Roma
El desembarco
La costa apuliana apareció en el mar un día de enero, bajo un cielo cargado de vientos y de nubes blancas. Poco después emergió el perfil de Brindisi, el mayor puerto del imperio por las rutas del Mediterráneo oriental. A medida que el muelle y la boca del puerto se aproximaban, las naves fueron plegando velas y prosiguieron aquel amargo retorno con un lento batir de remos.
El convoy había sido avistado desde lejos, en la claridad invernal del aire, y toda la población se había precipitado a la orilla. Y desde el barco descubrieron que el puerto, la playa, el muelle, las murallas, las casas, los tejados estaban cubiertos por una multitud compacta que esperaba inmóvil y en silencio.
—Lo querían —susurró la madre de Cayo sin llorar.
La nave que llevaba a la familia de la víctima entró la primera en el puerto, con un movimiento cada vez más ligero de remos, que apenas cortaban el agua. La maniobra fue completada en aquel gélido silencio: las anclas se sumergieron en el mar, los marineros lanzaron los cabos y otros marineros los recogieron desde tierra. En silencio, con un leve balanceo, la nave se detuvo del todo y atracó en el muelle; en silencio pusieron la pasarela.
—Ven —dijo a Cayo su madre.
Los dos hermanos mayores, los que, con imprudente confianza juvenil, no habían creído en el peligro, habían sido enviados, por cautela, otro día, en otra nave y a otro puerto.
Agripina y su hijo menor salieron al puente. Ella, en un gesto cuya desesperación amorosa todos percibieron, estrechaba un objeto con los dos brazos, y todos comprendieron que era la urna con las cenizas de Germánico. Entre las cenizas, según decían, había quedado el corazón intacto, no devorado por las llamas de la larguísima hoguera. Y todos habían declarado unánimemente que era la última e indudable marca del veneno.
Mientras daban los primeros pasos, el chiquillo comprendió el clamor que podían desencadenar de golpe en el aire la compasión y la indignación de miles de personas, que ahora habían roto a gritar y a llorar todas juntas hacia ellos. Sin embargo, después de aquel dramático desembarco, Agripina y los compañeros de Germánico se percataron de que no había recibimiento oficial ni en el muelle ni en la ciudad. Las autoridades locales habían desaparecido.
—Es una vergonzosa orden de Tiberio —declararon, indignados, tribunos y centuriones.
Agripina dijo sin emoción en la voz:
—El usurpador espera que la gente se olvide del asesinato.
Pero aquella miserable táctica despertó una incontrolable agitación popular. Mientras el convoy, iniciando su viaje terrestre hacia Roma, avanzaba por la vía Apia escoltado por tan solo dos cohortes, el anuncio de su llegada lo precedía y, de etapa en etapa, multitudes cada vez mayores lo esperaban. Llegaron a Benevento, la ciudad famosa por innumerables leyendas mistéricas, un gélido crepúsculo entre las colinas nevadas. Y bajo un antiquísimo nogal de corteza mágicamente clara, los sacerdotes de un pequeño templo egipcio, erigido en los tiempos de Julio César, acogieron las cenizas de Germánico con música de extraños instrumentos y penetrantes perfumes.
—Como en Sais —susurró Cayo a su madre.
A la mañana siguiente, Agripina acarició a su hijo y dijo:
—Esta noche, por primera vez he podido dormir. He dormido de verdad, y creo que he soñado; pero no me acuerdo de nada, solo de la luz.
Después de muchas semanas, sus labios esbozaron un movimiento que era casi una sonrisa.
Cayo sintió un violento alivio, como si volvieran los días felices del pasado. «Si algún día puedo —se dijo—, en recuerdo de esta noche, adornaré el templo de Isis como los de los antiguos phar-haoui».
El lento y doloroso viaje se convirtió en una embriagadora procesión entre dos nutridas alas de gente: los compañeros del joven general muerto, el pueblo que había elogiado al anti-aristocrático, los veteranos que recordaban al vencedor de Arminio, los populares y los viejos republicanos que temían la consolidación del poder imperial, los antiguos enemigos de Tiberio y de Livia, todos proclamaban al unísono que Calpurnio Pisón era el asesino y que detrás de él estaba el emperador.
El joven Cayo quedó sumergido en un estado de irrealidad que sofocaba el dolor. La llegada a Roma fue embriagadora y, en cierto sentido, triunfal. Como si en la Domus Tiberiana no viviera Tiberio, como si la ciudad no estuviera plagada de espías y pretorianos, una muchedumbre incomparablemente más nutrida que la que había recibido a Germánico vivo salió a las calles, los rodeó, los siguió durante el lentísimo recorrido hasta el grandioso mausoleo construido por Augusto. Cayo, demasiado joven para un día como ese, entreveía las armaduras de los pretorianos que frenaban a la multitud y, detrás de ellas, miles de caras que, al reconocerlo como el hijo menor, lo llamaban y lloraban. Apiñándose hasta impedir el paso del aire, gritaban a Agripina que, en medio de aquel hatajo de asesinos, tan solo ella era el honor de la patria, pedían gritando a los dioses que protegieran su vida y la de sus hijos, recordaban con furia que, antes de acompañar a este muerto, ya había acompañado hasta aquel mausoleo a sus hermanos, imprecaban contra los envenenadores impunes, exigían venganza. Nadie preveía, excepto algún experto senador, que aquella ardiente manifestación de popularidad sería fatal.
Entretanto, el clamor de aquella enorme multitud indignada, al borde de la sublevación, subía hasta la Domus Tiberiana, sobre el Palatino.
—No sé lo firme que será la fidelidad de los pretorianos —observó siniestramente Tiberio.
De la familia Caesaris, la corte imperial, no apareció nadie. Tiberio y su madre enviaron embajadores para que dijeran que ambos estaban destrozados de dolor.
—Se han encerrado ahí arriba porque tienen miedo de Roma —contestó Agripina con desprecio imprudente. Pero Germánico ya no estaba allí para estrecharla entre sus brazos, para aplacar su ímpetu.
Livia, con astuta hipocresía, incluso impidió a Antonia, la anciana madre de Germánico, que participara en las exequias. Antonia obedeció. «Quieren que la ausencia de la madre desesperada y la de los asesinos parezca causada por el mismo dolor», observó alguien.
Muchos habían pedido apasionadamente a Tiberio gloriosas ceremonias de Estado para las cenizas de Germánico. Él las había negado. «Ha dicho que no. Ninguna ceremonia en el Foro, ninguna conmemoración en los Rostra —reaccionaron, indignados, los populares—. Ni siquiera los honores que se rendirían a cualquier patricio anónimo».
Alguno señaló al emperador la insólita pobreza de aquellas exequias. Y él —una respuesta que pasaría a los libros de historia— declaró: «No es digno del carácter romano perderse en lamentaciones».
Un solo senador, entre el silencio sepulcral de sus colegas, reaccionó con desprecio: «Roma ya no sabe distinguir el lloriqueo de los cobardes de la celebración de los héroes».
Pero la gente no se había dejado atemorizar. Entre gritos e invocaciones, la solemne formación del inmenso cortejo, las continuas paradas bajo la presión de la multitud y el fatigoso volver a ponerse en marcha ocuparon toda la tarde. El rápido crepúsculo de enero los sorprendió cuando aún no se entreveían las grandes puertas de bronce del mausoleo. Llegaron de noche, azotados por un gélido viento invernal. Y de repente, en toda la plaza, en los jardines y en las orillas del Tíber se encendieron miles de antorchas, llamas altas, avivadas por el viento, que tiñeron de rojo el cielo alrededor del mausoleo.
Augusto, pensando en sí mismo en términos de eternidad cuarenta y dos años antes de su muerte, había construido el mausoleo de su gloria. Había inspirado a los arquitectos un solemne túmulo circular, revestido de mármol y coronado de árboles y plantas sempervirentes, sobre el que resplandecía, a cuarenta metros de altura, su estatua divinizada.
Sin embargo, muchos miembros de su tempestuosa familia, la mayoría víctimas de muerte violenta, habían entrado mucho antes que él y sus trágicas vidas figuraban resumidas en breves inscripciones en la piedra. Y él había tenido que acompañarlos al otro lado del alto portal de bronce. El primero había sido su joven y brillante sobrino Marcelo; después el gran general Agripa, el que había vencido a Marco Antonio; y luego las cenizas de los hijos varones de Julia muertos en circunstancias nunca aclaradas y tan lejos de Roma. Y ya entonces, en aquellos dolorosos cortejos, la muchedumbre había susurrado, y en ciertos momentos gritado, que la Noverca no lloraba. Como quiera que sea, esos muertos, en sus pesadas urnas alineadas dentro del mausoleo, evocarían a lo largo de todos los siglos futuros no solo la gran gloria familiar, sino también sus perversas tragedias.
La última noche de Calpurnio Pisón
Muchos patricios propusieron dedicar a Germánico un clipeus —un soberbio escudo de oro— y levantar arcos triunfales en su honor en Roma, en Siria y en las orillas del Rin. Tiberio también lo impidió, diciendo que la gloria no se construye con piedras. No obstante, en la oleada de emoción que recorrió el imperio, muchas ciudades decidieron por su cuenta.
—Roma no ha hecho nada —dijo Agripina—. En cambio, decenas de pequeñas ciudades le están levantando los monumentos que su corazón les dicta.
Y era verdad.
—Tiberio cree haberlo sofocado todo, pero se equivoca —dijo el fiel Cretico con una rabia que no se apaciguaba—. Me apartó de Germánico cuando quería matarlo; ahora no me hará callar.
En la armoniosa residencia del monte Vaticano, la mente de Agripina y la de los compañeros se pusieron a recoger con tenaz obsesión testimonios y pruebas del terrible envenenamiento. Pruebas y testimonios llegaron a espuertas de Siria, donde las legiones estaban a un paso de la revuelta.
Y una mañana el joven Cayo, cuya adolescencia se estaba consumiendo en esa angustia, entró en la biblioteca, donde durante semanas juristas y senadores amigos habían trabajado apasionadamente, y vio que, ante una mesa cubierta de documentos cuidadosamente ordenados, su madre, pálida como una sombra, sonreía.
—Todo esto —anunció— será presentado hoy a los senadores. Y ninguno podrá cerrar los ojos.
Los documentos fueron entregados al tribunal senatorial y el escándalo estalló. En unas tempestuosas sesiones, en las que entre optimates y populares se rozó el enfrentamiento físico, Tiberio se vio obligado a permitir que se instruyera un proceso contra Calpurnio Pisón y su mujer, Plancina.
—Todavía no hemos vencido —dijo Cretico, unas palabras que quizá constituyeran una premonición.
De hecho, al día siguiente, Nerón, el impulsivo hermano mayor de Cayo, volvió a casa jadeando y anunció que la siria Martina, la presunta envenenadora, finalmente había desembarcado en Brindisi encadenada.
—Pero la han encontrado muerta —añadió—. No sufría ninguna enfermedad ni presentaba señales de violencia. En el cabello llevaba restos de una pasta venenosa.
Lo miraron; todas las conversaciones se habían interrumpido.
—Entonces es verdad —intervino Cayo con voz repentinamente adulta— que nunca descubriremos quién la mandó donde estaba mi padre.
Después llegó de Siria, todavía libre y enfurecido pero bajo una tormenta de acusaciones, el senador Calpurnio Pisón. Dado que Tiberio y Livia conocían muy bien su violenta imprudencia, Tiberio se apresuró a presentarse en la Curia y trazó imperiosamente a los senadores, reunidos en sesión plenaria, las líneas del proceso:
—Debéis averiguar si Calpurnio Pisón se interpuso a la autoridad de Germánico en Siria o si Germánico se mostró intolerante con él; si Calpurnio Pisón alimentó rencor contra Germánico o si Germánico abusó de sus poderes; si existen sospechas concretas sobre el uso de un veneno o si haber expuesto imprudentemente el cuerpo de Germánico en la plaza de Antioquía inflamó peligrosamente a las masas.
Los optimates exultaron en secreto; los populares se quedaron paralizados por el desconcierto y la indignación. En las palabras de Tiberio, los asuntos objeto de la investigación se habían multiplicado y confundido hasta tal punto que un tribunal, o una comisión, habría podido trabajar años y años, quizá sin conclusiones.
El senador Salvidieno, descendiente de aquel otro que había perdido la vida en la antigua revuelta, se rebeló.
—Aquí corremos el peligro de no saber si el culpable es quien ha puesto el veneno o el inocente que, sin saberlo, se lo ha bebido —dijo, y recordó a sus colegas que los senadores constituían un tribunal soberano al que, según las leyes de la República, nadie podía ordenar nada.
El emperador lo miraba. Nadie más intervino y Tiberio salió de la sala, pero no olvidaría, y todos lo sabían. Por el momento, mientras se instruía el proceso, el senador Calpurnio Pisón fue dejado generosamente en libertad bajo fianza.
—Es una señal —comentó, más pálido de lo habitual, el historiador Cremucio Cordo—. Ahora Calpurnio está seguro de que Tiberio hará uso de todo su poder para salvarlo.
Calpurnio Pisón tenía realmente motivos para sentirse protegido, pero los utilizó mal. Deambulaba por los soportales del Senado con orgullosa y chantajeadora imprudencia, llevando en la mano un pequeño codex en cuyo interior había un mensaje. Quienes lo habían entrevisto susurraban que estaba escrito de puño y letra de Tiberio.
El moderado Cremucio Cordo pronosticó con sagacidad de historiador:
—Calpurnio Pisón cree que va a salvarse porque se esconde detrás de un culpable más grande que él, pero se está condenando solo porque Tiberio tendrá que hacerlo callar, y de modo que no hable ni dentro de cien años.
Agripina, acurrucada en un rincón entre almohadones, escuchaba y tiritaba permanentemente de frío.
—Temo que Calpurnio consiga huir —dijo el inquieto Cretico—, quizá al país de algún tirano en los confines con Siria, en la Decápolis o con los partos. Con el dinero que tiene…
—Eso no sucederá —repuso con calma Cremucio—. Tiberio no puede exponerse a que hable. Ya no hay riqueza posible que salve a Calpurnio Pisón.
En efecto, unos discretos enviados imperiales se dirigieron al agitado senador, interrumpieron sus paseos y lo convencieron de que entregara aquel misterioso documento que, dijeron, «disminuye el poder del único que puede ayudarte». Por último, le aseguraron que Tiberio ya había decidido el modo de salvarlo.
Tras dos dramáticas sesiones en el tribunal senatorial —donde se cruzaron acusaciones violentísimas, declaraciones explosivas y defensas igual de furibundas, aunque Tiberio no compareció—, Calpurnio Pisón fue inesperadamente acompañado por una escolta armada a su casa. Y entre aquellos muros, durante la noche, en un total y desconcertante silencio, se suicidó. Lo descubrieron por la mañana —dijeron—, después de derribar la puerta de su habitación.
—Se ha atravesado la garganta —dijo, agitado, Nerón—. Una sola puñalada.
Pero Druso, el segundo hijo, aclaró:
—Cuentan que ha usado una espada.
Nerón se volvió, sin captar el sentido de la frase. El joven Cayo, en cambio, preguntó enseguida:
—¿Una espada para atravesarse la garganta? ¿Y cómo la ha empuñado?
—No se sabe —admitió con ironía Druso.
—¿Han encontrado la espada? —preguntó Cayo. Druso sonrió.
—Sí, estaba tirada en el suelo, dicen, pero demasiado lejos del cuerpo.
Cayo también sonrió.
—Qué error… Ningún militar podrá creerlo jamás.
—Dicen que un centurión —concluyó Druso—, en cuanto ha visto esa espada allí, la ha empujado con un pie hacia el cuerpo, pero estaba ensangrentada y ha quedado una marca en el suelo.
Agripina miró a sus dos hijos menores, sobre todo al más pequeño, sonriendo de aquel modo mientras el mayor tardaba en comprender.
—¿Y Plancina? —preguntó Cayo.
Druso rio de rabia.
—Plancina descansaba en otra habitación de la casa y no se ha enterado de nada. El mensaje de Tiberio no se ha encontrado.
En pocas horas, toda Roma coincidió en que aquel generoso suicidio protegía a la persona que había ordenado el envenenamiento. Tiberio sufrió la humillación sin decir una palabra, sin estremecerse siquiera. Pero en uno de sus terribles silencios —podía permanecer callado días, sumiéndose en la angustia que lo asediaba— decidió que cuantos exultaban entonces muy pronto tendrían lacerantes motivos para llorar. Y los rumores dejaron de preocupar, pues el caso se declaró cerrado.
Como no había habido sentencia, el ya inquebrantable silencio del muerto permitió a Livia —popularmente conocida como la Noverca, pero oficialmente llamada, desde hacía años, la Augusta— defender de toda acusación a su amiga viuda Plancina. De hecho, Tiberio, empujado por su madre, llegó a apoyar a Plancina incluso en contra de los atónitos senadores. «Jamás se había visto —dijeron los romanos— a un pariente cercano de la víctima defender con tanto fervor a los asesinos».
Sin embargo, se encontraron sutiles argumentos y al final la temible Plancina fue absuelta y hasta salvó el patrimonio.
—Ha sido un pacto entre esas dos asesinas sobre el cadáver de Calpurnio Pisón —comentó Druso con odio.
La antigua historia de Julia
En la histórica residencia del monte Vaticano, entre los célebres jardines de la orilla derecha del río —que los poetas de la época llamaban Thybris—, Agripina gritó que era intolerable ver en la gloria imperial, siniestro y taciturno, al asesino de su Germánico, marido, amante y padre querido hasta el delirio. Era intolerable ver a Plancina llorar de alegría entre los maternales brazos de Livia; intolerable ver a la insolente estirpe de los Pisón cruzar Roma en la gloria de una recuperada inocencia.
Desde lejanas estancias, el joven Cayo oía su voz angustiada, sofocada entre las almohadas, entre las piadosas exhortaciones de sus mujeres, y caminaba arriba y abajo en silencio. Era apenas un chiquillo, pero en un momento dado paró de andar y se prometió a sí mismo que llegaría el día en que no perdonaría a nadie de esa familia.
«Sobrevivir», había dicho una vez Germánico. Resistir hasta el día en que la suerte acabara con el poder de los enemigos, vivir una hora más que ellos. Sin embargo, en la residencia de los jardines Vaticanos pasaban los meses y los años y el poder de Tiberio se mantenía omnipresente, inatacable. Agripina se atormentaba con recuerdos desesperados y arrebatos de rebeldía impotente.
—Vuestra madre se consume de angustia cada vez que cruzáis esa verja —dijo el preceptor Zaleucos a sus hijos—. Sois demasiado inquietos.
Pero Cayo no salía mucho. Todas las mañanas daba largos paseos solo por los vastísimos jardines que llegaban hasta el río. Acariciaba las flores y pensaba desesperadamente en su padre. Imaginaba que lo sentía, como un soplo que llegara de muy lejos. Le parecía que ese soplo caminaba junto a él, esperaba que lo tocase, y después todo desaparecía en el vacío. Una mañana, mientras paseaba, vio a su madre recorrer el paseo. Avanzaba despacio, pasándose los dedos por debajo de los ojos. Luego se sentó en un rincón; le temblaban los hombros y se envolvió en el manto de lana.
Cayo se acercó a ella y le dijo:
—Tienes frío.
—No —contestó Agripina, sobresaltada—, aquí llega el sol.
Cayo se sentó a su lado y dijo de un tirón:
—Aunque me tape los oídos con las manos, oigo continuamente a la gente hablar de ti y de tu madre, Julia, y de la maldita Noverca, a la que no he visto nunca ni de lejos. Pero, cuando se percatan de que estoy delante, inmediatamente se callan.
Agripina era muy guapa, como demuestran sus retratos. Poseía la belleza engañosamente serena y dulce de la estirpe Julia, la que también aflora en el rostro de Augusto. Pero ese día Cayo solo vio que sus facciones se ponían rígidas debido a la alarma.
—Después de todo lo que ha pasado —dijo entonces—, no pueden seguir existiendo secretos. Dime por qué Julia, la única hija de Augusto, tu madre, fue desterrada a la isla de Pandataria y después la enviaron a Reggio a morir. Es una crueldad que no puedo comprender.
—Pandataria es una isla preciosa —contestó inesperadamente Agripina, y Cayo se quedó sin palabras—. Tenemos una villa en Pandataria. La construyó mi padre, Agripa. —No dijo, sin embargo, que no podía ir desde hacía años. Su bello rostro estaba demacrado, su cuello delgado, las venas le palpitaban bajo la piel, pero ella insistía en sonreír—. Es una isla pequeña, muy verde porque tiene un manantial. Mi padre era un gran marino, encontró el lugar más protegido para atracar y construyó un pequeño puerto. A mí me gustaba.
Cayo estaba impacientándose, notaba que la conversación se le iba de las manos. Tan solo años después comprendería que su madre había intentado evitarle el dolor.
—La villa está en la cima del promontorio —continuó ella—, al final de una larga escalinata. Tiene la forma de dos alas, hacia levante y hacia poniente; en el centro, mi padre construyó un nymphaeum. Así, ese rincón queda protegido de los vientos invernales y se llena de flores.
»En la parte más alta mi padre construyó una terraza, y desde allí se ve todo el Tirreno y las demás islas, y la costa del Lacio. En levante y en poniente, bajan hasta el mar dos pasos cubiertos; mi padre había previsto poder encontrar aguas tranquilas hiciera el viento que hiciese.
Cayo no podía imaginar la angustiosa importancia que adquiriría muy pronto esa descripción. Agripina lo acarició, le apartó los cabellos ondulados que le caían sobre la frente. Él no lo soportó, se escabulló de las caricias.
—Por favor, dime por qué Julia, tu madre, murió de ese modo.
—El viaje a Egipto, adonde no pude acompañarte… —Agripina respiró y Cayo intuyó el daño que le hacían aquellos últimos meses de la vida de Germánico lejos de ella—. Ese viaje te lo reveló todo sobre la familia de tu padre. Pero por mi parte, de cómo vive en ti la sangre de Augusto, solo sabes lo que han podido y querido decirte personas que no vivieron aquellos días. —Respiró de nuevo, pero el tiempo de callar había terminado—. Para empezar debo decirte que Augusto, para casarse con la Noverca, envió la carta de divorcio a su mujer, Escribonia, el mismo día que esta traía al mundo a Julia, mi pobre madre. Una crueldad que disgustó a toda Roma. Augusto nunca quiso a su única hija, simplemente la convirtió en un instrumento para sus planes. Apenas esta cumplió catorce años, la hizo casarse con su sobrino Marcelo, al que había escogido como heredero. Pero Marcelo murió unos meses más tarde, cuando mi madre no tenía aún quince años. Augusto solo buscaba aliados seguros, pues toda su vida había estado amenazada por conjuras: Aulo Murena, un cultísimo jurista, y Fanio Caepio, descendiente de cónsules; y poco después Cornelio Cina, cuya familia había sido aliada de Cayo Mario; y Valerio Sorano, que era un noble samnita. Todos descubiertos, todos muertos. Augusto dijo que se sentía como un tigre sobre una roca, rodeado por una jauría de perros. Y enseguida casó a Julia con su amigo más seguro, el hombre que lo había ayudado a conquistar el imperio, mi padre.
»El general Marco Vipsanio Agripa tenía más de cuarenta años, otras mujeres y otros hijos en su pasado; y en aquellos días en Roma se dijo brutalmente: “Augusto regala mujeres a sus fieles como se regala un caballo”. Sin embargo, aquel gélido matrimonio de conveniencia se transformó, para sorpresa de todos, en una feliz y fértil familia.
»Pero, como sabes, mi padre murió pronto durante una guerra. Augusto dijo, acongojado, que había perdido su brazo derecho, “al hombre que ha dirigido todas mis batallas”, gemía. La Noverca, en cambio, no lloraba. Y le sugirió que, en todo el imperio, tan solo un hombre podía sustituir al gran Agripa, y era su hijo Tiberio. Había que convertirlo en el heredero del poder, desanimar a otros aspirantes, casarlo inmediatamente con Julia. Pero cuando murió mi padre, mi madre estaba embarazada; era la sexta vez en nueve años. Nadie había desobedecido nunca a Augusto, pero aquella vez ella se rebeló. Muchos la oyeron gritar que se estaba utilizando sin misericordia su vida, que no podían ligarla, al cabo de unas semanas de luto y con un niño recién nacido, al taciturno Tiberio, que era, por encima de todo, hijo de la Noverca, la segunda y odiosa mujer de su padre.
Lo que Agripina, tras un tortuoso silencio de años, estaba contándole finalmente a Cayo, en su época había sido el cotilleo más sonado de Roma. Y muchos habían reído abiertamente, pues, de forma inesperada, Tiberio también se había rebelado contra aquella boda. En realidad, ya estaba casado, y para sorpresa general había declarado en público que lo estaba felizmente, con una mujer de temperamento moderado y severa como él. Y no aceptaba dejarla. Además, esta era, en aquella demencial trama de parentescos, la hija del primer matrimonio del difunto Agripa. Y Tiberio había alzado la voz para pronunciar una frase que dio la vuelta a Roma: «¿Voy a tener que divorciarme de la hija de Agripa para casarme con su viuda?».
