El hombre alto continuó sincerándose con su prisionero. Sí. Por eso estaba allí, a dos mares de distancia de su hogar. Para que no se olvidara lo ocurrido con su pueblo. Y eso que le previnieron. Era un disparate, decían. Un sinsentido. Las noticias tardarían en llegar a Bosnia tanto, llegarían tan desvanecidas que nadie repararía en ellas. Pero las advertencias no lo detuvieron. No tenía opción. Después de los tres primeros zarpazos (en el de Odessa estuvieron a punto de atraparlos), pusieron tanta vigilancia en las obras que fue imposible acercarse a ninguna para hacer estallar ni una mísera bengala.
Entonces se agazapó en las sombras. Esperó. Analizó la situación. Siguió el rastro de los negocios de su enemigo. Los estudió a conciencia. Y por fin halló una posibilidad, tal vez la última, de hacer justicia. Hay quien lo llamaría venganza, pero no. Se trataba de justicia. Un recordatorio. Algo que nadie olvidara nunca. Algo de lo que se hablara durante generaciones. Un proyecto de centro de salud en una ciudad de casi un millón de habitantes. Una ciudad tan remota que a su enemigo ni se le pasaría por la cabeza que pudieran atentar contra él. Por eso no tenía las medidas de defensa de las otras. Así que el hombre alto hizo llamar al mejor dinamitero que le recomendaron: Safet Efendic, el amigo del poeta. Se agenció una cantidad de explosivos suficiente para volar un barrio entero. Y eligió el mes de agosto para actuar, cuando el calor adormecía los sentidos.
El plan era perfecto. Pero para llevar a cabo cualquier plan se necesitan hombres, y los hombres distan mucho de la perfección. Cuando todo estaba dispuesto, cuando solo bastaba colocar la carga y apretar el botón, a sus seguidores les entró un ataque de pánico. Un signo de debilidad, un temblor disfrazado de cargo de conciencia. Y se le rebelaron. Cobardes. Los dos en quienes más confiaba, sus lugartenientes. Se le rebelaron. Perros cobardes. El puto viejo escondió la mayor parte de los explosivos. Y el especialista hizo explotar el resto cuando no estaba en la obra ni el gato. Por supuesto que tuvieron su castigo. Obligó a Bakir a matar al dinamitero. Al viejo le costó (el primer disparo se fue a hacer puñetas) pero acabó cumpliendo. Desde luego que cumplió. Ojalá Efendic se pudriera en el infierno, porque Orucevic llevaba ya pudriéndose veinte años en su silla de ruedas.
Tenía que haber sido por la mañana. Se hubiera provocado una hecatombe. Cuarenta, sesenta muertos. Con suerte, cien. Y cualquier serbio sabría que en adelante ya no iba a estar seguro ni en su casa. Que ya no podría acostarse tranquilo sin mirar debajo de la cama. Justicia, no venganza. ¿Y qué ocurrió? Un muerto y un herido. Qué coño de escarmiento era ese. Un muerto y un herido. Vaya patraña. Un muerto y un herido. Ni para matar el hambre. Todos (hasta los expertos) lo consideraron un accidente. La obra cerrada dos días y, luego, vuelta al trabajo.
Rafael Borrego comprendió adónde quería llegar mi atrevimiento, aceptó las disculpas y volvió a navegar en sus ordenadores. Pero estaba escrito que nosotros no íbamos a poder acompañarlo en su travesía. El teléfono que sonó era el de Margarita Esponda. La agente reconoció el número. Se levantó del sofá. Para mí que hasta adoptó una posición de firmes. Repitió Sí, señor. Cuatro veces. La cuarta tenía que ver conmigo porque me dirigió una mirada de circunstancia. Colgó.
Teníamos que marcharnos. Gervasio Álvarez nos esperaba. ¿En la comisaría? No. En La Isleta. En la casa de los bosnios. Los artificieros habían encontrado algo en la cocina, debajo del fregadero. No. El inspector no sabía qué ni falta que le hacía. Era importante y punto. Hice memoria del apartamento. Habíamos revisado todo y el dichoso fregadero no era tan grande. No podía caber un cadáver. Al menos, no entero. Joder.
