Provincia de Asia
Provincia de Egipto
Roma
Y finalmente, más allá de bosques y montañas, estaba Roma, que Cayo no había visto nunca. Su mente joven, estimulada por las evocaciones del preceptor griego, había soñado que, después de tanto viajar por montes y llanuras, aparecería ante él, como una nube blanca, una inmensidad de mármoles extendidos sobre siete colinas onduladas en las orillas de un río dorado. Pero, después, su misteriosa familia —de la que él no conocía materialmente a nadie— se había transformado en una maraña de fantasmas y Roma se había convertido en un lugar angustioso sobre el que se cernía, como un cielo de tormenta, el poder imperial.
Sin embargo, en todas las etapas, masas de gente congregada de forma espontánea habían aclamado a su padre, Germánico, el dux injustamente destituido por Tiberio. «Las intrigas de la Noverca…», protestaban. No obstante, la mayoría exultaba: «¡Has vuelto con nosotros!». En medio del entusiasmo se escapaban palabras que pertenecían más al terreno de la insurrección que al de la alegría. De todas ellas, una en especial entró en los oídos del chiquillo: «¡Defiéndenos!». Y él, con un amor reverencial, veía a su padre como dotado de poderes sobrehumanos.
El oficial que estaba al mando de la escolta se inclinó sobre la silla y le susurró:
—Mira: descender sobre Roma con las legiones habría sido un juego.
Era arrepentimiento, rabia y, en el fondo, inquietud. Cayo escuchaba en silencio. Cabalgaba sin esfuerzo, aunque no había querido ponerle a aquella fuerte montura de cascos pesados el ligero nombre de su lejano mannulus. Pero se había acostumbrado al ritmo regular de aquella grupa ancha. Y había hecho a caballo todo el viaje, como su padre.
Al llegar a la última mansio antes de la capital, descubrieron que había salido a su encuentro una alegre y nutrida multitud de amigos y partidarios, patricios, équites, senadores, familias emparentadas, militares y cientos de desconocidos.
—Si solo una de las legiones que hemos dejado estuviera hoy aquí —susurró el comandante de la escolta—, subiríamos directamente al Palatino. Mira y no lo olvides —añadió dirigiéndose a Cayo—: este era el día que nos habían regalado los dioses.
Pero en ese momento Cayo vio a su bellísima madre, que abrazaba riendo a un montón de personas felices, y se sintió fascinado por sus ojos brillantes, el sonido de su voz y de su risa, pues no la había visto reír desde hacía meses. Y después fue arrollado por los abrazos también él, el Calígula nacido en el castrum del Rin, que montaba a caballo como los bárbaros y hablaba un griego admirable pero se trabucaba en latín. Y mientras todos lo acariciaban y un viejo senador decía con ternura que la sangre de Augusto había vuelto a Roma, un tribuno lo apartó bruscamente de la muchedumbre y le dijo:
—Mira Roma, tú que no la has visto nunca.
Él se volvió de golpe y Roma estaba allí, al otro lado del río dorado, imperial y divina, blanca de mármoles como una nube.
—Esta es la ciudad que Tiberio le ha robado a tu padre —añadió el tribuno.
El chiquillo miró con los ojos claros bien abiertos. Un instante después lo abrazaron sus dos hermanos, mayores que él, que habían permanecido aquellos años en Roma «para recibir una educación correcta», como decía Zaleucos. Y no fue capaz ni de hablar, porque el primogénito, un muchacho fuerte, más alto que su padre, se lo echó al hombro, como si fuese un cachorro, y se puso a correr riendo. Para Cayo fue una sensación intensísima, un reconocimiento carnal, a la vez que una alegre y total confianza, una explosión de fuerza. Y se unió a la risa de su hermano mayor y se agarró de su cuello, mientras todos se volvían para mirarlos.
—¿Has oído cómo se pronuncia en Roma la lengua latina? —le preguntó más tarde Zaleucos, implacable.
El latín que hablaban aquellos patricios cultísimos, magistrados y oradores era, efectivamente, muy distinto de la jerga que se oía en las callejas del castrum; modismos y citas improvisadas de sublimes poetas resultaban incomprensibles para Cayo. En compensación, Zaleucos estaba exultante porque todos se quedaban atónitos ante la espontánea elegancia con la que el chiquillo se expresaba en griego.
—Una diglosia perfecta —observó con interés y simpatía el poderoso y riquísimo senador Junio Silano. Nadie imaginaba, sin embargo, qué les depararía el destino en el transcurso de unos años.
En las riberas del Tíber, la multitud avanzó hasta empujar a la escolta y convertirse en cortejo.
—Tanta gente aquí, simplemente porque Germánico vuelve de viaje —comentó con fastidio el senador Anio Viniciano, preeminente entre los optimates. Y llamar «viaje» a aquellos duros años de guerra impuestos a Germánico, esperando que muriera, era tan cínicamente despreciativo que sus seguidores se echaron a reír.
Entretanto, la célebre familia debía abrirse paso entre la muchedumbre con hábil lentitud, saludando sin parar, y proceder así hasta llegar a la fastuosa residencia suburbana del monte Vaticano. Ya propiedad de Augusto, aunque en ningún momento habitada por él, el general Agripa había vuelto a abrirla al casarse con Julia y derrochado en ella sabiduría constructiva, sentido estético y riqueza. Los famosos jardines descendían hasta el río; las salas estaban decoradas con refinados y vivos frescos que representaban las glorias familiares.
Aquel clamoroso recibimiento desagradó mucho al emperador Tiberio. Para informar sobre los ánimos populares, los innumerables espías por los que era temido subieron a su morada, en la cima del monte Palatino, que se había construido —de la misma forma que se coloca una piedra sobre una tumba— justo encima de la devastada casa de Marco Antonio, el hombre de Cleopatra, el impetuoso rebelde derrotado y suicida, la esperanza perdida de los populares. En la soledad de la Domus Tiberiana —tan imponente y sólida que todavía hoy sus estructuras perduran— eran admitidos muy pocos privilegiados. Desde allí, inaccesible en su poder, Tiberio escuchó en silencio —la mirada inescrutable, los labios apretados, como aparece en sus retratos— a aquellos espías ponzoñosamente diligentes. Pero pareció no preocuparse por el aura clamorosamente heroico que rodeaba a Germánico y a su mujer, Agripina, la demasiado querida nieta del divino Augusto. Ni siquiera reaccionó, ni con elogios ni con desagrado, cuando los senadores concedieron unánimemente a Germánico —los populares por entusiasmo, los optimates para calmar a la inquieta ciudad— el triumphus por sus victorias sobre los chatti, los queruscos, los agrivarios y todas las demás poblaciones que habitaban las tierras del otro lado del Rin.
Tras el rudo aislamiento del castrum, Cayo César asistió a la inesperada metamorfosis de su joven padre en la deslumbrante ceremonia que Roma había creado para sus conquistadores: un solemne acto ritual en el que se exteriorizaba todo el explosivo poder del imperio.
El triumphalis vir, el triunfador, lucía la túnica «palmada», con los bordes de oro con hojas de palma; y encima la toga picta, enriquecida con una pictura textilis de pesados recamos; en la cabeza le ponían la corona de oro en la que se entrelazaban hojas de laurel; en la mano, el scipio, el pesado cetro de marfil. Transformado de esta forma, montaba en la cuadriga de oro, con un tiro de cuatro caballos blancos, para el desfile ritual del triumphus, que era un recorrido escenográfico y mágico, un serpenteante dar vueltas en torno al ombligo de Roma. Entre dos ruidosas y compactas alas de gente, la cuadriga —que dos mil años más tarde sería objeto de imprevistas resurrecciones cinematográficas— bordeaba el antiguo recinto de las murallas de Rómulo, corazón de la Roma originaria, y por el Foro Boario, el Velabro y el Circo Máximo se dirigía después hasta la Porta Triumphalis, desde donde subía hasta el Capitolio por la vía Sacra, alfombrada de rosas.
Pero no se trataba de un desfile de gala, sino que era, en imágenes, un feroz relato de la guerra hecho con espíritu pretelevisivo. Aparecían en primer lugar, en carros y palanquines, los despojos, los tesoros, los trofeos, es decir, el lado concretamente utilitario de la guerra. Emergían después, transportadas en alto, grandes tablas pintadas que ilustraban, a modo de carteles, las ciudades conquistadas, las batallas, los asedios, las acciones heroicas, a los pérfidos enemigos: la imagen de la guerra viril y heroica.
Y seguían, cruelmente encadenados, a veces con sarcásticas cadenas de oro y suntuosas vestiduras, los soberanos y los generales derrotados, con sus mujeres e hijos y con su corte: la imagen del poder destruido por Roma. Cuando comparecían estos, la multitud ya era muy consciente de lo que veía y se había cargado de orgullo y de odio. Y esta era también la imagen de la venganza, porque muchos de esos ilustres prisioneros estaban destinados a morir antes de que el triumphus terminara o a pudrirse sin esperanza en una cárcel.
Tiberio había ordenado que, entre los prisioneros y el botín, caminara la mujer del derrotado Arminio, Tusnelda, la que había caído en manos romanas sin que él, desesperado, lograra salvarla. Y ella caminó sin dar muestras de cansancio, con la mirada clara orgullosamente perdida en pensamientos lejanos. Cayo no pudo verla, ni siquiera imaginarla, en el inmenso cortejo que lo precedía. Pero oyó susurrar a su padre, cuando los amigos se felicitaron con él, abrazándolos: «Tiberio me ha puesto veneno en este triumphus». Era repugnante, dijo, desfilar montado en la cuadriga sabiendo que, poco más allá, aquella mujer iba a pie, encadenada, entre los insultos de la muchedumbre.
A continuación avanzaban los sacerdotes con los simulacros divinos, romanos y enemigos, imágenes de la protección ultraterrena que velaba sobre Roma; y avanzaban asimismo los toros blancos, adornados con guirnaldas de flores, que serían sacrificados ante el Júpiter Capitolino, símbolo de esa conexión intrincada y profunda entre religión y política que se transmitiría a lo largo de los siglos a las sucesivas fes.
Y finalmente aparecía el vir triumphalis, el héroe, entre un pandemónium delirante y terrorífico, sus soberbios oficiales y las águilas, las enseñas, la música, los legionarios con las resplandecientes armaduras de gala, la espléndida caballería ligera y los pesados cataphracti, hombres y animales forrados de hierro, y los auxilia, los cuerpos aliados, desde los númidas hasta los partos, los germanos y los iberos. Rodeado de polvo y de gritos, lentísimo, el cortejo ilustraba maravillosamente a Roma ante sí misma. Y la mostraba de un modo espeluznante a sus enemigos.
Sin embargo, ese día participó en el triumphus de Germánico una representación exigua de las legiones concentradas en el Rin. «Tiberio ha tenido miedo de introducirlas en Roma», comentaba la gente. Mezclado con la multitud, un pálido erudito que se llamaba Cremucio Cordo —entonces aún no habían aparecido indicios de las persecuciones que provocarían su muerte— vio aquella jornada con sus ojos de historiador y escribió que, pese a las escasas tropas y a la ausencia de Tiberio, el triumphus de Germánico había sido el más apasionado que Roma había tributado jamás a un vencedor. Con todo, se preguntó:
—¿Qué aclaman en realidad? ¿Las victorias sobre pueblos lejanos y en gran parte desconocidos, o las esperanzas de un futuro distinto?
Junto a él se encontraba otro amigo de Germánico, el vehemente y comunicativo equite Tacio Sabino, que al oírlo se conmovió profundamente.
—Yo creo que todo puede cambiar de verdad —susurró.
Y casi se le saltaron las lágrimas cuando vio que Germánico había puesto a su hijo menor, Cayo César, sobre el eje de la cuadriga triunfal, con su reluciente lorica y las famosas caligae, estas más grandes que las primeras.
El chiquillo se sintió embriagado por la emoción y desde allí arriba saludó a la multitud, envió besos, rio; y la multitud, impetuosamente, le dio su amor, y un veterano gritó el afectuoso apodo:
—¡Calígula!
Otros, en cambio, murmuraron con fría rabia que Germánico quería agitar a la plebe, alentar a los populares derrotados, presentar su dinastía a los romanos en una teatral y demagógica operación para hacerse con el poder. «Tiberio no se lo perdonará», decían.
Tiberio continuaba sin reaccionar. Y ese silencio ausente despertó oscuras sospechas en Cremucio Cordo, el historiador:
—Tiberio no puede olvidar que Germánico lleva la sangre de Marco Antonio.
En efecto, el origen de la trágica familia de Germánico era el absurdo e infeliz matrimonio que, años atrás, Augusto había impuesto —por una cruel razón de Estado— entre su dócil hermana Octavia y el renuente Marco Antonio, ya cautivo del amor por Cleopatra. El matrimonio se había roto enseguida y entre los dos solo había quedado la guerra. Y los jóvenes huérfanos.
En la cima del Capitolio, los amigos de Germánico tuvieron tiempo de reparar en un sexagenario corpulento y ceñudo, que llevaba con solemnidad el laticlavius senatorial —adornado con anchas franjas púrpura— y que, desde lejos, entre amigos y clientes, los observaba a su vez sin simpatía. Le dijeron a Cayo que se llamaba Cneo Calpurnio Pisón, y por la manera de pronunciar su nombre transmitieron al chiquillo una confusa alarma, una idea en la que se mezclaban la perfidia y el poder.
Aquel hombre procedía de una familia importante y soberbia hasta la insolencia, una estirpe que, años antes, había influido enormemente en la elección de Tiberio. Ahora, sus partidarios murmuraban con sarcasmo: «El pretendiente ha vuelto a Roma». Él, de forma ostentosa, ni siquiera esbozó un saludo. En lugar de eso, se echó a reír. E incluso desde lejos se notó que era desprecio.
Según las antiguas creencias, ese día los dioses reunieron en el corazón de Roma a todos aquellos que pronto debían enfrentarse en una lucha sin cuartel. Y solo los dioses —que juegan con el destino de los hombres— sabían que pocos saldrían indemnes. Pero los hombres, que no conocen el futuro, a finales de un mayo espléndido esculpieron el recuerdo de aquel triumphus en el Registro marmóreo de las glorias de Roma, los Fasti Capitolini, en el Foro.
La noche siguiente, el historiador Cremucio Cordo se encontró bajo los soportales del Foro de Augusto —la plaza más nueva y luminosa de Roma— con su amigo Tacio Sabino e inmediatamente le dijo:
—Germánico debe guardarse las espaldas. Tiberio no le perdonará haber vencido donde él perdió.
Era el mismo juicio abiertamente manifestado por tribunos y mílites en el Rin. Años atrás, efectivamente, una legión había sido masacrada hasta el último hombre en un bosque que para Roma se convertiría en el símbolo de los desastres más irreparables: Teutoburgo.
—Tiberio —recordó Cremucio Cordo— no fue capaz, no digo de salvarlos, sino ni siquiera de enterrar a los muertos. Y ahora se cuenta por toda Roma cómo Germánico ha aplastado a Arminio y reconquistado Teutoburgo. Se dice que los cadáveres estaban allí desde hacía seis años, insepultos, con las armas y las enseñas por el suelo, y se veía que muchos habían sido degollados a sangre fría. Se dice que el propio Germánico, con sus manos, puso esos pobres restos en la pira. Y ha recogido el honor de Roma del fango en el que Tiberio lo había dejado pudrirse. Llevo desde esta mañana escuchándolos, porque yo debo escribir.
El pálido Cremucio hablaba igual que escribía y la gente se apiñaba en corro a su alrededor. Pero él se alejó con Tacio Sabino y susurró:
—He entendido por qué Tiberio no dice nada. Y tengo miedo.
Veía con implacable claridad, explicó, que Germánico —el dux que con un gesto movilizaba o frenaba a ocho impetuosas legiones, el señor de la guerra y de la paz ante el que los vencidos se arrodillaban— había sido despojado del poder.
—Sin pronunciar una palabra, sin derramar una gota de sangre, Tiberio lo ha apartado de aquellos que en un solo día podían poner en sus manos el imperio.
Hablaba como si ya estuviera escribiendo su libro. A Tacio Sabino, generoso, optimista y, por lo tanto, irreflexivo, le molestó la preocupada palidez de Cremucio.
—Germánico tiene a toda Roma a sus pies. Le basta levantar una mano y…
—Sus manos están desnudas —lo interrumpió Cremucio, compasivo.
