IV

La isla de Capri

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Villa Jovis

Y de repente, el emperador dispuso que el último hijo de Germánico fuese conducido inmediatamente a Capri. Inmediatamente, por una orden imperial, significaba salir de la domus de Antonia en el plazo de una hora, igual que había sido sacado de la residencia vaticana para ser encerrado en la casa de Livia.

«Como mi hermano Nerón —pensó Cayo—. Lo invitó, hizo que lo espiaran y lo mató». Aquel pensamiento lo dejó helado. Luego, de pronto, sintió el impulso de huir, igual que había huido inútilmente Druso, pero se dio cuenta de lo descabellado que era pensarlo: solo era posible sustraerse a la voluntad de Tiberio suicidándose. Sin embargo, su juventud rechazó esa idea. Antonia advirtió los cambios en su semblante, lo abrazó con su ternura envolvente y susurró:

—Presiento que no debes temer nada. A Tiberio solo le quedas tú.

Parecía una frase sin sentido, pero aun así lo tranquilizó. Tenía veinte años. Se dejó abrazar; en el abrazo de Antonia fluían —en una mezcla desgarradora y maravillosa— la sangre de Octavia, la infeliz hermana de Augusto, y la de Marco Antonio, su enemigo más odiado: era la única persona en la que aquellas antiguas y trágicas fuerzas continuaban viviendo.

La anciana notó que el muchacho se abandonaba entre sus brazos y, consciente de la ansiedad que le producía aquel viaje, le repitió, estrechándolo:

—No tengas miedo, aguanta…

En el terrible juego con la muerte, aún debían moverse intereses desconocidos.

—Recuerda que, cuando Tiberio me prohibió participar en las exequias de tu padre, yo contesté que de todas formas no habría tenido fuerzas para hacerlo, le di las gracias y lloré sola.

Cayo se desasió y dijo:

—No tendré miedo. Debo irme ya.

Los jóvenes príncipes rehenes fueron a su encuentro para despedirse. Los embargaba un sincero dolor y, ante los ojos de los pretorianos, lo que pensaban se lo dijeron en silencio. Solo Roimetalkes, que había dirigido unas semanas antes aquel rito orgiástico, dijo sin vacilar, en griego:

—La mirada de los dioses te acompaña, porque los has saciado de placer.

Quería ser un saludo iniciativo o una frase libertina, pero dentro de ellos ardía una alianza secreta, un pacto de revuelta futura.

Cayo se alejó sonriendo. Llegó a la isla de Capri una límpida tarde de finales de octubre. «Los últimos días antes de que el tiempo cambie», había profetizado durante el viaje el gubernator de la veloz biremis. La primera, e inesperada, sensación fue el embriagador, incomparable perfume del aire.

En el muelle, con impecable rigidez militar, lo recibió un tribuno, un oficial de alta graduación, seguido por la suntuosa escolta de la guardia imperial, los augustianos. Lo invitó a montar a caballo, lo observó subir por la cuesta resbaladiza y lo felicitó por su estilo seguro, pero luego añadió:

—En esta isla solo se pueden utilizar monturas tranquilas y de estructura ligera. No puedes permitirles que se lancen al galope.

No sonrió. No dijo nada más en todo el camino.

El mito de una isla inaccesible ya era dominante en la personalidad de Tiberio. Consumido por la desconfianza, había construido Villa Jovis según una idea arquitectónica nunca vista: levantar los edificios en escalones sucesivos, a partir de la ladera y la cima de la peña más inaccesible de la isla, rodeada de precipicios impracticables.

Así pues, al final de una larga subida, donde se abría una inesperada plaza rodeada por un pórtico, el tribuno hizo una señal de alto breve y precisa a la escolta y detuvo el caballo justo delante del inmenso atrio tetrástilo, la célebre y rigurosamente controlada entrada al palacio imperial. Los sirvientes acudieron en un silencio irreal. Cayo puso pie a tierra sin ayuda. El tribuno lo miraba. Entraron.

«Un mar de mármol», decían los privilegiados y emocionados visitantes. Y, realmente, una superficie de espléndidas taraceas se extendía por el suelo y por las paredes hasta el techo, que se apoyaba en cuatro enormes columnas. El espacio se hallaba totalmente vacío, solo estaban los inmóviles augustianos de guardia. Cayo vio que, sin cambiar de postura, lo seguían atentamente con la mirada. Le había sucedido en el pasado, yendo con su padre, y era una sensación gloriosa. Le esperaban, entonces; y todos sabían quién era.

Pero el tribuno se volvió y, señalando la entrada que acababan de cruzar, advirtió:

—Prohibido salir de aquí sin el permiso imperial.

Era, pues, una prisión, como la domus de Livia y la de Antonia. Una reclusión que duraba desde hacía más de tres años.

—Obedeceré —contestó Cayo con voz sumisa.

Al fondo del atrio, entre dos estatuas de los hermanos Dioscuros y sus caballos, comenzaba una majestuosa rampa cubierta, en suave pendiente. El empedrado era tosco, adecuado para las monturas. No se veía adónde llevaba y estaba completamente desierta; tan solo, a tramos regulares, a uno y otro lado vigilaban los augustianos.

—El recorrido imperial —indicó el tribuno—. Prohibido hacerlo solo.

El emperador solo pasaba por allí, a caballo, con los poquísimos invitados a los que concedía ese honor.

En el lado derecho del atrio, en cambio, arrancaba una escalinata cargada de mármoles; también se perdía hacia arriba, en una amplia curva, y no se intuía adónde llevaba. Daba una sensación de inaccesibilidad olímpica que abrumaba al visitante.

Sin embargo, Cayo —que de adolescente había visto los edificios y los templos de los soberanos de Egipto—, solo sintió, como una puñalada, que a él, el hijo de Germánico, le obligaban a subir esa escalera. Apoyó el pie en el primer peldaño. Pensó que su hermano Nerón había hecho el mismo recorrido. Comenzaron a subir; en todas las curvas, en todos los rellanos, se abrían a derecha e izquierda galerías y criptopórticos, y se entreveían salas donde reinaba un silencioso ajetreo de cortesanos. Los niveles de las estancias seguían la inclinación vertiginosa de la peña y estaban enlazados por pórticos y balconadas. Por todas partes, inmóviles augustianos vigilaban con mirada opaca.

El tribuno avanzaba a un ritmo implacablemente preciso.

—Aquí tendrás tus aposentos —dijo en un recodo.

Cayo pensó que, al menos durante un tiempo indeterminado, estaba destinado a vivir. Se detuvo, pero el tribuno siguió andando.

Más escaleras. Se distinguieron al fondo los pabellones termales, que no tenían buena fama en Roma. A medida que subían, disminuía el movimiento de los pisos inferiores; las estancias eran cada vez más vastas y suntuosas, resplandecían de bronces, de inmensos mosaicos, de taraceas policromas, pero el silencio era total; tan solo los augustianos, obsesivamente de guardia. Sobre los interminables pavimentos de mármol pasaban, deprisa y sin hacer ruido, algunos libertos, algún que otro funcionario.

—Aquí se gobierna el imperio —dijo el tribuno.

Se abrió la sala de las audiencias imperiales: un majestuoso hemiciclo al que daban cinco fastuosas estancias. Toda la estructura giraba en torno al fondo de la sala, donde se encontraba la silla imperial. «Jamás he visto nada parecido: como una ciclópea mano abierta, cinco dedos que se juntan en la palma, y al fondo, donde está el pulso, allí se sienta el emperador», había contado un embajador, además de confesar que, pese a que llevaba muy bien preparado su discurso, se había puesto a balbucir.

Fuera de la sala apareció un inesperado camino absolutamente llano, practicado en la roca, con admirables vistas al golfo.

—Prohibido pasar por aquí —dijo el tribuno—. Solo tiene acceso el emperador.

Ya no se oían voces. El último tramo de escaleras estaba totalmente desierto. A trechos regulares, se sucedían espléndidas estatuas sobre sus pedestales, jóvenes semidioses, guerreros, atletas, obras griegas del período áureo en su victoriosa desnudez. No se había visto en toda la villa una sola imagen femenina.

Llegaron a la cima. Allí arriba, en el vértice de todo, había sido construida una sala que, de forma espectacular y sorprendente, abría sus arcos sobre una terraza con columnas, una exedra, donde se reflejaba el impetuoso esplendor del mar. Sobre el mármol claro, la luz resultaba casi insoportable.

El tribuno atravesó la sala, condujo a Cayo hasta el umbral de la exedra y se detuvo. Entonces Cayo vio de cerca por primera vez al hombre con el que su madre había evitado que se encontrara, al hombre que tiempo atrás habían llamado el Exiliado de Rodas, al envenenador imperial. Estaba de pie, bajo el sol del mediodía; tres o cuatros cortesanos estaban junto a él. Su estatura superaba la de los demás, le imprimía una marca de soledad. Por aquel entonces debía de contar setenta y tres años. Tenía un tórax excepcionalmente ancho y sin duda, como decían, había sido muy fuerte en su juventud. Mantenía los labios firmemente apretados y su expresión era torva, tal como aparecía en miles de estatuas y monedas. Pero tenía manchas rojizas en la piel, marcas de alguna infección cutánea recurrente. Y ese repugnante detalle lo hacía humanamente vivo. Detrás de él, las columnas, el mar, las islas, la costa lejana y el cielo formaban un paisaje de deslumbradora belleza.

Él también observaba al joven Cayo acercarse. La rigidez de su postura recordaba sus años de vida militar, tremendas campañas en Iberia, Armenia, Galia, Panonia, Germania, en todas las fronteras más sangrientas del imperio, combatiendo como un gran soldado, aunque había alternado las victorias con sangrientas derrotas. Tenía las manos anchas, con dedos grandes, tan fuertes, según decían, que podían matar de un apretón. Estaba callado.

Los historiadores dijeron que, en él, desde siempre y muy especialmente después de ser elegido emperador, sentimientos, ambiciones y deseos quedaban ocultos por una insuperable barrera de disimulo. Pero, detrás de aquella recelosa defensa, actuaba una inteligencia poderosa, clara y fría, que penetraba las insidias. Y cuando rencores y venganzas personales callaban, decidía lentamente, tras largas reflexiones solitarias. Su relación con la responsabilidad del imperio era de una dedicación constante, lo que para la administración de las provincias suponía un gobierno duro, atento a los detalles, maniáticamente parsimonioso pero sustancialmente justo y positivo, puesto que no actuaba movido por brillantes intuiciones sino por una aplicación tenaz. Y la previdencia de Augusto le había reconocido estas cualidades. Pero el único objeto vital de sus sentimientos era el poder, y su conquista había sido una durísima batalla de eliminación. Una despreciativa desconfianza en el prójimo era constante y espontánea en él; el recuerdo de las ofensas era indeleble; el odio hacia los enemigos, indestructible; la capacidad para matar, natural y sin remordimientos. Era absolutamente despiadado; aterrorizar a sus enemigos le causaba una satisfacción que rozaba la lujuria, y ningún medio, por atroz que fuese, le parecía excesivo. El hecho de sembrar de este modo odio a su alrededor hacía que le pareciese necesario eliminar cualquier posible riesgo para él. Así había acabado metiéndose psíquicamente en una imparable espiral de matanzas; humanamente solo, también se había aislado físicamente en la isla de Capri. Y estar junto a él era muy peligroso.

Miró al joven Cayo, y a este, que habría querido saludarlo, el odio le secó la voz en la garganta. Por primera vez en su vida, Cayo se inclinó, cogió el borde del manto imperial y, en silencio, con un gesto lento y devoto, lo besó. Percibió, en el viento fresco de la isla, un olor rancio de lana conservada desde hacía mucho tiempo, como en la casa de Livia. Desde lo alto, el emperador, con un ligerísimo sobresalto causado por la sorpresa, miró también en silencio los bonitos cabellos castaños, ondulados en la nuca, del último hijo de Germánico.

Cayo levantó la cabeza. El emperador no dijo nada, lo despidió con un ademán. Y era el mismo ademán con el que lo había despedido la Noverca el primer día. El tribuno lo acompañó a la salida.

La peña de Tiberio

Mientras bajaba en silencio, Cayo no sabía que durante mucho tiempo no le permitirían volver a subir aquellos tres últimos pisos. En una corte restringida, exclusiva, controlada como una cárcel —donde la única alegría eran los vicios secretos de los que se murmuraba en los pasillos—, la preocupación por sobrevivir le hizo aislarse y reducir sus gestos y palabras a lo indispensable. No conocía a nadie; se dijo que no podía preguntar ni contar nada.

Toda la isla era propiedad imperial, como Pandataria y Pontia; ningún extranjero podía desembarcar allí. El mar azotando las rocas impracticables constituía una muralla líquida. Doce edificios rodeaban Villa Jovis, una reducida y absurda capital. Pero Cayo se movía por los soportales de la villa, sin sobrepasar los límites de aquel atrio. Tenía a su servicio dos o tres esclavos aterrorizados a causa de su ambigua condición de invitado prisionero, la trágica herencia de su nombre y el recuerdo del hermano muerto. Él se daba cuenta de que se preguntaban si volverían a verlo vivo al día siguiente. Le preguntaban qué le apetecía, y vieron que escogía principalmente pescado de aquel mar, y fruta y dulces con miel. «Lo que comen los niños», comentaron, conmovidos, en las cocinas. Sin embargo, muchas veces vomitaba después de dar unos bocados.