En el viaje de regreso, Esponda tomó el camino de Tamaraceite. Si no le había hecho ningún comentario a la ida, cuando las cosas pintaban bien, no lo iba a hacer ahora que nos habían lavado la cara con lo del registro. Parecía preocupada. ¿Qué podían haber hallado en la casa que nosotros ni vimos? Yo no tenía la respuesta. Para mí que no había quedado ni un cajón sin abrir. Pero ella debía de recordar que, con el temor de volar por los aires, habíamos hecho el reconocimiento a oscuras, casi a tientas. De manera que se nos había pasado algo. ¿Y qué? ¿Cuál era el problema?
Álvarez era el problema. Estaba cabreado como un macho. Entre que venía de una redada antipática y que le tocaba los huevos someterse a las demás divisiones de la policía (los artificieros, los de antidrogas, la científica…), tenía que estar subiéndose por las paredes. Tranquilicé a mi compañera. No había que inquietarse. Yo conocía bien a Gervasio. Era pura fachada. Se enfadaba para dar el pego pero, en el fondo, era un tipo más reposado que el tequila. Ya vería ella que, cuando llegáramos a La Isleta, ni se acordaría de por qué se había mosqueado. Seguro que andaría preocupado por otra cosa nueva.
Preocupación no era la palabra. Más bien desconcierto. Suyo y de todo el equipo que había peinado la vivienda. Allí había explosivos como para demoler el Parlamento de Canarias en peso. Los habían escondido dentro de unas bolsas de plástico en un hueco de la pared, en la base del fregadero. Habían sellado el orificio con una placa de aluminio. Y habían colocado delante, para disimular, media docena de productos de limpieza: lavavajillas, limpia cristales, cera de muebles, lejía. Eso fue lo que los hizo sospechar. Demasiada pulcritud para unos moros que estaban de paso.
Álvarez, como era de esperar, había olvidado ya su lucha con los artificieros. Lo encontramos sentado en la escalera del zaguán. Se masajeaba la barba, que empezaba a salirle. Al vernos aparecer se levantó de un brinco y fue a nuestro encuentro. Se llevó el dedo índice a la boca. No quería que oyeran lo que tenía que decirnos. Salimos a la calle y caminamos unos metros hasta donde la policía había colocado el cordón de seguridad. Al otro lado se arremolinaban los vecinos, que exigían saber lo que ocurría. ¿Tenían que abandonar sus casas? ¿Debían recoger lo más necesario y salir por patas de allí? ¿O es que, porque no eran de Triana o de Ciudad Jardín, daba igual lo que pudiera ocurrirles?
Un par de agentes intentaban calmarlos. No había ningún peligro. En Triana y en Ciudad Jardín la policía habría actuado igual. Era el protocolo. Un registro de rutina no más. Buscaban huellas y no podían permitir que se alteraran. ¿Huellas de qué? No les estaba permitido responder a eso. ¿Tenían que ver con el hombre al que habían asesinado unas calles más abajo? No les estaba permitido responder a eso. ¿Los criminales continuaban sueltos? No les estaba permitido… Un periodista de televisión con un micrófono acabó la frase… responder a eso. Insistía en saber para qué desplegaban entonces un equipo antiterrorista. ¿Creían que las huellas iban armadas? Los agentes, entrenados para soportar esa y otras impertinencias más engorrosas, se limitaban a mantener la línea de seguridad y a repetir hasta el aburrimiento lo del registro de rutina y la prohibición de comentar nada.
El inspector Álvarez tomó la palabra para confirmar su aturdimiento. No sabía si alegrarse o deprimirse, si lo que acababan de descubrir en el jeringado apartamento era dos pasos p’alante o dos pasos p’atrás. Como el baile. Pero sin puñetera gracia. ¿Por qué lo decía? Porque no entendía nada. Según la hipótesis que yo le había vendido, aquellos dos tipos aparecieron en la isla para proseguir su particular venganza contra el demonio serbio. Sí. Otros lo llamarían justicia pero, aunque se la pintaran de verde, aquello era puritita venganza. Y habían llegado con un arsenal de explosivos. Ellos dos no, claro. No los habrían dejado pasar por la aduana. Ellos aterrizaron en el aeropuerto de Gando, con equipaje de turista. Pero por barco, más difícil de controlar, se habían traído la dinamita y al dinamitero. Hasta ahí sin problema. Me aceptaba el envite.
