:

—Es muy arriesgado —dijo—. Seiscientos senadores se rebelarían contra ti. De un día para otro, tendrías seiscientos enemigos.

—No todos —repuso el emperador, obligándose a utilizar un tono de voz sereno—. Los que hoy son minoría, mañana serán el número mayor. Julio César introdujo en poco tiempo a doscientos hombres nuevos. No tendremos nunca paz si millones de hombres se sienten súbditos, no iguales que nosotros.

El frío Calixto pensó, con una especie de miedo, que la mente del emperador, pese a su agudeza, estaba indefensa frente a los sueños. Pero Sertorio Macro reaccionó violentamente:

—Si salgo de aquí y me encuentro con Junio Silano, el hombre que te dio a su hija, que mantiene a su grupo fiel a ti a pesar de que aquella infeliz está muerta, que se siente responsable de guiarte, y le digo que quieres hacer pedazos la mayoría con esa idea…

El joven emperador había abierto los ojos con expresión de asombro, sus iris claros miraban fijamente al prefecto de sus cohortes. Sertorio Macro vaciló, lo invadió una sensación destructora, pero la mirada del emperador se dulcificó.

—Quizá tengas razón —dijo. Meneó la cabeza, como reconviniéndose a sí mismo, y sonrió—. Olvidémoslo.

Pero en el cerebro le había entrado la imprudente palabra de Macro: «guiarte». Durante todo aquel tiempo, Calixto no había dicho nada.

El emperador, sin embargo, no abandonó la idea. Solo después de muchos siglos —cuando sueños de grandes comunidades de pueblos, iguales entre sí, empezarían a asomar en el corazón de los hombres— se vería, gracias a un estudio minucioso de los nombres, que esa odiada introducción de «hombres nuevos» había empezado a realizarse. Pero el joven emperador pagaría un precio carísimo por su proyecto inconcluso.

La elegancia

—Parece que hayan vuelto los tiempos de Julio César y Cleopatra —mascullaban los viejos senadores.

En la época de aquel clamoroso amor, la rutilante elegancia de la corte faraónica había caído como una granizada sobre la todavía rústica sociedad romana, donde en dos siglos la única variación que se había producido en el vestido era el paso de la simple toga restricta de la era republicana —en la que todos los personajes vestidos con toga eran representados en la misma postura, con un brazo doblado a la altura del codo— a la amplia toga fusa, drapeada en complicados pliegues, de la era imperial. Sin embargo, aunque la toga no era, en conclusión, sino una pieza de tela, colocarla era complicadísimo y exigía la mano experta de un esclavo experto para obtener el efecto solemne que admiramos en los mármoles romanos de la época imperial.

Pero a los bienpensantes incluso esos discretos acicalamientos les habían parecido atrevidos. De hecho, Terencio Varrón —que, además de combatir en varias guerras, había encontrado tiempo para escribir una Enciclopedia de las ciencias y muchos más libros, hasta un total, según sus biógrafos, de seiscientos— ya había lamentado el exceso de elegancia. «Durante siglos —había escrito—, hombres y mujeres habían vestido la toga restricta, nada más que la toga, de la mañana a la noche…». Así pues, tras la derrota de Cleopatra y Marco Antonio, muchos habían aprobado las severas leyes suntuarias de Augusto, que prohibían los carísimos tejidos de ultramar. De hecho, Augusto, que era friolero y sufría toses y resfriados crónicos, en invierno se ponía ropa interior de lana y, encima, tres o cuatro toscas túnicas confeccionadas en casa por las mujeres de la familia, antes de envolverse en la púrpura imperial y desplazarse por los espacios marmóreos del palacio.

Hilar la modesta lana blanca había sido una ocupación casera y absolutamente artesanal, además de indispensable, durante siglos. «Se quedó en casa e hiló la lana»: para los antiguos, ese había sido —interesadamente— el mayor elogio. Como máximo, en lugar de la tosca lana del Lacio, se escogía la de más calidad que llegaba de Canosa di Puglia. Más tarde había aparecido la suavísima lana de Mileto, de jonia, el cachemir de la época, a unos precios escandalosos.

Pero el joven emperador había saboreado los refinamientos helénicos, sirios y egipcios. Y luego, en casa de la Noverca y en la villa de Capri, había sufrido una amarga y mezquina dependencia económica hasta en los más mínimos gastos de vestuario. De modo que en los palacios imperiales muy pronto apareció y se extendió, acogida con entusiasmo por los jóvenes, la clamorosa elegancia oriental, los peinados, los plisados, las transparencias, los collares y las pulseras, los finos cinturones, las pelucas. En los suntuosos vestidos, túnicas, clámides y palios, en las cortinas y en los cojines, y en las sandalias, resplandecieron los cientos de colores de las tintorerías de Pelusio y de Buto.

Los senadores descubrieron, estupefactos y alarmados, que, en privado, el emperador llevaba túnicas «de estilo griego», largas y sueltas, con amplias mangas que llegaban hasta las muñecas, cuando en Roma, quién sabe por qué, tales comodidades se consideraban, incluso en invierno, impropias. Y todavía fue peor en verano, cuando vieron escandalizados que se vestía con lino egipcio, cuyos hábiles pliegues, marcados con un hierro muy caliente, impedían que la tela se pegara a la piel. Y toda la mejor juventud romana lo imitaba apasionadamente: era una venganza liberadora, la explosión de una identidad propia.

El senador Lucio Arruntio refirió, indignado, que su hijo le había dicho: «No puedo vestir como tú». Y él, buscando una sensatez imposible, había preguntado: «¿Quién te lo impide?». «Mis ideas —había contestado el hijo—. La tierra habitada por los hombres es más grande y variada de lo que vosotros podéis imaginar».

Los ancianos se asustaron de verdad cuando se enteraron de que al emperador le gustaba nada menos que la seda, cara, impalpable, brillante. ¿Era el hilado de una planta, como el algodón?

¿Era el pelo de un animal desconocido? ¿Era una especie de baba, de telaraña? La seda llegaba, a través de vaya usted a saber qué vías, a los puertos egipcios del mar Rojo; y en Egipto era teñida, como el lino, en los más maravillosos colores. El emperador llevaba espectaculares mantos de seda púrpura, tejidos en las más refinadas textrinae por artesanos de manos delicadísimas. Las noches de verano llevaba túnicas de seda, una prenda sencilla y agradable en comparación con los exasperantes drapeados de la toga, como lo sería hoy una camisa de seda cortada por un experto camisero en lugar de una deslucida chaqueta de un tejido sintético.

Muchas veces se adornaba la suave seda con cenefas y cuadrados, preciosos bordados pacientemente realizados o inigualables ornamentos en hilo de oro, cuyos artesanos se perfeccionaban en escuelas especiales en Canope: ramas, capullos, flores brillantes que al tacto parecían auténticas, y plantas acuáticas, y pájaros, pavos reales, cocodrilos, y amorcillos, y escenas eróticas, y toda la mitología del Nilo. Y las mujeres conquistaban una belleza exótica y sensual, un alma nueva.

«Vamos a comprar la ropa al fin del mundo», protestaban los padres de familia al ver salir de casa a sus hijos e hijas vestidos de ese modo. Y tenían razón, porque en Occidente nadie sabía reproducir ese maravilloso hilado.

La moda se extendía a una velocidad imparable, se convertía en una especie de cambio social, un distintivo ideológico, papel que asumiría muchas veces en los siglos futuros.

Alguien dijo en plena Curia que el joven emperador estaba corrompiendo las costumbres. Lo atacaron hasta por el calzado: después de haber llevado la caliga —durísima y claveteada, con las tirillas de tosco cuero que magullaba dedos y tobillos—, no se conformaba con el calzado romano normal, el calceus senatorios, siempre negro, o el igualmente tétrico calzado imperial. Cuando le apetecía, llevaba ligeras sandalias de estilo griego, y algunas veces incluso los engañosos coturnos, con la suela de corcho.

Un día se puso para una ceremonia una ligera coraza de gala —y llamó tanto la atención que dos siglos más tarde la describirían—, maravillosa obra de orfebrería realizada quién sabe cuándo por un desconocido joyero heleno o sirio, que decían que había pertenecido a Alejandro de Macedonia. Consciente de la fascinación militar que producía, prendió en la espalda de esta coraza damasquinada en oro y plata una clámide de seda purpúrea, adornada asimismo con oro y piedras procedentes de la India.

En cierto modo, el joven emperador anticipaba la que sería la moda en la época del imperio de Constantinopla: entonces nadie, ni siquiera los monjes, habría osado criticar los fastuosos trajes bordados, multicolores y adornados con gemas que el sin embargo tosco y cristiano Justiniano, hijo de campesinos bárbaros, se ponía para los ritos en Santa Sofía y los banquetes en el crisotriclinio.

Pero el joven Cayo César se adelantaba demasiado a su tiempo, y unía a refinadas excentricidades en el vestir una política agresiva. Habría podido ser, con justicia, un Rey Sol o un George Brummel; en cambio, sus invenciones le hicieron ganarse, entre los historiadores adversos, fama de disoluto.

La tribuna imperial del Circo Máximo

Mientras tanto, en las curvas del grandioso Circo Máximo corrían desenfrenadamente los más hermosos caballos del imperio, pues el joven emperador compartía vivamente con el pueblo romano su antigua y fogosa pasión: las carreras de caballos. Dos equipos se enfrentaban en una reñidísima competición urbana, entre el delirio de los respectivos animadores, el ondear de los colores, la incitación frenética, las apuestas, las trifulcas, las risas; y hasta dos milenios más tarde no suscitaría otro deporte en Roma, el fútbol, tormentas emocionales comparables a aquellas. La demanda de espectáculo era tal que muy pronto a los dos equipos se añadió otra pareja; se llamaban Albata, Russata, Veneta (es decir, Azul) y Prasina, que vestía de verde. Enseguida se hizo famoso el jinete Eutico, jefe del casi siempre victorioso equipo Verde, apoyado por el emperador, que en esto se parecía mucho al presidente de un idolatrado equipo de fútbol actual.