Sobre Roma se cernían otras autoridades muy distintas y mucho más complejas: el Senado, los collegia de los sacerdotes, los cónsules y, sobre todo, el inaprensible Tiberio, el emperador. Germánico había pasado a ser un patricio romano más: joven, muy apuesto, amable, célebre y querido, pero al que muchos miraban con recelo y con antiguos rencores. Y sobre todo sin cargos y con las jornadas vacías. Y, para acabar, rodeado por una siniestra escolta de pretorianos, hombres del emperador, los que protegían Roma y la tenían en un puño.
—El pensamiento de Tiberio es como una serpiente que avanza entre la hierba —concluyó Cremucio Cordo—. Tú vas andando y no sabes…
La serpiente entre la hierba
—Los senadores no paran de discutir, pero se diría que Tiberio no los oye —dijo Germánico a los suyos al volver de la Curia. Pero no lo decía para informar, sino para desahogar su inquietud. El rostro del emperador, tan ceñudo e indescifrable como siempre —«tenebroso», escribió alguien—, y sus misteriosos silencios que nadie sabía cómo interpretar desconcertaban incluso a los senadores más expertos en conjuras e intrigas.
—Y cuando habla es peor: es escuetísimo y ambiguo.
Sus familiares no hicieron ningún comentario. El joven Cayo los miraba. Una templada noche romana estaba cayendo sobre el jardín y alargaba la sombra de los árboles.
De hecho, Tiberio percibía físicamente la proximidad de Germánico, y el relato diario de sus movimientos y contactos que le hacían los espías avivaba su intolerancia.
El sexagenario Calpurnio Pisón, que tenía el raro privilegio de hablarle de tú a tú, le dijo:
—En el Rin, con las legiones, Germánico era un peligro lejano; aquí es un rival sentado en la escalera del Palatino.
Muchos, efectivamente, en aquella amarga primavera romana, veían a Germánico como el pretendiente irresistible, destinado a una próxima victoria. Y lo esperaban.
—No olvidemos —dijo Cremucio— que todavía viven los hijos y nietos de aquellos senadores y équites, partidarios del impetuoso Marco Antonio, que fueron degollados en Perusa después de haberse rendido. (Y a cuantos susurraban que quizá se excedía en la purga, Augusto había explicado amablemente: «Es preciso difuminar la sombra de Julio César»).
Rencores y rebeliones coincidían ahora, como ríos en el deshielo, en torno a Germánico. Y sus enemigos comenzaron a susurrar ambiguamente: «Germánico trama algo; turba la concordia entre optimates y populares». La llamada concordia de los órdenes —virtuoso concepto creado por Cicerón— era en realidad una momificación forzosa de la terrible condición existente. Después de matanzas, procesos, proscripciones y exilios, el Senado había pasado a ser despiadado dominio de los optimates, antiguos terratenientes y aristócratas; y los populares se resistían en vano —contra los desequilibrios sociales y económicos, las paralizadoras leyes agrarias, los arrendamientos insostenibles, la concentración de las riquezas conseguidas gracias a las recientes victorias— mediante lo que historiadores de épocas posteriores denominarían «revolución pasiva».
En aquellos días, Cayo descubrió que los sobrenombres rudamente afectuosos que le habían puesto en el castrum —Calígula, cachorro de león— se extendían por Roma. Lo llamaba así la gente del pueblo, y por la calle las mujeres intentaban acariciarlo.
—No es un muchacho —observó, preocupado, Zaleucos, al que cada vez le resultaba más difícil controlarlo—, es un símbolo.
Un día de aquella encantadora primavera, Tiberio, que raramente hablaba, explicó de repente a los senadores, reunidos en la Curia, que en las costas orientales del mare nostrum, el Mediterráneo, reinaba una situación peligrosamente agitada.
—La hemos descuidado —declaró. Por un momento dio la impresión de que se disponía a denunciar a los culpables y la sala quedó petrificada en un silencio de terror—. En nuestras provincias —dijo—, en los estados vasallos y en las fronteras con los partos se están incubando amenazas de revueltas y quizá de guerras.
Nombrar al imperio parto, al enemigo nunca domeñado, al Irak actual, evocaba una pesadilla. Pero, entre los optimates, los cerebros más rápidos intuyeron que aquel siniestro exordio ocultaba un proyecto y enseguida reconocieron que era un análisis sutil y desgraciadamente acertado; alguien que nunca se había molestado en pensar en esos países desarrolló una brillante crítica al abandono en el que se los había dejado durante años.
Tiberio, a quien tales palabras resultaban útiles, aprobó paternalmente el celo, pero confesó:
—Me siento demasiado viejo para ir allí.
Pocos en la Curia comprendieron que, con aquella retorcida frase, Tiberio quería decir que la enorme popularidad de Germánico hacía que fuese peligroso retenerlo en Roma. Entonces se levantó el senador Calpurnio Pisón, personalmente muy próximo a Tiberio y, por añadidura, casado con una mujer llamada Plancina, perteneciente a una influyente familia senatorial. «Es de una rara fealdad», decía la gente de esta, aunque toda Roma sabía también que mantenía una amistad de visita diaria con la madre de Tiberio, la Noverca. Calpurnio Pisón declaró estar seguro de expresar el sentimiento de sus colegas:
—Tiberio se encuentra en la plenitud de sus fuerzas y nosotros hacemos ofrendas a los dioses para que lo mantengan así largos años. Sin embargo, su presencia en Roma es necesaria, y temblamos ante la idea de los peligros a los que se hallaría expuesto en Oriente.
A esas alturas, hasta los populares menos atentos entendieron que los discursos estaban dirigidos hacia decisiones ya tomadas y ninguno se atrevió a intervenir. Tiberio dio las gracias a los senadores por su afecto y sugirió:
—El hombre que restablecerá el orden en Oriente es el que ha derrotado a los chatti, los angrivarios y los queruscos: Germánico.
Una sugerencia de Tiberio tenía bastante más valor que un decreto. Y el imperio sobre las provincias orientales —para resolver conflictos y reprimir disturbios, llegar a acuerdos con los pequeños soberanos y etnarcas mal controlados por ambiguos pactos de vasallaje, reforzar los límites neurálgicos en el Éufrates y los desiertos nabateos— parecía un alto reconocimiento, además de que era un gran poder. Sin embargo, era también el anuncio de riesgos elevados. A los ingenuos populares, la idea les pareció positiva para su ídolo, mientras que los optimates, por razones opuestas, la vieron absolutamente liberadora. Y la propuesta de que Germánico partiera de inmediato fue unánimemente aprobada.
La profunda y desazonada sorpresa de Germánico fue aplacada por un alud de felicitaciones. Y él decidió llevar consigo a algunos oficiales, juristas y funcionarios de confianza, expertos en esos países, así como a su querida Agripina y, por primera vez, a sus tres hijos varones. De los tres, el que más impetuosamente mostró su alegría fue el menor, Cayo, que, nacido en los confines septentrionales del imperio, nunca había navegado por mar.
Viaje por mar
Al salir del puerto de Brindisi, los sorprendió una tormenta con fuertes olas de través. Y el viento los empujó a lo largo de las costas impracticables de Macedonia y de Epiro, sembradas de islas, hasta que una tarde, con la flota deteriorada a causa de la durísima navegación, vieron que detrás de un gran promontorio se abría un profundo golfo con las aguas súbitamente en calma. Un marinero le dijo a Cayo que aquel golfo que emergía de la niebla se llamaba Actium: allí, cincuenta años antes, se había librado entre Augusto y Marco Antonio la tremenda batalla fratricida por la conquista del imperio.
—El Hado ha soplado en nuestras velas para traernos a este puerto —susurró alguien.
No se percataron de que el chiquillo se había puesto pálido y se había quedado inmóvil mirando.
Germánico también contempló el golfo.
—Aquí, por una parte o por la otra, llevo sangre enemiga —comentó con amarga ironía, y se echó a reír.
La carcajada sobresaltó a su hijo Cayo, pero, en la fría incomodidad causada por esta, nadie contestó. Germánico rompió el silencio para preguntar al magister navis, el capitán del convoy, que le indicara el lugar exacto de la célebre batalla.
El capitán señaló con pasión el punto más lejano del golfo.
—Marco Antonio había escondido sus naves allí. Había ideado una estrategia desesperadamente arriesgada —dijo con nostalgia—: recoger a los hombres que habían quedado, embarcarlos en sus escasas naves y llevar la guerra a Italia por mar.
No explicó que la decisión había sido tomada tras noches de insomnio y borracheras sin control, y que también influyó la apremiante preocupación de Cleopatra.
—La flota de Augusto le tendió una trampa en la salida del golfo —dijo, en cambio—. Era el segundo día de septiembre. Los marineros de Augusto atacaron con furia porque no recibían la paga desde hacía meses y Augusto había anunciado astutamente que las naves de Cleopatra llevaban un tesoro. Pero Augusto no iba a bordo; combatían sus almirantes por él. Me dijeron que él estaba en aquella colina de allí, donde siglos antes habían construido un pequeño templo dedicado a Apolo.
—¿Dónde? —preguntó Cayo. En la colina se acumulaba la niebla marina.
—Lo verás —prometió el capitán—. Según me dijeron, Augusto se había envuelto en una capa de lana blanca y estuvo mirando, de pie, hasta que se dispersaron las últimas naves de Marco Antonio. Pero Marco Antonio y Cleopatra escaparon con el tesoro —añadió riendo—, un montón de oro, más de veinte mil talentos, y Augusto se enfureció.
El joven Cayo se dio cuenta de que el capitán también simpatizaba con el derrotado y no con los vencedores.
—Tras la victoria, Augusto sorprendió a todos declarando que, desde aquel pequeño templo de allá arriba, Apolo, quién sabe por qué, lo había ayudado a ganar. Y le construyó un altar, que era en realidad un monumento a sí mismo.
Nada más pronunciar estas palabras, el viento empujó la niebla y dejó ver, sobre la colina, un solemne edificio de terrazas, de mármol blanco.
En la primera terraza estaban encadenados los pesadísimos rostra (espolones de bronce de tres puntas para romper la quilla de las naves enemigas) de las treinta y seis naves rostratae que había perdido Marco Antonio. Estaban abollados y rotos: su devastador poder de embestida no había evitado la derrota. En la segunda terraza estaba esculpida en el mármol una procesión de dioses que sostenía la triunfal estatua de bronce de Augusto. Arriba de todo, coronado por un pórtico, estaba el altar del dios que había dado el imperio a Augusto.
—Augusto sabía que, si añades a tu fuerza la de cualquier dios, duplicas el terror de los enemigos —comentó el capitán.
En la otra orilla del golfo se extendía una planicie cubierta de piedras. El capitán la señaló con un gesto solemne.
—Antes de la batalla, Marco Antonio había acampado allí.
Entretanto, estaban fondeando en el puerto, y el capitán anunció que las naves necesitaban mantenimiento.
—Quiero subir a esa planicie —dijo Germánico, y se dirigió hacia allí de inmediato mientras empezaba a ponerse el sol.
Los dos hijos mayores se habían ido por las callejas que había en las inmediaciones del puerto. Cayo, en cambio, acompañó a su padre, que caminaba con cautela mirando a su alrededor: los restos de aquel tosco campamento —piedras, tablas y troncos— aún se veían esparcidos sobre la hierba.
Germánico debía de haber sufrido mucho en secreto a causa de esa antigua y maldita guerra, pues cuando su hijo Cayo se atrevió a decirle en voz baja que no sabía nada de toda esa parte de la familia, se volvió rápidamente y, en contra de su costumbre, contestó bruscamente:
—Tu familia somos tu madre y yo; el resto pertenece a la historia. Tendrás tiempo de estudiarlo.
Y la puerta de aquella conversación se cerró.
Pero por la noche llegó, vía Brindisi, un despacho del amigo Tacio Sabino en el que, con agitada indignación, informaba a Germánico de que Tiberio había nombrado prefecto de la provincia de Siria a su secuaz Calpurnio Pisón. «Debes llevar cuidado —escribía Sabino—. Tu misión aparentemente triunfal ha sido sometida, empleando una turbia táctica, a la vigilancia de un enemigo indomable».
El joven Cayo recordó al senador que el día del triumphus los miraba riendo desde lejos. Y su madre, Agripina, se alarmó.
—Es una idea de la Noverca —susurró. El odio endureció su bello rostro—. Calpurnio se llevará a Siria a su mujer, Plancina —presagió.
Estaba imaginando con terror las instrucciones que la Noverca daría a su fiel y desaprensiva cómplice; recordaba a sus hermanos, enviados a Iberia y a Armenia para realizar misiones gloriosas y allí, tan jóvenes todavía, misteriosamente muertos. Los pensamientos de Germánico no habían llegado aún a ese punto, pero ella se levantó impetuosamente, se acercó a él, lo abrazó y susurró, con una lucidez desesperada:
—Es una trampa… La Noverca siempre ha preparado estas cosas lejos de Roma.
El tribuno Cretico, fiel ayudante de Germánico, la miró alarmado. Las conversaciones se congelaron.
Pocos meses más tarde, gran parte de los romanos —y en el futuro muchos historiadores importantes— coincidirían con el juicio de Agripina. Pero aquella noche este parecía solo un grito de miedo irracional.
Cayo, que escuchaba mientras sus dos hermanos mayores bromeaban lejos, preguntó angustiado a su padre:
—¿Qué están preparando?
Su padre le acarició el cabello —un gesto que a todos les salía de manera espontánea—, finísimo, brillante, ligeramente ondulado. Mientras lo acariciaba, sin embargo, no sabía qué decir, y acabó por responder, mintiéndose a sí mismo:
—No creo que Calpurnio sea un peligro. —No obstante, la inquietud afloraba a su bello rostro bronceado. Y de repente se dirigió a los oficiales en un tono distinto—: Tenemos instrumentos para protegernos: cuatro legiones en las fronteras orientales y tres en Egipto, y dos flotas, la Classis Pontica y la Augusta Alejandrina.
Su ayudante, Cretico, lo miró sonriendo con los labios cerrados; los demás asintieron y Germánico continuó acariciando a su hijo pequeño.
—¿De qué tienes miedo?
Parecían palabras tranquilizadoras, pero eran durísimas y oscuras, quizá presagios de guerra civil.
Germánico fue a sentarse en el jardín; hizo que sirvieran vino a sus preocupados compañeros mientras del mar llegaba el fresco del crepúsculo.
—El peligro —murmuró— viene de los que consideras amigos, de los que entran en tu casa todos los días.
Cayo seguía mirándolo: el mito infantil de la omnipotencia paterna estaba resquebrajándose. Existían fuerzas terribles contra las que su magnífico padre no podía hacer nada.
—Pero hubo un rey de Oriente —continuó Germánico— al que sus enemigos intentaron matar; al recibir el primer golpe, él se echó al suelo y fingió estar muerto. Los conjurados huyeron, sus guardias acudieron y él se vengó de hasta el último de sus enemigos.
«¿Por qué habla así?», pensó Cayo, y preguntó:
—¿Cómo se llamaba?
—No me acuerdo —tuvo que responder su padre. Vació la copa y la dejó muy despacio, como quien se ha excedido inútilmente con la bebida para olvidar la infelicidad. Cayo lo miraba mientras permanecía con los ojos fijos en la copa vacía. De pronto, Germánico levantó la cabeza—: A fin de cuentas —añadió—, todo el mundo debería augurar para sí mismo la suerte de Julio César. No te la esperas y por lo tanto no te defiendes. El que te ataca es experto en armas y sabe que no debe fallar; por eso te asesta rápidamente el golpe preciso. Es un instante: la hoja que entra, una sensación de frío, ningún dolor… —dijo, riendo.
Su hijo Cayo lo miraba conteniendo la respiración, porque sabía por Zaleucos que Julio César había dicho las mismas palabras cenando con su amigo Marco Lépido la noche antes de ser asesinado.
La isla
Cuando, una vez atravesada Grecia por vía terrestre y cumplida la misión hasta el litoral del Helesponto, comenzaron a descender por el mar Egeo a lo largo de la costa asiática, apareció a la derecha una pequeñísima isla montañosa que los marineros, concentrados en las amuradas, miraron en silencio.
La isla tenía costas impracticables, bosques de espesa vegetación, un único monte, altísimo, que emergía solitario del mar.
—Es Samotracia —anunció el capitán.
