Habían pasado dos, tal vez tres días. Y el barco no se había movido de su sitio, cualquiera que su sitio fuera. Seguían sin hablar con él. Se limitaban a dejarle la comida, liberarle una mano para que pudiera coger la cuchara o el tenedor (jamás le daban cuchillo) y esperar a que acabara. Cada vez que el poeta promovía una conversación, aun la más trivial, recibía la callada por respuesta. No obstante hay silencios y silencios. Y los de los últimos ranchos eran silencios tensos, pensativos. Sus guardianes callaban no según una estrategia. Callaban como si se sintieran amenazados. Por él no podía ser. Él estaba atado y apenas tenía fuerzas para incorporarse en el jergón a comer. No obstante, parecía como si Majluf fuera el culpable de todos sus problemas.

Hacía calor. A pesar de que le habían permitido tener el ventanuco abierto no corría aire en el camarote. Notaba cómo se le había llagado la espalda de tanto estar tumbado. Si se movía buscando un pedazo de sábana fresca le dolía la piel. Se sentía entumecido de cintura para abajo. Le entró angustia de pronto. Si continuaba su cautiverio una semana más, quizá se le gangrenaran las heridas o tal vez no podría volver a mover las piernas de nuevo. Se vio a sí mismo como Orucevic. Encadenado a una silla de ruedas de por vida. Entonces sí que preferiría la muerte, cualquier muerte.

No podía continuar así. Llegados a aquel punto nada tenía que perder. Comenzó a sollozar. Con las pocas fuerzas que le quedaban repitió su nombre en un aullido estremecedor, Me llamo Nizar Majluf y no merezco este trato; Nizar Majluf; soy hijo de un pastor de cabras de Dahr al Ahmar, nieto de un mercader de Damasco; Nizar Majluf es mi nombre. No tardaron en bajar al camarote. Llevaban ya muchas horas soportando la presión de un encallamiento para encima apencar con un prisionero enloquecido. Apareció un tripulante que olía a sudor ácido y a tabaco dulzón. Le gritó algo. Lo zarandeó. Lo mandó callar. Lo abofeteó. Pero el poeta repetía sin tino su letanía mirando al vacío, cabeceando, babeando, Mi nombre es Nizar Majluf y Alá sabe que soy inocente. Oyó llegar (¿la invocación a Alá tuvo algo que ver?) a otra persona que comenzó a protestar en una lengua que Nizar desconocía, tal vez italiano o griego. Emitió una orden brusca. El tripulante soltó las ligaduras del prisionero, le quitó la venda de los ojos y regresó a cubierta.

El poeta tardó una enormidad en hacerse a la luz. Los ojos no le respondían. Una niebla grisácea se había apoderado de ellos. Le costó incorporarse hasta dar con una posición en la que pudiera respirar sin dolor. La figura que iba aflorando de la penumbra estaba sentada en una banca fijada a la pared con garfios de hierro. Un hombre moreno y espigado de mirada severa lo observaba en silencio. Llevaba una pierna doblada sobre la otra y las manos entrecruzadas sobre la rodilla derecha. Debía de ser Todor Turajlic, el ayudante de Orucevic a quien tanto temía Safet en sus correos. El hombre aguardó calmadamente a que Nizar encontrara acomodo para sus huesos y sus ojos.

Tomó la palabra pero parecía dirigirse a otro. A alguien que aún no había nacido, alguien al que tal vez no iba a conocer nunca. Se presentó como periodista. Ya sabía que no era una profesión que tuviera buena prensa (se sonrió con amargura de su broma) pero lo era. Periodista. Y un periodista no únicamente relata los hechos. Ha de interpretarlos. Y aún más. Ha de deformarlos si con ello logra que se entiendan mejor. Pero ¿qué pasa cuando no necesitas deformarlos, cuando los hechos son tan deleznables, tan perversos que no tienen más que una interpretación? Por eso se hizo periodista. Para contar la historia de su pueblo. Pero llegó un momento en que contarlo no fue suficiente.