Después salía de sus aposentos —Tiberio le había concedido un alojamiento no humillante y sórdido como el que le había asignado la Noverca, y él había sentido alivio y casi gratitud— y paseaba mirando, con ojos que no lograban ver, la cambiante belleza de los jardines, de las rocas cortadas a pico, de las ensenadas, desplazándose con ese paso distraído que ya habían observado en él cuando estaba en casa de Livia. Sentía encima los ojos infatigables de los vigilantes, pero, día tras día, empezaba a crear en su mente un archivo de rostros y de comportamientos, a notar si podía sentirse relativamente tranquilo, cuándo y con quién, a conocer los horarios, las costumbres, los controles. No volvió a ver a Tiberio.

Y en un momento en el que, creyendo estar solo, miraba el mar hacia Occidente tratando de descubrir la sombra de Pandataria, la isla donde estaba confinada su madre, se le acercó un liberto imperial. Germánico había dicho un día: «No te fíes de ellos. Eran esclavos que suplicaban a los dioses que los liberara haciéndolos morir. Y ahora que han conseguido el poder, solo viven para satisfacer el odio». El liberto lo invitó con inesperada cordialidad a dar un paseo por un sitio extraordinario y Cayo aceptó con una sonrisa sumisa.

No tardaron en llegar a un saliente de roca sobre el mar. Abajo, en el agua azul, sobresalía la punta de algunos escollos. El liberto lo invitó a mirar y él se asomó.

—Caer desde aquí —dijo el liberto— significa morir.

Cayo se volvió y captó una breve sonrisa, pero no era de alegría, sino de sadismo.

—Los procesos no se celebran solo en Roma —dijo el liberto—. En casos especiales, el emperador exige conocer a los imputados y juzgarlos él mismo, por la seguridad del imperio.

Se quedó callado mirando al muchacho.

Cayo no sabía nada sobre las prisiones secretas y las ejecuciones de Capri; volvió a sentir aquel angustioso nudo en el estómago.

—Comprendo. Roma está lejos —contestó.

Su juventud lo ayudaba, y también la fama de ingenuo que se había ganado en casa de Livia, porque el insidioso liberto se quedó desconcertado. No obstante, dijo con renovada violencia:

—Si alguien sigue vivo después de caer, vienen los marineros de guardia, lo enganchan con los garfios que se usan para saltar al abordaje y lo matan a golpes de remo.

El joven abrió los ojos, pero inmediatamente, como si no hubiese entendido, se inclinó para contemplar el sitio que se haría famoso en las leyendas locales como «la peña de Tiberio» y dijo sonriendo:

—Si miras hacia abajo, da vértigo.

El liberto, que lo miraba a él, contestó, molesto:

—Volvamos, se está levantando viento.

Así pues, los espías que lo seguían refirieron a Tiberio que no había dicho ni preguntado nada sobre su madre y su hermano Druso. No los había nombrado nunca. Quizá, como había escrito Livia, tenía una mente tan reducida que ni siquiera alcanzaba a imaginar su suerte, ni le importaba.

Entretanto, Cayo descubría que en la villa, al igual que en el Palatino, existía una silenciosa biblioteca. Le permitieron acceder a ella enseguida; él lo agradeció, pensando que su fama de apasionado e inocuo lector había sido bien descrita por el espía. Años después, bromeando, diría que había pasado la mitad de su adolescencia materialmente sentado entre libros.

La biblioteca no se hallaba sometida a controles, parecía abandonada. El bibliotecario era un sirio despistado y melancólico, que se presentaba cada dos o tres días para indicar a los esclavos, pasando un dedo por la superficie de las mesas, que era necesario quitar el polvo. Nadie más aparecía por allí. Cayo recorrió los estantes y descubrió, desilusionado, que contenían algunas obras de música y ciencias, además de infinidad de oscuros escritos mágicos y astrológicos, casi todos en griego. Pero después alguien le dijo que el emperador acogía con amor a todos los grandes clásicos griegos, en especial a Tucídides, que le gustaba por la dureza de su temperamento y la severidad de sus juicios, en su biblioteca personal, una pequeña y preciosa estancia repleta de refinadísimos y raros papiros, contigua a su habitación, arriba.

Cayo se preguntó quién, y con qué finalidad, había reunido aquella montaña de escritos que no interesaban a nadie. Luego descubrió un volumen muy viejo, metido en un arcaico estuche de corteza pulida. Lo sacó de la funda y en el sittybos, en la portada, leyó en latín: Libri Pontificum. Aquel seco y crujiente pergamino —del que todos hablaban sin haberlo visto nunca— contenía las bendiciones, las evocaciones, los conjuros, las antiquísimas y secretas fórmulas mágicas que desde hacía siglos sacerdotes y caudillos recitaban para impetrar la victoria, sacrificando a las víctimas antes de las batallas.

«Divi divaeque, qui maria terrasque colitis, vos precor quaesoque…». «Dioses y diosas que habitáis en los mares y en las tierras, os suplico y os pido…». ¿Eran estas las lecturas preferidas del frío Tiberio? Invocaban la victoria, la dispersión y la muerte sin piedad de los enemigos. Las victorias habían sido numerosas en aquellos siglos, y los enemigos habían acabado dispersos o muertos. ¿Había rogado así Tiberio al mandar matar a Germánico? ¿Poseían de verdad aquellas antiquísimas palabras un poder irresistible? ¿Existía en alguna parte Alguien, Algo que fuese posible invocar? Enrolló el pergamino, compadeciéndose de sí mismo y de aquellos pensamientos.

Luego encontró, arrinconado en una pequeña arquimesa, el famoso libro de Veleio Patérculo que —pese a su gran y servil amistad con Augusto— Tiberio había secuestrado y destruido en Roma porque, años atrás, Patérculo había narrado aquella primera revuelta feroz en Germania que Tiberio no había conseguido sofocar. ¿Había sido quizá esa antigua derrota la causa del odio envidioso que despertaban en Tiberio las victorias del joven Germánico? Pero después temió que aquel libro abandonado fuese una trampa para él y, aunque ardía en deseos de leerlo, lo dejó en la arquimesa mal cerrada para dedicarse a la astrología caldea en una chapucera traducción griega. Cuando volvió a la biblioteca, vio con alivio que nadie había registrado la arquimesa.

Durante todo el soleado otoño que siguió a la muerte de Elio Sejano, Cayo pasó las horas leyendo bajo aquel pórtico. Los cortesanos fueron testigos de sus reiterados silencios, de su capacidad para estar solo, de su amor por los libros antiguos y complicados. Vieron con divertida admiración que se había sumergido en los tratados de música escritos por Aristoxeno de Tarento y todavía más en las obras de aquel astrónomo de Samos que tres siglos antes había sido objeto de la irrisión general por haber escrito, con infinidad de cálculos, que la Tierra era redonda y tardaba un año en dar una vuelta alrededor del Sol.

Su extravagante fama literaria, nacida en casa de la Noverca, aquí encontraba visibles confirmaciones y tranquilizaba a todos. Al igual que en el Palatino, empezaron a dejarle momentos de paz cada vez más largos, a no ocuparse de él. Quizá Tiberio ya no lo consideraba digno de morir. Fue un arrebato de felicidad absoluta, pero lo vivió sin gestos y sin palabras, todo encerrado dentro de su cerebro. Porque, recordando a aquellos tres senadores que, escondidos en el desván, habían escuchado las palabras que el vino había incitado a decir al pobre Tacio Sabino, controlaba sus gestos hasta cuando estaba solo, encerrado en sus aposentos.

Empezaron a invitarlo a la mesa de los altos funcionarios; le preguntaban por sus lecturas, y él las explicaba con una confusa minuciosidad que los dejaba atónitos. Las extrañas historias astrológicas les divertían. Lo escuchaban en grupo, y luego él se marchaba tranquilamente y se sentaba bajo el pórtico.

Un día encontró, sorprendentemente dejado sobre una mesa de la ordenadísima biblioteca, un pequeño y elegante codex deliciosamente encuadernado y con cierres de plata dorada. La inscripción del sittybos estaba medio borrada, quizá deliberadamente. Solo se distinguían dos palabras: Publio Ovidio. Levantó la sobrecubierta y se quedó sin respiración. Era una elegía, llevaba por título Pontica, y ese ejemplar había sido dedicado a su padre, Germánico. ¿Qué se ocultaba tras el incomprensible exilio de Ovidio, el delicado poeta, sus inútiles súplicas a Augusto, su desesperada y solitaria muerte en las melancólicas orillas del Ponto? ¿Por qué estaba ese ejemplar del libro en la biblioteca imperial? ¿Qué había sucedido, que ninguno de ellos sabría nunca?

Empezó a hojearlo con nerviosismo y sintió una sombra a su espalda: de ese modo —había escrito un poeta citado por Zaleucos— te roza el destino que pasa de largo deprisa. Pero se trataba de un joven egipcio que la guerra había reducido a la esclavitud y al que, debido a su exquisito aspecto y a la elegancia de sus maneras, se había considerado digno de servir en la corte imperial. Cayo se había fijado en él, porque sus ojos buscaban inconscientemente momentos de descanso. Debía de tener también menos de veinte años. Pero era un esclavo, alguien que no podía decidir nada de su vida. Obedeciendo a un impulso, Cayo le preguntó en griego de dónde era. Y el muchacho respondió en griego, con fluidez, que era de Alejandría y se llamaba Helikon. Tenía los ojos grandes y profundos, con iris de color ónice en una córnea blanquísima, como las pinturas de los templos antiguos. Solo llevaba una túnica corta y ligera y un par de sandalias doradas.

—Yo he visitado Alejandría, y Sais, y Iunit Tentor —dijo Cayo, antes de añadir en un tono confidencial—: Con mi padre.

—Todo Egipto lo recuerda —contestó el esclavo enseguida.

Aquella frase emocionó a Cayo; después pensó que quizá el joven egipcio se la había preparado. No obstante, dijo que le gustaba mucho el desierto.

El esclavo repuso que el desierto era hermoso pero terrible.

—Si la vida te obliga a atravesarlo, debes saber dónde encontrar la sombra de una palmera.

Cayo dejó el codex y, al hacerlo, una hoja cayó al suelo. El joven esclavo se agachó rápidamente para recogerla. En la ligera túnica blanca se perfiló su cuerpo grácil. Puso la hoja sobre la mesa con delicadeza.

—Lo había dejado aquí mientras limpiaba. —Tenía las manos finas, de dedos largos y morenos—. Iunit Tentor es un templo grande —dijo, todavía agachado—. Mi padre contaba que un adepto había caído enfermo y, buscando la curación, había pasado la noche allí rezando. Y de pronto vio…, y no era un sueño, porque tenía los ojos bien abiertos…, vio una figura bastante más alta que un hombre, una indescriptible figura divina que se inclinó para examinarlo, con un libro en la mano. Al cabo de un instante, se desvaneció. Y él se estremeció, completamente bañado en sudor pero ya sin fiebre. Y el dolor había desaparecido.

Cayo lo escuchó y, sin querer, sonrió con incredulidad. El joven se levantó, confuso.

—Oí otros relatos como ese en Sais —dijo amigablemente Cayo.

El esclavo dijo que quizá aún existían en las salas subterráneas de Sais los papiros sagrados con los textos para indagar la suerte.

—El tuyo también. Pero yo no sé lo que hay que hacer. Solo recuerdo que debes disponer veintinueve hojas jóvenes de palmera sobre el altar de las ofrendas, la mensa isíaca.

Cayo pensó que, para un esclavo, hablar con el hijo de Germánico era como agarrarse a una tabla para un náufrago.

El joven seguía contando con inocencia:

—Un hombre al que lo atenazaba la angustia por el futuro, pidió a los sacerdotes que lo dejaran bajar a los sótanos, y ellos se compadecieron y accedieron. Y allí abajo el hombre se sumió en un sueño mágico: vio la nave sagrada de la diosa atravesar la bóveda del cielo… y la voz le dijo que liberara su corazón de la angustia, porque grande es el poder de Isis, la Señora de los infinitos nombres, contra los enemigos.

Cayo sintió el impulso de preguntarle si su padre, que le había transmitido esos relatos, vivía y dónde estaba. Pero luego pensó: «Mi padre buscó la suerte en Samotracia y en Mileto, y no le sirvió de nada saber que su vida era breve». Lo asaltó de nuevo una inquieta desconfianza y fingió que se sumergía en la lectura.

El esclavo salió sin hacer ruido.

La simulación

Pero volvió a aparecer. Se acercaba al pórtico caminando ligero y sonriendo desde lejos. Le llevaba en una copa una fruta bañada en vino, o una bebida aromatizada con hierbas de países lejanos. Lo acompañaba a las termas reservadas a los funcionarios imperiales a las horas en que, según los rigurosos mecanismos de los cargos, no iba nadie. Sin embargo, no había transcurrido un mes desde que Cayo había comenzado espontáneamente a sonreír con su único e inocente compañero cuando, mientras estaba sentado bajo el pórtico leyendo, dos funcionarios que pasaban por allí le anunciaron brutalmente, sin siquiera aminorar el paso al decirlo:

—Tu hermano Druso ha muerto en la cárcel.

