No me hizo ninguna falta especular. Esa noche se sucedieron los acontecimientos en cascada, atropelladamente. Y todo comenzó con dos llamadas de teléfono. La primera desde el campo que no era campo de San Lorenzo. La segunda desde una lancha de la Guardia Civil en alta mar. La primera nos vino a decir quién era de verdad Todor Turajlic. La segunda, dónde estaba en ese momento. La primera nos dio a conocer la historia de un adolescente que, en un mismo año, quedó huérfano de padre y madre a manos de los serbios. La segunda, la posición exacta (nunca he entendido bien lo de las latitudes y las altitudes) en que se encontraba el Isla de Creta: un cabo rocoso de Sardina del Sur. Los dos hombres que llamaban, después de sus revelaciones, preguntaron lo mismo, ¿y ahora qué?
Gervasio Álvarez los felicitó a ambos. A Rafael Borrego lo liberó de más trabajo. Había cumplido con creces. Su información era de un valor extraordinario. A Juan Martel, sargento de la Guardia Civil, iba a pedirle que abordara la gabarra y detuviera a todos los que se encontraban dentro, cuando me vio hacerle aspavientos. Tapó con su mano el auricular y murmuró, ¿ahora qué quieres tú?; ya los tenemos, ¿no? Sí. Los teníamos. Pero a bordo de esa gabarra había un rehén desarmado. Si la Guardia Civil entraba a saco en el barco, el poeta podía darse por jodido. Y ya teníamos demasiadas víctimas inocentes. El inspector me miró como quien mira a través de una cortina de agua, ¿y qué propones?; ¿les pedimos permiso para abordarlos?; ¿le cambiamos a tu poeta por víveres?; no me jodas, Ricardo; son terroristas; el Majluf ese está más muerto que mi abuelo Rigoberto.
Pudiera ser. Pero la embarcación seguía ahí y eso indicaba que le ocurría algo. Los terroristas no debían de poder moverse, de lo contrario ya lo habrían hecho. La Guardia Civil no perdía nada si esperaba unas horas. Solo eso. Unas horas. ¿Para qué? Para enviar por delante a un hombre rana, a un buzo, a 007, yo qué sabía. Alguien que pudiera rescatar a Nizar Majluf antes de que se montara el pifostio. No. No les iba a enmendar la plana a los servicios de seguridad del Estado. Sí. Era consciente de que yo no pasaba de detective de tercera. Pero hasta los detectives de tercera saben lo que ocurre en un lugar después de que haya pasado la Guardia Civil.
Álvarez cerró los ojos. Apoyó la cabeza en el teléfono. Resopló. Se le notaba agotado, hambriento. Había sido un día de mierda. La maniobra de detención del traficante había agotado sus fuerzas. Era tarde ya. Al otro lado de la línea tenía a un sargento esperando órdenes. Y a este, a un chiflado que aún creía en milagros. Pero acaso comprendió que, si el chiflado se equivocaba y Majluf ya era fiambre, nada más que se perdía una noche. Pero si el que se equivocaba era él y daba la orden de abordaje, nada menos que se perdía una vida. Y no estaba dispuesto a tragarse ese sapo. Agarró el teléfono. Preguntó si Juan Martel seguía a la escucha. Y le explicó la situación.
No pude oír lo que el guardia civil respondía pero por el rostro de Álvarez, algo más sereno, supuse que habíamos ganado esas cuantas horas. El inspector se despidió de su colega (Gracias, Martel; espero sus noticias; buena suerte) y colgó. Luego sacó un mapa de Gran Canaria y una regleta. Lo extendió sobre la mesa y punteó un trozo de mar a medio centímetro de la costa, donde el viento daba la vuelta, en un lugar señalado como punta de las Peñas. Nunca te acostarás sin saber algo nuevo. En mi vida había oído ese nombre. Punta de las Peñas. ¿Dónde quedaba eso? Justo allí donde el dedo del inspector indicaba. Entre la punta de Gáldar y el puerto de Sardina.