Los pueblos que no tienen leyenda jamás saldrán de la miseria. El suyo tenía leyendas para dar y regalar. Y las nuevas generaciones no deberían olvidarlas. Le hacía gracia (cuando decía gracia, ¿quería decir asco?) escuchar cómo las contaban otros. Cómo llamaron purificación racial a lo que fue sencilla y llanamente un holocausto. Purificación racial. Como si unas palabras hermosas pudieran esconder hechos tan feos. Purificación racial. ¿Sabía Majluf lo que significaba? Significaba violar de un modo sistemático a decenas de miles de mujeres bosnias. Sistemático quería decir una y otra vez hasta que quedaban preñadas. Significaba mantenerlas con vida hasta que parían hijos de sangre serbia, la raza victoriosa. Significaba que después ya no valían ni el polvo que levantaban al andar. Y las purificaban en piras funerarias.

¿Y dónde estaban los pacificadores que enviaron en su ayuda? En la inopia. Vinieron con la consigna de la neutralidad. Vaya mierda la neutralidad. ¿Se puede ser neutral en un caso así? ¿Se puede mantener la equidistancia entre unos y otros cuando unos cometen semejantes atropellos y otros los sufren? Joder. Si uno se pone siempre de parte del débil hasta en asuntos de lo más insignificante. En el fútbol, por ejemplo. ¿Era aficionado al fútbol Majluf? Mejor. Solo sirve para mantener a la gente entretenida mientras le robas todo lo que tiene. Su dignidad. Su futuro. Sin embargo, el deporte ejemplificaba lo que pretendía expresar el hombre espigado y adusto. ¿A que siempre deseas que el pequeño venza, que el débil triunfe sobre el fuerte? Claro. Por decencia. Por orgullo. Por estética. Y allí estaban los pacificadores de Unprofor con su neutralidad de pacotilla.

Lo terrible era que todo pudo haber sido diferente. Quizá pecaba de ingenuo pero en aquella tierra había seis países, cuatro idiomas, tres religiones y hasta dos alfabetos. Pero todos tenían el mismo sueño: la libertad y la independencia. ¿Por qué no pudieron lograrlo sin que unos pretendieran someter a otros? ¿De dónde venía aquel odio? Los bosnios tenían leyendas y querían arrebatárselas. Por eso estaba él allí. Para que no se olvidara.

Tuve un destello de regreso a casa. Como no había dado señales, supuse que Álvarez estaría aún lidiando con el arresto del traficante y su barrio sublevado. Y yo solo no me iba a poner a rastrear la costa de Gran Canaria, pueblo a pueblo, por si alguien había visto una gabarra llamada Isla de Creta con un poeta (¿atado?, ¿amordazado?, ¿muerto?) en la bodega. Necesitaba información sobre el enfermero que no sabía de enfermería. Y solo se me ocurría una persona que pudiera proporcionármela: Rafael Borrego. Lo llamé por teléfono a su despacho. No estaba de servicio. No volvería hasta el lunes. Y no. No podían darme ninguna otra aclaración. Les daba igual que lo conociera. Por ellos como si habíamos ido juntos al parvulario. ¿Acaso me creía que aquello era el club náutico?

Pensé que tal vez Margarita Esponda podría ayudarme con su compañero. Podía. Pero tenía su precio. Ni de broma pensaba quedarse fuera de la investigación. Ella tampoco era dada a las esperas. Se le caía el techo del despacho. Un día más así y se quedaba sin uñas. No. No había ido con los demás al arresto. ¿Por qué? Porque las cosas ya estaban bastante jodidas para que encima los matados del barrio vieran aparecer a una mujer policía. Me acordé de la descripción que le habían dado a Pancho Viera en el bar Cosme. ¿De dónde habrían sacado que ella y yo tuviésemos una historia? Ni idea, la imaginación es libre. Pero estuve de acuerdo en que la silueta de Esponda en uniforme hubiera encanallado más la pelotera. Acepté el precio. Pasaría a recogerla en una hora. Ella me llevaría con Borrego.

Margarita era una agente estupenda, muy capaz, con carácter y una formidable habilidad para la deducción. Pero era mujer. Y el tiempo corría para ella de otra manera. Al carajo el meridano de Greenwich. Una hora se convirtió casi en dos. Culpa del papeleo y la burocracia, dijo. Había que poner por escrito hasta las veces que te cambias de bragas, dijo. Si yo supiera, dijo. Pero notó en mi cara que no quería saber lo que venía después de las bragas así que condujo el resto del trayecto en silencio. Eso me dio pie a detallarle el almuerzo con mi amigo Pancho. Excusé hablarle de lo que hacía Viera para ganarse la vida y, por descontado, de la visión que tenían en el barrio de sus tetas y nuestra relación. Pero el resto se lo conté con pelos y señales.