El emperador apareció arriba, en la entrada al concurridísimo atrio de la tribuna imperial. Bajaba despacio, sin la sombría y rígida oficialidad de Tiberio, pasaba de un grupo a otro, saludando y conversando con esa espontaneidad inmediata que sorprendía a los visitantes. Y mientras bajaba, sus ojos encontraron la orilla opuesta del río, el monte Vaticano, donde se alzaba la residencia que había sido de su madre. La visión lo penetró físicamente, como una flecha lanzada desde lejos. «Casi la había olvidado», se dijo. Los recuerdos se apoderaron de él, acompañados de un invasor dolor físico. Echó a andar con él dentro, sin dejar de sonreír. «En memoria de todo lo que sucedió, edificaré allí el monumento más alto de Roma —decidió. El dolor cedió poco a poco, se retiró, se diluyó—. En los jardines donde mi madre pasó la última noche conmigo, plantaré el obelisco, el ta-te-hen más alto y poderoso que se pueda traer de los bancos de granito de todo Egipto. Su cúspide de electro refulgirá al sol, será un imperial recuerdo de ella. Dentro de muchos siglos, los hombres lo verán y dirán: “El ta-te-hen erigido por el emperador para su madre, que aquella terrible noche tuvo fuerzas para no llorar”».

Mientras esos pensamientos discurrían por su mente, sonreía y miraba a su alrededor. Entre los privilegiados que se acercaban más a él, estaba Manlio, aquel constructor nacido en Velitrae, que había pagado con un desastroso exilio su amistad juvenil con la alegre Apuleya Varilia. Afortunadamente había vuelto, y su antigua desgracia había despertado la compasiva atención del emperador.

En la época de su vida de reclusión, de total dependencia de las insultantes donaciones de los libertos de Livia y Tiberio, el adolescente Cayo César había intentado consolarse de las mediocres habitaciones a las que se veía relegado manteniéndolas en un orden maníaco, desplazando continuamente objetos y muebles, y solo ese pobre equilibrio estético había mitigado, a ratos, su lacerante soledad afectiva. Al obtener con el imperio una ampliación a escala planetaria de los espacios y de la autoridad, había estallado en él el sentido de la omnipotencia estética, el genio del constructor de ciudades. «Trabajar conmigo os resultará difícil —dijo a sus arquitectos—, pero os divertiréis». Su sensibilidad estética era, en realidad, tierna, creativa, crítica, impaciente e intolerante, muy dulce.

En Manlio había encontrado una inmediata correspondencia a sus sueños, y lo había nombrado su faber aedium, al frente del proyecto para la Nueva Roma. Manlio trabajaba incansablemente para él: había percibido su fantasía cambiante y el placer que le producía presentarse de improviso en las obras; lo seguía, fascinado y feliz, y ya era riquísimo. Un senador había dicho de él: «Se ha hecho de oro transformando en piedra lo que el emperador sueña por las noches».

—Manlio —dijo el emperador—, mira cuánta gente. —Y, de la misma forma que hoy se construye en una metrópoli un segundo campo de fútbol, anunció—: Tendremos que construir otro circo. He pensado que se alzará al pie del monte Vaticano, en los jardines de mi madre. ¿Sabes que mi madre montaba muy bien?

En los felices días del Rin, ella reía orgullosa al ver a su pequeño montar en el caballo de un salto, «como los bárbaros escitas».

—Haré traer de Heliópolis, en una chalana enorme, un obelisco de altura nunca vista. Lo colocarás como espina del circo, para que las cuadrigas corran a su alrededor. Y después tenderás sobre el río un puente nuevo, con cuatro arcadas, que llegue desde las vísceras de Roma hasta el pie del monte Vaticano.

Desde el fondo de la tribuna avanzaba despacio —y se le reconoció desde lejos porque vestía ostentosamente la antigua toga restricta y el calceus de piel negra, incluso en verano— un conocido filósofo procedente de la Iberia más lejana, la Bética, junto a las Columnas de Hércules. Se llamaba Lucio Anneo y pertenecía a la gran familia de los Séneca. Era un día bastante caluroso y el emperador llevaba una túnica de seda suntuosamente suave. Y era uno de los primeros ejemplos de jefe de Estado que recibía informalmente a sus invitados.

Séneca lanzó una mirada a aquella corte, cada día más joven y alegre, y señalando a los que se agolpaban en la tribuna vestidos con fantasiosa elegancia declaró:

—Tiberio tuvo la sensatez de prohibir sin compasión todas esas rarezas.

Hacía mucho que nadie nombraba a Tiberio, de modo que aquello atrajo la atención de los vecinos.

—Nadie piensa que todos esos tejidos y perfumes mandan naves llenas de dinero a gentes extranjeras y enemigas —añadió.

Un grupito de senadores se congregó en torno a él porque sus comentarios, siempre trágicos, eran la sal de los chismorreos. Pero el joven hijo de un severo senador le contestó con un entusiasmo incontrolado, alarmando a los amigos de su padre:

—¡Y por fin Roma vive! Durante todos los años de Tiberio, fue una capital sin emperador.

—Quien tiene hoy menos de treinta años —añadió con ingenuidad un joven funcionario—, la última vez que vio un emperador en Roma era un niño.

Era verdad. Ahora, la ciudad estaba invadida por una vida joven y burbujeante; embajadores, delegaciones de todas las provincias; espléndidas mujeres y, en consecuencia, riquísimos mercaderes; excéntricos artistas en busca de fortuna; poetas que inventaban nuevos lenguajes para fascinantes nuevas historias de teatro; músicas de todos los países interpretadas con instrumentos jamás oídos. Y la diferencia entre los comportamientos de la vieja y la nueva generación era tal que parecía no existir parentesco entre ellas.

—Por culpa de ese derroche —sentenció Séneca, contrariado—, el desequilibrio entre mercancías importadas y mercancías exportadas es catastrófico: milies sestertium —dijo en su preciso latín ciceroniano—, cien millones de sestercios al año.

Lo miraron en silencio, porque no era fácil encontrar una réplica.

—La seda que se consume en Roma en un año —intervino el pálido Calixto con pérfida frivolidad— cuesta menos que armar una trirreme, y pacificando a los vecinos de Oriente en el fondo se ahorra.

Muchos rieron, y Séneca se indignó porque un antiguo esclavo se atrevía a dirigirle la palabra.

—La cara de Roma está cambiando —proclamó sombríamente, sin contestarle.

Ya no se veía, dijo, a la gente estable, nativa, de los años de la República, que hablaba su latín conciso y vestía a la antigua. Todas las razas, las lenguas y las modas se arremolinaban por las calles, sin control.

—Además —dijo con aviesa intención—, a Roma afluye una incesante marea de esclavos de las tierras conquistadas: germanos, ibéricos, tracios, bárbaros mauritanos.

Y dado que en la capital seguían desembarcando solo hombres jóvenes seleccionados por su presencia y su cultura, y muchachas bellísimas, muchos de ellos habían encontrado un destino previsible. Gracias a la generosidad de las grandes familias, a legados testamentarios de señores dadivosos, habían conquistado la libertad. Eran ya cientos de miles los que habían echado raíces en Roma. Y Roma ya no era de los romanos.

—Ahora —prosiguió, mirando a su alrededor con rencor—, la invasión egipcia es la más poderosa y peligrosa de todas. La corrupción nos arrollará —pronosticó—, y el primer síntoma del contagio es la atención exagerada que los hombres prestan a su cuerpo, al cabello, al vestido.

Horas arrancadas a los pensamientos profundos, deterioro de esa energía viril que había hecho a Roma terrible contra todos los enemigos.

—Son muchos ya —añadió, y, como una amenaza, prometió escribirlo— los que prefieren ver desorden en los asuntos del Estado que en los rizos de su cabello.

Solo el cabello, aclaró, porque, según el estilo griego, nadie llevaba ya barba como los viejos senadores.

El emperador pasó por allí al lado y, mientras el grupo se abría, oyó la última frase. Sonrió. Había ascendido al durísimo Séneca al cargo de cuestor y no imaginaba que este, en vez de estar agradecido, no se lo perdonaría.

A su espalda, el senador Sextio Saturnino —perteneciente a una familia austeramente republicana, gente que en aquellas luchas se había jugado más de una vez la vida— murmuró con rebeldía:

—Nunca se habían visto en estos palacios, desde los tiempos en que Augusto los construyó, los extravíos que se ven ahora.

En realidad, durante años y años, en el Palatino, vacío y oscuro, no se había visto a nadie. Tiberio había sido una presencia metafísica, cuya lejana vida material, en Capri, estaba sepultada en el secreto. Cayo César, en cambio, joven, absolutamente visible, aclamado con pasión por el pueblo en todas sus apariciones, alteraba triunfalmente el imaginario colectivo.

A dos pasos de allí, en medio de un pequeño séquito de nuevos amigos, todos optimates, Valerio Asiático dirigió una mirada despiadada al alegre movimiento de la corte y dijo con suavidad:

—El tiempo que pierden en esos juegos nos lo regalan a nosotros.

Saturnino, el viejo republicano, lo miró y pronunció una frase fatal:

—Debemos reaccionar.