No esperaron que contestase. Y él, con el cerebro sin una gota de sangre, como alguien que está a punto de desmayarse, miró petrificado sus espaldas mientras se alejaban a paso tranquilo. Después se percató de que no estaba solo: detrás de la puerta de la biblioteca, alguien estaba observándolo a escondidas. Como en la casa de Livia, la cruel escena había sido preparada para descubrir sus sentimientos secretos. En un instante, su cerebro recobró la lucidez y el dominio. Dejó el libro y se quedó mirando el mar, como si reflexionara en la noticia que acaba de oír; a continuación meneó la cabeza, como si la interrupción le hubiese fastidiado, y cogió de nuevo con calma el escrito. Recorrió las líneas con un dedo, como si buscara dónde se había quedado, lo detuvo en un punto y fingió que reanudaba la lectura.

El informador de Tiberio tuvo que decir, perplejo, que el joven había reaccionado ante la muerte de su hermano con bastante más tranquilidad que si se le hubiera muerto un perro.

—O es tan tonto que no acaba de comprender, o no le importa realmente lo más mínimo.

Él continuó allí, solo e inmóvil, hojeando al azar páginas de las que no veía nada. Se metió en la cabeza la idea, como si clavara un clavo, de que su larga simulación era inútil. Los años de vida ganados habían dependido exclusivamente de la prudencia criminal y de las crueles tácticas de Tiberio. Empezó a imaginar su futuro en términos de días y de horas. Se sorprendió pensando que quizá esa noche en el mar de Capri era la última. Una serie de siniestros adioses haciendo callar los impulsos de su joven corazón. Se levantó y volvió a sus aposentos pasando entre los cortesanos. Todos dejaban de hablar cuando él llegaba. Se encerró en su habitación, se sepultó en la oscuridad.

Al día siguiente regresó a la luz del día y le pareció que nada de lo que veía era igual al mundo que había dejado la noche anterior. Vislumbró a Tiberio a lo lejos, dirigiéndose hacia la gran sala de audiencias sin mirar a su alrededor, seguido por los suyos. Reconoció a Coceyo Nerva, el célebre jurista que nunca, según decían, había estampado su firma bajo una ley o una sentencia injusta. Pensó que, a pesar de los cortesanos, si se abalanzaba sobre Tiberio por la espalda empuñando el puñal como le había enseñado el tribuno Silio, tendría tiempo de matarlo. «Es una cobardía dejarlo vivir». Se concentró en ese plan tan intensamente que sus músculos se contraían, como si ya estuviera agarrando el voluminoso cuerpo y clavando la hoja hasta la empuñadura en la base del cuello, allí donde late la vida.

Y mientras estaba sumido en esos pensamientos, se acercó el joven Helikon y susurró:

—La ejecución de Druso ha causado una conmoción en Roma. El pueblo se agolpaba ante la Curia, tiraba piedras…

Tiberio se había alarmado y, para justificar la ejecución, había escrito una tremenda carta acusatoria contra el joven muerto y había hecho que los senadores la leyeran.

—Pero Sertorio Macro ha tenido que sacar a los pretorianos a la calle. Han matado a mucha gente —dijo Helikon temblando—. Han dejado los cadáveres expuestos, los han arrastrado con ganchos por las calles y finalmente los han arrojado al río. La gente miraba desde lejos aterrada.

—¿Cómo te has enterado? —preguntó Cayo en un susurro.

Al cabo de un instante despertó en su interior la desconfianza, contuvo la ansiedad, no preguntó nada más.

Pero Helikon respondió con apasionada confianza:

—Calixto.

Cayo lo miró sin comprender; ese nombre no le decía nada.

—Es de origen griego, pero nació en Alejandría —dijo Helikon.

En efecto, había llegado como regalo a Villa Jovis —como un valiente perro de caza o un caballo digno de competir en el hipódromo— un esclavo de unos treinta años, alejandrino pero de estirpe griega, que se llamaba Calixto. Hablaba griego y latín, además de egipcio demótico, arameo y parto. Sus maneras eran refinadas y estaba acostumbrado al trato con los poderosos. Reconocía de forma exquisita los objetos de arte, las pinturas y la música. Cómo se había visto reducido a la esclavitud con un pasado personal y familiar tan brillante, a causa de qué vicisitudes de guerra o de sublevación, ni siquiera los controladores policiales de Sejano habían conseguido averiguarlo. Calixto había descrito países devastados e incendios en el alto valle del Nilo, cerca de la isla de File, gente que había huido más allá de la primera catarata, hacia Meroe, matanzas a las que al parecer no sobrevivieron testigos. De todos los nombres citados por él, no se había encontrado constancia.

Sin embargo, los dirigentes de la familia Caesaris habían continuado hablando de él, en el límite del entusiasmo, como de un joven digno de las mejores ocupaciones, incluso en la secretaría imperial. Tiberio, que no admitía a nadie a su servicio directo sin evaluarlo él mismo, lo había llamado, hecho interrogar por el intendente, había escuchado las respuestas y no había dicho una palabra. Jamás, en toda su vida, había dedicado tanto tiempo a un esclavo. Su instinto le había sugerido que era un regalo envenenado. Se había acordado de un poeta antiguo: «Pequeñísima y brillante es la víbora que se desliza fuera del huevo».

Había dudado entre enviarlo a una propiedad suburbana o cederlo a un patricio, pero el instinto le había sugerido de nuevo que no era un cerebro que conviniera dejar sin vigilancia. Había sentido el impulso de hacerlo matar directamente. Percibía la mente de ese joven, que ante él, el emperador, seguía manteniéndose viva y fría, sin muestras de desaliento. Dada su condición, era casi admirable. Había decidido permitirle vivir, relegado a tareas inferiores y humillantes que permitirían descubrir su verdadera identidad.

El cultísimo esclavo se hallaba perdido en los recovecos de Villa Jovis. Pero —puesto que, como decía Zaleucos, los dioses juegan con el destino de los hombres— su nombre reapareció aquel angustioso día mientras Cayo intentaba obligarse, haciendo un esfuerzo tan grande que le parecía gritar, a no buscar noticias, marcharse de allí, encerrarse en su habitación.

—Calixto dice —susurró Helikon— que Sertorio Macro llegó anoche para informar. Me ha pedido que te lo haga saber todo, y te ruega que te acuerdes de él el día que puedas.

Druso había estado encerrado en aquella prisión más de dos años y nunca había estado solo: espiado, asediado continuamente por carceleros que debían obtener información sobre sus amistades, sus planes y, sobre todo, aquel diario. El diario finalmente lo habían encontrado, o le habían obligado a decir dónde estaba escondido, y había acabado en manos de Tiberio.

—Está aquí, en alguna habitación de la villa.

El diario no aparecería nunca.

En ese momento bajó con lentitud por la escalinata, desde los pisos superiores, el poderoso prefecto de las cohortes pretorianas, Sertorio Macro, el hombre que en medio día había destruido a Sejano y pocas horas antes atajado la revuelta de los romanos. Era alto, fuerte y vulgar; llevaba el pelo corto, al estilo militar. A medida que él bajaba, los augustianos de guardia se ponían firmes conscientemente, con las mandíbulas apretadas entre los cubremejillas del casco y la mirada fija en el horizonte.

Él andaba sin mirar, pisando firmemente los anchos peldaños de mármol con los pesados zapatos, pero debía de haberle visto desde lejos, porque se acercó a Cayo César aminorando deliberadamente el paso y, mirándolo, le dirigió un largo, inesperado e intencionado saludo. No pasaba nadie por allí; nadie lo vio.

Unos días más tarde, en los pasillos, las estancias y las infinitas escaleras de Villa Jovis corrió la voz entre funcionarios y esclavos de que Tiberio, alarmado al ver que su amigo Coceyo Nerva, el célebre jurista, no hacía acto de presencia, había mandado en su busca. Habían llamado a su puerta preocupados, porque unas noches antes Nerva había dicho al emperador: «Estoy cansado de vivir». La gélida y tremenda frase había sido pronunciada —y no se sabía qué había podido inspirarla—, un tibio y perfumado ocaso en la soberbia exedra de Villa Jovis, por un hombre que gozaba de una excelente salud y del más alto favor imperial.

Habían derribado la puerta y encontrado al docto e incorruptible jurista tendido boca arriba en la cama. Pero las muñecas colgaban inertes por los bordes, con las venas cortadas, y la sangre había formado un enorme charco sobre el mármol. Sobre la mesa había una nota brevísima: «Dejo esta vida, que se me ha vuelto insoportable».

La madre

Cayo cumplió en aquellos días veintiún años, y nadie se acordó. Él pensó que la autobiografía de Augusto empezaba, como una cita: «A los diecinueve años…». Y por la noche, en el silencio de la isla, se sentía encadenado.

Lo que siendo un niño había soportado pacientemente, ahora que era un hombre le resultaba insoportable. Su mente, su voz, hasta los músculos de su cuerpo querían liberarse sin ninguna prudencia, como un toro con la cabeza gacha embistiendo una valla. La blanda insolencia de los funcionarios y de los libertos le suscitaba pensamientos homicidas. Y cada vez era más difícil ocultar todo eso bajo una sonrisa de los labios secos, bajo los párpados entornados.

Unas semanas después, en octubre, todos los habitantes de Capri, desde el último barquero hasta Tiberio, se enteraron en un momento de que Agripina había muerto en su destierro de Pandataria. Pero nadie le dijo nada a Cayo. Él solo advirtió una alarmante agitación de voces susurradas: todos lo miraban, y en cuanto se acercaba, las conversaciones se interrumpían, los presentes se escabullían.

Finalmente pilló una frase al vuelo: «Solo tenía cuarenta y tres años»; y luego otra más cínica: «No pensaban que moriría». Inmediatamente dio media vuelta y, antes de que se lo anunciaran directamente, aterrorizado por la posibilidad de perder el control, trató de alejarse. Mientras caminaba, era como si apretara entre los dedos un hierro candente. La indignación y la furia eran tales que no veía nada. Su único pensamiento voluntario era petrificar la expresión de su semblante, dominar ese terrible impulso de matar, esconderse, esperar que llegara la noche.

Cuando murió Druso, la noche le había servido para llorar. Ahora se apretaba con las manos los músculos de los brazos hasta dejarlos lívidos; su mente construía imágenes de enemigos torturados que gritaban fuerte e inútilmente. Se refugió en la biblioteca, en un rincón donde no había luz suficiente para leer, pero no se dio cuenta. Alargó la mano al azar, cogió un volumen, volvió sobre sus pasos, consiguió llegar al pórtico, se dejó caer sobre el asiento de mármol.

No le quedaba saliva en la boca. Intentó decirse que estaba solo en la faz de la tierra y que ya no debía preocuparse por nadie. Ya no sufría nadie, cárceles e islas estaban vacías. Solo debía pensar en la venganza. Sentado allí, empezaron a temblarle las manos; con movimientos torpes, desató las ligaduras del volumen y desenrolló el primer trozo. No veía nada. No sabía cuál era su contenido.

De los pisos inferiores de la inmensa villa emergió aquel esclavo griego nacido en Alejandría que se llamaba Calixto. Iba vestido modestamente, de siervo encargado de los trabajos pesados, y de hecho estaba transportando un jarrón. Al llegar a la altura de Cayo César, se detuvo, dejó la carga como si tuviese dificultades para transportarla, la cogió de nuevo y, mientras se incorporaba, le dijo en griego, deprisa, con una voz metálica:

—Me he enterado de cómo han matado a tu madre.

Acto seguido atravesó el pórtico y desapareció por la puerta del fondo cargado con aquel inútil jarrón.

Cayo no dijo una palabra, miró a aquel esclavo marcharse y, con la sensación de que alguien más lo espiaba, bajó los ojos como si reanudara la lectura.

En el sittybos solo vio una palabra: «Calístenes». Un filósofo, o un naturalista, que había viajado a Oriente con Alejandro de Macedonia. Calístenes. Sintió náuseas. Dejó el volumen. Nunca más, en toda su vida, podría tener entre las manos una obra de ese autor. Cerró los ojos. Lo único que deseaba era un trago de agua. Siguió con los párpados cerrados. No era ni de día ni de noche, no había ni luz ni oscuridad, ni ruido ni silencio.

No lo buscaron. Más tarde llegó el joven Helikon.

—Estás temblando de frío —susurró. Lo cubrió con un ligero manto de lana.

Él abrió los ojos y le dijo:

—Tienes que buscar a Calixto.

Se quedó esperando hasta que Helikon regresó.

—Calixto dice que la caída de Sejano había dado esperanzas durante algún tiempo incluso a tu madre…, pero después, la muerte de Druso…

«Te han desgarrado el corazón, lo sé —pensó Cayo, mirando el suelo—. ¿Con qué crueldad te han dicho que tus dos hijos estaban muertos, si yo mismo, aquí, me he enterado de este modo?».

—Dicen que se ha dejado morir —susurró Helikon—. Rechazaba la comida.