Margarita no dejó de mirar a la carretera. Borrego vivía en un chalé de San Lorenzo, en una urbanización hecha para gente de ciudad que quería pretender vivir en el campo. Hacía calor en verano, un frío de cojones en invierno y un poco de verde aquí y allá pero, definitivamente, no era campo. Ella era una entendida. Sus abuelos maternos nacieron y vivieron toda la vida en Tejeda y se pasó los fines de semana de la infancia en una excursión perenne por la isla. Contaba hasta las curvas a izquierda y a derecha que faltaban para llegar a casa de los abuelos. Aquello sí era campo, coño, y no esta mamarrachada de nuevo rico.

¿Borrego, un nuevo rico? No, a ver. Que no la malinterpretara. Rafa era un tío genial. Y sabía mucho de su trabajo. Pero los tíos geniales a veces son unos ingenuos a la hora de elegir pareja. Si vivían allí no era por gusto de él, eso seguro. ¿Entonces su mujer…? Mejor se callaba Margarita. No quería darme una impresión falsa. Ya valía de chismes. Estaba embebida por lo que había dicho Viera del ayudante de Orucevic. ¿Cabía la posibilidad de que fuera el líder de la banda? ¿De verdad se nos había escapado ese dato? Sí, cabía. Sí, de verdad. Pero para eso estábamos serpenteando por la carretera de Almatriche (¿No hubiera sido más cómodo ir por Tamaraceite?): para asegurarnos.

Me resultó una casa demasiado ostentosa para alguien como Borrego; un pibe que se hubiera contentado con un despacho, una cocina de camping gas, una nevera y un bañito. Tenía un garaje de dos plazas. Una primera planta con cocina, comedor, salón, servicio y dos terrazas. Una segunda con tres cuartos y un baño del tamaño de mi alcoba. Iba a tener razón Margarita con lo de que la mujer de Borrego ordenaba y mandaba en su vida.

Se llamaba Tamara y venía de una familia lagunera formada mayormente por notarios y jueces. Por llevar la contraria nada más, se hizo decoradora de interiores. Una artista entre tanto leguleyo. Y no lamentaba su decisión. Era cierto que ahora las cosas no iban muy bien porque, con la crisis, ni había dinero ni había interiores que decorar (ella lo expresó de un modo revelador, El gusto ha muerto) pero hubo un tiempo en que se ganó la vida con holgura. Por eso decidió irse a vivir a San Lorenzo. La mirada de Esponda me indicó que no se le había pasado por alto que Tamara había usado la primera persona del singular, Decidí venir a vivir aquí.

La mujer de Borrego era de una amabilidad fatigosa. Su celo en comportarse como una anfitriona de película victoriana podía agotar las fuerzas del más bragado. Nos enseñó la casona de arriba abajo, desde el olivo del jardín hasta la zapatera del vestidor, una estancia dentro de su dormitorio que habría hecho las delicias de una familia de rumanos. Nos invitó a té con pastas inglesas de mantequilla que uno no entiende a quién pueden gustarle, tan estropeado te deja el estómago. Nos sacó un álbum con fotos de su hija y de no ser porque Rafael se rebeló (Oye, amor, que estos señores no están aquí de visita de cortesía) nos hubiera puesto el vídeo de la luna de miel. Tamara aceptó a regañadientes que tuviéramos que irnos al despacho de Borrego, el único lugar de la casa que le estaba vedado.

El despacho estaba en el sótano, al otro lado del garaje. Y era una copia del que yo había visto en la comisaría, salvo que allí también había un aparador lleno de vídeos y libros que ocupaba media pared y un sofá cama que Margarita miraba de reojo a cada rato intentando encontrarle explicación. ¿Cuántas noches a la semana dormiría allí Borrego? El policía informático, ajeno a las suspicacias de su colega, se acomodó unas gafas de ver de cerca y puso en marcha un programa de rastreo. Los dos ordenadores comenzaron a emitir sonidos estridentes y regulares. ¿Qué buscábamos en realidad?

