Castra stativa
A orillas del Rin
El río
La plaza fuerte de las legiones en el límite extremo del imperio —los castra stativa en el profundo septentrión del mundo conocido— era una inhóspita ciudad artificial construida para la guerra. Los ingenieros militares la habían rodeado con una sólida muralla, armado con balistas y catapultas en las explanadas, aislado con un foso exterior y fortificado con torres de vigilancia.
Aquel sombrío día de invierno bajo el imperio de Tiberio, el niño llamado Cayo César trepó por las largas escalas de madera hasta la torre cuadrada que dominaba el ángulo occidental. Al otro lado del foso discurrían con tranquila fuerza las aguas ferrugientas de un larguísimo río. A lo lejos, en la otra orilla, se extendía una interminable superficie boscosa.
«Una visión imperial», había dicho su padre. Su padre era el joven pero temible dux Germánico y dirigía la concentración de hombres armados más poderosa que, desde Britania hasta el Éufrates, vigilaba las fronteras del imperio, una arrolladora máquina de conquista en la que se agrupaban ocho expertas legiones. Sin embargo, en el grandioso praetorium situado en el centro del castrum, que según la filosofía imperial representaba visiblemente el poder de Roma, el joven dux tenía a su lado, en un sorprendente contraste, a su bellísima mujer y a aquel inquieto chiquillo.
Y ahora el pequeño, frenado por el parapeto de la torre como por una prisión, miraba desilusionado. Al sur, a través de las nubes bajas, se filtraba un débil reflejo solar. Y se entreveía el lejanísimo perfil de Augusta Treverorum, la capital de la Galia Belgica, la ciudad fundada por Roma que siglos después se llamaría Tréveris. Aunque quizá aquellos imprecisos hilos de humo ni siquiera eran la ciudad; lo único que se veía desde el infinito aislamiento del castrum era una mansio, una etapa en la interminable ruta militar. Y en el septentrión, más allá del río, tan solo existía una inmensa extensión de bosques.
—Mira —le dijo el anciano decurión, el suboficial que lo seguía jadeando, obedeciendo como podía la despiadada orden de no dejarlo solo—, puedes vagar días y días por esos bosques y no encontrarás ni una sola ciudad. Ni foros, ni templos, ni termas ni calles adoquinadas; solo pueblos. Y nos temen porque nosotros, en cambio, sabemos construir una fortificación como esta.
El niño preguntó cómo eran de grandes las tierras de la otra orilla del río; y el decurión, que se había pasado la vida en los límites del imperio, al modesto mando de diez hombres, respondió como si citara una ley:
—No lo sabe nadie.
Interminables llanuras cubiertas de nieve durante meses y en la época del deshielo hundidas en el fango; en verano, las noches eran más cortas que en Roma; en invierno, en cambio, el sol tardaba en salir y se ponía entre la niebla.
—Los caballos empantanados en las ciénagas, las asechanzas en los bosques…
El chiquillo miraba. A lo largo de todo el horizonte solo se movía, en efecto, la compacta y poderosa masa del río que los geógrafos latinos habían llamado Rhenus, el Rin.
—Esas aguas caminan hacia Occidente a lo largo de cientos de millas —dijo el decurión—, y también nosotros caminamos no sé cuántas semanas antes de llegar a su desembocadura. Sabíamos que teníamos que contar, una tras otra, más de cincuenta fortalezas, los cincuenta castella que protegen la frontera. Y al final ves que el río desagua en un mar permanentemente tormentoso, en medio de vientos helados.
Pero en esa orilla las legiones nunca se habían impuesto. Y el decurión concluyó, con la sabiduría fruto de tanta guerra:
—Los dioses trazaron la frontera en esta orilla. El limes Germanicus está aquí. —El hombre se apoyó en el parapeto y añadió, pensativo—: Dentro de ese río se esconde el espíritu de un dios.
Pero, según dijo, era el dios de la gente indomable que vivía en la otra orilla.
—Jamás me he enfrentado a combatientes tan fuertes. No se parecen en nada a los griegos o a los sirios, que después del primer ataque te abren las puertas esparciendo flores.
El niño miraba la gélida fuerza del agua y, volviéndose, preguntó:
—¿De dónde viene?
—Para ir hasta las fuentes —contestó el decurión con la angustia del recuerdo—, hacen falta las mismas semanas que para llegar a la desembocadura, y todavía son más extenuantes.
El río nacía en los altísimos y siempre nevados montes de la Rhetia interior.
—Cumbres a las que no se aventuran a ir ni siquiera los osos; solo hay águilas en el cielo y gamuzas en los picos, y los chillidos de las marmotas que excavan madrigueras en la tierra helada.
—¿Qué quieres decir cuando dices que un río nace? —preguntó el niño.
Muchos años antes, las legiones también habían llevado la guerra entre aquellos montes, contra pueblos llamados réticos y vindelicios.
—Donde nace ese río, el hielo no se funde nunca; son rocas hechas de hielo. Pero bajo el hielo corren venas de agua azul que, al juntarse, forman un arroyo. Luego bajan otras aguas de los costados del glaciar y el arroyo crece. Y ese es el nacimiento del dios Rin.
—¿Tú lo has visto?
—Lo he visto y lo he salvado de un salto.
Allí, el dios Rin era delgado como un adolescente; pero corría entre los cantos rodados con voz cada vez más fuerte, se transformaba en un torrente, caía fragorosamente entre bosques y barrancos, recogía otras aguas. Y al poco era imposible vadearlo: el dios adulto se había convertido en un río. En su fluir, el dios Rin había excavado un canal entre los montes. Y los hombres imprudentes habían abierto a su lado, entre aquellas rocas, un estrechísimo sendero.
—El único que conduce de la Rhetia interior al sur de los Alpes.
El río se precipitaba por el canal y los viajeros sabían que, con la lluvia o el deshielo, podía desbordarse en un momento e inundar el camino.
En una ocasión, después de que hubieran caído abundantes lluvias, un escuadrón a caballo se había adentrado en columna en el sendero; y habían visto que el Rin golpeaba las rocas a una altura cada vez mayor. De pronto, alguien gritó que el agua estaba llenando el canal e inundando el camino a su espalda. Lanzaron los caballos cuesta arriba, pero el Rin, cada vez más crecido, devoraba la tierra bajo los cascos, absorbía la retaguardia.
—Y cuando llegamos arriba, veíamos allá abajo hombres y caballos uno detrás de otro, con el agua hasta el pecho y tambaleándose, engullidos por los remolinos. Solo nos salvamos tres, agarrados a unas rocas durante dos días y dos noches.
Luego, el río se había calmado y los ahogados, hombres y caballos, destrozados por las piedras, habían emergido aguas abajo.
