Nadie dijo que vivir fuera fácil. A la vida hay que aferrarse con ambas manos aunque estén llagadas por las cadenas. La vida hay que echársela a la espalda aunque atormenten las abrasiones. A la vida hay que mirarla de frente aunque escuezan los ojos. La muerte no podía doler más que el tormento que estaba sufriendo él. Hubo un momento en que Nizar Majluf dejó de escuchar al hombre alto, al hombre resentido, al loco rencoroso que no perdía el tono afilado, hierático ni aun cuando su discurso se hacía más virulento. La voz de Turajlic se fue diluyendo en el susurro marino, se fue mezclando con un rumor de olas hasta que ambas voces fueron una. Su rostro inexpresivo se fundió con la noche.
Sí. El poeta dejó de escuchar al carcelero para concentrarse en cada detalle de sus movimientos y en la puerta del camarote. En la posición orante de sus manos, y la puerta que había quedado entornada. En la forma lacia en que sus piernas descansaban, y la puerta que se abría hacia el exterior. En el vacío al que su mirada se dirigía, y la puerta que dejaba ver el inicio del pasillo y un peldaño de escalera. Los ojos del poeta se columpiaban entre una esquina y otra del compartimento. Si alcanzaba ese peldaño antes de que Turajlic pudiera reaccionar, tendría una opción. Podría atrancar la puerta con algo, llegar a cubierta y lanzarse por la borda.
Pero ¿tendría fuerzas? Llevaba varios días sin moverse. Había comido mal. Se había sentido mareado en más de una ocasión. Había devuelto a veces el rancho de arroz y cordero. Probablemente le hubieran estado dando a tomar alguna pócima para atontarlo. Él no había sido nunca un hombre atlético. Pesaba siempre menos de lo que le correspondía y, sin duda, habría perdido varios kilos en la última semana. Un simple empujón lo tumbaría. Por no hablar de lo que pudiera hacerle el mar. ¿Habría tiburones? ¿La fuerza de la corriente lo impelería contra las rocas? ¿Moriría de frío? No podía aplazar su decisión. A los locos rencorosos también se les acababa la cuerda tarde o temprano. Y aunque Turajlic parecía tener para rato, Majluf sabía que llegaba el momento.
El poeta habría de reconocer más tarde que el impulso se lo dio la detonación. Se había ido deslizando hasta el final del catre, milímetro a milímetro, para no despertar de su alucinación al hombre alto. Había descubierto, pegado a la pared, el palo de una fregona con la que los centinelas debían de limpiar sus vómitos. Un palo que encajaría en el pasillo y con el que podría bloquear la puerta en su huida. Pero no fue hasta que oyó el estampido de un fusil, en la cubierta, que se decidió a saltar del camastro y echar a correr como alma que lleva el diablo. A cualquier otro, quizá, lo hubiera paralizado aquel escopetazo. Nizar Majluf ya llevaba paralizado demasiado tiempo.
Tardé media hora en recorrer los doscientos metros de distancia entre la orilla y el barco. Y necesité casi diez minutos para recobrar el pulso. Me hubiera gustado echarle la culpa a la resaca del mar, al viento, a la luna de agosto, pero el caso es que estaba peor de lo que creía. Me dolía todo. A Esponda le hubiera dado tiempo de subir, rescatar al poeta, bajar, rescatarme a mí y regresar a la costa. Mientras nadaba se me ocurrió pensar qué hubiera hecho si ella no se hubiese empeñado en acompañarme. El imbécil. Hubiera hecho el imbécil. El más completo ridículo. Al día siguiente la Guardia Civil, al hacer recuento de cadáveres, hubiera hallado uno de propina. Prometí que, si salía de aquella, empezaría a hacer ejercicio. Y tanto me costó alcanzar la embarcación que llegué a preferir no salir de aquella.
Margarita aprovechó mi tregua para lanzar primero su garfio. Sonó un golpe seco que se hermanó con el resto de los ruidos de la noche. El silencio posterior nos dio a entender que a nadie había alarmado el martilleo del hierro contra la madera. Como era de esperar, yo desperdicié la primera bala. Mi garfio chocó contra el barandal, rebotó y volvió al agua. Por suerte cayó a un metro de donde me encontraba. Solo hubiera faltado que me abriera la cabeza en el retorno. Esperé unos segundos. La segunda tentativa dio en el blanco. Le hice una seña con la linterna a mi compañera. Listo para escalar.
Recordé la advertencia de Margarita sobre lo de fallar una vez y que te volaran la cabeza. Ascendí lo más rápido que pude, atento a cualquier sonido fuera de lugar. Llegué arriba. Me así a la barandilla. Me ayudé de un saliente del casco para apoyar el pie. Salté a cubierta. Me arrimé a la pared justo en el hueco que me dejaba una columna de ventilación y una pila de cajas de aparejos. Me sequé las manos con un paño que había atado a la columna. Olía a grasa y queroseno. Saqué el cuchillo de monte. Comprobé su peso. Apuñalé el aire para probarlo. Rogué por no tener que utilizar ni siquiera un cortauñas. Las luces de los dos palos de la goleta se superponían en el suelo de la cubierta creando formas fantasmagóricas. Dobles figuras. Lo bueno era que si alguien se acercaba por ahí, lo descubriría dos veces. Lo malo, que no sabría cuál de los dos reflejos era el más peligroso.