Ellos llegaban desde el septentrión, a través de un mar azotado por variables golpes de viento; las olas verdes se orlaban de espuma al chocar contra los escollos.
—Samotracia no cuenta con ejércitos —dijo Zaleucos—, pero nadie se ha atrevido nunca a atacarla.
Allí adoraban, con antiguos y crueles rituales, a los Kabiroi, dioses procedentes de tierras lejanas. En el dialecto de Beocia, Kabiroi significaba «los poderosísimos». Sus nombres sagrados emergían de la noche de los tiempos: Axiocersus, Cadmilus…, nombres desconocidos en las otras islas griegas. Eran dioses que ayudaban en la guerra y salvaban de los naufragios, pero también siniestras potencias y oráculos que veían —y tal vez determinaban— el futuro.
Nubes bajas envolvían la montaña.
—El mar se está encrespando —observó el capitán.
Pese a ello, Germánico ordenó dirigirse hacia la isla.
—Quiero desembarcar antes de que anochezca.
Zaleucos contó que, durante el asedio de Troya, el dios Poseidón observaba enfurecido desde ese monte los ataques de los griegos. Después señaló un punto impreciso en la costa de Asia y dijo:
—Troya está allí.
El capitán se echó a reír.
—Los dioses debían de tener una vista de lo más aguda —dijo con ironía—, porque de joven yo subí a la cima del monte y lo que es seguro es que desde allí arriba ni las águilas verían el duelo de Aquiles contra Héctor.
Pero los marineros se mostraron preocupados porque había reído hablando de los dioses.
Poco a poco se alzaban sobre el agua las negras murallas ciclópeas de la única ciudad de Samotracia y asomaba el pesado edificio del templo. Mientras tanto, el viento arreciaba y llenaba el cielo de nubes. Cayo se preguntó qué buscaría su padre en aquella isla oscura y vio que los pensamientos inquietantes de Roma lo habían acompañado durante todo el viaje.
El capitán repitió que el mar estaba embraveciéndose y que navegar hacia Samotracia era peligroso. «Los Kabiroi no quieren que desembarquemos», susurraban los marineros.
Pero Germánico ordenó de todas formas intentarlo. Quería subir al santuario, ser iniciado mediante ritos secretos de purificación en los misterios de los Poderosísimos, quemar incienso a los pies de la Niké, la célebre estatua sagrada de la Victoria alada que un rey de Oriente, Demetrio Poliorcetes, les había dedicado para darles las gracias por una victoria. En realidad, todo eso era un débil antídoto contra la angustia.
Cayo lo miraba preocupado y pensaba que no podía haber ninguna relación entre aquella isla solitaria en el crepúsculo y la suerte de su padre. Pero el viento —que se había levantado después de las carcajadas del capitán— estaba arrastrándolos inevitablemente a otro lugar, hacia los peligrosos arrecifes, y los marineros no lograban contrarrestarlo. En un momento dado dio la impresión de que había una fuerte corriente bajo la quilla de las naves. Los hombres estaban preocupados por la fama de la isla y porque se acercaba la noche. Alguno repitió que los dioses los rechazaban. No consiguieron poner los pies en Samotracia.
Durante toda esa noche, las naves permanecieron a merced del mar oscuro, el violento mar de Poseidón, y los hombres ignoraban adónde los empujaban en la oscuridad los vientos aquilones. Al amanecer apareció cerca la línea de la costa y después, entre la niebla, un monte cubierto de pinos.
—El monte Ida —anunció Zaleucos.
Los vientos se habían aplacado y ellos avanzaron hacia la orilla sobre el agua que se hinchaba formando las últimas olas largas. Se veía una llanura poblada de encinas, cipreses y tarayes, y un río, y un torrente de guijarros blancos que confluía con él.
—El Simois y el Scamandros —dijo Zaleucos.
Cayo miraba, sin moverse, los lugares cuyos hombres había inventado Homero. Más allá, bajo las nubes bajas, entre breves destellos de sol, aparecía una extensión de murallas desordenadas. Y Zaleucos concluyó, conmovido:
—La que está en la colina es la ciudad que llamaron Troya.
En la llanura desierta, por delante de las murallas de la ciudad que había soportado un asedio de diez años, desfilaba un larguísimo rebaño, los pastores con sus cayados, algunos caballos salvajes.
—Esa fue la última guerra —dijo Zaleucos— en la que los dioses se dejaron implicar hasta combatir entre sí. Pero después de aquellas masacres nos abandonaron a nuestra locura.
Desembarcaron y caminaron hasta la ciudad, donde se alzaba el templo de Atenea, la diosa guerrera y violenta, la única auténtica vencedora. Del tejado, sujeto con dos cadenas, colgaba un escudo pesadísimo y brillante. El mito decía que lo había utilizado Aquiles en su último combate. Los sacerdotes contaron —hablaban un griego cantarín y exótico— que, una vez conquistada Troya, los griegos habían tomado conciencia de que habían sufrido demasiadas bajas. Para engañar a las potencias que perseguían la ciudad con un destino de catástrofes, un oráculo sugirió ponerle un nombre nuevo. La llamaron Ilión y volvieron a consagrarla inmolando víctimas humanas: vírgenes y adolescentes prisioneros.
—Aquella matanza mágica fue inútil. La ciudad fue devastada e incendiada siete veces más, y siempre fue reconstruida.
En Ilión seguía reinando, después de tantos siglos, una atmósfera amarga y funesta: para todos los hombres nacidos allí continuaría siendo un implacable símbolo de guerra. Germánico había bajado pensando —aunque no podía decirlo— que la gloria de las armas era horrible. No respondía a sus hijos, fascinados por el antiguo mito, y embarcó con melancolía, sin volverse.
—Los dioses no te permiten conocer el efecto de tus actos hasta que los has realizado —dijo finalmente. Volvió a sus pensamientos mientras veía desaparecer la ciudad a lo lejos y añadió—: Quizá en las tierras a las que voy podamos actuar sin instigar a las legiones.
Descendieron a lo largo de la accidentada costa de la provincia de Asia y echaron el ancla en el puerto de la famosa Éfeso para hacer un alto. Y todos vieron que el pobre esclavo Zaleucos se movía por allí con seguridad, aunque no parecía conocer a los habitantes. De pronto preguntó a Germánico:
—¿Quieres recorrer el camino que recorrió Alejandro de Macedonia tras la victoria a orillas del Gránico?
Como Germánico asintió de inmediato, lo guio hasta el gran templo situado en la cima de la colina donde se veneraba a Artemisa, la diosa virgen que lleva una luna creciente sobre la cabeza y aplasta con los pies una serpiente. Mientras subían al lento paso de los caballos, contó que la noche del nacimiento de Alejandro un loco había incendiado aquel templo y el gran sacerdote, el Megabyzus, había profetizado enormes cambios.
—Por eso Alejandro subió aquí con su ejército y dejó mucho oro para restaurar el templo. La diosa se le apareció y le prometió conquistas tan vastas como para fundar trece ciudades que llevaran su nombre: una en el mar de Arabia, y otra en el Éufrates, y en Bactriana, y en Hircania y en la tierra de los partos. La última, aquella en la que lo enterrarían, estaría en el Nilo. Sin embargo, la diosa no dijo que, para fundar esas ciudades y para morir, se le concedían poquísimos años.
El capitán, escéptico hasta la insolencia, rio:
—Cada ciudad griega tiene un dios distinto.
Y Zaleucos, ofendido, preguntó a Cayo:
—¿Te gustaría ver la cara de Sócrates?
El chiquillo contestó entusiasmado que sí quería. Bajaron por las laderas del collado hasta una armoniosa ciudad que debía de haber gozado de días más elegantes. El propietario, un tosco mercader de tejidos, sorprendido y halagado por el solemne cortejo romano, abrió de par en par las puertas de una antigua biblioteca y ellos vieron que los estantes no estaban llenos de libros sino de piezas de lino teñido, el carísimo lino de Buto. Avergonzado, el mercader apartó la mercancía, dejó al descubierto una pared y allí apareció un fresco que representaba a un hombre sentado.
—Ahí está —dijo Zaleucos.
El hombre del fresco estaba descuidadamente desproporcionado, iba envuelto en una túnica blanca, los brazos, cortos, los llevaba desnudos, tenía la redonda cabeza girada hacia un lado, y los ojos grandes y saltones parecían divertidos por alguna pregunta.
—El que construyó esta casa —dijo Zaleucos— ordenó a un pintor reproducir aquí la estatua que Lisipo había moldeado en bronce del natural: este es Sócrates esperando la muerte mientras conversa con sus discípulos, después de haber tomado el veneno.
Sin embargo, cuando le preguntaron cómo conocía aquel fresco, en una casa particular de una ciudad lejana, respondió que unos viajeros le habían hablado de él.
Luego las naves descendieron hasta las tortuosas orillas del río Meandro y llegaron a Mileto, la única ciudad del mundo conocido que poseía cuatro puertos y donde los dioses concedían refugio con cualquier viento o tempestad marina. La gente de Mileto hablaba griego jónico con un acento muy dulce.
Cayo lo advirtió y Zaleucos le dijo:
—Jonia es la tierra más suave del mundo; cuantos nacen aquí pronuncian las palabras igual que los dioses.
Contó que ocho o nueve siglos antes, cuando en el monte Palatino aún había cabañas de paja, de los cuatro puertos de Mileto partían convoyes hacia Egipto. Y en la costa egipcia había un puerto griego: se llamaba Naucratis. Así pues, Mileto había sido un puente entre la racional y joven especulación greco-jónica y el antiguo y místico saber egipcio.
En Mileto, al final de la vía Sacra, un arquitecto griego había ideado el templo más grandioso construido jamás en todo el Mediterráneo, el Didimeo, y lo había levantado alrededor de un bosque de ciento nueve columnas.
—Delante del altar veréis la armadura de un antiguo soberano de Egipto —anunció Zaleucos—. Es toda de oro, con incrustaciones de turquesas y de durísimo jade. La enviaron para cumplir una promesa, después de una gran victoria.
La vía Sacra de Mileto era una larguísima cuesta en medio de dos filas de tumbas y cenotafios; y ellos la recorrieron mientras las sombras se alargaban en la tarde otoñal y las inmensas columnas del Didimeo amenazaban desde la cima. Unas estaban en pie, otras caídas, partidas en el suelo, otras estaban aún pendientes de pulir, inacabadas, porque el gigantesco templo había sido salvajemente devastado durante una guerra antigua y reconstruido solo en parte, y mal: nadie había conseguido terminarlo. Pero el joven Cayo no pudo ver la armadura de oro del antiguo faraón porque la habían robado.
Pese al abandono, en el templo resistía un grupito de sacerdotes y, encerrado en una profunda celda en la que nadie podía entrar, profetizaba un oráculo, un célebre sortilegus.
—Los viajeros vienen a verlo angustiados —dijo Zaleucos— porque desde hace siglos nunca ha sido desmentido.
De repente Germánico decidió hacer en Mileto lo que la tempestad le había impedido hacer en Samotracia: interrogar a la suerte.
—¿Cómo pueden ver los ojos lo que todavía no existe? —preguntó el joven Cayo a Zaleucos en un susurro.
Zaleucos se volvió, levemente irritado por un instante.
—Tú, que eres un hombre, avanzas por un llano y retorcido camino y ves pocos pasos por delante de ti —dijo—. Los dioses, como si estuvieran en la cima de un monte altísimo, ven de dónde vienes y la meta hacia la que caminas.
Cayo no dijo nada: la respuesta era poética, pero no satisfacía su curiosidad.
Y Germánico, en la tarde declinante, insistió en realizar los largos ritos de súplica mientras sus compañeros se preguntaban qué planes de guerra lo movían; después bajó a la cripta e interrogó a la suerte. El oráculo respondió con palabras ambiguas y oscuras, que la angustiada Agripina y los fieles compañeros se hicieron la ilusión de que profetizaban suerte. Tan solo Cretico permaneció en silencio. Y un historiador, que años más tarde encontró algunos testimonios antiguos de aquel viaje, escribió que a Germánico se le había predicho secretamente la muerte.
Política nueva
A partir de ese momento encontraron vientos favorables y, navegando deprisa, pues el otoño avanzaba, llegaron al puerto de Seleucia de Pieria, en Siria. En Seleucia desembocaba el caudaloso río sirio Orontes, entonces navegable hasta Antioquía, la antigua capital. Allí se dividía en dos brazos que rodeaban la isla de Epidafne, donde los reyes seléucidas habían construido su palacio. En aquellas salas dominaba ahora la autoridad romana. Así pues, Cayo César se vio inmerso de golpe en un mundo inimaginable.
Ante el inmenso poder de su padre, se presentaban personajes con ropas multicolores y exóticas, acompañados de séquitos pintorescos, que hablaban entre sí lenguas incomprensibles. No tenían nada en común con la ruda barbaritas de los enviados o los prisioneros germanos, que hostigaban en los confines septentrionales del imperio. Aquí, el imperio limitaba con ciudades antiquísimas de murallas megalíticas, palmerales infinitos y cedros milenarios, áridas montañas coronadas por fortalezas y pistas que atravesaban interminables desiertos. Sus nombres estaban cargados de historia, una historia de complicadas culturas, atroces asesinatos, conjuras, sometimientos y traiciones, rivalidades dinásticas, furibundas campañas de las legiones, masacres, tomas de rehenes y breves treguas engañosas: Capadocia, Comagene, Cilicia, Armenia, Ponto, Oshroene, Judea, Partia, Arabia Nabatea, Asiria.
Ahora, los hombres llegados de esos mundos subían despacio, con tensión recelosa en los rostros cansados a causa de los larguísimos viajes, las numerosas escaleras del palacio del poder romano. A cada uno de ellos, con su pequeño cortejo, lo acompañaba el alma angustiada, o temerosa, o rebelde, de cientos de miles de seres humanos. Eran soberanos, príncipes, pequeños señores, generales de ejércitos, enemigos vencidos o todavía en armas, vasallos, aliados inciertos. Y Zaleucos —que, gracias a desconocidas experiencias, conocía bien aquellos países— se esforzaba en encontrar respuestas a las insaciables preguntas de Cayo.
Las salas interiores engullían a aquellos dudosos personajes durante horas. En realidad, tras las puertas de antigua madera de cedro y pesado hierro forjado estaba sucediendo algo que ellos no hubieran esperado obtener, o no habían creído posible. «Es un encuentro con Roma jamás acaecido hasta ahora», comentaban. Por primera vez, el imperio lo personificaba un joven combatiente victorioso y temible que, sin embargo, además de la herencia de Augusto, llevaba la mítica de Marco Antonio, el único romano que había proyectado fundir la fuerza de Roma con las culturas de Oriente.
Fuese la leyenda que crecía en torno al nombre de Germánico, fuese su excepcional capacidad para entablar relaciones humanas o fuese su repugnancia por la guerra, la cuestión es que los visitantes bajaban aquellas escaleras, en los calurosos crepúsculos de Antioquía, con una animación emocionada e incluso feliz. Y Zaleucos, el preceptor esclavo, murmuraba con pasión a Cayo que quizá allí adentro —como había escrito no sé qué filósofo antiguo— la límpida fuerza de las palabras que se dirigían al intelecto estaba dominando la violencia de las armas que herían el cuerpo. A lo largo de los siglos, los hombres intentarían muchas veces hacer realidad sueños similares a ese, utilizando en cada ocasión palabras distintas para definirlo. Casi siempre fracasarían. Pero insistirían.
Por la noche, Germánico y los suyos descansaban en el fresco pórtico situado frente al río y bebían el aromático vino que llegaba, por un largo camino, de las colinas de En-Gedi. Músicos sirios y egipcios tocaban instrumentos de formas y timbres —cuerda, viento, percusión— todavía desconocidos en Roma; de vez en cuando un joven músico o una muchacha cantaba una estrofa de ritmo fluctuante. Cayo aguardaba con pasión aquella hora: estaba naciendo en él el impetuoso amor por la música que lo acompañaría toda la vida.
Pero una noche, apenas la última canción hubo terminado en un dulce susurro, Germánico dijo, como pensando en voz alta:
—No quiero seguir estando obligado a ganar guerras.
Era un concepto jamás escuchado en boca de un general romano, y el tono era tal que todos dejaron las copas y lo miraron.
—Augusto escribió que los límites del imperio no deben ampliarse más —dijo él—. Y yo veo que hoy el cuerpo del imperio es ya demasiado vasto para mantenerlo unido mediante las armas.