Pero, mientras que la capital del imperio seguía divertida aquel insólito debate familiar, Augusto había declarado solemnemente: «Yo pienso en Roma con una perspectiva de siglos, no de los escasos años de nuestras vidas», y semejante frase no admitía réplica. Pocas ceremonias nupciales, desde luego, habían sido tan fúnebres como aquella.
Agripina, que de jovencita se había encontrado como recalcitrante padrastro a Tiberio, concluyó:
—Sé que él obedeció llorando, y cuando casualmente volvió a ver a la mujer que lo habían obligado a dejar, miró para otro lado.
Y en secreto continúa llorando.
La frase entraría, prácticamente con las mismas palabras, en los libros de historia.
Cayo no decía nada. Que un hombre como Tiberio hubiese llorado era inimaginable; pero quizá era verdad. Y el absurdo matrimonio no podía durar. Tiberio acabó por dar un portazo y se marchó a la lejana isla de Rodas. La gente murmuró que Augusto había descubierto ciertas intrigas políticas y comenzó a llamarlo «el exiliado de Rodas». Los populares proclamaron que la triunfal carrera de Tiberio había acabado.
Sin embargo, eran palabras imprudentes, porque en el Palatino seguía estando la Noverca. Solo la contemplación (si puede decirse así) de ese demencial árbol genealógico transmite una idea del infierno que anidaba en el seno de la esplendorosa y riquísima familia imperial. Y por encima de todos sobresalía ella, que era a la vez la mujer de Augusto, la madrastra y después suegra de Julia, la abuelastra de Agripina y de sus hermanos muertos, la bisabuela de joven Cayo y especialmente la madre de Tiberio, y que sorprendería serenamente a todos los demás por llevar, con infatigable lucidez criminal, a su hijo al imperio y mantenerlo en él.
Y, como coincidieron en escribir los historiadores de la época, su mente, «una mente como la de Ulises», desarrollaba con laberíntico cinismo planes a muy largo plazo.
«Lex Julia de pudicitia»
—Nuestra casa, esta, era la más espléndida de Roma en aquella época —recordó Agripina, aunque era un recuerdo doloroso—. Mi madre, Julia, y mis tres apuestos hermanos, los nietos de Augusto…, tres como vosotros…, eran obstáculos en el camino de Tiberio. Reunían aquí a montones de amigos, familias que tenían antiguos vínculos con la nuestra, recuerdos de luchas comunes. Eran los hijos de aquellos senadores y équites masacrados inermes en Perusa, los partidarios dispersos de Marco Antonio. Estaba Cornelio Escipión, descendiente del conquistador de Cartago, Apio Claudio Pulcro, que había sido adoptado por Marco Antonio, Sempronio Graco, descendiente de tribunos de la plebe, y Quinto Sulpiciano, el cónsul… No olvides estos nombres, escríbelos y escóndelos.
—No los olvidaré —aseguró Cayo con calma—. Aunque no escriba nada, no se me olvida. Me he dado cuenta de que, si repites tres veces en un día, a diferentes horas, una serie de nombres o de fechas, ya no se te olvidan.
—Mientras tanto, la Noverca vertía veneno todos los días en el ánimo de Augusto. Le decía que mi madre y mis hermanos gastaban sumas astronómicas, vivían desordenadamente, conspiraban con sus enemigos. Mi madre no podía defenderse porque ni siquiera sabía de qué se la acusaba. Algunos senadores trataron de intervenir, pero Augusto contestó que su hija y sus nietos eran la desgracia de su vida. Entonces mi madre, en vista de que no lograba hablar con él en persona, le escribió, desesperada, diciendo que la Noverca quería destruir su familia para elevar al poder a Tiberio. No obtuvo respuesta. Se enteró de que aquella carta había caído en manos de la Noverca y de que, mientras Augusto descansaba en su pequeño jardín, esta le había dicho: «En torno a tu hija se ha congregado un nido de víboras, una conjura para destruir a Tiberio, el único hombre que te es fiel de verdad». Augusto había contestado cansadamente que no podía hacer nada: todo el imperio habría sabido que en el corazón de Roma y en su propia familia se había congregado contra él una masa de enemigos. Pero la Noverca había replicado: «Perdona que insista, pero no es necesario acusarlos de complot. Posees un arma potentísima para librarte de ellos en silencio, un arma que tú mismo has construido: la Lex Julia de pudicitia».
Augusto —ante el impasible desentendimiento de la Noverca había cultivado toda su vida intrigas femeninas, como la larga y clamorosa relación con la mujer de su querido amigo Mecenas. Sin embargo, al envejecer— como muchos célebres libertinos, que subliman el avance de la edad en un austero arrepentimiento había decidido sanear las costumbres de los romanos y defender la cohesión económica y social de las familias aristocráticas, valioso vivero de generales y senadores.
Así pues, había concebido una ley extraordinariamente dura sobre la moralidad privada. Había escrito el borrador él mismo; sus juristas la habían blindado; los senadores la habían votado con el aplauso de los moralistas y el horrorizado pero inevitable consenso de los demás. La habían llamado Lex Julia de pudicitia et de coercendis adulteriis.
El principal efecto de la ley —que en teoría debía defender la pudicia e impedir el adulterio— había sido la adopción de una cauta prudencia por parte de los culpables para continuar con sus viejas costumbres y la aparición de una difusa complicidad a fin de silenciar los escándalos y dirimir las controversias entre las paredes de casa. Pero la ley, no en vano fruto de la sutil mente de Augusto, declaraba el adulterio delito de «acción pública». Cualquiera, inmiscuyéndose en los asuntos de los demás, podía denunciarlo, y los tribunales estaban obligados a perseguirlo. La ley se había transformado enseguida en una dúctil arma de chantaje tanto económico como político con consecuencias terribles, ya que sobre los culpables caía una condena de destierro a desagradables lugares lejanos y, en casos escandalosos, incluso la muerte.
Agripina dijo que Augusto no había reaccionado al oír las palabras de la Noverca.
—Pero sabemos que ella se echó a reír. «Todos callan porque Julia es tu hija. Pero tú no puedes permitir en tu familia lo que has prohibido justamente en las familias de los demás. Y los honestos de todo el imperio admirarán tu dolorosa justicia». Augusto dijo que quería descansar y cerró los ojos. Mi madre no lo creyó cuando se lo contaron, pero de repente Augusto la convocó por escrito: se la acusaba de haber violado aquella tremenda ley. Junto a su nombre figuraban los de importantes familias senatoriales, todos populares, nuestros amigos. Entonces recordamos las palabras de la Noverca en su pequeño jardín y esta casa se llenó de terror. Mi pobre madre comprendió que había comenzado una persecución sin tregua contra ella. La condujeron al Palatino. No volví a verla.
Por primera vez en su joven vida, Cayo experimentó la sensación física, envolvente, de un peligro mortal.
Agripina dijo que, para evitar el riesgo y el escándalo de un proceso público, los juristas imperiales habían lidiado hábilmente con las leyes hasta encontrar una, dictada por lo menos cinco siglos antes y llamada «de patria potestate», que concedía al pater familias, el padre, potestad de vida y de muerte sobre todos sus familiares. Es decir, Augusto podía, muy oportunamente, procesar a su hija en secreto, sin testigos y sin defensores.
—Lo que se dijeron Augusto y mi pobre madre en un juicio tan bárbaro no lo he sabido nunca.
Contra los otros acusados se aplicó, en cambio, una ley que Augusto había ideado para consolidar su poder absoluto y que una mayoría distraída, asustada o cómplice había aprobado apresuradamente: el princeps —es decir, él mismo— podía arrestar, juzgar y condenar a puerta cerrada, sin garantías y sin posibilidad de apelación, a los culpables de delitos contra «la seguridad del imperio», estando obligado únicamente a informar de ello, una vez los hechos consumados, a los senadores. Una ley que suscitaría a lo largo de los siglos cientos de dictatoriales imitaciones.
—Después de ejecutar las sentencias, Augusto arrojó los nombres de los acusados ante todo el imperio. El primero fue Julio Antonio. ¿Sabes quién era?
—No me habéis contado nunca nada —murmuró Cayo.
—Era el hijo primogénito de Marco Antonio. Como era huérfano, había crecido con nosotros. Quería mucho a su padre y ardía de deseos de vengarlo.
—No me extraña —dijo Cayo.
Aquel frío laconismo produjo cierta alarma en Agripina.
Julio Antonio murió al cabo de muy poco. Dijeron que se había suicidado, pero todos murmuraron que lo habían matado. La segunda víctima fue Sempronio Graco. Después de un siglo, su familia todavía espantaba a los optimates.
De hecho, esa familia, queridísima por el pueblo, había intentado fraccionar las inmensas tierras conquistadas, el ager publicus, en pequeñas propiedades de cultivadores y había sido masacrada en aquella famosa y sanguinaria revuelta.
—Augusto lo desterró a una isla pedregosa del mar de África. Y allí, diecisiete años más tarde, lo mataron.
Una fuerte presión de la memoria hizo a Cayo recordar al correo llegando al castrum bajo la lluvia, desmontando del caballo enfangado y, sin quitarse la lacerna chorreante, anunciando el asesinato de un prisionero inerme en una isla lejana. Había oído aquel nombre una sola vez, pero se le había grabado en el cerebro. Guardó el recuerdo para sí mismo.
Entretanto, Agripina proseguía aquel atormentado relato con dificultad y, ante la muda y demasiado adulta atención de su hijo, no sabía concluir las frases.
—En aquellos días yo tenía doce años. Y mientras en estas estancias nosotros nos moríamos de angustia y de vergüenza, en Roma muchos reían.
En aquellos días, en toda Roma se comentaba que esos hombres y la hija de Augusto, además de haber cometido infinitas y vergonzosas irregularidades privadas, se habían abandonado a una orgía colectiva en el Foro Romano, junto a los Rostra, la histórica tribuna de los discursos oficiales, e incluso en el sagrado recinto de Marsias. La acusación dejó atónitos a los senadores, pero, mientras que los populares se sentían turbados, los optimates, a quienes convenía mostrar indignación, se indignaron clamorosamente. Un solo senador, anciano y valiente, se puso en pie y dijo: «No lo he entendido». Creyeron que se refería al oído debilitado por la edad, pero él lo aclaró: «No he entendido por qué unos acusados de haber violado la ley De pudicitia con la hija de Augusto y que, por lo tanto, debían haber sido sometidos a un proceso público ante el tribunal senatorial, han sido juzgados y condenados en secreto, aplicando la ley contra los delitos de subversión». No le contestó nadie. En cambio, alguna mente cáustica observó que, para gente acostumbrada a las villas más espléndidas del imperio, la orgía en el recinto de Marsias debía de haber sido una aventura tremendamente incómoda. En aquel sagrado pero reducidísimo espacio, efectivamente, además de la gran estatua se apiñaban tres exuberantes, centenarias, voluminosas e igualmente sagradas plantas: una higuera, una vid y un olivo.
—Me enteré por un oficial de que, cuando fue trasladada a Pandataria, mi madre dijo: «Nunca he olvidado que soy la hija de Augusto. En cambio, mi padre ha olvidado que es Augusto».
Cayo, sin hacer comentarios, preguntó:
—¿Y en Roma no reaccionó nadie?
La única que había manifestado en público, con desprecio, que aquellas acusaciones falsas ocultaban una terrible lucha por el poder había sido la primera —y ampliamente traicionada— mujer de Augusto, la madre de Julia, Escribonia.
—Después de aquel cruel divorcio, se había mantenido al margen con dolorosa dignidad. Pero cuando se produjeron estos acontecimientos conmovió a toda Roma al declarar que quería acompañar en el destierro a su inocente hija. Y lo hizo, y permaneció a su lado hasta la muerte. Entonces también el hijo de dieciséis años de Sempronio Graco proclamó que su padre era inocente y quiso partir a aquella isla con él. Y la gente dijo que semejantes sacrificios no se hacen por alguien que ha traicionado a la familia. De hecho, el pueblo de Roma salió a la calle, y todos gritaban: «¡Julia libre!», y Augusto mandó a los pretorianos para que los dispersara. Al final se vio obligado a trasladar a mi madre de aquella desesperante soledad de la isla a tierra firme, a Reggio. Pero ella no pudo escribirnos nunca, nunca pudimos verla, solo transmitir algún menaje, de viva voz, a través de algún amigo de confianza… Le hicieron saber que sus tres apuestos hijos varones, los hijos de su amor on Agripa, mis hermanos, habían sido asesinados uno tras otro.
Mientras tanto, Augusto envejecía. En cuanto a Tiberio, había regresado a Roma y se había encerrado en la villa del monte Esquilino que Cilnio Mecenas le había dejado a Augusto, con sus colecciones de arte y sus preciosos jardines. Se pasaba el tiempo leyendo a filósofos e historiadores griegos. Se decía que su pasión era el estudio de la astrología oriental. Se había traído de Rodas a un astrólogo griego, un tal Trasilo. Sus partidarios susurraban que este le había predicho el imperio. Y los últimos peligros para él eran mi hermana Julia Menor y su marido, Emilio Paulo, que frecuentaban a los hermanos, los hijos y los amigos de aquellos a los que habían matado o se consumían en el exilio. Eran magistrados, senadores, tribunos, e intentaban luchar porque sabían que los destruirían. El más amable de todos era Publio Ovidio, el poeta. Pero un día, de repente, los atacaron con acusaciones escandalosas, iguales a las que habían destruido a mi madre. Ovidio fue exiliado a Tomis en pleno invierno, un viaje devastador por mar y por tierra, y se encargaron de que muriera en el exilio. «Tan solo una terrible mente femenina puede usar semejantes artes», dijo Aurelio Cotta la última vez que lo vimos. Mi hermana también fue cubierta de fango, sufrió la misma tortura que mi madre. Su marido fue ajusticiado. Alguien tuvo el valor de decir con ironía que quizá había cometido adulterio con su mujer. No obstante, ordenaron borrar su nombre de las inscripciones y las lápidas. Y aquel anciano e indomable senador protestó: «La damnatio memoriae solo se aplica en caso de delitos contra la República, no por excesos privados. La verdad de este proceso se nos oculta». Pero entonces ya era de edad muy avanzada; su voz era débil, y nadie le prestó atención. Después nos enteramos de que muchos senadores y magistrados se habían exiliado de la noche a la mañana. Y a los sorprendidos romanos les contaron que se habían ido por iniciativa propia. Toda Roma rio con la historia de los senadores que se infligían el exilio ellos mismos. Pero la mentira se había inventado para que no se supiera cuántos rebeldes había y lo importantes que eran. A mi hermana, a fin de que se dejara de hablar de ella, la desterraron muy lejos, a Trimerum, en el Adriático. Estaba embarazada, y al hijo que dio a luz allí, un varón, un heredero de la sangre de Augusto, se lo quitaron. Luego Tiberio robó el imperio y se vengó brutalmente. Le quitó a mi madre incluso la pequeña renta asignada por Augusto, le prohibió ver a nadie, salir de aquella miserable casa donde estaba relegada. Su odio no se aplacó hasta que la encontraron muerta en el suelo.
Apretó las manos una contra otra; las retorcía hasta que los nudillos de los dedos se ponían blancos.
—A mi hermana no he vuelto a verla; continúa aislada allí… Y no se puede hacer nada. Tiberio ha transformado esas islas en prisiones inaccesibles. Solo puedes desesperarte, ir allí con el pensamiento todas las mañanas. —Se tragó las lágrimas—. Soportar aquellos días fue difícil. Yo era muy joven, y estaba sola. Pero después de todo eso vino tu padre a salvarme. Y no nos separamos nunca. Solo para hacer ese viaje a Egipto. Ahora ya sabes por qué me viste llorar aquella noche en el castrum. —Se levantó y se ajustó, estremeciéndose, el manto de lana—. No te servía de nada este dolor antes de tiempo, hijo mío.
Cayo también se puso de pie.
—Te agradezco que me lo hayas contado —contestó. Su madre lo miraba—. ¿Cómo podías pensar que era bueno para mí no saber? —preguntó.
Ella meneó la cabeza.
—Todo esto indica claramente —dijo él— que, después de tantos asesinatos, contra Tiberio y sus cómplices solo quedamos nosotros. Y no nos perdonarán.
Ella no decía nada. El chiquillo le dirigió una larga mirada cuya expresión ella no comprendió.
—No sé hasta qué punto son conscientes mis hermanos de este peligro.
El diario de Druso
En el monte Vaticano, Agripina, en su implacable viudedad sin lágrimas, estaba convirtiéndose, junto con sus tres hijos varones, en un símbolo y un mito. «Tres, como sus hermanos muertos —decía la gente—. La estirpe de Augusto y de Germánico está renaciendo». Aquellos tres varones parecían, en efecto, una espléndida venganza del Hado. Se parecían tanto entre ellos que el mayor se veía en los pequeños a sí mismo años atrás, y los otros dos veían en él su futuro. «Cuando los hermanos se parecen tanto —decía la vieja nodriza— es que el amor del padre y la madre ha sido siempre cálido y profundo como el primer día». Nunca una pelea, uno de los enfrentamientos corrientes en la adolescencia. En lugar de eso, el aura de peligroso odio que descendía del Palatino los unía en una comunidad psíquica y mental que se manifestaba mediante gestos y miradas. Tres varones fuertes, guapos, del precioso semen de su padre perdido, del seno generoso de su bellísima madre. «La mujer más guapa de Roma, la más fuerte del imperio», le decían, estrechándola los tres a la vez en un abrazo que los asfixiaba. Sus brazos adquirían fuerza de mes en mes, la estatura de Druso y de Cayo aumentaba. Era un arrebato de orgullo: «Los tres, los futuros amos del mundo que nos han robado». Y ella guardaba silencio en el abrazo, que era —multiplicado, envolvente, calidísimo— el que había perdido de Germánico.
Pero, sin que ella se percatase, sus hijos emergían de la muerte del padre irreconociblemente cambiados, hasta el punto de que la vida de sus pequeñas hermanas estaba completamente separada de la suya.
El primogénito, Nerón, con la fama del nombre familiar se había hecho un heterogéneo círculo de amistades, simpatías políticas, muchos ingenuos seguidores, algunos insidiosos arribistas. En torno a él se congregaba el partido perseguido y en gran parte disperso de los populares, a los que muchos llamaban entonces Julianos. A Tiberio aquello le parecía más peligroso de lo que merecía, mientras que a los viejos amigos de Germánico les inspiraba esperanzas infundadas.
El segundo, Druso, se hallaba sumido en una melancólica desconfianza y permanecía horas encerrado en su habitación. Cuando le preguntaron en qué invertía el tiempo, respondió que estudiaba a los grandes juristas de la República y, con mordaz impaciencia, declaró que Roma necesitaba algunos.
A Cayo, en cambio, el dificultoso descubrimiento de la terrible historia familiar, comenzada a fragmentos en el castrum y completada más tarde con las imprecisas confidencias de muchas voces distintas, le había inyectado un furioso impulso de supervivencia y una implacable, aunque confusa, voluntad de futuras venganzas. Si nombraban a la soberbia familia de Calpurnio Pisón, hacía como si no hubiera oído. «Se me escapa —pensaba el preceptor Zaleucos—. Su mente toma caminos que yo no conozco».
—Cuando andas por el jardín, aprietas los puños —le dijo su madre—. ¿Por qué?
Él se echó a reír, pero se dio cuenta de que era verdad. Al caminar, movía los brazos libremente, pero los puños estaban cerrados y las uñas se clavaban en la carne. Y se percató de que en la palma izquierda le habían quedado las señales.
El único sentimiento que entonces le producía alivio, fantaseando, era la venganza. Pero de eso todavía no se daba cuenta nadie. Su semblante era dulce y amable, sus sonrisas desarmaban a cualquiera, sus silencios parecían melancolía. Sin embargo, su pensamiento esencial y constante era identificar, con todos los rostros y los nombres, a los despiadados protagonistas. Y mientras pasaba los días buscando, indagando, escuchando, reflexionando, descubrió que su hermano Druso escribía en secreto un commentarius, una especie de diario.
—¿Qué recoges en esos escritos? —preguntó.
—Lo que me ha sucedido el día anterior —respondió su hermano con brusca ironía, antes de coger el codex y guardarlo en su bargueño.
Así que Cayo, en silencio, prestó atención y vio que todas las mañanas Druso pasaba media hora a solas escribiendo. Escribía con lentitud, reflexionando entre frase y frase pero sin arrepentirse de lo que había escrito, pues no tachaba casi nada. Hasta que un día se marchó apresuradamente y dejó el codex abierto sobre la mesa, con la tinta todavía fresca en las últimas líneas.
Cayo se inclinó sobre el codex y, en el silencio de la biblioteca, lo hojeó con delicadeza. Y vio que no contenía los pequeños sucesos personales del día anterior, sino que en él se trazaba, hora a hora, una alucinante historia secreta del imperio de Tiberio. Y su peligrosidad era incalculable. El texto, dividido en párrafos, estaba cargado de fechas anotadas con diligencia y se remontaba a los años en que Cayo vivía en el Rin con su padre, en la protectora segregación del castrum. Druso, entonces adolescente, había comenzado cada relato con la frase: «A fin de que se conserve el recuerdo…».
Cayo leyó un título que parecía el anuncio de un relato, una fabula: «Historia de Apuleya Varilia, nuestra bella prima, que lleva imaginativos peinados, es amante de las joyas y viste prendas de lino bordado en Egipto».
Pero no era una fabula. «La otra noche, delante de muchos amigos, la bella Varilla dijo que, a causa del temeroso silencio de los ancianos, los jóvenes no saben nada sobre la verdadera vida de Livia, la Noverca. Dijo que quería contárnosla, y yo la transcribo aquí. Cuando la ahora octogenaria Noverca, que ha destruido nuestra familia, entró en la vida de Augusto, tenía diecisiete años, otro marido y un hijo pequeño. Se llamaba Tiberio y en esos momentos nadie pronosticaba que dirigiría el imperio. Pero, además de eso, ella estaba embarazada. Y de ese nasciturus nadie se atrevía a aventurar quién era el padre. El escándalo, dijo Varilia, fue mayúsculo, porque el primer marido de la Noverca pertenecía a la histórica gens Claudia y había sido un enemigo declarado de Augusto durante el brutal asedio de Perusa. La amnistía le había permitido volver a Roma, pero los vencedores no le habían dispensado una buena acogida y se había visto relegado a un rincón y sin dinero. En tales condiciones, cuando Augusto intentó quitarle también a la mujer, solo pudo decir, con la tradicional soberbia de la familia Claudia, que se la llevara, porque él no sabía qué hacer con ella. Y según Varilia tenía razón, porque la jovencísima Livia había pasado rápidamente de los débiles brazos del exiliado derrotado a los fuertes del amo de Roma. Y mientras todos reían, Varilia añadió que en aquella época Augusto, afortunadamente para él y para Livia, aún no había escrito la ley contra el adulterio. Es más, había pedido una opinión oficial a las máximas autoridades religiosas: ¿era legítimo el tempestuoso divorcio de una mujer embarazada y su posterior e inmediato matrimonio? Y el niño que iba a nacer, y del que, como he dicho, nadie se atrevía a decir quién era el padre, ¿qué status tendría? Tratándose en cierto modo de un tema teológico, la respuesta de los sabios religiosos había sido cauta y abierta a varias interpretaciones. En cualquier caso, insatisfactoria para todos».
Cayo leía deprisa e iba descubriendo en su hermano un inimaginable mundo interior, una ironía mordaz e imprudente. En el silencio, se volvió y miró hacia atrás. «Un escrito como este, en esta casa, es motivo de una condena a muerte», pensó. Caminó hasta el fondo de la sala y, en el rincón, continuó leyendo al tiempo que vigilaba desde lejos la entrada.
«Varilia dijo que las leyes no permitían a Augusto reconocer como suya a aquella criatura, dado que oficialmente había sido concebida en la casa marital. Para alivio de todos, el molesto marido Claudio había muerto poco después». Y Druso comentaba: «El relato de Varilia nos pareció una antigua intriga libertina, pues desde entonces han pasado sesenta años. Sin embargo, todavía es una historia peligrosa, porque la vieja comúnmente llamada Noverca está viva, goza de buena salud y es la madre del emperador. Y la pobre Varilia no sabía que, entre los que reían escuchando su relato, fingía reír una espía de la Noverca. Se enteró ayer, cuando le abrieron un proceso por ofensa a la majestad imperial». El diario tembló entre las manos de Cayo. «Y puesto que la competencia sobre tales delitos es del Senado en sesión plenaria, todos los presentes en aquella infausta velada fueron presa del terror. Algunos, para que se olviden de ellos, han escapado a sus villas del campo. El proceso se ha abierto con Roma dividida, como de costumbre, entre los que apuestan por la inocencia y los que apuestan por la culpabilidad. Pero, al término de una sesión encendida, Tiberio ha escrito a los senadores —también en nombre de la Augusta, su noble madre— que perdona a Varilia esas habladurías inconsistentes».
Hasta aquel punto, Cayo había leído ansiosamente, de pie en aquel rincón, con el codex entre las manos. Se sentó despacio.
