Comenzamos a entrar en calor al segundo termo de café. Los primeros rayos del día se colaban por las persianas del despacho dejando un rastro entreverado en el suelo. Margarita, en una esquina del sofá, cogía su taza con las dos manos y miraba el líquido oscuro como si esperara respuestas. Llevaba una manta por los hombros. Se la veía agotada y triste. Había sido, sin duda, la peor noche de su vida. No había podido dormir con Damián, refugiarse en su lado de la cama, acogerse al abrazo del hombre tranquilo. Y había matado a dos hombres. A dos. Por eso insistía tanto en mantener su vida privada alejada de la profesional.
El hecho de que fueran villanos (¿cuál habría sido el consejo de su instructor de la academia?) no mitigaba sus reparos. Que fuese en defensa propia tampoco. Ella era agente de policía, caramba. Se suponía que debía defender la vida de los demás. Yo había intentado explicárselo en el viaje de vuelta, los dos en el asiento de atrás. Habían enviado un coche patrulla para recogernos en la punta de Gáldar, adonde nos llevó una de las lanchas de la guardia civil. No hubiéramos podido con el camino de cabras y no nos permitieron conducir en nuestro estado. Había intentado explicarle que de no ser por ella todos estaríamos muertos. Todos. Pero eso no parecía confortarla.
Nos habían dejado ropa para cambiarnos. Y si a mí me había quedado enorme el traje de neopreno de Damián, entonces fue ella quien más perdió en el trueque. No tenían en la patrullera ninguna prenda femenina. Y el pantalón y la camisa del colega más menudo le estaban grandes. No obstante, a Margarita le importaba poco su aspecto a esas alturas. Andaba preocupada por lo que habíamos dejado en la cala. Le insistió al compañero que conducía que avisase a alguien para recuperarla. ¿Tenía algo de valor en la bolsa? El reloj. Era un regalo de su padre. De cuando se graduó en la academia. La única vez. Sí. Qué gracioso yo. La única vez que se graduó también, pero se refería al único regalo que le había hecho su padre. El conductor realizó una llamada desde el coche para tranquilizarla. Al día siguiente la bolsa estaría en la comisaría. Que descuidara Margarita. Se pelearían todos por esa tarea. Cualquiera de sus compañeros se ofrecería a bajar aquel sendero a oscuras para rescatar la indumentaria de la heroína de la punta de las Peñas.
Margarita le devolvió una mueca de cansancio. No se sentía así. De ningún modo sentía que fuese una heroína ni nada parecido. Cualquiera de esos hombres dispuestos a rescatar su reloj lo hubiera hecho mejor. No. Qué coño. Lo hubiera hecho bien. Me dio la sensación de que por mucho que pretendiera animarla, la mujer no tenía consuelo. Así que lo dejé estar. El resto del camino se lo pasó callada. Mirando por la ventana. Contando las luces que faltaban para llegar a Las Palmas. Acaso su único pensamiento amable fuera el recuerdo del abrazo agradecido del poeta libanés cuando nos despedimos en el puertillo.
A Nizar Majluf lo fue a buscar una ambulancia. Querían asegurarse de que llegaba al Negrín sin más contratiempos. Que nadie iba a vendarle los ojos ni a atarlo ni a darle una droga para embotar sus sentidos ni a estamparlo contra el suelo. El hombre se despidió con lo más parecido a una sonrisa que pueda darse. Se nos abrazó. Para mí que el arrumaco de Margarita duró más que el mío, jodidos poetas, saben más que los ratones colorados. También se dejó llevar a la ambulancia y ayudar a subir y a acostarse en la camilla sin rechistar. Se había entregado a los hombres que intentaron matarlo, cómo no hacerlo a los que intentaban revivirlo.
Gervasio Álvarez ya estaba en su despacho cuando llegamos. Nos vio tan mustios que ni siquiera se atrevió a echarnos el rapapolvo que llevaba mascando desde que lo sacaron de la cama. En la ducha ya tenía preparado su sermón. Mientras se vestía le daba vueltas a la sanción que iba imponerle a Esponda. Durante el trayecto en coche meditó la disyuntiva de quitarme la licencia por un año. A ver qué coño de Dejen que la guardia civil haga su trabajo no entendimos la noche anterior. Mandó que trajeran café y bocadillos del bar. Para todos los que estuvieran en la comisaría. Sí. Para todos. Que pidieran factura. La cuenta la iba a pagar allí el detective de los huevos. Por enterado. Y se sentó ante su escritorio a desayunarse un zapato de tortilla española con pimientos que le ayudara a bajar el cabreo. Al carajo yo y el puñetero régimen de Susana.