A su hijo Cayo, aquella imagen se le grabó en el cerebro.
—Yo no quiero que continúe habiendo entre nosotros y las gentes externae una frontera inestable de pueblos sublevados, mantenidos a raya por legiones permanentemente en armas. Quiero una franja de aliados. Quiero vincular su interés al nuestro.
El tribuno Cretico, su colaborador más fiel, lo miraba fascinado: entre las copas de vino abandonadas sobre aquella mesa, estaba naciendo una inesperada filosofía de gobierno.
A la mañana siguiente, el joven Cayo y el fatigado Zaleucos vieron llegar a la entrada del palacio, insolentemente rodeado por una escolta armada y clamorosas enseñas, a un sexagenario alto y orgulloso, a todas luces dotado de poder, que se acercó a la escalera como si fuese a conquistarla y acto seguido, sin jadear pese a su corpulencia y su edad, comenzó a subirla un peldaño tras otro.
Los funcionarios murmuraron, entre alarmados y molestos: «El legado de Siria», y alguno se escabulló para avisar a Germánico. Aquel hombre pasó de largo sin mirar a nadie y Cayo se acordó por segunda vez, con la misma inquietud, del senador que el día del triumphus, en Roma, no había saludado a su padre. De hecho era él, Calpurnio Pisón, el estrecho colaborador de Tiberio, que desde el puerto de Seleucia había subido a Antioquía.
—Recibe correos de Roma todos los días y envía mensajes de respuesta inmediatamente —le contó un oficial a Zaleucos.
En la tranquila Antioquía reaparecieron, como serpientes saliendo de debajo de una piedra, todos los temores que los habían asediado en el castrum.
Sin embargo, de la larga reunión que había mantenido con Calpurnio Pisón a puerta cerrada, Germánico no dijo ni una palabra. El único testigo había sido el fiel Cretico, y cuando salieron estaba pálido. Hasta más tarde no se supo que Calpurnio Pisón había llevado, entre otras cosas, una orden de Tiberio: Cretico era retirado del cargo y debía regresar inmediatamente a Roma. Germánico estaba solo.
Viaje a Egipto
Esa noche, en el palacio de Epidafne, ante el asiento vacío de Cretico, Germánico anunció a sus pocos amigos:
—He decidido ir a Egipto.
Lo escucharon sin entender adónde llevaba aquella afirmación. Eran las palabras más inimaginables que podían esperar de él. Un oficial se aventuró a decir en voz baja:
—Ningún senador o magistrado puede entrar en Egipto sin permiso de Tiberio.
En realidad, Augusto había clasificado las provincias del imperio según sus refinadas y complejas valoraciones estratégicas y, sobre todo, económicas. Tras las últimas conquistas, había inventado la clase de las provincias Augustales, es decir, bajo el control directo del emperador y gobernadas en su nombre por un prefecto omnipotente. Este era elegido, por ley, entre los simples équites; era, pues, un hombre que debía al emperador literalmente todo, y su obediencia era tan servil como absolutos sus poderes.
Los populares habían insinuado en vano: «El cierre de las fronteras transforma Egipto, el más vasto y poderoso reino conocido, en un bien privado imperial». La dominación había sido implacable, con pesados impuestos, confiscaciones y enrolamientos forzados, y el flujo de riquezas vertidas en las arcas imperiales, incalculable. Sobrecargados convoyes de barcos mercantes surcaban el mar, pues los fértiles campos que se extendían a lo largo del Nilo se habían convertido en el granero de Roma.
El primer prefecto, llamado Cornelio Galo, había sido un desinhibido y con frecuencia escandaloso poeta erótico, escogido en el restringido círculo de las amistades intelectuales augustas, amigo incluso de Virgilio. Pero, al encontrar en Egipto tantas riquezas disponibles, había revelado inesperadas aptitudes para ejercer la violencia y la rapiña; y por añadidura había sofocado las revueltas en el valle del Nilo tan sanguinaria e insensatamente que Augusto le había ordenado en secreto regresar a Roma. Y una vez en Roma, para evitar un escándalo que prometía ser clamoroso, había sido cínicamente inducido a suicidarse. Después de él, abusos, arbitrariedades y expoliaciones fueron realizados con más prudencia, encontraron débiles rechazos en el país desangrado y acabaron siendo borrados por la historia.
Entrar en Egipto, por consiguiente, además de estar prohibido era peligrosísimo. Sin embargo, Germánico no contestó a la queda observación de su oficial. Y nadie dijo si la decisión rebelde era exclusivamente fruto de la intolerancia contra el mal gobierno o escondía un plan mucho más grave, es decir, la insurrección del descendiente de aquel Marco Antonio que, por un sueño imperial, se había jugado la vida en Alejandría. No se atrevieron a hablar.
De pronto, Germánico dijo que, en vista de los peligros, Agripina y los dos hijos mayores debían quedarse en Antioquía. Al escucharlo, su mujer se quedó súbitamente pálida, al igual que Cayo, aunque no hizo ninguna objeción: era la primera vez que se separaban, pero hablaba el jefe de una dinastía, y parecían órdenes impartidas para una acción de guerra.
—Viajaremos de incógnito —explicó Germánico—, sin previo aviso y sin escolta, con un séquito reducido.
Cayo, el hijo que aún no había sido nombrado, esperó, conteniendo la respiración, a que la mirada de su padre llegase a él. La mirada llegó.
—Vestiremos como los griegos. Hablaremos en griego. Un mercader con sus ayudantes y su hijo. —Alguien asintió sonriendo—. Un mercader griego no despierta sospechas —confirmó Germánico, que obtuvo la aprobación general—. Llevaremos también a Zaleucos. Él es griego de verdad.
Así descubrió el joven Cayo lo ligeras, llevaderas y elegantes que eran aquellas prendas: fuera el calceus, y en los pies el ligero crepis; el desenfadado pallium en lugar de la toga solemne.
—Olvídate del latín —ordenó su padre—, solo hablaremos en griego. El latín, ni lo conoces.
La pequeña comitiva de falsos mercaderes griegos («estamos interesados en telas, piedras duras, perlas y turquesas») llegó por mar ante al inmenso delta del Nilo, costeó hasta el estrecho de Canope y por fin desembarcó en Egipto. Pero Germánico evitó Alejandría, sede del praefectus Augustalis con dos legiones, a quien no habría podido ocultar su identidad. Lo que hicieron fue remontar, con una barca de fondo plano, el largo brazo del Nilo en el que surgía la célebre ciudad sagrada de Sais. El ligero viento que llegaba desde el mar soplaba en la vela y ayudaba a navegar contra corriente.
En la mente de Cayo, Egipto era una tierra de sueños gigantescos, pese a que la cultura griega de Zaleucos siempre había hablado de ella con cierta superioridad. Sin embargo, lo que vio a lo largo del poderoso río fueron campos destrozados por las correrías, sin sembrar: árboles cortados, diques derrumbados, presas agrietadas. Aquí y allá, pobres aldeas neciamente devastadas, huellas de incendios, ruinas hundidas en la arena, campesinos con pequeños rebaños, una manada. La gran crecida anual del Nilo se aplacaba despacio entre las infinitas ramas del delta; pero en los canales subterráneos avanzaba perezosamente una corriente verdusca, junto a la cual asnos vendados daban vueltas en redondo, atados, para levantar las palas de la noria con el agua fangosa.
—Aquí se ha combatido mucho tiempo —murmuró Germánico.
Se trataba, en realidad, de la rebelión egipcia de la que en Roma se había discutido con distraído y despiadado tedio. A lo largo de infinidad de millas, no se veía otra cosa. Por fin, hacia el crepúsculo, entre la arena y las palmeras emergió una lejanísima estela de piedra, con la cúspide dorada en la que se reflejaba el sol. Luego, de la arena empezó a surgir una descomunal muralla de granito.
—Sais —se limitó a decir el guía, señalándola.
Se refería al templo famoso en todo el Mediterráneo por su biblioteca milenaria y sus leyendas esotéricas. La muralla lo rodeaba como si fuese una fortaleza. Más lejos se entreveían las ruinas de una ciudad que debía de haber sido muy grande y que el desierto estaba invadiendo. A medida que uno se acercaba, la altura del templo aumentaba, cubría todo el campo visual. Una ancha escalinata descendía desde el costado del templo hasta las aguas lentas del río; en los peldaños más altos asomaban los detritos de la última crecida, en las esquinas se habían depositado montones de arena. Alrededor del edificio no se movía nada, ni un animal ni un hombre. Atracaron la barca y comenzaron a subir los escalones.
En el templo solo se podía entrar recorriendo una anchísima vía, entre dos filas de imponentes animales alados, esfinges y leones esculpidos en granito. Dos titánicos machones, construidos con piedras ciclópeas, lisas y perfectamente encajadas, enmarcaban la entrada. Las dimensiones de lo que abarcaban los ojos eran desmesuradas hasta el punto de causar vértigo. En la fachada de los machones había esculpidos miles de signos, alineados con rigor: animales estilizados, desconocidas figuras divinas, dibujos crípticos. Habían sido profundamente grabados en la piedra a fin de que resistieran milenios. Pero su significado era impenetrable.
Germánico apoyó una mano en el hombro de su hijo y le susurró en griego:
—¿Habías imaginado una cosa así?
—No consigo leer nada —contestó Cayo—. Es humillante.
Miles de hombres expresarían ese pensamiento después que ellos.
En la entrada del templo no vigilaba nadie. Germánico preguntó al guía:
—¿Es posible encontrar a alguien en este desierto que sepa explicar esos signos?
El guía dudó en responder, como si se tratase de un peligroso secreto, pero acabó diciendo que en las estancias más recónditas del templo —pasados el primero, el segundo y el tercer patio— aún vivía alguien. De hecho, en el enorme y desolado espacio entre los dos machones, vieron a un anciano que andaba despacio, el delgado cuerpo ceñido por una túnica lisa de lino blanco, los hombros desnudos, un pesado collar con pectoral, la cabeza rapada.
—El sacerdote —susurró el guía.
Era el último que quedaba vivo, dijo, y él solo, con un silencioso ayudante, se ocupaba del templo. Y con sincero dolor añadió que «antes de la guerra romana» los adeptos se contaban a cientos.
Entretanto, el sacerdote se acercaba a pequeños pasos mirándolos con tranquilidad, indiferente a su aspecto de extranjeros, como si dispusiera de mucho tiempo.
Germánico lo saludó e inmediatamente le preguntó en griego:
—¿Puedes explicarme qué dicen estas antiquísimas inscripciones en las piedras?
Su petición había sido demasiado impaciente y directa; el viejo respondió, en un griego fluido, que podía leer esas inscripciones, traducirlas y explicarlas porque, como indicaban sus vestiduras, era un sacerdote. Sin embargo, no leyó ni tradujo nada.
El sol, ya bajo en el desierto, proyectaba sombras en los surcos de la piedra. Cayo recorrió con la mirada los signos, desilusionado, y preguntó a Zaleucos:
—¿Ni siquiera tú eres capaz de leerlos?
El cultísimo griego permanecía en silencio.
—La lengua sagrada es grande —dijo el sacerdote—. No está compuesta solo de sonidos, como el griego. Tenemos veinticuatro letras, como vosotros. Pero para la lengua sagrada no eran suficientes: a lo largo de miles de años, hemos añadido otras siete. —Por la solemnidad del tono, parecía que supiese que esas siete letras, nacidas del alfabeto demótico, se perpetuarían, siglos y siglos después, en el alfabeto que hoy llamamos copto—. Pero, además de todo eso —dijo—, cada objeto que ves en la tierra, cada acción que realizas, cada idea de tu mente están representados en la lengua sagrada por una imagen. Porque entre el mundo visible y el invisible no hay separación.
Hasta ese momento, Cayo había creído firmemente que la lengua griega —que él dominaba con tanta elegancia— era el modo más elevado de expresarse en la faz de la tierra. Vio que su padre también callaba.
El sacerdote del pueblo derrotado y reducido a la miseria contemplaba su silencio con una sonrisa discreta y cansada que ni siquiera era odio. En su piel de color creta vieja, la cruda luz hacía más profundas todas las arrugas. Dijo que aquel templo había figurado durante milenios entre los más importantes del Alto y el Bajo Egipto.
—Desde donde estás, para llegar al jem, la cámara sagrada, debes contar seiscientos pasos de un andar de hombre resuelto.
Era realmente muy viejo; bajo la piel se entreveía el marfil de los huesos.
—¿Te preguntas por qué nuestros santuarios están tan destrozados en comparación con las pequeñas cámaras de vuestros templos griegos?
—Sí —respondió impulsivamente Cayo.
—El templo representa el recorrido de tu vida. Mira desde dónde has llegado hasta aquí: tu camino comienza siempre en el septentrión, que es la oscuridad de la ignorancia, pero está flanqueado por esfinges y leones, símbolos de la fuerza divina que te protege porque buscas la luz del conocimiento. Fíjate…, para entrar en el templo solo existe este paso, porque único, y difícil, es el camino del alma. Y desde aquí accedes al jont, el primer patio rodeado de muros, donde tu alma debe separarse del mundo que está fuera. Pero al fondo del jont…, ¿lo ves…?, se abre el segundo paso. Desde allí, cuando estás preparado, entras en la ou-sej ho-tep, la sala de las ofrendas, donde el alma se consagra a sí misma. Y ahí encontrarás el tercer paso, y entrarás en el santuario, el sit ue-rit. Pero allí llegan poquísimos, así que no vale la pena hablar de eso ahora. Al fondo de todo, exactamente en el mediodía, en la luz del conocimiento, se alza el jem de granito, la cámara divina, donde solo puede entrar el phar-haoui, que los griegos —dijo sonriendo— llamáis pharaon.
Desde la abertura enmarcada por los inmensos machones con los cimientos enterrados ya bajo la arena, se veía que el primer patio estaba abandonado, sucio, y que faltaban algunas piedras del suelo; habían empezado a robarlas. Al fondo se abría el paso al segundo patio; lo flanqueaban dos inmensas estatuas de divinidades o soberanos, hieráticamente sentados en tronos de piedra.
—Las estatuas de los dioses de Éfeso no les llegan a las rodillas —susurró Cayo.
Zaleucos miraba sin decir nada.
El segundo patio estaba rodeado por un pórtico y también estaba desierto. Al fondo se entreveía el tercer paso. Y allí descollaba la altísima estela de granito rosa, con la cúspide dorada, que habían visto resplandecer desde lejos.
El sacerdote tendió la mano —su piel morena se adhería a los largos y finos huesos de los dedos—, señaló la estela y preguntó:
—Los griegos la llamáis obeliskos, ¿verdad? O sea, pequeño obilos, si no pronuncio mal, pequeño venablo. —Sonrió con indulgencia, pero esa sonrisa entre las arrugas nacía quizá de un gran desprecio—. A vosotros os gusta bromear. Pero no habéis comprendido. En la lengua sagrada, se llama ta te-hen, tierra y cielo, es decir, la mente del hombre que se eleva buscando la divinidad y se ilumina al encontrarla. —Empleaba vocablos y construcciones sintácticas que recordaban a los escritores antiguos; debía de haber adquirido su conocimiento refinado del griego en los libros—. Si navegáis bastante río arriba, encontraréis un lugar llamado la Montaña de los Muertos. Veréis dos estatuas de un antiguo phar-haoui. Son enormes, tanto que un hombre puede tumbarse sobre una de sus manos. Son estatuas sagradas; nosotros las llamamos men-nou. Pues bien, los griegos las confundisteis con un personaje de Homero que se llama Memnón. Lo he leído en vuestros escritos: llamáis a esas estatuas los colosos de Memnón. Pero nosotros no conocemos a nadie que lleve ese nombre.
Tanto las palabras como la sonrisa eran humillantes.
—¿Quién es tu dios? —lo interrumpió Germánico.
—Los nombres de la divinidad son muchísimos. Mira…, están grabados en ese granito siete mil veces. —Ante la inexplicable inmensidad de aquel número, meneó la cabeza—. Los griegos preguntan los nombres de las ciudades y de los dioses extranjeros y luego los escriben mal en sus numerosos libros. Nuestra ciudad sagrada se llama Hait-Qa-Ptah, que significa «palacio del espíritu»; los griegos entendieron Ae-gy-ptus e incluso escribieron que es el nombre de todo nuestro país. Sin embargo, el nombre del país es Ta-nuit, la Tierra Negra, fecundada por nuestro gran río. Aunque también la llamamos Ta-ne-si, Tierra Amada. Los romanos, al contrario que los griegos, no se informan para escribir libros; quieren conocer los dioses de los otros pueblos y congraciarse con ellos a fin de que les den la victoria.