Más que qué era a quién. A Todor Turajlic, un ciudadano bosnio de origen musulmán. Borrego levantó la vista por encima de sus gafas, ¿todavía andan tras ellos?; pensaba que ya los tenían localizados. Me senté en el borde de la mesa de trabajo, Si tenerlos localizados es saber quiénes son, los tenemos, pero ni idea de dónde paran; y encima ahora ha surgido un nuevo dato con el que no se contaba y parece que este Turajlic tiene más partitura en la sinfonía de la que pensábamos. El policía asintió mirando a la pantalla, Sí, suele ocurrir en estos casos; por lo que veo, su músico no es demasiado conocido, no hay alerta de búsqueda; eso explica que haya podido entrar en Gran Canaria sin que nadie lo detuviera.

Turajlic había nacido en mil novecientos ochenta. Era hijo de un exministro y de una exsecretaria. No se especificaba si la madre era exsecretaria del padre o si cada uno iba por libre. Todor trabajaba en el periódico Oslobodenje («Liberación») y se había convertido en una de las voces más críticas con la política actual de su país. Sus artículos no hacían rehenes. Les daba caña a todos por igual y no se casaba con nadie. No se le conocían, sin embargo, relaciones con grupos terroristas ni había participado en acto violento alguno. Por esa parte, parecía limpio. ¿Y su sociedad con Orucevic? Tampoco había constancia de que fueran socios. Pero lo eran. ¿Y eso qué indicaba? Indicaba que si había una brecha en el currículum de Turajlic, podía muy bien haber dos.

A Borrego le mortificaban las brechas. Creía que las únicas cosas infalibles eran el Papa y su sistema de vigilancia informática. Y de la infalibilidad del Papa no estaba tan seguro. No quise echar más leña al fuego de su fe así que lo dejé indagando en sus ordenadores. Para hacer tiempo, me levanté y me puse a husmear entre los libros de la biblioteca. Margarita había hecho un pacto con el sofá y se había sentado con una revista de la policía entre las manos. Me miró y siguió la lectura de un artículo que relacionaba los recortes en los servicios de seguridad del Estado y el aumento de la delincuencia.

La librería estaba bien surtida pero no tenía orden ni concierto: tratados de leyes se mezclaban con novelas policíacas y alguna novela histórica de la guerra civil española hacía migas con libros de autoayuda. Me fijé en que a Borrego le gustaba recopilar versiones literarias y cinematográficas de la misma obra. Tenía El cartero de Neruda, Los santos inocentes, Muerte en Venecia y hasta los tres Padrinos al lado de la novela de Mario Puzzo. Algunas fotografías de familia decoraban los espacios vacíos. La de un hombre vestido siempre de negro con el rostro inexpresivo se repetía tres veces. Pensé en voz alta, Este debe de ser su padre, ¿verdad?

Borrego respondió desde su silla, Lo es. Y yo, siguiendo una idea que empezaba a coger forma, Debían de estar muy unidos; es quien más aparece en los retratos. Y él, sin entender muy bien a qué venía la interrupción, Lo estábamos. Y yo, hurgando en un recuerdo que quizá aún dolía, ¿lo estaban?; ¿se pelearon por algo? Y él, aguijoneado porque alguien pudiera dudar del amor a su padre, No; ya no lo estamos porque murió; tenía una joyería en San Bernardo; una noche entraron a robar y, en el forcejeo, a uno de los ladrones se le disparó el arma; murió desangrado antes de que llegara la ambulancia. Y yo, recordando por encima aquel caso de hacía diez o doce años, Lo siento, Borrego; sé que pregunto demasiado; es mi manera de comprender las cosas. Y él, tornando a su trabajo, ¿y ha comprendido algo?

Por lo pronto comprendí que adoraba a su padre. Que no había superado todavía aquella muerte. Que tal vez su decisión de hacerse policía tuviera que ver con ella. Que las armas de fuego le daban dentera y por eso se había dedicado a perseguir el crimen desde un puesto donde no tuviera que usarlas nunca. Y comprendí que su caso no era único. Que en el mundo debía de haber una legión de niños, adolescentes, hombres que han tenido que vivir esa experiencia y cuyas vidas han quedado marcadas hasta el extremo de convertirse en algo que posiblemente no hubieran sido jamás. Por ejemplo, un periodista que practicaba la enfermería en sus ratos libres.

Regresé al escritorio y no sé por qué tuve un arranque de afección que el Ricardo Blanco de antes (la ausencia de Colacho me había partido en dos) no hubiera tenido ni en sueños. Le puse la mano en el hombro y le susurré, De verdad que siento haber sido tan impertinente; ¿podría buscar en su infalible sistema qué fue de los padres de Todor Turajlic?