«Ha escogido la muerte, lo sabía», pensó Cayo. El supremo valor romano, decir a los enemigos, al destino: «No me tendrás. Decido yo». Como aquel tímido escritor, Cremucio Cordo, al que habían encontrado muerto en su casa, silenciosamente, después de una semana.

Helikon echó una mirada hacia atrás y murmuró:

—Oyeron a Tiberio gritar: «No debe morir ahora, inmediatamente después de Druso». Intentaron alimentarla a la fuerza. —Le costaba hablar—. Y el centurión de guardia la hirió en la cara. Cayo levantó la cabeza, abrió sus ojos claros y dijo:

—Intenta averiguar su nombre.

Helikon encontró su mirada y sintió miedo.

—Calixto me ha pedido que te diga —se apresuró a contestar— que ese hombre no se te escapará. Tiberio ha ordenado que lo dejen defendiendo Pandataria porque así no podrá hablar con nadie de esto.

Cayo se levantó y comenzó a andar bajo el pórtico.

—Es mejor que te vayas —le dijo a Helikon.

Del mar occidental llegaba un viento frío. Cayo caminaba arriba y abajo azotado por ese viento, ajustándose la capa. Pensó que debía sobrevivir a toda costa. «Si mi vida acaba, nadie se vengará de todo esto». Y resurgían las palabras de Druso: «Nadie sabrá nunca lo que ha sucedido realmente». Llegó hasta el fondo del pórtico, giró sobre sus talones, volvió atrás. En su rostro se había formado una sonrisa vacía, sin sentido y sin objeto. Pasó entre los cortesanos y vio que lo miraban con estupor. Se dirigió a su habitación. Llamó a un esclavo y pidió la cena.

«Non damnatione matris, non exilio fratrum rupta voce», escribiría Tácito. «Ni un lamento por la condena de su madre, por la ejecución de sus hermanos».

Durante unos meses, Tiberio solo apareció ante él fugazmente y de lejos. Recorría todos los días aquel criptopórtico para bajar a las termas, pero parecía que le hubiera leído el pensamiento a Cayo: su escolta era más compacta y cercana, insalvable. Cayo se sentaba al fondo de la galería y esperaba el momento fugaz de esos pocos pasos lejanos. Tiberio caminaba siempre un poco por delante del séquito, sin hablar y sin volverse. Alto, encorvado, manos fuertes. Solo. ¿Qué fuerzas, qué demonios desataba el poder? ¿Qué sentía el que podía manejarlo?

Lo seguía presuroso, para la audiencia de todas las mañanas —menudo, ralos cabellos grises—, el astrólogo Trasilo, que acompañaba a Tiberio desde los años del exilio en Rodas. Iba siempre envuelto, incluso en verano, en un pallium de lana grisácea. «Es por el frío que coge de noche consultando las estrellas», ironizaban algunos. Pero le temían. Él hacía como que no veía a nadie, vivía en una hierática soledad, aunque sin duda era el hombre que conocía todos los secretos del imperio, y antes que cualquier otro. Influía poderosamente en las decisiones imperiales por las vías más irracionales de la psique, pero tan en secreto que nadie podía citar una decisión inspirada por él. Y decían que pasaba horas en su inaccesible estudio, lleno de papiros antiguos, mapas celestes y constelaciones, realizando complicados dibujos, planos y cálculos.

Años atrás, cuando su poder aún no se había consolidado, alguien le había preguntado riendo cómo podían influir los astros en las acciones de los humanos. Y él había respondido: «Eres idiota si crees que, con lo pequeño que eres, no actúan sobre ti las relaciones entre los miles de misteriosos cuerpos celestes que se desplazan sobre tu cabeza, cuando el paso de un solo cuerpo, la luna, mueve con las mareas todo el profundísimo mar, desde aquí hasta las Columnas de Hércules».

Una hora más tarde, Tiberio salía de las termas, subía de nuevo e iba a tumbarse a la exedra, el punto más inaccesible de la villa, sobre un vertiginoso acantilado, el sitio donde, sintiéndose la espalda protegida por el abismo, llegaba incluso a dormirse.

Y eso que contaban que un pobre pescador, de excéntrico temperamento napolitano, había conseguido escalar por la pared de roca hasta allá arriba, escapando a la vigilancia, y saltar a la terraza para ofrecer con orgullo al emperador el más espléndido sparus auratus —es decir, una dorada— que se hubiese pescado jamás en aquel piar. Y Tiberio lo había hecho matar inmediatamente para que no revelase a nadie el camino descubierto.

Años más tarde, Cayo confesó haber cedido al impulso de vengar a los suyos, haber visto por primera vez desierta y sin vigilancia la escalera de servicio, haber llegado increíblemente con un cuchillo, eludiendo a los guardianes, hasta un paso de Tiberio, y haberse detenido absurdamente y bajado el arma ante el viejo dormido.

Había bajado aquella escalera insólitamente vacía y había arrojado el arma a las profundidades por una ventana, con vergüenza y alivio. Y en el último peldaño se había encontrado inesperadamente con Sertorio Macro, que lo había saludado en silencio, sin hacer preguntas.

Dos días después, llegó Helikon y susurró:

—Cuentan que una mujer importante de Roma se ha suicidado. Calixto dice que tú la conoces; se llamaba Plancina. —Pronunció ese nombre con dificultad, con su acento extranjero, pero en los oídos de Cayo sonó como el rugido de una cascada: era la esposa de Calpurnio Pisón, la amiga íntima de la Noverca, la mujer que, en Antioquía, había escondido en su casa a la envenenadora siria.

Cayo permaneció un momento en silencio y luego preguntó:

—¿Por qué se ha matado?

La sensación que lo recorrió por dentro al pronunciar aquella palabra era indescriptible.

Helikon miró ingenuamente alrededor.

—Llegó una carta aquí, a las manos del emperador. Nadie pudo leerla, pero lo que había escrito era tremendo. Dicen que el emperador gritó solo, encerrado en su habitación.

Cayo no hizo ningún comentario, sugirió a Helikon que se marchara, fue hasta el fondo del pórtico, miró el mar, en dirección a aquella isla que no era posible ver. En cambio, veía en su mente la pequeña mesa de ébano, marfil y bronce, las manos de Antonia con las pesadas joyas, la hoja de papiro con el texto cifrado. «Nos has vengado tú», dijo en voz baja, como si ella estuviese tan cerca que pudiera oírlo.

Cambio de estrategia

Pasados unos días, Tiberio lo convocó. Una llamada de Tiberio era siempre un momento de irreprimible alarma. Lo guiaron hacia la gran exedra con columnas adonde había subido el día de su llegada. Él acudió, inconsciente de que su cuerpo caminaba, sintiéndose fríamente preparado para la idea de la muerte, casi esperando que fuese sin emociones e inmediata. Pero en el mismo momento el cortesano que lo guiaba le sonrió, y la sonrisa no tenía nada que ver con la idea de la muerte.

Tiberio lo observó acercarse. Cayo buscó su mirada; bajo los párpados hinchados, era inaprensible. En el mismo instante, el emperador tenía casi la misma sensación: el joven que había sobrevivido a la matanza de su familia era indescifrable, o estúpidamente inconsciente, o fuerte y listísimo. Pero, en cualquiera de los dos casos —había pensado durante la noche el emperador—, ese muchacho era el único instrumento posible para su nueva estrategia.

Porque, ahora que Tiberio estaba envejeciendo, una estrategia nueva era indispensable. «Esos seiscientos lobos que se juntan en la Curia», los senadores, se daban cuenta perfectamente de que la respiración del poderoso jefe de la manada se había vuelto jadeante. «Lo sé, intentan darme una dentellada en el cuello», pensaba Tiberio, revolviéndose en su cama solitaria.

Pero de ese resentimiento había surgido, de pronto, una idea sublime, la única que podía unir a todos los populares y a un amplio sector de los optimates en una sumisa y feliz mayoría: casar a la única hija del senador más poderoso de los optimates, el riquísimo Junio Silano, con el único hijo vivo del envenenado Germánico.

Cayo se acercó al emperador, se detuvo, se inclinó para coger el borde del manto y rozó la púrpura con los labios, en silencio.

Tiberio, por su parte, observó en silencio la refinada cadencia de sus gestos. Después dijo:

—El senador Junio Silano tiene una hija. Te casarás con ella.

Y mientras lo decía, sintió el alivio de haber conseguido echar, en medio de aquella manada de lobos, un suculento bocado: un cordero.

Cayo se quedó literalmente petrificado de perplejidad. Enseguida pensó que no se concierta un fastuoso matrimonio para alguien al que se tiene previsto matar. Toda la vida de su cuerpo despertó. Entretanto, Tiberio, con los ojos enrojecidos y semicerrados, lo miraba, atento a su reacción. Sorprender a sus interlocutores en los primeros instantes de indefensión era una vieja habilidad suya.

Y Cayo, mientras trataba de comprender qué escondía aquel plan, se limitó a preguntar:

—¿Cómo se llama?

El semblante de Tiberio reflejó la desilusión producida por aquella pregunta infantil.

—No lo sé —respondió con despreciativa indiferencia.

Pero después lo asaltó de nuevo su desconfianza patológica; esperó que el joven dijese algo más, y su silencio le parecía amenazador.

Los pensamientos de Cayo desfilaban, confusos, a gran velocidad. Tiberio no había sentido jamás compasión por nadie, y a buen seguro tampoco la sentía por él, pese a que le regalara aquella boda importantísima y misteriosa. Se percató —una mirada furtiva— de que a cierta distancia detrás de Tiberio estaba de pie, como un testigo, el enigmático Sertorio Macro. De pronto intuyó que las feroces luchas entre los senadores y su excelente matrimonio estaban estratégicamente vinculados. Tiberio había dicho una vez que presentarse en la Curia Julia, entre los senadores reunidos, era peor que caminar de noche por el bosque de Teutoburgo, y de hecho hacía años que no iba. Y ahora, después de tantas masacres, de repente él, Cayo César, le era necesario a Tiberio y su vida era intocable.

Sofocando los sentimientos triunfales en un mórbido autocontrol, Cayo dio las gracias al emperador por haber pensado en él como un padre y declaró que estaba encantado de obedecer. El emperador no contestó; sus labios se estiraron: se había tranquilizado.

La adolescente Junia Claudila

Así fue como el veinteañero Cayo César bajó después de muchos meses al puerto de Capri, embarcó y puso pie en tierra firme en Antium. Y al día siguiente, con una gran fiesta, en la villa costera que después se diría que había sido de Nerón —en realidad, la familia imperial poseía en el litoral y en las islas del Tirreno Medio una serie de grandiosas residencias: Antium, Astura, Spelunca, Baia, la isla de Pontia, Miseno, Pausilipo, Capri—, se casó con la adolescente Junia Claudila, hija del gran senador Junio Silano. Y este, nada más verlo, le recordó que, de pequeño, había sorprendido a todos hablando con elegancia en griego el día del triumphus de Germánico.

—El destino estaba escrito —dijo, y parecía paternal.

Aquella boda imprevista levantó un cálido entusiasmo popular. Un cortejo de senadores y matronas se trasladó desde Roma, la gente adornó las calles, todos dijeron que la esposa era una deliciosa joven virgen y el esposo un apuesto muchacho en el que los dioses parecían haber modelado de nuevo la seductora juventud de Germánico. Tiberio, que había permanecido atrincherado en Villa Jovis, celebró secretamente su sagacidad. Después de tanto tiempo, Cayo vio a sus hermanas, convertidas ya en irreconocibles mujeres, con sus odiosos y viejos consortes. Se dio cuenta de que también ellas —salvo la querida Drusila, que se apresuró a abrazarlo— lo miraban casi sin reconocerlo y, temiendo palabras imprudentes, se permitió solo un saludo formal. Y como el júbilo popular había parecido excesivo a algunos cautos optimates, Cayo aplacó temores y sospechas con la tímida e insustancial dulzura de sus silencios, sus sonrisas y sus infantiles respuestas.

En realidad, su matrimonio era fruto de un plan más complicado de lo que parecía, pues mientras que Tiberio creía dominar a los senadores, el senador Junio Silano creía sostener indirectamente el imperio. Los dos sentían, por lo tanto, la prisa acuciante de ver nacer, en el mínimo tiempo indispensable, al heredero imperial. Así pues, se abrió para los esposos la pequeña pero suntuosa villa situada en el lugar actualmente llamado Torre Astura, a unas millas de Antium.

«Encerrarlos allí dentro a los dos solos, sin distracciones», había pensado Tiberio. Y Silano, una vez provista la villa de todas las comodidades posibles, mandó a la experta nodriza de la esposa adolescente para que estuviera atenta a lo que sucedía en aquellos delicados días.

La joven esposa era bastante tonta, no muy guapa y un poco frágil. La nodriza le había dado mil consejos. Y cuando fueron cerradas con la necesaria solemnidad las puertas, muchos se inventaron humoradas sobre la noche de bodas entre aquella inexperta y temerosa adolescente y aquel confuso joven cuya mirada se perdía en los libros.