O la policía de Las Palmas no come en casa o allí trabajaba esa mañana el quinto regimiento de lanceros de su Majestad la Reina. El caso es que me tocó aflojar ciento cincuenta euros con propina. Lo bueno, que mi amigo Álvarez se olvidó de sanciones por un rato. De la risa, casi se añurga. Nada más recobrar la compostura, quiso que le contáramos la película de principio a fin. Sí. Tenía que estar preparado para cuando lo llamaran de arriba a dar el parte. Y que supiéramos que sus jefes no se iban a dejar sobornar con bocadillos de tortilla. No. Sus jefes comenzarían por preguntar por qué una agente de policía fuera de servicio y un detective de mentirijillas habían abordado un barco croata. Después se les antojaría saber por qué esa extraña pareja había obstaculizado una labor de vigilancia de la guardia civil costera. Y por último, pero no menos importante, querrían que alguien les explicase cómo fue que encontraron en el barco cinco cadáveres, un pibe de diecinueve años herido y un viejo paralítico que había perdido el habla.
Margarita despabiló de pronto. Y a mí casi se me cae la taza de café al suelo. Cómo que cinco cadáveres. Nos miramos. Ella puso cara de recapitulación. Yo levanté uno a uno hasta tres dedos. Y el tercero (el tipo que rodó por la escalera) estaba en veremos. Cómo que cinco cadáveres. Ella asintió. Sus cálculos coincidían con los míos. Dos muertos y un aspirante. Cómo que cinco cadáveres. ¿De dónde coño salieron los otros?
El inspector se acomodó las gafas para consultar las notas que había tomado de boca de Juan Martel, el sargento de la Guardia Civil al que habíamos dejado con el culo al aire. Leyó con parsimonia. Como si fuera un juez ante una sentencia. Primer cadáver: Sejad Bunoza, bosnio, cincuenta y ocho años, tres tiros: uno en el muslo izquierdo, uno en el pecho y uno en la frente. Segundo cadáver: Aldin Mesic, bosnio, treinta y nueve años, herida de cuchillo en el esternón. Tercer cadáver: Mario Kalinic, croata, treinta y seis años, fuerte contusión en la base del cráneo, un tiro en la cabeza. Cuarto cadáver: Todor Turajlic, bosnio, treinta y tres años, un tiro en la espalda. Y quinto cadáver: Andrea Mariotti, italiano, herida de cuchillo en la garganta, llevaba en la nevera del barco al menos veinticuatro horas. Primer superviviente: Bakir Orucevic, bosnio, sesenta y nueve años, herida vieja de bala en la columna, amnesia transitoria. Y segundo superviviente: Edin Bunoza, bosnio, diecinueve años, hijo del primer cadáver, herida leve en la mejilla, fuerte ataque de ansiedad.
Soy un tipo que comete errores. A veces, cuando más deprimido estoy, me da la sensación de que toda mi vida ha sido un error. Pero suelo reconocerlos. No tengo reparos en admitir un despiste, una equivocación y hasta una cagada mayúscula. Pero me jode que me endilguen cagadas que no son mías. Allí había demasiados hilos sueltos para tan poco traje. Demasiados muertos. Demasiados silencios. ¿Quería Gervasio Álvarez que le contara una película? Pues lo haría. Incluidos los títulos de crédito. Porque en aquel asunto había técnicos de sonido y guionistas para parar un tren.
Los dos primeros cadáveres eran nuestros. Margarita me interrumpió con un leve carraspeo. Era de ley que matizara mi testimonio. Nuestros no. Suyos y solo suyos. De acuerdo. Suyos. Pero en ambos casos me habían salvado la vida, así que debía tolerarme que me los agenciara también. La herida en la mejilla del muchacho y la contusión en la base del cráneo del tal Kalinic me pertenecían por derecho propio. Pero hasta ahí llegaba nuestra participación en la obra. El inspector tenía que creernos. No tuvimos más papel que el de rescatar a Majluf y así lo hicimos. ¿Entonces?