Después de ese relato, el niño siguió en silencio a su custodio hasta el praetorium. Eran días invernales de tranquila inactividad, los hombres se ocupaban de las armas y de los caballos, se adiestraban. La persistente rebelión germánica parecía ya reprimida. El indomable Arminio, derrotado, para no ser reconocido por sus perseguidores se había embadurnado la cara con la sangre de sus heridas. Muchos de los suyos lo dejaban, otros lo habían traicionado. Su joven esposa había caído en manos romanas. Estaba embarazada, pero no se había abandonado a las lágrimas. Había permanecido en silencio, orgullosamente en pie, con los brazos cruzados, sin preguntar ni responder. Tenía un bonito nombre: Tusnelda. Los desertores habían dicho que Arminio se había vuelto loco de desesperación al pensar que su mujer estaba prisionera en Roma. Y la noticia había turbado profundamente al poderoso dux Germánico. «No sé qué habría hecho yo —había confesado a sus amigos—, si me hubiera tocado una suerte semejante». Pero el emperador Tiberio había dado la cruel orden de conducir a la mujer de Arminio muy lejos de allí, a fin de quitar a este cualquier esperanza de liberarla. Germánico había confesado imprudentemente a cuantos le rodeaban que aquello le producía náuseas, sin saber que la noticia llegaría a oídos de Tiberio.
Y la suerte quiso que el decurión y el niño llegaran en el momento en que, de un caballo enfangado hasta el pecho, desmontaba exhausto —dejando tras de sí una escolta en las mismas condiciones— un correo extraordinario, un tabellarius stator de la lejana Roma.
Con la pesada lacerna impermeabilizada chorreando, el hombre puso pie a tierra y, mientras sus manos entumecidas entregaban las riendas a un mozo de cuadra, se hizo anunciar de inmediato al dux Germánico. El inesperado correo fue introducido en el acto, todavía sucio de barro; y, desde el umbral, el niño lo entrevió mientras entregaba a su famoso padre el pliego oficial sellado y después sacaba de una bolsa interior otro mensaje.
El famoso padre dejó el pliego oficial y abrió, con impaciencia o quizá inquietud, el segundo, verdadero pero secreto objetivo de un viaje hecho a galope tendido y sin descansar, en las cortísimas jornadas de diciembre, de una mansio a otra de las vías imperiales. El niño vio que, tras leer un par de líneas, su padre levantaba ligeramente los ojos e interrogaba al correo en voz baja, y este respondía en el mismo tono, de espaldas a la entrada. Pero entonces el oficial de guardia cerró con decisión la puerta.
El chiquillo tuvo la sensación de que aquel correo permanecía demasiado tiempo en la estancia de su padre. Cuando apareció, todavía llevaba la capa empapada de agua, pero aquello no parecía preocupar a nadie. Al salir, susurró al oficial de guardia:
—¿Te acuerdas de Sempronio Graco, desterrado a la isla de Kerkennah, en el mar de África?
—Sí, claro —asintió de inmediato el oficial.
—También lo han matado a él —anunció el correo.
El pequeño oyó la palabra «matado» y, pese a que en el castrum la muerte cercana o lejana era el cruel pan nuestro de cada día, vio al oficial reaccionar con indignación:
—¡No podemos seguir aguantando! Aquí no perdonarán a nadie. ¿Cómo ha muerto?
—Como un animal —repuso el correo. Echó un vistazo alrededor y continuó en voz baja, con ira—: Y también han dejado morir a Julia, allá, en Reggio, como una mendiga.
La lacerna mojada goteaba en el suelo.
El oficial también miró a su espalda y, mientras acompañaba al correo a la salida, preguntó soliviantado:
—Pero ¿qué dicen en Roma?
—Nada —dijo sin más el correo alejándose asqueado al recordar semejante vileza colectiva.
El pequeño comprendió que en aquel islote perdido en el mar de África y en aquella ciudad lejana debía de haber ocurrido algo más grave que cuando una banda de germanos —angrivarios o queruscos— atacaban la frontera. Los nombres de aquellas dos víctimas, sin embargo, a él no le dijeron nada.
El oficial de guardia volvió atrás y no se percató de que —quizá por la fatal voluntad de esos dioses citados con frecuencia por los escritores antiguos— la puerta del Comando estaba entornada. Por eso, el pequeño entrevió a su joven y bellísima madre salir corriendo de un aposento interior, llegar hasta donde estaba el dux Germánico de espaldas, coger el mensaje y leer precipitadamente unas líneas antes de que él la interrumpiera.
Entonces vio por primera vez a su madre llorar y se quedó inmóvil: ella se apretaba con fuerza la cara entre las manos y trataba de reprimir los sollozos hasta ahogarse. El oficial de guardia, en contra de todas las normas, también se había quedado clavado delante del resquicio. Pero la mujer lloró poquísimo, y cuando levantó su hermoso rostro, en él no se veía dolor sino rabia, desesperación, odio.
—La ha matado ella, la maldita vieja, la Noverca —dijo—. Juro que…
Germánico detuvo de inmediato su ímpetu. Solo tenía un modo de detenerla: estrecharla con fuerza, en un abrazo silencioso. Ella se rebelaba, se debatía, hasta que poco a poco iba cediendo, abandonándose, y acababa en un abrazo de amor. Esta vez él también la estrechó, pero ella no cedía. El pequeño oyó la voz susurrante de su padre en el oído de ella, casi como un beso:
—Ten paciencia, sustine, aguanta. Tendremos tiempo…
Ella empezaba a calmarse.
—Sécate los ojos —decía él, y con los dedos le limpió las mejillas de lágrimas—. Que nadie pueda decir que lloras.
—Me han prohibido verla desde los diecisiete años —repuso ella con voz ronca—. Ha muerto sola.
Se liberó del abrazo y se arregló el pelo. El pequeño entró y preguntó con ansiedad qué había sucedido. Pero su padre le respondió que no había sucedido nada y que Zaleucos, el preceptor griego —aquel cultísimo y paciente esclavo que trataba de instruirlo, para lo cual se pasaba todo el día siguiéndolo hasta acabar agotado—, estaba esperando. Pese a su bondad, nadie en todo el ejército podía discutirle una orden al dux Germánico. El pequeño salió sin decir nada y el oficial cerró la puerta.
Pero el pequeño despistó al pobre Zaleucos y, confusamente inquieto, se fue solo a la plaza. Vio al correo allí, en un corro de oficiales. Y se acercó a tiempo de oír: «Un asesinato después de otro…». Los oficiales, al reparar en la presencia del hijo del dux, se callaron, y él prosiguió su camino disimulando; pero aquellas palabras habían caído como piedras sobre su ánimo. Buscando consuelo, se dirigió hacia las cuadras de sus queridos caballos. Su veloz Incitatus, un ligero mannulus de raza gálica, de pelaje color miel y estructura fina, adecuada para su corta edad, lo reconoció desde lejos y relinchó. El animal resoplaba, impaciente por que lo soltaran, pero los caballerizos lo mantuvieron a cubierto porque decían que se acercaba lluvia otra vez, y el pequeño lo abrazó, escondió la frente en su crin. El tremendo secreto existía, y todos estaban de acuerdo para no hablar de ello. El caballo percibía en cierto modo esa inexperta inquietud, porque largos estremecimientos lo recorrían bajo el brillante pelaje.
Tal como habían previsto, lloviznaba. Tras un breve revuelo provocado por la llegada del correo, las calles que se cruzaban entre los barracones iban vaciándose: fuese por la lluvia o quién sabe por qué, parecía que todos los hombres se hubieran congregado dentro. El pequeño llegó al convencimiento de que se avecinaba un peligro, como cuando los queruscos se acercan arrastrándose para atacar a los centinelas aprovechando la oscuridad.