Había caído de pie como los gatos. Que yo no creyera que el sargento Martel había accedido a la petición por mi cara bonita. Sucedía que esa noche la marea no ayudaba y no había suficiente luz para un abordaje. Que los especialistas de la Guardia Civil habían llegado a la misma conclusión que yo: el barco de los bosnios tenía problemas para navegar. Y que la mejor hora para asaltarlo era al amanecer, con las primeras luces del día. Pero de enviar a un hombre rana nanay. Atacarían todos juntos con dos lanchas motoras, una por cada lado, para que no supieran de dónde les venían los tiros.
El inspector nos envió a la cama. Ya no podíamos hacer nada más. La Guardia Civil sabría cómo llevar la operación. No sería la primera ni la última vez que se enfrentaban a piratas. Sabían tratarlos. Y estaban más que preparados. Así que tocaba esperar a que amaneciera. Según el sargento Martel, la maniobra no duraría más de cinco minutos. Los piratas no se la suelen jugar. Cuando ven que la cosa se pone fea, se rinden.
Salí de su despacho muy poco convencido. Toda aquella defensa de la benemérita estaba muy bien pero los bosnios no eran piratas. Turajlic no iba a rendirse por muy fea que se pusiera la cosa. Coño. Habían efectuado un despliegue de tres pares de cojones en el apartamento de La Isleta y, después del arsenal que hallaron, ¿aún creían que estaban ante un grupo de aficionados extraperlistas? ¿Era yo el único que pensaba que todavía podían estar en posesión de explosivos como para cambiarle la forma a la isla? Ya no se trataba de proteger a Majluf. Como al bosnio loco aquel le diera por enrabietarse, los marrajos estarían comiendo carne de guardia civil durante un año. Intenté explicárselo a Gervasio pero no quiso escucharme. Me salió con la petenera de que había visto muchas películas de detectives y que la policía no era tan tonta.
La cara debió de delatarme porque llegando a la playa, alguien se puso a mi lado y me sujetó del codo. Esponda me había seguido al salir de la comisaría. Suponía que no me iría a la cama tan tranquilo. Me había leído el pensamiento y no solo compartía mis dudas sino que estaba dispuesta a jugarse el tipo conmigo. Seguíamos siendo un equipo, ¿no? Ante mis recelos, insistió. Amenazó con chivarse a Álvarez, pero tenía tal cara de payasa que nadie se creería su ultimátum. Bromeó con que la gente fantaseara que nos acostábamos juntos. Sí. ¿Qué pensaba yo, que no lo había notado? Anda que no estaba acostumbrada a miraditas de soslayo y sonrisitas. Pues eso. Íbamos a darles más que hablar. Al carajo con todos. Tenía el coche aparcado muy cerca. Le pondríamos gasolina. Pasaríamos por su casa a recoger algunas cosas. Y nos iríamos de excursión a la Virgen de las Rocas. ¿Era la punta de las Peñas? Pues, de todas maneras, sonaba a peligroso que te cagabas.
Nizar Majluf entendió entonces. Las guerras son iguales en todas partes, pero las heridas que dejan no. Él también había sufrido pérdidas. Para él también era algo personal. Su padre, sus tíos, su primo Orhan. Todos muertos en el primer año. Había llorado, maldecido, jurado represalias. Aún hoy un nombre, un lugar, un acontecimiento que tuviera que ver de refilón con Serbia le escocía como vinagre en una llaga. Pero no tardó mucho en comprender que no se puede odiar toda la vida. Que no se puede uno levantar cada mañana con la rabia, la sed de venganza como motor. Porque era venganza. A él que no lo jodieran con eufemismos. A él, que era poeta, que no le vinieran con charangas.
En el ánimo del hombre alto jamás estuvo hacer justicia. Había perdido el rumbo en algún lugar del camino. Se había metido en un laberinto que solo él veía. Había querido eternizar la guerra. Había hecho de la muerte su modo de vida. No. Uno no puede pasarse la eternidad odiando. No hay ánimo que lo resista. Acabas simplemente tarado. Como le ocurría al hombre alto. Ahora entendía el significado de aquella mirada. La había visto antes. Una mirada que estaba más allá de la realidad. La mirada de un loco.