Entonces que Álvarez me permitiera regresar al terreno de las hipótesis que tanto juego me habían dado aquel verano en que murió Chavela. Para mí que los otros tres muertos estaban al revés. No. Boca abajo no, joder. Al revés en el orden en que los había anotado. Mariotti fue el primero. Se lo cargó Turajlic. Sin duda el capitán se habría negado a continuar el viaje con el motor a medias y el jefe sioux, harto de discutir con él, lo pasó a cuchillo. Eso había sido el día anterior a nuestro abordaje. Cuando ocurrió ni siquiera sabíamos dónde estaba el Isla de Creta así que no nos mirara atravesado.
Los otros dos murieron mientras tratábamos de rescatar al poeta, pero poco tuvimos que ver en ello. Sí. Había dicho poco y no nada. Nada hubiera sido mentir. Fue en un intervalo de cinco minutos. ¿Podía mirar Gervasio en sus notas si, por casualidad, ambos estaban al final de la escalera? Podía. Mi amigo volvió a colocarse las gafas. Releyó el papel que tenía sobre la mesa. Y, en efecto, estaban en el primer escalón. Uno encima del otro. Sí. Qué romántico.
Pues romántico y todo sonaba a ejecución. A un intento de acabar con aquella locura. Al último acto de un hombre arrepentido. Los había despachado el viejo. Lo de los cinco minutos no había sido una chulería mía. Se trataba de los dos disparos que habíamos oído desde cubierta. El primero mientras nos creíamos muertos y el segundo mientras nos creíamos a salvo. Turajlic debía de ser el que aporreaba la puerta del camarote, eso también lo oímos. Seguramente habría logrado escapar de su encierro, habría visto a Kalinic en el suelo y se lo habrían llevado todos los demonios y algún ángel también. Cuando estaba dispuesto a restablecer sus planes de venganza, Orucevic decidió que ya estaba bien de tanta muerte absurda y le pegó un tiro. ¿Por la espalda? Y tanto que por la espalda. ¿Qué esperaba el inspector? De frente hubiera sido un suicidio: un loco furibundo contra un viejo inválido y cansado. No. Por la espalda y bien centradito para evitar confusiones.
El cuarto cadáver, pues, cayó sobre el tercero, que aún no lo era. A Kalinic yo solo le había dado una trompada. El tipo rodó por la escalera, lo que explicaría la contusión en la base del cráneo. Sí. De acuerdo. Fuerte contusión. Pero eso no lo mató. Lo mató una bala. Y la cosa habría podido ser más o menos así: el cuerpo muerto de Turajlic cae sobre el de Kalinic; Kalinic recupera la conciencia, se despabila y pretende volver a la guerra; y Orucevic, que ya está hasta los huevos de la guerra, le dispara a la cabeza. De ahí la escena de los amantes de Teruel, uno encima del otro. Y si a Álvarez le interesaba mi opinión, echaba de menos un tercer disparo. Sí. A toro pasado, me cuestionaba por qué el viejo no había acabado de verdad con sus males y se había pegado un tiro. ¿Miedo, religión, falta de balas? Eso únicamente lo podría responder él. Pero, según el informe del sargento Martel, su cabeza ya no estaba para responder nada.
Álvarez acabó de escucharme, garabateó algo en su libreta y miró a Margarita, ¿usted suscribiría ese informe?; no se levante, Esponda, coño; no le estoy pidiendo una respuesta oficial; digo que si le parece correcto lo que acaba de contar Ricardo. La agente, que había iniciado con esfuerzo el movimiento de ponerse de pie, volvió a sentarse ante la orden de su jefe. Lo pensó un segundo antes de contestar, Creo que lo que ha contado tiene mucho sentido; sí, lo suscribiría con puntos y comas. El inspector asintió, Correcto; eso, con puntos y comas, es lo que defenderé en el despacho del jefe superior; me llevaré una bronca, pero ya tengo caparazón para aguantar; lo que me temo es que vaya a pedirme una cabeza para contentar al mando de la Guardia Civil que andará echando espuma por lo del abordaje; ¿cuándo le tocan las vacaciones?; ¿en octubre?; pues va a solicitar adelantarlas y las coge ahora; a la vuelta ya tendremos otras guerras en marcha y nadie se acordará de la de los Balcanes; ni se les ocurra hacer declaraciones a la prensa ni vainas de esas porque por mi santa madre que entonces sí que los jodo vivos, ¿estamos?