Se dirigió a la esquina meridional del castrum, desde donde llegaba el martilleo rítmico de los herreros sobre las cuchillas ardientes. Se coló en la forja, atento a las conversaciones, y de ese modo se enteró de que aquella tal Julia, que había muerto «como una mendiga» en la lejana Reggio y por la que tanto había sufrido en vano su madre, «habría merecido honores imperiales».
Se lo oyó decir con rabia al tribuno militar Cayo Silio, al mando de su legión aquellos días, el cual, sentado junto al maestro de armas, estaba revisando la empuñadura de su espléndida espada de gala, la ensis de dos filos.
—Tan solo un senador, de seiscientos, se alzó y dijo que habían matado a la única hija de Augusto a fuerza de privaciones, que la habían dejado consumirse lentamente, desterrada, vituperada, despreciada por todos. Los otros quinientos noventa y nueve guardaron silencio.
Mientras decía esto, el tribuno vio acercarse al hijo del dux Germánico, pero no bajó la voz.
—Honores imperiales… —repitió intencionadamente para que se le entendiera bien. El maestro movía el arma sobre la llama, le daba martillazos precisos, la sumergía en agua fría, volvía a calentarla. Y guardaba silencio. El tribuno Silio insistió, provocativo—: Y en cambio, silencio aquí también, porque aquí también se obedece a Tiberio.
—¿Obedecer sobre qué? —irrumpió la voz del pequeño entre el eco de los martillazos.
—Ven aquí —lo invitó con decisión Silio—, ya es hora de ponerte al corriente —añadió, como si el pequeño, por ignorar quién sabe qué, fuese víctima de una injusticia. Este esperó conteniendo la respiración, y el maestro de armas dejó lentamente la espada—. ¿Sabes quién era esa Julia que ha muerto de ese modo? —dijo Silio—. La madre de tu madre.
El chiquillo se quedó callado. Nunca se había hablado delante de él de los abuelos, y él se había formado la vaga idea de que todos estaban muertos desde hacía mucho tiempo. El tribuno había hecho una pausa a fin de que se entendiera bien la historia y concluyó con rudeza:
—¿Y sabes por qué merecía honores imperiales? Porque era la única hija del divino Augusto. Y en cambio, la desterraron y al final Tiberio la ha dejado morir.
La mente del pequeño trabajaba a toda velocidad. Asustado, oyó de nuevo la voz ronca de su madre: «Diecisiete años…». De repente, tan asustado que le temblaban las rodillas, se sentó al lado del oficial y susurró:
—He visto llorar a mi madre… No se lo digas a nadie —suplicó, agarrando a Silio del brazo.
Silio, el tribuno, meneó la cabeza con rabia.
—Tu madre, Agripina, tiene muchas razones para llorar. ¿Sabes que tu madre tenía tres hermanos?
El pequeño se puso en pie de un salto.
—No es verdad, nunca me han hablado de ellos, no hay ninguno… ¿Has dicho «tenía»? ¿Cómo que tenía?
El maestro de armas, en silencio hasta ese momento, mientras la espada se calentaba en el fuego, intervino:
—Los tres hermanos de tu madre eran los únicos herederos de Augusto, la esperanza del imperio. Ellos, no Tiberio.
Al fondo, los herreros y los trabajadores de la fragua habían oído y se quedaron mirando.
—No os burléis de mí —sollozó el pequeño.
Sentía el peso de una amenaza. Era realmente demasiado pronto para soportar aquella historia, sobre todo de esa manera tan brutal; con buen criterio, su padre había pedido silencio. Y Silio, alarmado, lo condujo dentro de la fragua y, para distraerlo, le enseñó un elegante puñal, la corta sita de las asechanzas imprevistas.
—Mira, se empuña así.
Se la tendió, le hizo cogerla, y el pequeño la asió con una fuerza consciente, una inopinada sensación de seguridad. El tribuno se la quitó de las manos, llamó a un mílite y simuló un ataque.
—Y tú te mueves así, a su espalda, ¿ves?, con el brazo izquierdo sobre la boca lo inmovilizas, y con la mano derecha clavas la hoja aquí, en el cuello, donde late la vena.
El mílite fingió estar herido, se dejó caer al suelo, pataleó cómicamente, y el pequeño se echó a reír y olvidó las lágrimas. Luego el mílite se hizo el muerto y el tribuno explicó:
—Si quieres asegurarte de que el enemigo está de verdad muerto, lo tocas aquí. —Le hizo presionar la yugular del caído—. ¿Notas cómo late? Cuando se detiene es que la vida se ha ido. Ahora voy a enseñarte otro golpe seguro, de espaldas también. —El mílite se levantó—. Mira. Desde detrás, con la izquierda, lo agarras. Él, para liberarse, estirará los brazos, y tú clavas la hoja hasta el fondo, ¡pero enseguida!, bajo la axila, así.
El pequeño observaba fascinado. El tribuno Cayo Silio se puso serio y dijo bruscamente:
—Has visto cómo se usa la sita, o sea, que eres lo bastante mayor para saber que la muerte de los tres hermanos de tu madre le dieron el imperio a Tiberio.
El pequeño escuchaba mirándolo fijamente. Todas sus lágrimas se habían secado; su infancia había acabado.
—Tú tampoco digas esto —advirtió el tribuno.
Él no habló. Pensó que no debía volver a preguntar a nadie por qué lloraba su madre.
El «gladius» y la «caliga»
Al día siguiente, el maestro de armas anunció que fabricaría para el niño, a la medida de su brazo, un pequeño gladius, el arma ligera que, en los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, hería con la punta y con el filo; y le enseñaron los ataques, los regates y las defensas.
Parecía un juego. Pero aún no se le podía decir al niño que, detrás de aquellos juegos, se escondían planes de guerra real, y no contra enemigos extranjeros. Porque desde hacía dos siglos Roma estaba dividida entre el partido de la aristocracia económica y latifundista —los optimates—, que apoyaba Tiberio, y el partido de las clases débiles, los agricultores, los artesanos, las plebes de las ciudades —los populares—, en el que se hundían las raíces culturales y familiares de su padre, el demasiado querido dux Germánico, hombres que, en tiempos lejanos y recientes, habían luchado contra el latifundismo, los elevados tributos, las restricciones al derecho de voto activo y pasivo, la imposibilidad para los que nacían plebeyos de ser elegidos cónsules y la expoliación brutal de los países conquistados. Los nombres eran muchos: los Graco, Cayo Mario, Publio Sexto, el vehemente e infortunado Marco Antonio y los tres jóvenes hijos de Julia. Y casi todos habían encontrado la muerte.
No se le podía decir aún al niño que el poder y quizá la propia vida de su padre se hallaban amenazados por un creciente peligro. Pero Rufo —el hombre más fuerte de todas las legiones del Rin, aquel que, si lanzaba un pilum, el venablo de punta mortal, contra un gran árbol, no había fuerza humana que lograse extraerlo y era preciso cortar el tronco centenario— enseñó al chiquillo a manejar aquella arma, y la torsión del brazo, el impulso del pie, de la rodilla, de la cadera, la enorme energía descargada sobre el hombro y sobre los músculos del brazo, todo para que el dardo saliera recto, silbando, y se clavara, sin desviarse ni un dedo, justo en el punto que los ojos habían mirado.