Valerio Asiático le devolvió la mirada y recordó que, años atrás, un pariente de Saturnino había sido precipitado del Capitolio por haber escrito un libelo contra Tiberio. «La imprudencia es un rasgo de familia», pensó. Pero personas así podían ser necesarias de nuevo. Por eso sonrió a Saturnino y dijo:

—Tu intención es noble. Cosa rara en estos tiempos…

No muy lejos, el emperador reía con una risa juvenil. Los durísimos y peligrosos días de la adolescencia lo habían convertido en un solitario con breves momentos de socialización. Las persecuciones y los espías lo habían hecho capaz de fingir y soportar cualquier cosa. Su necesidad de afecto no desbordaba el dique de la desconfianza y, por lo tanto, se limitaba a gestos materiales. Y sus sentimientos no iban dirigidos a seres vivos sino a una galería de recuerdos. Los amores nuevos le daban miedo. Tenía facilidad para comunicarse con la gente sencilla; el pueblo lo quería y, con las manifestaciones clamorosas de ese amor colectivo, le regalaba una emoción liberadora. Pero su alma solo se abría, a través de resquicios, en conversaciones claras y simples, como con el poeta Fedro o el infantil Helikon. Buscaba espacios para él solo —casi como si temiera un contagio físico— donde estudiar, escribir, leer, pensar y decidir; un diminuto despacho, rincones secretos de jardines. Quería con ternura a los animales, incapaces de traicionar. De vez en cuando, en las situaciones más insospechadas, experimentaba arrebatos de ternura, una necesidad de abrazar que sorprendía y con más frecuencia producía una inesperada turbación a los que estaban a su lado, como el soberbio prefecto de la Classis Praetoria —el general de Miseno— que jamás olvidaría el momento en que el emperador lo estrechó entre sus brazos.

Dormía siempre solo. Los siervos contaban que nunca había permitido intimidades dentro de esa especie de isla que eran las silenciosas estancias escogidas para pasar la noche en el Palatino. Su cama —con la cabecera de oro y marfil regalada por la Liga de las ciudades sirias— estaba ordenada y vacía, guardias y siervos permanecían al otro lado de la puerta cerrada, era inaccesible. Su sueño era ligero e irregular. Las ventanas estaban orientadas al este, hacia la primera luz del alba. Cuando se despertaba, enseguida veía qué momento de la noche era. Y muy pronto sus insomnios, la búsqueda de silencio, el levantarse a oscuras alejando a siervos y guardaespaldas con un gesto, los paseos, solo, por la galería de los palacios imperiales, esperando que Roma emergiera de la noche, se convirtieron en la pesadilla del pequeño ejército que formaba la familia Caesaris.

Pero la inmensa riqueza del poder no ponía límites a las fantasías sofocadas y la represión sufrida durante años iba disolviéndose, con un control cada vez más débil. En medio de la corte, su soledad estaba al mismo tiempo garantizada y desprotegida: nadie podía llegar a él sin pasar una infinidad de filtros, y sin embargo, cientos de personas conocían en un instante todos sus gestos. Y un batallón de cortesanos y de bellísimas ambiciosas se ofrecía con ansiedad para distraerlo en sus horas privadas. Conteniendo la respiración, esperaban que escogiese, para una noche o para una hora.

En Roma se empezó a murmurar que ciertas villas secretas de amigos, ciertas extravagantes residencias de la costa tirrena eran lugares de juego y de excesos desenfrenados. «Ha aprendido en la escuela de Tiberio, el viejo corruptor, en Capri …», se decía. Y gente que no sabía nada de aquellos años espantosos añadía: «Y ahora todos los vicios de Egipto se extienden por Roma».

Él desconocía por completo todos estos rumores. No así Calixto, que respondía a las alusiones insidiosas con sonrisas evasivas en las que se podía leer compasión, cautela o quizá una muda desaprobación. Pero, en aquel marasmo de ofrecimientos, el joven emperador no tardó en descubrir codicia e intereses secretos; y sentía conatos de rechazo, o gélidos paréntesis de impotencia psíquica. Entonces pensaba que, en todas aquellas salas, con los únicos que mantenía una intimidad humana era con su cariñosa hermana Drusila y con Helikon, el joven esclavo que la suerte había llevado al universo de los palacios imperiales, por donde él se movía confiado, con su piel morena, su cuello fino, su ternura agradecida y sensual, como un animal liberado de una trampa. Con nadie más.

En ese momento, mientras se encaminaba entre dos alas de senadores y patricios al palco imperial, notó que una voz de mujer le rozaba el oído. De los tiempos de la infancia en el Rin, había conservado el instinto de prestar atención a los sonidos. Por eso, al pasar entre los cortesanos, captó una voz femenina que susurraba con inquietante dulzura:

—Qué joven es… Y nos ha cambiado la vida…

Aminoró el paso, se detuvo a hablar con otros, luego se volvió a medias: la voz había salido de donde estaba, junto a la maciza mole del tribuno Domicio Corbulo, una mujer de cabellos oscuros. Él saludó a otros senadores, siguió charlando, retrocedió unos pasos.

Domicio Corbulo, con confianza militar, dijo:

—Augusto, por favor… —Rio—. Mi hermana Milonia se moría de ganas de estar aquí.

La mujer se inclinó con evidente emoción. El joven emperador vio una masa de cabellos oscuros recogidos a la manera que se estilaba en Frigia, sin estirar. La voz que había hablado venía de lejos. Ella levantó la cabeza; él no vio si era guapa o no, si era muy joven o no, solo vio sus ojos oscuros y grandes, realzados por una sombra, profundos en el reflejo dorado de los pesados pendientes.

Tendió la mano hacia ella; y ella instintivamente, con devoción oriental, la cogió entre las suyas, la estrechó afectuosamente y la besó. Él se la dejó estrechar, vio que tenía las muñecas finas y tibias, unas suaves y hermosas manos.

La «domus» de Cayo

Desde la inmensa obra que Manlio había comenzado junto al monte Palatino, Helikon miró apesadumbrado hacia los Foros y murmuró:

—Me han dicho que en el Foro Boario hay una tumba de piedra… En no sé qué guerra, para pedir ayuda a los dioses, enterraron vivos a un hombre y una mujer. La tumba no ha sido abierta, así que los esqueletos todavía están ahí y nosotros andamos por encima.

Los hombres que estaban trabajando reían porque sabían cómo asustar a aquel tímido egipcio. Manlio el Veliterno —el campesino de Velitrae, como lo llamaban con suficiencia los refinados arquitectos romanos— estaba parado en medio de los nuevos cimientos con sus planos en la mano. Recluido en Capri, el joven emperador había soñado durante horas con los edificios diseñados por Vitruvio en De architectura y sus fascinantes, esotéricos dictados sobre la acústica. «Construir una estancia de modo que la voz pueda correr ligera por ella», había escrito Vitruvio. Y en la ladera del Palatino que dominaba el poderoso conjunto de los Foros estaba naciendo una sala de una forma nunca vista, dedicada a la música, a la mímica, a la danza. Y toda Roma hablaba de esa misteriosa sala.

Aunque dirigir aquella fantástica obra exigía toda su atención, Manlio oyó las bromas de sus hombres.

—No les hagas caso —dijo bruscamente a Helikon—. En aquellos tiempos combatíamos contra Cartago; era terrible. Además —concluyó, irritado—, esos dos que están enterrados ahí abajo era de estirpe gala, no eran romanos.

Lanzó una mirada a sus hombres, que aprobaron riendo. Helikon no se atrevió a decir nada. Él también había ascendido de golpe a la espléndida vida de liberto imperial, pero no había buscado ni obtenido poder; había seguido siendo un silencioso, y ahora olvidado, guardián en la soledad del joven emperador, en sus insomnios recurrentes. Lo seguía a donde podía, siempre en silencio, perdido si el emperador estaba lejos. Lo llamaban el catulus, el catellus, el cachorrillo egipcio.

—He visto con mis ojos que rociáis las estatuas de vuestros dioses con la sangre todavía caliente de los ajusticiados. ¿Por qué?

—Porque se la beben.

Los hombres rieron. Pero la conversación quedó interrumpida porque el emperador apareció inesperadamente con una pequeña escolta, atravesando a su paso rápido los desordenados jardines que aún cubrían la cima del Palatino. Y al verlo, los hombres se volvieron y lo saludaron con entusiasmo, cosa que no sucedía desde los tiempos de la juventud de Augusto. Él, rompiendo el protocolo, respondió, y rio, e hizo bromas a los que estaban más cerca. Siempre era así, en todas partes, y cuanto más lo detestaban los senadores, más, y más apasionadamente, lo quería la gente. De pronto, interrumpió el juego y se dirigió a Manlio:

—No comprendo por qué Augusto dio la espalda al corazón de Roma al construir su palacio. ¿Lo haría para no ver la ciudad o para no ser visto? Luego, la única idea de Tiberio fue poner sus piedras sobre la casa de Marco Antonio. Pero ven aquí, mira.

Llegaron al borde del precipicio, al norte, y de repente, entre los arbustos, aparecieron a sus pies el Capitolio, la vía Sacra, la espléndida extensión de los Foros, las columnatas, las basílicas, los templos. «Desde su exilio, Ovidio dijo que el Palatino es la cumbre del mundus immensus. Es verdad. Pero esos versos desesperados no le sirvieron para despertar compasión», pensó el emperador. Sus ojos recorrieron en círculo el horizonte claro de la mañana. A la izquierda de todo se alzaba el sagrado Capitolio, revestido de mármol. Después asomaban los tejados del monte Quirinal; y después otra colina, el monte Esquilino, y un pequeño valle. Y como la ladera oriental del Palatino estaba cubierta de verde —no existían aún los inmensos edificios de las dinastías Flavia y Severiana—, se veía todo el monte Celio. Luego, en una leve hondonada, se dibujaba la estela de la vía Apia, la vía del sur, la reina de todas las rutas. A su derecha, cerquísima, el misterioso monte Aventino, y después el solemne monte Janículo. Y al fondo, al otro lado del río soñoliento por la sequedad estival, emergía el monte Vaticano. «Mi Roma —pensó el emperador—, mi Roma, que vivirá a través de los siglos con mi nombre ligado a ella. Haré surgir monumentos nunca vistos de sus vísceras de piedra».

Era como un abrazo de amor, la divina ciudad, nube blanca de mármol que había visto cuando llegó del Rin, la ciudad femeninamente tendida sobre las siete colinas.