Sin embargo, tras las puertas cerradas, el joven que se acercaba a su inmadura esposa, conduciéndola al suntuoso lecho preparado por la nodriza, tenía en mente un solo y terrible pensamiento: que estaba destinado a vivir o a morir según lo que sucediera en las siguientes noches. Su supervivencia dependía de los sueños dinásticos de su ambicioso e incontenible suegro. Toda Roma esperaba, de él y de ese cuerpo cuyos banales atractivos iba descubriendo, el heredero del imperio. Y lo esperaba enseguida, antes de que el viejo emperador muriese.

Y puesto que entre él y aquella adolescente no había habido un solo instante de amor, Cayo recurrió a su imaginación para vencer los descorteses pudores de ella, mientras bajo las ventanas se oía el murmullo del mar y él se inspiraba en las artes de las refinadas esclavas de la domus de Antonia.

A la mañana siguiente, al entrar con decisión en la cámara nupcial, la nodriza vio el feliz desorden de la cama, la perezosa sonrisa de Cayo y la mirada nueva de su pequeña Claudila. Sonrió y mandó disponer lo necesario, y fieles esclavas diligentes y avispadas invadieron la estancia. Todos sonreían: los augustianos de guardia en el muelle y los marineros que se desplazaban con sus pequeñas barcas a lo largo de la costa; la experta nodriza soñaba para sí misma una vida en el Palatino si el heredero imperial se daba prisa en nacer, y contaba las semanas y estaba pendiente del ciclo de la luna. Y apremiada a su vez por el senador Silano, se volvió cada vez más intrigante y ansiosa, mientras Cayo, soportando con sonrisas cómplices su presencia, se dedicaba a su esposa con todos los juegos posibles, y Claudila reía, y su risa llenaba la villa.

Hasta que un día, mientras descansaban en el triclinio, en la roca transformada en una pequeña isla unida por un delicado puente a la villa, en tierra firme, y sede cotidiana de sus juegos ya sin pudor, y el cuerpo menudo de la esposa —que, renuente hasta la grosería el primer día, ahora sonreía con triunfal impudicia— estaba entre sus brazos, y la nodriza preguntaba benévolamente qué deseaban para comer, Claudila dejó de reír, miró perpleja a la nodriza, presionó con la mano entre los pequeños pechos desnudos y murmuró que tenía náuseas. La nodriza se acercó corriendo, cubrió prudentemente con un pañuelo la boca de Claudila y esta tuvo una pequeña arcada, solo una, pero que valía el imperio.

La nodriza dirigió a Cayo una mirada cargada de significado, cogió entre dos dedos un pecho de Claudila y apretó el pezón. Y del pezón salieron unas gotas de líquido lechoso.

—Mira —dijo la nodriza a Cayo—, esto eres tú.

Cayo se incorporó apoyándose en un codo, se inclinó sobre aquel pecho y lo besó con dulzura: fue el único gesto totalmente espontáneo de aquellos días. Le quedó en los labios un sabor lechoso y ácido.

—Te felicito —le dijo solemnemente la nodriza— y te felicita toda Roma.

No sabía con qué alivio eran recibidas sus palabras.

Cayo se puso en pie. La nodriza miró su joven cuerpo desnudo. Siguiendo un impulso, saltó a la orilla. Su esposa contempló con languidez su espalda fuerte, sus caderas estrechas, sus pantorrillas, en cuyos músculos se veía la señal curva de las largas galopadas infantiles. Con el agua a la altura de los tobillos, él se volvió bajo el sol para saludarla y se zambulló en el mar.

La nodriza anunció que la esposa estaba embarazada, lo que provocó el entusiasmo general. Junio Silano recordó a los senadores que se congratulaban de la noticia que él pertenecía a una antigua, fuerte y fecunda estirpe romana. Tiberio observó con ironía entre sus escasos amigos, que el joven y quizá inconsciente marido procedía también de una familia en la que, durante una decena de años —como todos recordaban—, Julia y Agripina habían concebido un hijo cada doce o trece meses.

Sin embargo, abandonándose a él en aquella villa tan refinada que parecía irreal, la pobre chiquilla no sabía que entre todos le estaban dejando pocos meses de vida.

«El niño ha intentado nacer antes de tiempo», sentenció el médico. Pero ella, demudada, incapaz de entender lo que estaba ocurriendo, en los intervalos entre los gritos cada vez más débiles y jadeantes, suplicaba a todos, a los médicos impotentes, a las expertas comadronas con las manos inútilmente ensangrentadas, a los sacerdotes que la rociaban con brebajes mágicos murmurando fórmulas escritas por los etruscos seis siglos antes. El último recuerdo de ella fueron sus ojos aterrorizados y su mano, bañada en sudor que se estaba helando, que Cayo estrechó y soltó y que lo atrapó, se le agarró, no se despegaba, hasta que de pronto se abrió, en un enésimo grito, y Cayo huyó al muelle en la noche mientras una parte de él, su primer hijo, moría asfixiado dentro de ella.

—Ya no oigo su corazón —fue a susurrarle desesperado el médico, que con uno de sus instrumentos sobre el vientre hinchado de ella, había escuchado el latido de aquella otra pequeña y egoísta vida que intentaba liberarse.

Ella murió mientras Cayo miraba cómo la noche se alejaba despacio del cielo en el mar occidental; en el mismo momento, la animula de ella, pequeña necia inocente, caía en la oscuridad. ¿Qué dioses, como sugerían los sacerdotes, la recibirían y la cogerían de la mano para hacerla cruzar el terrible río subterráneo hasta la otra orilla? Meneó la cabeza: no había ni ríos ni dioses esperando en aquella oscuridad. Y ella, por culpa de aquellos despiadados planes de poder, no había llegado a los quince años. Sintió náuseas.

El padre de ella, Junio Silano, no lloró; no porque fuera un viejo y fuerte senador, sino porque estaba furioso por el poder que había perdido. Había puesto todas sus esperanzas en aquel matrimonio y en el heredero que nacería, había arrastrado en esos planes a la mayoría de los senadores, y ahora ya no era el tutor de Cayo y lo miraba con odio.

Los médicos, que después de muerta le abrieron el vientre, dijeron que era un precioso varón. Habría podido convertirse, quién sabe cuándo, en emperador. Todos fueron a verlo cuando, lavado y peinado, la pequeña boca entreabierta en busca del aire que no había encontrado, fue depositado junto al cuerpo martirizado de su inútil e inocente madre en la suntuosa pira bañada en perfumes.

—Había pensado llamarlo Antonio César Germánico —dijo bruscamente Cayo, sorprendiendo con esa elección a los que escuchaban.

Se preguntó si podían haberse formado embriones de pensamiento en aquella cabecita. «¿A qué mente se habría parecido la suya? ¿A la impulsiva, sanguinaria, autodestructiva del generoso Marco Antonio? ¿A la límpida, ecuánime, tranquilizadora de Germánico?».

El viejo Tiberio, en Capri, no dijo nada. Quizá ni siquiera se sentía demasiado decepcionado, pues también él, en unos meses, había advertido con fastidio el alcance del celo ambicioso y la injerencia del senador Silano.

El senador, en efecto, miró largo rato en la pira realmente imperial el humo de su poder perdido. No soplaba viento alguno y la hoguera tardó en consumirse un tiempo insoportable. Sertorio Macro también miraba, más ceñudo de lo que correspondía a su papel, pues aquella boda había sido maquinada por él; y aquel niño muerto —sacrificando a la madre, quizá se pudiera salvarlo, había dicho demasiado tarde aquel incauto médico— habría sido, en sus manos y las de Silano, el precioso heredero de Augusto, de Marco Antonio, de Germánico, incluso de Julio César, en sucesivos decenios.

La pira se consumió y la apagaron. Las cenizas de lo que había estado allí encima fueron diligentemente guardadas en una urna de bronce, todavía tibias, indisolublemente unidas. Y al día siguiente Tiberio reclamó la presencia de Cayo en Capri. La protección se había desvanecido; el futuro era totalmente imprevisible.

Las estancias secretas

En la teatral y helada grandiosidad de Villa Jovis, Tiberio desaparecía cíclicamente, durante horas o durante días, en refugios inaccesibles. Mensajeros, embajadores, tribunos, prefectos y procónsules esperaban en tierra firme que él enviase la señal para recibirlos.

La villa, en esos períodos, era invadida por murmuraciones y un inquieto nerviosismo. Galerías secretas, decoradas con pinturas claramente pornográficas; refinados códices en los que las invenciones explícitamente eróticas de Elefantis —la escritora más imaginativa y desinhibida de aquellos siglos— estaban asimismo explícitamente ilustradas; y el lecho en el que destacaba el célebre y escandaloso cuadro de Atalanta y Meleagro, que había costado —se exageraba— un millón de sestercios; y pequeñas salas, donde unos pocos privilegiados se reunían para asistir a los juegos eróticos colectivos de jovencísimos esclavos; y una caprichosa piscina excavada en la roca, con la profundidad estrictamente necesaria para que chapotearan los niños. «Está bañándose con sus pececillos», decían, riendo morbosamente, los cortesanos. Y alguien suavizaba con hipocresía los relatos diciendo que lo mismo habían hecho Sócrates, y luego Platón, y Alcibíades, y Alejandro.

Tiberio era ya un viejo y desesperado pederasta, se decía, incapaz de liberarse de otro modo de su retorcido pasado. Su decadencia física avanzaba. En su vicio, se volvía cerebralmente contemplativo; con exasperación que rayaba en la angustia, buscaba visual y mentalmente estímulos que poblaran su inerte soledad. Ordenaba a sus jovencísimos compañeros que representaran ante él los más licenciosos y perversos mitos de la antigüedad. «La cultura siempre sirve para algo», había comentado alguien. Pero el juego resultaba cada vez más pesado y decepcionante, y él no renunciaba porque no le quedaba casi nada más para sentirse vivo.

Aquellos muchachos aparecían de repente, caprichosamente acicalados, con los personajes —griegos o sirios en su mayoría— que controlaban sus idas y venidas, y eran engullidos en esas estancias; e igual de repentinos eran los embarcos de los que se marchaban. «Las sphintriae de Tiberio», comentaban los marineros. Y puesto que unas costumbres escandalosas constituyen una lectura bastante más satisfactoria que una minuciosa genealogía imperial, además de ser una poderosa arma del odio, célebres escritores de siglos sucesivos no encontraron nada mejor que esos comentarios de la Subura[1] para describir, en sus solemnes libros, las escenas que en realidad nunca habían visto.

La borrachera de Herodes

Uno de aquellos días, mientras Cayo estaba sentado en el pórtico y Helikon le preparaba los códices, pasó deprisa, y de forma totalmente inesperada, el prefecto de las cohortes pretorianas, Sertorio Macro. Había llegado de Roma a Miseno con una de sus veloces galopadas, recorriendo decenas y decenas de millas y deteniéndose solo para cambiar los caballos exhaustos; luego había embarcado en la rápida liburna de los correos imperiales y se había hecho llevar a toda marcha a Capri. Desapareció en los aposentos privados de Tiberio. Y no se vio a nadie más.

En cambio, poco después apareció, bajando de forma inesperada precisamente aquella reservadísima escalera, el esclavo Calixto, aquel al que Tiberio había relegado a las peores tareas. Llevaba ropa nueva y limpia. Pasó por delante de ellos atareado, como si no viese nada, pero había visto que no había nadie más y se detuvo en seco. Susurró que el joven Herodes, príncipe de Judea, rehén desde hacía años en casa de Antonia, había sido encarcelado.

—Estaba borracho, y dijo en público que espera que llegue pronto el día en que tú, Cayo César, ocupes el lugar de Tiberio.

Meneó la cabeza y se marchó.

Cayo, en silencio, devolvió a Helikon el codex que estaba consultando. La noticia era aterradora; y debía de haber llegado hasta Tiberio a través de Sertorio Macro. A lo largo de toda aquella sucesión de salas, nadie asomaba la cabeza. Pasó la tarde. Cayo estaba sentado con los ojos cerrados, sintiendo el sol en los párpados. Helikon ponía los libros en los estantes con silenciosa diligencia.

Cayo revivía la época del pabellón al fondo del jardín de Antonia, de la música, los perfumes, las tenues luces por la noche, los jóvenes cuerpos desnudos que se abandonaban al desenfreno, la voz de Roimetalkes. No había sido un pacto con los improbables dioses de Tracia, como habían contado Polemón y Herodes, ahora encadenados en el horrible Tullianum. «No existen dioses en este cielo que se preocupen de mi futuro». La estúpida causa de su ruina había sido una salvaje evasión.

No se volvió a ver a Calixto. El sol se puso, el mar se volvió tenebroso, el aire casi frío. Sí apareció, en cambio, bajando pesadamente la escalera, el prefecto Macro. Cayo César abrió bien los ojos; se dio cuenta de que el temible prefecto lo había visto antes de que él reparara en su presencia, mientras estaba desprevenido.

Sin embargo, también en esta ocasión Macro, al pasar por delante de él, cambió su prisa brutal por una ostentosa calma. Lo miró y dijo:

—Cuando vuelva, me gustaría encontrar un poco de tiempo para hablar.