—El pilum que se clava en el punto exacto te libra de tu primer enemigo. Es como ganar en el primer lanzamiento de dados —explicó rápidamente Rufo, escupiéndose en la palma de la mano antes de repetir el lanzamiento.
—Ahora fíjate —apremiaban los oficiales, que se apasionaban mirando—, todo te será más fácil.
Seguían ataques, regates, paradas, pero con lenta elegancia, y los ojos del chiquillo asimilaban los movimientos del brazo, del hombro, el estiramiento de la muñeca, el juego de la rodilla y del pie, las enganchadas, las maneras de librarse de la presión del adversario, la fulminante estocada final. Todo joven aristocrático estaba destinado a adquirir experiencia en las legiones, un duro servicio militar; y luego, poco a poco, a dirigir las guarniciones en las larguísimas fronteras y, máximo orgullo, a capitanear una legión en acciones de guerra. Pero en este caso el objetivo del adiestramiento era distinto.
Junto a la forja se alineaban las cuadras. El niño se colaba entre los caballos, de donde era difícil sacarlo. Pero ese día lo encontraron enseguida. El oficial que estaba al mando de la caballería ligera, poniendo el brazo derecho doblado a modo de escalón para que él llegase a la altura necesaria, le enseñó cómo dar un salto estando parado y caer justo sobre la grupa, e inmediatamente, antes de tocar las riendas, con la mano y los talones lanzar el caballo al galope, como hacían los bárbaros escitas, los mejores jinetes del mundo.
—Conquistar tu caballo en un instante, arrollarlo todo antes de que te hayan visto —dijo.
El jefe de taller de los armeros le tomó las medidas y le hizo una ligerísima lorica, una coraza con un repujado que había diseñado el maestro de armas, el artista del castrum, y que representaba la historia emblemática del niño salvado por el delfín. El maestro de armas era un esteta de la guerra al que le gustaba la elegancia de los golpes, el esplendor de las armas de gala, repujadas y damasquinadas, los brillantes arreos de los caballos, las águilas de oro sostenidas en alto por el aquilifer, el abanderado, el fragor impetuoso de las cataphracti, la caballería pesada, el sonido del lituus, el toque de la bucina y de la tuba. Modeló también para el chiquillo un casco de combate, una cassis de lámina ligera. Y el herrero, que estaba en la forja y soldaba y unía las piezas, le explicó que ningún otro ejército había diseñado nunca una protección tan racionalmente segura: redondo y forrado de piel, el casco romano envolvía completamente el cráneo, sin dejar peligrosas zonas muertas donde los golpes del enemigo podían multiplicarse; cubría la frente hasta rozar las cejas; dos anchas tiras protegían las sienes y las mandíbulas y se unían bajo la barbilla, pero dejaban libres las orejas; un blindaje, articulado para no entorpecer los movimientos, ceñía la nuca. En resumen, un prodigio de anatomía y de técnica que había salvado infinidad de vidas.
Y para ser más claro, el herrero dijo que los peores enemigos no estaban al otro lado del Rin.
—A esos los ves venir desde lejos. Los golpes a traición vienen de las calles de Roma.
Con su macizo puño izquierdo metido en el pequeño casco y empuñando el gladius con la mano derecha, el herrero hacía como si golpeara la cabeza, las sienes, la frente, la nuca: la hoja resonaba contra el hierro, pero la mano, protegida por el casco, parecía invulnerable. El niño vivía todo eso como una hazaña secreta, ignorando el silencioso e inopinado consentimiento de su padre. Solo años después, haciendo memoria, comprendería las despiadadas razones por las que se habían inventado aquellos juegos.
—Has nacido aquí, cachorro de león —le decían los hombres de las legiones.
«Infans in castris genitus», escribiría un gran historiador. Porque aquel niño, destinado a conquistar una clamorosa y corrupta fama, había nacido en el castrum, bajo el signo de Virgo, el último día de agosto, y había sido educado entre las legiones, «in contubernio legionum eductus».
Por último, el sutor, el zapatero, tomó las medidas de sus pequeños pies con un cordel. Y al cabo de tres días de pruebas y ajustes secretos, el chiquillo salió del taller llevando atadas alrededor de las pantorrillas las famosas, racionales y espartanas caligae de los legionarios romanos.
El sutor había escogido el cuero más suave, lo había escarificado y untado de grasa, pero las sandalias estaban durísimas. El sutor aseguró que al día siguiente estarían mejor. El chiquillo se desplazó de un lado a otro; el cuero crujía. Pero los clavos que llevaba en la suela se agarraban al terreno y él notó que, después de dar un salto, se detenía en seco, sin resbalar, como los legionarios cuando saltaban las murallas enemigas.
Se dirigió al Cardo, la vía central del castrum; los legionarios se agolpaban, riendo, mientras el sutor lo seguía a distancia y él caminaba renqueando hacia el praetorium. Al llegar a la puerta salió su padre, el joven dux, y puesto que —como había dicho aquel poeta citado por el preceptor griego, que tenía la cabeza llena de escritores antiguos— todo hombre se mueve entre los hilos invisibles que el destino le ha tendido, aquel juego de militares aburridos sería interpretado por los historiadores como el inicio de una fatal sucesión de acontecimientos.
Lo cierto es que el padre, rodeado de sus hombres, rio, levantó a su hijo para que lo vieran desde lejos, tocó las sandalias para observar el trabajo y declaró que, para los legionarios que luchaban contra el germano Arminio, el sutor nunca había hecho unas caligae comparables a esas.
—Merece un castigo —dijo en broma—, porque ha demostrado que sabe trabajar bastante mejor de como lo hace habitualmente.
El chiquillo también reía, moviendo las piernas en el aire, y aunque se llamaba Cayo César —histórico nombre de familia que había llevado el vencedor de galos y germanos, Julio César—, entre el estruendo destacó claramente la voz de un mílite que decía:
—Ya ha ingresado en la legión. Propongo que lo llamemos Calígula.
La joven rética
Desde el día que se convirtió para el ejército en Calígula —es decir, «zapatito»—, legionarios y oficiales empezaron a ocuparse, cada uno a su manera, de su peculiarísima educación.
Así descubrió, pasado el rincón más apartado del castrum, un barrio de barracas. Estaba lleno de mujeres, pero no eran como las esclavas y las libertas de su madre, que solo se movían en el recinto del praetorium, con los cabellos recogidos y las manos blancas. Esas mujeres entraban y salían de las barracas medio desnudas, con el pelo suelto, descalzas, reían fuerte, se lavaban al aire libre y parecía que todos los militares las conocían, porque acudían en tropel y se metían allí dentro con ellas.
Él miraba entre las grietas de la empalizada, hasta que una de aquellas mujeres, una campesina rubia, lo descubrió, lo cogió de la mano y dijo, riendo:
—¿Qué mirabas? —Hablaba toscamente, y añadió con su acento aspirado y duro—: Por lo que veo, no tardará en llegar tu momento.