«… Parecía que el proceso ya no tenía razón de ser. Pero, mientras todos se preparaban para salir, un testigo inesperado y en apariencia desprevenido ha dicho que la incauta adúltera no era la anciana Livia sino la locuaz Varilia, y no hace sesenta años sino ahora, con un tal Manlio, un joven constructor veliterno, bromista zafio y productor de vinos tintos en las faldas del monte Artemisio. Un escándalo manejado con tanto arte ha indignado a los que apostaban por la culpabilidad y tapado la boca a los otros. El tribunal senatorial se ha declarado en el deber de proceder de oficio, en aplicación de la ley sobre el adulterio. “Tenemos las manos atadas”, han dicho los senadores mientras ocupaban de nuevo sus escaños. Tiberio ha comunicado que no estaba en su poder perdonar delitos de ese tipo. Y Varilia, que se había expuesto a ser condenada a muerte por haber hablado de adulterios ajenos, aunque ha negado desesperadamente la acusación, ha sido condenada al destierro por el adulterio propio. Su familia está destrozada por el escándalo. Pero —concluía Druso— creo que su única y verdadera culpa es su parentesco con nosotros».
Cayo pasó despacio a la página siguiente.
«Quiero escribir hoy, a fin de que se conserve el recuerdo —comenzaba—, el caso de Escribonio Libo, joven de veintidós años. Y para quien me lea dentro de un siglo o dos, añado que es el nieto de Escribonia, la primera mujer de Augusto, la madre de la pobre Julia, la que acompañó a esta en su exilio. Pues bien, el infortunado muchacho fue acusado de complot contra la República. El proceso fue instruido con clamor, pero la acusación era anónima, además de débil y confusa. Estaban a punto de absolverlo, pero entonces han aparecido nuevos testigos que han hablado de ritos mágicos y encantamientos contra el emperador. Un juego fácil, en vista de la cantidad de supersticiones sirias y caldeas que Tiberio ha traído de sus viajes. Parece una acusación estúpida. Sin embargo, es tremenda, porque los ritos mágicos son, evidentemente, operaciones secretas. ¿Cómo puedes encontrar a alguien que garantice que no los has realizado nunca? Ese muchacho perderá la vida», había anunciado Druso.
El diario quedaba interrumpido con un borrón y era reanudado con fecha de siete días más tarde.
«El proceso del pobre muchacho ha sido horrible: declaraciones de esclavos arrancadas bajo tortura, delaciones de falsos amigos, aterrorizadas asambleas de senadores. Y Tiberio, con su despiadada presencia en la sala, ha inspirado tal miedo que el acusado, pese a haber suplicado de puerta en puerta entre sus poderosos amigos de antes, no ha encontrado un solo abogado que lo defendiera. Desesperado y aterrado, esta noche, primera de la sentencia, se ha cortado el cuello».
Cayo dejó el codex. El poder que había matado a su padre y a esos parientes a los que no había conocido era una bestia negra, agazapada en no se sabía qué rincón. Ser joven e inocente, estar indefenso no tenía ningún valor; solo contaba la calidad de la sangre que corría por sus venas. «Yo quiero vivir —pensó con rebeldía—. Vivir a toda costa, vivir. No me tendréis». Se dio cuenta de que se había clavado las uñas en la palma de la mano. Respiró, cogió el codex y lo guardó en el bargueño. Entonces vio a Druso entrar apresuradamente por la puerta del fondo.
—Si buscas tu diario —dijo—, lo he guardado en su sitio.
Druso no replicó. Por primera vez intercambió con su hermano menor una mirada de adultos.
—Lo único que me da miedo es lo que dirán de nosotros dentro de doscientos o trescientos años —dijo después—. La historia la escriben los vencedores.
Desde aquel día, Cayo pudo acercarse mientras él escribía, colocarse en silencio a su espalda, leer una tras otra las palabras que salían de los movimientos iguales y ordenados del calamus. Un secreto exclusivamente de ellos dos, en la silenciosa biblioteca que había sido el refugio de Germánico.
La cueva de Sperlonga y la carrera de Elio Sejano
En aquellos días el emperador Tiberio descubrió en el bajo Lacio, cerca de Fundi, un tramo de costa impracticable, sembrada de arbustos bajos, que descendía hasta el mar. En la orilla se abría una profunda y escabrosa caverna que los contemporáneos llamaron justamente spelunca y el dialecto local transformó en Sperlonga.
De las rocas de la spelunca brotaban algunas finas venas de agua fría. Invisible desde tierra, al lugar se llegaba por un único camino, bien vigilado, abierto en el precipicio. «Nadie que no quiera morir en el acto puede caminar por esa pendiente», decían los marineros. De hecho, el neurótico recelo de Tiberio se calmó porque sabía que no había ningún paso a su espalda, solo una firme pared de roca. Así pues, allí dentro montó un umbroso y a la vez inaccesible triclinio estival.
Se decía que, mil años antes, por allí había navegado Ulises. Al fondo del golfo, efectivamente, emergía la montaña mágica de Circe, la maga: el monte Circeo.
Tiberio hizo decorar la caverna con gigantescas esculturas del finito de Ulises: luminosos mármoles blancos contra las oscuras y húmedas rocas. Pero los mitos que se habían elegido eran los más siniestros. Al fondo, en un nicho, yacía el inmenso cuerpo de Polifemo durmiendo borracho, y Ulises se acercaba para dejarlo ciego con la estaca ardiente. En la esquina opuesta, el sacerdote Laoconte y sus jóvenes hijos se retorcían entre los anillos de las serpientes marinas. En el centro, el agua que brotaba de la roca alimentaba un fresquísimo estanque circular, pero del agua emergía, en un enorme grupo marmóreo, el monstruo Escila. La escultura, naturalmente escogida por Tiberio, era casi una representación de su cada vez más vivo rechazo de las mujeres: el rostro era dulce y sonriente, pero el bello torso femenino se dilataba, de la cintura para abajo, en una maraña de tentáculos que envolvían a los marineros de Ulises para devorarlos.
En aquella spelunca, la muerte pasó junto a Tiberio mientras le servían la comida. Un temblor arrancó de la bóveda una lluvia de piedras. Todos huyeron, algunos fueron aplastados, y el emperador, al que ya le costaba moverse, tardó en reaccionar. Pero un oficial se precipitó sobre él para protegerlo; lo empujó a un rincón y arqueó los músculos de los brazos y de la espalda, haciendo puente sobre él con su cuerpo.
De modo que a Tiberio, en el momento en que creía que iba a morir, se le grabó en la mente el rostro del tribuno militar Elio Sejano. Y este, en aquel instante de riesgo, se ganó confianza e influencia, escaló puestos en la jerarquía, conquistó un puesto privilegiado junto al emperador. Pero nadie imaginaba que iban a llegar años terroríficos para Roma.
El racimo de uvas
Una tranquila mañana, en la residencia vaticana, el joven Cayo estaba jugando con una nidada de pavos reales en la pajarera —un escape del horrible estado mental en que vivían— cuando Zaleucos le susurró con terror que habían detenido a Clutorio Prisco, escritor de pluma vivaz y antiguo compañero de Germánico, que con motivo del asesinato de este había compuesto a vuelapluma un poema doliente y rabioso que fue pasando de mano en mano.
Tiberio había abolido totalmente en Roma los antiguos comicios, es decir, las libres elecciones de los magistrados, y Clutorio había dicho con sarcasmo a los amigos que paseaban por el Foro:
—Id a ver: al pueblo romano se le ha quitado la voz. En los Saepta Julia, el recinto donde se votaba, ahora se celebran espectáculos.
Por desgracia, había hecho ese comentario cortante junto a un oyente peligroso. Se habían presentado en su casa antes del alba y se lo habían llevado.
Nerón, el hermano mayor, reaccionó con arrogancia.
—Es una acusación ridícula. Lo absolverán.
Cayo, en cambio, se alarmó muchísimo, pues el detenido era amigo íntimo de Nerón, vital e imprudente como él.
Y Agripina, con la angustiosa lucidez que le había hecho prever las desgracias de aquellos años, declaró:
—Este es el primer proceso contra nosotros.
Cayo miró a su madre, que se retorcía las manos como en el palacio de Antioquía, vio a sus hermanos que charlaban, inquietos, se acordó de su padre: «Si no es necesario hablar, calla. Nunca sabes realmente a quién diriges tus palabras».
—Entremos en casa —susurró—. Podrían oíros.
En el tribunal, el poeta Clutorio Prisco se encontró con dos sorpresas. Lo acusaron de haber corrompido a unos funcionarios, lo que era falso; pero también de haber escrito —lo que era verdad— un cáustico libelo titulado In morte dell’imperatore, cuando este estaba todavía vivo. A modo de explosivo elogio fúnebre, el poeta había relacionado no solo los delitos políticos sino también las perversiones secretas, de las que entonces sabían poquísimo, empezando todas las estrofas con un irónico: «Nosotros, con la muerte de Tiberio, lloramos por haber perdido…». Y había recitado la composición en un corro de amigos.
Druso abrió el diario y empezó una página nueva.
«En nuestros tiempos, el delito llamado crimen majestatis —traición contra la majestad del pueblo romano, es decir, revuelta armada, conspiración, colaboración con el enemigo—, delito que se pagaba con la vida, ha sufrido una venenosa ampliación jurídica. Como primer paso, Augusto ha modificado la ley para protegerse más a sí mismo que proteger al Estado. Y nadie ha reaccionado. Después, los sutiles juristas de Tiberio han definido como delitos castigados con la pena capital no solo los atentados y las conjuras, sino también los escritos y hasta los comentarios referidos del modo que sea a la “Majestad” imperial. Así, esta ley es el instrumento perfecto, y sin riesgos, para destruir a un adversario. Pero no debe usarse sola. Tiberio nos ha dado una gran lección jurídica: para estar seguros de que un acusado no sale indemne, hay que unir, a la acusación de haber violado la ley De majestate, una segunda acusación escandalosa: concusión, adulterio, magia negra. Si se hablara solo de conspiración, Roma se sublevaría. Pero si el imputado es también un ladrón, o un libertino, o un envenenador, nadie se conmueve. Es el teorema de Tiberio». Al escribir esto, Druso no preveía que a lo largo de los siglos el Teorema encontraría un gran número de desaprensivos, aunque no siempre hábiles, imitadores.
Los senadores se reunieron servilmente para procesar al pobre poeta. Alguien observó que la única ocupación que le quedaba al Senado de Roma —que había deliberado acerca de la guerra contra Cartago, Pirro y Mitrídates— era instruir procesos de ese tipo. «La libertad de palabra ha sido suprimida incluso entre las paredes de casa». Pero aquel miedo sin rostro ya los envolvía a todos.
Druso escribió: «… Y puesto que todos —salvo el imputado— tenían prisa por acabar, en un solo día escucharon testimonios falsos o inducidos por el terror y pronunciado la sentencia. Antes de la noche se ejecutó al condenado». Sus breves obras —el afectuoso Lamento en memoria de Germánico y el humorístico Libelo sobre Tiberio, aunadas por la misma censura—, fueron quemadas en la plaza, en una pequeña y rápida hoguera. Un ejemplo que también sería muy seguido en el futuro, aun cuando alguien advirtiera que la mejor ayuda que se puede prestar a la difusión de una idea es intentar prohibirla.
Después de aquello, los amigos fueron espaciando poco a poco las visitas a la silenciosa residencia de orillas del río. Muchas salas comenzaron a volverse demasiado grandes, vacías y desprotegidas, y permanecieron cerradas durante semanas porque el pequeño núcleo familiar no se sentía con ánimos de entrar. Pasear por los jardines se convirtió en un continuo escrutar entre los setos, un hablar en voz baja. Las sombras se tornaron insidiosas, las horas de oscuridad, larguísimas. Se hizo insoportable la luz oscilante de las antorchas, el paso de los centinelas de guardia. Pero no existía ningún otro lugar donde Tiberio hubiera permitido a la familia de Germánico encontrar descanso.
Y una mañana el impulsivo Nerón esperó en vano a otro viejo amigo, el fuerte y fiel Cretico que había estado al lado de Germánico en Siria, pero al que Tiberio había apartado fulminantemente de él. «Cuando lo veo llegar —había dicho Cayo a sus hermanos—, instintivamente miro más allá de él, como si esperase que viniera nuestro padre. Siempre lo precedía unos pasos». Pero Cretico había sido también el durísimo instigador del proceso contra Calpurnio Pisón, el envenenador de Germánico.
—Lo han detenido antes del amanecer —anunció Druso.
Con habilidad policial, la devastadora sorpresa del arresto y del proceso inmediato confundía la mente del acusado, no daba tiempo a testimonios y defensas. Y mientras Nerón maldecía, Cayo se alejó en silencio hacia la biblioteca. Pensó que, después de la detención de Cretico, todas las puertas de su casa estaban abiertas de par en par, sin cerrojos y sin centinelas.
Druso se reunió con él.
—Han aplicado el teorema de Tiberio —anunció—. Desprecio hacia la majestad imperial unido a concusión mientras ocupaba no sé qué cargo. —Cogió su codex y, mientras empezaba a escribir, miró a Cayo—. Concusión, ¿te das cuenta? Un hombre como Cretico… —Luego declaró con decisión—: Mi futuro será la defensa de las leyes. Roma ha construido sus leyes siglo a siglo, leyes para las relaciones entre tú y yo como individuos, para las existentes entre nosotros como individuos y la República, y entre la República y la gente. La fuerza de Roma y su gloria nacen de estas palabras. Porque todos saben que las leyes de Roma son más sólidas que las murallas de Babilonia. Y uno debe respetarlas para que ellas lo respeten a uno. En cambio… —Se inclinó sobre la hoja—. Mientras escribo estas líneas, sé que están conduciendo a Cretico ante los senadores. —Dejó el calamus y se levantó—. Ya verás —dijo—, terminaremos el relato mañana.
Cayo paseó por los jardines hasta el río. El murmullo del agua era igual que el del Orontes, alrededor del palacio de Epidafne. El pobre Zaleucos lo miraba desde lejos; se sentía inútil, cargado de una cultura antigua, derrotada y ya agonizante en aquel mundo feroz. Y ya no se atrevía a acompañar a su querido Calígula si él no lo llamaba.
El proceso contra Cretico duró, efectivamente, un día: debido a su fama como soldado no se atrevieron a matarlo y lo condenaron al destierro. Pero, con despiadada cobardía, escogieron para él una lejana isla del Egeo, árida y casi sin agua, en el archipiélago de las Cícladas: Giaros.
—No volveremos a verlo —dijo Agripina. Cerró los ojos y apretó los párpados, enrojecidos: esa era ahora su forma de llorar—. Nadie ha regresado vivo de esa isla —añadió.
Y Druso escribió: «Te acostumbras al delito, dejas de indignarte, te vuelves prudente. Cada cual teme que le suceda lo mismo que a los demás. Todos nuestros amigos son condenados, uno tras otro; y su terrible culpa es la fidelidad. El viejo y valeroso grupo de los populares es despojado poco a poco de sus hombres, igual que se arrancan los granos de un racimo de uvas».
El hijo de Graco y el nuevo «Castrum Praetorium»
Justo entonces apareció en Roma, y recorrió el Foro de Augusto, un cuadragenario vestido modestamente, con el rostro quemado por un sol ardiente, al que nadie reconocía. Pero antes de que hubiera pasado una mañana los romanos empezaron a señalárselo unos a otros: era el hijo de aquel Sempronio Graco envuelto en el proceso contra Julia, que siendo muy joven había acompañado a su padre al destierro en la isla de Kerkennah.
Agripina dijo, emocionada:
—Cuando se llevaron a mi madre, nosotros, mis hermanos y yo, estábamos aquí, en esta casa, como ahora. Y de pronto llegó el hijo de Graco…, entonces tenía tu edad, Cayo…, y anunció tranquilamente: «He venido a despedirme. Me voy a la isla con mi padre». Y fue tal el clamor en toda Roma que el mismo día una nueva ley prohibió acompañar a un condenado a la relegación o al exilio.
Ahora, caminando por Roma tras una larga y silenciosa ausencia, aquel hombre, irreconocible a primera vista, reavivaba peligrosamente el recuerdo de cómo habían asesinado a su padre.
—He hablado con él —dijo Druso a sus ya poquísimos amigos— y me ha contado cómo murió su padre. De repente desembarcó en la isla un oficial, uno de esos leales ejecutores de delitos, con sus hombres. Graco estaba sentado sobre una roca frente al mar, solo. Su hijo trenzaba cestas de mimbre, como hacía desde los diecisiete años para sobrevivir. El oficial le dijo a Graco que Julia había muerto y que solo quedaba vivo él. Su hijo soltó la cesta en la que estaba trabajando y acudió corriendo; el oficial ya estaba leyendo la sentencia. Graco pidió tiempo para escribir una carta de despedida a su mujer, Aliaria, que durante diecisiete años le había sido fiel. Después abrazó a su hijo, le dio las gracias por todos los días pasados con él y se descubrió el cuello. «Te será fácil asestar el golpe. Se ven bien los huesos», dijo al oficial.
—Yo lo sabía —dijo Cayo—. Lo oí contar en el castrum.
Cremucio Cordo, el historiador, predijo con preocupación:
—El hijo de Graco ha cometido una imprudencia volviendo. Tiberio no soportará que la gente lo vea.
—¿El culpable es entonces la víctima, no el asesino? —saltó Druso.
Cremucio, que era modesto y de carácter apacible, no se atrevió a decir que, en su obstinado análisis de historiador, a veces sentía que su mente penetraba en los oscuros proyectos de Tiberio y casi se anticipaba a ellos. Humildemente escéptico, pensaba que todo estaba escrito en las historias antiguas y que bastaba leerlas con atención, pues, por más que pasen los siglos, el corazón de los hombres nace siempre igual.
El anciano Zaleucos lo miró y pensó, en cambio, que a esa clarividencia se debían muchos célebres oráculos. Encontró en su memoria una antigua sentencia y la citó:
—Un historiador que lee el pasado, a veces recibe de los dioses el privilegio de ver las sombras sobre el futuro.
Sin embargo, en sus viejos libros no había encontrado la enseñanza de que, a veces, ese privilegio se paga carísimo.
El caso es que un grupito bien organizado de espías no tardó en acusar al hijo de Graco de haber ayudado a las bandas de rebeldes africanos que infestaban la frontera con Numidia. Era una acusación de pena capital; y, puesto que el repugnante efecto de la tiranía era la desaparición del valor civil, los senadores se reunieron para celebrar el juicio, cuyo resultado era previsible.
—Lo perderemos también a él —dijo Agripina envolviéndose en su ya inseparable manto de lana, de la misma manera que tiempo atrás había buscado los brazos de Germánico.
Sin embargo, mientras ella pronunciaba estas palabras, en la sala repleta del Senado irrumpía de forma inesperada precisamente el hombre —procónsul en África— que había derrotado a los rebeldes que amenazaban la frontera con Numidia. Con la autoridad que le conferían sus victorias y la sorpresa psicológica, el procónsul desenmascaró la vergonzosa inconsistencia de las acusaciones contra el hijo de Graco, las desmintió. «El único en esta pobre ciudad que ha conservado el valor», escribió Druso. En Roma se extendió una atmósfera de rebelión y, por una vez, los senadores tuvieron más miedo de la calle que del emperador. El imputado fue claramente absuelto.
Tiberio, silenciosamente furioso, estaba culpando a Elio Sejano, el hombre de la cueva de Sperlonga, por el desastroso desarrollo de aquel proceso, cuando este, con agilidad mental, le ofreció un consejo para dominar de modo implacable la inquietud de la inmensa Roma.
—Los pretorianos tienen dificultades para controlar la ciudad porque están repartidos en las diferentes regiones. Es fácil burlarlos. Debemos reunir a las nueve cohortes en un solo e inexpugnable cuartel.
Concentradas y bajo un único e inmediato mando, las cohortes conquistarían la fuerza operativa y disuasoria de un ejército.
El cuartel fue construido inmediatamente y llamado Castrum Praetorium, una fortaleza dentro de la ciudad. Y se hizo tan siniestramente célebre que el barrio conservaría su nombre durante veinte siglos. Las cohortes de los mílites pretorianos se convirtieron en una formidable defensa contra los movimientos populares y en una temible intimidación contra los senadores disidentes. Como es lógico, Elio Sejano fue nombrado prefecto.
—Ahora que tiene la capital en un puño, se ha convertido en el hombre más poderoso del imperio —susurró con su dolorosa clarividencia Cremucio Cordo, y por el tono de voz se notó que la idea lo aterrorizaba—. Pero creo que todavía no lo ha advertido nadie.
El fin de Cremucio Cordo y de Cayo Silbo
—Nunca hubiera creído que ver amanecer inspirase terror —dijo Druso.
Cualquier voz apenas más alta en el silencio de los jardines provocaba sobresaltos; la hora de las irrupciones, de los arrestos inesperados era, efectivamente, el alba. Y el sol traía las novedades policiales de la noche.
De hecho, apenas era de día cuando se presentó el équite Tario Sabino —el que había llorado de emoción viendo el triumphus de Germánico— y anunció, desesperado, que estaban instruyendo un proceso contra Cremucio Cordo, su amigo más querido, el apacible historiador con el que había discutido afectuosamente toda la vida, paseando bajo los soportales de los Foros.
Nerón preguntó qué había escrito ese pobre hombre que pudiera ser considerado criminal.
—Dicen que ha osado exaltar el gesto de Bruto cuando mató a Julio César. Ha escrito que Bruto fue el último romano. Sus acusadores han dicho que elogiar un delito significa ser cómplice de él.
El joven Cayo se alejó. «Ninguno de nosotros escapará», pensó con lucidez. Recordó que, durante una cacería en los alrededores de Antioquía, un zorro había escapado de los perros fingiendo estar muerto entre unos arbustos. «La única posibilidad de que no me maten es que crean que no vale la pena hacerlo», se dijo. Su mente ya no formaba pensamientos jóvenes. «No cometeré errores», decidió, antes de volver atrás y preguntar:
—¿Dónde están los escritos de Cremucio?
—Tiberio ha ordenado a los ediles que los quemen en público —respondió, desesperado, Sabino—. ¡Treinta y cinco años de estudio! Y Cremucio…, ya sabéis lo tímido que es, se ha pasado la vida entre sus libros…, estaba de pie ante Tiberio, y sabía que no tenía esperanzas. No obstante, mientras que todos guardaban un terrible silencio, él ha hablado, y ha dicho: «Todos vosotros sabéis que han transcurrido casi setenta años desde que mataron a Julio César. ¿Cómo podéis considerarme culpable a mí, que aún no había nacido?». Tiberio lo miraba en silencio («truci vultu», escribiría Tácito). Y ninguno de los seiscientos senadores ha replicado. Él se ha visto ante la muerte. «Soy inocente, hasta tal punto que, al no encontrar culpa en mis actos, se me acusa por relatar los actos ajenos», ha dicho. Tiberio ha permanecido callado, sabe que sus silencios pueden matar, y ha aplazado la audiencia, pero sin fijar ninguna fecha. Cremucio ha vuelto a casa solo, y nadie ha tenido valor para hablar con él. Se escabullían para no saludarlo. Ha cerrado la puerta y los postigos.
Permanecieron en silencio mientras un anciano y diligente siervo, que había conocido a Germánico de pequeño, llenaba delicadamente sus copas de vino. Sabían, sin decírselo, que Cremucio estaba dialogando con la muerte.
Dejarse morir rechazando la comida. Una muerte que habían escogido lúcidamente muchos romanos, sin sangre, sin violencia contra sí mismos, sin exponerse a fallar el golpe. Un gesto que no nacía de momentáneos impulsos emotivos, una protesta lúcida, sostenida durante días y días. En el fondo, contaban los que habían visto semejante agonía, solo se sufría realmente los dos o tres primeros días; luego —al menos eso se decía— todo se deslizaba a un limbo de alucinaciones, de cansancio invencible, de frío, de sueños…
—Porque la mente ordena al cuerpo cuándo es el momento de morir —murmuró Zaleucos en griego.
Y el cuerpo se entregaba a la muerte con una limpidez transparente del rostro, un tranquilo abandono de los miembros, un sueño sin sobresaltos.
La madre de Cayo escuchaba con atención; sus ojos destacaban en el delgado rostro.
—Tiberio también sabe, lo que está sucediendo en casa de Cremucio Cordo —dijo—. Por eso ha aplazado el proceso.
Unos días más tarde, Druso pudo escribir en su diario: «Esta mañana lo han encontrado muerto. Ha dejado escrito que estaba seguro de que sus palabras perdurarán aunque hayan quemado su libro, porque los que vienen después de nosotros valoran con arreglo a la verdad. Y ha dicho que se le recordará más precisamente porque lo han condenado».
—¿Has visto? —dijo, volviéndose hacia Cayo—. Al racimo de nuestros amigos le quedan los últimos granos. Somos nosotros.
Cayo salió al jardín sin decir nada, como siempre. Pensó que algún día haría buscar y publicar de nuevo los libros de aquel muerto. Y mientras pensaba esto, Nerón irrumpió en la sala gritando:
—Han arrestado a Cayo Silio y lo han trasladado a Roma en secreto. Lo procesan hoy.
Se quedaron petrificados.
—¡Hay que sublevarse inmediatamente! —gritó—. Nos matarán a todos uno tras otro.
Druso se levantó y le puso dos dedos sobre los labios. El grito de Nerón se convirtió en sollozos de rabia.
—Le han hecho pagar la fidelidad a nuestro padre.