Debía de haber vivido amargamente todos los días de aquella guerra, pero decía la verdad: Roma acogía entre sus innumerables dioses a las divinidades de los pueblos contra los que combatía o a los que derrotaba; y un rito arcaico nacido durante guerras feroces en sus puertas, la evocatio, debía convencerlos, con abundantes ofrendas y sacrificios, de que abandonaran a sus miserables protegidos y se aliaran con las poderosas armas romanas.
—Son ideas infantiles —dijo el sacerdote, meneando la cabeza.
No sabía que la invención había surgido de caudillos desencantados y cínicos para animar a los súbditos atemorizados por los misteriosos ídolos extranjeros. Y durante muchos siglos más, conquistadores de diferentes creencias declararían, en los momentos de máximo riesgo, que la divinidad combatía a su lado y bendecía las matanzas, mientras que sus enemigos afirmaban lo mismo.
—Me has dicho que quieres conocer los signos grabados en estas piedras. En primer lugar debes saber que esos signos dieron a los hombres el poder de transmitirse palabras y números desde distancias enormes, sin verse ni oírse: la escritura. Son el regalo que hizo a la humanidad la Gran Madre Isis.
El chiquillo preguntó quién era esa diosa.
—Tiene un nombre que semeja un soplo de viento —dijo.
El sacerdote no contestó.
—Los griegos también llamáis jerogliphica a nuestra escritura, ¿verdad? —preguntó con amable ironía—. Es decir, escritura sagrada esculpida en la piedra, escritura de los dioses. En aquellos tiempos aún no se había inventado el sagrado papiro, que se nutre del flujo caliente de nuestro río, y mucho menos el impuro pergamino, que se hace con pieles de animales muertos en tierras frías que durante el invierno no ven el sol. Nuestros sacerdotes trazaron en planchas de marfil los caracteres dictados por la Gran Madre Isis; algunas son tan pequeñas como la falange de un pulgar. Después modelaron vasos de arcilla y también ahí grabaron los caracteres sagrados a fin de que no se perdieran. Y lo escondieron todo en los sagrados sótanos de Ab-du, la ciudad madre, que vosotros llamáis Abydos. Esto sucedió en una época tan lejana que casi no puedes concebirla. El sol del día que los romanos llaman solsticio —Germánico notó que pronunciaba con deliberada corrección la palabra latina—, el día más largo del año, ha iluminado el templo de Ab-du cuatro mil doscientas cincuenta veces desde entonces.
Cayo había crecido en los inhóspitos y lejanos bosques del Rin, y en ese instante pensó: «Aquellas tierras nórdicas, allá arriba, y este templo aquí abajo, en el desierto, están oprimidos en el mismo momento entre las manos de Roma». Era un pensamiento casi insoportable para sus pocos años y nunca podría olvidarlo. Preguntó al sacerdote si él había visto esas planchas y esos vasos.
—Quizá yo sea el único que ha podido verlos —respondió de inmediato el viejo, inflamada su débil voz por el orgullo de ese privilegio—. Tenía tus mismos años, y tu curiosidad. Estudiaba en el templo de Ab-du. El sumo sacerdote me apreciaba y bajé con él los escalones de los sótanos, ciento veinte, empinados y fatigosos; y era de noche: no se puede llamar durante el día a la puerta del reino de los muertos. Y vi los vasos y las planchas de marfil amarillento con los signos sagrados.
Germánico, que se sentía asaltado por un mundo irracional, preguntó cómo se podía saber que todo eso tenía realmente cuatro mil años de antigüedad.
—El templo de Ab-du ha sido reconstruido siete veces a lo largo de los milenios —respondió el sacerdote con un leve temblor provocado por la irritación—. Mientras bajaba la escalera vi los siete cimientos, uno debajo de otro, cada vez a más profundidad. Porque debes saber que, de los siete constructores de Ab-du, ninguno destruyó esa escalera; todos edificaron alrededor de ella los nuevos muros y construyeron un nuevo tramo de peldaños. Y grabaron allí el cartucho de su soberano. Cuando, bajando desde el séptimo estrato, el más alto, a través del sexto y del quinto llegué al cuarto, vi grabado el nombre de Keops y comprendí que Ab-du es mucho más antigua que el gran edificio mágico, de cuatro caras y sin aberturas, el más grande construido jamás por los hombres, que los griegos, bromeando como siempre, llamasteis pyramis, es decir, tarta, aunque su nombre sagrado es otro… Bajando más, vi que los cimientos de Keops se apoyan en los de un templo construido por la dinastía tinita, o sea, hace dos mil quinientos años. Y ese es el tercer estrato. Pero bajando todavía más vi que el templo tinita está a su vez sobre el más antiguo aún que levantó Narmer y que constituye el segundo estrato. Para llegar desde entonces hasta hoy debes contar tres mil trescientos años. Al fondo de todo yacen los restos del templo original; allí no se pueden leer nombres porque lo construyeron antes de que la Gran Madre Isis nos regalase la escritura. Las planchas de marfil y los vasos con los signos sagrados están escondidos allá abajo.
Germánico no dijo nada, pero su silencio era fruto de otros pensamientos: se decía que Julio César y Marco Antonio debían de haber sido víctimas de un encantamiento igual al que él sentía que estaba atrapándolo.
—Quiero ver Ab-du —declaró, estremeciéndose.
La voz del viejo sacerdote cambió de timbre y lo desilusionó de inmediato.
—Cuando Augusto desembarcó en Canope para traernos la guerra, nuestros sacerdotes tapiaron las puertas y los ciento veinte peldaños de Ab-du. Y todos los que conocían el secreto murieron en la larga matanza de Cornelio Galo. —Escucharlo producía una imprevista vergüenza por la victoria—. Si ahora a mí me fuese concedido —concluyó, como cerrando una puerta— volver a Ab-du, no sería capaz de encontrar nada. Por allí ha pasado la guerra, ha destruido edificios y palmerales, ha hundido los diques de los lagos sagrados; y después, sobre los escombros y los muertos, el viento ha acumulado montañas de arena.
Su memoria, colmada de dolor, convertía cada palabra en una recriminación, y hablaba en el tono irrefrenable de quien ha tenido que callar mucho tiempo. Entretanto, el sol desaparecía detrás de la orilla occidental del gran río.
El sacerdote señaló el interior del templo.
—Ahí dentro —dijo—, por primera vez en la vida de los hombres, fibras de papiro cultivado en el gran río se convirtieron en hojas sobre las que escribir. Ahí reunimos las historias más antiguas. Para leerlas, vinieron también muchos de los vuestros: Pitágoras, Eudoxo, Heródoto de Turios… Ahí dentro, un filósofo muy célebre después, Aristocles Platón, descubrió la historia de la Atlántida, la isla que en un cataclismo que duró una noche y un día, hace ocho mil años, se hundió en el Gran Mar de Occidente. Algunos dicen que es una leyenda. Pero hasta vuestro Diodoro de Agyrion dice que en el desierto, en Mauritania quizá, existía un enorme lago llamo Tritonio que desapareció, engullido por la arena, cuando la Atlántida se hundió. Todo fue recogido dentro de estos muros, con amor infinito, porque era la memoria viva de todos los hombres anteriores a nosotros —concluyó, pero no invitó a los extranjeros a entrar.
La imaginación de Germánico se emocionó, como le sucedería a la de muchos hombres después de él.
—Dime si el papiro que habla de la Atlántida todavía existe. Dime si es posible verlo.
—Llegas tarde, griego. Los papiros fueron quemados, no sé si debido a la violencia de los legionarios o a la voluntad de Augusto. Pocos pudieron ser escondidos, y no sé dónde. De nuestra historia solo queda lo que logramos esculpir, porque no se puede romper ni quemar. Pero ya no lo entiende nadie.
La noche del desierto descendía deprisa, con una franja purpúrea en el cielo de Occidente. Las sombras de las figuras grabadas en los muros del templo se desvanecían.
—Hazme acceder a su significado un momento —dijo Germánico—, antes de que oscurezca y ya no sea posible leerlas.
—Si tienes tiempo, te diré algo —contestó, vacilante, el sacerdote. No confundas nuestros símbolos animales con dioses, como hacen los griegos. La agudeza del halcón, la crueldad del chacal, la astucia del gato, lo enigmático de la serpiente o el caparazón de un escarabajo representan simplemente fragmentos del poder divino. Porque lo divino se revela a fragmentos. Ha infundido su amor por doquier, desde el buitre que limpia los cadáveres hasta el ruiseñor que canta por la noche. Si contemplas un animal, veneras la mente divina que está detrás de su forma. Veneras la obra maestra del dios. Y nosotros los reproducimos para dar a nuestras débiles mentes la idea del infinito. Y esto vale tanto para los que vivimos aquí como para los que han cruzado a la otra orilla. Porque lo divino está aquí y allí, eternamente. Y su fuerza lo mantiene todo unido.
Germánico sintió en su interior, como algo heredado, la emoción que había arrastrado y perdido a Marco Antonio. Y con dulzura, temiendo una negativa, propuso al sacerdote:
—¿Vendrías conmigo y con mi hijo para guiarnos por este país? —El impulso que lo empujaba marcaría profundamente los días que le quedaban.
Pero, después de la invasión romana, el sacerdote había vivido en aquel templo larguísimos silencios, soledades absolutas, pensamientos que se desarrollaban sin sonidos de voces, y se tomó un tiempo antes de decir:
—Ta-ne-si es inmensa. ¿Qué te mueve a conocerla? —preguntó a su vez.
Germánico, ya dux de ocho legiones, no estaba acostumbrado a que lo interrogaran. Las únicas preguntas que era posible hacerle estaban relacionadas con una ejecución más exacta de sus órdenes. Por eso, en lugar de responder, declaró:
—Quiero remontar el curso del río. Busco un guía que me explique lo que mis ojos vean diciéndome la verdad. —Involuntariamente, su voz transmitía órdenes.
—Es un largo viaje —dijo el sacerdote para ganar tiempo—. Nuestro río, Jer-o —añadió para tratar de explicarse—, es el más grande que fluye en todas las tierras conocidas. Los griegos habéis escrito, sin fundamento, que se llama Neilos, y los romanos os copian y lo llaman Nilo.
—Diodoro de Agyrion también ha escrito —intervino de pronto el tímido Zaleucos, y eran sus primeras palabras desde que habían desembarcado— que un rey vuestro antiquísimo se llamaba Neileus, y que por eso el río…
—¿Qué entiendes por antiquísimo? —El sacerdote sonrió—. Desde hace cuatro mil años grabamos los nombres de nuestros phar-haoui en la piedra, y yo nunca he visto el de Neileus. —Buscó una imagen que ilustrase las dimensiones del río y finalmente señaló el agua que fluía por delante de los escalones del templo, perezosa, luminosamente verde, como los tupidos papiros de las orillas; parecía densa y tibia, olía a hierba húmeda—. Esta agua, antes de llegar aquí, ha corrido sin parar durante más de siete lunas. ¿Tú hasta dónde quieres llegar? Porque, cuando encuentres la primera gran catarata, descubrirás que Jer-o, nuestro río, está a menos de la mitad de camino. Ahí empieza el reino de Meroe, los soberanos negros, y el río lo atraviesa todo. Y de cuanto existe más allá, hasta los montes de la Luna, nadie sabe nada.
—Quiero una embarcación cubierta, construida aquí, apropiada para el río, con buenos remeros y velas —decidió Germánico, ya absolutamente impaciente.
Se abstuvo de preguntar qué había sido del grandioso thalamegos, la navis cubiculata, de velas doradas y remeros nubios, en el que Julio César había remontado el río con la jovencísima Cleopatra y en el que años después, en su lugar y con una Cleopatra de treinta y nueve años, había embarcado Marco Antonio para correr gloriosas y desesperadas juergas durante las últimas semanas de su vida.
El sacerdote advirtió que la pronunciación griega del extranjero se había endurecido; recordaba las voces de los tribunos de Augusto mientras saltaban a tierra en el muelle de Alejandría. Después miró a Cayo, que contenía la respiración, y pensó que, destruidas las bibliotecas de papiros y devastados los templos, la memoria solo podía confiar en los que sobrevivían.
—Si eso es lo que quieres —se decidió a responder—, te acompañaré hasta donde podamos ir.
En un pequeño codex —uno de esos cómodos cuadernos que, según se contaba en la familia, Julio César, el héroe de la dinastía, había inventado un duro invierno pasado en la Galia, en Bibracto, donde había empezado a escribir los siete libros del De bello Gallico, la historia de su larga guerra—, Cayo escribió uno tras otro los nombres de las ciudades y de los templos que daban al gran río; y, como muchos viajeros después de él, intentó dibujarlos ante la mirada irritada del apacible Zaleucos, que apenas hablaba y cuando lo hacía era porque le preguntaban algo. «Iunit Tentor», escribió Cayo, adaptando las palabras egipcias a los caracteres latinos, y en griego: «Denderah». Y luego, refiriéndose a una isla situada mucho más al sur: «Philac», «Philae».
Isis, un nombre que semeja un soplo de viento
Hasta que no llegaron al final del viaje —el regreso, siguiendo la corriente, fue bastante más fácil y rápido—, allí donde el gran río, al acercarse a la desembocadura, se ensanchaba en los innumerables canales de su delta, cuando el sacerdote dijo que al fondo, en el septentrión, se elevaba Alejandría, Germánico le preguntó:
—¿Puedes decirme quién es realmente la diosa que tiene, como dice mi hijo, un nombre que semeja un soplo de viento?
—Los pueblos han inventado muchos nombres para la divinidad —dijo el sacerdote—. La Gran Madre Frigia, Palas Ática, Afrodita Chipriota, Proserpina de Sicilia, Diana de Candía, Ceres de Eleusis, Juno, Belona, Hécate… Nosotros no rechazamos ninguno. Si tú has encontrado una manifestación de lo divino y le has puesto un nombre con amor, ¿por qué tendría yo que prohibírtelo? Es una necedad declararnos la guerra solo porque utilizamos palabras distintas.
Pero qué significaba el nombre «que semeja un soplo de viento» que él había pronunciado el primer día, y una sola vez, no lo dijo.
Germánico se mostró contrariado y él declaró con una humildad ambigua:
—Nuestros templos están ahora vacíos. El gran Rito no se repite desde hace muchos años. Solo puede realizarlo el phar-haoui, el faraón, como vosotros lo llamáis, pero Ta-ne-si, la Tierra Amada, ya no tiene phar-haoui. Para celebrar ese rito, el phar-haoui Skorpio, que reinó antes que todas las dinastías, llevaba un gorro mágico de forma cónica que le ceñía la frente. Estaba hecho de electrón, la aleación de plata y oro que permite percibir el infinito, la que cubre también la cúspide del obeliskos, como decís vosotros. Pero el sacerdote que conocía la fórmula ha muerto.
—¿Qué rito era? —intervino Cayo.
También entonces, al final del viaje, el sacerdote echaba migajas de información entre anchos espacios de oscuridad. Su vejez había perdido todo aquello que le importaba y su odio valeroso era fascinante. Señaló el agua del río, que crecía y fluía más deprisa de hora en hora.
—La noche del gran Rito llega cuando el lago sagrado se llena de agua.
—¿De dónde viene el agua, en medio de toda esta arena? —preguntó Cayo, que tenía en mente el enorme y frío curso del Rin.
—No de la lluvia del cielo, como en tu país. Emerge de una esquina del lago, de debajo de la tierra, de noche, muy despacio. Y por la mañana ves que, allá al fondo, la arena se ha puesto oscura. El sacerdote se acerca y la toca: está húmeda. Entonces sabes que no debes tener miedo: la crecida del río, el regalo divino del agua, está llegando. La noche siguiente, el agua se filtra e inunda, y ves un aguazal que brilla bajo el sol. Los pájaros también lo ven y empiezan a chillar, y descienden en círculo alrededor del lago que renace. Los extranjeros se quedan sorprendidos al ver nuestros lagos sagrados, que se llenan sin que del cielo caiga una sola gota de agua, en medio de las arenas del desierto. No se ve por dónde entra el agua ni por dónde sale… —El sacerdote hizo una pausa, como si estuviera reflexionando—. Para explicarte el gran Rito —dijo—, primero debo hablarte de la tumba donde duerme el fundador de la primera dinastía, el gran Aha, el que cruzó las puertas de la Magia. En torno a él están sepultadas catorce barcas sagradas de más de treinta pasos de longitud, de tablas de cedro bien unidas, cosidas con cuerdas y provistas de toletes para treinta remos.