Había dejado un surco de agua en el suelo de madera. Un surco fácil de seguir. Tenía que apresurarme en buscar otro lugar menos expuesto. Pero apresurarse es incompatible con descalzo y empapado. Encima, elegí el peor momento y la peor manera de salir de mi escondite. Cuando lo hice, hacia mi izquierda, hacia al flanco contrario al de las luces espectrales, me topé de narices con un guardia armado que hacía su ronda. Llevaba el fusil como si fuera un bebé, cogido por los brazos, mientras fumaba un cigarrillo. La sorpresa y el suelo mojado me hicieron perder pie. Me llevé por delante al centinela y a su bebé, que cayó contra la cubierta y se disparó.
Cuando levanté la cabeza tenía la del marinero a mis pies. Su cara (era un pibe; no debía de tener más de veinte años) reflejaba más miedo que cabreo. Y antes de que pudiera reaccionar le solté una patada en el cuello que, posiblemente, me dolió más a mí. Lo bien que me hubiesen venido entonces las botas de Esponda. En cualquier caso, el muchacho se dio un golpe contra uno de los salvavidas que adornaba el barandal. Y un tornillo o una tacha de la correa que sujetaba el salvavidas a la barra se le clavó en la mejilla. Puro sarcasmo aquel del salvavidas asesino. El rostro se le retorció. La sangre comenzó a brotar de un modo escandaloso. Aproveché el momento en que intentaba liberar su cachete para coger el fusil y botarlo al agua.
No había notado el revuelo, tan entretenido estaba batallando con el marinerito. Pero la cubierta, que hacía unos minutos parecía la de un barco fantasma, se había vuelto de repente un carnaval. Del otro lado (con tanto baile ya no sabía si me hallaba a babor o a estribor) llegaban unos gritos de alarma. Abajo alguien, en los camarotes, pateaba una puerta. Y, para colmo, cuando volví a ponerme en pie, Margarita corría hacia mí y me apuntaba con su pistola. No entendía lo que quería decirme. Movía el arma de un lado a otro de un modo desaforado. No sé si fue el instinto, el miedo o que volví a resbalar, pero me tiré al suelo en el instante en que mi compañera, la bella y dulce Esponda, abría fuego (conté tres disparos) hacia donde yo estaba. Luego se detuvo.
No supe cuánto transcurrió (acaso fuera un segundo) pero me pareció un tiempo de mentira. Desmedido. Irreal. Entonces, un cuerpo se derrumbó a mi lado como un fardo. Un hilillo de sangre negra le salía de la frente, sobre el ojo derecho. Olía a cebolla. Llevaba en las manos un fusil como el de su camarada. El hombre tenía los ojos abiertos pero ya no miraba. Busqué con los míos a Margarita. La policía apoyaba las palmas de las manos en sus rodillas. Jadeaba. ¿Vomitaba? ¿Lloraba? Cuando levantó la cabeza me regañó, Coño, Ricardo, si no quieres disparar no dispares; pero quítate de en medio cuando los demás lo hacemos.
Con dos adversarios menos (el muchacho aún vivía pero había dejado de jugar a la guerra; él si lloraba y vomitaba en el rincón donde lo había dejado) volvimos al plan inicial. Cada uno por su lado y Dios en el de todos. Margarita dio media vuelta y volvió al final del barco. Yo rehíce el camino hasta donde el reflejo de luces. Cuando llegué había cuatro sombras enfrascadas en una pelea. Dos hombres se tenían una agarrada desigual. Uno sujetaba por el cuello al otro mientras este intentaba como podía desasirse del saludo. Los brazos de la presa golpeaban sin fuerza el aire. Los del opresor se mantenían firmes. No había que ser muy listo para saber quién era quién allí.
Como buen romántico tomé partido por el que iba perdiendo. A Majluf le quedaba poco aire que defender en sus pulmones. Sus brazadas eran cada vez más débiles. Su mirada, cada vez más mendiga. No me atreví a usar el cuchillo. En el tumulto podría rajar a quien no era y entonces sí que la jodía del todo. A ver cómo explicaba a Lourdes Ávila que cuando su poeta casi conseguía escapar del secuestro yo remataba la faena de sus secuestradores a puñaladas. Me lancé al bulto. Contra los dos. Que me perdonara Nizar Majluf pero un chichón en la cabeza era siempre mejor que la muerte por estrangulamiento.
Le había cogido el gusto a rodar por el suelo de aquella cubierta. Me había convertido en un experto en caídas náuticas. No fue extraño, pues, que saliera con la parte del león. El libanés se estampó contra la base de la escalera que subía a la cabina de mando. El moretón de la frente le iba a durar un mes pero respiraba mejor que hacía un instante. Su atacante rodó hasta la puerta que daba a los camarotes. Yo me quedé en medio de ambos y, ventajas del tirador, me levanté el primero. Agarré el cuchillo y, cuando el tripulante intentaba levantarse, le descargué un puñetazo en el mentón con toda la rabia que me quedaba. Lo último que vi del sicario de Turajlic fue su cuerpo rodando escaleras abajo. Cerré la portilla. La tranqué con el pasador de metal. Y fui en ayuda de un Majluf que aún andaba desorientado.