Nos levantamos para salir del despacho. Margarita dobló con cuidado la manta que antes la había abrigado y la dejó en el sillón. Se ordenó el cabello. Se enderezó la camisa y los pantalones. Y con toda la dignidad del mundo saludó a Álvarez. Alguien hubiera podido sentir lástima por la agente, con esa facha y lo que acababa de padecer. Había pasado en menos de dos horas de heroína a villana. Pero no. Nada de lástima. Lo que yo sentí entonces fue orgullo y admiración. Como hacía tiempo que no sentía por nadie. Y no fui yo solo. Cuando abríamos la puerta para irnos, Gervasio nos detuvo, Una cosa más; mi mujer se ha empeñado en hacer una cena mañana por la noche; los espero a los dos con sus parejas; y es una orden; no saben cómo se pone Susana cuando le llevan la contraria.
Susana estuvo encantadora. Si Margarita temió el momento de las presentaciones, se le olvidó nada más entrar en la casa y recibir el abrazo de la mujer de Álvarez, Ven acá, mi niña; que ya tenía ganas de conocer a la heroína de la punta de las Peñas. Curiosamente a Beatriz le había dicho algo parecido (el mismo abrazo, el mismo tono meloso) unos minutos antes. Solo que la proeza de la farmacéutica era mayor: meterme a mí en vereda, nada menos. Ni que decir tiene que se ganó a las dos para los restos.
Lo primero que hizo la anfitriona (sin intención, pudo con ella la euforia del momento) fue dejar en evidencia a su marido, Este hombre es un desastre, de verdad; si llega a avisarme con tiempo de que iba a invitarlos a cenar, hubiera preparado algo más suculento; van a pensar que no sé cocinar y eso para una mujer de mi quinta es una deshonra, caray. Margarita miró a su jefe con algo de picardía y mucho de gratitud. Era consciente de que Álvarez no había tenido otro remedio que reorganizarle las vacaciones. De que su acto fue para protegerla y no para castigarla. De que se sentía terriblemente culpable. El que estaba exultante con el cambio era Damián. Por fin iban a coincidir en sus días libres. Dos semanas. Desde que se enteró se puso manos a la obra. Y ya tenían un viaje programado a Casablanca y a Marrakech. Sí. No le dolían prendas en confesarlo. Sentía debilidad por el cine. Cada vez me caía mejor el hombre tranquilo.
La cena transcurrió según las normas de la casa. Nada de discusiones de trabajo. La única sangre que habría sobre la mesa sería la del solomillo al horno. Con él, y un salteado de verduras frescas y langostinos, cayeron cuatro botellas de vino. Pesquera. Susana había leído en una revista que era el preferido de Julio Iglesias. Y un hombre de setenta años que se mantiene como él no puede equivocarse en elegir los vinos. Gervasio la corrigió. Un hombre de setenta años que se mantiene como él lo que no puede es equivocarse en elegir el cirujano plástico. El resto de la conversación giró en torno a lo bien que se nos veía a los jóvenes enamorados. Hacía años que nadie me incluía en el bando de los jóvenes, en el de enamorado era la primera vez. Brindamos. Porque a la edad de los Álvarez fuéramos tan felices y afortunados como ellos. Por la familia. Por los hijos.
Ante ese panorama no fue de extrañar que, nada más levantarse Susana a por los cafés, nos lanzáramos de cabeza a contar cadáveres de nuevo. Damián y Beatriz, porque estaban deseosos por saber lo que sería de los bosnios. Y Margarita, porque no le rentaba seguir por el camino de la familia y los hijos, sobre todo estando tan cercano un romántico viaje a Casablanca. Cuando regresó la anfitriona, el debate transitaba por la acera de si podía justificarse una masacre como la que habían perpetrado en Odessa y en La Isleta. El experto en Derecho fue concluyente. Justificar jamás. Se trataba de cuatro asesinatos, sin contar la conspiración para cometerlos, la tentativa en el caso de los heridos y los demás daños colaterales. Lo que sí podría alegar la defensa era la eximente de los horrores sufridos por los acusados en la guerra. Sí. Si él fuera el abogado defensor, esa sería su estrategia. Beatriz reconoció su incompetencia en asuntos legales pero, por muchos horrores que esos tipos hubieran padecido, hablábamos de una guerra de hacía veinte años. Y ya podía decir el tango lo que quisiera, pero veinte años es mucha tralla. Así que la perdonáramos pero menuda patraña de estrategia. A ella no le valía. Eso no los eximía absolutamente de nada.