Pero a partir de ahí comenzaba el jaleo. Primero se cepillaron a su experto en bombas de un tiro en la nuca. Lo ejecutaron, vaya. A otro perro con ese hueso de la justicia. Luego, secuestraron a un pobre poeta cuyo único delito era ser amigo de juventud de Efendic. Ahora se dejaban atrás más de la mitad del explosivo. Y eso sin contar con que nadie le había explicado hasta el momento qué carajo se les había perdido a dos terroristas bosnios en Las Palmas, para ellos el culo del mundo a mano izquierda. ¿Qué coño de jeroglífico era aquel? ¿Alguien podía aclarárselo? De verdad, no pedía la luna. Le bastaba con una pequeña evidencia que llevarse a la boca. Algo que lo ayudara a dormir esa noche.
—¿Usted ha visto los explosivos, Gervasio?
—Como para no verlos. Ocupaban el suelo de media cocina.
—¿Y estaban listos para hacerlos explotar? ¿Tenían detonador, cables, algún reloj de tiempo?
—Eso es lo que me tiene hablando solo. Nada. Según el capitán de los artificieros, aunque hubiera habido un terremoto con epicentro en el bajante de la casa no hubieran explotado jamás.
—¿Y si no se los hubieran dejado atrás?
—Peor me lo pones, coño. ¿Qué me quieres decir, que lo guardaban para un próximo atentado? Joder. Ya no hay más centros de salud que volar.
—Imagino que no. Pero tal vez haya otra explicación.
—Entonces espera, Ricardo. Me conozco la mecánica de tus explicaciones. Acabo aquí enseguida y nos vamos a la comisaría. No quiero más moros en la costa.
A Álvarez le faltaba una pieza. Por eso el hombre no lograba armar el puzle. Una vez sentados los tres en el despacho, Margarita y yo lo sacamos de un error en el que todos habíamos caído. ¿Cuál? Con tantas sombras chinas alrededor, el títere parecía el titiritero. No. No andaba de nuevo con mis juegos de palabras. Es que no hallaba mejor modo de exponerlo. Como todos los extranjeros eran pardos, habíamos admitido que allí el rey del mambo era Orucevic y que su ayudante solo lo trasladaba de un lado a otro de la pista de baile. Ahora sabíamos que era al revés. Que quien había planeado el ataque al centro de salud de La Isleta (igual que a las obras de Tesalónica, San Petersburgo y Odessa) había sido Todor Turajlic. ¿Por qué? Aún lo desconocíamos pero pronto se vería. Para eso teníamos a Rafael Borrego y la infalibilidad de su sistema informático.
Era Turajlic, en efecto, el que manejaba el cotarro. Sin género de dudas. Lo que ocurrió fue (y con esto volvíamos al terreno de las conjeturas) que sus dos cómplices no tenían tanta rabia acumulada o pretendieron más dinero del pactado en un principio o les entró miedo. Cualquiera sabía. Uno puede meterse en la cabeza de una persona normal. Puede ponerse en el lugar de otro semejante. Sin embargo, por más vueltas que le demos, un tipo que pone bombas en una obra para que muera gente ni es normal ni es semejante a uno. ¿Se arrepintieron? Vaya usted a saber. La cosa fue que se bajaron del tren en marcha. Por las razones que fueran no quisieron llegar hasta el final. Y eso le costó la vida a Efendic. ¿Orucevic? Orucevic no tenía vida. Llevaba años arrastrando sus recuerdos y una silla de inválido. No. Le hubieran hecho un favor si le pegan un tiro en la nuca. Al viejo lo dejaron vivir no más para joderlo.
Álvarez no lo acababa de ver claro. Habíamos pasado de la Guatemala de una guerra de bosnios contra serbios a la Guatepeor de un rebumbio loco en el que todos se mataban entre sí. ¿Por qué? Lo miré con extrañeza, ¿me lo pregunta? Y él a mí con sorna, La conjetura es tuya, ¿a quién quieres que pregunte?; tú nos metiste en este fregado. Y yo a él con coraje, Vaya, coño, qué gracioso; le recuerdo que fue su mujer quien me invitó a cenar y me lanzó el guante. Y él, socarrón, En efecto, Ricardo; te lo lanzó y tú lo recogiste antes de que llegara al suelo; venga, pon a prueba tu imaginación y nuestra fe; especula.