Los legionarios reían. Ella dejó deslizar la túnica sobre un hombro y mostró un pecho. No se parecía en nada a los pequeños senos firmes y distantes de las diosas de mármol, ni a lo que se podía entrever en la severa corte de su madre. Era una masa blanca y sólida, con finas venillas azuladas y un oscuro y gran pezón. Ella le cogió la mano y se la acercó al pecho.
Y fue algo que él no olvidaría. Su pequeña mano no lograba estrecharlo, ni siquiera cubrirlo, así que lo rozó, y luego lo recorrió acariciándolo: era suavísimo e inmenso. La joven, que reía, dejó de reír y se inclinó hacia él. El niño prosiguió la caricia mientras ella lo miraba con los labios entreabiertos: el pezón se endureció, presionó la pequeña mano; entonces él se detuvo, y le faltaba la respiración.
Ella se apartó bruscamente y se cubrió, mirándolo con sus ojos claros. Él se marchó, turbado, de las barracas, y cuando estuvo lo suficientemente lejos, preguntó de dónde venían aquellas muchachas.
—Es el mejor motivo para hacer una guerra —contestó con brutal alegría un suboficial.
Venían de la Galia Belgica, de la Germanía inferior, de Rhetia, todo tierras conquistadas. Algunas eran esclavas, otras salían de sus pueblos para vagar por los lugares adonde los legionarios iban a buscar leña.
—Yeguas salvajes que hay que domar —le explicó el suboficial. El hombre lo miró, dudando de hasta dónde podía llegar con el hijo del dux. Finalmente consideró que había llegado el momento y dijo—: Son como los caballos de estas tierras, ¿los has visto?, esos que enganchamos a los carros pesados. Si se lanzan al galope, te tiran al suelo.
Y él volvió en cuanto pudo despistar a Zaleucos, su pobre preceptor griego. La joven rética lo vio desde lejos y dijo:
—¿Ya estás aquí otra vez? Eres curioso, ¿eh?
El no supo qué contestar y ella rio y lo invitó a entrar.
—¿Quieres ver una cosa que, pese a ser el hijo de nuestro aguerrido comandante, no has visto nunca? —preguntó.
Era atractiva, bromista, no daba miedo, retrocedía hacia el interior de la barraca sonriendo, era inmensa y grandiosa. El chiquillo avanzó dos pasos; ella echó la cortina a su espalda y lo precedió. Mientras caminaba, dejó que la ligera túnica se deslizara desde los hombros hacia la espalda y las anchas y blancas caderas. La tela cayó al suelo. Ella pasó por encima, desnuda, se volvió en la penumbra y tendió los brazos hacia él, riendo.
La Noverca
En aquellos días, el niño oyó decir a los oficiales que, en una lejanísima ciudad bárbara que se llamaba Tomis, un hombre, un poeta que en años pasados debía de haber sido famoso, había muerto «después de ocho años de destierro inmisericorde». Un oficial joven declaró con nostalgia:
—Ha escrito las poesías de amor más bellas jamás oídas.
—¿Dónde está Tomis? —preguntó el niño.
—En la provincia más lejana, peligrosa y maldita del imperio, en el Ponto Euxino —respondió el joven oficial, conmovido—, el mar de las aguas negras. Desde allí escribía todos los años a Tiberio y le suplicaba, llorando, que lo dejara volver a Roma. —Y añadió con imprudencia—: Era amigo de tu padre.
Debía de ser una conversación inquietante, porque no intervino nadie. Pero el niño, en cuanto pudo, preguntó al pobre Zaleucos, que se lo esperaba, por qué no le había hablado nunca de ese poeta y por qué, si era tan grande, había muerto solo y lejos, y también le preguntó cómo se llamaba.
—Ovidio —respondió Zaleucos, e inmediatamente añadió que no sabía nada más de él.
Al día siguiente, día de lluvia invernal, el chiquillo, que vagaba por el castrum cuando el cielo estaba despejado, descubrió que los legionarios no tenían ganas de jugar. Parloteaban en corros, le lanzaban miradas, pero ninguno lo llamaba «¡Calígula!» y corría a esconderse detrás de una barraca para que él, enfadándose en broma y pateando el suelo con sus sandalias, gritara: «¡No pienso contestarte, ese no es mi nombre!». Esperó que una voz lo provocase para perseguirla, atrapar al legionario que fingiría que él lo derribaba, se tiraría al suelo y rodaría con él sobre la hierba.
Pero no lo llamó nadie. El niño, decepcionado, se dirigió hacia las cuadras. Y el caballerizo, que había terminado de cepillar a su queridísimo Incitatus, se volvió y dijo de pronto con dureza:
—¿Has visto? Ha vuelto a ganar la Noverca.
Hablaba de algo que él no sabía, pero lo sobresaltó: la Noverca, la madrastra, era la misteriosa mujer que había hecho llorar de rabia a su madre. Y el herrador, que estaba protegiendo una pata del nervioso caballo, levantó la cabeza:
—Va a hacer cincuenta años que está agazapada ahí, y consigue que su hijo haga lo que ella quiere.
—¿Quién es su hijo? —preguntó el chiquillo.
Lo miraron, desconcertados y estupefactos, antes de que el herrador murmurase cautamente, como si se tratara de un asunto sucio, el nombre del hombre más temido del mundo: Tiberio, el emperador. Los demás guardaron silencio. El niño se sintió humillado por ser el único que no lo sabía en el castrum. No preguntó nada más. Un mozo de cuadra dijo, como para consolarlo, que la Noverca era muy vieja.
—Debe de tener noventa años. Mi padre ya la llamaba Noverca.
De pronto apareció Zaleucos, se llevó de allí al niño y enseguida se puso a hablarle en su fascinante griego ático, que no entendía nadie en el castrum:
—No está bien que tú, el hijo del dux, vayas a escuchar a los caballerizos mientras hablan de tu familia.
El esclavo al que habían llamado Zaleucos debía de haber vivido, bajo otros cielos, días menos duros; todas las mañanas miraba con melancolía las nubes densas y la lluvia fina que, silenciosamente, empapaba la tierra y los bosques, y las precoces noches de invierno. Desde lo alto de su refinada cultura, se horrorizaba al ver repetir al niño con gran facilidad y fluidez las frases jergales de los legionarios. Pero había visto que con la misma facilidad había aprendido griego; había empezado a leerlo a los cuatro años y medio. «El pequeño ha recibido dotes especiales de los dioses —decía con orgullo apasionado—. Te hace preguntas que no corresponden a su edad. Si no lo convences, insiste. Busca la compañía de los adultos. Lee más deprisa que yo. Todos los días dice palabras nuevas, en latín y en griego. No comete errores con los verbos. Tiene muchísima memoria, y la tiene ordenada. No para de hacer planes…».
Pero ahora el niño, con el cabello castaño revuelto, preguntó, mientras lo seguía de mala gana, por qué había interrumpido aquella conversación sobre la anciana Noverca.