—¿Tú las has visto? —preguntó Cayo.
—No las ha visto nunca nadie. —El sacerdote sonrió, y ni siquiera él imaginaba hasta qué punto su respuesta influiría en el futuro—. Están sepultadas bajo un monte de arena. He leído las inscripciones. Esas naves no navegan por los mares. Representan el viaje del hombre desde la orilla de la Materia hasta la orilla del Espíritu. Porque, presta atención, en ti hay tres fuerzas. La primera es la energía que mueve tu cuerpo mientras este vive, el bha. La segunda es la energía de tu mente, el kha, que llega a todas partes, como los rayos solares. La tercera es el anj, el espíritu que nada puede capturar o herir.
Germánico y su hijo ya se habían acostumbrado a aquel griego arcaico y solemne, aprendido en los libros, constelado de palabras raras, que resurgía de siglos remotos. Y, mientras los golpes de los remos acompañaban a la corriente que conducía la embarcación hacia la desembocadura, el sacerdote dijo:
—Tú me has preguntado cómo se desarrolla el gran Rito y yo te respondo que no sucede nada. El gran Rito es un símbolo de lo que los ojos materiales no ven, de lo que solo el anj, el espíritu, puede descubrir algunas veces. El cortejo sale del templo al ponerse el sol y baja al lago. Todos visten blancas y puras túnicas de lino. Los hombres llevan la cabeza afeitada en símbolo de meditación. Las muchachas cubren la calle de flores, llevan espigas y perfumes, porque Isis es la naturaleza que se renueva, el árbol que florece, y por eso el sicomoro de madera incorruptible está consagrado a ella. Las mujeres llevan velos ligeros, sandalias doradas y collares, porque Isis es la inteligencia que descubrió todas las artes. Coros de adolescentes y címbalos, arpas arqueadas, sistros de bronce, de plata y de oro suman las armonías de sus sonidos y las mezclan con los perfumes sagrados, produciendo un potente efecto. Porque Isis es la áurea Señora de la música, como dice la inscripción de Iunit Tentor. Y debes saber que, de los cuarenta y cuatro libros de la Sabiduría, dos están dedicados a las melodías del gran Rito. Por último, el sumo sacerdote lleva una cysta de oro; y ves que una cobra de oro está enrollada sobre la tapa, porque Isis es la sabiduría que doma la astucia. Pero la cysta está vacía, pues contiene la Idea de la divinidad, que no tiene forma, ni rostro ni límites. El cortejo con lámparas y antorchas llega a las naves. Los adeptos suben a la Me-se-ket; en la Ma-ne-djet, la sagrada nave de oro que no lleva ni remos ni velas, sino únicamente un inmenso timón, embarcan el phar-haoui y los sacerdotes. El phar-haoui se hace cargo del timón y dirige la proa hacia la luna llena que aparece por el desierto. Porque Isis es la vida que resurge de la muerte, y por eso lleva sobre la cabeza el disco lunar, que renace todos los meses. Y abre la Puerta Áurea del mundo invisible, donde reposan los muertos que has querido mucho.
—Gracias por este viaje —susurró Cayo a su padre, aunque al decirlo no sabía lo mucho que todo aquello marcaría indeleblemente su futuro.
—Al pie del monte Albano, junto a Roma —contestó Germánico—, hay un pequeño lago redondo. Dicen que es la boca de un volcán dormido. Tampoco allí entra ni sale ningún río, y sin embargo, el nivel de sus aguas no desciende nunca. Se llama lacus Nemorensis, lago del bosque. Iremos —prometió. Después le vino a la memoria la nave dorada que algunos senadores, escandalizados, habían dicho haber visto en el Nilo, en los días tumultuosos de Marco Antonio y Cleopatra, y preguntó con cautela al sacerdote—: ¿Has asistido alguna vez a ese rito?
El sacerdote respondió de inmediato que sí.
—Pero hace mucho tiempo. La última vez que se pudo celebrar fue en Sais.
Germánico advirtió que la respuesta escondía pensamientos no expresados, se dio cuenta de que podía insistir y lo hizo con ansiedad:
—¿Sabes quién lo celebró la última vez?
—Tú deseas conocer su nombre y yo no tengo motivos para ocultarlo. Él y su mujer fueron los últimos que reinaron. Aquella noche persiste gloriosa en mi memoria, porque los dos han muerto. Tu padre quiere saber un nombre —añadió, volviéndose hacia el niño—. Junto a Cleopatra, reina de Egipto, estaba un romano al que Roma le parecía una prisión: Marco Antonio.
—¿Lo viste de cerca? —Germánico ya no podía disimular en absoluto su ansiedad.
—Soy ya el único que lleva aquella noche en los ojos. El romano era un hombre fuerte, un hombre que había luchado mucho. Era alto, como tú, y se te parecía un poco, aunque tú dices que eres griego. Pero cuando yo lo vi era mayor, y no era paciente como tú. Yo había tenido el privilegio de subir a la nave de los adeptos, la Me-se-ket, como remero, y estaba muy cerca de él cuando cogió el timón de la nave sagrada, la Ma-ne-djet, que nosotros empujábamos. Vi su mano, una mano muy fuerte, estrechando, junto a la barra del timón, la bellísima mano de la reina, de finos dedos. Recuerdo sus manos unidas como si estuviera viéndolas ahora.
—¿Hablaste con él?
—No, no habría podido. Era muy joven, casi como tu hijo; tenía aún ante mí todos los peldaños de la iniciación. Oí su voz, la voz fuerte de quien debe hacerse oír por hombres que están combatiendo; pero esa noche no era fuerte. Su guerra ya la tenía perdida; Augusto se acercaba navegando por algún lugar del mar. Nuestros maestros enseñaban a escuchar siempre atentamente las voces: la de Marco Antonio, mientras recitaba la invocación, era la voz de un hombre muy cansado. Pero no había huido por miedo. Como los guerreros realmente fuertes, después de tantos años la guerra le repugnaba. Yo los vi a los dos, a él y a su reina, como ahora estoy viéndoos a ti y a tu hijo, con las manos unidas, la de él sobre la de ella tal como te he dicho, orientar la proa dorada de la nave hacia el punto del horizonte donde se extendía el halo blanco de la luna. Miraban hacia allí arriba de tal modo que nada habría podido distraerlos. Sus cuerpos se rozaban a través de las túnicas sagradas de lino. Y todos nosotros pensamos que ni siquiera la muerte podría separarlos. En realidad, iban juntos hacia la muerte, y ya debían de haberlo decidido… Lo que me duele es que se han dicho muchas mentiras sobre aquellos días. Augusto quería enterarse de todo y envió a sus speculatores por el país. —Pronunció la palabra latina con rencor, pero con absoluta claridad: conocía bien la lengua, luego había tenido ocasión de practicarla—. Muchos hablaron y dijeron a Augusto lo que él deseaba oír. O quizá él mismo manchó el recuerdo de aquellos muertos, dado que no había podido llevárselos a Roma encadenados. Y escribieron que el rito en honor de la Gran Madre era una fiesta licenciosa, una serie de juergas, cuando el rito existe desde hace cuatro mil años y nadie ha osado cambiarlo.
El griego Zaleucos escuchaba con desconfianza, con la misma desconfianza que había vivido todo el viaje, y susurró a Cayo:
—Tal vez él era el mistagogo, el que introducía en sus misterios, como hacía Heródoto. Pero todo eso es peligroso.
No obstante, el chiquillo tomó de nuevo su pequeño codex y le pidió al sacerdote:
—Por favor, repíteme despacio el nombre de las naves sagradas.
El sacerdote se las repitió sílaba por sílaba, mirando la cabeza inclinada del chiquillo mientras este escribía.
—¿Y qué pasaba después? —preguntó Cayo, con el calamus suspendido en el aire, mientras Zaleucos sujetaba pacientemente el frasquito de la brillante tinta egipcia.
—Se cantaba una larga y consoladora plegaria que nos había sido inspirada miles de años antes. Pero eso no puede ser revelado.
—¿Y luego?
El sacerdote contestó que no pasaba nada.
—¿No se sacrificaban animales en su altar?
—No. Nunca. La luz nocturna de la diosa es símbolo de los hombres que saben vivir en paz.
Cayo había crecido en medio de la guerra, con hombres despiadadamente divididos entre amigos de confianza y enemigos traidores; y había visto cómo mataban y eran matados racionalmente. Los animales no. Los animales recibían la muerte dominados por un puro terror psíquico, sin entender nada. Le había resultado insoportable mirarlos durante los clamorosos sacrificios de los cultos imperiales. De pequeño, su madre le tapaba la cara con el manto porque si no vomitaba.
Los animales notaban el olor de la violencia. «La violencia huele», decía Germánico. El insoportable pero embriagador olor acre de una legión cuando avanzaba, dirigida por los centuriones, contra el enemigo, bajo el sol, sin una voz, solo el aterrador ruido metálico de las placas de las armaduras, el golpeteo de las armas contra los escudos. El horrible, rebelde olor de los prisioneros germanos encadenados a montones por el suelo, que te miraban —a ti, general romano— con un mudo y peligrosísimo odio.
El olor de la violencia, olor de la sangre que sale de las venas y mancha la tierra, aterrorizaba a los animales. Él lo había visto muchas veces de pequeño. Uno de los ejercicios más difíciles de la poderosa caballería romana consistía en acostumbrar a las monturas a soportar, con total impasibilidad, el olor de la sangre, y peor aún, el de la sangre que va descomponiéndose bajo el sol.
Los animales solo percibían eso de la muerte que se acercaba y de sus feroces divinidades de la muerte, los hombres. Te miraban con ojos dóciles. Incluso un tigre lo había mirado con las pupilas inmóviles, desesperadamente dóciles, cuando él, en Augusta Treverorum, se había acercado a su jaula.
Aquel tigre había llegado de Sarmacia y tenía un tupidísimo pelaje casi blanco, muy distinto de los rojizos tigres indios; había viajado semanas en la jaula montada en un carro a través de interminables llanuras, bordeando inmensos ríos, hasta llegar por fin a Augusta Treverorum para los espectaculares y sanguinarios juegos en el anfiteatro.
Cayo, que era pequeño, había metido una mano entre los barrotes sin conseguir tocarlo. El tigre, desde su rincón, había gemido desesperado mirando al cachorro de hombre; él le había susurrado que era precioso y el animal había comenzado a levantar lentamente sobre las patas, cuyas zarpas habían crecido mucho durante la cautividad, su poderoso cuerpo apoltronado. Cayo había esperado ansiosamente que se acercara para acariciarle el hocico, y el tigre estaba aproximándose sin dejar de emitir aquel gemido ronco y doliente. Estaba a punto de tocarlo cuando alguien, sin hacer ruido y sin decir una sola palabra, se le había echado encima y en un abrir y cerrar de ojos lo había apartado de allí levantándolo del suelo. Había sido un tribuno de su padre. Él se había rebelado llorando de rabia y pataleando contra el fortísimo torso del oficial. Lo habían llevado con su madre, que había reído. Y entre las legiones se había extendido la leyenda del niño que jugaba con el tigre. Pero el gran tigre había seguido allí, en su reducida jaula, tambaleándose, humillado, sobre las patas debilitadas, con los ojos dorados clavados en él. Le habían dicho que lo llevarían a los juegos del anfiteatro al día siguiente.
Los palacios sobre el agua
Se acercaban, a través de los laberínticos canales del delta, a la divina Alejandría, la ciudad que con cualquier viento, en el puerto de Oriente o en el de Occidente, separados por una estrecha lengua de tierra, podía ofrecer seguridad a las naves. Pero Germánico, guiado por una inquieta prudencia, dijo que no quería cruzar las murallas aquel primer día. El sacerdote anunció, sonriendo por primera vez:
—Entraremos en el gran puerto de Oriente por el agua.
A través de una maraña de pequeños canales, desembocaron, como modestos mercaderes o pescadores, en la vastísima ensenada del puerto oriental. Y vieron pasar, ininterrumpidamente a lo largo de la interminable orilla, la solemne procesión de murallas, edificios y pórticos con columnas que daban fama a Alejandría en todos los mares. Multiétnica y multirreligiosa —el mayor emporio del mundo, escribirían célebres viajeros—, Alejandría abría dos grandes puertas que podían engullir caravanas enteras: la Puerta Canópica, que miraba hacia Oriente, hacia el fértil delta verde del río, y la Puerta de la Luna, que miraba hacia Occidente, hacia las ardientes, abrasadoras depresiones del desierto Líbico.
Zaleucos, que mentalmente vivía entre sus libros, dijo:
—Según Aristóteles, la ciudad estado perfecta no debía superar los diez mil habitantes. Ni siquiera Atenas ha contado nunca con más de cien mil. Pero a Alejandro, el gran macedonio, se le apareció en sueños Homero, ya anciano, con el cabello blanco, y le recitó estos dos versos de la Odisea: «En el mar agitado de la costa de Egipto emerge una isla que llaman Faros». Después añadió: «Ve a construir allí una ciudad que te recordará por todos los siglos».
En la isla con la que Alejandro había soñado tres siglos antes, surgía ahora una torre altísima. Su inmensa base cuadrada se estrechaba formando escalones que subían hacia el cielo. Arriba de todo estaba permanentemente encendido un fuego, y una cámara forrada de espejos de bronce multiplicaba su luz, según el refinado diseño de Dinócrates de Rodas: en cualquier momento y estación, desde muchas millas mar adentro, los navegantes lo veían. Y en los siglos futuros todas las torres luminosas que señalan la ruta llevarían el nombre de «faro».
—Según el sueño de los dos que se mataron —dijo el sacerdote—, en esta ciudad debía recogerse el espíritu de Atenas, Roma, Jerusalén, Antioquía y Menfis.
Las aguas del puerto de Oriente estaban absolutamente en calma. Junto a la ensenada del antiguo embarcadero real, emergían dos pequeñísimas islas en las que se entreveían edificios que parecían en ruinas y desiertos.
—Después de la noche de Sais —dijo el sacerdote—, nadie volvió a ver al romano. Ese era su palacio —añadió, señalando la primera isla—. Lo llamó Timonium, y se encerró ahí hasta el último día.
El palacio, al que Marco Antonio había puesto el nombre del eremita filósofo Timón, estaba unido a la tierra firme por una lengua de escollos donde habían construido una vía flanqueada por columnas de granito.
—Está prohibido entrar —avisó el sacerdote, con la impalpable ironía de los viejos que han visto muchas cosas—, pero tú no eres romano.
Germánico desembarcó con impaciencia y una emoción que hizo inseguros sus movimientos. Tuvo que dar más de cuatrocientos ansiosos pasos para llegar al final de la vía, ante el palacio.
—Estaba construido para resistir el paso de los siglos —dijo el sacerdote—, pero solo ha quedado lo que Augusto quiso dejar.
El palacio llevaba décadas abandonado, había sido saqueado y presentaba señales de un antiguo incendio. Puertas y ventanas estaban atrancadas. No se veía a nadie y era imposible entrar.
Los ruidos de la inmensa Alejandría se perdían en el agua. Quién sabe qué caminos habían tomado, en aquel silencio irreal de muchos días, los pensamientos angustiados, quizá resignados, quizá por primera vez filosóficos, de Marco Antonio, el hombre que había soñado con el pacífico reino de Egipto pero había perdido y al final solo esperaba que su enemigo, implacable hasta la muerte, decidiera ir en su busca.
—Se mató el primer día de agosto. Me dijeron que junto a su cama encontraron el Libro de los Muertos, que explica el viaje del alma hacia la otra orilla. Había pedido que se lo tradujéramos al griego y lo hicimos. Me dijeron que no consiguió morir enseguida. En la agonía, pidió que lo llevaran con su reina; dejó la vida entre los brazos de ella.
Sobre las escasas hierbas espinosas, alrededor del palacio abandonado, había escombros desperdigados. Caminaban lentamente, y Germánico miraba el suelo, como en la colina de Actium, porque aquellos mármoles destrozados eran restos de inscripciones y de estatuas. Apareció una pequeña escultura en piedra de Siena del dios Tot, el símbolo del conocimiento. Tal vez le había hecho compañía al dueño del palacio en sus últimos días.