Aquello no acabaría nunca. Porque a los locos les ocurre como a los borrachos: no tienen fondo. No acaba de saciarse. Siempre les queda un hueco para otra copa más. El poeta fue consciente de que tenía que salir de allí. Esa misma noche a ser preciso. Antes de que repararan los cables del motor o antes de que a Turajlic se le cruzaran los suyos del todo y decidiera que Nizar también era culpable de que hubiesen acribillado a su padre, violado a su madre, creado un monstruo llamado Goran Banjac.
Se había fijado en que apenas había luna y que el mar andaba algo revuelto. Una de cal y otra de arena, nadie dijo que vivir fuera fácil. No obstante, por lo que entendía de corrientes, el oleaje que mecía la embarcación indicaba que estaban muy cerca de la costa. Eso podía darle una oportunidad. Y una era más que ninguna, que era las que tenía quedándose en el camarote a lamentar su suerte.
Damián Gutiérrez se me recordó a John Wayne en El hombre tranquilo. Alto y desgarbado. Ojos azules. Cabello tirando a pajizo. No obstante el aspecto de boxeador irlandés, el tipo estaba en el salón de casa leyendo, casi a oscuras, un ensayo sobre economía. El novio de Margarita dejó el libro y las gafas encima de la mesilla junto a una copa de algo que parecía coñac. Se levantó a saludarme con una sonrisa franca, cándida. Mientras ella se perdía pasillo adentro en busca de lo que necesitaba, Damián me ofreció algo de beber. Una cerveza. Daba igual la marca. Fría. Se disculpó por tener la casa manga por hombro, no esperaba visita a esas horas. Le quité importancia: en realidad aquello no era una visita, solo estábamos de paso.
Intenté adivinar a quién se parecía más la casa. No era demasiado acogedora pero resultaba cómoda, ¿a Esponda? Tenía una librería sobrecargada de gruesos tomos en tapa de cuero, ¿a Gutiérrez? Olía a flores de azahar, ¿Margarita? Mezcladas con tabaco de pipa, ¿Damián? Una enorme alfombra persa ocupaba todo el suelo del salón y en la pared colgaba un juego de serigrafías de Miró. John Wayne regresó con una botella de Tropical y un vaso largo. Confesó que era el primer compañero que le conocía a Margarita. Ella no solía hablar mucho de su trabajo y él respetaba su discreción. No quise decepcionarlo explicando quién era en realidad. Le comenté que no se perdía nada. El trabajo de policía era el más aburrido de la tierra.
En eso apareció Esponda con una bolsa de deportes gigantesca. Se había cambiado de ropa. Llevaba vaqueros y una camiseta. De su cintura sobresalía su arma reglamentaria y un cuchillo de montaña. La risa de Damián sonó franca y abierta, Ya veo, ya; aburridísima; no quiero imaginar un día divertido; ¿debo preocuparme mucho? Ella le dio un beso en los labios. No. No debía preocuparse lo más mínimo. Íbamos de maniobras de entrenamiento. Sí. De noche. Los tipos malos también actuaban de noche.
No podía decirse que Margarita Esponda jugara con las cartas marcadas. Lo que es igual para todos no es ventaja para nadie. Si a Damián no le hablaba de su profesión, a la profesión no le hablaba de Damián. Quería mantener sus dos mundos bien separados. Lo necesitaba para sobrevivir. ¿Por qué? Porque si pensaba en el trabajo no terminaba de ser feliz con su novio. Y si pensaba en su novio el trabajo le parecía más peligroso de lo que era en realidad. Porque yo tenía razón: el de policía era el oficio más aburrido de la tierra. Que no me dejara engañar por los fuegos de artificio que estábamos montando esa noche. La mayor parte del tiempo se trataba de separar peleas de gamberros, detener a pringados carteristas, controlar en el estadio a que los hinchas de la Unión Deportiva no se desmadraran y le lanzaran un tenique al árbitro. Ella había tenido que usar el arma una vez, esa noche sería probablemente la segunda. Y, qué casualidad, las dos veces estando conmigo. Luego el trabajo divertido era el mío y no el suyo.