El melancólico esclavo griego se vio perdido y respondió:
—Tu padre y tu madre no quieren estropear tu felicidad con esas viejas historias. —Acto seguido citó confusamente a un filósofo ateniense de tres siglos antes—: «El precio de la paz es el silencio». Te lo ruego, prométeme que no volverás a preguntar.
Aquel discurso inconexo y temeroso era peor que el silencio, y el chiquillo se apresuró a asegurar.
—No preguntaré a nadie.
Pero la inquietud iba en aumento.
—¿Y por qué han nombrado al emperador?
Zaleucos sabía que era imposible eliminar de aquella mente el estímulo de una pregunta; sin embargo, obligado a un inquebrantable silencio de esclavo, no respondió y apretó el paso, porque veía que en las calles del castrum se congregaban desordenadamente grupos de legionarios y parecía que la disciplina ya no le importaba a nadie. Y se sabía que en esas poderosas legiones podía prender la rebelión tan deprisa como si se arrojara una antorcha a un pajar. Ya había sucedido, bajo Augusto y especialmente bajo Tiberio, odiado como general y todavía más como emperador.
Pero el obstinado chiquillo preguntó por qué Tiberio había tomado el poder en lugar de los hermanos de su madre.
—Si no quieres que vaya a que me lo cuenten los mozos de cuadra, dímelo tú.
El cultísimo esclavo —cuya historia nadie conocía exactamente, así como tampoco las desgracias que lo habían precipitado a su condición actual— tomó una calleja secundaria y empezó a contar con prudencia, mientras el niño lo seguía:
—Un día, el divino Augusto conoció a la mujer que has oído a esos mozos de cuadra llamar Noverca. Pero se llama Livia.
—¿Cuándo fue eso?
—Deben de haber transcurrido sesenta años.
Una distancia abismal para el niño, que calló, desconfiado. El griego continuó apresuradamente para evitar preguntas:
—Cuando Augusto la conoció, ella tenía diecisiete años, estaba casada con otro y tenía un hijo. Ese niño era Tiberio.
—Explícame por qué la llaman Noverca —pidió el chiquillo, exasperado.
Se habían detenido en una esquina; Zaleucos miraba aquellos inquietantes movimientos de militares a lo largo del Cardo.
—La llaman Noverca, madrastra, porque Augusto también tenía una hija, Julia —dijo. Y sin darse cuenta precisó—: La única de su sangre.
De modo que el chiquillo preguntó inmediatamente:
—¿Esa a la que abandonaron en Reggio y que ha muerto como una mendiga?
Desesperado por el interrogatorio, el preceptor cedió:
—Sí, ella, la madre de tu madre. —Y, como para mejorar la situación, añadió—: Pero no estuvo siempre allí; antes estaba en Pandataria.
Al chiquillo le alarmó aquel nombre que nunca había oído y preguntó qué era Pandataria.
—Una isla… —empezó a explicar Zaleucos, pero se interrumpió porque alrededor del praetorium empezaban a oírse voces demasiado fuertes y furiosas. Trató de echar a andar de nuevo.
El niño se detuvo.
—Quiero saber si los tres hermanos de mi madre ya habían muerto cuando Tiberio se convirtió en emperador.
El preceptor respondió con dificultad, como agotado por haber sido sometido a tortura:
—Sí, los dos mayores, sí. El tercero era muy joven todavía, casi como tú.
Reanudó la marcha.
—¿De qué murieron?
—Estaban lejos de Roma; eran años de guerra —dijo Zaleucos. Le resultaba difícil inventar respuestas. Omitió toda la historia y concluyó—: Cuando Augusto murió también, los senadores eligieron a Tiberio.
—¿Dónde estaba mi padre?
—Aquí, combatiendo contra estos bárbaros que se sublevan constantemente. —Aprovechó la circunstancia para ejercer de maestro—: Tenía razón Posidonio de Apamea: barban immanes.
De las calles llegaron voces más altas y agitadas.
—No me has dicho qué le pasó al último hermano de mi madre.
—No lo sé —mintió, balbuceando, Zaleucos—, vivía lejos.
El chiquillo lo dejó plantado y se dirigió a la plaza. Vio que, en contra de lo habitual, bullía de militares que formaban corros sin ningún orden y se metió en medio. Pero el oficial que estaba al mando de la cohorte pretoriana, la guardia de corps, lo interceptó y lo llevó de vuelta con el excesivamente permisivo preceptor, haciendo a este un gesto de reproche.
—El dux Germánico se ha encerrado en los aposentos interiores con los comandantes de legión —explicó en voz baja.
Otros oficiales llegaban de todos los rincones del castrum y se congregaban con agitación.
—Le hacen volver a Roma —dijo alguien. Y el chiquillo preguntó de inmediato:
—¿A quién hacen volver a Roma?
No le contestaron, pero su instinto le dijo que había motivos de alarma. En realidad, a través de otro inesperado correo de Roma, había llegado la noticia de que el victorioso y querido Germánico había perdido el mando. Entre los mílites, los oficiales y los tribunos se estaba fraguando la revuelta. Pero de pronto salió el tribuno Cayo Silio y los oficiales congregados en la plaza interrumpieron las conversaciones, pues su llegada siempre anunciaba la de Germánico. El chiquillo también lo sabía, y efectivamente, el joven dux apareció enseguida rodeado de los demás tribunos, vio la aglomeración desordenada y no dijo nada. La sonrisa había desaparecido de su rostro.
Germánico vivía en sintonía con sus hombres, fuera cual fuese el grado o la posición humilde, la cultura refinada o la rudeza de cada uno; su humanidad era desbordante, inmediata. «Civile ingenium mira comitas», escribiría sintéticamente, pero con añoranza, un historiador poco inclinado a los elogios como Cornelio Tácito. Pero para otros, en Roma, estas cualidades eran motivo de alarma y de inextinguible odio.
Cuando él apareció, pues, se alzó un coro de voces furiosas: «Tiberio tiene miedo de ti», «Te odia porque has vencido donde él fracasó», «Quiere arrebatarte las legiones»… El gentío era enorme e iba en aumento: eran las voces y las miradas que habían asustado a muchos en el pasado, la fuerza colectiva de esas potentes máquinas de guerra conscientes de sí mismas. Más atrás, a lo largo del Cardo, todos los mílites habían salido de los barracones, hasta los herradores y los vivanderos, hasta los calones, los esclavos que se ocupaban del bagaje, y se apiñaban en la calle. Los durísimos decuriones y centuriones no intervenían. Y no hacía falta más para expresar su peligroso acuerdo.
Germánico guardaba silencio porque los gritos apasionados de aquellos hombres decían la verdad. «Tú diriges las legiones más poderosas del imperio —vociferaban—, no puedes dejar que te las arrebaten así…». Allí estaban en primera fila los tribunos de la temible Trigésima, la Vigésimo segunda, la Undécima. «Hemos hecho arrodillar a miles de germanos. ¿No vamos a ser capaces de atemorizar a seiscientos viejos senadores?». La voz durísima de un tribuno destacó sobre las demás:
—Al emperador lo eligen los hombres que se juegan la vida para defender las fronteras, no los senadores tumbados en las termas.