Debió de haberme alertado el silencio. Mientras yo me enfrentaba a uno de los secuestradores en la proa (me había aclarado ya con la dichosa disposición del barco), Margarita Esponda debería de estar controlando al guardián que, según sus cálculos, vigilaría la popa. Y, no obstante, lo único que se oía era el rugido del mar. Algo no encajaba. ¿Dónde coño se había metido mi compañera? Volví sobre mis pasos hasta el lugar donde había subido al barco por si la agente había regresado por allí. Tampoco se oía nada. Un bramido de olas a lo lejos contra el farallón y poco más. Me pareció que las olas gritaban mi nombre. Ricardo. Agitadas. Con voz de mujer. Ricardo. A ver si iban a tener razón los abuelos de Esponda y resultaba que había sirenas en la punta de las Peñas. Me estremecí, quise creer que de frío. Volvieron a pronunciar mi nombre.
Regresé a por Majluf y allí estaba. Una sirena en traje de neopreno. Una sirena con el rostro encogido por el terror. Una sirena a la que estaban apuntando con una pistola en la cabeza. Su deje era de súplica. Pero no suplicaba al hombre que la tenía atrapada sino a mí, Ricardo, lo siento; no sé de dónde salió; me he dejado cazar como una coneja. El tipo la mandó callar de un manotazo. Escupió algo en un idioma que no reconocí. Pero sí reconocí la cólera, la irritación de un troglodita ofendido porque alguien pudiera pensar que una mujer, u-na-mu-jer, podría someterlo. Su risa era babosa, repugnante. Apreté el mango del cuchillo tan fuerte que casi lo deformo. Me sentía tan culpable como soberbio el otro. Sonó un disparo abajo. El sonriente baboso, por un momento, pareció dudar. ¿Debería abrir la portilla a ver qué ocurría? No. Se lo pensó mejor. Estaba disfrutando con la sirena. Para una vez que le tocaba el papel de protagonista.
¿Qué había dicho una vez un instructor de Margarita? Cuando las cosas se ponen feas, solo basta esperar. Inmóvil. En silencio. A que el villano cometa un error. Los villanos siempre tienen prisa. Tarde o temprano se descubren. Esperé. Inmóvil y en silencio. Dicen que la justicia es ciega. La soberbia también. El sicario, en su pavoneo triunfante de primer actor, no había visto que en el suelo, detrás de ellos, había alguien. Escuálido, agotado, herido. Pero alguien con ganas de que aquella pesadilla acabase de una vez. La segunda ironía de la noche. Después del salvavidas asesino, la pluma que vence a las armas. El poeta se incorporó con sigilo. Se acercó a su carcelero. Esperó a que su pistola no estuviera apuntando a mi sirena. Y en el instante en que el pavo real la levantó para seguir faroleando sobre quién la tenía más grande (no se le entendía un carajo pero de eso iría el rezado), Majluf se le lanzó encima y le clavó los dedos en los ojos. Por supuesto que el tipo se lo quitó de encima en tres segundos, arrojándolo de nuevo como un pelele al suelo. Pero tres segundos, en según qué momentos, eran oro en paño.
El primero me bastó para lanzarle el cuchillo a Margarita. El segundo, para que mi compañera lo atrapara al vuelo. Y el tercero, para que al pavo real se le quitaran las ganas de sonreír. No pude ver (me lo tapaba ella) ni cómo ni dónde ni con qué fuerza se lo incrustó en el cuerpo. Pero el tipo fue incapaz de emitir un sonido. Se sacudió de dolor (¿o fue de humillación?; al final una mujer, u-na-mu-jer, lo había sometido), abrió los ojos desmesuradamente, soltó su arma y se desmoronó. Ya sabíamos quién la tenía más grande en aquel puto barco.
En las películas, los supervivientes de una batalla acaban envueltos en un abrazo y hasta en un beso, si la cosa se tercia. Reconozco que ganas no me faltaron de besar a Esponda e incluso al poeta por su loca heroicidad. Pero había que salir de allí a escape antes de que el resto de la tropa llegase desde los camarotes. Cogimos entre los dos al libanés. Lo arrastramos hasta la popa. Sonó un segundo disparo en los camarotes. Si necesitábamos que nos alentaran a saltar al agua, ya teníamos pretexto. Pero cuando habíamos alcanzado la barandilla, cuando decidíamos si tirar primero a Nizar o arrojarnos uno de nosotros para recibirlo en la oscuridad, la oscuridad se acabó. Una docena de focos y una sirena de aviso nos rodearon. Una voz amplificada acabó con nuestras dudas, Les habla la Guardia Civil costera; prepárense para ser abordados. A buenas horas llegaban los mangas verdes.