Divertido, y un huevo. A ver si ahora íbamos a disfrutar del espectáculo. No jodamos. Mi trabajo era chungo, mal pagado, mal visto y con exceso de riesgos. De divertido nada. ¿Dónde estaba la gracia en dos crímenes, una agresión y un secuestro? Pusimos gasolina en la estación de San Andrés. Aún quedaba un cuarto de depósito pero Esponda no estaba convencida de los caminos que había que tomar y las distancias que existían entre ellos. Conocía bien las medianías y la cumbre de la isla. Pero las costas se le resistían. ¿De qué hablábamos? Ah, sí. De lo poco ameno que resultaban dos crímenes, una agresión y un secuestro. Margarita arrugó el ceño cuando oyó de nuevo la palabra secuestro. A pesar de la oscuridad, se apreciaban sus dudas sobre si el poeta libanés aún vivía.
—Coño, Esponda, ¿y entonces por qué has insistido en venir conmigo?
—Porque he estado contigo todo el tiempo. Eres mi compañero. Y a los compañeros no se los abandona. Es la primera regla que te enseñan.
—No se los abandona. Vale. Pero se los intenta convencer de sus errores. ¿Por qué, en lugar de prestarte a venir, no intentaste disuadirme de que viniera yo?
—Yo qué sé. Sabía que te iba a entrar por un oído y a salir por el otro.
—Eso es porque yo sí creo que Majluf está vivo. No preguntes. No tengo más datos que tú y no sabría decirte por qué. Pero lo creo.
—Porque eres un romántico, Ricardo.
—¿Tú crees? Yo sé a lo que he venido. Tú te has embarcado en esto sin estar segura. ¿Quién es más romántico?
—¿El que se arriesga a una decepción?
No sé por qué me vino a la cabeza una anécdota de Rita Hayworth. La actriz se lamentaba, al final de sus días, de que su vida había sido una constante decepción. Los hombres se acostaban con Gilda y se despertaban con ella. Margarita conocía la anécdota. La había oído alguna vez. Y siempre le pareció una frase linda y poco más. Una frase de muro de Facebook que no se correspondía con la realidad de las mujeres de carne y hueso. Claro. Estaba bonita Rita Hayworth para hablar. A ella, a Esponda, le gustaría haberla visto acabada de despertar. No era Gilda, no. Pero era Rita Hayworth. Joder. Seguía siendo una mujer bellísima. Con legañas, el pelo revuelto y el aliento a hiena. Bellísima. Además, seguro que despertaría junto a un guayabo de hombre. Un actor, un deportista, un modelo. Que no jodiera Rita Hayworth.
Para saber lo que es el amor había que despertar junto a un hombre de verdad todos los días. ¿Qué entendía ella por un hombre de verdad? Damián era un hombre de verdad. Yo era un hombre de verdad. Álvarez, Borrego, el portero de su casa eran hombres de verdad. No supe si me gustaba la idea de que me metiera en el mismo saco que a los otros. Yo nada más podía hablar por mí mismo, pero la experiencia de amanecer al lado de Beatriz había sido de las mejores de mi vida.
—Eso es porque sólo lo haces los domingos.
—¿Los domingos?
—Los domingos. Los sábados. Después de una noche de amor apasionado. Eso no cuenta.
—Cómo que no cuenta
—No. No cuenta. No cuenta. Eso es comer caliente todos los días. Para saber si te gusta tienes que despertarte así a diario. Después de una noche sin sexo. De un día con bronca. De una jornada agotadora. Sin ganas, vaya.
—Es que no le veo la gracia a dormir con alguien sin ganas.
—Porque tú vives solo, cacho cabrón. A ti te quiero ver durmiendo con… ¿Elena? Beatriz. Eso, Beatriz. Pues durmiendo con Beatriz un día sí y otro también.
—Pues me gustaría.
—Ya. Eso lo dices ahora.
—No. Eso lo he dicho siempre.
—¿Desde cuándo es siempre?
—Desde que la conozco.
—Lo dicho. Eres un romántico, Ricardo Blanco.