La palabra emperador pasó como un relámpago entre los negros nubarrones y los gritos sonaron más fuerte. En realidad, en un siglo de guerras civiles ya se había visto a esas legiones tomar en sentido contrario las vías que Roma había construido para conquistar las tierras nórdicas y bajar con una rapidez aterradora hacia el sur para imponer en el gobierno al hombre escogido por ellos. Desde el fondo, una voz gritó:
—Nosotros te acompañaremos a Roma, como hicimos con Julio César. El Rubico sigue estando ahí.
Ese famoso río que pasa por el sur de Ravena, y que nosotros llamamos Rubicón, era el límite que las leyes prohibían cruzar con las legiones armadas en dirección a Roma. Atravesarlo así significaba sublevación contra la República. Pero Julio César lo había hecho y había conquistado el poder.
El chiquillo, Cayo, se había metido entre la multitud y se escabullía entre los codos de los oficiales. El preceptor intentaba sacarlo, pero un tribuno protestó:
—¡Déjalo! ¡Deja que aprenda!
«Recuerda que Tiberio tomó el poder de manos de la Noverca», estaban gritando. Un coro de voces soltó en ese momento varios insultos que Cayo había aprendido de las conversaciones de los mílites, pero que entonces, referidas a la madre del emperador, impresionaban.
De hecho, eran palabras de insurrección; y el chiquillo se estremeció de emoción cuando un viejo tribuno, con el peso de las medallas de diez campañas en la coraza, dijo a Germánico:
—Cuando Tiberio te robó el imperio, tú estabas aquí y no pudiste evitarlo…
En efecto, tras feroces luchas entre los populares, que querían elegir a Germánico, y los optimates, que apostaban por Tiberio, el Senado finalmente se había plegado a los deseos de estos últimos.
—¡Pero hoy, ahora, ha llegado tu momento!
En ese instante, Cayo vio a su padre levantar el brazo derecho con la palma hacia fuera, en un gesto que no olvidaría nunca: el gesto que era desde siempre el del dux que ha decidido hablar, es decir, impartir órdenes, porque el dux no hablaba para nada más. Todos, desde los tribunos de más alta graduación hasta los simples mílites que estaban al fondo, en un movimiento colectivo, con un murmullo decreciente, se quedaron inmóviles para escuchar.
Y el chiquillo oyó la querida voz de su padre caer sobre la espera de los hombres con una frialdad irreconocible.
—En aquella época… —dijo, e hizo una pausa—, en aquella época Roma estaba sin gobierno, lo sabéis perfectamente. —Hizo otra pausa a fin de que todas sus palabras, una tras otra, entraran en el cerebro de sus hombres—. Hoy, en cambio, gobierna Tiberio, elegido por el Senado. —Los hombres callaron. El chiquillo vio cómo cambiaba la expresión de las caras. Y ya no se movía nadie—. Hasta el último minuto de mi mandato aquí, no permitiré a nadie repetir cosas como esas. Nosotros nunca nos dirigiremos a Roma empuñando las armas.
El silencio no se rompió. El poder del valiente, sincero y justo Germánico sobre sus hombres era casi hipnótico. El chiquillo solo oyó al tribuno que lo había retenido a su lado mascullar entre dientes una maldición.
Los historiadores escribirían que los comandantes de las ocho legiones renanas habían propuesto, todos juntos, marchar sobre Roma. Y quién sabe qué dios enemigo había inducido malignamente a Germánico a rechazar la propuesta. Porque ese día Germánico, sin saberlo, había decidido que su vida sería breve. Ninguno de los legionarios comprendió la razón de esa total, suicida obediencia a Tiberio. Ninguno imaginó que al fuerte dux Germánico la guerra le produjese entonces unas náuseas insoportables.
Dos vasijas de plata
Las nieves comenzaron a fundirse sobre los valles alpinos e inexorablemente llegó el momento de partir para Roma. Cayo fue a vagar con melancolía por las cuadras y dio las últimas caricias en la crin a Incitatus. Luego vio, delante de la forja de los herreros, a Cayo Silio, el tribuno que le había enseñado a manejar la sita, el puñal de las emboscadas, y se acercó a él.
Pero esta vez Silio no sostenía un arma, sino que hacía girar entre los dedos una espléndida vasija de plata.
—Mira —dijo, tendiéndosela a Cayo. La plata estaba repujada, con ligeros dorados—. Es un trabajo griego —dijo, Silio—, una historia de la Ilíada.
Dicho por él, parecía una broma. Sin embargo, en la vasija aparecía de verdad la historia del rey Príamo, que besa de rodillas la mano de Aquiles, el hombre que ha matado a su hijo, para recuperar el cuerpo de este. Y se veía la antigua pero clara firma del autor.
—Quirisopos epoiese —leyó rápidamente Cayo.
Pero el artesano del castrum había grabado en el borde el nombre del tribuno: Silio, y estaba trabajando en otra vasija.
—Tu padre no quiere que en estas tierras estallen más guerras —dijo Silio—. Estas vasijas están destinadas a un amigo mío que está muy lejos, mucho más allá del limes, a orillas del Gran Mar Septentrional. Beberá mi vino y recordará mi nombre.
—Nos vamos mañana —dijo Cayo. Y con confianza suplicante, puesto que Silio era uno de los hombres más próximos a su padre y su mujer, Sosia, que vivía en el praetorium, era amiga íntima de su madre, susurró—: Por favor…, tengo que preguntarte una cosa.
El tribuno, experto y despiadado guerrero, se sorprendió a sí mismo mirándolo con un cúmulo de sentimientos inusitados. La mirada del niño era dulce y ansiosa, la voz desarmaba; poseía uno de los más exquisitos dones de los dioses: la capacidad de atraer simpatías inmediatas e irracionales. El tribuno despidió a los mílites haciendo un ademán.
—Mi madre ha llorado —dijo Cayo—, y tú sabes que se esconde para que nadie la vea. ¿Por qué mi padre solo le dice: «Ten paciencia, aguanta»? ¿Y por qué nadie quiere hablar de eso conmigo, como si yo no pudiera entenderlo?
Era verdad: tampoco conversando, expresando emociones, cometía errores de sintaxis, ni en los tiempos y los modos verbales. Levantó la cabeza, con el casquete de cabellos castaños graciosamente ondulados sobre la frente, tal como los llevaría toda la vida:
—Nadie sabrá que hemos hablado de esto —prometió, y se quedó esperando.
El tribuno respiró, como hacía un instante antes de ordenar un ataque, y dijo:
—Te vas a Roma. Y ahora yo debo contarte una historia de la que hasta el momento nadie estaba autorizado a hablarte. Ya sabes que Julia, la única hija del divino Augusto, la madre de tu madre, tuvo también de Marco Agripa, el gran general, tres hijos varones.
—Lo sé porque tú me lo dijiste —contestó Cayo, mirándolo de frente. Había crecido mucho en las últimas semanas—. Nadie más ha querido hablarme de eso.
—Los dos mayores eran fuertes y valientes, y todos teníamos depositadas grandes esperanzas en ellos —comenzó bruscamente el tribuno—. Pero los dos fueron enviados a provincias muy alejadas de Roma. Y de los dos, a Roma solo volvieron las cenizas.