Susana pidió hablar. Y cuando todos pensábamos que iba a lamentarse del cambio de rumbo que había tomado la discusión, cuando esperábamos un golpe en la mesa para que regresáramos a pecados más veniales como el del amor o el de la familia, vino a ponerse de parte de la farmacéutica. Suscribía su tesis de pe a pa. A los muertos de una guerra había que dejarlos donde estaban porque si los removías el olor lo acababa inundando todo. No, señor. En algún momento había que detener las venganzas. Si no sería la selva. ¿Qué pasaría si el muchacho del barco quisiera vengarse de quienes mataron a su padre? ¿Volvería a comenzar todo el horror de nuevo? Ni hablar.
A Esponda se le congeló la expresión, aún le quemaban sus dos muertos como aceite hirviendo. Álvarez salió presto en su ayuda, se estaba convirtiendo en una costumbre ya. No. Eso no ocurriría. El muchacho sería deportado a su país y juzgado allí, junto con el viejo inválido. Y si era listo reharía su vida y se mantendría alejado de las armas y de los barcos. Porque aquello no había sido una lucha civil por la tierra o el agua. Allí no se peleaba por la libertad. La agente Esponda estaba del lado de la ley y el padre del muchacho, del lado del delito. Ni más ni menos. Ella había actuado de un modo correcto. Del único modo que podía. Su intervención había salvado por lo menos dos vidas: la mía y la de Nizar Majluf. Y si aquellos hombres llegan a escapar del cerco, quién sabe cuántas más. Por eso quería que supiéramos que había recomendado a Margarita para un ascenso y la orden del mérito civil.
Para la agente aquello fue la gota que colmó el vaso. Demasiadas emociones juntas. Preguntó por el baño y se levantó. Todos quisimos atenderla pero Beatriz nos detuvo con la mano. Ella era la más indicada para esa tarea, privilegio de las jóvenes enamoradas. Durante la ausencia de las dos, cada loco siguió con su tema. Damián no tenía ni idea de que dormía con una heroína de guerra. Susana se culpaba por haber sido una bocazas. Gervasio me miraba de forma inquisitiva, lo que significaba que tarde o temprano me caería encima una pregunta incómoda. Yo pensaba en el muchacho del barco. En su llanto. En su miedo. En una herida en la cara que le recordaría el resto de su vida la noche en que murió su padre. Edin Bunoza era, sin duda, la última víctima del abordaje del Isla de Creta. La penúltima era Bakir Orucevic, pero este al menos sabía por qué luchaba.
Regresaron las chicas. Ni un asomo de tragedia en sus rostros. Volvían sonrientes, del brazo, como si nada hubiera ocurrido. Lo bien que me habría venido a mí alguna vez un retoque de maquillaje y lápiz labial. El café, por supuesto, se enfrió. Pero nadie puso objeciones. Susana ofreció licores. La noche aún era joven. Quedaba tiempo para algún brindis más. Álvarez se levantó a servirlos. Me propuso que lo acompañara. Ahí llegaba la pregunta incómoda. La mujer del inspector, que conocía sus mañas, me agarró por el brazo, No, no, no; aquí hay gato encerrado; si Ricardo tiene algo que decir sobre este asunto, que lo diga delante de todos; secretitos en reunión son de mala educación. El humor de Susana, su candor era contagioso. De acuerdo. Gervasio serviría solo las copas. Pero yo le había prometido una película y a esa película le faltaba el final.
Que no esperasen un final apoteósico. Insospechado. Casi todo estaba dicho. Les revelé mi conversación del día anterior con Nizar Majluf, a quien (ignoro si por casualidad o por morbo) habían alojado en la misma habitación que Diego Galván. La pi. La tres catorce. Maté dos pájaros de un tiro. Supe de la amistad de juventud de los dos pibes enamorados de la misma mujer en Sarajevo y rendí la visita prometida al obrero herido. Después de una hora larga de visita y de asegurarme de que el poeta llamaba a su editora para tranquilizarla, dejé a Majluf intentando exculpar a su amigo del atentado de la isleta. No sé si lo consiguió pero Efendic lo merecía.