El tribuno Cayo Silio, ya comandante de legiones en el Rin, era el hombre que había enseñado a Cayo, cuando este era pequeño, a utilizar el puñal, el primero que le había revelado algo de la historia de su familia, el que le había regalado aquel caballo tan querido, el mannulus llamado Incitatus.
Cayo salió de la residencia sin avisar a nadie, llevando consigo al ya anciano y completamente resignado Zaleucos. En la calle, le anunció que quería ver al acusado en el único momento posible, es decir, mientras lo conducían al tribunal senatorial.
Sin embargo, a lo largo de aquel recorrido el despliegue de fuerzas era impresionante. Cayo, impotente, solo vio el movimiento tumultuoso de los pretorianos y dos murallas de muchedumbre asustada y muda; por un momento distinguió allí en medio al acusado, sin las insignias de la graduación, que, pese a ser el único que llevaba la cabeza descubierta, sobresalía a causa de su estatura y caminaba muy erguido, con orgullo. El cortejo avanzaba despacio, y la mirada del tribuno Silio pasó por encima de las cabezas de la multitud y llegó hasta él. El muchacho esperó fervientemente que lo reconociera. No sucedió nada más.
Cayo volvió sobre sus pasos mirando al suelo. Pensaba en el inmenso poder que había tenido su padre: la capacidad de hacer, con un gesto, que ocho legiones se sublevaran. Y todo se había disuelto como agua: ni siquiera podía atravesar un cordón de pretorianos. ¡Qué irreparable error había sido prestar obediencia a Tiberio! ¡Cómo debían de haber reído, en secreto, el usurpador y su madre! Sus puños se habían apretado, las uñas torturaban la palma de las manos.
Zaleucos lo seguía en silencio; en su memoria ya no quedaban citas de historiadores o filósofos.
—Los días más hermosos que hemos vivido son aquellos inviernos que pasamos en el castrum —murmuró.
Al día siguiente, Druso escribió: «Acusan a Silio de haber dicho que, si sus legiones se mueven, Tiberio pierde el poder. El acusador ha sido el cónsul Marco Varrón, el siervo más vil de Tiberio. Ha sido horrible. Dicen que Silio entró en la sala encadenado. Siempre ha sido hombre de pocas palabras; mientras Varrón lo acusaba, él lo miraba con desprecio y no decía nada. Al final, solo dijo que su intachable carrera militar lo ha cubierto de odio».
Los ojos de Cayo se detuvieron en esa última línea mientras Druso dejaba el calamus. Y en ese momento llegó jadeando el grammaticus Caro, el preceptor de los dos hermanos mayores, para anunciar que el tribuno Silio había escapado de las manos crueles y humillantes del verdugo suicidándose. Un golpe limpio, de precisión mortal. Y no se sabía quién le había dado en secreto aquel puñal mientras estaba encadenado.
Cayo salió al jardín sin hacer ningún comentario. Aquel orgulloso suicida había sido el primero que lo había tratado como un adulto. Lo asaltaban los recuerdos: el golpe preciso de sita, los dedos sobre la yugular («Si ya no late, se ha ido la vida…»), el fuerte tribuno volviéndose de pronto y diciéndole: «Ten cuidado, cachorro de león…». Soportó los recuerdos uno tras otro, tal como su memoria se los enviaba. Después respiró hondo y se dio cuenta de que no podía franquearse con nadie.
En la biblioteca, Druso cogió de nuevo el calamus y añadió unas líneas: «Escribo esto para que se sepa que, en vista de que ya no podían matarlo a él, se han vengado condenando al exilio a su mujer, Sosia, simplemente porque es la amiga más fiel de nuestra madre. Así se sabrá también que el imperio de Tiberio tenía miedo de una mujer».
Los misterios de Capri
Entretanto, el emperador Tiberio —por instinto y también debido a los venenosos consejos de Elio Sejano, que le pintaba los peligros de Roma aumentados— no iba casi nunca a la capital. Pasaba el tiempo en Miseno, Baia o Capri, a capricho, con poquísimos amigos: un senador que era también un célebre jurista, Coceyo Nerva, el équite Curcio Ático, helenista, apasionado como él de las historias antiguas, algunos literatos griegos. O bien escogía lugares de espléndida belleza, pero controlados e inaccesibles, donde hacía edificar residencias a su gusto, seguras como un castrum en tierras bárbaras. «Las madrigueras del usurpador —decía Agripina—, los escondrijos de su miedo».
En Tiberio no todo eran sospechas y temores. Era misoginia, intolerancia a las voces, las risas y los ruidos, rechazo de las ceremonias de corte, el gentío, la música, las prendas multicolores, la vivaz presencia femenina. Tenía unas cicatrices profundas y secretas, jamás confiadas a nadie. Sus horas privadas eran humillantes y solitarias. Su orgullo se había visto profundamente herido por el ansioso rechazo de Julia. Ver que su silenciosa e insustituible Vipsania rehacía su vida había supuesto una insoportable desilusión para él. Y Druso había escrito: «Asinio Galo, un anciano, rico y tranquilo hombre de bien es culpable de una sola cosa: haber osado casarse con Vipsania, la mujer de la que Tiberio se había cobardemente divorciado para obedecer a la Noverca, su madre, y casarse con Julia. De modo que Tiberio, una vez tomado el poder, vio ante sí, entre los senadores, al hombre que puede jactarse de dormir desde hace unos años, y con recíproca satisfacción, junto a la que fue esposa del emperador. Quién sabe qué confidencias e ironías, y qué secretos…». El sarcasmo de Druso rayaba el insulto: «El pobre hombre debería haberse retirado a una lejana provincia con esa consorte demasiado célebre y no haber vuelto a dejarse ver. En cambio, falto de astucia, saludó a Tiberio con una devoción que quizá era temor, pero que a Tiberio le pareció una burla. Inmediatamente fue objeto de falsas acusaciones: declaraciones sediciosas y conspiración. Montaron un repugnante proceso y destruyeron al pobre hombre. Lo condenaron a un exilio de por vida, la pérdida de la dignidad senatorial, la prohibición de vestir la toga, la confiscación de sus bienes».
Pero la venganza no había aportado consuelo al emperador. A él, los juegos del circo, las juergas que hicieron famosos a otros emperadores, los amores variados y exóticos, los espectáculos de gladiadores o las carreras de caballos no lo aliviaban de las pesadas tareas de gobierno. Él se sumergía en la lectura de un codex o de un libro, a solas con las solemnes y expertas voces de la antigüedad. Su mente era árida: durante el airado exilio de Rodas no había encontrado otra cosa que hacer que iniciarse en los misterios del arte mágico caldeo. Tenía predilección por los mitos de siglos atrás y tierras muy lejanas. Pero le gustaba rodearse —y cuanto menos soportaba a las mujeres, más aumentaba ese gusto— de jovencísimos compañeros escogidos en las provincias de Asia, a los que su posición, su poder y su misteriosa soledad embriagaban fácilmente. No existían mujeres en su corte.
«Elio Sejano ha comprendido —escribió Druso— que, para permitir a Tiberio todo eso con entera libertad, debía garantizarle un aislamiento inquebrantable. Y come tales instrumentos se ha hecho a sí mismo señor de Roma». Tiberio sentía cada vez más predilección por la rocosa isla de Capri, sublime en su difícil soledad marina. En la cima de la isla se extendía la inmensa construcción de la villa imperial, que fue dedicada al mayor de los dioses y pasaría a la historia como Villa Jovis.
«Semejante aislamiento resultaría insoportable para cualquiera, pero para él es el moderado precio de su seguridad y de sus placeres secretos», escribió Druso.
Desde la cima de la isla divina, Tiberio dirigía con gran lucidez el imperio a través de un puntual y diario ir y venir de correos; una red planetaria de espías, reforzada año tras año por el celo y el dinero de Sejano, le enviaba informaciones sin filtros. Se comunicaba con los senadores mediante mensajes escritos, auténticas órdenes —a menudo entregadas en mano por la persuasiva presencia de Elio Sejano— que eran leídas con diligente terror. «Y los seiscientos padres de la República obedecen, incluso cuando se trata de acusaciones y condenas capitales contra algunos de ellos, porque Roma está físicamente en manos de las cohortes pretorianas».
Algunos murmuraban que, lejos de Roma, Tiberio había conseguido distanciarse inexorable, total y despiadadamente de su terrible madre, la Noverca. Todos susurraban que, después de su larga complicidad criminal, por alguna misteriosa aunque sin duda horrible razón, sus relaciones se habían vuelto gélidamente agrias. «Es un consuelo saber que también él la odia», escribió Druso. Sin embargo, nadie conocía las verdaderas razones de aquel odio.
—Yo creo —dijo Cayo— que tu diario se leerá dentro de muchísimos años.
Druso sonreía. Pero sus esperanzas eran una ventana abierta en la oscuridad.
La profecía
Cuando Tiberio partió por enésima vez para Capri, alguien pronunció una profecía abstrusa que enseguida se difundió por Roma. Druso escribió: «Ciertos astrólogos orientales han visto en los planetas que Tiberio se ha marchado de Roma para no volver nunca más».
Excitada por esperanzas opuestas, pero igualmente vivaces, la gente preguntaba cuál era el origen de la profecía. Cayo, recordando los relatos mágicos del anciano sacerdote egipcio en el templo de Sais, también lo preguntó.
«Durante todo el verano han escrutado el cielo con instrumentos traídos por astrónomos caldeos —escribió Druso—. Han leído claramente en los astros que Tiberio morirá cuando intente hacer el viaje de regreso».
Tiberio encarceló y condenó de manera fulminante a todos los propagadores de esa noticia a los que pudo pillar. «Esta mañana han crucificado a otros tres hombres en el monte Esquilino; anunciaban por las tabernas que Tiberio morirá si vuelve a Roma». Pero el rumor estaba ya en millones de bocas. Y Druso concluyó con escepticismo: «No se podía encontrar en las estrellas una profecía más útil para el poder de Elio Sejano. Ha prohibido al emperador residir en Roma».
Fuera conspiración, superstición o miedo, el hecho es que Tiberio no regresaría a Roma en todos los años que le quedaban de vida. Y no querría ver nunca más a su madre. Como la mayoría de los romanos cultos, no tenía fe en ninguna religión, pero su racionalismo encontraba un curioso complemento en una confusa idea de inaprensibles fuerzas astrales que movían despiadadamente la suerte de los hombres. Se decía que ejercía una enorme influencia en él Trasilo, el astrólogo al que había conocido durante el exilio en Rodas y al que tenía siempre cerca para hacer consultas diarias.
Entretanto, Elio Sejano, ascendido a prefecto de las cohortes pretorianas, había sido irreparablemente seducido por la grandiosidad del poder. Procedía de las pobres colinas de los alrededores de Volsinii, había trabajado duro y con ahínco para destacar, y su mente inculta pero muy astuta comenzó a elaborar inescrupulosos planes en torno al precoz deterioro físico del emperador.
Había constatado hacía tiempo que los ciudadanos romanos, las legiones de Germania y de Oriente y la facción de los populares veían en los hijos de Germánico los siguientes y muy queridos herederos del imperio. Mientras él pensaba en la manera de eliminar ese obstáculo de su camino, alguien advirtió a Agripina.
Ella, con desesperada perspicacia, avisó a sus hijos:
—Llevad cuidado con Sejano, porque nadie lo conoce aún de verdad.
Sin embargo, Druso anotó con desprecio: «Es ridículo que un hombre como Sejano aspire nada menos que al imperio para sí mismo». Nerón, impulsivo, optimista y encantado de arriesgarse, congregaba secretamente a su alrededor a los cabecillas de la oposición senatorial; y viejos militares que habían combatido bajo las órdenes de Germánico describían con impaciencia el declive de Tiberio. Sin embargo, nadie poseía autoridad suficiente para aconsejar cautela al impetuoso Nerón.
En cambio, Sejano le dijo sin rodeos a Tiberio:
—Si Agripina y sus hijos permanecen en Roma, estallará una guerra civil.
Hasta que un día —«acontecimiento imprevisible y que nos ha inquietado a todos muchísimo», anotó Druso— Tiberio invitó a Nerón a Capri con su joven mujer, una invitación que no podía rechazar. No fueron saludos y abrazos felices los de su madre y sus dos hermanos, que lo miraban partir.
Apenas la residencia quedó vacía de la voz sonora y las fuertes carcajadas de Nerón, Druso abrió instintivamente el diario. Y Cayo, al que le gustaba mirar por encima de su hombro, leyó en aquella caligrafía lenta y ordenada, fruto de cautas reflexiones, una frase que no olvidaría: «Hubiera preferido verlo partir a la guerra contra los partos». Miró a Druso dejar el calamus. No dijo nada.
Entretanto, los amigos continuaban distanciándose. Y finalmente quedó claro que la llamada a Capri no había sido la invitación a una audiencia. El permiso para volver a Roma no llegaba; Nerón estaba inmovilizado en la Villa Jovis. La mente de Agripina poseía la clarividencia del odio, y esa estancia en Capri de su indefenso e imprudente hijo le quitaba la respiración.
«Cazadores al acecho —escribió Druso, contagiado por aquella angustia—. En cuanto el jabalí se pone al descubierto, le echan encima los perros».
Todas las mañanas, la familia esperaba noticias en vano. Una noche Cayo —su sueño era cada vez más breve y se veía interrumpido cada vez más a menudo— se dijo que quizá su alto y fuerte hermano mayor no volvería nunca a casa. Y Druso, introvertido, demasiado pesimista para su corta edad, le confió que, pasara lo que pasase, en aquel diario permanecería encerrada su voz.
—Es necesario salvarlo a toda costa, recuérdalo.
Mientras tanto, en Capri, Sejano, como en una cacería de jabalíes, había rodeado a Nerón de espías; y había conseguido introducirle la traición en casa, porque las imprudentes conversaciones con su atolondrada y joven esposa llegaron a oídos de Tiberio. La vida en la villa imperial se hallaba reducida a una total dependencia del emperador, una maniática observancia de horarios, de recorridos, de largas esperas inertes, de rituales cortesanos. Tiberio se dirigía unas veces a Nerón con una falsa sonrisa y otras lo rechazaba con desconfianza; y la vida del joven se había convertido en una tortura de incertidumbres.
Entretanto, en la mente de Tiberio las sospechas iban en aumento, hasta que Sejano le dijo: «Ha llegado el momento de llevar adelante este proceso. Tendremos pruebas, te presentaré testigos».
El último amigo que mantenía fielmente su relación con la familia era Tacio Sabino, el hombre que había asistido con horror al proceso contra el historiador Cremucio Cordo. Sejano ordenó a un senador, ligado a él por abyectas razones, que invitara a Sabino, lo incitara a beber, le hiciera olvidar su desconfianza. El senador obedeció, y en el desván, entre el tejado y el techo decorado de la sala, escondió detrás de una trampilla a tres senadores, que se agazaparon allí arriba, como irreprochables testigos, para transformar aquel diálogo en conjura. Cuando el anfitrión consideró que había corrido suficiente vino, empezó a lamentarse de lo mal que gobernaba Tiberio, elogió al fallecido Germánico, así como a la valerosa Agripina y a sus hijos, ya en edad de seguir el ejemplo del padre. Dijo que la salvación de Roma estaba en esa gran familia, perseguida con injusta crueldad. Para Sabino, hombre llano, fue inevitable pronunciar, en casa de un viejo amigo, palabras imprudentes.
Sejano, pues, pudo informar enseguida a Tiberio: «En Roma se prepara una insurrección».
Desde Capri, Tiberio dispuso el arresto, el proceso y la condena de Tacio Sabino y de «todos sus eventuales cómplices».
Sejano leyó el mensaje en el silencio servil de los senadores, y estos ordenaron inmediatamente la detención de Sabino, que ni siquiera se acordaba de qué habían hablado aquella noche.
Druso escribió: «Tiberio nos ha arrebatado también a este último amigo. La astucia de Sejano, el terror de algunos y el servilismo de muchos han actuado conjuntamente».
En una sola sesión, los senadores escucharon los testimonios, emitieron la sentencia y enviaron a la muerte al condenado antes de que este entendiese qué estaba pasando. Eran las calendas de enero. «Y en este sagrado día de fiesta —escribió Druso— lo han arrastrado por las calles con la cuerda al cuello. Y ese pobre hombre traicionado gritaba: “¡Mirad cómo mata Sejano a sus víctimas inocentes!”. La gente, al ver el cortejo y oír los gritos, se alejaba, cerraba puertas y ventanas. Entonces le han envuelto la cabeza con la toga para que no pudiese hablar, y avanzaban así por las calles desiertas. Y su cuerpo ha sido arrojado al río». Cayo estaba de pie a su lado, en el silencio nocturno de la gran residencia medio vacía. La idea de los traidores apostados dentro de una casa amiga, en el desván, era espantosa.
Esa noche, acurrucado en su habitación a oscuras, el joven Cayo se prometió a sí mismo que nadie, en ningún lugar, oiría una sola palabra imprudente salida de su boca. Pero no previó que nunca más podría leer nada en el diario de Druso.
La madre de Cayo
Al día siguiente —un gélido amanecer de enero cubierto de ligeras nubes blancas, el monte Soratte allá arriba, cargado de nieve—, el dolor impotente por la muerte de un ingenuo y fiel amigo se transformó en acuciante alarma, pues un senador había gritado con violencia en plena Curia: «Tacio Sabino preparó la conjura inspirado por la soberbia de Agripina y la violencia de su hijo Nerón. Estamos a un paso de la guerra civil».
La terrible acusación se difundió por toda Roma. Y antes de que acabara aquel breve día de invierno, comprendieron que estaban perdidos.
Sin dar ninguna explicación, Agripina envió a Cayo a dar un inverosímil paseo con el preceptor Zaleucos; y nada más salir él, sin vacilaciones y sin despedidas, mandó a sus hijas adolescentes al palacio de la anciana Antonia, la madre de Germánico, y cuando Cayo regresó, ya no las vio. No obstante, se enteró de que Drusila, la predilecta, había intuido algo, pues había preguntado llorando cuándo les permitirían volver. Hasta más tarde Cayo no comprendió que su madre había evitado a todos el tormento de despedidas demasiado conscientes.
Acababa de empezar la nueva mañana, y la invernal luz azul había invadido los jardines, cuando Cayo se topó en el atrio con el antiguo jefe de la guardia, un veterano de Germánico, que había subido corriendo la gran vía.
—¡Han arrestado a Nerón en Capri, en la villa de Tiberio! ¡Lo traen a Roma encadenado!
Mientras Cayo lo miraba petrificado, Druso, sin avisar, sin saludar, desapareció. Cayo fue corriendo a la biblioteca y vio el bargueño abierto: el estante del diario estaba vacío. Días atrás, Druso había aludido a una villa que tenían en Umbría, junto a las sagradas fuentes del Clitumnus, había hablado de la antigua y poco frecuentada vía Anerina, la más corta desde Roma hasta Umbría, rodeada de bosques y senderos montañosos que descendían hacia el mar Adriático. Y desde allí se podía desembarcar en Iliria.
Cayo volvió atrás y se preguntó, angustiado, cómo iba a decírselo a su madre. La vio en el atrio, de pie, rodeada de los fámulos aterrorizados, pero ya no había nada que decirle, porque frente a ella estaba un oficial con algunos hombres armados y le notificaba, leyéndola en voz alta, una acusación policial de conspiración, unida a una providencia de confinamiento en el domicilio: prohibido frecuentar a extraños, prohibido mostrarse en público en Roma. Agripina no dijo nada. Tendió la mano y cogió aquel terrible escrito. Sus blancos dedos no temblaban. El oficial se marchó tras dirigirle un brusco saludo. En la entrada de la residencia apostaron a un guardia armado. Y empezaron a instruir el proceso con la lentitud y la solemnidad que exigía la importancia de las víctimas.
La noche antes del juicio, la residencia se había vuelto tan grande que daba miedo. Cayo y su madre no tenían noticias de Druso.
—Pero si quieren arrestarlo —dijo Agripina, desesperada— lo encontrarán. —Se le quebró la voz, su angustia de madre resultaba asfixiante—. Nadie ha salido de aquí sin que los espías de Tiberio lo sigan.
—Druso es hábil, y no sabemos adónde ha ido —mintió el muchacho para calmarla, y, mientras decía esto, pensó que se estaba quedando completamente solo. Se acordó de su padre: «Sustine, aguanta. Tendrás tiempo».
El aire de aquella noche de enero romana se había tornado extrañamente suave, o quizá la angustia hacía tan costoso respirar que tenían la habitación abierta. Su madre llevaba los hermosos y finos cabellos recogidos hacia atrás con mano distraída, sin la fina raya ni las dos elegantes ondas a los lados de la cara que a lo largo de los siglos la harían inmediatamente reconocible en las esculturas talladas en mármol. Tenía las mejillas hundidas y una sombra oscura alrededor de los ojos, ya de por sí profundamente metidos en las órbitas, como los de su hijo. Pero no se venía abajo, conservaba el dominio de sí misma en los más pequeños gestos, parecía que no tuviese emociones.
Cualquier ruido, viniera del lugar de la casa que viniera, a él lo hacía sobresaltarse. A ella no. Se mantenía firme, con las manos, muy delgadas ahora, cruzadas sobre las rodillas.
Era una noche oscura. Ella miraba al chiquillo, miraba un instante hacia el fondo, hacia la sucesión de amplias salas vacías.
—¿Has visto? —dijo, pero no añadió nada más.
Nadie en toda Roma se había atrevido a infringir la orden de Tiberio, a acercarse esa noche a la casa donde estaban ellos dos solos. Nadie se había movido en toda Roma por la nieta de Augusto, la sangre más noble del imperio, la viuda del queridísimo Germánico, la esperanza del pueblo. De los seiscientos senadores, nadie; nadie tampoco de los poderosos colegios sacerdotales. Ella había alejado a gran parte de los siervos, incluso a los más fieles, que se resistían; los había enviado a una villa suburbana.
Cayo no había visto nunca la casa en aquel estado, vacía, las luces titilando lejanas y de vez en cuando alguna, olvidada, apagándose. Agripina también había escrito un diario, lo había escondido, no había hablado sobre él con nadie. Pero tenía pocas esperanzas de que pudiera sobrevivir a ella. En realidad, no se sabría nada de él. Mientras acariciaba a su hijo —que tenía la cabeza apoyada en sus rodillas, como de pequeño—, le dijo con lucidez que era muy joven y podía escapar de la Noverca y de Tiberio simplemente fingiendo: hacerse el tonto, interesado solo por fútiles juegos, inofensivo. Como el anciano tío Claudio, la imbele leyenda familiar. Solo así lo dejarían vivir, y quizá cómodamente, porque parecería a los ojos de todos una prueba de su clemencia y bondad.
Cayo le preguntó, susurrando —ya hablaban siempre en voz baja, incluso dentro de casa—, si no podía utilizar también ella esa arma.
Su madre respondió que no la creerían y meneó la cabeza con tierna compasión por lo que veía como un rasgo de ingenuidad. A ella solo le quedaba un camino, dijo: aguantar hasta el final su suerte. Valiente e indomable, fiel a su marido y al orgullo de su casa, y a sus derechos pisoteados, hasta más allá de la muerte. Le dijo que en el futuro se hablaría de ella. Y como él lloraba con la cabeza escondida, dijo riendo:
—Nos queda una esperanza. Nadie sabe cuántos días va a concederle la suerte a Tiberio.
Se oía el caudaloso río. Al otro lado de aquellas aguas, en otro palacio medio vacío en el monte Palatino, en las estancias donde Augusto había vivido muchos años atrás, pasaba la noche —una de sus noches de poquísimas horas de sueño— la vieja e implacable Noverca, la mujer que había logrado transformar a Augusto, el pacífico, el clemente, en el más injusto enemigo de su sangre.
A través de la oscuridad de Roma, Agripina miró hacia esa colina y declaró que la Noverca no quería morir dejándola a ella, libre y viva, sobre los hombros de Tiberio.
—No llores —concluyó—, pero no te hagas ilusiones. Nos hemos ido todos de aquí, uno tras otro. Pero tú recuerda que, si consigues vivir, tendrás el placer de decidir la manera de vengarme.
Fueron a prender a Agripina cuando aparecieron las primeras luces del alba. Ella se echó sobre los hombros un manto ligero, se volvió, abrazó con naturalidad a su hijo y luego, apartándose sin llorar, le dijo que no olvidara la pequeña nidada de pavos reales ni la pajarera. Él se lo prometió; y se quedó solo en casa, con el preceptor griego, el aterrorizado Zaleucos. Era una mañana gélida, el viento descendía hacia la ciudad desde los Apeninos nevados. Zaleucos bajó hasta la entrada de la villa junto al río y volvió a subir; dijo que la entrada estaba custodiada por los pretorianos.
En Roma se contó en voz baja que se habían presentado muchos testigos contra Agripina y Nerón ante los senadores. Según las acusaciones, ambos habían violado la terrible Lex de majestate. Los declararon culpables juntos: la complicidad transformaba el delito en conjura. Los senadores los consideraron unánimemente «enemigos del pueblo romano». Pero el proceso se había celebrado a puerta cerrada y oficialmente no se informó de nada.