—Manlio —dijo—, nosotros no estamos construyendo edificios. Estamos rediseñando Roma. La dotaremos de nuevos espacios: un puente nuevo pasará sobre el río para llevarnos al monte Vaticano, donde estarán el circo y el obelisco. Después construiremos en el corazón de Roma algo que superará a Alejandría, Pérgamo y Atenas. Y aquí arriba situarás los nuevos palacios imperiales, mi nueva domus, que mirará hacia los Foros, por donde sale el sol. Les construirás un acceso grandioso, un recorrido aéreo que partirá de allá abajo, de los Foros de Julio César y de Augusto, y conducirá gloriosamente hasta aquí. Y aquí, justo donde estamos hablando, erigirás el atrio, la entrada al nuevo rostro del imperio. Cuatro poderosas columnas sostendrán la bóveda…

—Lo haré —dijo Manlio, pensando en cuántos centenares de hombres tendría que llevar a aquella pendiente para transformar en piedra las líneas que la mano del emperador trazaba en el aire—. Lo haré —repitió con orgullo—. En Roma nunca se ha edificado nada parecido.

Testigos de la época escribirían que aquella sala tetrástila se había construido según unas normas de construcción desconocidas hasta entonces en Roma.

—Manlio —dijo el emperador—, debes estudiar aquellos edificios abandonados que están junto al Panteón, los jardines que fueron de Marco Antonio.

Aunque Manlio siempre ejecutaba inmediatamente las órdenes imperiales, en esta ocasión se sintió dominado por la sorpresa y por cierto miedo confuso.

—Augusto, ¿te refieres a ese viejo templo egipcio que demolió Tiberio?

—Exacto.

El emperador sonrió.

—A la gente no le gusta pasar por allí —se atrevió a decir Manlio—. Se habla de hechizos, de ruidos que se oyen por la noche…

Aquel pequeño templo isíaco había sido abandonado y reabierto cuatro veces, siguiendo la suerte del poder. Luego, durante la guerra en Egipto, el pueblo ingenuo, los desencantados senadores y los despiadados tribunos militares —por una vez todos de acuerdo— habían dicho que Marco Antonio había perdido el juicio el día que había regalado sus terrenos a los dioses egipcios, cuando Cleopatra estaba protegida por expertos en magia y provocadores de fuerzas ocultas que la hacían invencible.

Augusto, para acallar rápidamente esas habladurías y animar a los ciudadanos a participar en la guerra, había cerrado el templo y recuperado un rito mágico antiquísimo, largo y complicado, celebrado por veinte sacerdotes, los fetiales, heraldos espirituales de la guerra. Augusto había asegurado con resuelto cinismo que de ese modo neutralizaría los maleficios egipcios, y el cabeza de los fetiales había declarado: «Los hechizos de Cleopatra están disolviéndose como la niebla». Por suerte para Augusto y para los sacerdotes, los acontecimientos les habían dado la razón. Unos años más tarde, Tiberio, para más seguridad, había hecho quemar los muebles que se apolillaban en el templo vacío, y una hermosísima estatua de la diosa había sido arrojada al río desde la orilla más próxima.

Recordando esos errores, Manlio masculló:

—No le hará gracia a casi nadie que nos pongamos a remover esas ruinas.

En realidad, ni siquiera a él le hacía gracia. El emperador sonrió.

—Nosotros no construiremos un templo para visitar a los dioses, suponiendo que exista un lugar donde visitarlos. —No se acordaba de qué filósofo antiguo era el autor de esas palabras; apenas recordaba que se las había oído pronunciar al pobre Zaleucos. Pero quizá la errática técnica de enseñanza aplicada en los tiempos del castrum había producido resultados más útiles que muchos ampulosos métodos didácticos posteriores—. Nosotros, Manlio, traeremos a Roma tres mil años de un mundo que Roma no conoce.

«Solo mi padre comprendió ese mundo —pensó—, porque no lo miró con los ojos ardientes de la guerra». Trató de explicar a Manlio que Iunit Tentor, y Sais, y Ab-du no eran solo lugares de incomprensibles y tal vez maléficos ritos; durante milenios, entre sus muros infranqueables se había refugiado la obra más frágil de la humanidad: la cultura. Música, matemáticas, medicina, astronomía, arquitectura, todo había nacido allí dentro.

—Tendrás que proyectar grandes espacios, pórticos y salas —dijo. Pensó, pero era pronto para decirlo, que reuniría allí dentro todo cuanto fuera posible encontrar en materia de obras concebidas y escritas en los cuatro mil años anteriores a ellos, que ahora se desintegraban entre la arena del desierto—. Construiremos el centro del pensamiento nuevo —declaró.

Manlio, que pese a ser rico vivía en las obras, como el último de sus peones, compartiendo con ellos sopa de farro, carne de oveja y vino aguado, se dio cuenta por aquellas palabras de que el edificio debía ser inmenso. Sus dudas desaparecieron. Lo único que sabía de Egipto era que estaba al otro lado del peligroso mar Tirreno, por el que él no había navegado, pero tantos años de guerra le sugerían la idea de tremendas masas de piedra, y eso le atrajo apasionadamente. Se preguntó qué querría decir el emperador cuando hablaba de depositar allí dentro «el pensamiento nuevo», pero llegó a la conclusión de que el problema lo resolverían otros.

—Mañana por la mañana iré a mirar bien esas ruinas —prometió—. Luego…

El emperador sonrió.

—Escucharás los consejos del arquitecto Imhotep; acaba de llegar de Alejandría. Traerán de Egipto las estatuas de los animales sagrados, esfinges y leones de diorita, granito rojo y basalto negro. Haré esculpir los símbolos de los ríos sagrados, el Nilo y el Tíber, hermanos. Tendremos un paseo flanqueado por obeliscos, tendremos el jem, con la estatua de la diosa en mármol blanco. Y la mensa de las ofrendas, sin víctimas y sin sangre.

En ese momento apareció Trifiodoro, el joven y caprichoso decorador de Alejandría. Iba con la cabeza afeitada, y en la sien derecha se veía una fina cicatriz en forma de tau, signo de la iniciación isíaca. Llevaba el rollo de los dibujos bajo el brazo, y dijo al emperador:

—Mira, Augusto, he trabajado toda la noche para hacer lo que querías. Me ordenaste que, sobre la sagrada mensa del templo, en la que todos los días serán depositados perfumes, flores y luces ante la estatua divina, tenía que representar el significado de ese rito, porque muchos no lo entienden.

Manlio abrió los ojos con asombro. Como de costumbre, el emperador, sin decírselo a nadie, había llevado su proyecto mucho más allá de lo que los demás creían.

—Me ordenaste que representara el rito de forma que nada pueda destruirlo a lo largo del tiempo —dijo Trifiodoro—. Creo haberte obedecido, Augusto.

Extendió el rollo de papiro, lo estiró con los dedos nerviosamente. El rollo se convirtió en un gran rectángulo. Pacientes y limpias líneas trazadas con tinta de colores formaban una compleja composición de imágenes misteriosas distribuidas en recuadros. El emperador se inclinó para mirarla.

—He pensado —dijo Trifiodoro— que la mensa isíaca no será ni de piedra ni de mármol. Será de pesado bronce. Y no describiremos los ritos con palabras. Los grabaremos en imágenes damasquinadas en oro y plata, indestructibles. Reproduciremos, para la eternidad, el aspecto visible del rito y su significado secreto, lo que los ojos humanos no pueden ver. —Miró al emperador y le sonrió con juvenil complicidad—. Solo los iniciados comprenderán.

El «limes» oriental

Pero el Hado, que mueve los destinos de los hombres, inspiró al joven emperador construir un suntuoso criptopórtico, una larga y vasta galería revestida de mármol, para unir la nueva domus y la misteriosa sala de la Música con los antiguos palacios augustales. Y él enseguida adquirió la costumbre de pasear por allí los días de lluvia, mientras mantenía conversaciones de gobierno confidenciales. En una pared hizo esculpir en la piedra una copia de la Forma Imperii, el grandioso mapa de Marco Agripa, junto a cuyo frágil original en papiro se había dormido de pequeño cuando vivía en casa de Livia. En el mapa trazado en piedra —gracias a la precisión de los surcos y a la refinada aplicación del color—, las tierras y los mares, las ciudades, las vías, los confines del imperio destacaban con fuerza. Los ojos del emperador recorrían el extenso y neurálgico limes oriental, la frontera que desde el Ponto Euxino, el mar Negro, rozando el enemigo e indoblegable imperio parto, a través de Siria, Judea y Arabia Nabatea, llegaba hasta Egipto. «Las tierras que le costaron la vida a mi padre».

Augusto, en la soledad de su vejez, casi justificando ante sí mismo las interminables matanzas, había escrito: «Las armas romanas, venciendo, han causado la paz por doquier». («Per totum imperium, Romanorum parta victoriis pax»). Un concepto espléndido hasta el absurdo, que los conquistadores futuros más desaprensivos le copiarían con entusiasmo. Pero, para terminar, Augusto había escrito: «Es necesario frenar la codicia de seguir ampliando el imperio», la «cupido proferendi imperii».

Así pues, el joven emperador dijo finalmente a Sertorio Macro, que caminaba a su lado:

—Hemos luchado en cientos de exasperantes guerrillas.

Y pensaba: «En Oriente todos se acuerdan de los días de Germánico. Saben cómo y por qué lo mataron. Se preguntan qué piensa su hijo». Veía mentalmente el palacio de Epidafne, a los enviados extranjeros subiendo la escalera.