—No toques nada —dijo Germánico a su hijo.
Dejaron a su espalda la estatua del pequeño dios, caminaron por el reducido espacio que rodeaba el palacio y que en su época había sido un jardín. Embarcaron de nuevo. El mar estaba absolutamente límpido. Vieron al fondo, entre los guijarros y la arena, algo que parecía la gigantesca cabeza de una estatua y llevaba el tocado real de los antiguos phar-haoui.
—Debía de ser una estatua grandiosa —dijo el chiquillo.
La cabeza esculpida en granito tenía los ojos ciegos clavados frente a ella, bajo aquel velo de agua. Sin embargo, no tenía los fascinantes párpados alargados ni los labios sinuosos de los antiguos soberanos; una mano reciente le había esculpido una frente ancha, espesos cabellos y barba, una pesada boca sensual, ojos grandes y redondos bajo las tupidas cejas, un marcado aspecto masculino.
—Parece él —susurró Germánico.
Y podía decirlo, porque el único retrato conservado en secreto en Roma estaba en la domus de su madre, Antonia, la hija romana del gran rebelde.
Cayo se inclinó sobre el agua y los remeros empujaron con fuerza los remos en sentido contrario para frenar en aquel punto. ¿De modo que ese había sido el jefe al que tanto querían sus hombres por sus bromas, sus alardes, por comer y beber en abundancia con ellos, siempre comprometido con las mujeres, pródigo, generoso, valiente hasta la inconsciencia? Y podía ser realmente él. Así lo describiría también, cien años después, Plutarco.
—El tocado real —observó Cayo.
—Le correspondía —contestó emotivamente Germánico—. Se había casado con la reina de Egipto. Ninguno de los dos quería que este país se convirtiera en lo que es hoy.
De la grandiosa estatua no quedaba nada más que esa cabeza, separada del resto a mazazos. Debía de llevar todos esos años ahí, entre aquellos escollos.
El sacerdote dirigió la embarcación hacia la pequeña ensenada del antiguo puerto real. En las aguas tranquilas, la quilla de una nave, que debía de haber sido rápida y larga, se pudría semivolcada; entre las algas asomaban elegantísimos toletes, trozos de batayola, el codaste.
—Ahora el agua está turbia, pero cuando las corrientes la aclaran se puede ver, al fondo, una enorme estatua de Isis, la Gran Madre. Créeme, tiene la altura de cinco hombres uno encima de otro; yo la he visto.
No muy lejos estaba la segunda isla, cubierta por un montón de ruinas inidentificables, ahogadas entre una maraña de arbustos y de acacias. Ramas y raíces sobresalían del agua.
—Este era el palacio de ella, de Cleo, nuestra reina —indicó el anciano sacerdote—. Era una gran reina: su voz era fascinante, su conversación, inteligente y fluida. Cuantos la vieron aquellos días, dijeron que incluso un hombre ardiente e inquieto como Marco Antonio quedaba atrapado por ella de por vida. Lo que nos ha quedado de ella son los pocos restos de su biblioteca. Contamos más de setecientos mil rollos de papiro. La reina poseía una mente vasta. Cuando recibía a los embajadores, les hablaba a cada uno en su lengua. Sabía leer y escribir siete. Era joven cuando se reató. Y no quería seducir a Augusto, como han escrito los vencedores. Era la reina de Egipto, quería salvar su tierra del martirio que sufrió.
La isla con el palacio devastado estaba cerca, a unos golpes de remo.
—Como ves —dijo el sacerdote—, Antonio no hubiera podido construir sus estancias lejos de ella.
—Atraquemos, entremos en el palacio —rogó Cayo.
—No se puede —repuso el sacerdote—. Hace más de cinco décadas que no entra nadie. Augusto lo prohibió, bajo pena de muerte. Un día, como se hablaba de no sé qué tesoros guardados ahí dentro, un pescador atracó en el embarcadero y bajó a tierra. Al cabo de un instante, de las otras barcas lo vieron saltar a la barca precipitadamente, como para liberarse; parecía que llevaba lianas enredadas en las piernas. Saltó hacia atrás en la barca gritando, cayó de espaldas y no volvió a gritar. La corriente empujó la barca hasta la orilla. Trasladaron su cuerpo al templo: vimos las piernas atravesadas por decenas de mordeduras y reconocimos la dentadura de la sagrada cobra real.
Luego sugirió dar una vuelta alrededor de la isla y los marineros bogaron en silencio, pero sin acercarse.
—Dicen que los aposentos de la reina estaban ahí abajo. Habían querido estancias donde nadie hubiera amado antes que ellos, piedras vírgenes de las canteras del desierto. Las decoraron con sus imágenes. Debía ser el monumento a su amor, a lo largo de los siglos… Sin embargo, cuando los dos hubieron muerto, Augusto entró en el estudio de Antonio y, como no se fiaba de nadie, examinó él mismo todos los códices y los rollos, y encontró también su diario. A Antonio le gustaba escribir en finísimas hojas de papiro, y quizá había dejado aquellos escritos confiando en que alguien los salvara. Pero Augusto leía deprisa y, a medida que iba leyendo, ordenaba destruir. Luego mandó destruir todas las estatuas de la reina, inmediatamente, y echar los fragmentos a las aguas del puerto. Yo vi aquello. Vi a riquísimos mercaderes griegos, comandantes de legiones, senadores romanos y navegantes árabes ofrecer sumas enormes por las estatuas de Cleopatra desnuda, los vi suplicar llorando que no las destruyese. Pero Augusto, y solo él, resistió al encantamiento. Me dijeron que atravesó aquellas estancias escoltado por sus sacerdotes, expertos en la magia etrusca. La reina había hecho reproducir su cuerpo en basalto gris y en diorita, en caliza, en granito, de manera que, de una estancia a otra, su desnudez estaba como revestida de una piel distinta. Me dijeron que en aquellas estancias entró también, con Augusto, el general Agripa, el hombre que se había casado con su hija, Julia, y destruido la flota de Marco Antonio.
Al oír aquellos nombres, que evocaban inesperadamente su ascendencia materna, Cayo se sobresaltó. El sacerdote declaró, mirando a Germánico, que Agripa era un hombre de gran valor.
—Pero me dijeron que tropezó en las alfombras de la sala donde vio, en pie sin ningún pudor, como Venus, la estatua en cuarcita rosa, como carne auténtica, de la reina muerta, su boca, sus pechos, su vientre.
El chiquillo miró instintivamente a su padre y vio que no decía nada.
—Quizá —continuó el sacerdote— ese rostro de granito que has podido ver allí, bajo el agua, porque hoy el mar está muy transparente, es cuanto queda de la gran estatua de Marco Antonio. Por lo que dicen, Augusto las hizo despedazar y arrojar al mar. Pero el pedestal quedó junto a la orilla y nadie ha borrado la inscripción. La estatua debía de estar en una estancia privada de la reina, porque la inscripción dice: «Amante incomparable».
—Marco Antonio había escrito a Augusto —susurró Germánico a su hijo—: «Tú te has divertido con todas las putas de Roma y has engañado a todas las mujeres honestas. Yo me he casado con una reina».
—Cuando todo estuvo devastado —dijo el sacerdote—, los romanos celebraron ritos mágicos, amontonaron el mobiliario y lo incendiaron, y sobre las ruinas esparcieron sal. Pero un oráculo ha soñado que una noche de invierno un terremoto sacudirá las rocas que están bajo la ciudad; la gente escapará gritando, una ola de la altura de la terraza de Faros avanzará con el fragor de cien truenos, provocará un desbordamiento en el puerto de Oriente, inundará la isla de Antirhodos y el Timonium, y los palacios, y el puerto real, y los embarcaderos. Finalmente se retirará, formando remolinos, y dejará una explanada de fango. Del mar gris solo emergerán los cimientos de Faros. Esa es la profecía.
—¿Se ha salvado alguna estatua de la reina, aunque solo sea una en toda Alejandría? —preguntó Germánico—. En Roma no ha quedado nada.
—Me han dicho —respondió el sacerdote— que Augusto se sintió desilusionado por no poder llevar a Cleopatra encadenada ante el pueblo de Roma. Llamó a un célebre pintor de Alejandría, que había conocido la belleza de la reina y el esplendor de su majestad, y le obligó a pintarla apretando contra su pecho desnudo la cobra real. El pintor lo hizo, y me han dicho que, mientras pintaba, no dejaba de llorar. Después enviaron la pintura a Roma.
—Ya no existe —dijo imprudentemente Germánico—. Sé que, después de haberla expuesto durante su triumphus, Augusto la destruyó.
—Yo también he lamentado siempre no haberla visto. Pero los senadores habían decretado la destrucción de todos los recuerdos de ella y Marco Antonio, la damnatio memoriae.
Su pronunciación latina era demasiado clara y noble. El anciano sacerdote lo miraba y él, cansado de disimular, dijo:
—En Roma no quedó un solo mármol, una sola pintura que la representara. Aunque me he enterado de que algunos conservan en secreto sus estatuas, quizá rotas.
—Tú sabes que Augusto se llevó como esclavos a Roma a los tres hijos que Cleopatra le había dado a Marco Antonio —dijo el sacerdote, y Germánico asintió en silencio. Cayo miraba a uno y a otro, perplejo: estaba descubriendo momentos de la historia que siempre se le habían ocultado—. Sabes también —prosiguió sin prudencia—, todo el mundo lo sabe, que siendo muy joven, en la época de la primera invasión romana, la reina había regalado asimismo un hijo a Julio César.
Cayo se quedó sin respiración y agarró de un brazo a Zaleucos.
—No me lo habías dicho nunca —susurró.
El sacerdote seguía irremediablemente adelante con su discurso:
—Y sabes que lo habían llamado Tolomeo César, un nombre que todo Egipto vio como un pacto de paz entre los dos imperios.
—Lo sé —contestó Germánico.
El episodio, en efecto, había sido de una crueldad horripilante. Aquel único hijo de Julio César era una amenaza insoportable para Augusto: podía convertirse en el más peligroso de sus rivales.
—Cuando las legiones estaban a punto de conquistar Alejandría —prosiguió con obstinación el sacerdote—, el muchacho huyó, con unos pocos fieles y muchas riquezas, hacia los puertos orientales. Buscaba, desesperado, una nave que lo llevase a Arabia, pero los espías de Augusto fueron más rápidos.
Cayo, cuya mano seguía aferrada al brazo del indefenso Zaleucos, miraba al sacerdote. Pensó, con rebeldía, que en la familia todos se habían puesto cruelmente de acuerdo para ocultarle el pasado. Y en aquel momento tomó conciencia de que ese conjunto llamado familia era en realidad un monstruoso cuerpo bicéfalo, una hidra mitológica cuyas cabezas se mataban entre sí desde hacía setenta años.
—Eso también lo sabía —dijo Germánico.
En ese momento advirtió la estupefacción del chiquillo, pero el sacerdote le preguntó:
—¿Estás seguro de que lo sabes todo? El hombre al que la reina moribunda había pedido que protegiera a su hijo se llamaba Rodion. Y lo que hizo este fue venderlo a Augusto. Lo engañó, le anunció que Augusto quería sentarlo en el trono de Egipto. El muchacho tenía miedo; su madre había dicho que la crueldad de Augusto no tenía límite. Pero el traidor le aconsejó que se fiara: «Tú llevas sangre de Cleopatra, sí, pero también eres el único hijo del gran Julio César. El gran César no ha dejado hijos en Roma. ¿Y no has pensado que Augusto es tu primo?». El muchacho temblaba y replicó, confundido, que Augusto no había tenido compasión ni siquiera de Marco Antonio, que era romano como él. El traidor repuso con calma: «Marco Antonio empuñó las armas contra Roma; tú no, tú eres inocente. Tu propio nombre une los destinos de Roma y de Egipto, es un nombre inspirado por los dioses. Y Augusto, cansado también de guerra, te espera para la paz». Me contaron que, mientras decía esto, el traidor sujetaba por las riendas el precioso caballo árabe que el muchacho, al huir de Alejandría, se había visto obligado a dejar. El muchacho acarició a su querido caballo, cedió, montó de un salto. Y se dirigieron a Alejandría. Según me han dicho, así vio Augusto por primera vez a aquel joven, que tenía su misma estatura y se parecía peligrosamente a él. Augusto dijo que era la cabeza de la serpiente y ordenó decapitarlo en el acto. Me han dicho que su madre, Cleopatra, en las últimas semanas de vida había querido una cabeza de él esculpida en basalto negro.
Cayo permanecía en silencio; y Germánico evitó su mirada. Pensó que no había sido solo la mujer, la reina, la que había cautivado, uno tras otro, a dos hombres como Julio César y Marco Antonio. Sus mentes habían cambiado al poner los pies en aquella nave que ahora se pudría medio hundida allí y empezar a remontar el gran río. En aquellas aguas, los dos guerreros, hasta entonces incorruptibles en su violencia, se habían desprendido de las feroces pulsiones que los habían empujado a conquistar. Sus pensamientos habían tomado nuevos caminos: una alianza, una unión paritaria entre dos imperios. Ambos habían engendrado hijos con la reina de Egipto, el primer paso hacia una dinastía que reinaría en el imperio bicéfalo, Roma y Alejandría. Sueños irreales y seguramente suicidas.
Pero todo eso despertaba en aquellos momentos en el cerebro de Germánico. Por eso, cuando entraron en Alejandría vestidos de mercaderes griegos, hablando en griego, Germánico sintió una súbita y violenta indignación al descubrir que las murallas de la ciudad encerraban un infierno. La población de la famosa y avanzada ciudad estaba extenuada a causa de las expoliaciones fiscales y de una tremenda carestía que había dejado estériles los campos. En un silencio terrible, yacían a cientos bajo los grandiosos pórticos campesinos y habitantes de las urbes, víctimas de la inedia. Refugiados en los rincones de sombra, sin voz, sin fuerza para tender una mano, agonizaban en silencio. Escuadras de vigiles recogían los cadáveres de la noche y los cargaban en los carros. Los legionarios vigilaban las calles; y en el puerto occidental, una flota de naves mercantes cargadas de grano estaba zarpando rumbo a Puteoli, el gran puerto de Roma.
El precio del grano egipcio
De repente, Germánico olvidó por completo la prudencia y, obedeciendo a un impulso fuera de toda lógica, reveló su grado y su nombre. Y se jugó el futuro ordenando a los magistrados de la ciudad que abrieran a la gente de Alejandría los inmensos almacenes de grano. Y su joven hijo fue arrastrado por aquella emoción revolucionaria.
—Mi señor —había dicho el anciano sacerdote—, tú no eres griego…
La población de Alejandría aclamó a Germánico por las calles, las autoridades locales se alinearon a su alrededor con entusiasmo, le regalaron un pesado anillo sigillarius de oro que había pertenecido a un antiguo phar-haoui y llevaba grabado, en una cara del engarce móvil, el escarabajo sagrado, y en la otra, el ojo de Horus.
Sin embargo, al praefectus Augustales, el representante de Tiberio, no le sorprendió en absoluto la llegada inesperada de Germánico; ni siquiera reaccionó ante el clamoroso reparto del grano. Y alguno de los compañeros de Germánico sintió un miedo premonitorio por aquella extraña inercia. Solo mucho tiempo después se sabría que los speculatores, los informadores de Cneo Calpurnio Pisón habían seguido a prudente distancia a Germánico en aquel viaje prohibido. Y la noticia había llegado hasta Tiberio por mar, de Alejandría a las costas de Italia y desde allí, mediante señales ópticas, hasta Roma.
La atenta mente de Livia («Durante toda su vida —se decía en Roma—, no ha hecho otra cosa que sentarse en su pequeño jardín y pensar») vio inmediatamente que el viaje prohibido y el clamoroso reparto del grano eran el pretexto esperado para destruir, al peligroso rival de Tiberio. «Germánico está preparando un plan de insurrección —advirtió—. Esto es el comienzo de una guerra». E instiló en la mente del hijo emperador una idea que no concedía tregua: «Quien ha tomado en sus manos los graneros de Egipto, tiene en su mano Roma».
Los optimates más poderosos estuvieron de acuerdo. «No hacen falta muchas armas para dirigir un ataque contra el imperio que parta de Egipto. Para inmovilizar las naves mercantes en el puerto de Alejandría, bastan doscientos legionarios». E Italia, privada del grano egipcio, capitularía sin luchar.