Con sádica reiteración, las queridas residencias familiares se convirtieron en cárceles: Tiberio desterró a Agripina a la isla de Pandataria, donde Augusto había encerrado a Julia, la isla persa del mar Tirreno desde la que, los días claros de invierno, se veían los montes Albanos, los montes Lepini y, hacia el sur, las islas y la costa del golfo Partenopeo. Nerón fue desterrado a la vecina isla de Pontia, actualmente llamada Ponza.
Contaron que Agripina había realizado aquel viaje encadenada, con una gran escolta militar, pero dentro de una litera para que nadie pudiera acercarse a ella. Y en efecto, nadie volvería a verla jamás. Y copio por efecto de una larga censura, las páginas de Cornelio Tácito que relataban objetivamente su suerte final fueron arrancadas y desaparecieron.
De aquel rápido proceso, de las acusaciones, de los testigos, de cómo se defendieron los imputados y si se les permitió hacerlo, al joven Cayo nadie le contó nada. Él no pudo preguntar.
La tutela de la Noverca
Inmediatamente fue a buscarlo un oficial con una escuadra de pretorianos, y él, al verlos al fondo del atrio, pensó que iba a morir. Por un instante casi le pareció fácil. Fue a su encuentro en silencio, dejando atrás, una tras otra, las estancias de la casa. Los fámulos y los libertos que habían ayudado a su padre lo miraban con desesperación.
Pero el oficial le informó, con respetuoso rigor, de que, dada su minoría de edad, la muerte de su padre, la pérdida de los derechos civiles de su madre y la confiscación de todas las propiedades, los senadores habían decidido que su tutela fuera concedida a Livia, la augusta viuda, la madre de Tiberio. Y anunció que debía conducirlo inmediatamente a casa de esta, en el monte Palatino.
Cayo sintió que su joven cuerpo se paralizaba. Habían otorgado todo poder sobre él a su monstruosa enemiga. Y la llamaban «la tutora», la que hace las veces de padres, una figura materna. Se quedó sin saliva en la boca, no conseguía tragar o hablar, los labios secos se le pegaron a los dientes.
El oficial esperaba su reacción y a Cayo le pareció que lo miraba con excesiva atención. ¿Qué sabía? ¿Cuáles eran las órdenes secretas? Pero si había aprendido algo era a disimular. Sus labios se abrieron y contestó:
—Obedeceré con mucho gusto.
La servidumbre de casa, los familiares, iban congregándose preocupados en el atrio; sabían que su vida estaba destrozada. El oficial, en efecto, anunció a Cayo que sus objetos personales irían con él, mientras que la gente de casa, la familia urbana, los esclavos, los muebles y las propiedades de su madre eran confiscados por el Estado. El chiquillo vio por última vez, y durante toda su vida lo recordaría, a su pobre preceptor Zaleucos. Se había situado junto a la entrada y temblaba ostensiblemente; tenía los ojos muy abiertos.
Cayo, que ya era bastante más alto que él, le puso una mano sobre un hombro y miró sus cabellos grises. Enseguida retiró bruscamente la mano, incapaz de decirle nada. La vejez de un esclavo… Se irguió y se dirigió a todos a la vez:
—Os doy las gracias…
Luego dijo que acataran las órdenes, los saludó dignamente y no se volvió. No volvería a ver a ninguno: dispersados, vendidos lejísimos de Roma.
El oficial continuaba mirando a Cayo.
—Vamos —dijo, y se dirigieron al monte Palatino.
Aquel lugar era ya el símbolo del poder. La leyenda virgiliana decía que sobre aquella espléndida colina, entre el Foro y el Circo Máximo, siglos antes, cuando solo había cabañas de pastores, se había instalado el héroe Palante, el hijo de Evandro.
Augusto había escogido ese punto exacto para construir un templo a Apolo, el dios que, según él aseguraba, le había dado la victoria de Actium sobre Marco Antonio y que, después de tantos estragos, había acabado simbolizando orden, moderación, paz. Para el templo había querido mármol blanco de Luni, rodeado por un pórtico con columnas de mármol amarillo y cincuenta hermas de mármol negro antiguo que representaban el mito de las Danaides. En el interior del templo, detrás de unas pesadas puertas de bronce, dentro del pedestal de la estatua divina, había hecho depositar los antiquísimos Libros Sibilinos, en los que se decía que estaban escritos los destinos de Roma.
Entretanto, a través de agentes, había adquirido poco a poco propiedades colindantes y, utilizando asimismo los terrenos confiscados a Marco Antonio, había edificado alrededor del templo una especie de santuario, el palacio imperial, con terrazas descendentes, jardines, pórticos y atrios, mármoles raros, estucos y frescos en las bóvedas y las paredes. El poeta Ovidio, antes de ser relegado a la lejana Tomis, había cantado la magnificencia de los edificios y cambiado el original palatium por el suntuoso palatia, el plural.
La gente murmuró que en Roma ya se superaba la grandiosidad de los soberanos orientales, y realmente el inmenso palacio —más de doce mil metros cuadrados— se parecía a los célebres palacios de Pérgamo. Pero Augusto tuvo la perspicacia de incluir una grandiosa biblioteca griega y una latina, y declaró que, tanto el palacio como el templo estaban abiertos a los ciudadanos, porque el dueño de todo era el pueblo romano.
Mientras llevaba a cabo esta grandiosa operación inmobiliaria pública, Augusto —sublime artista de la política— ostentaba modestia y discreción para su residencia privada: pocas estancias y pequeñas que habían pertenecido al senador Hortensio, austeros pavimentos de mosaico blanco y negro, sencillos frescos de dibujos geométricos. Esas estancias eran colindantes a la que actualmente los arqueólogos llaman «la casa de Livia» y que en realidad había sido la casa de Claudio, su primer marido, al que abandonó. Allí dentro había permanecido encerrado Augusto durante los días de la guerra familiar: desde allí, sordo a las súplicas, había decidido relegar a su hija Julia y condenar a su último nieto adolescente. Allí, años después, había ido también a buscar consejo Tiberio, salpicado por el escándalo del envenenamiento de Germánico.
Ahora, los pretorianos caminaban ordenadamente a ambos lados del oficial y de Cayo, y aquello podía significar escolta de honor o reclusión. Desde el primer paso dado en el atrio de aquella casa, el olor que percibió Cayo fue nauseabundo; y mientras andaba, los ojos se le empañaban.
«Hasta un hombre como Augusto, que poseía el alma de un dios —había escrito Druso en aquel diario desaparecido con él—, se dejó envenenar por una mujer que de joven había sido una meretricula, una scortum, que sin él no habría sido nada. Jamás ha sido guapa, ni siquiera en su juventud. Con el paso del tiempo, ha acabado odiándola incluso su hijo, cómplice de sus delitos, y está cada vez más lívida y degradada físicamente, porque en la vejez cada cual tiene el rostro que se ha modelado durante la vida».
El oficial levantó la mano derecha y Cayo vio con alivio, como si lo liberaran, que los pretorianos se detenían. Entraron ellos dos solos en una sala. Las paredes estaban cubiertas de frescos luminosos, flores, pájaros, hiedras, cenefas multicolores de frutas y linones. Parecía que caminaba por un interminable jardín. En la morada de aquella mujer, resultaba asombroso.
Pero Cayo apenas lograba avanzar hacia el lugar donde ella esperaba; el odio le pegaba los pies al suelo.
—Cachorro de león —murmuró el oficial. Él se sobresaltó—. Combatí a las órdenes de tu padre —dijo el hombre.
Él no contestó, le lanzó una mirada sin volver la cabeza. El oficial también miraba hacia delante y apenas movía los labios. Entraron en un pórtico de estilo antiguo, con pilastras de ladrillo.
—Tu padre te llevaba en su caballo, entre nosotros —dijo el oficial. Cayo volvió la cabeza—. Una vez, en el Rin, te subí a su montura. Apoyaste los pies en esta mano. Te llamábamos Calígula.
Aquellas palabras le llegaron al corazón: se acordaba después de tantos años. El oficial le leyó el pensamiento:
—En las legiones, desde el Rin hasta Egipto, todos te llaman así —se apresuró a decir, ajustándose el cinturón.
Cayo se sintió invadido por una oleada de triunfo: estaba vivo, vivía con ellos. Se detuvo un momento para recuperarse.
—Ella es muy vieja —susurró el oficial—, ya verás. —Él no decía nada, sabía callar—. Te han traído aquí porque temen tu sangre —concluyó el oficial.
Al muchacho lo recorrió un relámpago de orgullo. Se miraron —una intensa mirada de hombres— y entraron en la última sala.
Livia estaba sentada al fondo, rodeada de gente de pie. Llevaba un chal blanco de lana sobre los hombros, una manta de lana blanca le cubría las rodillas y apoyaba los pies en un escabel. Miraba hacia el muchacho. Tenía el rostro muy delgado, de piel vieja y amarillenta; llevaba el cabello, ralo, recogido muy alto sobre la cabeza, como cuarenta años antes.
Cayo se acercó siguiendo al oficial a una distancia de un paso. Todos guardaban silencio. Los ojos de la vieja Livia buscaron los del muchacho, se sumergieron en ellos. Eran unos ojos pequeños, acuosos, pero poseían una fuerza enorme. Pese a la edad, debía de ver con nitidez.
El oficial se detuvo y se hizo a un lado. Cayo también se detuvo, mientras ella, la mujer más poderosa del imperio, «la madre del usurpador», continuaba mirándolo. Tenía el rostro exangüe, sus manos esqueléticas colgaban, con los nudosos dedos, de los bracitos. No hablaba: el silencio de los poderosos. Quizá esperaba ver en el joven señales de miedo. Pero él notó que todos los demás, en cambio, estaban sorprendidos por su belleza adolescente.
—Que los dioses te protejan, Augusta —dijo.
Su voz era viva y espontánea, también se lo habían dicho, y llenó la sala.
Ella, la vieja, apenas levantó la cabeza y movió los labios secos para decir:
—Bienvenido a la casa que fue del divo Octaviano Augusto y mía. —Al joven Cayo le pareció que los presentes estaban atónitos—. Acércate —ordenó a continuación.
Él obedeció. Percibió el olor de aquel cuerpo viejo. Los cabellos ralos, mal peinados, parecían polvorientos. No llevaba ni una sola joya. La lana de su chal era tosca.
—Te mostrarán dónde vas a vivir —dijo, antes de indicar con un gesto que se retirara.
Después de eso, pasó meses sin ver a Livia más que de lejos.
Le llevaron sus sarcinae, su equipaje, que había sido hecho sin ningún orden e inspeccionado por manos enemigas, a una habitación anónima, pequeña, con una sola ventana que daba a un patio interior, como una cárcel, muebles viejos y corrientes, las paredes simplemente encaladas. Sin embargo, del fondo de uno de los fardos salió el pequeño codex del viaje a Egipto, que los inspectores probablemente habían considerado un juego infantil. Luego, en una caja con viejas medallas, apareció el anillo sigillarius de su padre, y él vio que sus manos se habían hecho grandes y fuertes, porque podía ponérselo sin que se le cayese. Faltaban, en cambio, muchas otras cosas. Él no pidió nada.
Se dio cuenta de que era imposible atrancar la puerta de aquella habitación desde el interior. Sin embargo, se veían claramente señales de un cerrojo que había sido arrancado. Para lavarse, le indicaron una serie de miserables instalaciones utilizadas por los funcionarios y los vigilantes de la casa. Le dijeron con ironía que no se preocupara: «Aquí no entran esclavos».
«Cachorro de león atado con una correa y conducido a su nuevo amo».
Tenía casi diecisiete años. ¿Por qué razón, se preguntaba, de toda la familia lo mantenían vivo solo a él, y aparentemente libre, en aquel lugar? ¿Para que Roma admirase la bondad de Livia y Tiberio? ¿Para aplacar a los populares, fuertes en la capital, en las provincias orientales, en las legiones? ¿Para mostrar la cara clemente de la justicia, que castigaba a los conspiradores rebeldes mientras que el inocente, el niño, el Calígula era tiernamente protegido? ¿Acaso porque, después de tantos delitos, tenían necesidad de limpiar su imagen?
Después se dijo que quizá era simplemente un rehén a merced de Tiberio, «el último de los vuestros está aquí, en mis manos», como los hijos de los reyes extranjeros derrotados, como Darío de Partia, como Herodes Agripa de Judea. Quizá vivía porque era un peón en los tratos con sus senadores enemigos. Quizá garantizaba a Tiberio una sucesión lejana y tranquila, frenando a otros, y más peligrosos, aspirantes; quizá Tiberio decía: «Después de mí, tendréis al heredero de Julio César, de Augusto, de Marco Antonio, de Germánico», y hacía saber a sus enemigos: «Ninguno de vosotros podrá desafiar jamás semejante popularidad, semejante suma de memoria histórica». Llegó a la conclusión de que su futuro, su posibilidad de salvarse dependían en gran parte de él, debía defenderse solo.
Pero el recuerdo de su madre llegaba a fogonazos, repentino como un corte en la carne. Entonces la soledad se convertía en ahogo físico. En su mente, la isla de Pandataria se hallaba perdida en un lejano desierto de agua. Desde la casa de Livia no se veía el mar. Su madre había dicho que la villa de Pandataria era muy elegante. Pero para mantenerla hacían falta siervos y dinero. A Agripina le habían confiscado el patrimonio, nadie podía ayudarla, nadie había podido acompañarla allí salvo los carceleros escogidos por Tiberio. Y no sabía dónde, ni en qué condiciones, imaginar a sus hermanos.
—Mira —le dijo una vieja esclava señalando un fresco de la pared. Él miró y vio la mano extendida de una mujer con velo, echando un mechón de pelo a una hoguera—. ¿Sabes qué significa?
—No —respondió él.
—¿Sabes cómo crepitan los cabellos cuando se queman?
—No, no lo he visto nunca.
—Arden —dijo, riendo, la esclava— igual que arderá la vida de aquel al que se los han cortado mientras dormía. Cayo miró como si fuese un juego y sonrió.
Las bibliotecas imperiales
Una desesperada mañana de invierno descubrió las admirables bibliotecas que Augusto había hecho construir junto al templo del dios que, según los sacerdotes y los poetas, le había dado la victoria. Dos inmensas salas acabadas en ábside, con la estructura de columnas de una basílica y ventanas de fino y claro alabastro, contenían, en dos filas de nichos en las paredes, los armarios de cedro de Líbano inmunes a la carcoma, donde depositaban volumina y códices. Sobre los nichos se alineaban, dentro de redondos marcos de estuco, los retratos de los grandes escritores de cada disciplina, como una teoría de soberanos.
No le prohibieron cruzar aquellas puertas, y para él fue como atracar en una isla. Todo el saber del mundo conocido había sido recogido allí por voluntad de Augusto; unos pocos pasos fuera de su habitación mal enlucida se transformaban en una ilimitada evasión mental. Sus silenciosos controladores observaron, con sorpresa que pronto se convirtió en alivio, su insaciable pasión por la lectura; dijeron que se parecía al célebre tío Claudio, literato, etruscólogo, estudioso de la lengua latina de seis siglos antes y —por sentido común— el inofensivo tonto de la familia.
El bibliotecario latino —se llamaba Julio Higinio— había sido escogido por el propio Augusto hacía no sé cuántas décadas: viejísimo, fiel depositario de las decisiones políticas imperiales, de las predilecciones y de las censuras, había consumido la vida y los ojos, verano e invierno, en aquella penumbra; y quizá ya estaba casi ciego, porque se movía con rapidez a lo largo de los nichos, abría sin vacilar la puerta elegida y a continuación, con sus manos delgadas e inseguras, buscaba a tientas, sin leer, la obra buscada y la sacaba.
Toda la biblioteca —los antiguos volumina, es decir, los rollos, y los más actuales códices, o sea, los antepasados de los modernos libros— vivía grandiosamente, en perfecto orden, dentro de su cerebro. No consultaba nunca los indices, escritos con letra clara en la finísima charta augusta. Bastaba pedirle una información, aunque fuese genérica, preguntarle por un personaje, una cita, un suceso, y su memoria caminaba entre los estantes, soberana, hasta encontrar el dato solicitado, como se saluda a una persona que descansa en otra estancia.
Pero al día siguiente, cuando vio de nuevo a Cayo, le dijo de repente, con la volubilidad de los viejos, que se parecía a los nietos de Augusto.
—Los dos hermanos mayores de tu madre, para ser claro. Ellos también venían todos los días, querían conocer deprisa todo el saber del mundo. —Su mano estaba recorriendo un estante y se detuvo—. No tenían muchos más años que tú cuando murieron. Y fue lejos de Roma —dijo pérfidamente, pero Cayo no reaccionó, como si esa historia no tuviese nada que ver con él.
La biblioteca latina era severa y oscura; para Cayo, en el frío de aquel invierno, reservaron una sala pequeña y templada. Lo único que le molestaba, como una cadena sujeta al pie, era que no le permitían estar solo. Dos esclavos, dos hombres de confianza de Livia, permanecían aburridísimos a su lado. Mientras él leía y tomaba notas, ellos estaban sentados en sendos taburetes, callados. Por turno, para romper el aburrimiento, le preguntaban si deseaba más hojas o un calamus, o algo de beber; y enseguida llamaban a alguien que, obsesivamente también, esperaba fuera.
—Tú lees el pasado —dijo un día Julio Higinio riendo—, pero ¿sabes dónde está escondido el futuro? Está guardado dentro del pedestal de la estatua de Apolo, a dos pasos de aquí, en su templo. ¿Has oído hablar alguna vez de los Libros Sibilinos?
—Claro que sí —contestó Cayo.
—Pero no sabes que los originales se habían quemado hacía más de un siglo y que desde entonces, en los momentos de peligro, Roma era invadida por las más confusas profecías que llegaban desde todas partes de la tierra. Al final, el divino Augusto se cansó y ordenó destruirlas todas. Yo mismo conté más de quinientos volumina mientras caían al fuego. Los romanos estaban desesperados: ¿cómo sabremos el futuro? Pero Augusto descubrió que se había salvado una copia de los Libros Sibilinos y la guardó bajo la estatua de Apolo. Quizá —dijo con ambigüedad— aparezcas escrito tú.
Cayo pensó —un pensamiento de fuego— que tal vez su nombre estaba realmente escrito dentro del pedestal de la estatua. Y si estaba escrito, no podía cambiar. ¿Existía un destino? Y si existía, ¿qué era? Pero aquel pensamiento abrasador se desvaneció como humo, y él se dijo que las palabras de Higinio eran una trampa para descubrir sus proyectos y que aquellos libros habían sido una refinadísima invención de Augusto. ¿Quién podía examinarlos, estando encerrados allí adentro? Solo los consultaban los sacerdotes adeptos, de modo que, en resumidas cuentas, leían en ellos lo que se les antojaba. Pero ¿por qué Augusto, tan terriblemente racional, había interrogado tan a menudo al astrólogo Teógenes? ¿Por qué había acuñado en las monedas su constelación, Capricornio? ¿Por qué había publicado su horóscopo triunfal? ¿De verdad creía esas cosas? ¿O quizá, desde lo alto de su talento, quería que las creyesen los demás y pensaran que era inútil luchar contra él?
Aunque pensaba estas cosas, el joven Cayo confesó con voz soñadora:
—A mí me gustaría viajar por mar, ir a Rodas, a las Cícladas, a las Espóradas, al Ponto Euxino… Si pudiera saber que lo haré…
—Lo conoces —replicó el viejo, irritado—. Has estado con tu padre.
—Por eso —explicó Cayo—, me gustaría dirigir una nave e ir de puerto en puerto.
Sonreía, y el viejo se alejó disgustado porque la máxima esperanza de aquel adolescente, nieto de emperadores, era un sueño tan pequeño.
Los autógrafos
En los días grises de febrero el joven Cayo descubrió que en la estantería central, encerrados detrás de una reja como valiosas reliquias, estaban los escritos autógrafos de Octaviano Augusto. Fue un momento emocionante, como si aquella obra inmensa hubiera entrado en la sala. Había oído hablar de ella con reverencia, orgullo, admiración mítica y, por otra parte, con desesperado, dolorosísimo rencor familiar. Fue como cuando, en el puerto de Alejandría, con su padre, había visto en el agua turbia la cabeza marcada de Marco Antonio en basalto negro.
Corrió a llamar al viejo Julio Higinio, quien —dueño y señor de cuanto albergaba la biblioteca—, al oír la petición, permaneció en silencio. Luego le iluminó el rostro un orgullo feliz, casi amor por el joven que pedía. Inmediatamente después se sintió frenado por una desconfiada contención, el sufrimiento del avaro que tiene que abrir un joyero. Al final, el orgullo y la alegría se impusieron a la prudencia y dijo, acariciando la reja:
—El divino Augusto tenía setenta y cinco años cuando me entregó, aquí dentro, estos escritos. Había hecho dos copias, las dos de su puño y letra: una está aquí, la otra en el templo de las vestales, las custodias de lo más sagrado que hay en Roma. Cuando hayas leído esto, ninguna otra lectura, ni griega ni romana, te servirá.
Augusto lo había escrito todo solo, en secreto, en un claro y ordenado latín corrosivo, las líneas absolutamente rectas, los caracteres de una altura y una inclinación constantes. Parecía el trabajo de un hábil amanuense, pero era, en cambio, el producto final de un cerebro que había pensado con lucidez el conjunto, palabra por palabra.
Eran cuatro documentos. En el primero indicaba las espartanas pero solemnes disposiciones para sus exequias. En el segundo describía minuciosamente su rígido y estricto control de la situación militar, administrativa y financiera del imperio, y lo había titulado Breviarium totius imperii. De todo el imperio, a fin de que su sucesor pudiera orientarse rápidamente sin depender de dudosas ayudas. El tercer documento contenía consejos o, mejor dicho, disposiciones de obligado cumplimiento sobre cómo gobernar en el interior y cómo actuar con los vecinos, vasallos, aliados o enemigos. Lo había llamado De administranda Republica. Y Tiberio, dijo Higinio, había recibido inmediatamente las copias de los tres.
Pero el cuarto documento era su historia, y lo había titulado Index rerum a segestarum, «Catálogo de sus empresas». Higinio puso el elegantísimo escrito sobre el atril y conminó a Cayo a no cambiarlo de sitio por ningún motivo.
Del codex salió un ligero polvo mientras Higinio leía, o quizá recitaba de memoria, la apostilla: Augusto había ordenado que aquel escrito fuera esculpido en una inmensa lastra de mármol, en Roma, y grabado en placas de bronce en las capitales de todas las provincias del imperio.
—Desde Iberia hasta Armenia, desde Augusta Treverorum hasta Alejandría, la orden fue cumplida —dijo Higinio antes de abrir con infinito cuidado el codex.
Cayo empezó a leer apasionadamente y desde la primera línea quedó cautivado. La autobiografía destinada al mármol y a la piedra comenzaba de un modo grandioso: «A la edad de diecinueve años, por iniciativa propia y corriendo yo con los gastos, reuní un ejército y liberé al Estado de los que lo oprimían… exercitum privato consilio et privata impensa comparavi». Diecinueve años y todavía menos palabras. Claras e impecables, decían todo y solo lo que había querido el autor. No había significados confusos o tergiversados, ni confesiones no deseadas, y mucho menos emociones o contradicciones. Eran realmente palabras para esculpir en piedra. La única característica oculta que se podía percibir era un fuerte, sereno y consciente orgullo.
En unas pocas décadas, el poder de Roma se había extendido por un espacio inmenso, decenas de lenguas distintas, miles de miles de fronteras, diferencias abismales entre los súbditos, desde los germánicos hasta los blemios de Nubla. Aquello suscitaba todos los días problemas inesperados, exigía siempre nuevas, dúctiles y rápidas artes de gobierno.
Pero las estructuras de la antigua y libre República habían nacido en un exiguo sector del Mediterráneo; el orgulloso Senado republicano, ya desordenadamente dividido en corrientes, era inadecuado para dirigir la creciente grandeza del imperio. Los senadores se habían visto obligados a reconocer jefes; de vez en cuando, del cuerpo del Senado salía alguien nacido para mandar —un cónsul, un triunviro, un pater patriae— y los senadores delegaban en él parte del poder. O este se lo arrebataba con las armas e inmediatamente los senadores se rebelaban.
Así pues, tras el largo azote de las guerras civiles, Augusto había debilitado suavemente los viejos ordenamientos republicanos. Puesto que era imposible encontrar en el Senado el rápido acuerdo de aquellas mil cabezas en los asuntos cotidianos, un problema cuya solución era impostergable, él había conseguido reducirlas poco a poco a seiscientas expurgando la oposición. Y los supervivientes se habían alegrado porque cada uno de ellos, por separado, había ganado poder.
Había transformado las leyes sin cambiarlas, modificando su aplicación. Se había declarado defensor de una república en la que de república no quedaba nada. Su capacidad para embaucar había sido inmensa. Con buenas maneras había jugado entre los títulos lisonjeros y los poderes reales. Había cedido a las numerosas autoridades del Estado las funciones que no contaban demasiado, pero se había quedado para sí mismo las pocas realmente importantes.
A los senadores les correspondía elaborar las leyes, a él hacerlas cumplir. Con el más formal respeto a prerrogativas y convenciones republicanas, senadores, magistrados y asambleas proseguían su antigua rutina; pero para él había sido inventado el cargo absoluto de princeps civitatis. Había dejado al Senado el placer de elegir los procónsules de las tranquilas provincias interiores, pero las agitadas provincias de conquista reciente, las situadas en las fronteras donde estaban las legiones en armas, eran gobernadas por su mano de hierro. Día tras día, había aumentado la presión, escondiendo la dictadura dentro de estructuras engañosamente dúctiles.