He de reconocer que me entró miedo. Cuando vi lo que la agente llevaba en la bolsa de deportes me pareció que se había tomado muy a pecho lo de la misión. Ella se dejó querer, Si hemos de rescatar a tu poeta, vayamos preparados por lo que pueda ocurrir. Yo volví a mirar su equipaje, Joder, pero ahí llevas equipo de campaña como si fuéramos a Vietnam. Y ella, prudente, No sabemos lo que vamos a encontrarnos allá abajo; no habrá tiempo de improvisar; así que prefiero pasarme que quedarme corta. Y yo, intrigado, ¿pero todo eso no es demasiado?
No. Nunca era demasiado. Llevábamos lo necesario y poco más. Gafas de bucear. Cuchillos. Linternas. Dos trajes de neopreno. Sí. Estábamos en agosto. Y Gran Canaria no era Islandia. Pero los trajes nos ocultarían en las sombras. Y no sabíamos cuánto tiempo íbamos a pasar en el agua. Así que mejor estar abrigados. El mío era de su novio. Me quedaría colgando pero me cubriría las partes sensibles. No quise preguntar a qué se refería con partes sensibles pero me sentí más protegido con la indumentaria de Damián.
También llevaba sogas pero, por suerte, no las necesitamos. Desde la punta de Gáldar había un camino estrecho que bajaba hasta la de las Peñas. Un camino de cabras, eso sí. Había que tener cuidado dónde pisábamos. Encendimos las linternas. Apuntamos a la pared rocosa para no exponernos demasiado. Para mí que si alguien estaba de vigía en el barco nos vería de igual modo pero no quise llevarle la contraria a mi compañera, que tanto se había afanado en pertrecharnos bien. Margarita iba delante. Decidida. Yo fijaba a veces la linterna en sus pisadas. Ella llevaba botas altas de montaña. Yo, zapatillas de deporte. Vaya tolete. Como se le ocurriera llover me iba a dar un trompazo del carajo. El camino era, además de angosto, largo. Daba giros al desfiladero como volantes de una falda gitana. No había ganas de hablar. Ni de la vida privada ni de la pública ni de Rita Hayworth ni de las decepciones. Bastante teníamos con mantener el equilibrio. El viento era tibio, rasposo. Y el único sonido provenía del mar rompiendo contra las rocas del barranco.
Llegué a perder la noción del tiempo. Me cansé de contar recodos, de evitar pedruscos, de mirar de reojo al precipicio. Mi compañera estaba más en forma que yo. Tenía una resistencia envidiable. Me presté a llevarle la bolsa pero no se fiaba. Y a pesar de ir cargada caminaba con más desparpajo. Como si estuviera acostumbrada a aquellos senderos. Lo achaqué a su infancia en los riscos de Tejeda. Un descenso parece siempre más sencillo que una subida pero tienes que asegurar bien los pies en el suelo para no salir disparado. Las rodillas y los gemelos empezaban a dolerme. Iba a llegar el momento de enfrentarnos a los bosnios y yo no podría ni con mi alma. Menudo rescatador estaba hecho.
El último tramo era más escarpado. Se abría a una pequeña cala de lajas, un ribete de piedra por el que era muy difícil caminar. Esponda no tuvo problemas para sortear los guijarros. Sus botas se afianzaban en la roca sin problema. Yo parecía una grulla torpe y lenta. Hubiera sido más fácil andar descalzo. Llegados a la orilla, Margarita se sentó en una roca. Dejó el saco en el suelo de piedras. Cogió de un bolsillo medio oculto en la bolsa unos prismáticos de esos corrientes (si yo esperaba un ingenio de visión nocturna iba aviado) y se puso a otear la superficie marina. Luego me los pasó y señaló un punto en la oscuridad. Pude distinguir la silueta de una embarcación. Dos luces. Y la baba blanca que dejaba el mar contra el casco. Moví los prismáticos a derecha e izquierda. Esponda susurró, Ni de coña los vas a ver; pero están ahí.
Tampoco esperaba verlos. Menuda birria de vigilancia hubiera sido si un tipo con unos prismáticos los podía desenmascarar. Si la policía no era tonta, la guardia civil menos. No. En realidad buscaba en las sombras para sentirme un poco menos desamparado. Cuando había decidido embarcarme en aquella aventura, parecía buena idea. Sin embargo, allí las cosas se veían de otra manera. Tras el descenso y ante tanta oscuridad y tanto silencio, hasta un banco de sardinas aparentaba un peligro. Esponda, a mi lado, estaba entusiasmada. Sonreía con nerviosismo, ¿cuál es el plan, jefe?