Lo habían traído a Las Palmas con engaños. Igual que a los otros dinamiteros. Con el reclamo de trabajar para Bakir Orucevic, un héroe del pueblo, todos acudían orgullosos. El método de Turajlic, el verdadero jefe, era siempre el mismo. Contrataba a un experto que pusiera las bombas y luego se deshacía de él. Sí. Los mataba. Para no dejar hilos sueltos. El poeta desconocía el procedimiento en los demás casos pero no debía de ser muy diferente al que usaron con su amigo. Solo que en esta ocasión las cosas se salieron de madre. Porque el dinamitero no estaba preparado para provocar tanto horror (le había cogido verdadero afecto a sus compañeros de obra) y el viejo héroe ya estaba harto de bailarle al agua a su falso edecán. Se le rebelaron. Traicionaron al loco. Le escondieron la mayor parte de la dinamita. Y colocaron un explosivo que no tenía que dañar a nadie. Por eso Efendic estaba tan trastornado. No debía de haber nadie cerca a aquella hora. Galván reconoció que él y Chano Acevedo se habían quedado haciendo horas extras.
El móvil era simple. La venganza. La muerte de sus padres había dañado el juicio de Todor Turajlic. Cómo no. Una más de las barbaridades de aquella guerra bárbara. Pero lo que de verdad acabó de desequilibrarlo fue que Goran Banjac, el hermano bastardo, el hijo del violador y asesino de su madre, se había convertido en un prohombre de la sociedad serbia. En un empresario de prestigio. Sí. El prestigio en la región de donde procedían ellos se ganaba de la misma manera que en tantos otros sitios. Robando. Pisoteando. Explotando. Sobornando. Cuando Turajlic conoció en persona a Banjac (lo había entrevistado para su periódico en Belgrado) y reconoció algunos rasgos de su madre en él, no pudo soportarlo. Lo hubiera matado allí mismo. Pero estaban rodeados de guardaespaldas. No. Allí no. Pero Banjac iba a pagar por todo el sufrimiento infligido a su familia. Lo dicho: la venganza.
Que la venganza llegara a Gran Canaria fue una simple cuestión de posibilidades. Tras los tres primeros sabotajes, GB Construcciones y Contratas reforzó la seguridad en todos sus proyectos y fue imposible acercarse tanto a ellos como para colocar los explosivos. La situación pareció definitiva. Hasta que a Turajlic le llegó la noticia (por algo era periodista) de la obra de La Isleta. Y lo vio claro. Una isla española cerca de África. Cierta facilidad para entrar los explosivos. Poca protección. Y un cierto conocimiento del castellano que había adquirido un año que pasó en México. Muy claro. Pretendía ocasionar una matanza que hiciera revivir el sitio de Srebenica. Y lo hubiera logrado de no ser por Efendic y Orucevic. El hombre de Sarajevo se convirtió, así, en el último mártir de una guerra que ya debería de ser historia.
Las noches de agosto en Las Palmas tienen duende. Decidimos pasear la cena por la avenida de Las Canteras. Lucía una brisa fresca que mitigaba el calor de los días. No teníamos ganas de hablar. Pero sí de estar juntos. De celebrar que nos quedaba un mundo por vivir. La mano de Beatriz era cálida, de una tibieza apacible. Llevaba un vestido verde y unas sandalias con piedras turquesas. Llevaba una flor en el pelo. No me había dado cuenta de lo que guapa que estaba, de lo guapa que era hasta ese instante. No sé por qué los pasos nos condujeron a La Puntilla. ¿Quién sabía? Quizá mi abuelo me estuviese esperando, en la arena, con sus aperos de restañar los botes.
Al llegar al lugar donde solía sentarse Colacho, nos detuvimos. Le señalé un punto entre dos barcas. Beatriz sonrió. Me llevó de la mano hasta el agua. Se descalzó. Se arremangó el vestido casi hasta la cintura. Surcó las primeras olas. ¿O eran las últimas? Se desprendió de la flor y la lanzó al mar. Regresó a mi lado. Me besó. Me susurró al oído, La vida, amor; tenemos que celebrar la vida.
Las Palmas de Gran Canaria, otoño de 2013