Sin embargo, abandonar las armas, constante y sanguinariamente necesarias para un régimen de ocupación militar, remodelar las recientes conquistas en una corona de Estados federados, internamente autónomos pero vinculados por lucrativos acuerdos comerciales y fuertes alianzas militares —una red que incluyera todas las tierras del Oriente civilizado— parecía a muchos una juvenil, imposible y bastante peligrosa utopía. En realidad, era una idea insosteniblemente avanzada para su tiempo: una especie de Unión Mediterránea, lo contrario del poder romanocéntrico construido por Augusto y Tiberio. Una idea elevada y quizá inalcanzable, como las nubes del cielo. «Una idea semejante —se dijo el emperador— solo puede nacer en un corazón muy sabio, que esté cansado de sufrir inútilmente, o en una mente joven, que crea posible cambiar el mundo». Y los dioses, que sabían el número de días concedidos a sus sueños, sonrieron. Él, en cambio, dado que la juventud le inspiraba la idea de un tiempo interminable, pensaba con júbilo que solo tenía veintiséis años; se precipitaba hacia proyectos lejanos, «el larguísimo gobierno del nieto de Augusto», el admirable, ordenado, pacífico imperio en el mare nostrum de los siglos futuros. Se le había quedado grabado en el cerebro el irónico e insultante comentario de Sertorio Macro para animarlo: «Ya tienes cuatro años más que Augusto cuando tomó el poder». Quizá Macro también empezaba a recordarlo.

Se acercó al mapa y tropezó ligeramente en el pulido y brillante suelo de mármol y mosaico. Él mismo se sorprendió: no había nada con lo que su pie hubiera podido topar. Pero «los dioses anuncian el destino con pequeñísimas señales», había dicho un día Zaleucos.

El emperador declaró:

—En lugar de seguir armando legiones, mandar embajadores y hablar… —Sertorio Macro se sobresaltó—. Devolver gobierno autónomo al antiguo estado de Cilicia, donde mataron a todos los familiares de Artavasde… Liberar al hijo prisionero del derrotado Antíoco, rey de Comagene, que fue injustamente depuesto por Tiberio. Volver a dar autonomía a su territorio, indemnizarlo por las riquezas que los ávidos procuradores expropiaron a su padre.

—¡No puedes hacer eso! —lo interrumpió, espantado, Sertorio Macro—. Los senadores dirán que quieres arrebatarle oro a Roma para repartirlo entre los bárbaros.

Sin contestarle, el emperador alargó la mano y señaló otro punto del mapa.

—En Iturea, dar libertad y poder al tetrarca Soemo, que gobernaba su pueblo con sabiduría. Dejar los montes de Armenia Menor, infestados de bandidos, en manos de Cotis, un jinete incansable —dijo.

Y pensó: «Dejar el Ponto y el Bósforo en manos de Polemón, el príncipe poeta que escribía epigramas y me los daba en una fina hoja de pergamino. “Eros, te lo ruego: acaba con el amor que llevo en mí o concédeme ser amado. El deseo no puede vivir solo…”. Dejar el gobierno de Tracia en manos de Roimetalkes, que en casa de Antonia, por juego y porque abrigaba una secreta esperanza, celebró aquel rito desenfrenado…».

Todos eran jóvenes. Todos, como él, hijos inermes de la guerra. Todos con el alma llena de recuerdos amargos y de cosas perdidas. Empleaban instintivamente las mismas palabras.

—Dejar la ingobernable Galilea en manos de Herodes Agripa, que estuvo en la cárcel por decir que confiaba en que yo gobernase. Dejarle también Judea y Samaria, donde Augusto impuso procuradores romanos, y las provincias colindantes de Abilene y Celesiria.

—¡No puedes quitar a un procurador que fue instituido por Augusto para poner a tu Herodes! —protestó Sertorio Macro. Se había detenido también delante del mapa y golpeaba con su pesada mano la piedra—. Ha pasado un año desde tu elección, y hoy muchos ya no te elegirían.

No sabía que diciendo eso era el primero en enunciar un concepto que, siglos más tarde, muchos gobernantes democráticamente elegidos escucharían con fastidio: el primer año de gobierno, el año de gracia, ha terminado.

—Los enfrentamientos entre los judíos y los árabes —dijo el emperador— dieron a Pompeyo la excusa para mandar a las legiones. Nosotros debemos pacificar esas tierras. Junto a Herodes, daremos libertad y gobierno a Aretas, el depuesto rey de Nabatea…

—Aretas y sus salteadores del desierto… —Macro rio con sarcasmo—. Todas las mañanas veo a procónsules, procuradores y prefectos que gobernaban grandes provincias y ahora pasan el tiempo paseando por el Foro o sentados en las termas, sin cargos, sin dinero… Junio Silano dice que algunos senadores amigos suyos, mejor dicho, parientes suyos, allí, en Galilea, en Judea —buscaba aquellos lugares en el mapa, lo presionaba con el índice—, poseen inmensas tierras cultivadas con grano, viñas, olivos, cosechas que llenan decenas de naves. Y ahora será como si ya no fuesen suyas. Los senadores no están tranquilos. Lo que yo les había prometido no era esto.

El emperador miraba el mapa. Más allá de aquellas inquietas fronteras se extendía el imperio de los partos, antiguo y jamás vencido adversario de Roma.

—Debemos liberar al joven príncipe Darío, que lleva años retenido como rehén. Debemos buscar un acuerdo. —A pesar de las guerras, para él Darío ya era un amigo—. Los ejércitos no volverán a cruzar el Éufrates —dijo—. Pasarán los embajadores.

Macro lo acorralaba, furioso.

—Las legiones han vivido durante cien años de guerras, están para eso. Recuerda que el poder, para durar, debe ser terror —insistía sin recato—. ¡No te seguirá nadie por ese camino!

«No es verdad —pensó el emperador—. Los hombres se lamentan a menudo de los pequeños esfuerzos materiales, pero para hacer realidad un sueño nuevo, sobre todo si parece inalcanzable, son capaces de ir hasta el fin del mundo».

Macro se dio cuenta de que el emperador no escuchaba y amenazó desesperadamente:

—Si seguimos así, nos matarán. ¿Sabes qué ha dicho el senador Asiático saliendo de la Curia?

El emperador se volvió para mirarlo y pensó que si el ignorante Sertorio Macro hablaba sin ningún control era porque tenía una opinión verdaderamente elevada de sí mismo. No contestó; la única señal externa de sus pensamientos fue la mirada, los iris verdegrisáceos entre los párpados abiertos. Pero el senador Asiático —después de que sus colegas, con una mayoría oficial arrolladora y murmullos de rebelión secreta, hubieran aprobado aquellos proyectos imperiales— había dicho: «No puede seguir así. Estamos descuartizando el imperio como si fuese un cordero para asarlo sobre las brasas».

La oposición alarmada y sorda de los optimates estaba aumentando en serio. «Marco Antonio también regalaba provincias imperiales a trocitos —decía con sorna Asiático—, pero al menos era recibido en la cama de una cortesana faraónica. De haber estado en su lugar, quizá yo tampoco me habría resistido. —Su séquito de fieles lo seguía riendo, y él preguntaba—: ¿Podríais decirme qué recibe ese muchacho a cambio? Dice que recibe a cambio la paz. ¿Podríais decirme qué es la paz? ¿Habéis visto alguna vez la paz? —seguía preguntando, irónico—. Hasta le hemos construido un templo. Un templo a la nada».

El «lacus» Nemorensis

Una lluviosa mañana de aquel invierno, volvió a la memoria del emperador su padre, Germánico, que ante la cuenca seca del lago sagrado de Sais, en Egipto, había evocado un misterioso lago al sur del Roma: «Los montes están cubiertos de bosques y forman un círculo cerrado; en el centro se abre un abismo. El lago está ahí abajo. No se sabe de dónde llegan las aguas ni de dónde brotan. Iremos», había prometido. Cuando decía esto, no sabía que unas semanas más tarde sus enemigos lo matarían con un veneno sin antídotos.

«Quiero ver ese lago», pensó el joven emperador. Quizá el monumento a su padre asesinado podía erigirse allí donde él había deseado en vano volver. Era una idea profunda, pero todavía sin madurar. Se puso a reflexionar en ella, la idea creció, se convirtió en proyecto. Necesitaba a Imhotep, el arquitecto egipcio que llevaba el nombre de un antiquísimo creador de pirámides y había diseñado el Iseum de Roma. Necesitaba a Manlio, el constructor que había nacido en Velitrae y conocía bien el territorio. Hacía falta Eutimio, el ingeniero naval que dirigía los astilleros de Miseno; y Trifiodoro, el caprichoso decorador alejandrino que conocía como nadie los secretos de tejidos, maderas, mosaicos, pinturas, bronces y oros, y había modelado la esotérica mensa isíaca; y Claudio, el poeta que sabía traducir al latín las antiguas oraciones esculpidas en los templos; y la música, las estatuas… Su mente volaba, con la imprudente e insaciable libertad de inventiva que se alimenta del poder.

Una vez reunida esta gente, una mañana tomó al amanecer la vía Apia, al sur de Roma, con una pequeña escolta sin enseñas ni galones. Le divertía que, viajando así, muy pocos lo reconocieran. Condujo por la subida a su hermoso caballo. No se había separado de él desde que, en Miseno, había respondido inmediatamente al nombre —Incitatus, el Desenfrenado, el Veloz— del mannulus que de pequeño había tenido que dejar en el Rin. Pero este era fuerte, muy resistente, tranquilo y orgulloso, aunque capaz al mismo tiempo de lanzarse a galope tendido. Los arreos de oro relucían sobre la seda del pelaje.

La carretera subía por las dorsales de las colinas. El comandante de la escolta contó:

—Dicen que en la villa de los Quintilio, aquella de allí, hay escondida una estatua de la reina de Egipto. Estaba completamente desnuda, pero regia, y en la cabeza llevaba la corona. La escondieron tan bien que no son capaces de encontrarla.