—¿Quién decidió enviarlos tan lejos? —preguntó Cayo con calma de adulto.
Silio no dijo que Livia, la Noverca, ya tenía sometido al viejo Augusto («Nam senem Augustum devinxerat adeo…», escribiría Cornelio Tácito con histórico desprecio, y concluiría fulminantemente: «Novercae dolus abstulit», es decir, «lo mató la insidia de la Noverca»).
—A Lucio lo mandaron junto a las legiones de la Hispania Tarraconense —dijo Silio—. Pero apenas llegó a la desembocadura del Ródano; lo esperaban allí para hacerlo morir. Hablaron de una extraña enfermedad que ningún médico lograba explicar.
—¿Cuántos años tenía? —lo interrumpió Cayo.
—Aún no había cumplido los diecinueve. Poco después, al otro hermano…, Cayo se llamaba, igual que tú, lo mandaron a Armenia, tierra de revueltas. Allí lo hirieron en una emboscada. Es indudable que él se había dado cuenta de que querían matarlo, porque había escrito a Augusto diciéndole que deseaba abandonarlo todo y retirarse a una ciudad cualquiera de Siria. Quizá confiaba en la piedad de la Noverca. Pero su carta llegó después de que hubiera muerto. Él tenía veintitrés años. En sus exequias, todo el pueblo de Roma y todos los hombres de las legiones denunciaron el asesinato, proclamaron que la Noverca había apartado los dos primeros obstáculos del camino imperial de su hijo Tiberio. Y decían la verdad: tres meses después, Augusto adoptó a Tiberio y de ese modo le abrió de par en par las puertas del imperio.
Cayo no hizo ningún comentario. Se limitó a preguntar:
—¿Y mi madre?
—En aquella época era una chiquilla. Le quedaba el tercer hermano, el último varón de la estirpe de Augusto, que no tenía aún dieciséis años. Pero lo acusaron de ser impetuoso, agresivo, de presumir de su fuerza. Y la Noverca consiguió que lo desterraran a la isla de Planasia, como si fuera un peligro para el imperio, cuando en realidad habría sido un excelente guerrero.
—¿Dónde está Planasia? —preguntó Cayo.
—En el Tirreno. Es una isla pequeña.
—Zaleucos también me ha ocultado esto —musitó Cayo.
—No lo culpes. No podía decirte más: es un esclavo. Pero yo puedo y debo decirte otra cosa. Cuando Augusto vivía sus últimos días, un hombre que había sido procónsul en Asia, Fabio, de la estirpe de los Máximos, un hombre férreo, tuvo el valor de desenmascarar ante él aquella intriga criminal. Entonces Augusto escapó del control de la Noverca y desembarcó con Fabio en Planasia, donde estaba confinado aquel pobre muchacho. Era apuesto y vigoroso, y el viejo Augusto creyó verse a sí mismo cuando tenía veinte años. El muchacho estaba desesperado por aquella injusta soledad…
Abuelo y nieto se habían abrazado y habían llorado juntos, dijeron los historiadores (aunque no sabemos qué hizo llorar de común acuerdo al autor de la condena y al condenado).
—Hasta Fabio, que había participado en innumerables guerras —dijo Silio—, se conmovió y se lo contó a su mujer. Pero su mujer era amiga de la Noverca, que la tenía dominada con sus artes sibilinas, y no fue capaz de callar. Dos días después, agredieron a Fabio en un callejón y resultó muerto. Según me dijeron, fue un ataque realizado por una mano experta, uno de esos ataques que tú estás aprendiendo. Me enteré de que la viuda estaba desesperada delante de la pira en llamas, gritaba que lo había matado ella y contaba cosas que no debería haber dicho. Debes saber también que Fabio era un gran amigo de tu padre y que no lo vengó nadie.
Cayo permaneció en silencio. La idea de la violencia impune entraba por primera vez en su vida.
—¿Y Augusto? —preguntó con frialdad, como si estuviera indagando.
El tribuno Cayo Silio se quedó desconcertado por la dureza de la pregunta.
—Entonces ya estaba enfermo —dijo—. El pobre muchacho siguió en Planasia.
—Vivo —dijo Cayo.
—Sí, estaba vivo. Pero era el último rival legítimo de Tiberio, y este, en cuanto tomó el poder, mandó a un centurión para que lo asesinara. Lo atacaron a traición; él se defendió, pero eran tres hombres contra un muchacho.
Aquellas palabras sanguinarias anidaron en el cerebro de Cayo. Y Silio no sabía durante cuántas noches los sueños de aquel adolescente se verían interrumpidos por un sobresalto de alarma.
—Cuando llegó la noticia —dijo—, durante tres días aquí nadie vio a tu madre.
—No me acuerdo —susurró Cayo.
—Eras pequeño.
Aquel primer delito del nuevo emperador, al revelar su gélida crueldad y su enorme capacidad de disimulo, había aterrorizado a Roma.
—Pero cuando el centurión anunció a Tiberio que la misión estaba cumplida y, para darse importancia, dijo que no había sido fácil matar al muchacho, Tiberio declaró ante seiscientos senadores que él no había dado ninguna orden. Quizá había sido un mandato secreto de Augusto, dijo, para ser cumplido después de su muerte. Fingió indignarse y ordenó que ejecutaran en el acto a aquel centurión. Mientras hablaba, tenía en la mano el pugio, el puñal símbolo del poder de vida y de muerte, y jugueteaba con él. Cuando aquí nos enteramos de que el imperio había caído en manos de Tiberio, queríamos precipitarnos sobre Roma. Pero también entonces nos detuvo tu padre. —Cayo no dijo nada—. Recuerda —añadió el tribuno, rompiendo el silencio— que la sangre de aquel muchacho corre por tus venas.
—Lo sé —dijo Cayo con una calma que al tribuno Cayo Silio le pareció terriblemente antinatural para su corta edad.
Y le inquietó haber hablado. Pero en ese momento la conversación dio un giro, porque Cayo se volvió hacia las cuadras y dijo al tribuno cambiando de tono:
—Te confío el cuidado de Incitatus. No sé por qué mi padre no me permite llevarlo a Roma.
El queridísimo Incitatus debía de haber comprendido, si no que su joven jinete se marchaba, que estaba sintiendo un intenso dolor. Y no dejaba de seguirlo con la mirada húmeda.
—Incitatus tiene las patas delicadas —dijo Silio—. Un viaje largo no es bueno para él. Te darías cuenta al llegar. En cambio, es un magnífico caballo para desfilar y aquí estará por delante de todos.
—Vendré a saludarlo mañana antes de irme.
—No vuelvas —sugirió Silio—, deja que empiece a olvidarte.
—Los animales no olvidan. Escríbeme, por favor.
El tribuno Silio se lo prometió. Y ninguno de los dos podía imaginar en qué jornada atroz se encontrarían en Roma.
Sin embargo, mientras Cayo se dirigía al praetorium, Silio se volvió de pronto, por puro instinto, como en una emboscada de guerra, y dijo:
—Mañana partes para Roma. Debes aprender a mirar a tu alrededor, cachorro de león.