Acto seguido se fue. Cayo pidió a Helikon que cerrara la biblioteca y se refugió en sus aposentos. En el tiempo que el sol había tardado en ponerse, habían sucedido cosas que podían cambiar radicalmente el futuro. Durante días, fingiendo no saber nada de la detención de Herodes, Cayo creyó, cada vez que oía voces en los pasillos o ruidos al otro lado de su puerta, sobre todo por la noche, que iban a prenderlo. Al mismo tiempo, de cada liburna de los servicios imperiales que entraba en el puerto, esperaba que desembarcase el prefecto Macro. Pero no sucedió nada. Al final, empezó a confiar en que Tiberio lo considerase realmente demasiado idiota para participar en cualquier tentativa de conjura.

Lo que había sucedido, en cambio, era que Trasilo, el silencioso astrólogo de Rodas envuelto en el viejo pallium gris, había anunciado misteriosamente —y con un gran sentido de la oportunidad— a Tiberio:

—He leído en los astros que Cayo no será nunca emperador.

—¿Estás seguro de lo que has visto? —había mascullado Tiberio.

Trasilo, riendo, había respondido con una frase que recogerían los libros de historia:

—Para ese muchacho, es menos probable convertirse en emperador que atravesar a caballo las aguas del golfo, desde el puerto de Puteoli hasta las costas de Baia.

Y de ese modo le había salvado la vida. De todas formas, Cayo aún no lo sabía, ni imaginaba lo mucho que había influido en aquella profecía la llegada precipitada de Sertorio Macro.

La situación debía de haberse calmado también en Roma, porque el joven Herodes continuaba en la cárcel, encadenado pero vivo, y no se anunciaban procesos.

—Lo ha dejado vivir por el momento. Ha dicho que no quiere encender los ánimos en Judea —susurró, evolucionando por la biblioteca, Calixto, que después de años condenado a servicios humillantes estaba ascendiendo con rapidez en la escala jerárquica sin que el ya enfermo Tiberio estuviese al corriente.

De repente, Cayo respiró hondo. «¿Cómo se habrá enterado este? —se preguntó—. ¿Y por qué viene a decírmelo?». Calixto salió como una sombra, sonriendo.

Al día siguiente, con mensajes secretos y bastante menos secretas intervenciones de Sertorio Macro, Tiberio utilizó su influencia a fin de que los senadores eligieran a Cayo para la altísima magistratura de cónsul. En el antiguo ordenamiento de la República, había dos cónsules, que ocupaban el cargo doce meses. Pero con frecuencia se había reelegido a una persona, y más de una vez, y hasta varios decenios, como en el caso de Augusto. Podía convertirse en un cargo vitalicio.

A Cayo César se lo comunicó, con una cauta y servil sonrisa, un funcionario, y él se quedó sin habla. Trató de desentrañar los pensamientos que habían originado la decisión de Tiberio. «Están tejiendo una trama a mi alrededor. Y yo, encerrado aquí, no me entero de nada». No obstante, estaba seguro de que su elección calmaba a los ingobernables populares y al mismo tiempo impedía a algún peligroso enemigo ocupar aquel puesto neurálgico. Pero sobre todo significaba que en marzo se marcharía por fin de Capri y, con la gloria de aquel nuevo poder, iría a Roma, adonde durante años no lo habían dejado volver. Obedeciendo a un impulso, preguntó al funcionario si podía dar las gracias al emperador. Este respondió, sin dejar de sonreír, que el emperador estaba cansado y había pedido —no ordenado— que lo dejaran reposar.

En realidad, los cortesanos decían que Tiberio pasaba horas y horas recostado en la exedra o en la sala, inmóvil, con una manta o algún escrito abandonado sobre las rodillas, mirando el mar. Estaba cansadísimo, susurraban, estaba perdido en la soledad. Dormitaba largos ratos. Cada vez se quedaba más a menudo en la cama, en sus aposentos, hasta muy tarde, incluso hasta el atardecer. Como mucho, se levantaba a la hora del crepúsculo, se acercaba a mirar el sol en el horizonte y volvía. Un día, Cayo César, al saludarlo en silencio, encontró una mirada suya demasiado larga; quizá quería un contacto, intentaba hablar. De hecho, aminoró el paso, se detuvo un instante. También Cayo se detuvo.

En realidad, Tiberio, cansado de su vida, estaba pensando que aquel joven había sobrevivido a algo más terrible que atravesar de noche el bosque de Teutoburgo. En su mente nacían exhaustos sueños de paz; los mismos sueños que habían impulsado a Augusto, en la vejez, a desembarcar en la isla de Planasia, donde estaba confinado su joven nieto Agripa Póstumo, para abrazarlo y llorar con él. Tiberio pensaba, con inerme horror retrospectivo, que había necesitado toda la vida para conocer la feroz esterilidad del poder. Miraba a Cayo, pero este no logró ni siquiera despegar los labios. Tiberio prosiguió su camino despacio, arrastrando los pies hinchados.

La última noche de agosto

Capri recibía muchos vientos, que azotaban Villa Jovis. Vientos oscuros que llegaban por la noche del mar y removían el agua alrededor de las escolleras.

Llegó la calurosa noche de su vigésimo cuarto cumpleaños, la última de agosto, y ninguno de los muchos vientos de Capri soplaba alrededor de las rocas de la isla. El mar estaba tan plano y negro que, ni siquiera asomándose, se oía el menor ruido procedente de los escollos.

Cayo se despertó y empezó a conversar mentalmente con su madre, muerta y mal enterrada en aquella otra isla más pequeña donde no le estaba permitido a nadie desembarcar. Su mente giraba en torno al fantasma, al humo en que ya se había disuelto el recuerdo de los ojos, del porte, de la voz de ella. Habían pasado siete años desde que la había visto alejarse entre los pretorianos, después de haberse echado sobre los hombros un manto ligero.

Abrió los ojos; estaba amaneciendo. Helikon entró sigilosamente en la habitación.

—No dormías —constató con dulzura nada más mirarlo—, ni siquiera esta noche.

Él se sentó en la cama sin contestar. Estaba realmente cansado. Helikon llevaba una botella con un líquido oloroso y se puso a masajearle la nuca, las vértebras y los hombros moviendo los dedos con delicadeza.

—Aquel sacerdote de Sais decía que buscar el perfume de las flores que brotaron el verano anterior solo produce dolor —susurró—. Nacen otras flores.

Él se levantó y dijo:

—Quiero ir al mar ahora mismo.

Helikon se asustó.

—Tienes prohibido salir sin la autorización imperial.

Él sonrió.

—Creo que no me detendrá nadie.

—Espera —suplicó Helikon.

Pero él ya había cogido una fina túnica de lino y había salido.

Bajaron al mar por la larga rampa secreta de la villa y nadie los detuvo. Los vigilantes, sin decir palabra, abrieron la verja que durante todos aquellos años había sido imposible traspasar. Ante el minúsculo puerto, el mar del amanecer estaba serenamente liso. El esclavo nubio llevó remando la pequeña barca hasta la angosta entrada de la famosa gruta cuyas aguas estaban bañadas por una inexplicable luz azul. Los poetas escribían que allí, entre los escollos, habían visto divinidades acuáticas de cabellos chorreantes que la fosforescencia revestía de escamas, como la cola de las sirenas.

Se agazaparon en el fondo de la barca porque la marea todavía estaba alta y la entrada se abría casi rozando el agua. Con un experto movimiento de remos, la barca se deslizó bajo la bóveda y penetró en la cueva, dejando atrás el reflejo del sol. Sus ojos se llenaron de luz azul; el silencioso nubio levantó los remos y de las palas cayeron gotas plateadas. La barca detuvo su avance junto a una roca.

Cayo y el joven Helikon saltaron a la roca y se desvistieron. Sus cuerpos se deslizaron desnudos en el agua fosforescente, su piel mojada se volvió fosforescente y azul. Se movían dentro de aquella luz, subían a las rocas con los miembros chorreando, se zambullían de nuevo en el agua, abandonándose sin nadar, se miraban y jugaban evolucionando lenta y sensualmente. Luego subieron a las rocas y se tendieron para mirar la marea que se retiraba despacio, dejando sobre la piel regueros de plata.

Cuando regresaron y llegaron al pórtico de la biblioteca, Cayo vio que Sertorio Macro, el omnipotente prefecto, había vuelto de Roma y estaba sentado solo, sin escolta, a la sombra. «Está esperándome», pensó, y se preguntó quién le habría sugerido a Macro que esperase en aquel lugar. Llegó a su altura, sonrió y se sentó a su lado.

—Ha hecho una noche muy calurosa —dijo.

—Yo nací lejos del mar, en montes donde el hielo resiste muchos meses —dijo Sertorio Macro—. ¿Sabes dónde? —Cayo le dirigió una mirada interrogativa—. En la fortaleza más poderosa que existe desde Sicilia hasta los Alpes: Alba Fucense, el corazón de los Apeninos. Crecí entre los legionarios de la Cuarta y de la Martia, constantemente rodeado de armas. Tú naciste a orillas del Rin; sabes lo grande que es un castrum. Alba Fucense tiene una muralla de cuatro millas de longitud, y en la cima está el arx, que es inexpugnable.

Cayo lo miraba.

—Tú has visto en el Rin y en Asia a los enemigos de Roma —añadió Macro—. Yo he visto en la cárcel de Alba Fucense cómo castiga Roma a sus enemigos.

Cayo le sonrió. Macro miró alrededor y observó que la genial mente de Tiberio había hecho de Villa Jovis un instrumento perfecto de gobierno.

—Controlar Roma y dominar el imperio desde aquí, desde esta roca segura.

Cayo se mostró de acuerdo; y mientras tanto veía que por la curva del pórtico pasaba la figura alta y delgada de Calixto.

Macro dijo que Tiberio había basado la seguridad del poder en las cohortes pretorianas, acuarteladas en el corazón de Roma, junto a las históricas calzadas que conducían al sur.

—Fue una sabia medida.

Mientras hablaba, se preguntaba si el joven comprendía su discurso, porque en algunos momentos parecía asentir por sumisión infantil y en otros, en cambio, parecía que hubiese heredado del abuelo Augusto la capacidad para escuchar ocultando insidiosamente los propios pensamientos.

—Los pretorianos siempre han soportado mal las intrigas de los senadores —dijo—. Y ahora, después de tantas luchas, conjuras y guerras civiles, solo obedecen a sus comandantes.

Y subrayado de ese modo tosco pero claro su poder, Sertorio Macro respiró.

Cayo no dijo nada. Pero, como el vuelo de un halcón, volvió el recuerdo de aquella tarde lluviosa en el castrum del Rin, mientras los tribunos de las ocho legiones de su padre, Germánico, le decían que lo conducirían a Roma con la fuerza de las armas, y su padre callaba.

—¿Me acompañas a la biblioteca? —le preguntó amigablemente a Macro—. Allí dentro hace un fresco muy agradable.

Macro, que entraba por primera vez en aquella estancia, entornó los ojos en la penumbra.

—Mira —dijo Cayo, pasando los dedos por un estante—, todo esto son obras de astrología. —Macro no mostró ni sorpresa ni reverencia ignorante. Cayo cogió un pequeño codex y, con literario candor, explicó—: ¿Ves esto? Fue Julio César quien lo inventó. Decía que los viejos volumina enrollados resultaban muy incómodos en la guerra.

Se sentó ante el atril habitual después de haberse asegurado de que la biblioteca estaba desierta. Macro también se había dado cuenta y se sentó; y, con impaciencia mal contenida, dijo que él, en cambio, conocía una historia sobre el gran Augusto. Cayo levantó los ojos. No era probable que aquel prefecto de las cohortes hubiera leído alguna vez un libro; si hablaba de historia, significaba algo muy distinto.

—Es un episodio de cuando Augusto tenía veinte años y soñaba con poseer Roma —dijo Macro—. Mis hombres también lo conocen. —Hacía fresco en la penumbra, pero él, en contra de la lógica, sudaba—. A los veinte años —dijo—, Augusto ya había entendido que el odio de muchos senadores le impedía acceder al poder. Por eso, mientras su ejército se dirigía hacia Roma, pensó que el mejor orador que podía mandar al Senado era el centurión Cornelio. —Rio—. Cuando Cornelio, de pie en medio de la Curia, vio que los senadores no se decidían a votar, se apartó el sagum hacia atrás, pasándoselo por encima de los hombros. —El sagum, antigua palabra celta, era el tosco y pesado capote de lana que llevaban los legionarios en las campañas, y era de por sí un símbolo de guerra—. Entonces los senadores vieron el gladius que llevaba colgado en la cintura.

Por una ventana entró el sol del último día de agosto. Cayo, todavía frenado por la desconfianza, lo interrumpió:

—¿Había entrado en la Curia armado?

La pregunta era desconcertante, reducía el famoso golpe de Estado de Cornelio a una cuestión de protocolo.

—Exacto —contestó bruscamente Macro—, y dijo a los senadores que, si ellos no se decidían, las elecciones las haría aquella arma. Los senadores votaron inmediatamente.

—No conocía esos detalles —observó Cayo con tranquila atención de estudioso.

Sertorio Macro buscaba los pensamientos que se escondían detrás de aquella joven y serena cara bien afeitada, con los ojos claros y los cabellos castaños un poco revueltos sobre la frente, y lo asaltó un miedo fugaz. Pero Cayo sonrió.