Bajo el sol de enero, a la derecha se extendían la llanura y el mar Tirreno; a la izquierda, los escarpados relieves albergaban las ciudades del Latium Vetus, más antiguas que Roma. Los montes estaban cubiertos de robles, hayas, encinas, laureles y, más arriba, castaños, cuyos frutos le gustaban, según Virgilio, a la gentil pastora Amarilis. Pero pastores y leñadores contaban: «El monte más alto es un antiguo volcán; por suerte para nosotros, duerme desde hace siglos». Los antiguos y devastadores aludes de lava se habían endurecido hasta las puertas de Roma. Ahora, en la cumbre resplandecía el templo de Júpiter Lacial. De noche, el fuego de su altar se veía desde el monte de Tarracina, donde estaba el santuario megalítico de Anxur, y desde Lavinium, en la orilla donde, según Virgilio, había desembarcado Eneas y se alzaba el esotérico santuario de las Doce Aras. Sacerdotes y poetas afirmaban que el triángulo que formaban esos templos se hallaba unido por fuerzas mágicas, pues debajo de ellos, en las profundidades, había un inmenso lago de lava, aguas sulfúreas y vapores.

Subieron hasta más allá de Aricia y en el bosque se adentraron en la vía Virbia, donde, en un paraje que se consideraba admirable y digno de los dioses, Julio César, en la época de Cleopatra, se había construido una villa. Sin embargo, toda Roma sabía que, después de su asesinato, ni Augusto ni Tiberio habían cruzado jamás aquella puerta; en aquel edificio, e incluso en el terreno, todo había quedado impregnado de siniestros hechizos egipcios.

El emperador no había anunciado su llegada —costumbre que se había convertido ya en una leyenda inquietante— y se echó a reír:

—Estos vigilantes no reciben una visita desde hace setenta años.

Efectivamente, entre los árboles aparecieron viejos muros, tejas oscurecidas por el tiempo, la esquina de un pórtico: a primera vista, un edificio en ruinas. El emperador puso el caballo al paso y trató en vano de vislumbrar el lago a través del parque asilvestrado. Aparecieron, en cambio, el intendente, los guardas y los esclavos corriendo por el camino.

El emperador desmontó de un salto antes de que un mílite consiguiera sujetar con la derecha las riendas, dejó a Incitatus en manos de la escolta, entró en la villa y enseguida se sintió decepcionado, pues el mítico Julio César —el que, en la gloria de su madurez, había amado a la jovencísima Cleopatra— se había construido una residencia mediocre, rígidamente anticuada y nada imaginativa. ¿A qué habitación podía pensar llevar a una mujer como aquella? En realidad, la villa ni siquiera le había gustado a Julio César, y a lo largo de los años había sido desvalijada por muchas manos. El húmedo olor de moho, las desagradables estancias en penumbra estaban empujando al emperador a volver a Roma, cuando vio que, al fondo del atrio, los guardas se esforzaban en abrir para él una solemne puerta cerrada desde hacía años. En el hueco apareció una terraza, una balaustrada y, más allá, el vacío.

Salió al exterior, se acercó a la balaustrada. Entre los árboles vio de pronto un abismo, y allí abajo, sereno, oscuro, en medio de un círculo de orillas escarpadas, apareció el lago. Alrededor, el bosque —el frondoso nemus— cubría los montes y las ramas se entrecruzaban hasta curvarse sobre las orillas.

El emperador se quedó paralizado ante el inmóvil silencio del agua: estaba lisa como una plancha de metal.

—Los viejos cuentan que el volcán tenía doce bocas —dijo Manlio a media voz— y que esta era la más profunda.

De hecho, las orillas estaban modeladas por la lava, y quizá, bajo tierra, el volcán aún bullía, propagando repentinas sacudidas y enturbiando el agua.

—Pero no se ve de dónde vienen estas aguas —explicó Manlio, disimulando su tosco acento veliterno—, no se ve de dónde salen.

Tal vez era reverencia, tal vez miedo ancestral. En realidad, al lago solo afluían los arroyuelos de un manantial sagrado, pero de vez en cuando la masa de agua inundaba misteriosa e impetuosamente las orillas, y la gente del lugar había excavado una larga galería en la roca para dar salida al flujo hacia el mar.

En la empinada cuesta septentrional se abría un claro, y allí surgía un solo y sombrío edificio de piedra gris, lava solidificada de antiguas erupciones.

—Ese es el templo de la diosa —indicó Claudio. Instintivamente, todos se habían quedado inmóviles.

—¿Ese del que habla Vitruvio? —preguntó el emperador.

—Exacto, Augusto —respondió Claudio—. No hay luz igual —añadió, como si recitara un poema— a la de la luna cuando surge pura en el cielo y se refleja en estas aguas.

—Diana Libertas —dijo Manlio sonriendo, pues Diana era la diosa de los esclavos.

El emperador le dirigió una mirada. Desde los albores de la historia de Roma, desde la época de Menenio Agripa, el templo de Diana Libertas en Roma, en el monte Aventino, donde el 13 de agosto se celebraba la fiesta de los esclavos, había sido el punto de encuentro de la plebe, así como del partido político antiaristocrático, los populares, al que había estado vinculado Germánico.

El emperador miraba y sentía crecer en su mente un proyecto inmenso: aquel lugar sagradamente incontaminado se convertiría en los siglos futuros en el monumento en memoria de su padre. La idea se convirtió en un estremecimiento físico que le recorrió el cuerpo. Y su imaginación se inflamó, el poder imperial no percibió obstáculos. Además de una muestra de amor, era un arrebato de venganza, un lenitivo para los antiguos sufrimientos humillantes, un arranque de orgullo incontrolado. Llamó a Imhotep, el silencioso arquitecto egipcio, y dijo:

—He tomado una decisión. Edificarás aquí —ordenó inmediatamente— el monumento a mi padre, Germánico, y al sueño de paz por el que perdió la vida. Y lo uniremos a la memoria de mi madre y de mis hermanos muertos.

Imhotep levantó su rostro enjuto, en el que los vientos del desierto habían marcado muchas arrugas, contempló la peña escarpada detrás del lago y murmuró:

—Estoy pensando, Augusto, en un monumento similar al que el gran Senmut construyó en el valle occidental en honor de la reina Hatsepsut. Si te gusta, en esa peña apoyaré fortísimos arcos que sostendrán tres terrazas sucesivas con grandes escalinatas: la mayor abajo, que representa el bha, el mundo material, luego la segunda, donde reside el kha, el mundo de la inteligencia, y arriba la tercera, que refleja el ankh, el mundo del espíritu. En la cima excavaré el speos, la cámara de la diosa, la Gran Madre Isis, que acoge a las almas… Pero no derribaremos el viejo templo, lo restauraremos, porque, la llamen como la llamen los hombres, la divinidad es una sola.

—Has captado mi pensamiento —dijo impulsivamente el emperador—. Empezarás enseguida.

Mientras transmitía esas órdenes, ni él ni los hombres que estaban a su alrededor imaginaban que ese proyecto originaría un oscuro enigma arqueológico. Porque en ningún texto de historia antigua que haya llegado hasta nosotros, absolutamente en ninguno, aparece una sola línea escrita sobre lo que el joven emperador decidió construir en el lacus Nemorensis aquel lejano día de enero.

Dieciocho siglos después, junto al lago se encontraría un templo de enormes dimensiones, enterrado entre las zarzas; pero no era el templo de Diana que el gran —y preciso— Vitruvio había descrito en la época de Augusto. ¿Quién lo había construido y por qué? En el templo se mezclaban diferentes estilos, y la cámara estaba arriba, en una terraza situada hacia la mitad de la ladera, sepultada bajo escombros y matorrales. Pero la construcción parecía haber sido interrumpida de repente. Entre las ruinas yacían bronces, placas, dedicatorias, exvotos dedicados a la lejana diosa egipcia Isis, la Gran Madre. Y una magnífica estatua de Germánico, el envenenado de Antioquía, rota en cientos de pedazos. Y una capilla votiva, erigida nada menos que por un príncipe de Partia. Pero nadie perdería el tiempo estudiando el significado de aquel extraño botín: lo malvenderían, anónimamente, a los museos y los palacios de media Europa.

El emperador ordenó a Manlio, el infatigable constructor:

—Mira allí, a la izquierda del templo. Allí harás un pequeño teatro cubierto, elegantísimo, como el de Pausilipo. Cuidarás todos los detalles para que se difunda bien la voz. Pero no celebraremos espectáculos. Hombres de todos los países se reunirán aquí para hablar, aunque lo hagan en lenguas diferentes, porque las armas no bastan para mantener unido el cuerpo del imperio. Y nosotros esculpiremos, como un voto de paz, armas, corazas, escudos y trofeos de las guerras pasadas, de la misma forma que en el templo de Ilión vi colgadas las armas de los guerreros cansados de matanzas. Prepararás un espacio donde yo pueda escribir con mi mano la finalidad de este proyecto y a quién está dedicado. Porque este era el proyecto de mi padre, y vosotros sabéis que por eso perdió la vida.

—Empezaré a trabajar mañana —prometió Manlio, con la voz quebrada por la emoción.

Después de muchos siglos, junto al templo se descubriría un pequeño y refinado teatro. Parecía absurdo en una zona que era sagrada, como lo es hoy el espacio que queda delante de San Pedro. Sin embargo, en lugar de los consabidos adornos de máscaras teatrales, había dedicatorias votivas y emblemas militares, y algunos apenas estaban esbozados, como si las obras hubieran sido interrumpidas. Apareció también un extraño fresco: un codex abierto, en cuya página vacía estaban escritas —a mano, no pintadas— unas líneas en latín cursivo. Pero no se trataba de algo que hubiera garabateado un intruso. Se había representado el codex abierto y vacío a fin de que alguien pudiera escribir realmente algo, quizá una dedicatoria. Se descifraron solo fragmentos, pero la palabra «manes» aparecía al menos cuatro veces, y los manes eran los venerados espíritus familiares de los muertos. ¿De quién era aquella letra clara, de consonantes altas y angulosas? ¿A qué manes se dirigía? El pequeño teatro volvería a ser cubierto con tierra y actualmente continúa sepultado. Después, junto a la orilla, se descubriría una gran cueva, un odeion excavado en la roca, con impresionantes esculturas. Allí las obras también estaban inacabadas. Y sobre las orillas repletas de árboles yacían grandes bloques de piedra cuadrados que habían formado una majestuosa carretera alrededor del lago.