Nizar Majluf dejó que el hombre alto se explayara a gusto. No tanto porque le interesase la historia que contaba cuanto porque necesitaba más tiempo de descanso. El dolor de las manos y la vista iban disminuyendo a medida que pasaban los minutos sin que volvieran a atarlo y vendarlo. Así, cuando la rabia y la labia de su carcelero comenzaban a extinguirse, el poeta las cebaba con alguna pregunta. ¿Desde cuándo? ¿Hasta dónde? ¿Por qué? Desde hacía casi veinte años. Hasta el último aliento. Por una razón muy muy personal.
Llevaba veinte años urdiendo aquella tela. Su odio, por supuesto, era muy anterior. De niño jugaba a policías y ladrones y los ladrones eran siempre serbios. Pero la determinación de dedicar su vida a devolverles cada uno de los golpes recibidos se cimentó en dos hechos entre los cuales transcurrieron seis meses. Contados de almanaque. De enero a julio de mil novecientos noventa y tres. El ocho de enero mataron a su padre, Hakija. Tal vez Majluf recordara aquel crimen. Fue repugnante. A sangre fría. Con el beneplácito de los cascos azules de la ONU, que no hicieron nada para impedirlo. Con la Navidad aún en el regusto. Su padre era viceministro de Economía. Viajaba en un convoy a una reunión en Sarajevo. Un retén de milicianos serbios les dio el alto. Registraron el vehículo. Lo reconocieron. Y descargaron sus fusiles de asalto sobre el asiento que ocupaba. A bocajarro. Tenía tantos agujeros en el cuerpo que a su madre y a él les costó identificarlo en la morgue. Tantas heridas como justificaciones dio el general francés (Morillon; aún hoy se despertaba maldiciendo ese nombre) que debía protegerlo.
Sin embargo, eso no fue lo peor. Al fin y al cabo su padre era un político en tiempos de guerra. Sabía los riesgos a los que se enfrentaba. Como suelen decir, venía en la paga. Jodió la manera, eso sí. Y mucho. Una emboscada traicionera, alevosa. Pero su padre estaba prevenido. Siempre se despedía cada mañana como si no fuera a volver. Sus abrazos se eternizaban en la puerta de casa. Los escoltas que debían acompañarlo se miraban entre ellos con algo de envidia y mucho de admiración. Que muriera en un atentado cabía, en definitiva, dentro de las probabilidades.
Lo que no cupo en cabeza humana fue lo de su madre, Sonja Orucevic. Sí. Orucevic. Nada de casualidad. El viejo lisiado era su tío. Por eso le había dolido tanto su traición. Y por eso le había perdonado la vida pero no podía perdonarle nada más. Sonja fue secuestrada en el cementerio, exactamente seis meses después, la tarde del ocho de julio, mientras visitaba la tumba de su marido. Secuestrada. Llevada a rastras. Humillada. Obligada a acostarse con oficiales serbios. La viuda de un ministro lo valía. Hasta que por fin uno consiguió preñarla. Sí. Ya le había hablado de la purificación racial. El hombre alto la había vivido en su propia sangre. Nada más dar a luz le quitaron de los brazos al bebé para dárselo a la esposa de un coronel, una muchacha con el coño atrofiado y sin entendederas. A Sonja simplemente la dejaron morir desangrada. En eso no gastaban ni una bala los muy hijos de puta.
El hombre alto pensaba seguir hasta el último aliento. El motor de un barco y un capitán acojonado no iban a detenerlo. Iba a continuar con su cruzada. Regresaría a casa a preparar el siguiente ataque. Y, puesto que este había fallado, no le quedaba otra que apuntar al corazón del diablo. Con una estaca de plata si hiciera falta. El diablo, Goran Banjac, no merecía otra cosa. Y así llegábamos al porqué. ¿Por qué ese aborrecimiento tan feroz contra un empresario? ¿Por qué esa persecución febril por media Europa? Por una razón muy muy personal. Porque ese empresario era hijo de un coronel que masacró a cientos de bosnios. Porque ese mal nacido había amasado su fortuna esquilmando, pisoteando, corrompiendo a su pueblo. Porque ese bastardo, Goran Banjac, era su hermano.