—Me alegro de que estés aquí. —Los párpados se levantaron, liberaron la sorprendente intensidad de la mirada—. Nunca encuentro a nadie con quién hablar de historia.

—Augusto tenía veinte años en aquella época, cuatro menos que tú —dijo Macro, dejando a un lado la prudencia. La comparación era alentadora, pero también insultante, pese a lo cual Cayo siguió sonriendo. Macro bajó la voz, pero su respiración era agitada—. Tiberio te utiliza como pantalla. Te mantiene vivo para oponerse a los otros pretendientes, pero te odia tanto como odiaba a Agripina.

Cayo se sobresaltó; era la primera vez, desde hacía años, que alguien pronunciaba ese nombre delante de él.

—Cuando Tiberio muera —dijo Macro con brutalidad—, alguien mandará a un centurión para que te mate, como mataron al hermano más pequeño de tu madre a la muerte de Augusto. En cuanto a mí, si consigo vivir, me mandarán a alguna legión en la frontera con los partos o los nabateos.

Se interrumpió. Se preguntaba si el joven era incapaz de comprender o si aquellas funestas previsiones no lo perturbaban porque él también las había hecho.

Y el joven, en efecto, contestó tranquilamente:

—Tienes razón.

Macro lo asió de un brazo.

—Hoy, nosotros dos tenemos algo que no tiene nadie más. Yo tengo las cohortes; si voy a Roma, puedo dominarla. Tú tienes el nombre de tu familia, la gloria de tu padre… Además, eres joven, no das miedo…

Se echó a reír. Cayo también rio, y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una estúpida dulzura en la mirada. «No sabéis qué es el miedo —pensó—. Tendréis tiempo para verlo».

—¿Y si no lo logramos? —preguntó.

—Te matarán. Y a mí también me matarán. Pero si nos sale bien…

—Tienes razón —dijo Cayo con calma.

—¿Estás de acuerdo? —lo apremió Macro, dominado por la impaciencia. Al ver que él asentía, preguntó—: ¿Voy a Roma?

—Ve —ordenó él. Era su primera orden, y trató de eliminar de la voz la enorme emoción que lo invadía por dentro.

Enia

Nevio Sertorio Macro era un jinete fortísimo, insensible al cansancio. Sus hombres decían que, pese a los tria nomina, debía de llevar sangre bárbara. Escogía animales tan resistentes y pesados como él, sin problemas de cascos o de patas y que no se espantaran en la oscuridad nocturna, pues le gustaba cabalgar durante horas de noche, bajo la luna, con una incierta luz de antorchas resinosas, como los bárbaros escitas. De modo que dejó en Villa Jovis a su joven, vistosa y ordinaria mujer, Enia, bajó al puerto de Capri y embarcó en la acostumbrada liburna para desembarcar en Miseno y ponerse en camino hacia Roma.

En cuanto la liburna dobló el muelle del puerto, Enia se sentó al lado de Cayo en el ya célebre pórtico de la biblioteca, miró a su alrededor, le metió los dedos entre el cabello, lo despeinó y le hizo cosquillas detrás de la oreja, riendo.

—Llevaba una semana muriéndome de ganas de hacerlo.

Él levantó los ojos del libro sonriendo y pensó que se parecía a aquellas muchachas réticas de las barracas del castrum.

Sin dejar de reír con chabacanería, ella le pasó dos dedos sobre los labios, los presionó un instante con una uña afilada.

—Tengo ganas de jugar —dijo—. Creo que conozco juegos que tú no imaginas…

El hombro del vestido le caía sobre el brazo, como años antes a aquella pobre muchacha, un día de lluvia, en la orilla del Rin.

Él la miraba con su dulce sonrisa, se apartaba un poco, como intimidado. Estaba pensando de dónde había sacado Sertorio Macro a una mujer como aquella para llevarla allí, a la villa del emperador. Olía a perfumes penetrantes y también parecía sudada. Su cuerpo se movía entre la tela; no debía de llevar nada debajo.

Por un momento, dudó de que Macro estuviera a la altura de la empresa si pensaba que una mujer así podía engatusarlo a él, que en la domus de Antonia había estado con esclavas de piel de seda, esbeltas como juncos, educadas por madres que habían sido sacerdotisas de amor en los templos de Siria; a él, que calmaba las tensiones y se abandonaba al sueño entre las puras caricias amorosas de Helikon.

Enia le puso una mano sobre la rodilla, lo acarició.

Ven —dijo él, poniéndose en pie—, sé dónde podremos jugar.

Hasta el día siguiente no se enteró de que la vulgar Enia, la mujer del prefecto Macro —que no sentía reverencia por las obras astrológicas— era nieta del omnipotente astrólogo Trasilo. Su escéptica desconfianza sobre la capacidad de Sertorio Macro se transformó en admiración.

Tiberio pareció no percatarse de nada, ni siquiera de lo que toda la corte constató rápidamente, es decir, que Nevio Sertorio Macro había empujado a su mujer hacia los brazos del joven Cayo. («Había embaucado al joven mediante su mujer, Enia, fingiendo amor», «… uxorem suam Enniam imitando amorem iuvenem inlicere…», escribiría decorosamente Tácito).

—Todos dicen —susurraba Helikon sonriendo con incomodidad— que Enia y tú…

Y Cayo, sonriendo también, replicaba que no existían remedios para el aburrimiento de la isla cuando uno dejaba los libros. Enia estaba disponible y no lo ocultaba.

—Todos dicen que Macro está ciego —insistía Helikon.

Al final, Cayo contestó que Macro simplemente confiaba en él. Helikon no acababa de estar convencido, pues esa respuesta era contraria a todas las evidencias.

—¿Por qué te ríes? —preguntó Cayo—. La confianza adopta muchas formas. Si te fías de un siervo, dejas en sus manos un tesoro; si, en el circo, estás seguro de un caballo, apuestas el tesoro a que gana.

Una sonrisa nueva, involuntaria, ya no cándida y tonta como había parecido a muchos, se formaba cada vez más a menudo en sus labios bien perfilados. Soledad de años, lágrimas secretas y terror habían hecho que su mente se volviera totalmente escéptica sobre la sinceridad y la misericordia. Largos razonamientos silenciosos le habían enseñado astutas autodefensas.

—No temas —dijo, acariciándole el cabello a Helikon—, ya verás como, con esa mujer, Macro se está atando a mí bastante más de lo que espera que yo me ate a él.

Después del bochorno llegó la lluvia, un violento temporal marino que levantaba pesadas olas espumosas sobre los escollos. Él pasó aquella tarde dibujando. Después abrió un pequeño codex arrugado, lo hojeó y vio un dibujo de líneas inciertas: parecía un edificio junto a un río.

—¿Qué es? —preguntó Helikon pegándose a él.

Era el Nilo, era Iunit Tentor, eran los días de su adolescencia, cuando, en el borde de la embarcación, él dibujaba y Zaleucos sostenía el frasquito de la tinta.

—¿Te acuerdas del templo que Marco Antonio y Cleopatra no pudieron acabar? —Cogió el calamus—. Mira…, aquí tenía que haber un gran atrio —dijo, pero se guardó los pensamientos que se abrían paso en su mente.

—Se llama jont —susurró Helikon.

—Sí. Un atrio con columnas. El sacerdote me dijo que Marco Antonio y Cleopatra querían pintar en el techo los ciclos mágicos de las constelaciones.

Mostró otra hoja donde aparecía caprichosamente dibujado el río, pero en el centro emergía una isla cuya forma semejaba una nave.

—¿La reconoces? Es File. Allí, el templo también estaba inacabado. Ellos querían construir un enorme pórtico, más de treinta columnas por lado… —Sonrió y cerró el codex—. Consérvalo tú. Nadie debe ver estos dibujos infantiles.

El trabajo de Sertorio Macro

Sertorio Macro volvió e informó a Tiberio de lo que consideró oportuno sobre su rápido viaje. Pero Tiberio se encontraba mal y, por primera vez, prestó poca atención al informe.

Macro se encerró en la biblioteca con Cayo.

—En estos momentos no hay nadie en Roma que tenga en sus manos el poder —declaró—. Nadie. Solo mis cohortes, que pasan los días almohazando a los caballos, lustrando las armas y jugando a los dados. ¿Te acuerdas de cuando Elio Sejano tenía aterrorizada Roma? ¿Quién la liberó entre la caída de la noche y el alba del día siguiente? Yo, yo solo. Yo la tomé por las riendas como si domara un caballo. Tiberio estaba aquí, como ahora estás tú. De no ser por lo que yo hice aquella noche, solo habría podido esperar que el verdugo enviado por Sejano viniese aquí para degollarlo. Ahora, las cosas son más fáciles pero también más peligrosas. Los senadores están divididos en dos bandos.

—Creo que tú sabes con quién debes hablar —dijo Cayo en voz baja.

Durante aquellos años, muchos habían llorado en familia la muerte de los suyos. Volvían los nombres oídos con dolor impotente: Cretico, Valerio Mesala, los Gracos, Aurelio Cotta, Cecina Severo, Clutorio Prisco. Y el tribuno Silio. Y los Sosios, los valerosos libreros. Una procesión de fantasmas. «Si los tuviese al lado, vivos —pensó Cayo—, en vez de a este».

Sertorio Macro dijo que había hablado con quien le había parecido necesario. Y aseguró:

—Roma está contigo, como estaba con tu padre, como estuvo con Marco Antonio y todavía antes con Julio César.

El joven Cayo sintió como si aquellos nombres le golpearan las sienes. Aun así, sonrió.

—Debemos recordar que los tres fueron asesinados —dijo.

Sertorio Macro no se dejó distraer.

—Tiberio está muy enfermo —insistió—. Es preciso que salga de Capri mientras pueda hacerlo. Debemos acercarnos a Roma. Si mañana por la mañana no se despierta, y sus libertos salen gritando de su habitación y la noticia llega en un santiamén a Roma, ¿quién se alzará para proclamar «El imperio es mío»? ¿Habrá una guerra civil? No lo permitiremos. Yo tengo que estar en Roma en ese momento, al amanecer, antes de que los senadores se hayan despertado, como la otra vez. Los enemigos de tu padre, los optimates, solo cederán si ven lo que vieron cuando cayó Sejano. Y cuando entren en la Curia para oír anunciar que Tiberio ha muerto y decidir cómo actuar, a quién elegir, la elección ya estará decidida. Sé cómo hacerlo yo solo, muchacho. Ya lo he hecho y lo he demostrado. —Vaciló, la mirada fija en los ojos de Cayo—. Si me prometes que cuando llegues arriba…

—Te lo prometo —dijo Cayo César, sosteniendo su mirada. Y ni siquiera un temblor reveló el pensamiento que lo abrasaba por dentro: el imperio era suyo, por derecho y por sangre, suyo y de nadie más, no se lo regalaba nadie. El vulgar, astuto y violento Macro creía ser el inventor de la intriga, imaginaba que se hacía —a sus espaldas— con el poder real; creía que lo dominaría, él con los pretorianos y su mujer con esos penosos juegos prostibularios. Pero en realidad, concluyó para sus adentros con un violentísimo odio, los dos eran simplemente sucios, ciegos, despreciables pero imprescindibles instrumentos suyos. Le sonrió.

Miseno

El invierno tocaba a su fin.

—Mis hombres están alerta —dijo Sertorio Macro, que iba a Roma y volvía a las horas más inesperadas—. En un día y una noche, todas las legiones deben saber que tú llevas las riendas del imperio.

Por todo el imperio, desde Mauritania hasta Arabia, desde Iberia hasta Siria, desde Sicilia hasta Germania, a lo largo de las más de cincuenta mil millas romanas que constituían en aquellos tiempos la red viaria del imperio, se extendía una telaraña de altas torres cuadradas, cercadas por un muro, como la del castrum del Rin donde él había pasado la infancia. Una especie de faros terrestres, en los que sobresalía una galería protegida. Desde allí, señales de humo durante el día y con el ambiente despejado, y señales de fuego por la noche, eran transmitidas con duraciones y repeticiones establecidas a otra torre, otra statio, en posición igualmente elevada y visible, vigilada también sin descanso, y de esta, enviadas inmediatamente a la siguiente.

Si lo que decía el prefecto Macro de verdad estaba ya al alcance de la mano, era fantástico imaginar que, mediante el fuego y el humo de esas señales, en un brevísimo lapso de tiempo, un lapso de tiempo que se computaba nada menos que en horas, toda la inmensa extensión del imperio, con sus grandes ciudades, sus pueblos, sus campos, sus legiones destacadas en las fronteras, los millones de hombres que hablaban no sé cuántas lenguas diferentes, se enteraría de que, muerto por fin el usurpador Tiberio, el joven Cayo César —el hijo del gran Germánico traicionado y envenenado, el bisnieto de Octaviano Augusto y de Marco Antonio, el único superviviente varón de la familia imperial—, con el apoyo armado de los pretorianos, de la flota y de las legiones de Germania, así como con el sumiso consenso del Senado, había conquistado finalmente el imperio.