Aquella lejana mañana de enero, el emperador también le había dicho a Manlio:

—Mira a la izquierda, junto a la orilla. Ahí excavarás una gran gruta, un odeion, y en sus paredes esculpirás estatuas, como si salieran de las vísceras del monte. Pero no serán monstruos, como los que Tiberio puso en su spelunca. Serán los Genios de la paz. Porque he pensado que todos los años se celebrará aquí un rito igual que el de Sais, en memoria del gran sueño que mató a mi padre. En el odeion sonarán los instrumentos más admirables, cantarán las voces más dulces de Oriente, como las que escuchábamos todas las noches en el palacio de Epidafne, en el Orontes, mientras mi padre, igual que se vierte gota a gota un vino exquisito, a todos esos países, uno tras otro, les regalaba la paz. Y la gente vendrá aquí de todas partes, porque por un sueño nuevo, sobre todo si es muy difícil, los hombres son capaces de ir hasta el fin del mundo.

Manlio, el constructor, intervino con sentido práctico:

—Las orillas del lago están cubiertas de broza y de carrizos…

Mientras él decía esto, el emperador miraba el agua inmóvil y de las profundidades de su mente volvía, superponiéndose, la imagen de aquella proa dorada que se pudría en el puerto de Alejandría.

—Manlio —dijo por tercera vez, me construirás una ancha vía alrededor del lago…

Manlio se sobresaltó, pues ya conocía bien la voz del emperador cuando se transformaba de ese modo, haciendo pausas casi hipnóticas, una voz que no ordenaba, describía lo que estaba viendo en otro lugar.

—¿Alrededor del lago? —preguntó, dividido entre la sorpresa y el respeto.

—Y la pavimentarás de mármol, porque en el lago…

El emperador se interrumpió, como si los pensamientos le llegaran desde lejos.

Las naves del emperador

—Y ahora escucha tú, Eutimio: sobre estas aguas pondremos las naves del gran rito isíaco, como la nave en la que subieron Marco Antonio, mi abuelo, y la reina de Egipto. La nave que yo vi pudrirse, hundida, en el puerto de Alejandría.

—La nave que tú viste pudrirse en Alejandría, Augusto —dijo Imhotep, emocionándose mientras hablaba—, es la nave de oro, la Ma-ne-yet, la nave sagrada…, un maravilloso templo sobre el agua. La construyó Cleopatra.

—Si pudo construirla la reina de Egipto —contestó el emperador—, podrá reconstruirla Roma. Y construiremos también la nave de los adeptos, donde se encontrarán todos aquellos que, desde todos los lugares de la tierra, quieren seguir el sueño de mi padre. Tenía remos largos y ligeros, según me dijo el sacerdote de Sais.

—Se llamaba Me-se-ket, Augusto —dijo Imhotep—, y yo he conocido a algunos que lloraron al verla arder. Sus remos eran tan largos y finos que cuando se alzaban sobre el agua parecían alas de gaviota.

El partenopeo Eutimio, el extravagante ingeniero naval bronceado por el sol de Miseno, se había quedado contemplando el lago y las colinas que lo cercaban. En ese momento dijo:

—Un templo sobre el agua… —Jugueteaba con su pequeño codex, la libreta de papiro, y miró al emperador—: En mi mente, Augusto, está naciendo la idea de que no haré un templo de madera. Me parece que sobre estas aguas construiré un templo de mármol.

Rio. El joven emperador se estremeció.

—Explícate, por favor.

El joven y fiel ayudante de Eutimio, que sabía cuándo darle, para realizar los cálculos complicados o los floridos dibujos, el calamus más o menos afilado, el portaplumas, los instrumentos para trazar curvas o ángulos, el papiro de diferentes espesores, se precipitó de inmediato hacia él. Sacó del estuche de cedro perfumado un calamus que, según la inclinación, trazaba líneas intensas o finísimas y se lo tendió.

Eutimio estaba mirando el agua y dejó el codex sobre la balaustrada que dominaba el lago.

—Por primera vez en la historia de los hombres, este año, el primero de tu imperio, Augusto, en este lago… —Cogió el calamus, lo mojó—. Mira, Augusto, mira… —Trazó una línea fuerte, larga y recta, y otra curva debajo que se unía en los dos extremos con la primera: el casco. Después, inclinando el calamus, completó aquella línea con otros trazos y en la hoja nació la altísima proa.

—Mira: esto es el casco, de madera, pero tendrá que sostener el templo, que será de mármol, piedra caliza, ladrillos… —Rio. Seguía trazando líneas, cada vez más deprisa. Y entre un trazo y otro reía, entusiasmado—. En el pasado se han construido grandes naves reales, grandísimas, pero todas eran exclusivamente de madera.

—Es lógico —confirmó el emperador.

—Pero yo he visto tus ojos cuando te he dicho que sobre esas aguas flotará un templo de mármol, Augusto.

El emperador lo miró. Eran coetáneos, y de pronto se echaron a reír los dos. Eutimio continuó dibujando con fluidez.

—Mira, Augusto, esto no se ha hecho nunca: una estructura naval de madera, que se adapta dócilmente al movimiento del agua, tendrá que sostener rígidas estructuras de obra, que no admiten oscilaciones porque se agrietarían, como cuando hay un terremoto. —Todos lo miraban, miraban su codex, miraban el lago—. Parece absurdo, ¿verdad?

Los demás se apiñaron para ver el dibujo. Eran los primeros del mundo que veían nacer aquella invención. Él trazó en la sección del casco unas líneas verticales; parecían conductos. Y efectivamente, instalaría un genial y desconocido sistema de tubos de arcilla, encajado, para reducir el apoyo de las estructuras de piedra, rígidas, en los flexibles cascos de madera.

—En los cascos…, ¿ves…?, pondré un sistema flexible que absorberá las oscilaciones y el templo de Imhotep no se hundirá. El agua del lago duerme casi siempre, pero si llega un torbellino… Tendré que realizar un trabajo muy preciso, con muchos cálculos, porque los cascos, con la carga que aguantarán, no podrán ser varados para proceder a su mantenimiento. Forraremos la tablazón con planchas de plomo finas y bien soldadas. Tendremos que estudiar los ensamblados de las maderas, las aleaciones de los metales, la protección de todos y cada uno de los clavos…

En su latín se advertían acentos de la Magna Grecia, ecos de antiguos dialectos itálicos, era una lengua solar y alegre; su fantasía napolitana evocó un recuerdo de su tierra.

—La nave de oro tendrá la forma del templo de Isis en Pompeya —dijo—, el único templo donde no se mancha el suelo con la sangre de los sacrificios animales.

—Revestiré el interior del jem con mosaicos auténticos —dijo el arquitecto Imhotep—. Le daré a Isis Panthea los colores sagrados: el blanco lunar del espíritu, el verde de la vida y el rojo de los reinos infernales.

—En ningún templo se habrá visto jamás la decoración que veremos en el de este lago, te lo prometo —intervino con entusiasmo Trifiodoro, el imaginativo decorador alejandrino—. Tallaré puertas y marcos en las maderas más raras. Los mármoles serán iguales que los que Cleopatra eligió para su palacio de Alejandría. Los bronces, las tapicerías, los cortinajes serán iguales que los que el padre de mi padre hizo para ella. Bisagras, tiradores, bocallaves, hasta las tejas y los remaches de la carena llevarán un baño de oro. Será una nave de oro. En los costados colocaré una serie de magníficas esculturas de bronce, cabezas de lobo, panteras, monstruos, los símbolos infernales de la mística isíaca. En el jem, el santuario, pondré una magnífica cabeza de Medusa en bronce dorado: astrológicamente, la guardiana del fascinante signo de Virgo, bajo el que tú naciste, Augusto.

—En Mendes —dijo Imhotep—, junto al aqenu, el lago sagrado, en una estela de piedra están esculpidas las reglas del rito, a fin de que no se pierda su memoria: el phar-haoui sube a la nave, maneja el gran timón y dirige la Ma-ne-yet hacia la luz. Pero esa no tiene ni remos ni velas. Los sesenta remeros de la Me-se-ket la empujan: son la voluntad del hombre que busca el Absoluto.

—Por lo que veo, deberá tener una estructura resistente —intervino Eutimio—, vigas muy gruesas. Mira, a lo largo de los costados colocaremos un pórtico y una preciosa barandilla. —Mientras hablaba, iba dibujando—. Y aquí abajo estarán los remeros. Y cuando, empujadas o arrastradas, las dos naves unidas se muevan por el lago, parecerá un enorme edificio de más de ciento noventa pasos. Porque en la segunda nave también pondré columnas de piedra y de madera, corintias y salomónicas, y tejas de arcilla, protegidas por otras de cobre dorado. Y una balconada, y una elegante balaustrada de bronce, y enormes vigas que asomen, repujadas, por los costados, y escalmos para los numerosos remeros.