De hecho, los senadores, cansados de conflictos, habían secundado la transformación con un estupor cada vez más sumiso. Solo alguno había escrito, indignado, que, en una decadencia indolora de las grandes familias —los Escipiones, los Valerios, los Cornelios, los Fabios, los Gracos, gente que había hecho la historia de la República—, el Senado estaba devorándose a sí mismo. Y periódicamente los senadores, aunque estaban reduciéndose poco a poco a una especie de Consejo de Estado monárquico, habían intentado reconquistar su antigua autoridad practicando el obstruccionismo y el boicot.
De vez en cuando se tramaba un complot que acababa fracasando y se transformaba siempre en procesos implacables. Porque, con aquel Senado —que ya había declarado enemigo a Julio César y en definitiva lo había asesinado—, el genio de Augusto había logrado, en cambio, mantener un soberano equilibrio sobre el filo de un cuchillo. Ese había sido el sutilísimo y trascendental arte que, con pasos milimétricos, había construido la nueva constitutio romana y en la práctica había puesto su poder personal por encima de todas las leyes.
No era amigo de enfrentamientos directos con los adversarios, ni de clamorosas discusiones públicas, luego era inconcebible que le gustase la guerra. En realidad, no había participado nunca materialmente en un combate, ni por tierra ni por mar, y ni siquiera era un estratega. Sin embargo, quinientos mil ciudadanos romanos habían seguido sus enseñas empuñando las armas. Durante su gobierno, las legiones habían llegado más lejos que nunca, hasta Arabia Felix y Etiopía, y la flota había navegado hasta el extremo mar septentrional, desconocido hasta entonces. Y embajadores de los países más remotos, incluso de las Indias, habían ido a rendirle honores. Había sabido escoger a los que eran capaces de luchar por él y durante toda su vida se había rodeado de magníficos generales: Valerio Máximo, Estatilio, Carvisio, Terencio Varrón. A los dos mejores, Agripa y Tiberio, había tenido el cinismo de casarlos, uno después del otro, con su única hija, Julia. En todo este asunto, los trágicos conflictos familiares habían sido para él un obstáculo irrelevante.
Sus magníficas aptitudes diplomáticas y su experta predilección por los compromisos se veían compensadas —y en cierto sentido protegidas— por la gélida e inmediata crueldad de que era capaz en los momentos límite. El conjunto de todas estas capacidades era muy armonioso y lo había convertido en el personaje más importante del siglo. Y en un espléndido maestro para sus herederos.
Ni pompa, ni condecoraciones, ni fasto. Cuando regresaba a Roma de sus viajes, llegaba de noche para que no se armara alboroto en la ciudad. Pero en el Senado la primera declaración de voto era siempre la suya, y arrastraba indefectiblemente a los demás. Había sido aclamado emperador veintiuna veces y utilizado el título con extrema discreción. Había sido coronado como Augusto, es decir, digno de veneración y de honores, y apenas había sonreído. Con ese título nuevo, que hemos acabado utilizando como nombre propio, pasaría a la historia; y todos sus sucesores, durante cuatrocientos cincuenta años, lo harían suyo. Lo habían reelegido princeps durante cuarenta años consecutivos y lo había aceptado con agrado «hasta hoy que estoy escribiendo», concluía. Y daba la impresión de verlo, solo allí, en su escritorio privado pintado al fresco, a unos pasos de la biblioteca, mientras desgranaba una tras otra las palabras que quería confiar a los siglos futuros.
Cayo permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, al acabar de leer aquellas palabras. Dentro de él vivía la herencia física del hombre que las había escrito hacía decenios y que ahora era cenizas en su mausoleo. Y quizá, pensó, el destino quería que él las hiciese realidad.
«Forma Imperii»
—Debes conocer esto —ordenó después el viejo Higinio, dejando caer sobre la mesa un volumen altísimo, un rollo que sin duda llevaba años olvidado, pues el golpe levantó grandes e inesperadas nubes de polvo.
El bibliotecario retiró la cubierta y alisó la primera porción con sus viejas y hábiles manos, y Cayo vio, en lugar de un escrito, una serie de líneas sinuosas que recorrían toda la anchura de la hoja. En el borde lateral había pegada otra, y a medida que Higinio desenrollaba y alisaba, se veía que las líneas ondulantes continuaban en las otras hojas pegadas en fila. En algunos puntos había trazados círculos negros dentro de los cuales había nombres escritos.
Higinio señaló con el índice y dijo:
—Las líneas son ríos y vías, los círculos son países y ciudades. ¿No lo sabías? Lo dibujó Agripa, el padre de tu madre.
El muchacho se acordó de pronto: era una leyenda familiar, era el formidable proyecto que Marco Agripa, el gran general, había concebido hacía sesenta años. Era el mapa geográfico de todo el imperio, la Forma Imperii.
En las tierras conocidas de Occidente, antes que él a nadie se le había ocurrido reproducir en un dibujo —con la indicación proporcionada de todas las distancias, calculada por cartógrafos e ingenieros— las dimensiones y la forma de las tierras sometidas a Roma.
—Era el compañero más fiel de Augusto —dijo Higinio con causticidad intencionada, mientras alisaba una arruga del papiro.
El inmenso trabajo había llevado veinte años, y el original había entrado celosamente en la biblioteca imperial y nadie había vuelto a verlo.
De ese documento también se hizo una gran copia en mármol en el corazón de Roma. Y se realizaron miles de copias en papiro o pergamino para los comandantes militares y los funcionarios civiles, enrolladas dentro de prácticos estuches para viaje.
En menos de dos siglos, el imperio se había extendido por tierras tan remotas que muy pocos lograban hacerse una imagen mental de él. Pero en aquel mapa Agripa había dibujado el imperio como el cuerpo de un descomunal gigante tendido, respirador y vivo, con cientos de robustas venas de un extremo a otro: o sea, cincuenta mil millas romanas de vías pavimentadas. Cada cinco millas, una estación intermedia, una mutatio para cambiar de caballos y repostar víveres y bebidas; en cada etapa —recorrido medio de una legión, a pie, según las dificultades del trazado, quince o veinte millas—, una estación, una mansio con hospitia para los viajeros y stabula para los carruajes y los animales. Todas las statio y todas las mansio estaban señaladas en el mapa. A tramos regulares se elevaba una torre para señales visuales.
Agripa había dividido el imperio en veinticuatro regiones: las vías partían de Roma, a lo largo del mar Tirreno, hacia la Galia Narbonense y la Hispania Tarraconense y Bética, las ciudades de Narbo, Tarraco, Augusta Emerita, en el extremo occidental; o, atravesando los Alpes, hacia las Galias —Bélgica, Lugdunense, Aquitania— que habían visto las guerras de Julio César, hacia las lejanas ciudades situadas a orillas de los inmensos ríos septentrionales, como Segusium, Lugdunum, Augusta Treverorum, que actualmente son Lyon y Tréveris; y el otro paso, el Summum Planum desde donde se bajaba al corazón de Retia, Nórica, Panonia, hasta la mayor plaza fuerte contra los bárbaros del nordeste: Carnuntum, con su puerto en el Danubio. Y después el Adriático, Dalmacia, Corinto, Atenas, Macedonia, el Egeo, el Bósforo, el Ponto Euxino, Bitinia, Cilicia: el reino de Pérgamo, que fue llamado provincia Asia, Lidia, Caria, jonia, la provincia de Siria, que había sido el riquísimo reino de los seléucidas, Judea. Y por último Alejandría, Egipto; las islas de Sicilia, Cerdeña y Córcega; la costa de África, desde Cirene hasta Cartago; y Mauritania hasta las costas atlánticas.
Por aquellas vías transitaban procónsules, legados y prefectos; viajaban los productos comerciales; marchaban las legiones, circulaban, directamente a las grandes llanuras del este y del septentrión, las veloces oleadas de la caballería ligera y la arrolladora caballería pesada, los cataphracti; avanzaban las potentes máquinas obsidionales, los músculos que demolían ciudades. Era el imperio, y Augusto tenía razón: poseerlo valía la muerte de cualquiera.
Un día, Cayo —que era joven, y tenía sueños agitados, y por la mañana se levantaba cansadísimo de la cama— se quedó dormido, con la cabeza apoyada en los brazos, sobre la mesa donde estaba extendido el famoso y frágil mapa.
Lo despertó el repiqueteo de dos dedos leves pero duros sobre su hombro derecho. El viejo bibliotecario medio ciego, con una risa irónica en los ojos enrojecidos entre los párpados llenos de arrugas, preguntó:
—Es un estudio pesado, ¿verdad?
Él irguió la espalda y respondió que sí, que realmente lo era.
—Piensa que lo que a ti te cuesta leer en este mapa —dijo Higinio con orgulloso desprecio—, el divino Augusto lo conservó toda la vida en su mente, todo. Y me dijo que, para él, pensar en las vías y las ciudades de la Forma Imperii era como pensar en los pórticos y las estancias de su casa. —Se echó a reír—. Si alguien cambiaba de sitio un bronce pequeñísimo como este, enseguida se daba cuenta.
Cayo también rio, con estúpida docilidad, y mientras reía de ese modo sabía que estaba jugando su juego con la muerte. La muerte lo acechaba, taimada, cauta e invisible, igual que los cocodrilos del Nilo espiaban, con los ojos a flor de agua, a las incautas gacelas que se acercaban para beber. Miró los ojos del bibliotecario, opacos a causa de las cataratas, y se puso de nuevo a leer, inmóvil, con la barbilla apoyada en los puños.
Leía durante horas, volvía atrás, reflexionaba, y en el plano de la lógica no sabía por qué. Pero aquella búsqueda venía de las profundidades de su mente, quizá de los impulsos de la psique, o de los recuerdos depositados en su carne por los que lo habían precedido. Su Yo tendía a ese mundo sepultado, «no, no, sepultado no, aprisionado como una semilla en la tierra, como monedas de oro en un cofre». En las hojas de papiro, en los crujientes pergaminos, las mayores mentes del pasado, mientras que su cerebro físico se descomponía en polvo, continuaban moviéndose, inmortales.
Y a él, que había visto siendo tan joven el final de su padre y vivía sin ilusiones la agonía de su madre y de sus hermanos, poseer aquellas elevadísimas palabras —nacidas asimismo del silencio, la soledad, el dolor— le ofrecía una especie de lúcida invulnerabilidad. La gran conversación a través de la vida, la muerte, los milenios y la distancia lo estaba acogiendo también a él. Y en la siniestra casa de Livia nadie imaginaba lo imparable, inalcanzable y triunfal que era su evasión.
Los guardianes describían a Livia su obtusa y obstinada estupidez. Y él pensaba que Augusto había reinado cincuenta años desmontando decenas de conjuras y había muerto imperialmente en su cama. Y ahora era como si, junto a él, en una misteriosa iniciación, le explicase el despiadado y sublime arte del dominio. Cerraba los ojos, reflexionaba. «No conseguiréis matarme».
El bibliotecario griego
La biblioteca griega, en cambio, tenía un pórtico que daba a un pequeñísimo jardín interior y los encargados enseguida lo trataron con simpatía. Cogían de las estanterías los rollos más antiguos, los más arriesgados y controvertidos cuadernos recientes. El bibliotecario jefe era un ático listísimo, con una prodigiosa memoria visual, y acariciaba los estuches de piel que contenían los rollos en las estanterías como si fuesen criaturas vivas, el hocico de un bonito perro de caza.
Pero, si extendía un rollo de poesías, ¡qué maravilla oírlo! Le apasionaba leer en voz alta y recitaba decenas y decenas de versos de memoria, estrechando el rollo del poeta en cuestión entre las manos. Como a un actor trágico, le gustaba declamar, y avivaba el sonido de cada palabra sílaba por sílaba, marcaba con etérea elegancia la pronunciación y las pausas en los complejos acentos de los versos. La literatura era para él un mundo sonoro. Se emocionaba, cautivado por los sonidos, hasta el punto de que a veces parecía que se olvidara del significado intelectual.
Cayo se sentaba en el jardín a su lado y cerraba los ojos bajo el sol del invierno romano mientras él leía. Y los dos, el esclavo griego y el nieto del emperador, escapaban juntos con el pensamiento. Cayo levantaba los párpados de vez en cuando, como si despertara, y veía con satisfacción a su escolta, implacable y aburrida, esperando.
Un día, el bibliotecario griego le mostró la obra de Apolodoro de Pérgamo, que le había enseñado la elocuencia a Augusto.
—Mira —dijo—, la filosofía, las matemáticas, la medicina, la música solo hablan griego. —Era verdad, se estaba extendiendo por todo el imperio el fenómeno cultural de la diglosia, lo que significaba que, al conversar, todo el mundo pasaba del latín al griego con facilidad—. Si lo que quieres decir es importante o sublime, debes expresarlo con palabras griegas.
Una tarde que Cayo estaba desganado y melancólico, cayeron en sus manos las obras de Heródoto, el gran viajero e historiógrafo. Y estaba recorriendo superficialmente las líneas cuando destacó con claridad, como si estuviera escrita con una tinta diferente, una palabra: «Sais», el nombre de la ciudad sagrada del Nilo. Dejó el pergamino sobre la mesa, lo estiró y leyó que, hacía cinco siglos, aquel hombre había estado en Egipto, había sido acogido en el templo de Sais y había asistido, en el lago colmado por la crecida del Nilo, al rito de las naves sagradas: la plegaria a la Gran Madre Isis, la diosa cuyo nombre semeja un soplo de viento. Heródoto se refería a ese rito con el nombre de «la Noche de las Lámparas ardientes» y añadía: «Los egipcios llaman a todo esto “misterios”. Y aunque he aprendido mucho sobre esas ceremonias, es mi voluntad no escribir nada sobre ellas y guardar el secreto».
El hermano mayor
En todo ese tiempo, nadie le nombró ni a su madre ni a sus hermanos. No tenía ni idea de dónde se había refugiado Druso con su diario; se lo preguntaba mentalmente de noche, dando vueltas en la cama de aquella miserable habitación: «Si está libre, seguirá escribiendo». Pero consiguió no hablar de ellos y no preguntar. No supo nada ni siquiera de la residencia del monte Vaticano, ni de todo lo que había dejado a su espalda. Durante casi un año, nunca fue el primero en dirigir la palabra a los demás. Solo contestaba, educadamente y un poco distraído, a los que le decían algo.
Era sombríamente impotente. Paseaba por el jardín con una especie de método, dando vueltas dentro del horizonte cerrado por aquellos muros. Desde el interior de la domus de Livia no se veía casi nada de Roma. Él no pidió nunca salir de los recintos de los palacios, nadie lo invitó a hacerlo, y estaba seguro de que no se lo habrían permitido.
Durante todos aquellos meses, recordando lo fatal que había sido para su hermano Nerón el atolondramiento de su joven esposa, no se acercó a ninguna de las disponibles, dóciles y jóvenes esclavas que lo acariciaban cuando se cruzaban con él. Sospechaba que habían sido instruidas para despertar su interés. De hecho, durante cincuenta años Livia había introducido en las estancias de Augusto a jovencísimas y aterradas vírgenes, las presas que él morbosamente prefería, todas de países lejanos, sin saber una sola palabra en latín, destinadas a desaparecer quién sabe dónde al día siguiente.
Pero Cayo reaccionaba día tras día a todos los encuentros insidiosos con una inerte e inexperta indiferencia. Se percató de las sonrisas cáusticas a sus espaldas, oyó comentarios veladamente burlones, y todo eso le produjo alivio, porque si lo consideraban tonto e inofensivo no estaba destinado a morir. Tenía diecisiete años y medio, pero la vida le imponía pensamientos de viejo.
Descubrió que nada desorientaba tanto a los espías de Livia como una contestación que fuese tan insustancial que resultara inesperada. Descubrió que era utilísimo acompañar esas contestaciones con una sonrisa de satisfacción, como si su cerebro hubiera producido lo máximo que podía. «Llegará un día en que no me veréis sonreír», pensaba, recibiendo las miradas de los que lo contemplaban mientras, con atenta minuciosidad, arrancaba las hojas secas de un rosal.
Hasta que una mañana se encontró casualmente —o al menos eso pareció— con el oficial que lo había llevado allí tras la detención de su madre. El oficial le hizo un saludo militar casi rozándolo y dijo deprisa:
—Siguen todos vivos. —Miró alrededor—. Druso está cerca —susurró.
Cayo cerró un instante los ojos y cuando volvió a abrirlos el oficial ya se había alejado. Él continuó su camino despacio para dar tiempo a que se le pasara la emoción. Si Druso estaba «cerca», eso significaba que lo habían capturado. Y el terrible diario que se había llevado la última noche del bargueño de la biblioteca, ¿dónde estaba? La compasión del oficial le había impedido decirle que Druso, que apenas pasaba de los veinte años, estaba cerquísima, pues estaba encerrado en los sótanos de la Domus Tiberiana, cuyas espeluznantes mazmorras pasarían a la historia como el Carcer Palatinus.
En casa de Livia, el silencio nocturno era terrible. Cayo dormía poco y su sueño era agitado; un soplo de viento en un postigo lo despertaba. Y entonces ponerse a pensar era como tirar del extremo de un ovillo, irremediablemente. En la oscuridad, llegaban imágenes de su madre estremeciéndose entre las almohadas, de Nerón riendo por cualquier cosa y de Druso escribiendo con el entrecejo fruncido. Ya no volvía a conciliar el sueño hasta que entre las cortinas se filtraba la luz perezosa de los amaneceres invernales. Y se decía que quizá la decrépita Livia, la Noverca, por la noche también daba vueltas en la cabeza a pensamientos que no la dejaban en paz. De hecho, en Roma se decía que padecía de insomnio.
Livia apareció inesperadamente por el fondo del jardín y lo atravesó apoyada en dos dóciles esclavas, caminando a pasos cortísimos. Detrás de Cayo, un grupo de libertos murmuró que debía de tener ya ochenta y ocho u ochenta y nueve años, nadie lo sabía exactamente.
—Tiene más —dijo una voz malévola.
«¿Cómo pudo un hombre como Augusto —pensaba Cayo— compartir toda su vida con una mujer como esta, momificada, viejísima, envuelta en lana blanca incluso en verano? ¿Cómo era esta mujer hace setenta años? ¿Qué le dio?».
«Un hombre —había dicho Germánico— necesita a una mujer al lado de la cual pueda creer de verdad que duerme tranquilo». Durante toda la vida, Livia, inteligentísima y fría, después de haber sido el intenso amor de una temporada, se había transformado en la más acorde y fiable ayuda para el poder de Augusto. Livia lo había aceptado impasiblemente todo de él: las traiciones continuas y conocidas en toda la ciudad, los amoríos con las mujeres de los amigos, que eran también amigas suyas, la vida organizada según sus exigencias, el ser su mejor aliada y ya en ningún caso su esposa. Liberarlo en sus relaciones de las mentiras y del pudor. Discutir, sugerir, aconsejar, insistir con la seguridad de una asexualidad que la protegía de las comparaciones, del rechazo y del repudio. Vigilar y gestionar, como una sultana, la calidad y la peligrosidad de las presencias femeninas en sus estancias de intelectual perspicaz, turbio y complicado. Despreciar en secreto sus debilidades masculinas y conocer las palabras de su mente hasta el punto de guiarlas, controlarlas y envenenarlas sin que él fuera consciente. No pedirle nunca nada, hasta el extremo de parecer desprovista de deseos personales, salvo cuando tenía que sugerirle un despiadado asesinato. Y todo ello porque, como había escrito Druso, sin él, Livia no habría sido nada.
Detrás de Cayo alguien susurró que Tiberio, su adorado hijo, la causa visceral de sus crímenes, no iba a verla desde hacía años. A Cayo le sorprendió que hablaran así delante de él, sin ningún recato. Nunca lo habían hecho. Pero no dio muestras de haber oído.
En realidad, después de la desconfianza y las sospechas de los primeros días, todos se estaban tranquilizando. Poco a poco empezaban a pensar que era de mediana inteligencia, abúlico y dócil; más aún, que incluso era tonto, manipulable, el heredero ideal.
Entretanto, Livia se había detenido, se había sentado lentamente, lo había visto y le había indicado que se acercase.
—Este jardincillo le gustaba mucho al divino Augusto —dijo cuando él estuvo al alcance de su debilitada voz—. Venía aquí a descansar de las tareas del imperio.
Dijo, con aquella voz monocorde, que Augusto había gobernado tantos años porque todas sus acciones habían sido meditadas largamente.
—Germánico, en cambio, murió joven.
Dicho por ella, era tremendo. Cayo comprendió que allí había implícita una amenaza criminal; de hecho, Livia sonreía. Añadió que Germánico había intentado imitar el sublime arte del poder que practicaba Augusto; quizá había comprendido que era la única manera de conservarlo y, en última instancia, de sobrevivir.
—Pero se mostró peligrosamente impaciente y murió muy joven.
Cayo no reaccionó. Ya tenía un dominio total de los músculos de la cara, de los movimientos involuntarios de las manos, de la postura de los pies. Germánico había dicho un día que el hombre no habla con las palabras, y a veces ni siquiera con los ojos; habla, como los caballos, como los perros de caza, con los estremecimientos y las tensiones del cuerpo. «Si temes que mienta, mira cómo se contraen sus dedos, cómo se mueven sus pies en los zapatos».
Cayo había aprendido; y ahora escuchaba, relajado e inerte, mirándola a los ojos con amabilidad. Y cuando ella hubo terminado de hablar de su padre, él dijo, como confundido por no saber contestar:
—No me acordaba. Era muy pequeño…
Vio un imperceptible gesto de rabia: la vieja estaba arrepintiéndose de haber hablado demasiado con alguien que no era capaz de entender. Mientras vivió, no volvió a dirigirle la palabra.
Pero al día siguiente —un comentario oído por casualidad, un fragmento de frase— se enteró de que su hermano Nerón había muerto en la isla de Pontia. Lo asaltó tal angustia que su reacción instintiva de defensa fue decirse, sin parar de caminar, que había entendido mal, que no podía ser cierto. Sin embargo, al cabo de unos pasos se lo oyó repetir a otros, sin compasión, mientras él pasaba. No preguntó, no se volvió. Nadie le dirigió la palabra, nadie le informó de cómo o por qué. Llegó a su habitación y se encerró.
El invierno
Pasó el verano y el otoño. Una mañana, mientras por el cielo sereno del invierno romano se desplazaban nubes blancas, un oficial bastante mayor que ya había dejado la legión y se encargaba de la seguridad de la casa de Livia le dijo de pronto:
—Cayo, yo vi a tu madre cuando era más joven de lo que tú puedes recordarla.
Él se volvió de golpe y buscó en aquellos ojos como si fueran un espejo.
—Era guapísima —dijo el oficial, y Cayo comprendió que guardaba en la memoria el rostro de ella como había sido hacía quince años—. En el gélido invierno, mientras nosotros combatíamos, los queruscos de Arminio atacaron el puente del Rin. Y los nuestros, que defendían el puente, retrocedían, gritaban que el puente estaba perdido, querían incendiarlo. Pero entonces, bajo las flechas de los germanos, llegó tu madre. Yo estaba allí y la vi. Detuvo a los hombres que huían y los incitó a resistir; y ellos se avergonzaron y el puente se salvó.
De hecho, los historiadores romanos, tan parcos en elogios, también transmitieron ese recuerdo. «Femina ingens animi» (mujer de enorme empuje), escribiría brevemente Tácito.
Cayo se sintió imprudentemente tentado de abrazar a aquel oficial, pero se controló, y el oficial, sin esperar respuesta, reanudó su camino.
Cayo continuó paseando. El segundo invierno en casa de Livia estaba tocando a su fin, y había sido un invierno duro, ventoso e insólito, con nieve en el monte Soratte y en los montes Albanos, así como también sobre las rosas del jardín y los papiros que Augusto había traído de Alejandría. Esa mañana, de pronto, vio asomar entre la hierba helada las violetas trasplantadas del volcánico lacus Nemorensis.
Después de muchas semanas, vio capullos de rosa, mirlos saltando sobre la tierra removida; vio surgir de los papiros parduscos y marchitos un brote verde. Se preguntó cómo era posible que un día antes no hubiera visto nada.
Súbitamente, de forma irracional, pensó que quizá la vida le pertenecía. Tenía un aliado, y ni Tiberio, ni Livia, ni Sejano, ni aquellos senadores ataviados con sus odiosas togas y el fúnebre calceus negro podrían conseguir que se pusiera de su parte. Su aliado era el Tiempo, el incorruptible dios que se apoya en la guadaña.
Caminaba, y la mañana le parecía muy agradable. Era el último de su sangre, pero poseía algo que sus viejos enemigos nunca podrían conquistar: el Futuro. Él era un cachorro de león con las zarpas todavía frágiles. Debía esperar, igual que habían esperado los papiros, los mirlos, las violetas y las rosas. Notaba la poderosa respiración del Tiempo en la quietud del jardín. Le daba vueltas en la cabeza a ese pensamiento, y estaba cada vez más claro, sin tropiezos, igual que una piedra trabajada en la muela pierde las rugosidades.