Un día, de repente, Tiberio decidió abandonar Capri. A pesar de la lectica acolchada, los esclavos, los ayudantes y los médicos, el descenso desde Villa Jovis hasta el puerto fue trabajoso, y peor fueron el embarco y la travesía. Todos recordaron —y los que no lo sabían se lo oyeron, sobrecogidos, a los demás— la siniestra profecía que años atrás había anunciado la muerte de Tiberio cuando intentara regresar a Roma.

Tiberio no se volvió ni un instante para mirar la isla que había sido durante años su inaccesible madriguera. Si echó una ojeada, fue a través de un resquicio de las pesadas cortinas acolchadas, porque sobre el mar soplaba un variable viento de principios de marzo, un viento de levante que bajaba de los montes del Matese y que, según los marineros, anunciaba lluvia.

El emperador desembarcó, encerrado entre las cortinas de la lectica, en la formidable base naval de Miseno, terror y presidio de todo el Mediterráneo occidental. Miles de marineros rindieron los honores, pero el hombre al que estos iban dirigidos no vio nada y no se dejó ver. Los augustianos, que habían obsesionado a todos en la época de Capri, cedieron el paso al prefecto que dirigía la célebre Classis Praetoria Misenatis, la Armada del Mediterráneo occidental, y a sus hombres, tradicionalmente escolta imperial en los puertos y durante los viajes por mar.

El cortejo a caballo formó detrás de la lectica del emperador enfermo. Cayo montó dando aquel salto sin apoyos que había aprendido en el castrum y que le atraía la complacida admiración de los militares. El poderoso prefecto lo miró, y él vio que le había dejado el primer puesto a su lado y esperaba. Con calma, Cayo guio al caballo hasta colocarse exactamente donde todos esperaban. Su sangre conocía la dignidad de los gestos y de su ritmo, pero el sentimiento de liberación y de orgullo que se desencadenaba en su interior era casi incontenible. El cortejo se puso en marcha y avanzó al paso, solemnemente, a lo largo del muelle.

De pronto, el prefecto extendió el brazo con un gesto intencionadamente amplio, que todos sus hombres vieron bien, y dijo a Cayo:

—Mira. Todo esto lo construyó el padre de tu madre, Marco Agripa, el marino más grande que ha honrado Roma. Él diseñó la ensenada del puerto occidental, que comunica con el mar abierto, y el puerto oriental, más interior, mira, con los almacenes, los talleres, los astilleros, las soguerías, los cuarteles. A él se le ocurrió unir los dos puertos abriendo aquel canal. Él excavó en la roca una cisterna que recoge toda el agua del Serinum. A la flota no le faltará nunca agua potable, aunque las naves tengan que zarpar todas el mismo día.

La llamarían Piscina Mirabilis: tenía las dimensiones de una catedral, setenta metros de largo por veintiséis de ancho, con fuertes pilastras cinceladas en el banco de roca.

—Gracias a tu abuelo, nadie, en ningún rincón de estos mares, se atreve desde entonces a navegar sin el consentimiento de Roma —declaró el prefecto—. Los hombres de la Classis Praetoria Misenatis lo recuerdan muy bien —concluyó.

Cayo se dio cuenta de que no era una información, sino un pacto explícito, un pronunciamiento.

—Lo recuerdo —contestó—, y también sé cuánto debe el imperio a esos hombres.

En la villa situada sobre el promontorio —que cien años antes había sido de Lúculo, el riquísimo vencedor de Mitrídates—, los médicos interrumpieron aquel último viaje del emperador; y allí Tiberio pasó precipitadamente de los días de la enfermedad a los de la agonía sin esperanza.

—Se resiste a morir —mascullaba Sertorio Macro con crueldad—. Y me da miedo… Si alguien se prepara en Roma…

Dominando la ansiedad, como había hecho Livia cuando Augusto agonizaba en Nola, difundía rumores de una milagrosa recuperación del viejo Tiberio, mientras que este, en cambio, agonizaba entre las almohadas ante la mirada afligida de sus médicos, que iban a perder empleo y dinero.

Pero Sertorio Macro sabía otra cosa que solo le contó, furioso, a Cayo: Tiberio estaba angustiado por las luchas que preveía que se desencadenarían una hora después de su muerte. Por eso había intentado unir, en una paz imposible, al último de la estirpe Julia, es decir, Cayo, con el último de la familia Claudia, es decir, un sobrino suyo de dieciocho años que se llamaba Tiberio Gemelo. «He dispuesto —le había dicho a Sertorio Macro— que mi patrimonio sea repartido entre ellos a partes iguales».

Esa herencia significaba la puerta del imperio. «Ha perdido el juicio —había pensado Macro, furioso, mientras Tiberio, casi balbuciendo, le ilustraba aquel confuso testamento—. El hijo de los asesinos con el hijo de los asesinados. Quiere poner a dormir en la misma jaula a una serpiente y a un tigre. Esto va a ser una guerra civil».

Mientras Tiberio hablaba de este asunto, Macro llevó a su cabecera a un famoso médico romano del que se contaba con sarcasmo que, encerrado con el signator, el notario, en la habitación de un senador que unos parientes habían encontrado ya rígido y frío, había conseguido resucitarlo el tiempo necesario para dictar sus últimas voluntades en materia de dinero. Aquel médico miró al emperador, le oyó balbucir que, una vez él muerto, después de veintitrés años de paz en Roma volvería la guerra, escuchó algunas frases más que le parecieron sin sentido y se marchó con un gesto desolado, prometiendo a Sertorio Macro guardar aquel doloroso secreto.

Entretanto, Cayo César, ahora que las enormes puertas del imperio se estaban abriendo lentamente, miraba el mar gris de aquella primavera lluviosa sin verlo. «Cientos de ciudades, pueblos enteros que tú no conoces —había dicho un día su padre— te necesitan, te aman o te odian, pueden darte algo o debes defenderte de ellos, son tus aliados o te querrían muerto. Imagínalos a todos con la mente fría, sobre todo de noche. La noche está hecha para penetrar en los pensamientos ajenos».

Con estos recuerdos, Cayo empezó a escribir lo que sabía que sería su primer discurso, la adlocutio a los senadores y a las cohortes pretorianas, o sea, la ocasión de aferrar de verdad el poder. No había tiempo que perder: el futuro podía llegar al cabo de una semana, esa noche, una hora más tarde. Pero no escribió en papiro o en pergamino. Nadie, en todo el imperio, debía sospechar una palabra antes de que llegara el momento de oírlo. Escribió el discurso, frase por frase, dentro de la masa gris de su cerebro, sin posibles testigos, paseando por la terraza blanca mientras los chubascos se alejaban abriendo sobre el mar espacios de cielo despejado. En un momento dado, mirando el mar, rio.

Notaba cómo el discurso se enraizaba en su mente. La larga soledad había producido resultados grandiosos. Pensaba que, en definitiva, el cerebro de un hombre es un puñado de blanda y delicada sustancia gris con circunvoluciones y finas venas; la primera vez que había visto uno tenía seis años: el cerebro de un querusco con la cabeza abierta.

Ahora, en su personal y joven masa gris —heredera de Julio César, de Marco Antonio, de Augusto, de Germánico, que habían depositado en él algo sin par en todo el imperio— se desarrollaban ordenadas y lúcidas, pero cargadas de un poder explosivo, las palabras que inventarían la nueva vida del imperio. Solo debía esperar y callar. Durante unos días, quizá unas horas. Mientras tanto, él era el único en el imperio —y se lo decía a sí mismo— que sabía que todo iba a cambiar. Eso era el poder: un águila que vuela alto, sin ser vista, en el cielo cegador.

Pidió que le prepararan un caballo. El oficial encargado de la vigilancia de la villa sonrió por primera vez y aseguró que lo escogería personalmente, y no sería uno de esos caballuchos que jadeaban subiendo las cuestas de Capri. Sería, prometió, un caballo adecuado para ir a galope tendido por amplias llanuras y pendientes accidentadas.

Pero de las caballerizas imperiales salió, con arreos púrpura y oro, un caballo soberbio y nervioso, de estructura armoniosa y potente y pelaje de color miel. El oficial dijo a Cayo que había estado preparado desde hacía tiempo para una improbable galopada de Tiberio. Cayo pensó que el que había abierto esa caballeriza intuía algo sobre el futuro. Acarició al caballo, que lo miró con sus intensos ojos húmedos y olfateó su mano. Impulsivamente, con un placer aéreo, montó de un salto. Sintió el estremecimiento amigo del animal bajo su peso.

Y vio que, con una ágil sincronía, se había congregado a su alrededor no la obsesionante escolta de augustianos, sino un pelotón de las milicias de Marina.

—Este territorio es nuestro —declaró el comandante—. Y mis hombres han reclamado ese honor.

Él había aprendido de su padre a interpretar el humor de los hombres que te saludan: estos, aunque aferrados a una orgullosa disciplina, trataban de mirarlo a los ojos, y sus bocas reprimían un grito colectivo. Instintivamente, él saludó, como hacía su padre. Era la primera vez que su brazo se levantaba, libre, en un gesto así. Y ellos, todos juntos, como antes de un enfrentamiento con las naves enemigas, respondieron a la voz.

—Vamos —dijo Cayo, y salió con ellos de la villa.

Todos los obstáculos estaban cayendo. Nadie dijo nada. Simplemente, lo saludaban con una orgullosa complicidad y lo miraban pasar. «Todo está cambiando —pensó él—. Nadie se da cuenta más rápidamente que ellos, porque su vida depende del poder». Mientras tanto, respondía a los saludos con esa cortesía espontánea que era uno de sus atractivos, que parecía producto de una juventud inocente y que, en cambio, él había construido en sí mismo a lo largo de años de asfixiante humillación.

Puso el caballo al galope por el golfo, en dirección a Baia, más libremente a medida que se alejaba de la morada de Tiberio. A sus labios acudió el nombre de aquel querido mannulus dejado a orillas del Rin.

—¡Vamos, Incitatus! —Lo repitió, inclinándose sobre las orejas del caballo—. Incitatus.

El animal respondió con generosidad, con una rítmica tensión de sus fuertes músculos. Junto al compacto adoquinado de la vía que pasaba bajo los cascos del caballo, desaparecía el pasado. La sensación era embriagadora. En los bordes de la vía, todos seguían parándose y saludando.

Sobre el promontorio que se alzaba en el centro del golfo, sola sobre una roca imponente al final de las curvas de una subida, se extendía la villa —una de las muchas moradas imperiales— desde la que todos decían que se contemplaba el panorama más bello jamás diseñado por los dioses en la tierra y en el mar. Llevaba años deshabitada, pero cuando ellos llegaron a la cima, el intendente y los siervos ya estaban sobre aviso. La villa era sencilla y espléndida: un gran salón en cruz griega comunicaba, en los cuatro lados, con cuatro salas más pequeñas donde grandes aberturas enmarcaban cuatro diferentes y fascinantes vistas.

Cayo se encaminó hacia la terraza. Bancos de calina velaban el horizonte. Le pareció distinguir Capri, la prisión alta y rocosa de la que acababa de escapar. Después vio que en el mar, a la derecha, pasado el promontorio de Miseno, se extendía la verde y alargada isla de Prochyta, es decir, Prócida, y más lejos la cima del monte Epomeo, en la isla Aenaria, que siglos más tarde llamaríamos Ischia. Ese monte estaba cubierto de árboles, y mirando sus laderas, suaves y fértiles, nadie imaginaría que era un volcán. Cayo miró más allá, pero la bruma no permitía ver nada, y al final pensó que era inútil buscar aquella otra isla, más lejana, que se llamaba Pandataria.

Bajó los ojos: por todos los vastos campos, entre la espesa vegetación, se veían las bocas de los antiguos volcanes apagados, algunas repletas de arbustos, otras devoradas en parte por el mar y reducidas a pequeños golfos. A sus pies se abría un pequeño lago redondo que había sido un cráter. Lo separaba del mar una estrecha barrera de lava solidificada donde había sido excavado un canal de navegación. Alrededor se apiñaban las villas más bonitas del imperio. Los Campi Phlegraei, los míticos Campos de Fuego, serpenteaban desde la ensenada, abajo, hasta las últimas ramificaciones de Neápolis, arriba. Sin embargo, una última y vastísima boca de volcán se había transformado siniestramente en un lago oscuro e inmóvil que exhalaba bocanadas de niebla. Y sin haberlo visto nunca, Cayo reconoció las pavorosas descripciones de los poetas: «El lago Averno, la selva de Hécate, la Aquerusia subterránea», decían. Allí abajo, según las antiguas mitologías, se abría el reino de los muertos.

—Mira allá abajo, sobre el promontorio —indicó el oficial en voz baja y con precisión, como si señalara un blanco—, la villa que fue de Calpurnio Pisón.

La suntuosa villa de los Pisones, la familia del que había envenenado a Germánico en Siria, se alzaba al final del golfo. Cayo César la miró en silencio y luego dijo al oficial:

—Gracias por habérmela enseñado.

Pensó que en aquella olímpica residencia, entre los grandes árboles, los mármoles, las estatuas griegas y las termas privadas, se estaba deslizando la inquietud. «Ahora les toca a ellos empezar a perder el sueño y darse cuenta de lo larga que es la noche».