No había plan. Y menos jefe. Mi propósito inicial había sido la de llegarme a donde estábamos, nadar hasta el barco, tomar medidas y hacer cuentas. Nada menos. Así a boleo. Sin premeditación y con toda la alevosía del mundo. En mis cálculos debía de haber dos o tres tripulantes que, sumados a Orucevic y Turajlic, daban cinco. Algún guasón sin gracia diría que cuatro y medio, contando al viejo discapacitado. Pero había sido él (aún había que dirimir si voluntaria o forzadamente) quien se había cargado a Efendic, así que menos bromas con el viejo. No. Mejor apuntar alto no fuera que me saliese el tiro por la culata.
Por tanto, cinco hombres dentro de un barco que podía medir de doce a quince metros de eslora. Tenía que haberme hecho con un plano de la embarcación, pero se suponía que el rescate era cosa de la Guardia Civil. Margarita Esponda (qué buena vasalla si tuviese buen señor) sacó una libreta de notas. Dibujó el croquis de una goleta con dos palos (¿las luces que se veían desde la cala?), dos alturas y hasta una pequeña torreta que simulaba la sala de mandos. Para darle realismo al bosquejo, sombreó seis figuras a lo largo y ancho de la nave. Uno en cada esquina. Uno en la torreta. Dos en un camarote. Y uno con el prisionero. Trazó una equis donde podíamos suponer que estuviera, si estaba, Nizar Majluf. La única diferencia con mis previsiones era el número de adversarios. Aquello de más vale pasarse que quedarse corto servía también para las matemáticas.
El plan, entonces, comenzó a tomar forma en el papel. Nos cambiaríamos de ropa. Nos pondríamos los trajes de neopreno. Nadaríamos hasta el barco. Y subiríamos a él cada uno por un lado. Y con lado se refería a la proa y la popa. Nada de babor y estribor. ¿Por qué? Porque la distancia sería mayor, y el riesgo de recibir un balazo en un fuego cruzado, más pequeño. La primera disputa de la noche llegó ahí. Me parecía cojonudo guardar las distancias pero si había disparos en un fuego cruzado al único que podrían darle sería a mí. ¿Y eso? Eso es que yo no pensaba llevar arma de fuego.
No la sabría utilizar. Me pasaba como a Rafael Borrego, aunque sin muertos en la familia. No me gustaban las armas. Me bastaría con un cuchillo y mi buena suerte. ¿Tenía yo buena suerte? Sí. Y mucha. La prueba era que llevaba media docena de casos de asesinato en lo que iba de siglo y allí seguía vivito y coleando. Con uno que disparara bien íbamos que chutábamos. ¿Cómo andaba de forma? Mal tirando a peor. Si lograba llegar a nado al barco pirata, Esponda me tendría que dar cinco minutos para coger resuello.
Luego estaba el problema del abordaje. A ver cómo coño subíamos a cubierta. Margarita sonrió. Sacó dos garfios de su bolsa y los ató a dos cuerdas de tres o cuatro metros. ¿Qué pasaba, le había robado el bolso a Mary Poppins? No, pero casi. Ya me había dicho que prefería prevenir que lamentar. En esas costas (se lo había oído contar a sus abuelos) se rumoreaba que había sirenas. Así que había traído hasta tapones para los oídos. Joder. ¿Una policía como una casa y me iba a salir con cuentos de vieja? Sí. Iba. Con las leyendas nunca se sabía.
Había una última cuestión muy importante. Solo teníamos una oportunidad con los garfios. Sí. Un golpe contra la cubierta podía pasar por el embate del mar contra la quilla. Dos, no se los creería nadie. Al segundo tendríamos una escopeta apuntando a la cabeza. Y luego ya no tendríamos cabeza. Genial. Me encantaba su manera de arengar a la tropa. No sabía si preferir el cuento de las sirenas.