Uno a quien le convenía recordarlo denunció que Germánico llevaba la peligrosa sangre de Marco Antonio. Otro gritó: «¡Está resurgiendo el proyecto de trasladar la capital a Alejandría!». Una acusación que desencadenaba un terremoto, que podía sacar visceralmente a la calle a todo el pueblo de Roma, y que ya le había costado la vida a Julio César.
Tiberio no habló en público. Pero, con su madre, se felicitó por la previsión de haber enviado a tiempo a Antioquía al hombre que podía sostener aquel juego feroz mejor que nadie: Cneo Calpurnio Pisón. Y un implacable mensaje imperial viajó de Roma a Antioquía, adonde Germánico, tras haber embarcado en Pelusio, estaba regresando sin perder tiempo.
Los emperadores de la dinastía Julia Claudia tuvieron la cautela de escribir solo documentos y oraciones oficiales, solemnes autobiografías, obras en cierto modo literarias. El olímpico Octaviano Augusto, por ejemplo, además de las obras políticas, apenas había compuesto algún ejercicio literario y poemillas pornográficos que sus severos descendientes se apresuraron a destruir. Pero la orden de matar a Germánico, secretamente enviada por Tiberio al senador Calpurnio Pisón, fue una clamorosa excepción.
Veneno sin antídotos
Germánico desembarcó en Antioquía con el ánimo lleno de nuevas experiencias y de inmensos proyectos. Pero a la mañana siguiente, al comienzo de una jornada que debía ser apasionante, mientras en el atrio el joven Cayo contaba a sus hermanos mayores el embriagador viaje por tierras egipcias, apareció un tabellarius stator con las insignias imperiales. Las conversaciones y las risas se truncaron de golpe. El correo se hizo anunciar clamorosamente. En ese momento, Germánico salía de sus aposentos, y el correo le entregó con insolente publicidad, en medio del atrio, un pliego.
—Por orden imperial —declaró.
Cayo advirtió que su rigidez militar rayaba en la insolencia y sintió un terror irracional. El correo esperó el acuse de recibo y se marchó.
Germánico se encerró solo en su habitación para abrir el pliego. A Cayo le pareció que el relato de las aventuras del viaje ya no tenía ningún interés. Se quedó en silencio, esperando que la puerta se abriera.
Solo en su habitación, Germánico leía con estupor y creciente inquietud una durísima reconvención oficial por su viaje no autorizado y por aquel arbitrario reparto de grano. Sin embargo, la carta terminaba con unas inesperadas palabras de perdón: «Las palabras más paternales que Tiberio haya dictado jamás», observó Germánico, dejando la hoja. Y la sorpresa degeneró en la más profunda preocupación: «Ese hombre nunca ha perdonado a nadie».
Tiberio había querido demostrarle que nada escapaba a sus informadores; pero, detrás de las frases magnánimas, la ira imperial estaba suspendida como una nube. Germánico mantuvo la carta en secreto y no salió de la estancia, como su hijo esperaba, pues sus oficiales le presentaron una oleada de protestas: durante su ausencia, el legado de Siria, el enemigo Calpurnio Pisón, había ido mucho más allá de lo que le permitían sus poderes, había desbaratado la estrategia de pacificación con los estados vecinos, había revocado o desatendido todas las disposiciones de Germánico, estaba destruyendo brutalmente sus relaciones civilizadas con las poblaciones.
Germánico convocó a Calpurnio Pisón y este se presentó enseguida.
—Esperaba este encuentro desde hace semanas —declaró con insolencia en el atrio.
La puerta se cerró con estrépito a su espalda. Desde las primeras palabras, los dos chocaron irremediablemente: Germánico exigió obediencia a las órdenes; Calpurnio Pisón proclamó con altanería que estaba interpretando los deseos del Senado. Sus voces, altísimas y enemigas, que se interrumpían y se superponían, traspasaron los límites de la estancia cerrada y entre los oficiales se extendió la alarma.
La puerta se abrió bruscamente y Calpurnio Pisón, atravesando el atrio, amenazó:
—En Roma existe todavía un emperador al que recurrir.
A su espalda, alguien cerró la puerta de Germánico. Los oficiales esperaron hablando en voz baja en corros. Al joven Cayo, después de los luminosos y embriagadores días de Egipto, lo dominó de nuevo aquella horrible angustia física que le atenazaba el estómago y le cortaba la respiración. Sin embargo, la inconsciencia de sus dos hermanos mayores desorientaba su miedo: «¿Qué podrían hacerle a nuestro padre? El que manda es él. ¿Quién puede atacarlo aquí, en medio de todos estos hombres armados?».
Zaleucos le sugirió paternalmente:
—Salgamos.
Pero su madre, Agripina —a la que habían encontrado pálida e inquieta, como si el palacio de Epidafne hubiera sido una prisión—, comenzó a vagar por las salas, a seguir obsesivamente a Germánico por la ciudad, a observar sin descanso a cualquiera que se le acercase. Y todo ello en silencio, mordiéndose los labios, retorciéndose las manos cuando creía que no la observaban.
Para Germánico, en aquellos días era dificilísimo demostrar seguridad en sí mismo y tranquila confianza en el ambiente. Pero Agripina consiguió enviar a la residencia de Calpurnio Pisón y de su mujer, Plancina —la siniestra amiga de la Noverca—, a unas mujeres que se hicieron pasar por vendedoras de telas y perfumes. Y estas volvieron alarmadas: «En las estancias de Plancina —dijeron— circula libremente una mujer siria, llamada Martina, a la que hemos reconocido», «Es una experta en maleficios, prepara venenos…», «Todos la temen», «Nunca han conseguido pillarla: venenos indetectables, comidas, brebajes, ungüentos en los objetos, incluso perfumes».
Un día, en el palacio de Epidafne, Germánico miró a su hijo menor y pensó que solo podía hablar con él. Dijo algo que este no olvidaría hasta literalmente el último instante de su vida. Declaró:
—En unas condiciones como estas, el peligro no son los que esperan disimuladamente en la calle, los que te acechan desde lejos. Tenemos miles de legionarios para eso: matarían a un agresor al primer paso. El problema son los que están a tu lado todos los días y entran en tus aposentos. Tú no lo sabes, o no lo recuerdas, pero un día uno de ellos descubrió una razón para odiarte. Y quizá lleva años odiándote y sonriéndote. —El chiquillo lo miraba sin respirar—. ¿Y sabes qué pasa? —dijo su padre—: Un enemigo tuyo, que vive lejos de ti y quiere acabar contigo pero no te tiene al alcance, descubre que uno de esos que están a tu lado y te odian tiene un grave problema económico. Entonces es como si las puertas de tu palacio estuvieran abiertas de par en par y no hubiese nadie de guardia.
El chiquillo respiró con fuerza, una sola vez pero profundamente, un golpe del diafragma.
—Pero ¿cómo podemos reconocerlo si hay alguien aquí, entre nosotros, que te odia? —preguntó.
Su padre, conmovido, frenó sus pensamientos.
—No creo que haya nadie —respondió—. Aquí dentro nadie puede acusarme de haberlo tratado injustamente. Quisiera calmar también a tu madre.
Calpurnio Pisón se marchó; dijo que zarpaba para Roma. Y al día siguiente, en el espléndido palacio de Epidafne, Germánico murmuró, como sorprendido él mismo, que sentía un vago malestar. Los médicos acudieron de inmediato y se quedaron perplejos ante la débil fiebre y los espasmos gástricos que padecía, le miraron las uñas y el interior de los párpados, le olieron el aliento, le palparon el abdomen, le cortaron un mechón de pelo y lo quemaron. Tras lo cual, se consultaron entre sí con la mirada, en silencio.
Y justo en ese momento Agripina se acordó de la hechicera siria que se escondía en casa de Plancina. Pero al día siguiente Germánico mejoró; durante dos o tres días creyeron que estaba a salvo y la noticia se difundió. Luego empeoró de nuevo, y esta vez el misterioso mal no respondió a los tratamientos: tenía una fiebre baja y oscilante, la luz le molestaba, los dolores de cabeza se hicieron insoportables, la orina salía mezclada con sangre. Al cabo de unos días, tenía las manos blancas y esqueléticas, se le marcaban los nudillos y los tendones; en el tórax, alrededor del delgado cuello, sobresalían las clavículas y las costillas. No había cumplido aún treinta y cinco años, y en la agonía susurró conscientemente que se sentía morir envenenado.
Agripina, con profundas ojeras provocadas por el insomnio, por una desesperación ardiente e inerme, dijo apasionadamente:
—Te salvaremos.
Él levantó una mano, le arregló un mechón de los hermosos cabellos mal recogidos y susurró:
—Te he visto siempre tan arreglada, tan guapa…
Ella se retiró el pelo hacia los lados, con las manos abiertas; él consiguió sonreír.
Entretanto, en unas habitaciones alejadas de allí, los médicos confirmaban a los fieles de Germánico la hipótesis más desastrosa: «Un veneno raro, de efecto lentísimo».
Los dos hijos mayores estaban indignados y no acababan de dar crédito a lo que estaba pasando; su ligereza percibía con dificultad la realidad. Cayo, el menor, en cambio, se encerró en su habitación con una angustia lúcida: había descubierto que la vida más segura podía quedar arruinada por acontecimientos irreparables.
Llegó, exhausto a causa de un viaje precipitado, un anciano y célebre médico que vivía en la corte de Abgar de Edesa, visitó al enfermo y, apartándose a un lado con los demás médicos y los amigos, declaró enseguida:
—Ya he visto este veneno, hace años.
Se apiñaron a su alrededor, ansiosos: entonces, era veneno, sin duda alguna veneno. El médico de Edesa, que hablaba la lengua sagrada de Urhai, no dio esperanzas.
—Es un veneno utilizado por homicidas reales —dijo—. Lo vi actuar en un príncipe que buscaba la paz con Roma.
Contó que, en aquella ocasión, habían descubierto y sometido a tortura al envenenador; y habían averiguado que el veneno había llegado a Edesa a través de pistas caravaneras no controladas, desde montes lejanos.
—Es enormemente caro y solo llega a manos seguras. Aquella vez, el envenenador lo había recibido en un lugar al que un hombre con la cara tapada lo había llevado con los ojos vendados. Después lo había acompañado de vuelta millas y millas, del mismo modo.
—¿Existe un antídoto? ¿Se lo preguntasteis? —preguntaban, cada vez más ansiosos.
El joven Cayo llegó silenciosamente a la puerta.
—Fue mi primera pregunta —respondió, molesto, el famoso médico edeseno—. Aunque estaba bajo tortura, el envenenador me sonrió. Dijo que, si se hubiera salido del frasco la más pequeña cantidad de aquel líquido, él solo habría podido salvar la vida quemándose inmediata y profundamente la piel de las manos. Pero no me dijo nada más porque, a pesar de la vigilancia, lo encontramos muerto.
Cayo permaneció inmóvil junto a la jamba. Los demás se agolpaban en torno al médico, con un miedo alimentado por una antigua mezcla de medicina y magia, míticos relatos de animales venenosos, piedras de poderes secretos, filtros, hierbas y raíces de forma humana, hongos y flores viscosas que brotaban por la noche. Desde el umbral, Cayo miraba en silencio a su padre, que en aquel momento tenía los ojos cerrados y parecía dormir.
—Lo estoy perdiendo —murmuró. Hablaba consigo mismo, tomaba conciencia de lo que se estaba precipitando sobre su vida, devastándolo todo—. Lo he perdido.
En aquellas últimas horas, cada médico sugirió un nuevo y desesperado remedio. Y mientras Germánico, pese a los más extraños antídotos, agonizaba dolorosamente, entre sus fieles se desencadenó la furia. Buscaron en vano a la envenenadora siria, que había desaparecido; registraron todos los rincones del palacio de Epidafne y su angustiada imaginación encontró por doquier huellas de venenos y de maleficios, amuletos enterrados y rastros oleosos, fétidos, al fondo de las jarras y las ánforas de vino. Y huesos tal vez de animales, tal vez humanos, en los que se habían realizado ritos mágicos, pues tenían grabados signos y surcos misteriosos. Y el nombre de Germánico grabado en planchas de plomo con fórmulas de encantamientos siniestros. Y se sospechó que algún traidor espiase en el palacio la enfermedad para informar al impaciente Calpurnio Pisón, que en realidad se encontraba en la isla de Cos, en las vecinas costas de Caria.
Mientras agonizaba, Germánico encontró fuerzas para hablar en secreto con sus fieles y queridos oficiales, y Cayo los vio salir de aquella habitación sollozando de rabia impotente, apretando con rebeldía las armas inútiles. Después abrazó a sus dos hijos mayores, destrozados y todavía incrédulos, el rostro devastado por las lágrimas no contenidas, pero no tuvo fuerza para dirigir los últimos consejos a su juventud inexperta. Y pasaba cada vez más tiempo sumido en un sopor. «Quién sabe —pensaba Cayo mientras estaba acurrucado allí velándolo— adónde va su espíritu, el anj del que habló el anciano sacerdote de Sais». Luego emergía de nuevo y, con un hilo de voz, daba una orden, pedía algo. Llamó a Cayo. El chiquillo no lloraba, no había llorado nunca, llevaba allí un día y una noche enteros, entre el ir y venir de unos y otros, callado.
Germánico fue a quitarse el anillo sigillarius de oro que le habían regalado en Alejandría el día que abrió los graneros, pero el anillo salió solo del dedo sin carne. Germánico lo dejó caer haciendo un esfuerzo, como si levantara una piedra, en la mano de su hijo, que lo estrechó. Con los labios abrasados por una sed que nada calmaba, Germánico le susurró:
—Hemos hablado mucho los dos. —Y al verlo todavía tan frágil, preguntó—: ¿Te acordarás?
—Me acuerdo de todo —respondió el chiquillo con una voz sin lágrimas, y besó a su padre intensamente y con entereza, como se besa a alguien que parte para una guerra lejana. En los labios le quedó un rastro de sudor salado.
Por último, Germánico llamó a Agripina. Alguno de los testigos dijo más tarde que le había recomendado frenar su impetuosa y orgullosa sed de justicia.
—Sustine, aguanta. Tendrás tiempo.
Le había susurrado, dijeron, que, mucho más que el veneno, le hacía sufrir la idea de dejarla con los hijos pequeños entre aquellos enemigos.
—También estaba sola, con nuestro hijo, en el puente del Rin. No temas por nosotros —había contestado su mujer, temblando por el esfuerzo que hacía para no llorar.
Era el décimo día de octubre. El cadáver de Germánico fue transportado al Foro de Antioquía, donde habían levantado una pira grandiosa. Antes de la cremación ritual, fue expuesto sin ropa a fin de que todos pudieran ver las señales dejadas por aquel lento veneno sin antídotos.
Una larguísima procesión, que volvía a formarse continuamente, desfiló alrededor de la pira en silencio, con un movimiento unánime de cabeza, sin apartar los ojos de aquel muerto joven, un fuerte y largo esqueleto apenas envuelto por un velo de carne. El fuego de la pira fue encendido y, desde la plaza, junto con la ira, la piedad y la indignación, se alzó la acusación de envenenamiento contra Calpurnio Pisón.
Encontraron a la envenenadora siria, que no había logrado escapar suficientemente lejos, la encarcelaron, la interrogaron, la sometieron a tortura, pero debía de haber ingerido alguna droga misteriosa, pues parecía insensible y no decía nada. Agripina, los oficiales de Germánico y sus amigos decidieron que el explosivo proceso por envenenamiento debía ser trasladado a Roma.
La gente de Antioquía y después toda la provincia de Siria y las naciones vecinas se dieron cuenta de que el breve tiempo de la paz había acabado. Los nuevos comandantes de legión se ocuparon con dureza del orden público. Un mensajero rápido y de confianza anunció la muerte de Germánico al senador Calpurnio Pisón en la isla de Cos. Y fue tal la alegría de este, y la todavía más clamorosa de su mujer, que celebraron públicos festejos.
Pero después un amigo susurró al iracundo y violento senador que se moderase:
—Quienes más se alegran de esta muerte, como Tiberio, ostentan en público un profundo dolor. Y su madre llora más que él.
Y Agripina, precedida por veloces correos, con toda la violencia de su amor herido, volvió por mar en pleno invierno —los días del mare clausum, la navegación quedaba interrumpida— de Antioquía a Roma.