—Para acompañar el rito —anunció Claudio, el poeta que se había iniciado en el esoterismo egipcio—, traeremos de Egipto instrumentos musicales que aquí no se han escuchado nunca: las arpas en forma de luna, el te-bu-ni, el laúd, la na-bla, la flauta recta sencilla y doble, el me-me y la flauta travesera, el se-bi. Sus sonidos se deslizan, mezclándose y respondiéndose, a través de tus oídos, dentro de tu cuerpo físico, el bha, antes de llegar a tu mente, el kha. Y en ese momento, con todas las lámparas encendidas, de los vasos rituales, las situlae doradas de tronco cónico, se servirá en las copas con el simpulum de larga asa en forma de cabeza de serpiente el vino especiado, y mientras los perfumes arden en los incensarios, en el aire se alzará el sonido de los sistros de bronce y de plata, y en la mano del phar-haoui el seistron de oro, el purísimo instrumento isíaco. Y todos juntos envolverán finalmente tu anj, tu espíritu, porque el espíritu que va más allá de la muerte se nutre de perfumes, de sonidos, de oraciones y de luz. Y no quiere sangre, ni sacrificios de animales. Y entonces, cuando la luna llena asome por encima de la colina, como en Sais, la gran estatua de la diosa Isis, madre de la paz, en su trono de piedra, saldrá lentamente del jem y aparecerá en la proa vacía, como hace tres mil años en el Jer-o, el Río Grande, que aquí llaman Nilo.

—¿Una estatua en un trono de piedra? —preguntó bruscamente Manlio, el constructor—. ¿Y cómo la moverán?

—Eso no lo sé. Todos lo que lo sabían han muerto en Ta-ne-si, la Tierra Amada, que vosotros llamáis Egipto.

—No te preocupes —intervino Eutimio—, tú dime solo el peso de la estatua y sus medidas.

—Daos prisa —ordenó el emperador—. Por favor —añadió con la suave voz de su juventud.

Sintió que estaba ligando su nombre a algo que no se había visto nunca. Otros soberanos habían construido mausoleos, jardines colgantes, colosos, arcos triunfales; y los grandiosos monumentos casi siempre habían salido de las riquezas obtenidas gracias a una guerra. En ese lago, en cambio, las naves de mármol que flotaban en el agua sugerirían a los hombres de todos los países que incluso el sueño más difícil de alcanzar —el de una paz duradera— podría hacerse realidad.

—Trabajaremos juntos —aseguró Manlio. No se atrevió a decir que, como constructor, la idea de una nave de mármol le había entusiasmado—. Cuando los cascos estén a punto, Eutimio, al día siguiente yo estaré para poner los cimientos. Y las columnas, las tejas y los mármoles ya estarán apilados en la orilla. Pero tú, Imhotep, tienes que darme enseguida los planos, las medidas. Y tú, Trifiodoro, las indicaciones para los elementos decorativos, los mosaicos, las puertas… Todo formará parte de un proyecto único. Y tendré que controlarlo todo yo; nadie podrá decirme que me he equivocado y debo rectificar. Dentro de un año, Augusto, o quizá menos, tus naves navegarán por este lago y continuarán haciéndolo durante siglos.

Pero no le fue concedido ese tiempo. Y nadie dejó escrito qué fue lo que pasó. Pero, durante siglos, campesinos y pastores de aquellos montes contaron que en el fondo del lago yacían una o quizá dos inmensas y maravillosas naves, porque las redes de los pescadores se enganchaban, se rompían y arrastraban hasta la superficie del agua extraños y preciosos fragmentos.

No se vio que tenían razón hasta que, en 1928, empezaron a reducir, mediante aventuradas y complejas técnicas, el nivel de las aguas bombeándolas en la antigua galería emisora, porque poco a poco salió del fango el enorme, esquelético, saqueado pero solidísimo casco de madera —más de setenta metros— de la que fue llamada la «primera nave»; y se descubrió con estupor que sostenía las ruinas de un edificio de obra. Después, a poca distancia, emergió el casco de la «segunda», igual de grande e igual de devastada. Pero se constató que era una construcción increíblemente cuidada, basada en tecnologías tan avanzadas que sorprendieron a los expertos en historia de la marinería y los ingenieros navales. Se desató un gran interés en torno a aquel misterioso pero evolucionadísimo sistema de construcción de barcos. Luego se descubrió que la primera nave tenía dos enormes timones, pero no poseía ni remos ni velas. La segunda, en cambio, llevaba, en aquel pequeño lago, escalmos para sesenta remos. ¿Qué significaba eso? ¿Quién había construido aquellas naves allí? ¿Quién las había hundido? Un enigma arqueológico y un absoluto, e injusto, silencio de la historia.

Un día, entre los restos se encontraron unos trozos de plomo. Una vez retirado el limo, sobre el blando metal apareció, nítidamente grabado, completamente legible, intacto, el sello del constructor, y era una marca imperial. Ponía: «Caius Caesaris Aug Germanic…».

De repente, la leyenda del lago quedó unida al joven emperador. Sin embargo, una historiografía enemiga y una literatura novelescamente morbosa habían construido en torno a «Calígula» una imagen despreciativa hasta límites absurdos. Así pues, nadie tuvo la honesta y, en resumidas cuentas, simple idea de estudiar seriamente la personalidad y los objetivos del hombre que había querido dos naves tan singulares, espléndidas y únicas en nuestra civilización. Es más, se llegó a decir que las naves eran para uso militar o, si no, estaban destinadas a desenfrenadas orgías. Como si los datos arqueológicos pudieran adaptarse, indiferentemente, a dos usos tan distintos.

Pero aquel lejano día de enero, Claudio, el poeta místico, había dicho:

—La nave sagrada, la Ma-ne-yet que se desplaza con lentitud, siguiendo la luna en el cielo, representa el gran viaje del alma. ¿Conoces la oración? Tunc minor es, cum plena venis; tune plena resurgis, cum minores; crescis semper, cum deficis orbe… La divinidad que, como el lento y siempre igual ciclo lunar en el cielo, aparentemente se aleja y desaparece, pero que siempre, ante la súplica de los hombres, se presenta de nuevo resplandeciente. El nombre con el que llamas a la divinidad es indiferente. Isis, Luna, Ceres, Juno celeste, Cibebe, Diana, Diva Jana, Diviana, Lucifera, diosa de la luz, Artemisa. Los antiguos dorios la llamaban Limnatis, diosa de los lagos; la llamaban Delia porque había nacido en Delos, Ilitia, Urania, Astarté en Fenicia, Milita en Babilonia, Selene en Grecia, Aliat en el desierto árabe, Isis reina del cielo en Egipto… Es lícito invocarla con cualquier nombre, con cualquier rito, con cualquier aspecto… Y ella responde a todos: «Aquí estoy. Yo, rostro único de todos los dioses y las diosas. Con aspectos multiformes, con ritos diversos, con todos los nombres posibles, toda la humanidad venera a la divina Unidad».

Cien años más tarde —en la época del emperador orientalista Adriano, cuando el culto isíaco había sido liberado del ostracismo político—, Lucio Apuleyo, nacido en Madaura, junto a Cartago, tierra de polemistas, filósofos y teólogos, inventó para esta oración un latín áureo y poético. El adepto decía: «Regina caeli, sive Tu Ceres… seu Tu caelestis Venus… seu Phoebi soror… quoquo nomine, quoquo rito, quaqua facie Tejas est invocare». Y la diosa contestaba: «En adsum, deorum dearumque facies uniformas. Cuius numen unicum multiforme specie, ritu vario, nomine multijugo totus veneratur orbis».

Pero en aquel momento el joven emperador escuchaba las palabras del poeta y se preguntaba: «¿Qué son las religiones? ¿Tentativas de acercarnos a lo que nunca comprenderemos?».

Pero ¿cuál era, dónde estaba el origen de todo eso? ¿Era un dios? ¿Era acaso divino todo lo que lo rodeaba? ¿Y qué significaba «divino»? ¡Ah, los filósofos griegos! ¿Qué fuerza o poder había decidido que él viviese su dura y maravillosa vida? Y si había decidido todo eso, ¿hasta qué punto cuidaba de él? ¿Existía una vía de escape racional de aquellas angustias? ¿Podía esperar algo que pareciese justicia? ¿O él también formaba parte de la injusticia y de la violencia, ciegas como el viento y el fuego? ¿Qué importancia tenía en el conjunto el dolor de uno solo? ¿Servía para algo? Y en caso afirmativo, ¿para qué servía?

«¿O todo lo que saben los hombres es simplemente la máscara puesta por el miedo sobre el rostro de lo desconocido? No sabemos. Pero deseamos saber. Deseamos sobre todo que nuestra vida sea menos terrible». Aquel sacerdote de Sais decía que la vida es energía pura. Dar la vida, o quitarla, es como transvasar el agua que está dentro de una copa a otra copa de otro color: el agua es la misma. «Tú no desapareces —decía—. Tú vas y vuelves». Y su padre, al que le quedaban tan pocos meses de vida y que parecía que lo supiese, preguntaba al sacerdote: «Pero ¿adónde?».

En cambio, Zaleucos, el viejo preceptor desaparecido quién sabe cómo, que tenía la mente llena de las doctrinas de los antiguos filósofos, un día había dicho: «La idea de lo divino no se capta con razonamientos. La comprensión de su esencia relampaguea en el alma como un rayo». Y también lo escribiría Plutarco, cien años más tarde.

«En realidad —pensó el emperador—, no sabemos ni de dónde viene la muerte ni de dónde viene la vida. Nadie puede decir que lo sabe, ni tampoco afirmar que es el único que lo sabe».

—¿Crees que lo que nosotros llamamos religión —preguntó bruscamente a Imhotep— podrá hacernos ver un día lo que hoy desconocemos?

Imhotep se quedó sorprendido.

—Nuestro anj debe realizar el viaje —dijo, vacilante—. Es un viaje marcado por la oscuridad y la confusión, pero nos lleva a la otra orilla… Eso significa la nave de la diosa. Pero quizá la idea es más elevada de lo que podemos representarla con nuestras palabras.

—Gracias —dijo el joven emperador con melancolía—. Si todo eso es verdad, para mí sería muy reconfortante.

En ese momento, Eutimio dijo, riendo:

—A mis hombres les va a encantar un proyecto como este. Ya veréis cuando mañana vaya a Miseno y les diga: «Muchachos, vamos a ir a un lago a construir dos naves de mármol».