Unos días después, se enteró por las conversaciones entrecortadas de los libertos que Livia Augusta «estaba mal». Mientras lo decían, lo miraban, quizá para observar su reacción. Pero él parecía solo infantilmente perplejo.
Había partido un correo para Capri, dijeron, y toda la familia Augustae esperó con nerviosismo al emperador, que desde hacía años no quería ver a su terrible madre. Un día de aquella larga agonía, un liberto, cerca del rincón donde Cayo se sentaba para leer tranquilamente, dijo en griego con acento sirio, riendo:
—Es inútil limpiar todas las salas. Tiberio no vendrá, porque la última vez que se vieron se produjo un violento enfrentamiento. Ella le enseñó aquellas tremendas cartas de Augusto.
Cayo se puso tenso, pero el liberto no daba muestras de recato ni de temer ser oído; es más, había hablado en voz lo suficientemente alta como para parecer que se dirigía a él.
—¿Qué cartas? —le preguntaron.
El liberto sirio seguía riendo.
—Cartas de la época en que Tiberio estaba confinado en Rodas. Livia las ha conservado durante cuarenta años, y él se enfadó, intentó romperlas, pero ella no cedió.
Cayo levantó los ojos y se encontró con los del liberto que había hablado. El discurso, pues, iba dirigido a él. En los más antiguos y fieles servidores de Livia anidaban, como en todos los esclavos, abismos de odio inexplorados. Inmediatamente se preguntó dónde estarían escondidas esas cartas de Augusto. Pero no las encontraría nadie. Serían, a lo largo de los siglos, una oscura leyenda susurrada por los historiadores.
El liberto y sus amigos se alejaron. Cayo se dijo que, si ese hombre había dicho aquello deseando ser oído, estaba cambiando el futuro.
Efectivamente, mientras Livia agonizaba en Roma, el emperador fue esperado en vano. Una vieja esclava dijo que, después de sesenta años, Tiberio no había perdonado a su madre que lo hubiera dejado de pequeño en manos de despiadados preceptores, en la época del gran amor de Augusto. Pero quizá, se murmuraba, era algo muy distinto. Desde las salas más lejanas y tranquilas de la casa, leyendo las largas e intrincadas Aventuras de Alejandro, Cayo saboreó el amargo aislamiento de la vieja Noverca. La noticia de que Livia estaba muriendo sola, sin volver a ver a su hijo, fue de boca en boca por toda Roma, y alguien, para disculpar la escandalosa ausencia de Tiberio, se inventó que temían un complot para asesinarlo.
Cayo cerraba a su espalda la puerta de su habitación y allí dentro, solo —aunque con el pestillo roto—, reflexionaba en todas aquellas palabras. Nadie le dijo si Livia había llamado a su hijo, si le había enviado un último mensaje. En cualquier caso, Tiberio no se conmovió y dejó que muriera sola, en sus aposentos caprichosamente pintados al fresco.
Así acabó la larguísima vida de Livia Augusta. Y a Cayo tampoco le fue dado verla, ni él lo pidió. Esperaron, con las últimas y exiguas esperanzas, la llegada de Tiberio para las exequias. Esperaron tanto que el cadáver estaba casi descompuesto —escribió el ácido Suetonio— cuando fue colocado en la pira.
Entonces los magistrados romanos cayeron en la cuenta de que, después de tantas matanzas, el pariente más cercano de la Noverca en Roma era el joven Cayo. Y los impúdicos juegos del poder le impusieron, a sus dieciocho años, pronunciar la oración fúnebre. Sería su primera aparición en público, le dijeron con insidiosa deferencia los funcionarios de palacio, y él se preguntó qué órdenes habían recibido y para qué planes. Alguien añadió, con ambigua adulación, que ardían de curiosidad por escucharlo, porque era el hijo del mítico Germánico y de Agripina, la nieta de Augusto. Pero él se dijo que todo eso nacía de la peligrosa mente de Tiberio y se preguntaba las razones.
A los funcionarios imperiales les sorprendió la absoluta calma con que se preparaba, siendo tan joven, para la intervención y acabaron por pensar que era demasiado tonto para valorar la importancia. No sabían —y hasta aquel día no lo sabía ni siquiera él— qué hablar en público le produciría un placer puro, apasionante, fascinante.
Fingió que intentaba preparar la oración; después de aquellas largas lecturas, su mente estaba llena de lapidarias frases latinas, de un límpido y proporcionado estilo en griego. Sin embargo, con prudente disimulo, tras redactar dos estúpidas líneas pidió ayuda a personajes de la familia Caesaris, los cuales intervinieron con la misma actitud prudente y servil. Él vio con satisfacción que habría escrito la falsa conmemoración bastante mejor, pero no añadió casi nada de su cosecha.
Habló de la difunta, de Augusto y de la historia con un pérfido placer: a medida que pronunciaba las palabras, todos aquellos años atroces iban quedando cada vez más atrás en el tiempo, habían acabado, no resurgirían. Mientras él hablaba, la terrible Noverca se disolvía, sus proyectos morían con ella, y él —el cachorro de león— estaba bien vivo. Pero todo eso lo disimulaba con una ingenua dignidad ante senadores, sacerdotes y magistrados, que sin duda sabían mucho más que él de la sanguinaria historia de su familia y que, con su larga y zorruna experiencia, mientras él hablaba escrutaban qué se escondía detrás de su joven e indefensa inocencia. Tendría muchas otras ocasiones para valorar los silencios y las atenciones de los senadores, pero aquel día nadie podía imaginarlas. En cualquier caso, se equivocó una o dos veces al leer, como si de verdad recitara mecánicamente un texto escrito por otros. Si alguien necesitaba tranquilizarse, se tranquilizó.
Finalmente, el humo de la pira cubrió el cadáver y después lo envolvió por completo. Las puertas de bronce del mausoleo de Augusto se abrieron para dejar entrar al cortejo fúnebre que debía depositar la urna sobre su monumento. Y cuando lo que quedaba de Livia fue dejado allí dentro, durante unas horas él esperó, absurda, apasionadamente, que su madre y su hermano Druso se salvaran.
Pero al día siguiente de las exequias llegaron las más inesperadas órdenes de Tiberio. Debía de haberlas escrito nada más enterarse de la muerte de su madre, o quizá las tenía preparadas de antes. Mandaba que cerraran la funesta casa de Livia y que llevaran al joven Cayo a la imperial domus de Antonia, la anciana madre del fallecido Germánico, su abuela.
Antonia había nacido —hacía muchos años— del breve e infeliz matrimonio de la hermana de Augusto, la enamorada Octavia, con el rebelde Marco Antonio. Y ahora todos citaban su gloriosa ascendencia augusta, mientras que nadie se atrevía a nombrar al padre, cuyo nombre ella llevaba con amargo orgullo. Pero se decía que Antonia era la única persona en toda Roma que no temía a Tiberio: «Ningún delator, ningún espía ha podido extender jamás una sombra sobre ella». Solo se había casado una vez (el enésimo, despiadado e intrincado matrimonio impuesto por el poder): con el segundo hijo de la Noverca, el famoso hijo del escándalo al que Augusto no había podido reconocer, el hermanastro de Tiberio, muerto bastante joven. Tras la temprana desaparición de este, Antonia había vivido decenios de viudez intachable y altiva en su domus —donde los tesoros traídos de Egipto estaban colocados con una elegancia inigualable—, rodeada de fieles esclavos, libertos e intendentes, casi todos egipcios y nubios. Un palacio en el que transcurrían días austeramente sencillos, se leía a los grandes escritores de la antigüedad y se recibía a muy pocos, y exclusivamente artistas, historiadores, filósofos, o mercaderes de la otra orilla del mar de Arabia con sedas, marfil y perlas, plantas raras de África y de Asia para su jardín, bálsamos y perfumes.
Escuchar las disposiciones sobre su futuro expuestas con sonriente complicidad por un oficial —era la primera vez que alguien le sonreía sin miedo después de tantos meses—, sumergió al joven Cayo en una alegría absoluta, fue como zambullirse en verano en las aguas de un lago. Porque Antonia era también la que, de adolescente, había vivido la época de Cleopatra, la tragedia de los dos suicidios en Alejandría y el triumphus de Augusto.
La casa de Antonia
La anciana Antonia era una admirable señora sin edad y sin arrugas, que vestía una suave túnica de seda de fascinantes colores y estaba rodeada por una corte elegantísima, comparada con la cual la morada de Livia resultaba desagradablemente gris.
Cuando se quedaron solos, Cayo, abrazándola impetuosamente, dijo, elevando el tono de voz casi hasta gritar:
—Hace casi dos años que no sé nada de mi madre y de mi hermano Druso, dos años que nos los veo, no oigo sus voces, no leo ni una palabra suya. ¡Parece que en Roma nadie sepa nada de ellos!
De pronto Antonia le estrechó la cara entre las manos y los pesados anillos le oprimieron las sienes.
—Pueden oírte —susurró, y lo besó con ternura, besos pequeños, cuatro o cinco veces.
Cayo notó sus cabellos suaves y perfumados, la mejilla lisa; alrededor de sus hombros, al abrazarse, crujió la seda bordada de las largas mangas al estilo griego. Inmediatamente calló.
—Yo tampoco —susurró Antonia. Él permaneció a la espera; la ansiedad era una mano que le atenazaba literalmente el estómago—. Yo tampoco conseguí averiguar más cuando le pregunté a Tiberio. Me contestó que están vivos, pero que no pensaba decirme nada más porque la seguridad del imperio es más importante que las noticias de la familia. —Frenó el gesto rebelde del muchacho y le aconsejó—: Espera. Tendrás tiempo.
Le acarició los labios con los dedos para que guardara silencio. En cuanto a sus hermanas, dijo, Tiberio las había casado, pese a su juventud, con patricios fieles a él que tenían por lo menos veinte años más.
A Cayo lo invadió la angustia y luego una furia impotente.
—¡Así la sangre de Germánico quedará diluida por la de sus enemigos!
Antonia meneó la cabeza. Su rostro poseía una maravillosa serenidad, la piel fina y clara se extendía, tersa, sobre los pómulos, las cejas formaban una alta curva en la frente lisa. Parecía que no hubiera sufrido nunca. Dos oportunos collares de oro y perlas cubrían las débiles arrugas del cuello.
—Sé que te resulta difícil —dijo—, pero, te lo ruego, no busques a tus hermanas, no hables con nadie, espera. —Lo acarició y notó que temblaba de odio—. Tienes unos ojos preciosos —le dijo—, deja que los vea bien. —Él abrió los párpados y ella murmuró—: Como tu padre, verde grisáceo, más verdes que grises… —Antonia sintió una intensidad difícilmente sostenible, casi hipnótica—. Tienes una mirada muy fuerte —susurró. Él cerró los párpados y sonrió—. Aguanta un poco más: la sangre de Germánico eres tú. —Lo condujo a una sala—. Ven, siéntate aquí. —Le hizo sentarse a su lado, en una banqueta baja, doblegando poco a poco su rebelde impaciencia—. Yo tenía seis años menos que tú cuando cambió toda mi vida. Y fue el día que han llamado grande en la historia de Roma: el tercer día del triumphus de Augusto tras la conquista de Egipto.
La sala, elegantísima, silenciosa, estaba perfumada por grandes jarrones de flores.
—Atados con finas cadenas de oro en el cuello y en las muñecas, vestidos con largas túnicas de seda que rozaban el polvo…, yo no había visto nunca túnicas de seda…, los dos adolescentes prisioneros caminaban inseguros en la cabeza del cortejo. Eran mis hermanos, y era la primera vez que los veía. Eran los hijos de mi padre, que se había suicidado, y de su amiga, muerta con él, Cleopatra, la reina por cuya causa él había repudiado a mi madre. Éramos coetáneos. Mi padre había conseguido dejar rastro de sí mismo en las dos mujeres de su vida casi al mismo tiempo. Mi madre lloró mientras yo nacía. Después nos contaron que la otra, allí, también había llorado mucho.
Cayo, sentado a sus pies, apoyó los codos en las rodillas de ella, como había hecho durante años con su madre. Ella, acariciándolo, le levantó el rostro, lo miró y dijo:
—¿No crees que para mí todo eso fue insoportable? ¿Quizá tanto como lo que tú estás viviendo ahora?
Cayo se dejó acariciar y no respondió. Ella, con las dos manos, le presionó suavemente las sienes con un movimiento circular para apartar de su mente lo que estaba pensando. Él cerró los ojos.
—Las esclavas egipcias me dijeron que, en los últimos tiempos, Marco Antonio —de vez en cuando se refería a su padre llamándolo por su nombre, como al hablar de un personaje histórico—, cuando la angustia aumentaba, le pedía a su reina que lo acariciara. —Sus dedos intensificaron la leve caricia en las sienes de Cayo—. Así. —Cayo abrió los ojos—. Mi padre tenía treinta años cuando habló por primera vez con la reina Cleopatra —dijo Antonia—, y fue el día que mataron a Julio César.
Cleopatra vivía entonces en Roma los días de su clamoroso amor con Julio César y del hijo de ambos, el pequeño Tolomeo César, el heredero que, por el simple hecho de existir, había aterrorizado políticamente a casi todos los senadores. Así pues, aquella mañana de marzo, Marco Antonio, fiel partidario de Julio César, se había presentado en la residencia y había tenido que decirle sin rodeos que su jefe había sido asesinado en plena Curia y que ella también corría un gran peligro. El carácter trágico de aquel momento no había permitido enmascaramientos de tipo psicológico o seductor a ninguno de los dos: se habían conocido como si llevaran tratándose toda una vida. Él la había visto tan bella que daba vértigo, increíblemente valiente, sin lágrimas, de mente rápida; ella había visto en él al único hombre de Roma que se había preocupado de salvarla, de hacerla huir con su hijo, al que toda Roma odiaba.
—Era inevitable que volvieran a encontrarse. Poco después la vio en Oriente y nada pudo separarlos, nada, ni siquiera el matrimonio con mi madre, la hermana de Augusto.
Toda Roma sabía que Marco Antonio había llevado aquel insoportable matrimonio con Octavia como una cadena de esclavo. De hecho, la había dejado en Roma para regresar inmediatamente con su reina. La estrategia de los matrimonios inventada por Augusto había sufrido la más hiriente humillación. Pero los senadores habían recordado que, unos años antes, «aquella egipcia» incluso había logrado nublar el juicio de un hombre experto y duro como Julio César, hasta el punto de que matarlo, y en pleno Senado, había parecido el único remedio. Y ahora también Marco Antonio cedía a Cleopatra, en un pacto de alianza, la isla de Chipre y una parte de Siria y de la provincia de África, alrededor de Cirene. Al igual que para Julio César, además de un amor inevitable era un proyecto de imperio a escala planetaria. En Roma se habían enfurecido. «Está regalando ciudades y provincias romanas como si fueran objetos personales», gritaban los senadores.
—Mi madre lo quería. Él lo tenía todo para ser amado por una mujer tan sumisa: celebridad guerrera, inquietud, fama de libertino. Y mi madre esperó hasta el último día que volviese. Pero, a pesar de las intimaciones de Augusto, a pesar de las lágrimas y los convulsos viajes en vano de mi madre, él no aguantó lejos de la egipcia, como la llamaban los senadores más viejos. Algunos incluso fueron a visitarlo allí y volvieron indignados, contaron que estaba irreconocible, que ya no tenía nada de romano. E hicieron llorar mucho a mi madre… Y al final él le mandó aquella carta de repudio para casarse con Cleopatra, una carta tan cruel que mi madre dijo que no podía haberla escrito él. Pero Augusto le ordenó que no llorara. «Esa carta pensada en la ebriedad del vino no hiere a una mujer, insulta a Roma», dijo. Y así empezó la guerra en la que Marco Antonio moriría.
La voz de Antonia estaba cargada de emoción, pues hacía muchos años que no había podido hablar de ese modo con nadie. El joven Cayo apoyaba los brazos en las rodillas de ella con una sensación de paz y seguridad, sin tener que guardarse las espaldas, pero Antonia dejó de acariciarlo.
—Así llegó el día que me aterraba, el día del triumphus de Augusto. Vi el cortejo desde lo alto de la tribuna imperial. Vi los carros y las fercula donde iba expuesto el resplandeciente botín de oro. Era un río de oro: estatuas de dioses, leones, esfinges y esparavanes, candelabros, vasos. La muchedumbre se embriagaba viéndolo. Y de repente, la enorme pintura de la reina de Egipto en su cama, casi desnuda, ofreciendo el pecho a la mordedura de la cobra. Al verla avanzar, los gritos del pueblo se interrumpieron. Pero después de la imagen de la reina muerta llegaron los prisioneros vivos, los hijos de ella y de mi padre. A lo largo de toda la calle, la multitud había gritado sin parar insultos contra aquellos chiquillos, y pese a los guardias algunos intentaban agarrarlos. El varón no veía a nadie; ella, como una gacela, saltaba si la tocaban. Iban con las manos colgando entre las cadenas, pero mantenían la cabeza alta. Los seguía, desorientado, un niño más pequeño, debía de tener siete años, y también lo habían encadenado. Yo miraba desde lo alto de la tribuna, al lado de mi madre, porque, aunque el derrotado era mi padre, era la sobrina del vencedor. Alguien consiguió asir a la niña por el vestido de seda y se lo rasgó a la altura del delgado hombro. Los guardias lo obligaron a retroceder. Vi la piel de ella; era más oscura que la nuestra, de color miel. Le corrían pequeñas lágrimas por las mejillas.
»El cortejo se detuvo bajo nuestra tribuna. Vi los toros blancos destinados al sacrificio, a los músicos, a los lictores. Augusto, desde la cuadriga, levantó el brazo para saludarnos y la multitud lo aclamó. Porque mi madre, abandonada y humillada, era su hermana. Y esa era la venganza. Pero el vencido, la víctima, para mí seguía siendo mi padre. Los niños, los hijos de la otra, también tuvieron que detenerse delante de nosotros, pero no levantaron la vista. Los gritos eran ensordecedores. “¿Y para esto se ha hecho la guerra?”, dijo mi madre.
»El cortejo se puso de nuevo en marcha. ¡Qué combinación de nombres grandiosos había puesto Marco Antonio a aquellos preciosos niños, los hijos de la otra, en comparación con el simple y republicano nombre de Antonia que me habían puesto a mí! Él, Alejandro Helios, llevaba el nombre del conquistador de Babilonia y el nombre divino del Sol; ella, Cleopatra Selene, el nombre de la reina de Egipto y el de la divinidad lunar. Eran gemelos. Los astrólogos habían encontrado signos maravillosos en su nacimiento, en el semen del padre y en el vientre de la madre, y en todos los astros del zodíaco. Pero resultó que todos eran signos de desgracia. Detrás de ellos iba, encadenado y aterrorizado, el cortejo más deslumbrante que Roma hubiese visto nunca: cientos de artistas, médicos, arquitectos, poetas, sacerdotes, músicos, siervos, cocineros, acróbatas…, la corte entera de la reina de Egipto con sus vestiduras de todos los colores. Augusto los había traído como si fueran animales exóticos, para echarlos como pasto a la gente de Roma. Mi madre miraba, atónita, y en ese momento, me contó más tarde, empezó a comprender por qué su amado Marco Antonio había quedado atrapado por aquella tierra y aquella mujer, hasta el extremo de tener que morir allí. Y empezó a sentir un dolor más leve.
Cayo César escuchaba; después de un año de silencio, estaba acostumbrado.
—¿Todavía estás cansado?
Estaba cansadísimo, tanto que solo deseaba sentarse, acurrucarse, dormir. Pero la voz y las caricias actuaban como una medicina; eran los primeros, maravillosos momentos de confianza absoluta.
Al mismo tiempo, la anciana Antonia, con los ojos llenos de lágrimas, veía en el muchacho cansado la sombra de su hijo, que había sido envenenado en Siria.
—Yo soy muy vieja —dijo, y una sonrisa iluminó su semblante impecable— y el destino ha querido darme una larga memoria. —Su memoria era un sótano en el que desde hacía decenios no entraba nadie—. Pero no quiero añadir otro odio al tuyo. Augusto había hecho lo que había querido de la vida de mi madre, como con todas las mujeres de la familia, y ella nunca le había pedido nada. Pero, después del espeluznante cortejo de aquel triumphus, le pidió que dejara en sus manos a los tres hijos de Marco Antonio y de la reina de Egipto. Augusto se los entregó de inmediato, con todos sus esclavos; pensó que quería concederse el placer de la venganza. Recuerdo que, cuando estábamos esperándolos, yo temblaba. Y mientras aquellos chiquillos aterrorizados y aquel enjambre de esclavos sin esperanza se acercaban, escoltados por los pretorianos, mi madre me susurró: «Quiero entender». Estábamos en el atrio. Los prisioneros avanzaban despacio, en silencio, seguros de encontrar en el palacio de la mujer traicionada la más cruel de las muertes. Y mi madre me dijo: «Mira cuánto sufren». El primer paso lo dio hacia la niña, mi hermana, desconocida hasta el día anterior, la llamada Cleopatra Selene. Era alta, espigada, permanecía inmóvil, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo, tenía unos grandes ojos oscuros. Mi madre abrió un poco los brazos, puso las manos sobre sus hombros, la atrajo hacia sí. De pronto, al unísono, sin mediar palabra, las dos se abrazaron.
Antonia se interrumpió después de pronunciar esta frase, porque las lágrimas de hacía sesenta años le habían quebrado la voz.
—En ese momento miré a aquellos esclavos que deberían haber muerto —dijo— y vi lo que significa decirle a alguien: puedes vivir. Se precipitaron sobre mí, que era casi una niña, me cubrieron las manos de besos, hombres y mujeres lloraban y besaban el vestido de mi madre, y también yo lloré, más que ellos, y todos sonreíamos, con las mejillas húmedas, hablando distintas lenguas, diciéndonos palabras que no comprendíamos. Después, mi madre hizo el primer gesto autoritario de su vida, llamó al comandante de los pretorianos y le dijo que se fuera. Y Egipto entró en nuestra casa.
La casa de Antonia había sido el único lugar de Roma en el que, durante años, se había afirmado, aunque en voz baja, que a Marco Antonio y Cleopatra no los había perdido el amor, sino un imposible gran proyecto de unión entre las dos orillas del Mediterráneo.
Entretanto, aquellos pequeños huérfanos y prisioneros, llegados con sus sirvientes, músicos y sacerdotes, tocaban sistros y laúdes, invocaban a Isis la Antigua las noches de luna llena, llevaban vestiduras de lino plisado de color ónice, de color Nilo, de color flor de loto, sabían preparar el perfume sagrado, el khfir, describían templos de granito rosa de tres mil años de antigüedad.
Preceptores cultísimos explicaban que en aquel país se había inventado la agricultura y la ciencia hidráulica, vital en una tierra sin lluvia; decían que Alejandría era el mayor centro de intercambios culturales y científicos; afirmaban que en la escuela religiosa y filosófica de Heliópolis había nacido la intuición de lo divino. Arquitectura, música, ciencias especulativas y medicina se habían compenetrado en un edificio humanístico. Mil años antes, el faraón Ramsés III ya había concedido inmensos donativos a ese centro de pensamiento, el mayor del Mediterráneo prehelénico.
—Pero en Roma nadie quería escuchar esas palabras —dijo Antonia—. Aquí, nosotros éramos los únicos supervivientes de la misma tragedia. Y eran recuerdos sin remedio. ¿Comprendes ahora, Cayo, por qué hizo tu padre aquel viaje que le costó la vida y por qué quiso que tú, aunque no sabías nada, lo acompañaras?
El pabellón del otro extremo del jardín
—Sabes que no me está permitido dejarte salir a las calles de Roma —dijo Antonia—. Pero puedes bajar a los jardines. Vamos, ¿a qué esperas? Ve hasta pasado el hipódromo y pregunta por el pabellón antiguo. Allí encontrarás a algunos a los que te gustará ver. A tu padre también le habría agradado.
Cayo bajó al inmenso parque, lo atravesó con cierta inseguridad, dejó atrás el hipódromo y el olor familiar de las caballerizas, llegó a un vasto edificio construido en el antiguo estilo preaugustal, con paredes de ladrillos vistos y tres pisos de altura. Descubrió, alarmado, que había una guarnición de pretorianos.
Se acercó con cautela; nadie le impidió entrar. Dio unos pasos por el atrio y enseguida vio que iban a su encuentro, como si lo esperasen, cinco jóvenes, visiblemente extranjeros. No reconoció a ninguno, pero vio que ellos, en cambio, estaban bien informados sobre él y su historia, porque se apiñaron a su alrededor y lo saludaron con palabras lisonjeras y alegres.
Así se enteró Cayo de que, en aquel misterioso edificio, los cinco jóvenes vivían en una condición irreal de refinada reclusión. Roimetalkes de Tracia, Cotis de Armenia, Polemón del Ponto, Darío de Partia, hijos de príncipes y de reyes extranjeros, en sus pocos años de vida habían tenido crueles experiencias de guerras, revueltas, derrotas, treguas impuestas por las armas de Roma: eran rehenes, es decir, estaban allí como garantía de que sus padres respetarían los pactos de una paz dura. Detrás de sus nombres emergían inconmensurables tierras de Asia, ciudades míticas, desiertos, ríos gigantescos, lejanos mares interiores.
El mayor era Herodes de Judea —nieto de Herodes el Grande, el fundador de Cesarea y reconstructor del templo de Jerusalén—, que enseguida alardeó de la larga amistad de Augusto y su abuelo y declaró:
—No hicieron falta legiones contra él.
Tiberio había considerado que la domus de Antonia, la madre de aquel Germánico tan añorado en Oriente, era el sitio ideal, sometido a un riguroso pero invisible control, para el suntuoso confinamiento de esos jóvenes príncipes. Muchos senadores se habían quedado asombrados. Pero para Tiberio, además de garantía de la paz actual, estos eran un proyecto futuro: educados en Roma, impregnados de su cultura, conscientes de su poder, con el tiempo se convertirían en dóciles y seguros colaboradores.
Las desmesuradas dimensiones de la domus ofrecían a aquella juventud prisionera, en los pabellones, las termas y los laberínticos jardines, las jornadas más agradables y relajantes. Tiberio veía en todo eso una poderosa ayuda. Del gran mercado de esclavos de la isla de Delos, llegaban para los príncipes orientales junto a lebreles, pájaros raros y caballos de ágiles patas, adecuadas para las curvas del hipódromo privado, muchachas de larguísimos y negros cabellos que tocaban, con instrumentos jamás vistos, dulces canciones incomprensibles, salvajes amazonas rubias de Escitia y exquisitas bailarinas que necesitaban todo el tiempo que dura un banquete para dejar caer, uno tras otro, en una enervante tensión, todos los velos que las envolvían, como era costumbre en Petra. Y Herodes contó riendo que, con una danza así, su prima Salomé había hecho enloquecer al viejo Antipas.
Antonia, lejana e inaccesible, nunca se había acercado allí: ignoraba, o se había decidido que aparentase ignorar, sus atrevidas experiencias. Concedía audiencia a los jóvenes príncipes, en grupo, solo en las grandes festividades romanas, y en esas ocasiones se mostraba maternal y auxiliadora. Su complaciente sumisión a los proyectos de Tiberio sorprendía a muchos en Roma. Se decía que era una devota y extrema fidelidad a la memoria del hermanastro de Tiberio, el hijo que Augusto no había podido reconocer y que había muerto muy joven, en resumen, el enésimo lazo de aquella laberíntica parentela.
De todas formas, los espías de Tiberio vigilaban alrededor de la domus de Antonia. El único que lo había entendido bien era Herodes de Judea, y por eso vivía de un modo abiertamente disoluto, decía cosas insustanciales que no inspiraban desconfianza, se emborrachaba, perdía sumas increíbles jugando que Antonia, maternalmente, pagaba.
—Está comprando tu futuro reino paso a paso —le dijo un día Roimetalkes de Tracia.
Herodes, aunque había bebido tanto que parecía completamente borracho, contestó con lucidez:
—Prefiero tener enormes deudas con Antonia que pedirle un pequeño préstamo a Tiberio.
Se sentaban juntos en el jardín, bebían en las mismas copas el mismo vino aromático.
—Tú, Cayo, has sufrido mucho, igual que nosotros —dijo Polemón, el príncipe al que le gustaba escribir breves y elegantes poesías—. Pero yo creo que los dioses siempre piden un pago a cambio de lo que te conceden. Es de noche —declamó—, y tienes miedo porque en la oscuridad no encuentras lo que has perdido. Pero vuélvete: a tu espalda está amaneciendo. Y los dedos de la Aurora son rosa.
Los hijos de aquellos reyes, aunque veían a Cayo casi tan prisionero como ellos, lo percibían prodigiosamente distinto. En sus mentes había surgido con toda claridad la idea que él tenía guardada en las profundidades del cerebro: al usurpador Tiberio no le quedaban muchos años. Y él, el hijo de Agripina y Germánico, era el heredero imperial.
La amistad estaba derivando hacia una atmósfera conspirativa, y un día Roimetalkes dijo que en Tracia, desde la noche de los tiempos, existía un rito secreto para obtener de los dioses un don que estos estarían obligados a conceder.
—Sea el que sea, incluso el dominio sobre toda la tierra.
Herodes preguntó con seriedad cuál era el rito y Roimetalkes respondió, misterioso:
—Los elementos son siete. —Los demás esperaron—. La música más dulce que se pueda oír, el perfume más raro, luces resplandecientes en los candelabros de oro, el vino más viejo de tus bodegas, los más suaves frutos de la tierra, los bailarines más jóvenes de Siria…
—Es fácil —lo interrumpió con entusiasmo Herodes.
Roimetalkes dijo que no era tan sencillo.
—Necesitamos el amor de una virgen para cada uno de nosotros. Una virgen que cada uno escogerá y conducirá a la sala del rito, y acariciará y desnudará lentamente para mostrar su belleza íntima a los dioses, hasta el momento en que ella, desnuda entre tus manos, temblando de deseo, te suplique que le hagas conocer el amor. Un amor que tú le darás porque la fuerza de los dioses habrá descendido hasta ti. Un amor que tendrá que arrastrarnos a todos nosotros, en el mismo instante. Y los dioses, mirando, gozarán.
Herodes pensó un poco y dijo:
—Podemos hacerlo. Lo haremos.
Así, a puerta cerrada, entre la música, las danzas, las libaciones, en el aire saturado de perfumes, en el culmen de una embriagadora exaltación colectiva, los príncipes prisioneros, todavía jadeantes por la violencia del rito, abandonaron a las muchachas sobre los cojines, se levantaron y, todos juntos, empleando la antigua fórmula repetida palabra por palabra por la voz de Roimetalkes, la plegaria que los obligaba a acceder, pidieron a los dioses:
—Cayo César Augusto emperador.
Si aquella comprometedora ceremonia hubiera trascendido, habría hecho que todos perdieran la vida, pero los rudos espías del emperador la llamaron simplemente una orgía y semejantes noticias tranquilizaban a Tiberio y a los senadores. No obstante, la vivacidad de aquella corte no tardó en ser conocida en Roma, junto a las deudas de juego de Herodes y las embriagadoras experiencias de Cayo, porque algunas habladurías llegaron incluso a los austeros escritos de los historiadores.
La estatua de cuarzo rosa
Explorando la real domus de Antonia, Cayo descubrió en una pequeña estancia un templo doméstico, un lararium, como era habitual en Roma en la época republicana, y empujó la puerta.
No era un lararium. En la penumbra, en una especie de tabernaculum, estaba sentada una divinidad desconocida, una madre joven que llevaba en brazos a un niño. Estaba esculpida en un brillante cuarzo rosa, llevaba sobre la cabeza una media luna y apoyaba los pies en una esfera, alrededor de la cual había enroscada una serpiente. En una esquina ardía un perfume intensísimo del que se elevaba con gran lentitud un hilo de humo.
Él se volvió buscando a alguien. Se le acercó un viejo esclavo que apoyó la mano en la puerta y la entornó despacio mientras susurraba en griego:
—Está prohibido.
Cerró la puerta del todo, miró al muchacho con una mezcla de desconfianza y complicidad y finalmente dijo en un susurro:
—Es la Gran Madre, Isis.
En un instante, Cayo retrocedió años, se encontró de nuevo en aquella barca que remontaba el Nilo, y su padre estaba vivo. «La diosa cuyo nombre semeja un soplo de viento». Tiberio había derruido el pequeño templo romano consagrado a ella, deportado y matado a sus sacerdotes. Tan solo la inviolable domus de Antonia podía permitirse una habitación semejante en tiempos como aquellos.
Cayo, emocionado, preguntó al viejo:
—¿Tú conociste el templo de Sais?
—Cuando me llevaron como esclavo —contestó el hombre—, me volví para mirarlo. Tenía diez años. Lo que sé, lo sé por mi padre.
—¿Quién era tu padre?
El viejo contestó que su padre oficiaba los ritos secretos de la diosa y que, cuando habían hundido las naves sagradas, lo habían matado por intentar salvar los instrumentos de las músicas rituales, el nebi y el seistrum de oro. Y era conmovedor oír a un hombre tan anciano hablar de su padre, muerto hacía no sé cuántos años, con la ternura de un niño.
Cayo vio de nuevo la proa rota y medio hundida de la nave que estaba ante el islote de Antirhodos, en el puerto de Alejandría, y le preguntó qué sabía de aquellos ritos.
—Todo lo que sé, es lo que conservo en la memoria, porque aquí no tengo escritos que consultar ni templos donde leer las oraciones grabadas en la piedra. La diosa es Madre, porque su amor por los hombres es inmenso. Pero Isis es un nombre. Y sus nombres pueden ser miles, todos los que nazcan de nuestra soledad y de nuestro miedo, porque se puede llamar a la Madre con todos los nombres del amor. Yo vivo aquí —dijo— y la llamo todos los días. —Abrió un poco la puerta—. Mira.
En la penumbra, la estatua de cuarzo rosa reflejaba las oscilaciones de la llama perfumada. Pero Cayo, reviviendo la inútil ansiedad sufrida en Samotracia y en el Didimeo, dijo:
—Nunca he visto ni oído a un dios responder a nuestras plegarias, aunque sean desesperadas.
El viejo se sintió herido por aquella violenta amargura.
—No es con la voz como se manifiesta la diosa —repuso con calma—. Entre nosotros vivió un mago llamado Arsenoufis. Había accedido a la heka, la Magia suprema, blanca como la luz…
—¿Tú sabes qué es la magia? —preguntó el joven, pensando que en toda su vida nunca había visto sucesos mágicos o divinos, sino únicamente hechos feroces producidos por la voluntad de los hombres.
—Arsenoufis podía materializar delante de ti la imagen de tu enemigo y dejarlo inerme. Cleopatra lo consultó dos veces: la primera a los diecisiete años, y él materializó la figura de Julio César; la segunda, a los veintitrés, y él materializó la figura de Marco Antonio. Pero cuando lo llamó la tercera vez para que materializara la figura de Augusto, Arsenoufis había muerto de viejo.
El joven Cayo se marchó decepcionado. Pero, al salir de aquel rincón remoto, vio inesperadamente a la anciana Antonia que se alejaba, al fondo de una sucesión de salas. Su vestido de seda, de color cielo nocturno con capullos de loto bordados en los bordes, se deslizaba sobre el mármol. Pero Antonia no se volvió y no lo saludó. No había a su alrededor nadie del cortejo casi ritual que solía seguirla, como a una soberana. En contra de la costumbre, la acompañaba solo una persona, un hombre de mediana edad que parecía llegar de un largo viaje. Las salas estaban desiertas.
Cayo se detuvo. Y como a veces los dioses advierten a los hombres con pequeñas señales, la luz de una ventana rozó la cara de aquel viajero que acompañaba a Antonia. Cayo vio que hablaba deprisa y con cautela, y tan cerca de ella que solo una máxima confianza o un peligro extremo podían permitírselo.
Cayo había pasado toda la adolescencia mirando a su alrededor, y mientras Antonia se alejaba con la cabeza inclinada hacia su extraño compañero, escuchando, percibió que algo sobrecogedor estaba entrando en el palacio.
La carta cifrada
Dos días después, una clara mañana de septiembre, Antonia mandó llamar a Cayo desde sus aposentos privados. Él acudió y la vio sentada, sola, en un suntuoso decorado que no había visto nunca. Las paredes estaban totalmente cubiertas de frescos que reproducían, con perspectivas engañosas, luminosos pórticos, escalinatas y fuentes. Antonia estaba escribiendo; vestía una de sus sencillas y preciosas túnicas tejidas en Pelusio, y llevaba en los dedos y en las muñecas las antiguas joyas de su único matrimonio y de su larguísima viudez. Pero, en el borde de las mangas y en el bajo, el vestido estaba bordado con brillantes piedras, perlas e hilo de oro, como en los tiempos de los antiguos phar-haoui.
Cayo observó que, bajo las pesadas joyas, las suaves manos que lo habían acariciado durante sus insomnios estaban envejecidas, la piel seca, las uñas endebles.
Antonia dejó el calamus y anunció, como si fuera una sentencia:
—Estoy escribiendo a Tiberio.
Solo ella, en Roma y en todo el imperio, podía osar escribir al emperador; solo ella podía estar segura de que un escrito suyo, pasando por encima de todos los espías, llegaría a la isla de Capri, a manos de Tiberio.
Durante décadas de viudez incorruptible, la dignidad de Antonia, en medio de las desmesuradas riquezas de su domus, de los espectaculares jardines, de los centenares de esclavos y de libertos, del imperial nivel de vida que se llevaba en ella, había sido solitaria, incluso inhumana. «En esta venenosa Roma —había dicho Tiberio con hosca admiración—, es la única mujer que, después de haber jurado fidelidad a un hombre, ha conseguido de verdad no traicionarlo».
Sin embargo, en la relación entre Antonia y Tiberio se escondía un secreto más profundo que se mantuvo a lo largo de los siglos. Antonia no había dicho una palabra en público sobre la muerte de su hijo, Germánico, y había llorado en privado. Un senador había comentado: «Es la única que no acusa a Tiberio, y es la que debería gritar más fuerte». Pero en las estancias secretas imperiales había sucedido después algo por lo que, día tras día, la relación entre Tiberio y la Noverca había comenzado a deteriorarse. Poco a poco, la vida de Livia se había transformado en un inútil desierto de soledad. Y en las cruelmente solitarias exequias reservadas a la madre del emperador, el senador Valerio Asiático había dicho ambiguamente: «Todos los días de estos once años en los que Tiberio se ha negado a ver a su madre, Antonia, encerrada en su domus, los ha contado uno por uno».
Antonia, depositaria indiscutible de todos los secretos de política y de cama de la trágica familia Julia-Claudia, la única por encima de toda sospecha en la inquietante Roma de aquellos años, mantenía con el temible emperador una correspondencia continua. Durante años, le había transmitido las traiciones y las infidelidades de los que él consideraba de toda confianza. Solo verdades demostradas e incuestionables, y con ello parecía que más de una vez lo había salvado. Sin embargo, con una impalpable pero corrosiva venganza femenina, sin compasión, lo había dejado más solo y angustiado que a sus propias víctimas.
—Mira esto —le dijo a Cayo—. Solo debes saberlo tú. Saberlo te aliviará.
La escritura era ordenada y clara, pero la mirada de Cayo se topó como contra un muro: era un texto cifrado y, por lo tanto, le resultaba incomprensible.
Ya Julio César había inventado un código para sus mensajes secretos, desplazando la secuencia de las letras del alfabeto de modo que quien no poseyera la clave leía una serie de palabras sin sentido. Augusto también había inventado un código, pero tan sencillo, en contraste con su sagacidad, que toda Roma lo conocía, una especie de juego de sociedad que consistía en sustituir cada letra por la siguiente, es decir, la A por la B y así sucesivamente. Era incluso infantil, se decía. Pero Augusto sonreía al oírlo: aquel modesto código era una broma feroz contra el que se esforzara en descifrarlo, porque de ese modo descubría sobre sí mismo lo que Augusto no le hacía saber oficialmente.
Pero en alguna parte existía y funcionaba la tabla del código verdadero y secreto, el utilizado por Augusto en la época de la guerra contra Marco Antonio y más tarde con Tiberio, cuando lo había asociado al gobierno.
Antonia rozó la hoja con dos dedos y dijo:
—Tiberio descifra este código sin necesidad de ayuda, él solo. Y ahora se enterará por fin de quién es realmente Elio Sejano, el hombre al que sacó de la nada, el hombre que ha destrozado a tu familia. Aquí le presento las pruebas.
Solo ella sabía cuántas noches de tortura le estaba regalando una vez más a Tiberio. Pero no tradujo el texto, no reveló cuáles eran las acusaciones. Contempló la emoción que sus palabras suscitaban en el joven Cayo.
—Es el hombre más peligroso del imperio —murmuró él—. Tiberio ha dejado Roma en sus manos.
Antonia sonrió.
—Ese es el problema al que tendrá que enfrentarse Tiberio —dijo—. Nadie lo hará mejor que él.
Los párpados de Cayo se abrieron sobre sus iris verde grisáceo, como los de Germánico. Antonia vio los sentimientos que estaban desencadenándose en su interior y lo acarició.
—Ahora vete —susurró—. Se preguntarán para qué te he hecho venir aquí.
De aquella carta, que debía cambiar el futuro del imperio, quedó un breve recuerdo en las palabras de los testigos. Durante noches y noches, Cayo no dejó de imaginar a Tiberio abriendo y descifrando sin testigos, en la elevada villa de Capri, aquel escrito secreto, y luego reflexionando largamente, solo en su habitación, lacerado por una enorme desilusión, sofocado por una ira que no podía estallar. Y disponiendo cautos controles, tendiendo sutiles trampas, buscando testimonios inconscientes…
Por segunda vez, Cayo se abandonó a la esperanza de volver a abrazar a su madre y a su hermano superviviente, una idea en la que su fuerza de autocontrol casi desaparecía. Sin embargo, pasaron bastantes días. Tiberio no respondió. Y no sucedía nada.
El hombre de Alba Fucense
Aquel octubre, de noche, Tiberio convocó en secreto en Capri a un oficial al que se había visto raras veces hasta entonces, pues se había pasado la vida dedicado a actividades policiales de cuya inmoralidad y violencia solo habían tenido conocimiento Tiberio y las víctimas. Se llamaba Nevio Sertorio Macro y había nacido en los montes de Alba Fucense, la durísima fortaleza, el arx, corazón estratégico de los Apeninos centrales, a noventa millas de Roma, sede de dos legiones temibles, la Cuarta y la Martia, pero célebre sobre todo como terrible prisión de Estado. En sus sótanos, sepultados durante el invierno en la nieve, después de seis años sin haber visto el sol, había muerto Perseo, rey de Macedonia, y Sífax de Numidia.
Sertorio Marco se expresaba en el tosco latín de aquellos leñadores y pastores. Nunca había tenido ocasión de practicar la compasión y todos sus sentimientos estaban ligados, como un haz de leña seca, por una ardiente ambición. De modo que Tiberio sabía con quién hablaba cuando, sin testigos, en un secreto total, con brusca concisión, lo nombró prefecto de las cohortes pretorianas, el cargo que Sejano creía todavía suyo. Con una dureza impasible, sin dar tiempo a Sertorio Macro a recuperarse de la triunfal sorpresa, en el mismo tono de voz le comunicó una retahíla de órdenes que no admitían réplica y que para cualquier otro habrían sido terribles.
Pero Sertorio Macro estaba a la altura de la empresa: asintió tras escuchar cada una de las órdenes y se las grabó en la cabeza sin pedir explicaciones. Reunió rápidamente una escolta de confianza, se puso en marcha en el acto y, recorriendo a la inversa el camino que acababa de hacer, llegó a Roma al amanecer del decimoséptimo día de octubre. Convocó a los senadores por orden de Tiberio sin informar del motivo e inmediatamente después, mientras ellos acudían a la Curia, se presentó ante Sejano, que aún estaba durmiendo, y se declaró encantado de anunciarle que Tiberio lo había nombrado tribuno consular, la máxima magistratura romana, antesala del imperio.
Contempló con atención policial la alegría ciega que transformaba el rostro de Sejano y le oscurecía el temible cerebro antes de comunicarle:
—Los senadores ya están avisados y te esperan para oficializar el nombramiento.
Mostró con deferencia el decreto que lo designaba a él para sustituirlo en su cargo actual. Miró con rígido respeto militar a Sejano, que, embriagado por la noticia, congregaba a sus oficiales, atónitos, y daba rápidamente instrucciones. Vio cómo aquellos oficiales lo escrutaban a él, el montañés de Alba Fucense al que ninguno conocía, y pensó que tendrían ocasión de ello. Miró a Sejano, que se había despojado él solo, con un gesto, de toda fuerza militar y se dirigía con orgullo a la Curia. Y lo acompañó.
El sol aún no había acabado de salir cuando uno de los ex centuriones que vigilaban en la domus de Antonia se presentó ante ella, que paseaba despacio por el pequeño jardín de sus aposentos privados, donde florecían las rosas otoñales, y se puso a hablarle en voz baja. Cayo no estaba lejos y vio que ella inclinaba la cabeza para escuchar, luego se detenía, levantaba la cabeza de nuevo y miraba al fiel oficial. De pronto, Antonia sonrió. Cayo trató de alejarse; le temblaban las manos. No se volvió. Tras una pausa interminable, oyó la voz de Antonia, alta, llamándolo.
Elio Sejano había entrado triunfal en la Curia y enseguida había constatado que todos los senadores habían llegado antes que él. Pero no había corrillos, ni conversaciones animadas en las gradas, ni retrasados que tramaran tácticas en los soportales. Reinaba un silencio solemne, en realidad, tenso y, para muchos, quizá temeroso, porque a la espalda de Sejano se había entrevisto a los pretorianos —a los que Macro, mientras salía, había impartido las primeras órdenes con su voz tosca y dura— rodear la Curia con una rápida y ordenada maniobra.
Sejano también los vio, al otro lado de la puerta de bronce todavía abierta, y se quedó petrificado a medio camino. En un instante, su ostentoso júbilo se transformó en alarma. No había dicho todavía nada ni se había movido cuando Sertorio Macro, de pie en las gradas de la derecha del asiento vacío de Tiberio, levantó el mensaje imperial sellado con plomo. A continuación cerraron la gran puerta de la sala.
Y cuando Macro hizo verificar la integridad de los sellos y luego, lentamente, los rompió, desplegó el mensaje y, con un acento cerrado, empezó a leer aquel documento que no era un nombramiento, como todos esperaban, sino una implacable y virulenta acusación: «Traición contra el pueblo romano», la sala se paralizó en un terrible silencio. Era una imputación de la que nadie podía salir vivo. Sejano, como si aquellas palabras en latín mal pronunciado tuvieran dificultades para entrar en su cerebro, permaneció inmóvil. Y en medio del silencio Sertorio Macro proseguía:
—Proyecto de apoderarse del poder, de instigar a las cohortes contra la Curia, de asesinar al emperador…
Las frases, escritas por la mano del propio Tiberio, aplastaban, cayendo lentamente en el silencio, todo impulso de reacción. Solo se oía el crujido de las cátedras, la respiración jadeante de alguien y luego, poco a poco, el estremecimiento de emoción liberadora que contagiaba a los senadores, el movimiento de alguna toga, las exclamaciones entrecortadas, hasta que Sertorio Macro, lentísimamente, con una sensación de omnipotencia, dejó la hoja que había terminado de leer.
Y todos a una, los senadores se indignaron y, con violenta unanimidad, sin siquiera consultarse (demasiados odios impotentes había sembrado Sejano en Roma, demasiado impetuoso era el alivio por destruirlo), hicieron suyas las acusaciones de Tiberio gritando. Inmediatamente, los lictores, funesto símbolo de justicia, flanquearon a Sejano; pero él seguía sin reaccionar. Un senador dijo que había que abrir el proceso enseguida, allí, sin demora. Y los demás, gritando, lo aprobaron.
El proceso fue puesto en marcha precipitadamente. Nadie defendió a Sejano; sus numerosos y espantados cómplices se le echaron encima con celo. Él no dijo nada. De común acuerdo, los senadores lo condenaron a muerte por traición a la Majestad del pueblo romano. Una hora más tarde lo habían ejecutado y su cadáver, deshonrado, era arrojado al río.
El relato de Antonia, hecho en voz baja, había sido breve, casi púdico, pero horriblemente preciso. Cayo había escuchado con los ojos clavados en ella, sin interrumpirla, sin decir una sola palabra. Y había notado que en su interior se extendía algo, como si tragara un líquido hirviendo; había descubierto el alud que podía provocar el sentimiento de la venganza satisfecha. Y enseguida lo asaltó otro pensamiento que a duras penas consiguió que no le hiciera gritar: quizá su madre y su hermano Druso estaban de verdad salvados.
Antonia se percató de su emoción y, mientras él la abrazaba impetuosamente, le dijo con gran dulzura:
—Confiemos, pero no nos hagamos ilusiones. Nadie es capaz de entrar en la mente de Tiberio.
Pero quién era el nuevo amo de Roma lo demostró con una fuerza terrorífica la violencia empleada en matar a toda la familia de Sejano, incluidos los hijos menores y la más pequeña, a la que, por ser virgen, según las antiguas leyes no se le podía quitar la vida. Solo tenía nueve años y, al no comprender lo que estaba pasando, prometía que sería más obediente en el futuro. Y el verdugo, para poder matarla legalmente, antes de degollarla la violó. Pero aquel terror no bastaba. Desconfiando de ciertas conversiones repentinas, Tiberio hizo llover sobre Roma decenas de procesos, exilios, ejecuciones y confiscaciones.
En cuanto a Sertorio Macro, el nuevo poder desmesurado, con los consiguientes beneficios, inspiró a su orgullo montañés construir en la ciudad donde había nacido un grandioso anfiteatro, en gran parte excavado en la roca, cuya admirable acústica se aprecia todavía hoy gracias a la cávea desenterrada.
Y en el templo de Hércules, del que Sertorio Macro se había erigido en protector, levantaron una imponente estatua del dios, representado como un fortísimo guerrero, sentado con una copa de vino en la mano. Sus dimensiones y su vulgar vistosidad probablemente fueron dictadas por el nuevo prefecto. Pero ni siquiera él preveía la razón por la que los dioses —que juegan con los actos de los humanos— le habían inspirado esa elección.